CAPÍTULO XXXIII

ATRIO DE LA PASIÓN

 

1. El Siervo de Yahvé

Después de la resurrección de Lázaro, «Jesús ya no andaba en público entre los judíos, sino que se fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efrén, y allí estaba con sus discípulos» (Jn 11,54).

Lo mismo que antes de comenzar la vida pública se marchó al desierto, así también ahora prefiere retirarse unos días para esperar en soledad y recogimiento el fin de su vida, ya inminente. ¿Cuál fue el estado de su alma en esas fechas? Seguramente andaba El enterado de que «los príncipes de los sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes para que, si alguno sabía dónde se hallaba, lo delatase, a fin de echarle mano» (Jn 11,57). ¿Quiso Dios confortar a su Hijo con particulares mercedes? ¿Prefirió adelantarle un poco de la amargura de Getsemaní? ¿Cómo fue la oración de Jesús en días tan trascendentales, tan próximos ya a la cruz? Efrén debe ser un nombre muy amado para todo corazón que se dispone a sufrir.

En su oración privada, el Hijo del hombre solía encontrar la mejor acogida, la más sabrosa intimidad con Dios. Pero esta misma oración le hacía más explícita y consciente su «salida del Padre». El estaba bien seguro de que éste seguía amándole (Jn 3,35); sabía que no le había dejado solo (Jn 8,16); sabía que ese «partir del Padre» significaba simplemente, según el lenguaje hebreo, una misión a realizar. Pero dicha misión adquiría ahora en su conciencia el más sombrío aspecto, las más terribles dimensiones. Iba a redimir a los hombres no de cualquier manera, sino «haciéndose pecado» (2 Cor 5,21), haciéndose objeto de la cólera divina. ¿No significaba también para los judíos «partir de casa» una ruptura con la familia? í. Cuando el hijo pródigo salió de su hogar, dirigióse a «una región extraña». ¿No era una humanidad pecadora, «extraña a Dios», la tierra adonde había llegado Jesús, la raza de la cual había querido formar parte?

Durante su plegaria tomaba Cristo muy expresamente conciencia de su calidad de «siervo». He aquí una expresión que ha sido prácticamente suprimida de la piedad cristiana. Ya las primeras traducciones del Nuevo Testamento se apresuraron a sustituirla por puer, palabra que, si en su más vasta acepción latina conservaba aún un matiz de dependencia y servidumbre, en las versiones ulteriores lo ha perdido por completo al ser reemplazada sencillamente por «hijo».

La locución «siervo», que tanta importancia tuvo en la visión profética de Isaías (Is 42,1s; 49,3s), no aparece más que una sola vez en los Sinópticos (Mt 12,18). Esta única cita, sin e}nbargo, es grdndemente expresiva, pues constituye una referencia a la descripción profética para denotar cómo siempre Jesús obraba sometido al Padre y cómo, por tanto, veíase obligado a rechazar cualquier gloria terrena: tras los milagros, encarga a todos insistentemente que no le descubran (Mt 12,16).

Los otros textos neotestamentarios sobre el «siervo Jesús» pertenecen a discursos del apóstol Pedro conservados en el libro de los Hechos. El Siervo aparece siempre sometido a Dios, ya sea «para realizar curaciones, señales y prodigios» (Act 4)30); ya sea «para bendecir» (Act 3,26): se trata de un servicio prestado a Dios sirviendo a los hombres. Es menester citar aquí las palabras del propio Jesús: «No he venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45). Dios lo ha glorificado (Act 3,13.26) precisamente a causa de su servicio, pero aun en la exaltación continúa dependiendo de Dios, ya que ésta, no menos que la misión, proviene del Padre. Es, además, un enaltecimiento que sigue a una muy profunda humillación, a la persecución y muerte (Act 3,13; 4,27): refiérese, pues, a un

1 Cf. E. H. SCHILLEBEECKX, Le Christ, sacrement de la rencontre de Dieu (Les Edit. du Cerf, París 196o) p.54.

servicio doloroso, a una obra llevada a cabo por un siervo paciente y escarnecido.

El título de Siervo no ha pasado al lenguaje cristiano usual, probablemente porque a los predicadores que tenían que defender la divinidad de Cristo les pareció una expresión poco idónea, al menos muy poco oportuna. No obstante, ponderándola muy cuidadosamente, nos revela un costado de Jesús muy importante, al cual no podemos en manera alguna renunciar.

Pablo afirma que el Salvador tomó "la forma de siervo».

Este «anonadamiento» es la encarnación. El Verbo asume una naturaleza creada, y no triunfalmente o según cierta condescendencia desdeñosa, como un gran señor que por un día se vistiera con traje de campesino, sino abdicando de todos aquellos derechos y privilegios que como a Dios le correspondían: «Subsistiendo en la forma de Dios, no consideró como un tesoro codiciable ser igual que Dios, antes se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo» (F1p 2,6-7). No fue en verdad Jesucristo un hombre que por su sola presencia mostrase ya su excepcional origen; al contrario, «se hizo a semejanza de los hombres y, en su condición exterior, presentándose como hombre». A estas frases de Pablo hay que añadir dos apuntes que contribuyen a hacer más negra la descripción. Por si fuera poco hacerse hombre, el Salmo parece rectificar: «no hombre, sino gusano» (Sal 22,7), ya que fue un hombre «despreciado y abandonado de los hombres» (Is 53,3). Se alude con ello a su muerte singular, que también Pablo subraya al final de sus notas: «muerte, y muerte de cruz» (F1p 2,8).

Ya sabemos que existen varios modos de concebir la redención. Los Padres apostólicos y apologistas ven en Cristo al «Iluminador», al que con su obra salvífica destruye las tinieblas y otorga el verdadero conocimiento. Quienes gustan de acentuar la recapitulación lograda por el Primogénito—Ireneo sobre todo—y aquellos que consideran más detenidamente la total derrota sufrida por el Adversario, prefieren presentarlo como «Vencedor» sin par. Para los Padres griegos, que no suelen entretenerse en considerar aparte el hecho de la encarnación y el hecho de la cruz, Jesucristo es, sobre todo, «Divinizador». Pero, junto a estas versiones más bien triunfales, existe también la tendencia y escuela de quienes preferentemente hablan de Jesús «Víctima», fijándose no tanto en la acción victoriosa del Hombre que vino del seno del Padre cuanto en el sacrificio cruento que al Padre ofrece uno que era realmente hombre y actuaba desde el lado de los hombres. Pues en modo alguno podemos omitir la última, y más tremenda, y más incomprensible, humillación sufrida por el Redentor en su proceso de abatimiento: es aquella que Isaías refiere cuando dice que «Yahvé puso sobre El la iniquidad de todos nosotros» (Is 53,6), y Pablo cuando nos lo muestra «hecho por nosotros objeto de maldición» (Gál 3,13).

Atento San Cirilo de Alejandría a no empañar la dignidad divina de Jesucristo, interpreta muy respetuosamente el «mandato» que éste recibió de su Padre: no es un verdadero mandato —como tampoco el sol «manda» a su rayo—, sino simplemente la expresión de un designio tomado en el seno de la Trinidad 2. Ha habido teólogos también que, en vez de hablar de mandato, utilizaron más bien la palabra «beneplácito». Pero puede preguntarse si esto no extenúa peligrosamente la realidad. ¿No habla acaso Cristo claramente de «mandato», de «preceptos» que le han sido impuestos por su Padre? (Jn 14,31; 15,10). ¿No hablan las Escritúras de «obediencia»? Puesto que la\ desobediencia de Adán fue verdadera desobediencia, lógico esulta que la obediencia de Cristo fuese también real y estricl obediencia.

«Aunque era hijo, aprendió en sus sufrimientos la obediencia» (Heb 5,8). Aunque: esta partícula sale al paso de todo escándalo y restricción. En el seno de la Trinidad, a pesar de que todo el ser del Hijo procede del Padre, no puede hablarse propiamente de dependencia tal como nosotros empleamos esta palabra; pero, cuando el Hijo se encarna, entra en el mundo de lo creado, incorpora algo creado, y con ello asume necesariamente una relación de verdadera dependencia, la cual, traspuesta al orden de los tratos íntimos, resuélvese en acatamiento. Por la encarnación, el amor eterno del Hijo al Padre se tiñe y colorea de obediencia.

Desde el principio—«Heme aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Heb 10,7)—hasta el fin—«fue obediente hasta la muerte» (F1p 2,8)—, la vida entera de Jesús no fue sino sumisión al Padre. La voluntad de éste constituyó

2 In Io. Evang. 11: MG 74,493.

su único alimento (Jn 4,34). Llama dichosos a los que tienen hambre de ese pan (Mt 5,6) y trata de «hermanos» a todos aquellos que cumplen los mandamientos de Dios (Mc 3,32-35). Las únicas palabras que conservamos de su vida oculta aluden a esta rigurosa obediencia, que El antepone a cualquier otro sentimiento (Lc 2,49), y su vida pública da comienzo con una frase en la que rotundamente afirma su necesidad de «cumplir toda justicia» (Mt 3,15). Se dirige a su Padre y le habla así: «No se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26,39). Se dirige a los hombres y les comunica esto: «Yo hago siempre lo que es de su agrado» (Jn 8,29); al final de sus enseñanzas se encarga de puntualizar: «El Padre mismo, que me ha enviado, es quien me ha prescrito lo que yo debía decir y cómo tenía que hablar» (Jn 12,49).

Un día promete a sus discípulos: «Si guardáis mis mandamientos, perseveraréis en mi amor, así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y persevero en su amor» (Jn 15,1o). El precepto que le fue impuesto por el Padre es el mismo que El dicta a sus apóstoles: el amor (Jn 15,12-13). La obediencia de Cristo a este mandato, el amor a los hombres, demostrado en esa obediencia, fueron tan perfectos que obraron la salvación de los hombres (Rom 5,19; Flp 2,8; Heb 5,8). Semejante amor—un amor que le conduce a la muerte, un amor que no es sino sometimiento al designio paterno—atrae a su vez sobre El el amor del Padre: «Por eso el Padre me ama, porque doy mi vida» (Jn 10,17). Inscríbese así la obediencia en el amor, en ese amor circulatorio que nunca cesa; se inscribe como un círculo concéntrico dentro de la gran circunferencia del amor esencial, lo mismo que la vida temporal de Jesús queda armoniosamente incluida dentro de su vida eterna.

Dice «doy mi vida», la doy por mi libre decisión. Pero esta libre voluntad se afirma frente a la voluntad insuficiente de los hombres que pretenden apoderarse de El: «Nadie me quita la vida, soy yo mismo quien la doy. Tengo poder para darla y poder para tomarla» (Jn 1o,18). Frente a la voluntad paterna, su voluntad adopta otro semblante muy distinto, muy modesto, pues dice a continuación: «Tal es el mandato que del Padre he recibido».

Hemos de reconocer, sin embargo, que el Hijo del hombre, a pesar de su impecabilidad y a pesar del precepto que sobre su alma gravitaba, seguía siendo soberanamente libre. Nos es difícil comprenderlo mientras tengamos una idea de la libertad basada únicamente en la experiencia de nuesto pobre albedrío: libertad es para nosotros facultad de elegir entre el bien y el mal. Pero esta libertad es una libertad en extremo defectuosa: poder pecar es signo de libertad en la misma medida en que la enfermedad es signo de vida, o sea, de vida deficiente, algo así como el poder caer es signo de movimiento, es decir, de movimiento inseguro. Hemos dicho que somos libres para escoger entre el bien y el mal, pero esto no es del todo exacto: nuestra voluntad se halla irremisiblemente determinada por la razón común de bien, no menos que la de Cristo. Lo que ocurre es que, para nosotros, la razón de bien puede ser falaz, y el bien sólo aparente, mientras que para El es siempre razón verdadera y bien real, identificado con Dios sin desajuste alguno. A El no le sucedía eso que a nosotros, por nuestra precaria situación, nos acontece: que percibimos el bien perfecto muy imperfectamente: como los demás bienes, es decir, como relativo

La libertad no consiste en otra cosa que en el dominio de la voluntad sobre su propio acto. En tal sentido, nadie puede ser más libre que Jesucristo. Nadie ha querido nada con tanta intensidad y¡ pureza come quiso El adherirse a la voluntad de su Padre. 'Por eso, ante el Padre también, «se ofreció porque quiso» (Is 53,7). Es verdad que el Padre «lo entregó a la muerte» (Rom 8,32), pero no es menos cierto que el Hijo «se entregó a sí mismo» (Ef 5,2).

Estaba la hora de Cristo escondida en el secreto paterno, mas El tenía el ánimo tan compenetrado con ella que bien pudo el evangelio redactar así: «Estando para cumplirse los días de su asunción, decidió marchar a Jerusalén» (Lc 9,51). Con razón San Agustín comenta refiriéndose a otro pasaje muy similar: «No dijo, pues, la hora en que se vería obligado a morir, sino la hora en que se dignaría morir» 3.

No obstante, insistimos: esa «hora» pertenecía al arcano del Padre y, so pena de trastornar la condición de su vida mun-

3 In lo. Evang. 31,5: ML 35,1638.

dana, Jesús era incapaz de hacerse con ella por vía psicológica. De otra forma destruiríase su esencial espera humilde, aquella su meritoria paciencia, su docilidad constante de Cordero que «es llevado a la muerte» (Is 53,7). Acerca de esa hora podía El también confesar: «Del día y de la hora nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo ni siquiera el Hijo, sino solamente el Padre» (Mc 13,32).

En el Dios encarnado observamos muchas limitaciones, unas metafísicas y otras voluntarias, y otras también de orden económico, concernientes a su obra redentora. El «anonadamiento» constituye un doloroso paréntesis en la vida del Verbo, un tiempo en el cual su modo propio de existir hallábase empobrecido. Por eso, en vísperas de recuperar su habitual modo glorioso, ruega así: «Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti con la gloria que tuve cerca de ti antes de que el mundo existiese» (Jn 17,5). Por eso mismo puede decir a sus discípulos: «Si me amarais, os alegraríais, pues voy al Padre» (Jn 14,28). Quien ama de veras, se alegra del bien de aquel a quien ama; y volver al Padre era para Jesús la mayor fortuna, la única imaginable.

Y dice a continuación: «porque el Padre es mayor que yo». He aquí una frase que, si no nos constase de modo muy fehaciente que fue pronunciada por El, nadie habría osado nunca atribuírsela. Es más: la tendríamos sencillamente por herética. ¿No es acaso el Hijo igual al Padre, igual en poderío, igual en saber, igual en dignidad?

Sí, ya sabemos que su naturaleza humana distaba mucho de la naturaleza divina del Padre. Pero el caso es que Cristo dice yo, y el yo de Cristo es divino... Hace falta, para entender correctamente la frase—para no dar una explicación heterodoxa, mas tampoco insuficiente, que trivializaría el misterio—, distinguir dos vertientes en ese yo: el yo sujeto y el yo objeto. El primero es el que percibe y decide, es ese núcleo personalísimo al cual confluyen todos los estados de conciencia. El segundo es el área de conciencia que el primero tiene ante los ojos. Si en Cristo aquel yo es único—el yo del Verbo—, éste, en cambio, es doble, puesto que doble es su campo de conciencia: el sector de su vida divina y el sector de sus vivencias humanas. Según la conciencia de su vida divina, el yo de Cristo contemplábase a sí mismo igual al Padre; según la conciencia de sus humanas flaquezas, ese mismo yo se sentía inferior al Padre. Podía, pues, el yo sujeto decir con verdad estas dos frases: «el Padre es igual que yo», «el Padre es mayor que yo».

Podía decir, con idéntica verdad, una y otra cosa. Dijo la segunda. Elegir precisamente esta frase, y no la otra, pertenecía ya a la humildad del Siervo.

 

2. «¿Podéis beber el cáliz?» (Mt 20,22)

Con semejantes disposiciones, tan humildes, del Maestro contrasta la codicia y engreimiento de sus discípulos.

Tanto Mateo como Marcos nos cuentan un episodio en que aquella desorbitada ambición de los apóstoles, concretamente de Santiago y Juan, hízose de sobra manifiesta: ambos querían arrogarse los dos primeros puestos en el reino. Bien es verdad que entre Marcos y Mateo media una diferencia no despreciable: según el primero, son ellos mismos, los dos apóstoles hermanos, quienes solicitan la merced; Mateo, en cambio, pone tal súplica en boca de la madre, aquella mujer del Zebedeo que acompañaba habitualmente a Jesús, y que sin duda gozaba ante éste de particular confianza. «Concédenos que, en tu gloria, uno se siente a tu derecha y otro a tu izquierda», dice la lección de Marcos (Mc 10,37). «Di que estos dos hijos míos—leemos en la redacción de Mateo—se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (Mt 20,21). Aunque en el contexto una y otra lectura coinciden—también en Mateo la respuesta de Jesús va dirigida a Santiago y Juan, prueba de que éstos abrigaban y en alguna forma habían manifestado ya su pretensión—, hemos de reconocer que produce el ruego muy diferente sonido según se suponga pronunciado por los hijos o por la madre...

Cristo contesta: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo beberé ?»

Para llegar a disfrutar del reino es menester pasar antes por el trance durísimo de la pasión. Esos días finales, tan cargados de presagios, no eran días en que para Cristo resultara cosa fácil olvidar la cruz, renunciar a hablar de la cruz. Y habló de ella sirviéndose esta vez de la imagen hebrea del cáliz, símbolo bastante frecuente en las Escrituras para expresar el destino que Dios depara a un alma: bien sea un destino de felicidad (Sal 16,5; 23,5), o más comúnmente un destino amargo, algún selecto castigo, el cáliz de fuego y azufre (Sal 11,6), el cáliz de la ira de Yahvé (Is 51,17.22), aquel cáliz de abominable mixtura reservado a los impíos (Sal 75,9), el cáliz que provoca indescriptibles náuseas, que «beberás hasta las heces, lo morderás, lo romperás con los dientes y con sus pedazos te rasgarás el seno» (Ez 23,32-34).

Con aquellas palabras aludía Jesús a su pasión, ya muy próxima; tenía ante sus ojos el tremendo cáliz que poco después a El mismo habrá de causar tanta repugnancia que llegará a solicitar del Padre se digne retirarlo de sus labios (Mt 26,39). Pero gracias a este cáliz amarguísimo fue trocado, para beneficio de los hombres, el «cáliz del furor» en «cáliz de bendición» (1 Cor l o,16).

Para llegar a gozar del triunfo es menester que los futuros comensales del reino compartan antes las aflicciones de esa pasión redentora. Beber en la copa de otro suele ser señal de la adhesión más íntima y resuelta (1 Cor 1o,z). A esta estrecha participación invita Cristo a quienes pretenden gozar con El. ¿Están dispuestos antes a padecer con El? ¿Pueden, sin temblar, beber el cáliz? «Le respondieron: Podemos». Algún día, efectivamente, habrán de ser asociados a los tormentos de la pasión. Santiago pereció decapitado por orden de Herodes Agripa, en el año 44 (Act 12,2), y Juan, aunque no murió mártir, fue probado con innumerables trabajos y persecuciones.

Ya todo sufrimiento cristiano consistirá en beber del cáliz del Señor. Por medio de nuestros dolores completamos su pasión, le permitimos prolongarla, le concedemos oportunidad de seguir padeciendo en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu, en nuestra carne y en nuestros pensamientos. El sufrió con un amor infinito, pero con un cuerpo y alma limitados; por tanto, al suministrarle nuestro propio ser para que siga sufriendo en nosotros, le hacemos posible una más amplia manifestación de su amor, el cual fue incapaz de demostrarse suficientemente en las breves horas del Calvario.

Quien se halle libre de ambición puede lanzar la primera piedra contra los hijos del Zebedeo.

Cuenta el evangelio cómo los otros discípulos, cuando oyeron la petición hecha por Santiago y Juan, «se indignaron contra los dos hermanos». Pero, a decir verdad, ¿cuál era la verdadera causa de tal enojo? De sobra sabemos que no se debía éste a una mayor pureza de intención. No se quejaron porque la codicia de los dos discípulos venía a contrariar sus propias ideas acerca del amor desinteresado, sino simplemente porque entraba en competencia con su propia codicia, contra sus propios deseos de obtener ellos también dichos puestos de preferencia. Por eso, «Jesús, llamándolos a sí, les dijo: Vosotros sabéis que los príncipes de las naciones las subyugan y que los grandes imperan sobre ellas. No ha de ser así entre vosotros; al contrario, el que entre vosotros quiera llegar a ser grande, sea vuestro servidor, y el que entre vosotros quiera ser el primero, sea vuestro siervo, así como el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos» (Mt 20,25-28).

Pero ¿no había propuesto a menudo Cristo la noción de recompensa como meta legítima de nuestros afanes? En alguna ocasión había empleado para ello palabras que parecían referirse a bienes incluso materiales, a ganancias de esta tierra: «En verdad os digo que no hay nadie que deje casa, o hermanos, o hermanas, o madre, o hijos, o campos por mi causa y la del Evangelio, que no reciba ya ahora el ciento por uno en este tiempo, casas, y hermanos, y hermanas, y madres, e hijos, y campos, con persecuciones, y en el siglo venidero la vida eterna» (Mc 10,30).

¿Qué pensaron los apóstoles de ese «céntuplo» prometido por Jesús a sus secuaces? La mentalidad reinante, a pesar del proceso de espiritualización que se había llevado a cabo a lo largo del Antiguo Testamento, interpretaba el reino mesiánico como un milenio de incalculable prosperidad. ¿No es lógico que ellos también se sumaran a tales esperanzas? Después de muerto Cristo, cuando se fundaron las primeras comunidades, en las cuales «ninguno tenía por suya cosa alguna, sino que todo lo poseían en común» (Act 4,32), debieron los discípulos de recordar aquellas palabras del Maestro y bendecir con alabanzas su memoria.

Hoy, abandonadas ya la idea milenarista y también la llamada «teoría monaquista»—calcada sobre la experiencia de las comunidades primitivas: el monje que ha abandonado una casa por amor de Dios halla abiertas las puertas de cien casas—damos unánimemente a la promesa de Jesús una acepción espiritual: los bienes espirituales que en el seguimiento de Cristo se alcanzan valen cien veces más que estas posesiones terrenas a las cuales renunciamos. Y aún hay que añadir otra cosa: los mismos bienes temporales son gozados mucho más perfectamente en su sacrificio que en su uso, merced a ese señorío que la renuncia otorga: «no teniendo nada, lo poseemos todo» (z Cor 6,10).

Sin embargo, aunque reduzcamos el objeto de nuestros deseos a cosas puramente espirituales, ¿no subsiste una disposición al fin y al cabo mercenaria, bastarda, poco acorde con el desprendimiento demostrado por Jesús?

No es de hoy, y no es infrecuente, esta objeción hecha a la espiritualidad cristiana por los defensores de una «ética pura», pura a ultranza, que se empeña en prescindir de toda remuneración: ¿no resulta, dicen, mucho más alto y digno hacer el bien sin esperar retribución alguna? Mas este criterio, que a primera vista parece irrefutable, debemos someterlo a la luz que del evangelio dimana, único criterio para nosotros admisible. Bien puede ocurrir que las palabras de Cristo nos persuadan de otra cosa, en cuyo caso simultáneamente nos aparecerá la falsedad de esa postura tan altanera y desasida.

Efectivamente, Jesús menciona muchas veces la recompensa en sus exhortaciones morales. El trabajo en la viña supone un denario como justo estipendio (Mt 20,1-16); la sagaz administración de los talentos es largamente retribuida (Mt 25,14-30), y las buenas obras han de ejecutarse, descartados los motivos de fama mundana, por esta exclusiva razón: «El Padre, que ve lo oculto, te premiará» (Mt 6,4.18). Lleva el juicio esencialmente aparejados la dicha de los elegidos y el castigo de los réprobos (Mt 25,31-46); buscar aquélla y escapar a éste constituye un objetivo que Cristo con frecuencia inculca (Mt 5,29-30). A los oyentes, para atraerlos a su séquito, no se limita a exponerles una serie de deberes, sino que les incita a ello mediante promesas de felicidad (Mt 11,28-30); al joven rico también trata de convencerlo, asegurándole: «Tendrás un tesoro en los cielos» (Mt 19,21).

¿Qué significa todo esto? Significa que, lejos de reprobar la esperanza de un galardón como móvil del cpmportamiento, la considera Cristo un aliciente muy legítimo. Con este dato podemos acercarnos ahora a la mentalidad de los «puros» para sondear su valor. Inmediatamente se nos revela ya como una contradicción: esa satisfacción de obrar el bien por el bien, ¿no es precisamente la paga—una paga como cualquier otra—que el «puro» apetece? Tal modo de actuar, además, ¿no oculta una honda soberbia? Quien así intenta proceder y de hecho así procede ha usurpado una prerrogativa de Dios: sólo Dios puede querer el bien únicamente por la dignidad de ese bien, como ser autónomo en el cual de modo ajustadísimo coincide el que desea con aquello que desea; sólo Dios puede actuar de ese modo. Sucede con nuestro ideal moral lo mismo que con el amor humano: no existe en este mundo la forma químicamente pura de tal amor, sino que siempre va envuelto en alguna aleación o mixtura, ya sea la concupiscencia de la carne, ya sea el miedo a la soledad, ya sea cualquier proyecto de obra en colaboración. El deseo del bien por el bien es privilegio del Señor, de Aquel que es santo y se basta a sí mismo. ¿Por qué amamos nosotros a Dios? «Amamos a Dios como causa de nuestra bienaventuranza y al prójimo como copartícipe nuestro en la misma» 4. Entre nosotros el oro, para que tenga suficiente consistencia, necesita alearse con otros metales menos nobles.

Sabed que la noción de recompensa constituye un llamamiento a la humildad. El que es humilde para aceptar su estímulo crecerá en el amor. Este amor, en su desarrollo, irá perdiendo de vista toda idea de beneficio y ciñéndose más y más a la consideración del Amado, comprendiendo cada vez más claramente cómo en El y sólo en El puede hallar su propia felicidad. Esta se le revela poco a poco como mera «añadidura», pero añadidura inseparable del reino y su justicia, añadidura irrenunciable para quien ha entendido que el Amado únicamente quiere la dicha de sus amantes. La inteligencia de todo esto y la purificación de los deseos que a ella precede representan asimismo una parte de la añadidura. Y sólo en tal caso la desnudez será buena: cuando se posee ya como una «recompensa». Además, si toda la moral cristiana redúcese por definición al amor, ¿cómo concebir otra moral más radicalmente opuesta al egoísmo?

No faltan tampoco las exhortaciones de Cristo a la virtud

4 SANTO TOMÁS, Suma Teol. 2-2,26,2.

citando como meta de todo trabajo «la gloria del Padre» (Jn 15,8; Mt 5,16). Ahora bien, proponer unas veces la felicidad del hombre y otras la gloria de Dios como finalidad de los actos morales, ¿no significa una cierta contradicción, una vacilación al menos? Todo lo contrario; precisamente esta ambivalencia es lo que mejor nos descubre el núcleo íntimo de su programa, esa perfecta coincidencia de nuestra dicha con la alabanza tributada al Señor. Que sea más explícito, en cada uno de los momentos de nuestra conducta, este móvil o aquél, sólo demuestra el mayor o menor adelantamiento del espíritu. Y en la línea de tal progreso manifiéstase de nuevo la feliz concordancia: el obrar teniendo ante los ojos preferentemente la gloria del Padre no sólo arguye un estilo más elevado de vida, sino que nos granjea de modo más rápido nuestra propia felicidad: así conseguimos mucho más fácilmente desprendernos del egoísmo, el cual, además de ser el mayor impedimento para una adecuada glorificación de Dios, representa el peor estorbo que a nuestra verdadera dicha personal podemos oponer.

Pablo recomienda: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, quien, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre» (F1p 2,5-9).

¿No deberá, pues, regir todos nuestros sentimientos, todos nuestros propósitos, ese afán de anonadamiento que a Cristo condujo hasta la cruz? ¿Por ventura es concebible en El que procediera alguna vez llevado del deseo de su propia satisfacción?

Notemos que Pablo termina hablando de la exaltación de Jesucristo. ¿Acaso fue esto una mera consecuencia de su abatimiento, una consecuencia, diríamos, indeliberada, no buscada ni perseguida? ¿O fue realmente el objeto preciso de todos sus afanes? Cuando aleccionaba a los discípulos de Emaús, Jesús dijo: «¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria?» (Lc 24,26). En esta frase sólo se proclama explícitamente la necesidad de la cruz y de la resurrección para el cumplimiento de la obra redentora. Pero la traducción de la Vulgata nos suministra un matiz muy precioso: ¿No era menester que el Mesías padeciese, y así entrase (y de esa forma pudiera entrar) en su gloria? Según esta última lectura, la glorificación constituye el fin de la humillación que ha precedido: el fin no sólo en sentido cronológico, sino como finalidad, en cierto modo como meta de los deseos.

¿Qué era, en definitiva, la muerte para Jesucristo? Sencillamente, «pasar de este mundo al Padre» (Jn 13,1). Cuando habla de ella, dice así: «Me voy al Padre» (Jn 14,12; 16,5.10.28). ¿Cómo describe la hora de su muerte? «La hora en que el Hijo del hombre será glorificado» (Jn 12,23). ¿Cuáles son sus anhelos la víspera de morir? «Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti con la misma gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese» (Jn 17,5). ¿Y esa frase cuyo sentido vanamente se ha querido debilitar: «Doy mi vida para tomarla de nuevo»? (Jn 10,17). Más que ir a la muerte, El va por la muerte a la Vida.

Ya dijimos antes que, durante su permanencia en el mundo, tuvo Jesús su vida empobrecida, su gloria oculta. ¿Cómo no iba a desear recuperar pronto su existencia anterior? No obstante, ¿osará alguien pensar que en su alma se albergaba una sola semilla de egoísmo? Muy por el contrario, aspirando a la exaltación, El cumplía el designio de su Padre, y, deseando su propia gloria, buscaba la gloria del que era mayor que El: «Glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique» (Jn 17,1).

Que San Juan y Santiago, hijos del Zebedeo, ahora que ya «saben lo que pedían», ahora que, amando muy puramente, no sabrían renunciar a los encumbrados tronos que poseen, nos ayuden a ser tan desprendidos como humildes. Humildes para no pretender ningún primer puesto y humildes también para no descartar orgullosamente de nuestros móviles habituales el deseo del cielo.

 

3. Ungido ya para la sepultura

Son los últimos días de la vida del Maestro. Todo cuanto en ellos acontece se tiñe de morado, cobra una trágica alusión al desenlace, que parece va a producirse de un momento a otro.

«Hallándose Jesús en Betania, en casa de Simón el leproso, se llegó a El una mujer con un frasco de alabastro lleno de costoso ungüento y lo derramó sobre su cabeza mientras estaba recostado a la mesa. Al verlo se enojaron los discípulos y dijeron: ¿A qué este derroche? Podría haberse vendido a gran precio y darlo a los pobres» (Mt 26,6-9). Con gran precisión advierte el evangelista Juan que aquel rumor de desaprobación provenía de Judas Iscariote, al cual atribuye también el cálculo del dinero derrochado: trescientos denarios (Jn 12,4-5).

Era, ciertamente, una suma muy considerable. Doscientos denarios bastaban para dar de comer a cinco mil hombres (Jn 6,7); un denario podía ser el jornal medio de un obrero (Mt 20,2); por tanto, María—el nombre se lo debemos igualmente a Juan—ha dilapidado en unos minutos las ganancias de un año, ha privado de pan a muchos miles de bocas hambrientas. Ha sido, en verdad, un gesto loco, un alarde que no aprobarán fácilmente cuantos tengan de la caridad un concepto excesivamente pecuniario. Pero Jesús piensa de otro modo. «Les dijo: ¿Por qué molestáis a esta mujer? Ha hecho una buena obra conmigo, porque a los pobres siempre los tendréis entre vosotros, pero a mí no me tendréis siempre; y, al derramar ella este perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho para mi enterramiento» (Mt 26,10-12).

Pero ¿es que Cristo realmente va a morir? Las palabras han sido demasiado claras para abrigar aún alguna duda. ¿Acabaron de entenderlas los apóstoles? Durante mucho tiempo se han resistido a aceptar cuanto su Maestro venía diciéndoles acerca de un extraño Mesías paciente. Negáronse siempre a admitir semejante perspectiva, que contradecía sus más arraigadas esperanzas y entraba en ruda colisión con la mentalidad imperante en Israel. ¿Pertenecía acaso tal Mesías escarnecido y muerto a la auténtica tradición religiosa? Isaías, sí, había hablado de un liberador destinado al oprobio, al sacrificio (Is 53); pero había cantado también ardientemente al Vencedor, a aquel que vendría «para dilatar el imperio y para una paz ilimitada, sobre el trono de David y sobre su reino, para afirmarlo y consolidarlo en el derecho y la justicia» (Is 9,7). Entre estas dos figuras, ¿cabía vacilar? ¿Cómo pensar que un pueblo tan orgulloso de su destino, y al cual las continuas humillaciones habían exacerbado el apetito de venganza, iba a preferir esa deplorable estampa de derrota?

Pero el verdadero Mesías tenía que ser un Cordero, un cordero conducido a la muerte. Forzosamente se rebelaban los judíos ante esa imagen, tan opuesta a sus anhelos políticos como a sus nociones teológicas. El mundo gentil había de alzarse asimismo contra ella, tachándola de absurda en nombre de la razón y sus postulados. Desde Celso, las dos preguntas capitales siguen cayendo en el vacío, en la infamia: ¿Puede sufrir un Dios? ¿Puede un muerto volver a la vida? «Los judíos piden portentos, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles» (1 Cor 1,22-23). La tentación del escándalo y la tentación de decretar absurdo el cuadro cristiano siguen en pie, hostigando los flacos corazones, las pobres mentes engreídas. Las herejías no pertenecen únicamente a la historia remota de la Iglesia; forman también parte, junto con los halagos de la carne y la embriaguez del poderío, de ese paisaje que diariamente ofrece Satán a los ojos humanos. Y el que pasa con indiferencia ante las paradojas de su fe revela no haber entendido nada o más bien demuestra que su fe es una impostura.

El Mesías tenía que ser un Siervo humillado. No ahorró Jesús ningún esfuerzo, no desaprovechó ocasión alguna para inculcar esta enseñanza a sus discípulos y advertirles bien claramente del rumbo que iban a tomar los acontecimientos. Desde el principio comenzó ya a hacer insinuaciones: la destrucción misteriosa del templo (Jn 2,18), el Hijo del hombre levantado en alto (Jn 3,14-15), el Esposo que será arrebatado a sus amigos (Mc 2,18-20). Tras la confesión de Pedro, adopta la predicción un estilo firme e inequívoco (Mc 8,31-35), corroborada luego por otros vaticinios igualmente claros (Mc 9,31; 10,33-34). ¿Cómo eran capaces los apóstoles de dudar todavía? Durante la transfiguración habla de su pasión y muerte (Lc 9,31), y al bajar del monte vuelve a suscitar el tema y a confirmar sus avisos (Mc 9,12). La travesía por Galilea y el ascenso a Jerusalén son otras tantas oportunidades que Jesús no desperdicia para declarar más y más su pensamiento. ¿Y aquel Buen Pastor que un día dará su vida por las ovejas? (Jn 1o,11). ¿Y el grano de trigo que necesita morir para producir fruto? (Jn 12,24). ¿Y el cáliz de amargura que El confiesa estar obligado a beber? (Mc 10;38). ¿Y aquella parábola de los viñadores que pasan por las armas al hijo del señor? Mc 12,1-11).

¿Es posible mayor insistencia, mayor claridad?

La cruz constituye la obsesión de Cristo, y, si alguien intenta disuadirle de ese camino, le responde con las palabras más duras y terribles: «¡Apártate de mí, Satanás!» (Mt 16,23). Insiste en la «necesidad» de sus dolores. Antes de padecer, advierte ya: «Es preciso que el Hijo del hombre sufra mucho» (Lc 9,22); después de padecer, explica aún: «¿Es que no hacía falta que el Mesías sufriese?» (Lc 24,26).

Cabe, con todo, preguntarse: ¿se trataba de una verdadera necesidad? A nosotros nos sucede hoy lo contrario de lo que a los apóstoles les ocurría: así como ellos estaban imbuidos de la esperanza de un Mesías victorioso y no podían siquiera concebir otra perspectiva, nosotros, en cambio, habituados al relato de los hechos tal y como acontecieron, apenas creemos posible otro enderezamiento, otra solución, otra redención distinta. Sin embargo, quien por vez primera se enfrenta con la narración evangélica no puede menos de asombrarse: «¿Por qué sucede esto? ¿Por qué este amor, tan magnífico y convincente, es inhábil para triunfar? ¿Por qué sus enemigos son tan pérfidos y perseverantes? ¿Por qué sus amigos son tan torpes, tan mezquinos?

¡Oh, sí, las cosas podían haber tomado otro derrotero! Bien pudo la salvación del hombre llevarse a cabo de manera muy diferente. Ante la persona de Jesús, la libertad humana era capaz de haber optado por otra decisión, de haberle dispensado otra acogida. Puede pensarse incluso—aparte de la hipótesis de un simple perdón, de la cual ya hablamos páginas atrás—en algún tipo de redención enteramente diverso, en una redención indolora. Dios, sin embargo, eligió este camino de abrojos. Pertenece tal designio al secreto del amor, ante el cual sólo es lícito doblar las rodillas y exclamar: « ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió el pensamiento del Señor? ¿O quién fue su asesor?» (Rom 11,33-34).

La meditación cristiana se ha aplicado secularmente a este misterio, asegurando que se trata de un misterio de caridad. Sin duda que también el honor divino campea aquí y pónese de manifiesto, pues El ha sabido mantener su honra entregándose a sí mismo al castigo y explicando así a todo el mundo la gravedad del pecado y la necesidad de que su honra fuese bien lavada. Pero es, sobre todo, el amor el que más imperiosa y explícitamente sale al paso de cuantos se abrazan con tema tan singular. «El amor de Dios hacia nosotros se mostró en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que nosotros vivamos por El» (1 Jn 4,9).

En la economía de la pasión revélase la profunda alianza del Hijo del hombre con la humanidad, aceptando todos los humillantes atributos que a ésta caracterizan.

De las tres fases que componen la historia del hombre—inocencia, culpa y gloria—, Jesucristo asumió sendas propiedades: de la primera, la exención de todo pecado; de la segunda, las penalidades y sufrimientos; de la tercera, la visión beatífica de Dios. Pero conviene en seguida subrayar que ni la primera condición ni la tercera estorbaron a la segunda. La visión de Dios, en efecto, no se derramaba hasta la sensibilidad, no redundaba en las partes sensibles; al contrario, dejábalas en su ser, aptas para acusar todos los golpes, desarmadas, vulnerables. Y la inocencia del Siervo de Yahvé únicamente nos impone cierto esmero en el lenguaje: nos prohibe, por ejemplo, decir que Cristo contrajo los defectos de la naturaleza humana, pues esto significaría que se apropió también su causa, el pecado; hay que decir nada más que tomó o asumió dichas penalidades. Lo cual, por otra parte, no significa que éstas fuesen puramente voluntarias, como han defendido algunos Padres deseosos de rendir homenaje a la dignidad y trascendencia del Señor; menester es afirmar que no sólo tomó nuestros defectos, sino también su necesidad natural. El milagro no estaba en que Cristo pudiese sufrir; el milagro sería que no hubiese sufrido. El dolor fue en El una consecuencia de aquellos principios constitutivos, universales, de su naturaleza humana. Afirmar lo contrario equivaldría a derogar la realidad de esa naturaleza y abreviar el valor de sus sufrimientos.

Para Pablo, la eficacia de la redención se halla propiamente en la cruz y en la resurrección. Todo cuanto antecede es, según él, un mero prólogo de esa acción culminante. La encarnación de suyo no significa sino la asunción de una carne mortal, el revestirse de unas determinadas flaquezas que en su día harán posible la redención, hacia la cual todo va enderezado y a la cual está reservada toda la energía salvífica. Incluso alguna fórmula suya—«nacido de mujer, para que recibamos la calidad de hijos (de Dios)» (Gál 4,4)—que parece otorgar al puro hecho de la encarnación alguna virtualidad salvadora —como si dijésemos: al hacerse Dios hombre, diviniza a los hombres—, no tiene en el fondo otra significación que ésta: Cristo nació de mujer para poder morir y, mediante esta muerte, obtenernos la filiación divina. Pablo no detiene nunca sus ojos sobre las enseñanzas y milagros de Cristo: no se le ocurre ver en aquéllas una manifestación de sabiduría ni en éstos una demostración de poder; toda la sabiduría y todo el poder se resumen en la cruz.

Es evidente que la síntesis del Apóstol resulta excesivamente rígida. Juan viene a completarla dándonos una visión más rica y matizada de la existencia terrena de Jesús. Apoyándose en su pensamiento, los Padres griegos hablaron más tarde de los saludables efectos de la encarnación en cuanto tal, de ese ósculo o contacto de la divinidad con la naturaleza humana. Mientras Juan ve ya en la carne de Jesús la «gloria» de Dios (Jn 1,14), Pablo se niega a considerar el «Cristo según la carne» (2 Cor 5,16).

A pesar de lo que tiene de unilateral la concepción de Pablo, nos rinde, no obstante, un maravilloso servicio obligándonos a fijar nuestra mirada en la cruz de Cristo con mucha más intensidad de lo que podría aconsejarnos la lectura de otros textos. Nunca atenderemos suficientemente a ese trance descollante que es, al mismo tiempo, prueba máxima de amor —«Dios prueba su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom 5,8-9)—, exhortación incomparable a toda virtud—«Cristo padeció por nosotros, dándonos ejemplo para que sigamos sus pisadas» (1 Pe 2,21)—y suprema declaración del valor del rescate—«habéis sido comprados a gran precio; glorificad, pues, y llevad a Dios en vuestro cuerpo» (1 Cor 6,20).

Ayuda mucho a comprender el valor de la gracia y la gravedad del pecado reflexionar, despacio y muchas veces, sobre los acerbos padecimientos de Jesucristo. ¿Qué dolor no tuvo cabida en su cuerpo o en su alma? Todos sus miembros y sentidos fueron meticulosamente martirizados, hasta esos rincones inverosímiles, hasta esos inusitados tormentos: las sienes, punzadas por las espinas de la corona; las rodillas, lastimadas en la calle de la Amargura; la lengua, acibarada por la hiel del falso alivio. Padeció en su alma todos los géneros de la tristeza: el odio de sus adversarios, el desprecio de los príncipes, las burlas de la plebe, la traición de sus seguidores, el desamparo de su Padre, el quebranto de la honra, el vilipendio de su amor tan largamente ejercitado. No le quedó otra firme adhesión que la de su madre; pero ver tan afligida a esta madre, sin poder hacer nada por ella, ¿no añadiría más bien dolor a su dolor? No poseyó otro consuelo que el de saberse del todo inocente; mas esto, ¿no contribuía a hacer más culpable el crimen y, por consiguiente, más doloroso para Cristo aquel suceso? El sufrir sin culpa y el sufrir voluntariamente eran, por paradoja, dos nuevos manantiales de dolor. Puesto que sufría porque quería, y la voluntad de sufrimiento no era sino voluntad de amor, lógico es que prefiriera los más recios dolores, comparables únicamente a la hondura de su caridad, al fruto posterior de sus trabajos y a la gravedad de los motivos que desencadenaron esos tormentos. Sólo el Inocente podía percibir en sus verdaderas dimensiones lo que es el pecado; sólo El, por tanto, podía arbitrar y asumir la pasión capaz de destruirlo. La pureza no alivia el dolor; al contrario, habilita para el dolor. La exquisita susceptibilidad de sus nervios, pacientemente fabricados por Dios mismo para responder al más mínimo incentivo, era tan sólo una pálida figura o remedo de aquella capacidad insondable de su espíritu para albergar todo linaje de sufrimientos.

Con razón, cuando menciona estos méritos de Cristo, esta caridad así demostrada, habla el Apóstol de «grandeza», «riquezas», «abundancia», «sobreabundancia» (Rom 5,17.20; Ef 7-8.18-19; 2,17; 3,18; Col 1,27; Flp 4,19; 1 Tim 1,14). Todo fue grande, sumo, en Jesucristo. Su sacrificio fue digno de El, la hostia fue digna del sacerdote. De modo admirable condensa San Agustín la doctrina acerca de la cruz: «Cuatro cosas hay que considerar en todo sacrificio: a quién se ofrece, quién ofrece, lo que se ofrece y por quién se ofrece. El único y verdadero Mediador nos reconcilia con Dios por medio de este sacrificio de paz, permanece en unidad con Aquel a quien ofrece, se hace una misma cosa con aquel por quien ofrece, y el que ofrece es lo que ofrece» 5.

Era Dios aquel hombre que se abrazó a la cruz, aquel que

5 De Trin. 4,14: ML 42,901.

padeció y murió. Dice Simone Weil que el sufrimiento significaba la superioridad del hombre sobre Dios; fue necesaria la encarnación para que desapareciese tal superioridad. El corazón, no la razón, detecta un núcleo de extraña verdad en estas frases de la inolvidable escritora judía: la nobleza augusta del dolor. Mas esta nobleza data precisamente del Viernes Santo. Sólo desde entonces el sufrimiento humano posee otro rango, desde entonces precisamente es posible que a alguien se le ocurran cosas como la que acabamos de citar.

 

4. «¡Jerusalén, Jerusalén!» (Lc 13,34)

Los días están contados. La «hora», la hora célebre y terrible, va a sonar ya. Ha llegado el momento de encaminarse por última vez a Jerusalén.

El evangelio nos ha transmitido un mínimo dato valiosísimo: «Iban subiendo a Jerusalén y Jesús caminaba delante, y ellos iban sobrecogidos y le seguían con miedo» (Mc 10,32). No es ésta una marcha como otras. De ordinario, Cristo y los suyos formaban un grupo y departían mientras iban haciendo su ruta. Esta vez es distinto. Sabe el Maestro que va a la muerte; sus discípulos lo presienten. Para que de ello se persuadan bien, y no tengan dudas, y no abriguen aún inanes esperanzas, les habla con entera claridad: «He aquí que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, que le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de El y le escupirán, y le azotarán y le darán muerte; pero a los tres días resucitará» (Mc 10,33-34).

Las últimas palabras, que sin duda fueron pronunciadas por Jesús con especial vigor—con especial acento de victoria y hasta con un deliberado propósito de consolación—, apenas llegaron a oídos de los apóstoles; perdiéronse en el aire como signos ininteligibles, cayeron en el vacío, golpearon en la piedra como monedas falsas, rebotaron en los corazones endurecidos por el pavor. No entendieron de ellas nada, ni siquiera las escucharon. Sólo retuvieron aquello que concernía a la muerte, al deshonor, al peligro... Y Jesús siguió luego caminando, despegado de todos, con paso vivo.

¿Iba acaso recitando los salmos graduales? Son los quince cantos de la subida. «Me llené de gozo porque me dijeron: Vamos a la casa de Yahvé. Estuvieron nuestros pies en tus puertas, ¡oh Jerusalén! Jerusalén, edificada como ciudad bien unida y compacta. Adonde suben las tribus, las tribus de Yahvé, según el rito de Israel, para celebrar el nombre de Yahvé. Allí se alzaron las sillas del juicio, las sillas de la casa de David. ¡Rogad por la paz de Jerusalén! ¡Vivan en seguridad los que te aman! Reine la seguridad dentro de tus muros, la tranquilidad sobre tus torres. Por amor de mis hermanos y compañeros, te deseo la paz. Por amor de la casa de Yahvé, nuestro Dios, te deseo todo bien» (Sal 122).

«Me llené de gozo...» ¿Tanta alegría le produce a Cristo ir a la ciudad santa? Se trata de una forma extraña de alegría muy parecida a la congoja, se trata de un júbilo reducido a su puro esquema, al más humilde de sus elementos: el deseo. Simplemente, Jesús desea llegar a Jerusalén. «Tengo que recibir un bautismo, ¡y cómo me siento constreñido hasta que se cumpla!» (Lc 12,50). Quiere llegar pronto a Jerusalén. A tiempo, a «su hora». Sin retrasarla por miedo. Sin anticiparla tampoco por temor: ese cupo de minutos que haya que vivir con el alma agobiada, El no se permitirá en modo alguno reducirlo.

Para el momento decisivo de la entrada en la ciudad, ¿adoptará el evangelio otro tono, se vestirá de otro color? Es una página de fiesta. Ese día Jesús conoce el más clamoroso triunfo de cuantos ha cosechado en su vida. Cualquier testigo del suceso, de aquel recibimiento apoteósico, hubiera pronosticado la más brillante carrera al joven Rabí.

Pero nosotros estamos ya en el secreto de todo. Sabemos cuán efímero resultó aquello, qué adhesión tan superficial significaba aquel alborozo. Los ramos verdes—«muchos cortaban ramos de los árboles y le cubrían el camino» (Mt 21,8)—se marchitaron muy pronto. Los hosanna del pueblo entusiasta transformáronse, cinco días más tarde, en los crucifige del pueblo enfurecido. ¿Por qué tan brusca mudanza, por qué tanta veleidad? Consulte cada uno su propio corazón: es la mejor manera de explicarse uno algo.

Sí, el mismo evangelio parece poner sordina a las aclamaciones: castiga levemente los textos proféticos. Es interesante ver la adaptación que hace Mateo del vaticinio de Zacarías (Mt 21,5). Zacarías había anunciado entre grandes transportes de regocijo: «Alégrate con alegría grande, hija de Sión. Salta de júbilo, hija de Jerusalén. Mira que viene a ti tu rey. Justo y salvador, humilde, montado en un asno, en un pollino hijo de asna. Extirpará los carros de guerra de Efraím y los caballos en Jerusalén, y será roto el arco de guerra, y promulgará a las gentes la paz, y será de mar a mar su señorío y desde el río hasta los confines de la tierra» (Zac 9,9-10). Mateo suprime toda esta segunda parte tan triunfal. Y, en lugar de la jubilosa y solemne salutación, escribe nada más: «Decid a la hija de Sión». Omite también, al hacer la descripción del rey, los adjetivos «justo y salvador». Su redacción conserva tan sólo la nota de «humilde». Un asno oriental es, desde luego, algo más airoso y más digno que nuestros lastimosos jumentos. Era cabalgadura honorable (Jue 10,4; 12,14). Sin embargo, al lado del caballo veloz y altanero, símbolo de la guerra y del gran poderío, el asno representaba la paz y la vida modesta. La estampa de Jesús entrando en Jerusalén a lomos de un asnillo es la estampa de la sencillez perfecta, de la dulzura desarmada, de la paz. La entrada de Jesús es «la visita de la paz» (Lc 19,41).

¿No es Jerusalén, más allá de todas las dudosas etimologías, una «fundación de paz»?

Jerusalén aquel día, a juicio del Señor, era otra cosa bien distinta: una ciudad que «mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados» (Lc 13,34). Más tarde hablará Pablo de sus habitantes como de «aquellos que dieron muerte al Señor Jesús y a los profetas» (1 Tes 2,15). Esta ciudad es la encarnación, en piedra, honor e ignominia, del pueblo de la Promesa. Su suerte va ligada a la suerte de Israel, es una condensación de su historia gozosa y dolorosa.

Jerusalén. Mil años atrás la había fundado David como capital de un reino de excepción. Llevó allí el arca. Salomón construyó luego un templo que llenaba de pasmo a las naciones. La ciudad, desde sus cimientos hasta sus almenas, desde sus gobernantes hasta sus siervos, de norte a sur, desde la carta fundacional hasta la nostalgia de los judíos exiliados, era una ciudad de Dios: «el mismo Altísimo la fundó» (Sal 87,5). Era la ciudad escogida por Yahvé (1 Re 11,13; 2 Re 23,27).

Jerusalén es la antítesis de Babilonia, producto del ingenio y orgullo de los hombres (Gén 11). Nada tiene que ver Jerusalén con aquella concepción griega del municipio—ágora, mercado, inspiración de la ley, recinto de hombres libres, escuela de civismo, invención humana—. Jerusalén ha sido diseñada en los cielos: ciudad santa (Is 52,1), lugar de salvación (Is 46,13), trono de Dios (Jer 3,17). Dios la ama fervorosamente: «Ama Dios las puertas de Sión más que todas las tiendas de Jacob» (Sal 87,2). Y vincula su alegría a la alegría de la ciudad: «Voy a dar a Jerusalén júbilo, y a su pueblo gozo; y será Jerusalén mi júbilo, y mi pueblo mi gozo» (Is 65,18-19). ¿Cabe decir algo más honroso, más bello, más tierno? Ciertamente, «muy gloriosas cosas se han dicho de ti, ciudad de Dios» (Sal 87,3).

Pero esta urbe singular no responde a los designios de su Señor, se va en pos de otros dioses. «Cuantas son las calles de Jerusalén, tantos fueron los altares alzados para ofrecer incienso a Baal» (Jer 11,13). Por eso Dios la condenó. Aquella metrópoli que era asiento del gozo trocóse en «gozo de sus enemigos» (Lam 2,17). La que era centro de afluencia para las gentes del mundo entero (Is 2,2-3) se ha convertido en «un montón de ruinas, cubil de chacales» (Jer 9,11). De las cenizas surge una voz desgarrada que afirma: «Huyó de nuestros corazones el regocijo y nuestras danzas se han mudado en luto» (Lam 5,15).

Aquella mañana de abril, Jesús ensaya el grito desolado de los profetas. «Al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: « ¡Si al menos en este día conocieras lo que hace a la paz tuya! Pero ahora está oculto a tus ojos. Porque días vendrán sobre ti en que te rodearán de trincheras tus enemigos, y te cercarán, y te escucharán por todas partes, y te abatirán al suelo, a ti y a los hijos que tienes dentro, y no dejarán en ti piedra sobre piedra por no haber conocido el tiempo de tu visitación» (Lc 19,43-44).

Pero este llanto y este clamor no van a constituir un número más en la larga serie de las amenazas de Yahvé, de los castigos de Yahvé destinados a purificar aquel lugar que seguía siendo siempre, a pesar de todas las prevaricaciones, su «alegría secreta y perseverante». Ahora, por fin, decididamente, Dios habla así: «Rechazaré a Jerusalén, a esta ciudad que yo había elegido y a esta casa de la cual dije: Aquí estará mi nombre» (2 Re 23,27). Ya no va a ser nunca más Jerusalén la cabeza de predilección, la sede de la alianza, el punto de sutura de la tierra con el cielo. De ahora en adelante será Jesucristo y su cuerpo la nueva «ciudad del gran Rey» (Mt 5,35). El plazo de la ciudad amurallada, como el del templo de piedras, ha fenecido.

Todavía, es verdad, ha de ocurrir en Jerusalén el acontecimiento decisivo: la muerte del Señor. Y también Pentecostés (Act 1,4). Son los últimos días en que este lugar, desde el punto de vista de Dios, constituirá aún el ombligo del mundo (Act 2,5-11), el punto de partida y expansión del evangelio (Lc 24,27; Act 1,8). Incluso Pablo, el apóstol de la gentilidad, se sentirá extrañamente atraído por la ciudad de los privilegios (Act 20,16.22; 21,4.13) y la visitará una y otra vez; pero si al principio se dirigió a ella como catecúmeno para aprender y para establecer allí los primeros contactos (Act 9,26-28), después acudió ya para proclamar la igualdad de derechos de todas las naciones a la nueva ciudadanía, para afirmar intrépidamente la legitimidad de su «evangelio de la incircuncisión» (Gál 2,1-9). El viaje que hizo con objeto de entregar en Jerusalén la colecta recaudada entre los gentiles—aquellas «riquezas de las gentes» que habían de ser depositadas a los pies del Señor (Ag 2,8)—señala el fin postrero, el cabal cumplimiento de la última profecía (Rom 15,25-31).

Ya Jerusalén ha perdido por completo sus prerrogativas: es, como Agar, sierva, y, por tanto, como ella, rechazada (Gál 4,24-25). Ha sido sustituida por la nueva Jerusalén, que es la Iglesia, edificada en torno a Jesucristo. Esta permanece como ciudad inconmovible y definitiva, puesto que Dios es su arquitecto y constructor (Heb 11,10), la ciudad del Dios vivo (Heb 12,22).

Es la «Jerusalén de arriba» (Gál 4,26). ¿La estaba contemplando Jesús cuando miraba aquellas piedras doradas y rojas de la Jerusalén terrestre? Enturbian las lágrimas la visión, el corazón superpone los planos. «Cuando restauró Yahvé la suerte de Sión, nos quedamos como quien sueña» (Sal 126,1). Su angustia era grande, pero el deseo—esa forma estilizada y árida de la alegría—era mayor. Suavemente espoleó su cabalgadura, «porque no conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lc 13,33).

Adelante. La cruz será la llave de la nueva ciudad donde no se pondrá el sol. Con el asta de la cruz se abren las puertas de las iglesias en la mañana de Ramos.