CAPÍTULO XXX

LOS HIJOS PRÓDIGOS

 

1. El hijo pequeño

El capítulo 15 de Lucas, entero, trata de la misericordia del Señor. Es un capítulo usadísimo. Abrid una biblia al azar, dejad que se abra por sí sola, y quedará abierta precisamente en estas páginas. Son páginas conmovedoras. Tres parábolas acerca del perdón.

Aunque, a decir verdad, las dos primeras parábolas, mejor que la misericordia, presentan en primer plano otra cosa distinta. Se nos habla en ellas de una oveja extraviada y de una dracma perdida. Si en algún sentido un animal que se descarría puede ser capaz de culpa y perdón, nada de esto es posible pensar acerca de una moneda que ha ido a parar bajo la cama. Hay algo, pues, en este par de parábolas que es más evidente que la misma clemencia de Dios, más visible, quizá también más impresionante: la alegría de Dios.

«¿Quién habrá entre vosotros que, teniendo cien ovejas y habiendo perdido una de ellas, no deje las noventa y nueve en el aprisco y vaya en busca de la perdida hasta que la halle? Y, una vez hallada, la pone lleno de gozo sobre sus hombros, y, vuelto a casa, convoca a los amigos diciéndoles: Alegraos conmigo, porque he hallado mi oveja perdida. Yo os digo que en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesiten de penitencia» (Lc 15,4-7).

Notad cuál es el primer sentimiento que invade el pecho de Dios cuando advierte que un hombre ha desertado: no es la cólera o el deseo de imponerle un castigo, es simplemente la preocupación por encontrar cuanto antes a ese pecador, la solicitud por traerlo de nuevo al rebaño. La pena, el dolor, oblíganle a ponerse inmediatamente en acción, le mueven, como primera providencia, a una búsqueda afanosa. Trátase de verdadera pena, de verdadero dolor, contrapuestos a la alegría indecible que le proporcionará luego la recuperación de esa alma: «lleno de gozo», «alegraos conmigo». Para dejar esto bien remachado, Jesús insiste mediante una segunda comparación: «¿O qué mujer que tenga diez dracmas, si pierde una, no enciende la luz, barre la casa y busca cuidadosamente hasta hallarla? Y, una vez hallada, convoca a las amigas y vecinas, diciendo: Alegraos conmigo, porque he encontrado la dracma que había perdido» (Lc 15,8-9).

¿Alegría de Dios? Esto nos deja perplejos. Siempre nos han enseñado que Dios es impasible. Tiene que haber algo, no obstante, en El que en cierto modo equivalga a nuestros sentimientos humanos, algo que, aun sobrepujándolos desmedidamente en intensidad y nobleza, guarde con ellos notorio parecido. «Como la esposa es la alegría de su esposo, así tú serás la alegría de tu Dios» (Is 62,5). Alegría y dolor inverosímiles, pero verdaderos; inimaginables, pero ciertos, tan difíciles de concebir como imposibles de negar. Si nuestro corazón es tan sensible, tan vulnerable, ¿cómo no va a serlo, a su manera, el de Dios? Cuando Jonás se duele porque se ha secado el árbol de ricino que crecía junto a su tienda, Yahvé le dice: « ¡Ah! Tú tienes lástima del ricino, en cuyo crecimiento no tuviste arte ni parte, que nació en una noche y en otra noche murió, ¿y no voy a conmoverme yo por Nínive, la gran ciudad, donde hay más de ciento veinte mil almas que no distinguen su mano derecha de la izquierda, aparte de numerosos animales?» (Jon 3,10-II).

¿Quién podrá representarse la alegría del Señor cuando un pecador vuelve a sus brazos? El mismo nos asegura que es superior a la que le causa la perseverancia de noventa y nueve justos. ¿No hallamos en estas últimas palabras un matiz levemente despectivo o quejumbroso? ¿De qué justos habla? No ciertamente de aquellos que viven en fervor, sino de los apáticos, satisfechos, mediocres, tierra limpia, pero improductiva, sin cardos y sin mies. San Gregorio Magno añade: «Verdad es que hay también justos cuya vida da tan gran gozo que no puede preferirse a ella la penitencia de los pecadores; no son los tales reos de pecado, pero andan tan contritos como si Ies agobiaran todas las culpas. Son a la vez justos y penitentes. Colígese de ahí cuán grande será el gozo de Dios a la vista de un justo que tan humildemente llora» 1.

Pecadores y justos. El contraste entre ambos tipos, el contraste entre la alegría que a Dios proporciona la recuperación de los primeros y ese sentimiento que ocasiona en El la fidelidad de los segundos—sentimiento que nunca osaremos calificar—, va a hacerse en extremo elocuente al correr de la tercera parábola.

«Un hombre tenía dos hijos. Y el más joven de ellos dijo al padre: Padre, dame la parte correspondiente de la hacienda. Y él les repartió la hacienda».

La vida en casa era, sin duda, monótona. Un corazón primerizo quiere novedades, tumultos; desea ejercitarse violentamente. Sus ilusiones no caben dentro de las cuatro paredes del hogar, entre los cuatro límites de la finca, entre los cuatro puntos cardinales de lo ya sabido y consabido. Es preciso, desde luego, amar poco para hacer esto. Amar poco al padre, estimar en poco lo que supone una vida al abrigo de la casa paterna. «Dame la herencia que me corresponde». Altanería. ¿Tenía, en rigor, derecho a exigir algo? El Deuteronomio (21,17) establecía las reglas de la partición: el doble para el primogénito, con la condición, más tarde añadida, de mantener a la madre y a las hermanas no casadas. Pero todo esto, según parece, entraba en vigor a la muerte del padre. Mientras éste viviera, podía libremente disponer de sus bienes, sin obligación de ceder nada a sus hijos, con derecho incluso de entregar su fortuna en favor de extraños. No obstante, el padre de

1 In Evang. z, hom. 34,5: ML 76,1248.

la parábola condesciende, otorga al hijo cuanto le pide. Mas antes ¿no le dio algún consejo, no se permitió hacerle pertinentes consideraciones? ¿No mostró, al menos, desagrado, pesadumbre siquiera? El Dios de las almas, que tanto sufre con su partida, las deja marcharse. No suele oponerse, aunque de suyo puede hacerlo. Esta completa libertad que les otorga es un síntoma de la legitimidad del amor divino, un síntoma tan elocuente como el mismo sufrimiento que luego va a embargarle.

«Pasados pocos días, el más joven, reuniéndolo todo, partió a una tierra lejana, y allí disipó toda su hacienda viviendo disolutamente. Después de haberlo gastado todo, sobrevino una fuerte hambre en aquella tierra, y comenzó a sentir necesidad. Fue y se puso a servir a un ciudadano de aquella tierra, que le mandó a sus campos a apacentar puercos. Deseaba llenar su estómago de las algarrobas que comían los puercos, y no le era dado. Volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros».

En pocos días disipó su caudal. Su libertinaje le llevó a la misma desnudez a que le hubiese llevado el más ardiente y desprendido amor de Dios. En la soledad, en el desprecio, en el hambre, era donde iba a encontrarlo El. Una vez dijo Thibon que, si este hijo hubiera depositado su fortuna en valores bancarios, jamás habría regresado a casa. Hay pecados y pecados. Pecados que se calculan fríamente, largas vidas empleadas en el mal que se ensayan con la meticulosidad con que se proyecta un homicidio. Hay placeres que se racionan para que duren siempre; sensaciones que se regulan y administran con terrible lucidez; sensibilidades que saben cultivarse en el disfrute del mal con auténtica paciencia, con una sabiduría a la cual Satán no es ajeno. Hay corazones que han cubierto todas las salidas, empedernidos, documentados, provistos de cien soluciones. Y hay corazones, como el del pródigo, que lo dan todo frenéticamente. Entonces sobreviene el hambre. El hambre es una forma extraña de la divina misericordia. L'abbé Pierre acuñó esta curiosa fórmula para bendecir la mesa: «Da, Señor, pan a los que tienen hambre y hambre a los que tienen pan». Hambre, no buen apetito. El apetito es saludable, el hambre es atroz. El apetito da gozo, como la brisa, como un viaje en avioneta; el hambre duele, como duele el cáncer o la prisión. ¿Puede uno, sin pecar contra la caridad, desear hambre para alguien? Da, Señor, hambre a los que tienen pan. No vale añadir: hambre «de Dios»; esto suaviza la fórmula y la hace trivial. Hambre, hambre de pan a los que poseen pan. Dales hambre, hazles sentir el hambre, quítales el pan, despójalos de todo y luego visítalos con tu nostalgia, con el deseo de tu mesa. Es caridad pedir esto para los ricos y acomodados, como es caridad hacer sufrir abriendo una herida en la carne infectada.

Dice Yahvé: «Voy a cercar su camino con zarzas, voy a alzar un muro para que no pueda hallar ya sus sendas. Irá detrás de sus amantes, pero no los alcanzará, y se dirá entonces: Voy a volverme con mi primer marido, pues mejor me iba entonces de lo que me va ahora» (Os 2,6-7). Así discurre Yahvé, así actúa, así recobra sus tesoros.

El pródigo tiene hambre. La casa de su padre está lejos, pero tiene hambre. ¿Volver a casa? Sería una vergüenza insoportable. Pero tiene hambre. Hambre.

«Una cosa pido a Yahvé y deseo ardientemente: habitar toda mi vida en su casa, para gozar de su hermosura y admirar su mansión» (Sal 27,4). No; es otra cosa, otra cosa mucho menos edificante: el pródigo simplemente tiene hambre.

«Trátame como a uno de tus jornaleros...» Otro salmo resume así la aspiración del alma: «Prefiero ser el último en la casa de mi Dios que vivir en las tiendas de los pecadores» (Sal 84,11). ¿Es esto exactamente? Más bien es esto otro: el pródigo sólo tiene hambre.

¿Volver a casa? ¿Y por qué no? Allí hay pan, pan en abundancia, carne, vino... «Se levantó y fue a su padre». Camino de retorno. Kilómetros y kilómetros. Desandar el camino, volver, este monte, este árbol, este recodo... ¡Aquello es el hogar! El hambre continúa arañando, rugiendo; pero poco a poco otros sentimientos se sobreponen, poco a poco va haciéndose más insistente el recuerdo del padre, más preciso su rostro, más inquietante el momento del encuentro, más noble el dolor, más larga y confusa aquella frase tan preparada, mil veces repetida mentalmente: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros».

«Y, levantándose, se vino a su padre. Cuando aún estaba lejos, viole el padre y, compadecido, corrió a él y se arrojó a su cuello y le cubrió de besos. Díjole el hijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: Pronto, traed la túnica más rica y vestídsela, poned un anillo en su mano y unas sandalias en sus pies, y traed un becerro bien cebado y matadlo, y comamos y alegrémonos, porque este mi hijo, que había muerto, ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado. Y se pusieron a celebrar la fiesta».

El padre corrió... Mientras el arrepentimiento anda a su lento paso, la misericordia corre, vuela, precipita las etapas, anticipa el perdón, manda delante, como un heraldo, la alegría.

La mejor túnica. Un anillo: el poder de sellar, la autoridad, la recuperación de todos los derechos. La alegría. Comamos y alegrémonos. Y comenzaron a comer con gozo. ¿Y el hambre, aquel hambre de antes, el hambre insaciable? Ya antes de sentarse el hijo a la mesa, había desaparecido el hambre. Ya no hay memoria de él. El amor del padre lo llena todo, hace a todo palidecer.

¿El perdón? Es tan evidente, que ni se menciona. Se halla tan sobrentendido y oculto en el amor triunfante, que queda disuelto, que no se nota, que no humilla. Cualquier otro padre hubiese adoptado otra postura más digna, arrellanado en su trono de hombre intachable y ofendido. ¡Es tan dulce ver cómo se arrodillan ante uno los ofensores, ver sus nucas abatidas, envolverse luego, como en un perfume, en las propias palabras de perdón que uno pronuncia magnánima y solemnemente! Cualquier otro padre, al menos, hubiera recatado un poco más semejante suceso. A nadie se le ocurre en un caso así preparar un festín, hacer sonar el arpa. Pero es que este padre no puede contener su alegría. Emociona ver cómo abraza a su hijo, cómo se preocupa de cambiar aquellos andrajos por un vestido recamado, cómo lo sienta a la mesa. Pero aún conmueve más su propio gozo, tan desbordante...

Conmueve, deja transida el alma la idea de que Dios es capaz de sentir alegría por mi regreso, la idea de que yo soy capaz de darle a El alegría, una inmensa alegría. Creerlo, creerlo de verdad es ya participar en ella.

 

2. El hijo mayor

Se hallan sentados ya. La mesa está puesta. Rezuman los jarros de vino fresco. ¿Y esa silla vacía? ¿Dónde está el hermano mayor? Que vayan a llamarlo.

¡Ojalá, Señor, hubiese acabado aquí la parábola! En el versículo 24 había de haberse puesto punto final. Todo hubiera sido entonces motivo de consuelo para los oyentes, para los lectores. Pero ocurre que la parábola continúa, y lo que después viene es oscuro y triste.

El hermano mayor no aprueba las medidas tomadas por el padre para festejar el regreso del hijo pequeño. Considera todo ello excesivo y hasta inadecuado. Se niega a participar en la alegría.

¿Por qué añadió Jesús esta segunda parte? ¿Quería simplemente exaltar la incomparable misericordia de Dios comparándola con los sentimientos por fuerza mezquinos de los hombres, aun de los hombres mejores, de los más puros? ¿Nada más esto pretendía? Con toda seguridad se propuso algo más: condenar un pecado muy concreto, poner de relieve las malas disposiciones de los llamados justos ante los llamados pecadores, subrayar la secreta culpa de cuantos se rebelan contra la libertad del amor de Dios.

«El hijo mayor se hallaba en el campo, y cuando, de vuelta, se acercaba a la casa, oyó la música y los coros; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. El le dijo: Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar un becerro cebado, porque le ha recobrado sano. El se enojó y no quería entrar; pero su padre salió y le llamó. El respondió y dijo a su padre: Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado tus mandatos, y nunca me diste un cabrito para hacer fiesta con mis amigos; y al venir este hijo tuyo, que ha consumido su fortuna con meretrices, le matas un becerro cebado. El le dijo: Hijo, tú estás siempre conmigo y todos mis bienes son tuyos; mas era preciso hacer fiesta y alegrarse, porque este tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado».

Aparece, en el plano más visible, la envidia de este hombre a quien los agasajos dispensados a su hermano tan gravemente lastiman. La fortuna de éste constituye para él un infortunio; su dicha, una desdicha. Siente envidia del amor que a su hermano se le demuestra. ¿Y no siente acaso también otra turbia especie de envidia? ¿No parece también más o menos añorar la vida que el hijo pequeño ha llevado en tierras lejanas, los placeres que ha disfrutado, esos suntuosos placeres que su castidad provinciana y descolorida, resentida, ha imaginado muchas veces? Yo, trabajando siempre; él, derrochando la herencia con meretrices... ¿Compara únicamente una conducta irreprensible con una conducta execrable, o compara también una suerte desgraciada con una suerte envidiable?

En sus palabras hay dureza y crueldad. Describe la existencia del pródigo con los más acusadores acentos, con las tintas más despiadadas. Ignora los sufrimientos del pecador, sus pies aspeados, sus vestiduras rotas, sus lágrimas. Nunca sabrá comprenderlo. Su orgullo se lo prohibe. La soberbia de este hombre justo es muy grande. Recuerda la soberbia de aquel fariseo rezando en el templo, pero más destemplada, más herida y más hiriente. «Hace tantos años que te sirvo, sin quebrantar nunca un mandamiento tuyo». La soberbia le impide admitir cualquier relación, por lejana y nominal que sea, con el pecador: lo ha suprimido de su afecto; dice «este hijo tuyo», no dice «mi hermano»; se niega a reconocerlo como tal.

Una de las más desatinadas enmiendas que fueron introducidas en los originales de Santa Teresa de Lisieux consistió en suprimir el título de «hermanos» que la santa solía adjudicar a paganos y pecadores siempre que a ellos aludía; estas expresiones fueron retocadas, y, a lo sumo, se le permitió decir «hermanos incrédulos» o «hermanos impíos». Lo cual desfiguraba notablemente su pensamiento, pues ella había escrito «hermanos» sin más, sintiéndose muy junto a ellos, ligada a ellos no sólo por una común filiación divina, sino también por las mismas raíces del mal y la misma necesidad de perdón. «Ten piedad de nosotros, pecadores», rezaba en su celda. «Nosotros»: no ellos y yo, en dos grupos distintos. Juntos en la agobiante necesidad, juntos en la mesa redonda.

«Par. él, el mejor becerro; para mí, ni siquiera un cabrito». Con esta frase demuestra que ha trabajado toda su vida como un jornalero, no como un hijo, ya que concede más valor a una eventual propina que al constante, indeficiente amor de su padre.

No, él no participará en el banquete. No puede consentir que a su hermano se le dispense semejante trato. Si ha delinquido, justo es que se le castigue.

Por Noruega circula una célebre fábula. Cuenta ésta que los bienaventurados quejáronse un día ante el Señor de que hubiese sido sentenciada al infierno un alma que por sus buenas obras merecía estar a salvo. Dios accedió a rescatarla si es que eso era cierto. Y se fue con todos los santos al confín del paraíso para desde allí escudriñar la inmensa multitud de réprobos. « ¡Aquél es!» Entonces el Señor ordenó a uno de sus ángeles que bajara, lo recogiera y subiera con él a la gloria. Descendió el ángel y tomó por la cintura el alma que le había sido designada. Comprendiendo los condenados que se trataba de un rescate, los más próximos se agarraron fuertemente al alma de esta suerte favorecida, y luego los unos a los otros, de forma que, cuando el ángel emprendió el vuelo hacia la altura, todos, encadenados, iban subiendo también. Pero el alma que los bienaventurados creían santa llevó muy a mal esto y procuraba con saña deshacerse de los que le seguían. Poco a poco fue desprendiéndose de casi todos, hasta que, al llegar al brocal de la gloria, sólo quedaba ya un réprobo que, con grandes esfuerzos, continuaba aún sin soltar los pies del alma afortunada; entonces ésta, mediante un movimiento más brusco, logró desasirse al fin de él, que rodó abismo abajo dando aullidos. Mas he aquí que, en ese momento, el Señor tomó en su mano el alma que acababa de ser liberada y, con magnífica ira, la arrojó a los infiernos. Todavía ardiéndole de cólera los ojos, se volvió hacia sus santos y exclamó: «Un juicio sin. misericordia para quienes no tienen misericordia».

El padre de la parábola fue más benigno. Contestó a quien tan poca misericordia había demostrado: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas».

Estas últimas palabras desconciertan y hacen más dificultosa la cuestión: ¿a quién representa en verdad este hijo fiel y rencoroso? Si representa al justo, ¿cómo es capaz de abrigar sentimientos tan viles? Y si son los fariseos los que en él quedan descritos, con su clásica soberbia y su desprecio por el pueblo manchado, ¿cómo puede Dios decirles que todo lo suyo es de ellos? ¿O es más bien Israel en cuanto nación elegida lo que Jesús quiere pintar en esta segunda parte de la parábola? En el relato paralelo del libro de Jonás se lamenta el profeta de que Yahvé haya decidido perdonar a la ciudad de Nínive, ya que esto parécele que redunda en perjuicio de Israel. El hijo mayor ha escuchado de su padre: «Tú siempre estás conmigo»; los hebreos repetían en sus rezos: «Yo estoy siempre contigo y tú me has tomado por la mano, tú me guías con tu consejo y me recibes en la gloria» (Sal 73,23-24). Pero la nación tantas veces infiel, ¿cómo puede asegurar que nunca ha quebrantado un mandamiento? ¿Y no es inverosímil que reciba de Dios la promesa de una herencia total un pueblo que fue solemnemente descalificado por su repulsa al Mesías?

Por el contexto—Jesús pronuncia esta parábola respondiendo a las murmuraciones de los fariseos—deducimos que el hijo mayor representa a todos aquellos que se creían puros y se quejaban de que el Maestro anduviese con pecadores. Probablemente en la redacción primitiva los fariseos serían excluidos del reino, pero Lucas, más tarde, dio otro encuadramiento a la parábola para enseñanza de los cristianos fieles que no mostraban suficiente piedad hacia los conversos. Mediante esta doble perspectiva pueden conciliarse extremos que de otro modo permanecerían inexplicables.

Una cosa importa sobre todo, y es que cada uno de nosotros sondee su corazón y advierta cómo él mismo es culpable, a un tiempo, de los pecados del pródigo y de los pecados del fiel. Pródigos somos todos, aun los que nunca han salido de la finca, pues con el pensamiento se puede viajar «a región lejana» y pecar así en la oscuridad, bajo honorables apariencias. Todos somos igualmente reos de la dureza y orgullo que el hijo mayor demostró, todos: los fariseos y los publicanos farisaicos, los judíos y los gentiles antisemitas, los viejos cristianos y los conversos que exigen mayor hospitalidad, los católicos que miran con prevención a los otros cristianos y los no católicos que se irritan contra el monopolio de la verdad que nuestra Iglesia ostenta, quienes hacen de su «estado de perfección» un título de soberanía y aquellos otros que airadamente responden que estado de perfección no implica en modo alguno perfección personal...

Hacemos sólo esta pregunta: si, cuando regresaba hacia el hogar, el hijo pródigo tropieza con su hermano, ¿hubiese realmente llegado a casa o se hubiese vuelto? O lo que es igual: ¿no somos nosotros mismos, con nuestra odiosa actitud, con nuestra rigidez incomprensiva, quienes alejamos de Dios a muchos de los que afanosamente van buscándole? Una muchacha quedó embarazada; cuando dio a luz, para ocultar su deshonra, ató a su hijo una piedra y de noche lo arrojó al río. Pecado de fornicación y pecado de homicidio. Preguntamos: entre ambos pecados, ¿no existe un tercer pecado? Pero un pecado del cual esa muchacha no es culpable, sino víctima. Todo lo difuso que se quiera, sin responsable concreto, pero un verdadero pecado: el pecado de una sociedad farisaica que grava con un ominoso baldón a una criatura sobrecargada ya de pesadumbre. ¿No fue esto lo que empujó al crimen a la joven madre?

Emociona leer que el padre «salió y le rogaba»; que le dice: «hijo, tú estás siempre conmigo y todas mis cosas son tuyas»; que le da explicaciones, que se rebaja a suplicarle, que le ruega dispense su ocurrencia de organizar una fiesta para celebrar tal acontecimiento. El padre no se irrita contra la dureza y ruindad de este hijo. Trata de convencerlo, de abrir también en su corazón un hueco parä el gozo. Contesta con amor al desamor. ¿Por qué nosotros, bajo el pretexto de defender al hijo pródigo, nos comportamos de tan distinto modo con el hijo fiel?

Esta página, en vez de parábola del hijo pródigo, quizá debiera llamarse parábola del Padre. El es el verdadero protagonista, el único que ama. Después de todo, es una página que da pena. Este padre llega a dar pena. ¿Acaso es realmente amado por alguien? El hijo pequeño volvió a él porque el hambre, lejos de casa, se le hacía insoportable. El hijo mayor, si entró y participó en el banquete, fue después de oír que todo lo que había en casa era suyo. ¿Es que el hombre no puede amar nunca desinteresadamente?

Soñamos con un tercer hijo: uno que jamás se hubiese apartado del hogar, cumplidor, observante, pero también tierno, muy parecido a su padre, capaz de compartir primero la tristeza y después el gozo, un hijo que le ayudara a colgar guirnaldas en la sala del festín. Para que así supiésemos que el padre era de verdad amado por alguien.

Sólo Jesucristo nos quita la pena cuando pensamos en Dios Padre.

 

3. «Somos siervos inútiles»

El hermano del hijo pródigo, ese hombre trabajador, pero hosco; cumplidor de su deber, pero extremadamente celoso de sus derechos, incapaz de asimilar la noción de misericordia y largueza, nos recuerda aquellos obreros de la parábola llamados al amanecer para trabajar en una viña, los obreros que luego se quejaron ante el amo de que sus compañeros de última hora recibiesen idéntica recompensa.

«El reino de los cielos es semejante a un amo de casa que salió muy de mañana a ajustar obreros para su viña. Convenido con ellos en un denario al día, los envió a su viña. Salió también a la hora de tercia y vio a otros que estaban ociosos en la plaza. Díjoles: Id también vosotros a mi viña, y os daré lo justo. Y se fueron. De nuevo salió hacia la hora de sexta y de nona e hizo lo mismo, y, saliendo cerca de la hora undécima, encontró a otros que estaban allí, y les dijo: ¿Cómo estáis aquí sin hacer la labor en todo el día? Dijéronle ellos: Porque nadie nos ha contratado. El les dijo: Id también vosotros a mi viña. Llegada la tarde, dijo el amo de la viña a su administrador: Llama a los obreros y dales su salario, desde los últimos hasta los primeros. Viniendo los de la hora undécima, recibieron un denario. Cuando llegaron los primeros, pensaron que recibirían más, pero también ellos recibieron un denario. Al cogerlo murmuraban contra el amo, diciendo: Estos últimos han trabajado sólo una hora y los has igualado con los que hemos llevado el peso del día y del calor. Y él respondió a uno de ellos, diciéndole: Amigo, no te hago agravio. ¿No has convenido conmigo en un denario? Toma lo tuyo y vete. Yo quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿No puedo hacer lo que quiero con lo mío? ¿O has de ver con mal ojo que yo sea bueno? Así, los postreros serán los primeros, y los primeros, postreros. Porque son muchos los llamados, y pocos los elegidos» (Mt 20,1-16).

También a esta parábola debemos darle, en primer término, el acostumbrado alcance mesiánico, la inevitable aplicación a judíos y gentiles. Unos y otros fueron llamados al reino de Dios, pero aquéllos, convocados al alba, no pueden soportar que éstos participen en igual medida de los beneficios divinos. Su repulsa a admitir semejante economía los situará en lugar desfavorable: «los primeros serán los últimos». Mientras tanto, los paganos dóciles al llamamiento usurpan sus puestos y se lucran de la predilección.

No podemos, sin embargo, reducirnos aquí tampoco a esta interpretación; debemos buscar otro sentido que toque más íntimamente nuestro fondo y nos inquiete santamente, y saque a la luz nuestras encallecidas ideas, mezquinas, humanas, poco concordes con la constante paradoja del evangelio.

¿Por qué los últimos perciben el jornal íntegro, lo mismo que los más madrugadores?

Podría responderse con una explicación casi matemática. ¿No representa este denario la gracia, la salvación? Ahora bien, la salvación es un don infinito, y de nada serviría recibir, en lugar de un denario, dos o cinco denarios, ya que dos o cinco infinitos no suman más que un infinito. Sabemos, no obstante, que dentro de este infinito cuantitativo hay matices de calidad y que en la recompensa de los cielos necesariamente existirá una diferencia proporcional a los méritos: el que presente diez minas, gobernará diez ciudades, y el que entregue cinco minas, será constituido señor de cinco ciudades (Lc. 19, 16-19). La parábola de los jornaleros no pretende suprimir los distintos niveles del premio: «El Hijo del ho;nbre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras» (Mt 16,27).

Caben otras explicaciones también insuficientes. Decir, por ejemplo, que si los obreros de la hora undécima trabajaron menos, fue debido exclusivamente a que no recibieron antes la invitación. ¿Tenían ellos alguna culpa de haber permanecido tanto tiempo ociosos? Es posible igualmente aludir a quienes han sacrificado mucho porque mucho heredaron, mientras otros que sólo poseen un palmo de terreno, una túnica raída, quizá nada más un sueño en la cabeza, forzosamente su sacrificio habrá de presentar las mismas insignificantes dimensiones. Si el premio guardase correspondencia con estas renuncias materialmente mensurables, nos veríamos obligados a decir que los pobres son, también desde el punto de vista sobrenatural, menos afortunados que los ricos, lo cual contradice todo el sentir del evangelio.

¿Y por qué no pensar que el denario, para todos el mismo, tuvo sus suplementos no mencionados, desiguales para los unos y para los otros? ¿No es la gracia una anticipación de la gloria? El estar, por consiguiente, trabajando en la viña, ¿no era ya una merced? ¿No suponía merced mayor trabajar mayor número de horas? Los obreros de la parábola; por supuesto, no lo entendieron así. Tampoco lo entendió así 'el hermano del hijo pródigo: no consideraba, ni mucho menos, un bien la compañía de su padre; él hubiese preferido un cabrito de vez en cuando. ¿Y nosotros? Tampoco nosotros estamos dispuestos a interpretar de esa forma la parábola, puesto que no valoramos el don de haber sido llamados en edad temprana a servir al Señor, y pedimos otra cosa, un cabrito, unas monedas fraccionarias, algo de lo que en el mundo se estima y cuenta.

Existe también una hipótesis que satisfará sin duda a algunas almas prontas siempre a admitir cualquier solución que pueda entenderse fácilmente, aunque sea superficial y ligera, con tal que pertenezca a la esfera de conceptos que les es familiar. La solución consistiría en pensar que los últimos trabajadores rindieron en una hora tanto como los otros, con un esfuerzo más remiso, lograron en un tiempo más dilatado. ¿No quedan así perfectamente satisfechas nuestras apetencias de justicia? Todavía puede leerse una parábola talmúdica que describe exactamente esta opinión, una parábola que tiende a exaltar la memoria del rabino Bun bar Chaija, el cual «se esmeró más en el estudio de la Ley en veintiocho años que otros en ciento».

Semejante explicación, fundada en un banal legalismo, no sólo es por completo infundada—el texto de Mateo no insinúa en absoluto tal cosa—, sino directamente opuesta a lo que Jesús quiere inculcarnos. Efectivamente, si algo campea y destaca en su parábola, es la soberana libertad de Dios, su justicia extraña, inabordable con criterios meramente humanos. Estos criterios no pueden menos de conducirnos a escándalo ante la arrogante exclamación del dueño: «¿No puedo hacer lo que quiero con lo mío?» Una sensibilidad grosera podría aceptar por buena tal frase; pero en la medida en que nuestra alma sea más fina, más delicada, sentiremos que ahí late una oculta injusticia, una injusticia radical. La justicia elemental y tosca de los pleitos laborales se mantiene, por supuesto, inviolada: el amo prometió un denario a los que fueron a trabajar al amanecer y puntualmente se lo entregó. ¿Qué derecho, pues, tenían a quejarse? Sin embargo, ¿no queda desvalorizado su denario por el hecho de una distribución tan imprevista como caprichosa? ¿Acaso no resulta ofensiva a esos obreros la respuesta del patrono, tan altanera, basada en el inapelable derecho de la fuerza? ¿No es tal vez el summum ius la summa iniuria?

Advirtamos, no obstante, que toda la substancia del pensamiento de Jesús se halla en esa frase asombrosa; ello nos obliga a abandonar todo criterio humano si queremos comprender algo de la divina justicia. En primer lugar, ya la índole de las relaciones entre el Señor y el hombre nos prohibe situarlas en el plano de la justicia estricta. ¿No se trata de unas relaciones amorosas? ¿Y acaso puede una persona que ama invocar la justicia para reclamar amor? «Yo te amo, luego tú también me tienes que amar». ¿No es esto absurdo? Protestar en asuntos de amor en nombre de la justicia es desconocer la naturaleza del amor, es incluso prostituir el amor. Guardémonos, pues, de hacer una exégesis banal e impropia del término justicia cuando éste aparece en labios de Cristo. «Nos conviene cumplir así toda justicia» (Mt 3,15). ¿Qué justicia es aquella que consiste en que el Santo se someta a un rito de purificación, en que el Señor se humille delante de su Precursor?

Jesús pretende con su parábola insistir en la suprema libertad de Dios a la hora de conceder sus favores. He dicho favores, mercedes, gracias. He aquí otra enseñanza capital de la parábola: el denario con que Dios retribuye a los hombres no responde a ningún derecho, a ninguna exigencia que éstos pudieran hacer valer. Primeramente, porque no existe proporción alguna entre el trabajo y la recompensa, entre un trabajo limitado y una bienaventuranza sin fin. Y, sobre todo, porque la base de la cuestión es por entero gratuita: el llamamiento al trabajo constituye una pura condescendencia.

Declárase aquí, por tanto, que todo es gracia en la recompensa, y que resulta insensato creer que ante Dios poseemos algún derecho. «¿Quién de vosotros, teniendo un siervo arando o apacentando el ganado, al volver él del campo le dice: Pasa en seguida y siéntate a la mesa, y no le dice más bien: Prepárame la cena, cíñete para servirme hasta que yo coma y beba, y luego comerás y beberás tú? ¿Deberá gratitud al siervo porque hizo lo que se le había ordenado? Así también vosotros, cuando hiciereis estas cosas que os están mandadas, decid: Somos siervos inútiles; lo que teníamos que hacer, eso hicimos» (Lc 17,7-10).

¿Nuestros méritos? Crecer realmente en méritos significa crecer en el convencimiento de que no poseemos mérito alguno y que nuestra salvación sólo se halla en la fe en Jesucristo. Todo es gracia. Y no representa la gracia más pequeña esa dignación divina de haber querido llamar, a lo que es pura gracia, «remuneración» (Heb 10,35; 11,6.26) o «salario» (Mt 20, 8; 1 Cor 3,8).