CAPÍTULO XXXII

«YO SOY LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA»
 

1. «Lázaro, nuestro amigo» (Jn I1,11)

Hallándose todavía Jesús en Perea, aunque preparando ya su último viaje a Jerusalén, llégale un recado urgente de Betania, un mensaje enviado por Marta y María en el cual le comunican que Lázaro se encuentra enfermo.

Lázaro, «el que tú amas» (Jn 11,3). La frase no es una presunción de sus hermanas. Responde a una dulce y manifiesta verdad. Cristo mismo va a hablar luego de «nuestro amigo Lázaro». No sin razón se ha querido ver en estos tres hermanos como una personificación de las tres virtudes teologales 1. Lázaro encarna el amor. En efecto, caridad significa amar; pero nadie ama a Dios si antes no es por El amado. A este excepcional amor con que Lázaro era distinguido debió de responder en él una solícita afición, una amistad tan honda, que llegó a arrancar copiosas lágrimas al Maestro cuando supo que su amigo era ya cadáver. Los que presenciaron aquel llanto, tan vivo, tan sincero, exclamaron: « ¡Cómo le amaba!» (Jn 11,36).

Mientras Lázaro simboliza el amor, revélase Marta como genuina representación de la fe.

No tuvo prisa Jesús en llegar a Betania, donde sabía que su amigo se hallaba gravemente enfermo. Demoróse aún dos días al otro lado del Jordán. ¿Por qué? ¿Es que no quería sanarlo? Pues no; prefería resucitarlo. Este milagro, el más clamoroso de cuantos realizó, iba a constituir un paso decisivo en su programa mesiánico.

1 LouIs BOUYER, Le quatriéme evangile (Casterman, Tournai 1955) p.164.

 

«Fue, pues, Jesús y se encontró con que llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Estaba Betania cerca de Jerusalén como quince estadios, y muchos judíos habían venido a Marta y a María para consolarlas por su hermano. Marta, pues, en cuanto oyó que Jesús llegaba, le salió al encuentro; pero María se quedó sentada en casa. Dijo, pues, Marta a Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano; pero sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo otorgará. Díjole Jesús: Resucitará tu hermano. Marta le dijo: Sé que resucitará en la resurrección, en el último día. Díjole Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees tú esto? Díjole ella: Sí, Señor; yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que ha venido a este mundo» (Jn 11,17-27).

Marta es una mujer que cree. Su fe es honda, y tanto más descolrante se muestra cuanto más desnuda es, desasistida incluso de esa virtud que casi siempre la acompaña y corrobora: la esperanza. Se trata de una fe referida a cierto momento demasiado vago y remoto, a un mundo lejanísimo: «Sé que resucitará en la resurrección, en el último día». Se trata de una fe tan ardua que parece dejar exhausto el corazón, una fe tan arraigada que casi es sólo raíces, una fe tan profunda que parece una fe sepultada. Le falta la rama verde de la esperanza, esa persuasión de que en el mundo presente puede irrumpir cualquier día, hoy mismo, la acción portentosa de Dios. La segunda respuesta de esta mujer señala ya una maduración, un fruto, una confianza activa: «el Hijo de Dios, que ha venido al mundo», es la presencia operante, actual, del mundo remoto en este mundo efímero. El Hijo de Dios encarnado es quien va a resucitar hoy, no «en el último día», al hermano muerto.

«Diciendo esto, se fue y llamó a María, su hermana, di ciéndole en secreto: El Maestro está ahí y te llama. Cuando oyó esto, se levantó al instante y se fue a El, pues aún no había entrado Jesús en la aldea, sino que se hallaba aún en el sitio donde le había encontrado Marta. Los judíos que estaban en casa con ella consolándola, viendo que María se levantaba con prisa y salía, la siguieron, pensando que iba al monumento para orar allí. Así que María llegó donde Jesús estaba, se echó a sus pies diciendo: Señor, si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano. Viéndola Jesús llorar, y que lloraban también los judíos que venían con ella, se conmovió hondamente y se turbó, y dijo: ¿Dónde le habéis puesto? Dijéronle: Señor, ven y ve. Jesús lloró» (Jn 11,28-35).

María no corrió, como Marta, a encontrarse con Jesús cuando supo que éste venía hacia el pueblo. María esperó. Su espera estaba nutrida de esperanza. Es verdad que ella repite la misma frase de su hermana: Señor, si hubieras estado aquí, no hubiera muerto. Es verdad, pero algo nos avisa que la entonación fue distinta, como un amoroso desafío, como una protesta de confianza firmísima en el poder salvador de Cristo a pesar de todas las apariencias, a pesar de la misma realidad de los sucesos. En los ojos de María brillaba una esperanza «contra toda esperanza».

Jesús prorrumpe luego en sollozos. Pocos días más tarde va a llorar también, cuando, remontando el monte de los Olivos, dé vista a la ciudad de Jerusalén. Pero estas lágrimas serán, por decirlo así, puramente mesiánicas, motivadas por el terrible pecado colectivo que se avecina; será el llanto del Redentor. Las lágrimas de Betania resultan unas lágrimas más humanas, más solidarias, más aptas para mezclarse en ese antiguo e inacabable torrente que riega el mundo. No es un llanto de hombre único a quien el resto de la humanidad quiere alejar de sí y raerlo de la tierra. Es el llanto de un hombre que llora con los hombres, que llora por las mismas causas que afligen a los demás hombres. Son las lágrimas de la fraternidad.

Pero no son, como las nuestras, lágrimas de impotencia. Cristo se dispone a salvar a Lázaro de la muerte. «Jesús, otra vez conmovido en su interior, llegó al monumento, que era una cueva tapada con una piedra. Díjole Marta, la hermana del muerto: Señor, ya hiede, pues lleva cuatro días. Jesús le dijo: ¿No te he dicho que, si creyeres, verás la gloria de Dios? Quitaron, pues, la piedra, y Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que siempre me escuchas, pero por la muchedumbre que me rodea lo digo, para que crean que tú me has enviado» (Jn 11, 38-42). He aquí una oración verdadera: no vana ni meramente pedagógica. Es la plegaria característica e irrenunciable del Hijo del hombre, que se reconoce enviado por el Padre y que nada hace por sí mismo sin antes someterlo al Padre.

«Diciendo esto, gritó con fuerte voz: Lázaro, sal fuera. Salió el muerto, ligado con fajas pies y manos y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: Soltadle y dejadle ir» (Jn 11,43-44). La voz, el gesto de Cristo, son imperiosos, inapelables. Nos acordamos de los grandes esfuerzos que costó a Elías resucitar a un muerto, cómo tuvo que poner a éste en su propia cama y luego tenderse tres veces sobre él (1 Re 17,19-22). Eliseo, para realizar el mismo milagro, hubo de colocar sus manos sobre las manos del cadáver, los ojos en los ojos, la boca en la boca (2 Re 4,32-35). A Jesús bástale una palabra, una intención, un simple permitir que su presencia vivificadora irradie suficientemente. Porque El es la resurrección y la vida.

«Muchos de los judíos que habían venido a casa de María y vieron lo que hizo, creyeron en El» (Jn 11,45). Cristo no resucitó a Lázaro para «añadir a su vida un codo más», ni siquiera solamente para consolar unas almas a quienes amaba mucho, sino, como El mismo claramente anunció, «para gloria de Dios». Tal milagro, además, no va a ser ajeno a su propia muerte, la muerte que le espera para dentro de muy pocos días. Juan termina el relato con estas sombrías palabras: «Pero algunos de ellos fueron a los fariseos y les dijeron lo que había hecho Jesús» (Jn 11,46).

El extraordinario prodigio obrado en Betania contribuye a aumentar la envidia y odio de los enemigos de Jesús, a precipitar el proceso. «Desde aquel día tomaron la resolución de matarle» (Jn 11,53)•

No importa. Jesús morirá y al tercer día resucitará. Su resurrección, prefigurada en la de Lázaro, hará inmortal el cuerpo de Lázaro y el de todos Ios cristianos. Habrá de ser la causa ejemplar de todas las resurrecciones: «Reformará el cuerpo de nuestra miseria conforme a su propio cuerpo glorioso» (Flp 3,21). Su misma resurrección será la que opere todas las demás, ya que tan saludable propósito Dios lo ha de cumplir precisamente valiéndose de la humanidad gloriosa del Salvador. Lo mismo que el fuego caldea primero el aire que tiene alrededor y por él calienta luego las cosas distantes, así el Verbo confiere en primer lugar la vida al cuerpo que le está unido y después, por medio de él, a todos los otros cuerpos 2. Y no

2 SANTO TOMÁS, Suma Teol. 3,56,1.

se trata tan sólo de una modalidad arbitraria y fácilmente sustituible, no se trata únicamente de la mera voluntad soberana de Dios, que ha tenido a bien resucitarnos de esta concreta manera y no de otra; sabed que la causalidad es más bien intrínseca. Si el pecado de Adán ha traído la muerte a todos sus descendientes porque él es la cabeza de la especie humana, no sólo en el orden del designio divino, sino también en el orden de los efectos bien encadenados, así también la resurrección de Cristo es causa de nuestra resurrección precisamente porque El es el primogénito (1 Cor 15,21-22).

El cuerpo del bautizado contiene ya la semilla de su floración inmarcesible. Es un cuerpo sujeto aún a los ultrajes del tiempo, a la enfermedad, a la ruina; pero éstas ya no son tanto heridas del pecado cuanto estigmas de la redención, que en su día se trocarán en emblemas de victoria, lo mismo que las llagas luminosas de Jesucristo. Perduran las lesiones y aún duelen, pero la raíz, el pecado, ha sido ya arrancada. En un sentido muy verdadero, nosotros no estamos del lado de acá de la muerte, sino que la hemos superado ya, nos hallamos ya anclados en la eternidad por la fe: «En verdad, en verdad os digo que quien escucha mi palabra y cree en el que me envió, tiene la vida eterna y no es juzgado, porque pasó de la muerte a la vida» (Jn 5,24).

El santuario que conmemora en Betania la resurrección de Lázaro posee todas las características de un hipogeo o monumento funerario: la severidad de las líneas arquitectónicas, la base octogonal, las cuatro lunetas de mosaicos, los dos altares laterales en forma de sarcófagos. Pero desde lo alto de la cúpula desciende la luz triunfante, y en sus cuarenta y ocho paños ondean las llamas de la vida, crecen flores, vuelan palomas. Es la basílica de Betania, el pueblo que ya hoy se llama simplemente El-Azarijeh, deformación árabe de la palabra Lázaro.

 

2. De la dormición o muerte provisional

Nada hay que me produzca impresión más penosa que los grandes cementerios urbanos. Es esa especie de tristeza agobiante, viscosa, de todo lo fúnebre cuando se hace suntuario y ostentoso. Creo que los cementerios cristianos habría que proyectarlos de otra manera muy distinta. En cambio, cuentan entre las horas más gratas de mi vida aquellas que he pasado, caminando muchas tardes por las sendas orladas de tomillo, dentro de los cementerios monásticos. ¡He encontrado en ellos tanta paz, tanta esperanza, tanta luz! No hay negros mármoles, no hay candeleros, no hay crespones, no hay olor a muerto. Hay nada más, sobre el césped, unas piedras redondas, sin labrar, con los nombres de los monjes difuntos. Son las piedras de que habla el Apocalipsis—libro de confortación y de triunfo—, «la piedra blanca en que está escrito el nombre nuevo» (Ap 2,17). Todos los cuerpos están bajo tierra, listos para florecer. Hay unos arbolillos a cuya sombra se puede leer a San Benito o a San Bernardo plácidamente, como quien Iee mientras vela el sueño seguro de alguien muy querido. Hay matas aromáticas, una vegetación humilde. También hay una gran cruz dé madera, en la que está escrito: «Ven, ¡oh Señor Jesús!»; es la irnploración con que se cierra el Apocalipsis, con que la Biblia termina, con que debería acabar toda vida humana; la frase que pronuncian sin palabras esos huesos que esperan el puntual cumplimiento de la profecía de Ezequiel. Hay mucha sencillez, y es fácil allí entender la exacta traducción de Requiem: descanso.

El hombre es en extremo sensible al pavor de la muerte y busca defenderse de él por muchos modos. El más común es la fuga mortis, el olvido deliberado, la organización de la existencia toda—de los entierros, de los cumpleaños, de las noches del 31 de diciembre—en función de la pertinaz negación de la muerte, con vistas a que el pensamiento del inevitable desenlace sobrevenga el menor número posible de veces. Se da también el desprecio de la muerte, aquello que Epicteto sugería: «¿Qué es la muerte sino un muñeco de trapo? Dale la vuelta y verás cómo no muerde». Otros, en cambio, juzgan que es preferible glorificar ese momento postrero como cima trágica de la vida o como su exaltación dionisíaca. Acógense algunos a una aceptación estoica, a una interpretación neutra y natural; vida y muerte son fenómenos de la naturaleza, la muerte es el final obvio de un proceso biológico; si no nos quejamos de ser más bajos que los elefantes, de no tener su enorme estatura, ¿por qué vamos a lamentarnos de que la vida no dure más? La línea de nuestra vida tiene justo la Iongitud de nuestra mano (Sal 39,6). La duración precisa es la forma, la limitación es la forma, y en la forma reside la perfección.

Todos estos criterios privan de su honor a la muerte y no evitan la angustia. «Todos morimos y somos como agua que se derrama sobre la tierra, que ya no puede volver a recogerse» (2 Sam 14,14). Son criterios paganos, aquellos que ya el cristianismo encontró cuando empezó a predicar cosas novísimas e inauditas sobre la muerte. Pero no trató el cristianismo de suplantarlos proclamando una nueva teoría más completa, o más tranquilizadora, o más adecuada al corazón humano y sus temores. La especulación no bastaba. Era menester aducir hechos. Y la doctrina cristiana los adujo: la muerte es el resultado de un suceso, del pecado—«Dios no hizo la muerte» (Sab 1,13)—, y ha sido quebrantada mediante otro suceso, la cruz y resurrección del Salvador. Reconocemos que la muerte angustia el corazón del hombre (Heb 2,15), pero confesamos a la vez que Jesús «aniquiló la muerte» (2 Tim 1,10).

Es notable que la muerte obtenga en esta doctrina una denominación tan suave: dormición, sueño. «Nosotros, los vivos, los que quedamos para el advenimiento del Señor, no nos adelantaremos a los que durmieron» (1 Tes 4,15). Dormición: palabra de esperanza, que impide el duelo excesivo. «No quiero que estéis ignorantes acerca de los que durmieron, para que no os entristezcáis como los que no tienen esperanza» (1 Tes 4, 13). No nos es lícito afligirnos como aquellos que juzgan que la muerte es verdadera muerte, porque nosotros creemos en la resurrección: «Porque, si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios a los que se durmieron en El los llevará consigo» (1 Tes 4,14). Hará con nosotros lo que hizo con Lázaro: «Nuestro amigo Lázaro duerme, pero voy a despertarlo» (Jn 11,11). Con la misma facilidad con que nosotros sacamos a alguien del sueño, libera Cristo de la muerte a los que quiere.

La muerte, pues, es una dormición. La auténtica muerte la constituye el pecado, que es la verdadera y tremenda separación—el alma separada de Dios—, junto a la cual la otra separación, la del cuerpo y el alma, es cosa insignificante y muy provisional. Al lado de esta muerte temporal—«Quien cree en mí, aunque muera, vivirá»—, la muerte eterna es tan atroz que sólo a ella conviene propiamente tal palabra—«y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás» (Jn 11,25-26)—. Muerte y vida han trocado sus sentidos: hay vivos que están «muertos» (Mt 8,22; Col 2,13; 1 Tim 5,6), hay muertos que están «vivos» (Jn 6,50-51; 11,25).

La muerte ha sido muerta. Se trata ya de algo perfectamente caducado: «la muerte ha sido absorbida en la victoria» (1 Cor 15,55). Ya la muerte no tiene esclavizado al hombre, es el hombre quien tiene a la muerte bajo su dominio (1 Cor 3,22). Esta soberanía la alcanza el hombre mediante su incorporación a Aquel que «posee las llaves de la muerte» (Ap 1,18).

¿Cómo se apoderó Cristo de estas llaves? Muriendo El mismo por nosotros (Mc 14,24; Rom 5,6.8; 2 Cor 5,14). Puesto que «la muerte es la soldada del pecado» (Rom 6,23), el fruto natural del pecado (Rom 7,5), debíamos haber muerto nosotros, los pecadores. Pero Dios—su justicia, su misericordia—, «a quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros, para que en El fuéramos hechos justicia de Dios» (2 Cor 5,21). Descendió Cristo al abismo tomando sobre sus hombros nuestros pecados para destruirlos, tomando nuestra muerte para quitarle el aguijón, para acabar con su mandato: «¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu victoria? ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu aguijón?» (1 Cor 15,55). Puesto que el pecado, la desobediencia de Adán, produjo la muerte, el triunfo sobre ésta había de conseguirlo el Hijo del hombre mediante la obediencia; su muerte fue precisamente, antes que nada, una obediencia (Flp 2,8).

Al dar su vida el Salvador por nosotros, nos vivificó con su propia vida imperecedera. En cierto sentido, todos nosotros expiramos con El aquella tarde del mes de Nisán, y ya desde aquel instante pasamos de la muerte a la vida (Jn 5,24; Col 2,12), junto con Cristo, para el cual era imposible permanecer en la muerte (Act 2,21). Nuestra muerte pertenece al misterio pascual.

«Nuestra herencia es la muerte de Cristo», formula admirablemente San Agustín 3. Nos apropiamos de este valioso legado en el momento de nuestro bautismo, que no es otra cosa

3 Epist. 2,94: ML 33,349.

sino la participación en su muerte (Rom 6,4), así como nuestra muerte corporal viene a ser lo que Tertuliano llamaba el «segundo bautismo» 4, el bautismo de sangre consecutivo al de agua: «Seréis bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado» (Mc 10,39). Si la muerte, por un lado, constituye el resultado del nacimiento físico, es también, para los cristianos, la consecuencia de su bautismo, de su nacimiento espiritual. Limítase la muerte física a consumar la muerte sacramental.

Por el bautismo, Dios «nos ha sellado y ha depositado las arras del Espíritu en nuestros corazones» (2 Cor 1,22; 5,5). Y San Juan Crisóstomo discurre así: «Las arras o prendas constituyen una parte del todo. Y del mismo modo que, en los contratos, el que recibe las arras está seguro de que le entregarán, a su debido tiempo, la totalidad de lo prometido, así tú, que has recibido como arras los dones del Espíritu Santo, no debes dudar de que recibirás en su día el resto de tus bienes» 5. Ahora bien, el Espíritu que nos ha sido entregado es «el Espíritu de la vida eterna» (Rom 8,2).

La Eucaristía significa asimismo «la medicina de la inmortalidad» 6, puesto que «no es posible que nuestro cuerpo obtenga la inmortalidad sino participando de la incorrupción por medio de la comunión con el Inmortal» 7.

He aquí el profundo significado de nuestra muerte—el único, entre todos los posibles, capaz de otorgar consolación—: más que una catástrofe inevitable, es una condición liberadora. Ya la cuestión no es tener que morir como Adán, el esclavo del pecado, sino poder morir como Cristo, el vencedor del pecado. La muerte, «suprema enemiga» (1 Cor 15,26), es hoy nuestra aliada, se ha convertido en cómplice para el abrazo definitivo y la dicha. Jesucristo la ha transformado confiriéndole de nuevo, ya que no los modos y circunstancias, sí al menos el sentido que hubiera poseído la muerte en el Jardín: el tránsito a una vida más plena. El segundo Adán nos restituye cuanto el primero desbarató, salvo la facilidad en obtenerlo.

4 De bapt. 16: ML 1,1217.
5
De resurr. mort. 8:
MG 50,431.
6
SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ad Eph. 20: MG 5,661.
7
SAN GREGORIO NISENO, Orat. Catech. 37: MG
45,93.

Pues la muerte sigue existiendo, con su cortejo de dolores, sus sombras, su cáliz amargo. ¿No es, al fin y al cabo, una separación? Y una separación de elementos entre sí muy amados: «tu cuerpo es tu esposa» 8. Tiene que ser, pues, un trance de mucha aflicción para la naturaleza. «Aunque tenemos las arras del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8,23). Cabe preguntarse ahora: ¿por qué, habiendo muerto Cristo por nosotros, hemos de sufrir todavía la muerte? Hay que responder que el hecho de que muriera por nosotros no significa que muriera en nuestro lugar, dispensándonos a nosotros de hacerlo. Lo mismo acontece con todo el programa ascético: Dios no nos redimió para ahorrarnos los trabajos, sino para dar eficacia a estos trabajos.

Es la muerte una necesidad física, algo, diríamos, debido al «príncipe de la muerte» (Heb 2,14) a causa de la servidumbre que el pecado c1 adscripción a su gobierno nos acarreó. Aunque hayamos abdicado ya de Satán, en el flanco llevamos aún la herida. «El cuerpo está muerto por el pecado, aunque el espíritu vive por la justicia» (Rom 8,1o). Es al mismo tiempo la muerte una necesidad moral, una deuda contraída con el Señor cuando por el pecado le negamos nuestra sumisión. Al morir nos sometemos perfectamente a El, le ofrecemos nuestro ser íntegro, esa tremenda misa en la cual seremos a la vez sacerdotes y hostias.

El sacrificio de nuestra muerte nos permitirá asociarnos de manera suprema al sacrificio de Jesucristo. Lo cual viene a dar una gratísima luz a las postrimerías: más que un castigo por nuestros pecados, la muerte será la oportunidad de asimilarnos las disposiciones del Hijo muy amado en la cruz. Morir «para el Señor» (Rom 14,8) será morir «en Cristo» (1 Cor 15,18; 1 Tes 4,16). La muerte de Cristo repercute en nosotros (Jn 16,2; Rom 8,36; 1 Cor 15,31). Es más: se acaba y completa en nosotros (Col 1,24). «Háganse, pues, cuerpo de Cristo si quieren vivir del espíritu de Cristo; del espíritu de Cristo sólo vive el cuerpo de Cristo» 9.

Pierde su horror la muerte cuando se la concibe como un morir con Cristo, en Cristo, en su más íntima compañía

8 SAN AGUSTÍN, Enarr. in Ps. 143,6: ML 37,1860.
9
SAN AGUSTÍN, In Io. Evang. 26,13: ML 35,1612.

(2 Tim 2,11). Esto pertenece ya a la gran victoria, pues la carne de suyo significa muro y lindero, soledad y clausura en uno mismo, y por eso el hombre carnal es tan solitario en su profundidad; por eso también la muerte, resumen y extremo de todos los defectos de la carne, cavará los más hondos fosos en torno al hombre, según entendió Pascal: «Se muere uno siempre solo». Poder morir en tan divina compañía, con semejante asistencia, significa morir de otro modo. De Pascal es también la idea de que «Jesús continúa en agonía hasta el fin de los siglos»; mas esto ocurre no sólo porque sus miembros continúan sufriendo y muriendo, sino también porque la cabeza de Cristo descansa sobre la almohada de todos los moribundos, y es su voz, su propia voz, la que resuena en el pecho oprimido de cuantos sucumben: «Todo se ha consumado». Todo se va consumando así, poco a poco, en las muertes sucesivas que la muerte de Cristo de antemano resumió.

Por eso puede ser hondamente cristiano el deseo de morir: «Deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23). ¿No contendrá algún egoísmo tal deseo? En Pablo, la aspiración es pura, ya que no nace de la voluntad de rehuir los sinsabores del mundo, sino únicamente de las ansias de ver por fin, sin velos, al que su corazón ama: «partir del cuerpo y estar presentes al Señor» (z Cor 5,8). El mismo amor a Cristo es el que le hace vacilar en su deseo de morir, pues con este deseo compite el de quedarse más tiempo en la tierra para difundir más y más su reino, para consolidar las comunidades recién fundadas: «Por otro lado, quisiera permanecer en la carne, que es más necesario para vosotros; por el momento estoy firmemente persuadido de que quedaré y permaneceré con vosotros para vuestro provecho y gozo en la fe, a fin de que vuestra gloria en Cristo crezca por mí con mi segunda visita a vosotros» (F1p 1,24-26).

En la mayoría de los cristianos, el anhelo de morir, cuando es acogido en la conciencia, brota comúnmente de una situación personal desdichada y equivale a un simple deseo de fuga, el deseo de dar fin a los dolores. El sentimiento, por tanto, que entra en competencia con estas ansias no es el de prolongar la vida para dar más fruto, sino sencillamente el miedo a morir. «Una penosa tarea se impuso a todo hombre y un pesado yugo oprime a los hijos de Adán desde el día en que salen del seno de su madre hasta el día en que vuelven a la tierra, madre de todos: los pensamientos y los temores de su corazón, la ansiosa espera del día de su muerte» (Eci 40,1-2).

Al hombre intimida la muerte, y el cristiano no ha sido aliviado de tal temor. Cristo padeció «para librar a aquellos que por la angustia de la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre» (Heb 2,15). Pero estas palabras se refieren al terror de las tinieblas, no al miedo natural que la muerte inspira, ese miedo que el mismo Jesús no se desdeñó en asumir (Mc 14,33). ¿Va a ser el discípulo más que su maestro o el siervo más que su amo? La cruz venció a la muerte, pero no ha suprimido la muerte. La cruz no nos evita la cruz. Pedir a Dios que nos libre de estas ansiedades se compadece muy mal con la voluntad de seguir a su Hijo. Suplicar incluso a Jesús una buena muerte' en el sentido de una muerte plácida, sin apreturas ni congojas, es improcedente: es pedírselo a quien optó por otra muerte muy distinta, sumergida el alma en los más atroces tormentos (Mt 27,46). La muerte tuvo para El trabajos tan recios, que ningún mortal llegará jamás a probarlos. En nosotros la muerte halla el terreno abonado, le es fácil cumplir su obra, porque desde nuestro nacimiento estamos muriendo; nuestra muerte brota desde dentro, desde nuestra específica manera de vivir. Pero en Jesucristo era distinto, porque El era santo, era la vida, era la antítesis de la muerte; someterse a ésta, abrirle paso, exigía una violencia y sufrimiento sin parangón posible.

Con todo, aunque el miedo subsista y sea incluso un instrumento de purgación, ha sido también él mitigado por obra de Jesús. Entre los motivos que a éste impulsaron a escoger muerte tan afrentosa, señala San Agustín el siguiente, muy conmovedor y delicado: «Para que ningún género de muerte infundiera ya temor a los hombres que viven rectamente, puesto que, entre todas las clases de muerte, la muerte en la cruz es la más execrable y la más horrorosa» 10.

No supliquemos tampoco al cielo una muerte laboriosa: sería probablemente medir mal nuestras fuerzas, arrogarnos una resistencia que no poseemos. No pidamos nada, no elijamos nada. Pidamos únicamente saber aceptar. La cordial acepta-

10 De div. quaest. 1,25: ML 40,17.

ción de nuestro acabamiento será lo último bueno y saludable que hagamos en este mundo. Acepto la muerte y acepto mi muerte. Mi muerte: no sólo en el día y lugar que El quiera, sino también esa muerte pobre y humillante que se desprenda de una vida pobre y orgullosa. Pidamos para entonces la sencillez, porque la tentación de pronunciar en aquella hora palabras muy puras, inadecuadas a la mísera realidad interior, no será quizá la tentación más leve.