CAPÍTULO XXXI

DEL USO Y LA RENUNCIA
 

1. Matrimonio y virginidad

En la ley de Moisés estaba escrito: «Cuando un hombre tome mujer y se convierta en esposo, si ocurre luego que ella no encuentra gracia a los ojos de él, o bien si éste encuentra en ella algo de indecoroso, él escribirá para ella el libelo de repudio y, poniéndolo en sus manos, la despedirá de casa» (Dt 24,1). Entonces, ese hombre y esa mujer quedan libres para contraer nuevo matrimonio.

No hay duda que el divorcio era cosa permitida en Israel. Unicamente disputaban los rabinos acerca del sentido y alcance de la palabra indecoroso. Dos escuelas o tendencias agrupaban a los doctores: la de Shammai y la de Hillel. Defendía la primera una interpretación estricta, reduciendo prácticamente la licencia del divorcio a los casos de adulterio. La escuela de Hillel, en cambio, era mucho más laxa: consideraba motivo suficiente de separación el que la esposa dejara por descuido quemarse la comida; más tarde, el maestro Akiba afirmó que bastaba al marido encontrar otra mujer más agraciada: lo «indecoroso» podía equipararse simplemente a «menos bello».

Venían estas dos escuelas, desde mucho tiempo atrás, manteniendo una agria polémica, y los fariseos encontraban en ello un buen tema para sus inacabables debates. Nada tiene, pues, de extraño que acudieran con el viejo tema a Jesús, si bien conducidos preferentemente por «la intención de probarle» (Mc 1o,z). ¿Qué piensa el improvisado Maestro sobre asunto tan espinoso? «¿Es lícito repudiar a la mujer por cualquier motivo?» No sabemos si la pregunta la hicieron partidarios de Shammai, en cuyo caso la entonación de la pregunta supondría ya una invitación a la respuesta negativa; quizá plantearon la cuestión los tolerantes hillelianos, y pedían con esas palabras una pública confirmación de su sentencia. De todas formas, el problema, aunque de graves repercusiones, es situado por los interpelantes en el plano baladí de las disputas escolares. Mas he aquí que Jesús toma pie de esta consulta, consulta de pura casuística, para elevarse hasta una cima de doctrina insospechada, para dar en muy breves frases todo su pensamiento acerca de la ordenación conyugal, pensamiento revolucionario, programa novísimo aunque restaurador de un orden primitivo y ya olvidado.

Establece Cristo solemnemente el principio de indisolubilidad, apelando a la intención primera del Creador y anulando aquella mitigación concedida por Moisés: «¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra? Y dijo: Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer, y serán Ips dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre. Ellos le replicaron: Entonces ¿cómo es que Moisés ordenó dar libelo de divorcio al repudiar? Díjoles El: 'Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así. Y yo digo que quien repudia a su mujer, salvo caso de fornicación, y se casa con otra, adultera» (Mt 19,4-9).

Salvo caso de fornicación: estas pocas palabras han hecho correr mucha tinta. Unos simples guiones habrían descartado desde el principio toda duda y evitado las largas cavilaciones de la exégesis. ¿Se permite el divorcio en caso de fornicación? Mateo ha usado de una puntuación defectuosa; ha incluido en la respuesta de Jesús dos cuestiones diversas, mezclándolas, sin hacer un discernimiento lo bastante explícito. El sentido correcto de tales frases es el siguiente: Sólo en caso de fornicación está permitido dar libelo de repudio, pero aun en este caso, no menos que en cualquier otro, cométese adulterio si se pretende contraer nuevo matrimonio. La indisolubilidad, por tanto, es proclamada universal y definitiva; lo que el repudio únicamente autoriza es la separación material de los cónyuges, sin que ésta anule jamás el lazo íntimo existente entre ellos. Mientras vivan, siguen siendo esposos y resulta inadmisible una segunda alianza. Esta interpretación radical de ningún modo es gratuita o en exceso elaborada, ya que viene dentro del mismo contexto corroborada por la inmediata reacción de los apóstoles: «Si tal es la condición del hombre con la mujer, no conviene casarse».

¿Dónde queda ya la menuda polémica de Hillel y Shammai? Cristo remonta semejantes cuestiúnculas para colocarse en el ápice de la ley, y desde allí, como señor absoluto de toda legislación, modifica cuanto quiere, tacha las adherencias provisionales, restaura la letra primitiva, devolviéndole todo su lustre y hermosa exigencia.

«Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre». Este lo en singular tiene ya una expresividad enorme: por sí mismo proclama que se trata de una sola carne más que de dos cuerpos; habla de una unidad irrompible. No dice «los que Dios ha unido», sino «lo que Dios ha unido»: marido y mujer, efectivamente, son ya una sola cosa, algo que puede y debe nombrarse en singular. Antes se ha de descomponer cada uno de los dos elementos de la pareja—cuando el alma se separa del cuerpo—que disolverse esa unidad suma de la pareja en cuanto tal. Muy galanamente explica esto San Francisco de Sales: «Cuando se pegan dos trozos de madera de abeto formando ensambladura, si la cola es fina, la unión llega a ser tan sólida, que las piezas se romperán por otra parte, pero nunca por el sitio de la juntura» 1.

La indisolubilidad del vínculo viene requerida por la misma naturaleza del amor conyugal, el cual revélase como absoluto y no deja margen a terceros, y es de suyo definitivo, pues su disfrute queda impedido ya sólo con el pensamiento de una posible retractación. Si el amor cesa, no es por culpa del amor, de su propia e inevitable declinación, sino por culpa de los que se amaron y ya no se aman. El bien de los hijos postula igualmente el matrimonio irrompible, ya que éstos han menester siempre del padre y de la madre; más: necesitan, igual que del amor paterno y materno, de ese otro amor previo, básico, que debe antes unir estrechamente a sus padres; este amor representa la seguridad de los hijos, su pan, su fundamento. Los defensores del matrimonio católico suelen también referirse a los intereses de la misma sociedad, la cual con la práctica del divorcio rápidamente se cuartea y arruina.

Sabido es, sin embargo, que todas estas ventajas y argumentos resultan en muchas ocasiones harto problemáticos; al menos exigirían una muy larga y minuciosa matización. Por eso nunca podremos considerarlos como base apologética suficiente. La verdadera raíz de la indisolubilidad matrimonial es de orden místico. Si queremos de modo invicto defenderla, hace falta acudir a la entraña sacramental de la unión existente entre los bautizados. Trátase, en efecto, de una unión que es figura de la coyunda irrevocable de Jesucristo y su Iglesia. Sólo en el «gran misterio» (Ef 5,32) puede apoyarse una argumentación persuasiva, como también sólo en el Señor podemos encontrar la fuerza suficiente para luchar contra la volubilidad de los instintos, para tener a regla el inestable corazón. Decimos que el amor tiende a la perpetuidad, mas no el amor «natural», el de la naturaleza caída: ¿no se halla acaso este mismo amor herido, dañado? Sólo en Dios obtenemos esa energía que capacita para perdonar setenta veces siete, para superar el hastío, para tener bien canalizados los bríos de la carne. Dios es como la erosfera, la atmósfera que posibilita la vida del pobre amor humano. De otra forma, habría que decir que los apóstoles tenían razón: «No conviene casarse».

1 Introducción a la vida devota 3,38.

Es el amor divino la sal que evita la corrupción de todo amor humano. Y se da una maravillosa fórmula reversible: el amor de Dios desarrolla el amor de las criaturas, y éste, a su vez, nos conduce hasta el amor divino. Así como el entendimiento, si lealmente procede, ábrese tarde o temprano a la fe, así también el recto amor conyugal desemboca algún día en un superior amor: «Yo miraba a Beatriz y Beatriz miraba a Dios», confiesa Dante. El amor humano constituye una revelación del amor divino, del amor que Dios nos tiene y del que nosotros profesamos a Dios. «A Dios nunca le vio nadie; si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor es en nosotros perfecto» (I Jn 4,12). Nosotros queremos ver, queremos tener delante un rostro, alguien a quien concretamente podamos servir, podamos amar. El rostro que más transparente debe hacerse al hombre es el de la mujer, el de su esposa, cuya condición sacramental resulta, como ninguna otra cosa, alusiva al amor del Señor. En ningún otro afecto logra éste mejor expresión que en el proceso del amor matrimonial, cuyas leyes de partida, crecimiento, purificación y expansión adoctrinan a los esposos sobre las precisas etapas de su unión con Dios.

Este amor representa además una preciosísima iniciación al amor divino, ya que robustece y afina nuestro sentido del prójimo, nos enseña el valor de la fidelidad, nos despoja en algún grado de nuestro egoísmo y nos persuade, finalmente, a la humildad. ¿Cómo no va a aprender humildad el corazón amado que cada día comprueba su necesidad de ser amado? ¿Cómo no va a hacerse humilde el corazón amante que, un día cualquiera, advierte que su amor no le basta al amado? Por eso el amor conyugal lleva a Dios positiva y negativamente: por lo que da y por lo que no puede dar, por las dádivas que regala y por ese fondo último de la sed que él ha despertado, pero no puede del todo saciar. «Yo soy—asegura una de las profundas y estilizadas mujeres que creó Claudel—la pro mesa que no puede ser mantenida, y mi gracia consiste en esto precisamente».

Ningún amor de la tierra logra satisfacer a la larga, porque es incapaz de obtener la ansiada compenetración total. Por mucho que uno se empeñe, nunca podrá llegar al corazón de otro corazón ni podrá tampoco abrir al amado la cámara última de su propia alma. «El corazón es impenetrable para el hombre. ¿Quién puede conocerlo?» (Jer 17,9). Los que aman aplícanse durante algún tiempo a olvidar esto, a negarlo, y piden a la carne su colaboración, la cual, durante algún tiempo, tiende puentes floridos que acercan mutuamente a las almas. En esto consiste el papel de la carne, su menguado oficio, pero oficio que es santo mientras no se le obligue a dar aquello que no puede dar. Persuadámonos—porque así evitaremos muchos esfuerzos inútiles, muchos desengaños y muy tristes represalias—de que el postrer reducto ha de permanecer siempre cerrado, puesto que cerrado a cal y canto continúa el Paraíso. La espada de fuego del querubín que defiende su puerta es la espada del rey Mark, aquella que separaba sin remedio a Tristán de Isolda. El Cantar de los Cantares es un epitalamio de los perfectos amores. Pero el hombre y la mujer que en él se aman llámanse Salomón y Sulamita: pertenecen al estadio paradisíaco del shalom, de la paz celeste.

Olvidar esto puede llevar a muy lamentables descarríos. El matrimonio comporta sus peligros específicos, que es preciso conocer bien. Algunos quieren reducirlos al uso de la carne: ésta—dicen—, aun en sus más castos ejercicios, tiene la virtud de enmollecer las almas, de hacerles amar el estupor, de impedir la ansiada lucidez para las cosas del cielo. Mas esto, aunque sea cierto, no es todo. Debemos incluso advertir que una insistencia preponderante en las desventajas de la carne podría fácilmente engendrar cierta desestima que contradice la santidad de toda carne sellada con el signo sacramental. Y podría sobre todo—al mismo tiempo que daba ocasión a tal pesimismo—suscitar en los esposos el falso optimismo de creer que en los otros campos su amor carece de riesgos. Trátase de un espiritualismo falaz, nutrido de engaños. Es precisamente en el terreno de los «bienes», de esas cosas nobilísimas que constituyen el tesoro conyugal, donde laten los peligros más delgados y más graves: la fides, como suficiencia conjunta, como invitación a descansar el uno en el otro y así bastarse; la proles, como desenvolvimiento del propio poderío, como consumación de la personalidad; el sacramentum, como simple ornato del amor humano, poniendo las virtualidades sacramentales al servicio de un amor meramente placentero, encerrado en el egoísmo común de la pareja.

Cabe corromper muy sutilmente esta espiritualidad de Abraham, el hombre consagrado por Yahvé en orden a una descendencia numerosa, bendecido con copiosos rebaños, con oro y plata. Para evitar semejante corrupción es preciso asimilar aquella gran fe del patriarca, recordar a menudo sus pruebas y victorias. No podemos elegir entre el disfrute—por muy decantado que lo imaginemos—y la cruz. La cruz no significa tan sólo el símbolo de la renuncia virginal; la cruz debe presidir forzosamente toda existencia cristiana, sea la que sea. Los esposos que tratan de vivir según Dios saben que la cruz es inseparable de los gozos de su amor; hasta de su misma satisfacción carnal.

¿Quién ha dicho que la vida matrimonial supone sacrificios menos dolorosos que la vida de continencia? Sucede que la inmolación de cuerpo y alma hecha a Dios por los célibes es en verdad acto muy meritorio y laudable, pero no tanto por lo que de hecho sacrifican cuanto por lo que creen con su voto sacrificar: más que renunciar a los goces reales, siempre exiguos, del amor, ellos renuncian a sus brillantes fantasías, superiores sin duda a lo que la vida prácticamente suele conceder. Lo maravilloso de la virginidad consiste en la prontitud de la oblación, en lo absoluto del abandono, en esa fe incomparable que empuja a la entrega total. Este mayor sacrificio, sin embargo, no quiere decir que en el conjunto de la existencia sea un sacrificio más doloroso. Bien puede ser al contrario, bien puede ocurrir que los casados sufran más: su misma vida cristiana implicará sucesivas renuncias que a la larga quizá sumen un total de dolor mucho más crecido que el dolor de una vida de renuncia inicial y definitiva.

¿Cómo va a ser posible que un cristiano pueda prescindir de la cruz? Y no se trata sólo de aflicciones universales, sino de dolores muy característicos, muy pertenecientes ala esencia de la vida conyugal, puesto que es precisamente esa unión del hombre y la mujer lo que queda sancionado en el sacramento del matrimonio, y todo sacramento es participación de la cruz. La vida de los casados, en cuanto tal, es cruz.

Tanto un género de vida como otro, tanto el ejercicio matrimonial como la abstinencia de los célibes, hállanse bajo la sombra de la cruz y únicamente de ésta extraen energías para el feliz cumplimiento de sus objetivos. Se necesita por igual la gracia para vivir dignamente en el mundo y en el claustro, y hace falta asimismo la luz de la gracia para entender una y otra existencia como existencias plenamente cristianas. «No todos entienden esto; tan sólo aquellos a quienes se les concede», dice Cristo refiriéndose a la ley matrimonial que acaba de establecer (Mt 19,11); a renglón seguido habla de la virginidad, de los eunucos voluntarios, y advierte también en muy parecidos términos: «Entienda el que pueda entender».

Virginidad y matrimonio hallan su fundamento en Jesucristo y se rinden estimables servicios mutuos. Engendra el matrimonio hijos para el templo, y el clima creado por la frecuencia de vocaciones sacerdotales y religiosas alienta la fecundidad. No es la castidad, sino la lujuria, lo que hace declinar en un pueblo la curva de nacimientos. La castidad de los célibes, en cuanto sujeción de la carne a la razón por motivos sobrenaturales, persuade a los que viven en matrimonio a que sometan sus posibilidades creadoras al imperio de la razón y no se abandonen al libre capricho de los instintos, los cuales, al desmandarse, no toleran aquellas restricciones que el ejercicio de la fecundidad comporta. Por eso concluye San Ambrosio que «allí donde florece la virginidad, florecen también las cunas» 2. Al contrario de lo que sucede en el orden dórico —columnas y techumbres son elementos opuestos—, la coexistencia de la virginidad y el matrimonio en el seno de la Iglesia recuerda más bien el orden gótico, en el cual las columnas espontáneamente culminan en la bóveda, dándose entre aquéllas y ésta una relación de fuerzas cómplices.

Uno y otro linaje viven por igual del amor cristiano.

La virginidad se inspira en el amor—lo contrario equivaldría a una esterilidad sin sentido—, y su designio no es otro que facilitar y desarrollar el amor. Nace de un encendido amor a Dios, con el cual el alma ha escogido unirse sin aquella «mediación» que el amor sacramental le ofrecía. El célibe se vincula al Señor directamente, se une más (1 Cor 7,35), manifestando en su vida de manera explícita y superior la alianza de Cristo y su Iglesia. «Evitando en la unión de hombre y mujer la realidad conyugal, desean el misterio que ella re-

2 De virg. 7: ML 16,275.

presenta, y, absteniéndose de imitar lo que se realiza en las nupcias, aman aquello que es significado por las nupcias» 3.

En los cristianos vírgenes adquiere todo su fulgor esa condición íntima de la Iglesia que consiste en permanecer siempre Esposa virginal, puesto que en ellos reluce, mucho más perfectamente que en los casados, la manifestación del «misterio» al cual Pablo alude (Ef 5,32). Efectivamente, la expresión «desposorios de Cristo y la Iglesia» no representa una aplicación alegórica del matrimonio existente entre un hombre y una mujer; muy por el contrario, tales desposorios constituyen el modelo primordial, la ejemplar alianza que otorga al matrimonio según la carne la oportunidad de ser levantado, por asimilación, a la categoría de sacramento. En las almas célibes, además, cobra una inusitada nobleza la otra vertiente del amor, el amor al prójimo, ya que carece de aquella exigencia de reciprocidad esencial en los casados.

Las almas vírgenes se han acogido a la espiritualidad de Jeremías, al cual, en su mocedad, dijo Dios: «No has de tomar mujer, y no tendrás hijos ni hijas» (Jer 16,1). La bendición concedida a Abraham tenía por objeto la descendencia carnal. Jeremías, por el contrario, es elegido como hombre destinado a la soledad, al desprendimiento, a la total renuncia. En él se hallan representados los «pobres de Yahvé», todos cuantos no poseen otra cosa que su fe ardiente, despojados de sí mismos no menos que de las cosas. El alma más excelsa de tal estirpe fue María, la Virgen, quien, a pesar de ser virgen, fue fecunda. Fue fecunda precisamente por ser virgen.

Deben saber todo esto las almas célibes para su consuelo y su alegría. Y para su vigilancia constante han de saber que la fecundidad dependerá del grado de su desnudez y pobreza, y que su destino implica la renuncia a todos los poderes humanos, la renuncia incluso a ese concepto de virginidad como mérito o como título de preponderancia. El hombre no puede adherirse ni siquiera a las promesas de Dios: a Abraham le pidió Yahvé que encendiera una hoguera y sacrificara a su hijo único, el cual era, no obstante, la garantía de la promesa recibida. La fe ha de ser expolio total, adhesión exclusiva al Señor.

Igualmente los casados, aquellos que, como Abraham, han

3 Prefacio de la consagración de vírgenes según el Pontifical Romano.

sido bendecidos para contemplar a sus hijos igual que renuevos de olivo alrededor de la mesa, deberán recordar cómo todas las desdichas de Israel empezaron cuando se inauguró el tiempo de su feliz instalación en Canaán, el tiempo de su soberbia y olvido del Creador.

En Jesucristo confluyen las promesas de la posteridad fecunda y aquellas otras que fueron hechas al linaje de los pobres. Y de Jesucristo arranca la nueva humanidad, el pueblo de eunucos y de esposos. Unicamente en El se ilumina todo «entienda quien pueda entender»—, se reconcilia todo y todo se fundamenta. El es el amor único de los corazones vírgenes. El es también el amor postrero de todo hombre y mujer, pues es en rigor el verdadero esposo de cualquier alma. Los cónyuges son, en definitiva, el uno para el otro, como «el amigo del Esposo», que bautiza nada más con agua, que satisface nada más los deseos emparentados con el agua.

El amigo del Esposo era Juan. Y Juan era el Precursor.

 

2. Riqueza y pobreza

Igual que la virginidad y el matrimonio cristiano, así también la renuncia total a los bienes de fortuna y el uso cristiano de la propiedad solamente pueden ser practicados con ayuda de la gracia. La gracia capacita el corazón para todo género de desprendimiento a la vez que hace posible, a «los que tienen mujer, vivir como si no la tuvieran...; a los que compran, como si no poseyesen, y a los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen» (1 Cor 7,29-31). Asimismo se da aquí también aquel influjo mutuo que señalábamos entre virginidad y matrimonio: la propiedad privada posibilita el sacrificio de esa propiedad, mientras que, a su vez, los renunciamientos voluntarios favorecen la difusión del concepto cristiano y generoso de posesión.

Dentro del mismo capítulo en que se habla de la indisolubilidad conyugal y de la virginidad, incluyen los Sinópticos unas palabras muy importantes de Jesús concernientes a las riquezas. Fueron provocadas por un joven que quiso saber cuál era el medio de conseguir la vida eterna. Este joven conocía ya los mandamientos y los observaba, pero anhelaba algo más, buscaba una superación. Cristo le contesta: «Si quieres ser perfecto, vete, vende tus bienes y distribúyelos a los pobres. Tendrás un tesoro en el cielo. Ven y sígueme (Mt 19,21). ¿Qué hará este muchacho ahora? Se trata de un alma escogida, pura, inquieta. No podemos leer sin una dulce emoción el apunte conservado por Marcos: «Jesús lo miró fijamente y lo amó» (Mc 10,21). ¿No estaba Cristo esperando con ansiedad su respuesta? Mas su respuesta fue negativa: «Se marchó triste, pues poseía muchos bienes».

¿Por qué no aceptó? La descripción que de él nos ha hecho el evangelio nos prohibe pensar en motivos demasiado viles. Su avaricia no creemos que fuese tan repulsiva; más que avaricia fue probablemente un acusado sentido de los límites, una cierta prudencia cautelosa, esa ponderación e instinto práctico que observamos a menudo en los grandes propietarios honestos. Su razón calculadora le impidió aventurarse, le protegió contra cualquier solución precipitada. Lo justo, lo razonable, lo discreto constituía su orbe habitual. Su amor ignoraba el arrojo y las decisiones absolutas. Nos imaginamos también su tristeza en el momento en que regresó a casa, cuando de nuevo tuvo ante los ojos su dilatada heredad. No sería una tristeza violenta, sería más bien un ramo de melancolía, que acaso con el tiempo acabase madurando en una pesadumbre amorosa, en un amor firme. La tradición quiere absolverlo y lo sitúa a última hora pendiente de la suerte de Jesús: lo identifica con el muchacho de la sábana que huyó entre las sombras de Getsemaní la noche en que llegó la cohorte para prender al Maestro. Hay algo en nuestro corazón— ¿es tan sólo la necesidad de excusar nuestra propia cobardía?—que se obstina en amar a este muchacho, en justificarlo, en salvarlo.

Una vez que alguien ha sentido posarse sobre él la mirada del Salvador, ya nunca la olvida, ya no es posible descansar en el olvido. «No será lo que vosotros pensáis. Porque vosotros os decís: Seremos como las gentes, como las naciones de la tierra, sirviendo a la piedra y al leño. «Por mi vida, dice el Señor Yahvé, que con puño fuerte, con brazo tendido y en efusión de ira he de reinar sobre vosotros» (Ez 20,32-33). No renuncia Dios fácilmente a las presas que su predilección ha señalado. Su amor es pertinaz y fecundo en recursos. ¿Golpeó más tarde con puño fuerte, con mayor insistencia, el alma del joven rico?

Pero, si hemos citado el texto de Ezequiel, no ha sido únicamente para referirnos al celo contumaz de Dios. Ha sido también para destacar ese sentido del amor a las riquezas como adoración pecaminosa de la piedra y el leño, pues ya sabemos que la avaricia es «una especie de idolatría» (Col 3,5). Después que se alejó aquel muchacho, pronunció Jesús unas palabras terribles: «En verdad os digo que difícilmente entrará el rico en el reino de los cielos. Os digo más: es más fácil que entre un camello por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los cielos» (Mt 19,23-24).

Vanamente han pretendido algunos hacer con esta frase una exégesis de mitigación. Se ha dicho que la palabra original no es camelon, sino camilon, que significaba una cuerda marinera de notable grosor; o que «el ojo de la aguja» aludía a cierta puerta de la muralla denominada así a causa de su angostura, puerta por la cual los camellos pasaban con mucha dificultad. Sería una interpretación aceptable y confortadora si no poseyéramos otros textos de Cristo igualmente inquietantes. Son textos en los cuales de modo expreso sitúase el amor a las riquezas en el plano abominable de la idolatría. Efectivamente, tal amor es servicio a Mammón. La disyuntiva es tajante: «Nadie puede servir a dos señores, pues, o bien, aborreciendo al uno, amará al otro, o bien, adhiriéndose al uno, odiará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas» (Mt 6,24; Lc 16,13). La obligación de elegir es perentoria: «Si Yahvé es Dios, seguidle; si lo es Baal, id en pos de él» (1 Re 18,21). Las riquezas, cuyo amor constituye «la raíz de todos los males» (1 Tim 6,1o), pertenecen al número de aquellas potencias diabólicas que fueron destruidas por el sacrificio y pobreza de Cristo (2 Cor 8,9), después que, muy cualificadamente, hubieron intervenido en el proceso de la cruz. La denuncia de Amós contra los israelitas que «vendieron al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias» (Am 2,6), señalaba ya proféticamente la ignominiosa venta del Justo (Mc 14,11).

Pero ¿quién vendió al Justo sino su propio mayordomo? Judas administraba la bolsa del colegio apostólico (Jn 12,6). Es de notar cómo Jesús, que afirmó no tener siquiera dónde reclinar la cabeza (Mt 8,2o), que era socorrido habitualmente por la caridad de algunas mujeres (Lc 8,3), poseía, sin embargo, ciertas reservas de dinero con las cuales se efectuaban las compras y se hacían limosnas (Jn 4,8; 13,29).

Entre sus amistades más allegadas no faltaron personas de cuantiosa fortuna. Las mujeres que subvenían a sus necesidades eran gente acomodada; por ejemplo, Juana, mujer de Cusa, procurador de la casa de Herodes. Algunos de sus apóstoles bien podían considerarse, en la sociedad de aquel tiempo y aquel país, entre los ricos: Bartolomé, Mateo, los hijos del Zebedeo. José de Arimatea, hombre acaudalado, es mencionado como discípulo suyo (Mt 27,57) y tiene el privilegio de recibir el cadáver del Maestro (Jn 19,38), para cuya sepultura trajo preciosos aromas otro principal del pueblo, Nicodemo, con el cual mantenía Jesús secretas relaciones (Jn 3,1). Se dejaba asimismo invitar a la mesa de los ricos (Lc 7,36; Mt 26,6) y pide ser hospedado en las casas de los ricos (Lc 19,5-6). La familia con la cual mantuvo más estrecha intimidad, la de Lázaro, es probable que perteneciese a un nivel no común. ¿Y no habló de su Padre celestial representándolo siempre en la persona de un gran potentado? Su Padre es el padre del hijo pródigo, en cuya casa no falta nada; es el dueño de una finca para cuyo laboreo se precisan muchos operarios, es el gran señor que ofrece un festín memorable...

¿No es acaso Dios el soberano de la tierra? Todo cuanto en ella hay es suyo (Sal 24,1). Puede, por tanto, conceder lo que quiera a aquellos a quienes su predilección designa. A Moisés le promete «ciudades grandes y hermosas que tú no has edificado, casas llenas de toda suerte de bienes que tú no has llenado, cisternas que tú no has excavado, viñas y olivares que tú no has plantado» (Dt 6,ro-11). Las riquezas llegan a ser un índice de la bendición divina: «Si tenéis buena voluntad, si sois dóciles, comeréis los mejores frutos de este país» (Is 1,19). Efectivamente, los justos «sácianse de la abundancia de tu casa» (Sal 36,9). Con estos bienes paga Yahvé liberalmente la fidelidad de sus almas, y ellos mismos son el testimonio de su propia fidelidad a las promesas.

Es verdad que tales textos, en la medida en que se refieren a bienes materiales, significan una etapa muy primitiva en la historia de la revelación. Ya en el Antiguo Testamento podemos leer buen número de frases que dan por superada dicha mentalidad. «Más vale lo poco del justo que la gran abundancia de los impíos» (Sal 37,16). Es verdad, sobre todo, que, en el evangelio, el concepto de riqueza como premio a una conducta generosa—el «ciento por uno» (Mt 19,29), el «mucho más» (Lc 18,30)—se halla ya completamente estilizado. Pero también es cierto que, junto a las amonestaciones de Jesús en que se habla del peligro de la opulencia, léense otros textos suyos que, más que condenar las riquezas, las presentan como base de un renunciamiento muy meritorio (Mc 10,29-30). No vino Cristo a mudar la faz de la tierra, no vino a promover una revolución social, sino a invitar a los hombres a ponerse en camino del cielo. Apela al libre amor de cada alma, respeta su libertad, como respetó a aquel joven rico que quería simplemente saber cómo había de alcanzar la vida eterna.

Jamás olvidaré la conversación que una vez tuve con Voillaume, prior general de las Fraternidades de Foucauld. Estábamos en su furgoneta, a la que graciosamente los Hermanitos llaman la Maison-Mére. Yo le pregunté: «¿Qué es para ti la pobreza?» Entonces él, uno de los hombres con mayor derecho a erigirse en demagogo, me dijo sencillamente: «Pobreza es nada más amor: amor a todos; por tanto, amor tarnbién y respeto a los ricos». Parece una respuesta decepcionante, casi colaboracionista; parece al menos una evasiva. Es, sin embargo, una respuesta maravillosa, transida de evangelio. Una respuesta así, una vida inspirada en tal respuesta, ayuda a la expansión del reino mucho más que mil gesticulantes arengas.

Quienes trabajan por una más equitativa distribución de los bienes de este mundo tienen en sus manos un programa altísimo e irrenunciable. Dar de comer a alguien que tiene hambre, aun al margen de toda intención apostólica, es ya una acción digna del mayor encomio; es incluso, por sí misma, una acción cargada de significación sobrenatural: los que Cristo describe como bienaventurados en el juicio no sabían, cuando daban de comer a un pobre, a quién estaban realmente alimentando. Persuadir al rico para que dé al pobre representa también una tarea imprescindible, y sobre todo persuadirlo de que está obligado a dar, de que tal caridad no es un lujo de su conciencia, sino un deber de justicia. Todo esto, sin embargo, no lastima lo más mínimo la verdad de Voillaurne. Entender las cosas de otro modo sería atentar contra la sagrada libertad del corazón humano, de todo corazón humano; esa libertad que Dios estima muy por encima de la riqueza y de la pobreza. « ¿Acaso he sido constituido juez o partidor entre vosotros?», contesta Cristo a quien solicitaba de El un juicio de equidad en cuestión de bienes terrenales (Lc 12,13-14).

Tiene sus ventajas indudables el dinero. Humanamente hablando, más que por las adquisiciones que posibilita, por las defensas' de que rodea a quien lo posee. El rico tiene más protegida su intimidad, el pobre se halla más a la intemperie, y en verdad que ésta no significa sólo andar con el cuerpo expuesto a las inclemencias. Es más: incluso desde el punto de vista espiritual alguien sugeriría que una vida acomodada no está exenta de ventajas. De los tres medios clásicos de santificación—ayuno, oración y limosna—, puede el rico en cierto sentido—muy en cierto sentido, claro está—prescindir de los dos primeros—lo mismo que el mayordomo astuto: «cavar no puedo, mendigar me da vergüenza» (Lc 16,3)—y acogerse al último: «Encierra la limosna en el seno del pobre y ella rogará por ti para librarte de todo mal» (Eci 29,15). No hay duda también de que el dinero es capaz de proporcionar una formación más esmerada del alma; da al menos mayores oportunidades de que esa formación se lleve a cabo. El hombre no agobiado por necesidades perentorias encuéntrase más libre para vacar a las cosas del espíritu, para documentarse, por ejemplo, acerca del valor cristiano de la pobreza (los libros donde se habla de este valor cuestan dinero, y de ordinario los pobres no pueden adquirirlos).

¿Habrá que concluir entonces que el rico se halla en mejores condiciones de cara al reino? No. La palabra de Jesús relativa al ojo de la aguja es una de las palabras que «no pasarán». Todos sabemos cómo el que posee más se resiste más a sacrificar lo que posee. El joven acaudalado que ha motivado estas reflexiones se negó a seguir a Jesús porque poseía muchos bienes; el hijo pródigo, en cambio, regresó a los brazos de su padre cuando se vio sumido en la miseria. ¿No anda también el rico más embarazado para amar de verdad? Quien no necesita de los demás, difícilmente posee el sentido del prójimo. Y, sobre todo, padecen los ricos constantemente el peligro de la autosuficiencia ante Dios, el peligro de olvidar la oración, el peligro de no advertir su oculta indigencia. El pobre, por el contrario, espoleado por sus necesidades, es más fácil que pida ayuda al cielo; puede su esperanza humana más fácilmente trocarse en esperanza teologal. En cuanto al valor espiritual de la pobreza, ¿no ocurrirá un poco lo mismo que con la humildad, la cual por definición necesita ignorarse a sí misma? Leon Bloy se angustiaba pensando cómo él, que tan pobremente vivía, no era en realidad un pobre: conocía demasiado bien los privilegios cristianos de la pobreza.

Cabe pensar, sin embargo, si las diferencias entre ricos y pobres, que a primera vista tan detonantes parecen, significan algo muy considerable allí en el fondo del corazón, en el corazón de esos pobres y de esos ricos. Pues la felicidad no la da la posesión, sino la capacidad fruitiva. Lo peor es cuando el rico extrae gozo del contraste que aprecia entre su situación y la del pobre; lo triste es cuando el desheredado sufre más porque la vecindad de los ricos le hace soñar otro género de vida. Con todo, unos y otros alcanzan temprano ese secreto que Péguy voceaba, el secreto de los hombres que han cumplido cuarenta años: que nadie es feliz. San Agustín aseguró ya: «Tiene hambre el pobre y tiene hambre el rico» 4.

Paralelamente, la condenación de las riquezas que Cristo formula no se refiere de modo directo a la riqueza cuantitativamente considerada, sino al apego del hombre a ella. En un capítulo anterior expusimos ya los peligros que provienen de entender la pobreza evangélica como pobreza meramente afectiva; ya dijimos cómo ésta, si es auténtica, ha de llevar forzosamente a cierta pobreza efectiva, lo mismo que todo aquel que de veras ama la soledad interior, posible de suyo en medio del mayor tráfago, procura cuanto puede rodearse también de soledad exterior. De ningún modo creemos en la pobreza espiritual de quien no se priva de nada y asegura que está desprendido de todo. Esto no obstante, seguimos pensando que la condenación de Cristo versa sobre el apego. Se trata fundamentalmente de «no adherir el corazón a las riquezas» (Sal 61,11). Ahora bien: ¿resulta acaso esto más fácil y hacedero? Los apóstoles al menos lo juzgaron empresa muy ardua

4 Serm. 61,11: ML 38,414.

y de muy improbable éxito; después de escuchar tan terribles frases acerca de los ricos, ellos mismos—que no eran ricos según nuestro modo de hablar—exclamaron atemorizados: «¿Quién podrá, pues, salvarse?» Ellos, por lo visto, no conocían a ningún «pobre». Pedro—a juzgar por la aprobación que Jesús da a sus palabras—acertó a describir la verdadera pobreza cuando con mucha sencillez añadió: «He aquí que nosotros hemos dejado todas las cosas y te hemos seguido».

Todas las cosas: para el joven del relato todas las cosas equivalía a una inmensa herencia. Para Pedro y sus compañeros representaba no más una barca, unas redes, una mujer. Para algunos, todas las cosas puede significar no un dilatado patrimonio, sino una cierta manera de poseerlo: no han sido llamados por Dios a abandonarlo, sino a usar de él de otra forma distinta. Creo yo que esto es claro, pues tampoco para muchos el «dejar todas las cosas» debe suponer lo que supuso para los apóstoles: renunciar efectivamente a la barca y a la mujer, sino empezar a hacer otro uso de la barca y convivir con su mujer «aborreciéndola» (Lc 14,26), es decir, amándola muy rectamente.

He aquí la pobreza, he aquí la redención de la riqueza: la oblación, por amor a Dios, de todo cuanto se posee (Mc 12, 41-44). Lo cual no suprime, ni mucho menos, la dimensión horizontal de esa ofrenda, la vertiente de caridad que la pobreza evangélica necesariamente implica (1 Tim 6,17-19; 2 Cor 8,13-15). El dinero, viejo símbolo de la opresión entre los hombres, ha de hacerse objeto de holocausto a Dios haciéndose símbolo de caridad entre los hermanos. La esperanza de la gloria—de aquellas riquezas que «el ladrón no puede robar ni la polilla puede roer» (Lc 12,33)—asume también la esperanza de una tierra más justa; el quicio de ambas esperanzas es la caridad, la cual permite alcanzar el cielo a la vez que hace más habitable la tierra.

Peto notemos una vez más que Cristo no establece distinción alguna entre mucho y poco. Para El todas las riquezas de este mundo, todas, cuantiosas o exiguas, son «riquezas de iniquidad» (Lc 16,11), pues todas ellas, en su estado presente, como punto de competición, datan del pecado original. Se trata, pues, más que de una exhortación moral al buen uso o al desprendimiento, de una urgente apelación a la esfera de la fe. Hace falta también fe para comprender que estas riquezas hoy tan manchadas existieron, muy limpias, en el primitivo Edén (Gén 2,11-12) y serán de nuevo admitidas en el mundo futuro: «Vendrán las riquezas de todas las gentes y henchiré de gloria esta casa, dice Yahvé Sebaot. Mía es la plata, mío es el oro, dice Yahvé Sebaot» (Ag 2,8-9).