CAPÍTULO XXIX

«¿SON POCOS LOS QUE SE SALVAN?»
 

1. Los invitados al banquete

El reino de Dios es como un banquete.

«Un hombre hizo un gran banquete e invitó a muchos. A la hora del banquete envió a su siervo a decir a los invitados: Venid, que ya está preparado todo. Pero todos unánimemente comenzaron a excusarse. El primero dijo: He comprado un campo y tengo que salir a verlo; te ruego que me des por excusado. Otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes y tengo que ir a probarlas; ruégote que me des por excusado. Otro dijo: He tomado mujer y no puedo ir. Vuelto el siervo, comunicó a su amo estas cosas. Entonces el amo de la casa, irritado, dijo a su siervo: Sal aprisa a las plazas y calles de la ciudad, y a los pobres, tullidos, ciegos y cojos tráelos aquí. El siervo le dijo: Señor, está hecho lo que mandaste y aún queda lugar. Dijo el amo al siervo: Sal a los caminos y a los cercados y obliga a entrar, para que se llene mi casa, porque os digo que ninguno de aquellos que habían sido invitados gustará mi cena» (Lc 14,16-24).

Parábola mesiánica. Israel y la gentilidad. Los gentiles ocupando los puestos que en principio estaban reservados al pueblo elegido. Cabe ahora que tú y yo, descendientes de paganos, ramas silvestres hace tiempo injertadas, nos sintamos seguros, demasiado seguros: equivocadamente seguros. Es preferible que vivamos «en temor y temblor» (Tob 13,6), en riesgo incesante, sabiéndonos muy capaces de desertar a última hora.

¿Simbolizan acaso los invitados a los predilectos de Dios?

Y aquellos que a la fuerza llegaron arrastrados al banquete, ¿fueron en realidad menos amados, comensales no gratos, cuya fortuna debióse únicamente a la imprevista ausencia de los otros? Bueno será recordar que Dios es Dios, soberano, suficiente en su propio gozo, y que su placer en la mesa no se halla a merced de humanas compañías. Dios es además omnisciente, y sus designios son eternos, y eternamente, de antemano, conocía las respuestas de cuantos iban a ser convidados a la cena. De sobra sabemos también que la mayoría de los pormenores expresados en las parábolas suelen ser ornamentales. Nada de esto, sin embargo, puede impedir que nos hagamos preguntas muy concretas e inquietantes en la soledad de nuestro corazón.

¿He aceptado yo de verdad la invitación de los cielos? Y si me resisto a acudir, ¿sabré mezclarme luego entre los pobres y los tullidos, los ciegos y los cojos, para que los ángeles me introduzcan a viva fuerza en el comedor ya iluminado? Bendita pobreza, benditos quebrantos si me «obligan» alguna vez a entrar en la sala del festín.

El que no puede comprar una finca, el que no tiene yuntas de bueyes para probar, el que no es amado por ninguna mujer... O aquel otro que, después de solazarse en su heredad o después de gustar las primicias del amor mundano, encuentra el vacío, la limitación, el hambre implacable que sólo en el Banquete puede encontrar satisfacción... ¿Por ventura no son todos éstos también pobres y tullidos, ciegos y cojos? Esa radical pobreza, esa falta de lucidez, esas múltiples miserias, ¿no significarán tal vez un último recurso del Señor, que «quiere que todos los hombres se salven»? (1 Tim 1,4).

Francamente, me considero entre los invitados. Tan larga historia de favores y llamamientos me prohibe pensar otra cosa. Fui bautizado cuarenta y ocho horas después de nacer. Antes de aprender a santiguarme, una mano mayor que la mía trazaba todas las noches una cruz sobre mi cuerpo. El nombre de Jesús contaba entre los más usuales, el que se pronunciaba siempre, el que resonaba en la casa y la envolvía. Mi vida ha estado pautada por las campanas, por las fiestas litúrgicas, por los progresivos descubrimientos que cada lectura, sacramento, amistad o desgracia me iban proporcionando. ¿Cómo dudar de una invitación tan insistente y de tantas suertes repetida? Sé muy bien que he sido convidado... Y hay días en que, de repente, me sobrecoge un extraño malestar. Sucede esto cuando acabo de leer la autobiografía de un converso o después de encontrarme con algún caminante que vive ese día la emoción de un primer encuentro con Jesucristo. Trátase de almas para las cuales la novedad ha supuesto una exquisita misericordia divina. Así lo creo en esas turbias horas en que me parece, desde un sillón de ruedas, asistir a la más impresionante de las aventuras, una aventura de la cual yo he sido, sin previa consulta, eliminado. Contemplo a esas almas avanzando bajo la lluvia hacia la casa paterna; yo, inmóvil, quieto dentro de casa: dentro de un fanal o de una prisión. Es decir: ellas, capaces aún de asombro, de gozo, capaces todavía de advertir, por contraste, la suave temperatura del hogar, dispuestas ya al abrazo maravilloso; yo, familiarizado desde siempre con todo esto, rutinario e insensible, que digo «Jesús» y es como si dijera cualquier palabra relativa al jardín. Como una poderosa marea, surge entonces en mi pecho la envidia hacia esos hombres que lo tienen todo por estrenar. La envidia y también una oscura protesta, nunca del todo formulada: «¿Por qué, Señor?»

Pero es la ingratitud, es la ceguera, es el amarme a mí más que a Dios lo que me hace pensar así, o mejor, sentir así. Demuestro crecida ingratitud al no valorar las mil gracias que a lo largo de tantos años he ido recibiendo. Demuestro igualmente una grave ceguera, porque, con semejante manera de discurrir, bien a las claras manifiesto no entender nada de lo más fundamental: que para todos los humanos, para los conversos y para quienes se criaron junto a los muros del templo, rige idéntica providencia; que aquéllos también, más que ejecutar una hazaña personal, han sido tan sólo dóciles a un llamamiento redactado en los mismos términos que este que a mí, hoy mismo, me es dirigido desde el cielo o desde mis últimas fibras todavía intactas, todavía no ejercitadas en el amor. Porque esto también es cierto, que aún no he amado como debía amar, que aún es posible la maravilla, la novedad sin nombre. Me amo más a mí mismo que a Dios: por eso prefiero el sabor del hallazgo al trabajo de la búsqueda, prefiero la alegría del abrazo al mismo abrazo, prefiero mi alegría a su alegría. Prefiero, en el fondo, hallarme entre la turba de los lisiados que son conducidos en tropel a la mesa antes de hacer el esfuerzo de decidirme a dar una respuesta libre. Quiero esa imposible libertad de elegir entre ser libre y no serlo, para elegir no tener que elegir. Quiero simplemente ser arrastrado al banquete. Deseo no escoger: deseo que la elección se me dé hecha.

Mi extraña actitud hacia los conversos, medianamente analizada, me revela lo siguiente: no envidio tanto el mérito de su libertad cuanto esa mayor certidumbre que suministra una posesión más consciente, más elaborada. En definitiva, no hago sino quejarme de esta libertad que no puedo sacudir de mis hombros. Me pesa terriblemente tan largo intervalo entre ser llamado y ser elegido. Me rebelo, no ante la aparente falta de libertad que mi nacimiento cristiano pudiera sugerir, sino exactamente ante todo lo contrario: me irrita esta persuasión de libertad que una prolongada educación cristiana ha consolidado en mí. Pues tengo por muy cierto que ser llamado no significa ser elegido, que ser invitado no entraña necesariamente ser sentado a la mesa. El saber esto, el llevar ya mucho tiempo sabiéndolo, es lo que en realidad me desazona, lo que crea mi malestar. Es eso precisamente lo que me hace envidiar a quienes en edad ya avanzada tropezaron con Cristo, lo mismo que a todos esos mendigos a los cuales se les eximió del deber de optar. Esta vida ya tan dilatada, este tremendo tiempo de prueba entre la hora en que recibí la invitación y el día en que, si Dios quiere—si Dios y yo queremos—, se encenderán los candelabros del festín...

Si Dios y yo queremos: mi aceptación o mi repulsa serán decisivas, pero contando siempre con la elección de Dios, la cual, a su vez, no se produce sin antes haber previsto, a través de los siglos incontables, mi reacción ante su llamada.

El «si yo quiero» ha de mantener alerta mi alma, y activa siempre, incansable. El «si Dios quiere» ha de guardarla en la humildad y en la humilde esperanza: en la convicción de mi impotencia y en la confianza de su santa gracia.

Dios elige a quien quiere. Elige, por ejemplo, a Abraham. Y después, de entre los hijos de Abraham, escoge a Isaac con preferencia sobre Ismael, a Jacob con preferencia sobre Esaú. ¿Por qué? No existe razón ninguna: sólo porque Dios así lo quiere. «Yo hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia de quien tengo misericordia» (Ex 33,19). Israel no es sino un «pueblo elegido». Elegido «de los confines de la tierra y de las regiones lejanas» (Is 41,9), elegido como «su pueblo singular, de entre todos los pueblos que hay sobre la haz de la tierra» (Dt 14,z). ¿Por qué? Ninguna razón puede aducirse; al contrario, la elección se verifica contra toda razón previsible. De la misma forma que fue escogido Jacob y desechado Esaú, a pesar de que éste poseía el derecho de primogenitura, así también, inexplicablemente, fue preferido Israel, «el más pequeño de todos los pueblos» (Dt 7,7). Siempre ocurrirá ya lo mismo: «Pues no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; por el contrario, Dios eligió la necedad del mundo para confundir a los sabios, y eligió Dios la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes, y lo plebeyo, el desecho de la tierra, lo que no es nada, lo eligió Dios para destruir lo que es» (i Cor 1,26-28). Dios eligió, eligió, eligió. ¿Por qué? Ningún argumento humano es capaz de influir en tan libérrimo albedrío. Existe, sin embargo, un motivo, revelado por Dios, para esta sistemática preferencia de lo flaco y deleznable: «a fin de que nadie pueda gloriarse ante Dios» (i Cor 1,29).

Ni el pueblo elegido, ni alma alguna elegida, podrá nunca gloriarse de su origen, de sus obras, de sus méritos. «No te engrías, antes teme» (Rom 11,20). Dios designa con su dedo a quien le place. «No me elegisteis vosotros a mí—dice Jesús rotundamente a sus apóstoles—, sino que yo os elegí a vosotros» (Jn 15,16). «¿No he elegido yo a los doce?» (Jn 6,7o). Efectivamente, «llamó a los que quiso» (Mc 3,13). Con ejemplar insistencia subráyase la soberanía del Señor en toda predilección. «Porque así quisiste» (Mt 11,26). «El Hijo da vida a los que quiere» (Jn 5,21). «Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiere revelárselo» (Lc 10,22).

Jeremías, por orden de Yahvé, entró en casa de un alfarero, y observó cómo éste, cuando se le estropeaba entre las manos la vasija que estaba fabricando, la rompía, para luego hacer, con el mismo barro, otra vasija distinta, la que se le antojaba. Luego le dijo Yahvé a Jeremías: «¿Acaso no puedo hacer yo con vosotros, los de la casa de Israel, como hace el alfarero?» (Jer 18,6).

Todo esto exige de nosotros un acatamiento pleno de los designios de Dios, absolutamente libres. A nadie tiene El que rendir cuentas. Sería, no obstante, gran desatino deducir que, si Dios elige a quien quiere, condena igualmente a quien quiere. No; la condenación es el mismo réprobo quien la firma, ya que ésta consiste precisamente en el rechazo de la elección. Puede con verdad decirse que Dios «elige» a todos en cuanto que a todos llama, y la labor de todos redúcese a «asegurar el llamamiento y elección» (z Pe 1,i o). Los textos más inquietantes es menester leerlos a esta luz. Jesucristo, que en la plegaria de la cena se niega a pedir por el mundo y parece limitarse a orar solamente por aquellos que el Padre le ha encomendado (Jn 17,9), rogará con supremo ardor, al día siguiente, en favor de cuantos contribuyeron a su crucifixión (Lc 23,34). El mundo por el cual Cristo rehúsa implorar es el mundo que voluntariamente se cierra a la acción de su plegaria, el conjunto de hombres que ha resuelto permanecer bajo «el príncipe de este mundo» (Jn 12,31). Coincide el número de aquellos que el Padre «le ha dado» con el número de cuantos han querido incorporarse al reino del Hijo. Hacer de la elección divina un arbitrario juego de tirano sin entrañas atentaría contra el amor universal de Dios.

Amor universal. Lo cual no es obstáculo para que semejante amor de hecho se reparta desigualmente. Y éste es el otro sentido o matiz de la elección: un amor mayor comparado con un amor menor—«amé a Jacob más que a Esaú» (Rom 9,13)—, nunca un amor gratuito en contraste con un abandono y aborrecimiento igualmente gratuitos.

He aquí el principal significado de la elección del Señor, de ese habernos elegido El y no nosotros a El: su amor ha precedido al nuestro. «El nos amó primero» (i Jn 4,10).

Los elegidos por Dios no son sino los amados de Dios (Dt 23,5; Col 3,12; 2 Tes 2,13). La alianza o compromiso con la nación hebrea fue un efecto del amor divino: «Se ligó con tus padres amándolos» (Dt 10,15; 7,8). Y la redención, figurada en esas gestiones salvadoras que Dios realizó en favor de su pueblo, constituyó igualmente una obra excelsa de amor: «El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por El» (r Jn 4,9). Tal amor no fue sólo anterior al nuestro en el tiempo, un amor destinado a darnos la vida y la capacidad de amar, sino que se cernió sobre nosotros cuando éramos positivamente indignos de ser amados: «Dios probó su amor a nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros» (Rom 5,8).

Este amor por el cual se nos dio vida redoblada corresponde a un decreto perfectamente libre de su voluntad (Ef 1,5; Sant 1,18). Por eso puede afirmar el Señor y cien veces repetir que es El quien nos ha escogido, ya que su designio fue del todo gracioso, sin que en éste interviniera merecimiento alguno por nuestra parte: «Habéis sido salvados de pura gracia» (Ef 2,5). «Pero, si es por la gracia, ya no es por las obras, que entonces la gracia no sería gracia» (Rom 11,6). No ha sido nuestro brazo quien ha abatido a nuestros adversarios, sino el poder de Dios, el cual se dignó desbaratar las obras del Maligno: «Yo los puse en vuestras manos. Mandé delante de vosotros tábanos, que los echaron delante de vosotros. No ha sido vuestro arco ni vuestra espada. Yo os he dado una tierra que no habéis cultivado, ciudades que no habéis edificado, y en ellas habitáis, y coméis el fruto de viñas y olivares que no habéis plantado» (Jos 24,12-13).

Viene bien repasar estos textos para castigar la mala tendencia que padecemos a creernos autores de nuestra salud. «Por la gracia habéis sido salvados mediante la fe; y esto no de vosotros, que de Dios es el don; no en virtud de las obras, para que nadie se gloríe» (Ef 2,8-9). Y no sólo las obras, sino nuestro propio querer depende en último término de la eficacia que Dios tenga a bien darle: «porque Dios es el que obra en vosotros el querer como el hacer, en virtud de su beneplácito» (F1p 2,13). El obrar, el querer, hasta el pensar: «No que por nosotros mismos seamos capaces de discurrir algo, sino que nuestra capacidad nos viene de Dios» (2 Cor 3,5).

Dios nos ha elegido. La alianza no es propiamente un compromiso bilateral: aunque engendre obligaciones en el pueblo, en nuestras almas, no se halla el pacto a merced del cumplimiento de estas obligaciones. La infracción por nuestra parte colócanos fuera de la eficacia salvífica de la alianza, mas ésta no pierde por eso su validez, ya que es eternamente irrevocable. Cuando Abraham partió por la mitad una vaca, una cabra y un carnero, y extendió los trozos sobre la tierra, «apareció una hornilla humeando y un fuego llameante, que pasó por entre las mitades de las víctimas» (Gén 15,17). Tenían los contemporáneos del patriarca la costumbre de sellar así sus convenios, matando algunas reses y circulando luego los dos contratantes por en medio de los animales descuartizados. El día que Yahvé estableció la alianza con Abraham, fueron únicamente las llamas sagradas, símbolo del Dios fiel, las que iban y venían por entre las víctimas. Ya antes había prometido Dios a Noé no destruir el mundo jamás y respetar en todo momento los ciclos de las estaciones, fuera cual fuese la conducta observada por los hombres. La fidelidad de Dios no está condicionada por nuestra fidelidad. «Yo te elegí y no te rechazaré» (Is 41,9). Israel, a pesar de sus muchas traiciones, fue mantenido como pueblo de preferencia y estirpe del Salvador. Igualmente conservará la Iglesia, por generaciones sin fin, las arras de su santidad e infalibilidad. Y nuestras almas, por grandes que sean sus crímenes, nunca perderán el carácter bautismal.

Los pactos de Dios son irrescindibles. Y, puesto que su vigor no anda pendiente de nuestra respuesta, el berith tradúcese por «testamento» mejor que por «contrato».

«Los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rom 8,14).

Se señala aquí la entera gratuidad de nuestra filiación: son hijos de Dios aquellos precisamente a quienes su Espíritu se complace en mover. No obstante, también nuestra cooperación y ejercicio pueden verse en esa frase insinuados: la filiación logra su cumplimiento tan sólo en quienes permiten actuar al Espíritu. De esta suerte, nuestra actividad queda magistralmente definida como docilidad a la acción de Dios. Trátase, pues, de una activa pasividad, de un dejarnos mover, modelar y trabajar por la mano más dulce, la más enérgica de todas y la más respetuosa.

En Pablo, el verbo santificar posee siempre un sujeto divino: Dios (1 Cor 1,30; Col 1,12; 1 Tes 5,23), Jesucristo (1 Cor 1,2; 6,11; Ef 5,26), el Espíritu Santo (Rom 15,16; 1 Cor 6,11). Por eso el Señor quiere que aun nuestras decisiones más personales adopten en su presencia la forma de ruegos: «santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad», a fin de que entendamos cómo de El procede todo, la fuerza que da resultado a nuestros deseos e incluso el mismo germen de estos deseos, el pan y el hambre. Cualquier otra cosa, cualquier aspiración surgida de nuestro propio fondo, sería vana: «No es del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que tiene misericordia» (Rom 9,16). ¿Quién puede correr si no es llevado por Dios? «Nadie puede venir a mí—asegura Jesús—si el Padre, que me ha enviado, no le trae» (Jn 6,44).

Nadie puede llegar al banquete si, además de ser invitado por Dios, no es conducido hasta la misma mesa por Dios. Ni el que recibió el bautismo dos días después de nacer ni tampoco el que, tras una larga vida debatiéndose en la búsqueda de la verdad, oye en su agonía por vez primera el nombre de Jesús. Y a la vez es cierto esto otro: nadie puede alcanzar el gozo del festín si no ha sido previamente, muy particularmente, invitado desde palacio. Las fáciles levas que los ángeles consiguen entre los desheredados del mundo dependen también de una singular providencia del Señor. Este convida de muchas maneras. En ocasiones, mediante un toque suave, muy quedo, apenas perceptible, que no puede competir con los clamores de la carne y la sangre; otras veces, de forma más imperiosa, dejándolo a uno pobre o tullido, ciego o cojo; y con aquellos que anteriormente se han negado, suele su intervención luego adoptar otro estilo: les arrebata violentamente el campo, las yuntas, el amor de las mujeres.

Ven, Señor, y quítamelo todo. Ya sé que no me quitarás nunca la libertad, el poder rehusar, el derecho de rasgar el pliego de tu invitación. Esto es precisamente lo que me da temor y zozobra. Sé que hasta el fin de mis días podré decirte que no. Pero ¡cuántas veces me acuerdo de aquella frase de Péguy, y quisiera que fuese verdad! Péguy, para uso de corazones vacilantes, escribió: «Dios llama y llama a nuestra puerta; al fin, si no le abrimos, cansado de esperar, entra por la ventana».

 

2. Muchos llamados y pocos elegidos

La parábola del banquete adquiere en la redacción de Mateo un nuevo rasgo que la hace más patética, más inquietante. Después de recibir las contestaciones de los invitados, todas negativas, monótonas, desdeñosas, el señor que los convocó acaba montando en cólera y toma contra ellos muy duras medidas.

«Después dijo a sus siervos: El banquete está dispuesto, pero los invitados no eran dignos. Id, pues, a las salidas de los caminos, y a cuantos encontréis llamadlos a las bodas. Salieron a los caminos los siervos y reunieron a cuantos encontraron, malos y buenos, y la sala de bodas quedó llena de convidados. Entrando el rey para ver a los que estaban a la mesa, vio allí un hombre que no llevaba traje de boda, y le dijo: Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda? El enmudeció. Entonces el rey dijo a sus ministros: Atadle de pies y manos y arrojadlo a las tinieblas exteriores; allí habrá llanto y crujir de dientes. Porque muchos son los llamados y pocos los elegidos» (Mt 22,8-14).

¿Pocos los elegidos? ¿Serán pocos los que se salven? No eran los judíos indiferentes a tan delicada cuestión. Más o menos creían todos en la salvación global de Israel, sin que hubiera acuerdo en lo que a las excepciones concernía: ¿cuáles eran los pecadores de mayor abominación que había que excluir del reino? Circulaban, por otra parte, textos muy severos: en el libro IV de Esdras se leía que Yahvé había creado el mundo presente por amor a muchos, y el mundo venidero por amor a muy pocos (8,1); comparativamente, el número de réprobos excedía al de elegidos (9,15).

¿Será esto cierto? ¿Qué piensa de ello Jesús? Hablando de los últimos acontecimientos, más bien se muestra a este respecto pesimista: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18,8). Parece esta frase contener un sombrío pronóstico. También es cierto, sin embargo, que el Hijo del hombre vino «a salvar lo que había perecido» (Lc 19,10). Entre palabras tan dispares, nuestro corazón oscila y sufre desazón. ¿No será posible obtener de labios de Cristo una respuesta más precisa, más clara, más tranquilizadora?

Bien extraño sería que a lo largo del evangelio no apareciese algún síntoma de esta curiosidad, tan propia de la conciencia israelita, tan arraigada en todo corazón humano. Efectivamente: «Recorría ciudades y aldeas enseñando y siguiendo su camino hacia Jerusalén. Le dijo uno: Señor, ¿son pocos los que se salvan? El le dijo: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos serán los que busquen entrar, y no podrán; una vez que el amo de casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: Señor, ábrenos. El os responderá: No sé de dónde sois. Entonces comenzaréis a decir: Hemos comido y bebido contigo y has enseñado en nuestras plazas. El dirá: Os repito que no sé de dónde sois. Apartaos de mí todos, obradores de iniquidad. Allí habrá llanto y crujir de dientes, cuando viereis a Abraham, a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, mientras vosotros sois arrojados fuera. Vendrán de oriente y de occidente, del septentrión y del mediodía, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios; y los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos» (Lc 13,22-30).

Cristo habla aquí de una puerta «estrecha»: se refiere a las dificultades y apreturas que supone la perseverancia en el bien. Habla asimismo de una puerta «cerrada»: sanciona con ello lo irremisible de la situación final después del juicio. Si esta puerta se entreabre un instante para quienes han quedado fuera, es únicamente con el fin de que contemplen algo inaudito, algo que viene a contrariar todas sus previsiones: junto con los patriarcas de Israel, verán sentados a la mesa muchos extranjeros venidos de las regiones más remotas e innominadas. Trátase, pues, más que nada, de dar un nuevo golpe al inveterado prejuicio de los judíos, tan tercamente empeñados en el desprecio y condenación del mundo gentil. Por lo demás, observad que, a lo largo de todo este parlamento, la cuestión propuesta queda sin resolver: ¿Son pocos o muchos los que se salvan?

Rehuyó Jesús dar una contestación directa. Su respuesta es simplemente una exhortación: Esforzaos en caminar por la senda angosta a fin de que seáis del número—grande o corto, esto no os interesa—de los que se salvan. El número pertenece al secreto del Padre. Al hombre concierne únicamente el derecho y el deber de abrirse a la posibilidad de contarse entre los elegidos. Le basta saber eso. Saber otra cosa es innecesario. ¿Innecesario tan sólo? Resulta también improcedente, inadecuado a su estado de prueba: la disposición característica del cristiano en camino consiste en la espera paciente. Es contraria a su esencia, a su estilo, cualquier forma de anticipación. Pues la fe no significa una póliza de seguro, sino, al contrario, un riesgo incesante. Adjudicarse una falsa seguridad equivaldría a extremar el peligro: «El que cree estar en pie, mire no caiga» (1 Cor 10,12). Nada hay definitivo aquí abajo. La fe ha sido otorgada al hombre como punto de partida, como programa a desarrollar. Su vida, pues, ha de estar penetrada por la incertidumbre, por la súplica, tan confiada como temerosa; por la esperanza. La esperanza no sólo se opone a la desesperación: es contraria también a toda suerte de presunción, de certeza malamente arrebatada. La «hora» no puede ser anticipada ni siquiera como mera noticia o saber (Mc 13,32), pues ello falsearía las condiciones del estado in via. El que se incorpora a Cristo abraza simultáneamente la fe y la esperanza (1 Tes 1,9-1o), y el nombre de creyente puede reemplazarse por el de uno que espera (Ef 1,12).

Con razón se niega Jesús a responder a la pregunta de su interpelante. Esas palabras evasivas con que sortea el tremendo interrogante son, a un tiempo, la única solución útil y la única respuesta posible. Constituyen también una tácita condenación de aquella curiosidad que pretende forzar el secreto inaccesible y destruir el núcleo de la existencia cristiana. Fúndase ésta, efectivamente, en una íntima, extraña paradoja: nuestra esperanza ha de ser rigurosa incertidumbre y seguridad muy sólida. Las conjeturas con que tratamos de aplacar el miedo son tachadas de inanes, son falsas, son dañosas (Jer 7,4). La esperanza legítima significa una esperanza «contra toda esperanza» (Rom 4,18), una esperanza desesperada—desasistida de todo humano argumento—, y a la par una superior certidumbre, mucho más firme que todas las certezas de la deducción o de la evidencia, ya que es Dios mismo quien sale de ella fiador, «ya que es fiel quien ha hecho la promesa» (Heb 10,23). Hablamos de una esperanza que «no quedará confundida» (Rom 5,5), que «no será defraudada» (Prov 23,18).

Abarca, pues, la condenación de Jesús esos dos pecados que, por uno u otro flanco, hieren y quebrantan nuestra esperanza: la vana presunción y la desconfianza culpable. Sin melindres ni contemplaciones suele reprender a cuantos dudan, a cuantos flaquean en algún peligro mientras andan junto a El (Mt 8,26; 14,31; 16,8; Mc 5,36; Lc 22,28). Su sola presencia ha de ser motivo sobrado para que permanezcan todos firmes y tranquilos. Consumada ya su vida mortal, Cristo sigue siendo la piedra suficiente, la piedra única de nuestra esperanza (1 Tim 1,1; Col 1,27), puesto que «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos» (Heb 13,8). «El que nos libró de tan mortal peligro, nos librará también después; en El tenemos puesta la esperanza de que seguirá librándonos» (2 Cor 1,10). La esperanza es escatológica: su objeto es futuro, pero se inserta ya en el presente.

Constituye Cristo la base de toda nuestra estabilidad. En El esperamos de Dios que nos dé a Dios, según la grávida y maravillosa fórmula del sperare Deum a Deo.

¿Son pocos o muchos los que se salvan? Pregunta ociosa, pregunta además inoportuna. Cristo se negó a contestarla, se negó a desvelar el misterio. ¿Se trata quizá de un misterio de justicia que quiso ocultar para no hacer sufrir a las almas escrupulosas? ¿O se trata de un misterio de misericordia que prefirió dejar encubierto para impedirnos caer en la presunción? Se trata simplemente del misterio de Dios, que ha de quedar forzosamente en penumbra para hacernos posibles la fe y la esperanza.

 

3. El Dios amable y temible

La esperanza, para no corromperse, ha de llevar sal, ha de contener temor. Temor y esperanza no son dos elementos opuestos que haga falta neutralizar según un cierto equilibrio, sino que el mismo temor significa ya un ingrediente imprescindible de la esperanza. «Le complacen los que le temen, los que esperan en su misericordia» (Sal 147,11). No distingue aquí el salmo diversas vocaciones o linajes de hombres—temerosos y esperanzados—en los cuales Dios indistintamente hallara deleite, ni tampoco diversas actitudes que sucesivamente han de darse en toda alma justa; por el contrario, quienes temen a Dios son los mismos que esperan en El, y esperan mientras temen y porque temen, y temen porque esperan.

El temor surge espontáneo en el hombre siempre que ante él, de una u otra forma, pónese de manifiesto lo sagrado. Lo sagrado es lo trascendente, lo radicalmente distinto, que por fuerza aparece como tremendo y causa sobresalto, ese temor característico producido por cuanto pertenece a una esfera cualitativamente superior y sin parangón. Mas, al mismo tiempo, ello ejerce una fascinación única, una atracción peculiar que contrasta con aquel alejamiento al cual la vivencia del temor invita. Contrasta con él y con él se liga, y en esta extraña, incesante tensión, estriba la reacción bipolar que lo santo, si es percibido con la suficiente intimidad, necesariamente despierta.

Hay temores que la razón, con su mero ejercicio, espanta: «la causa del miedo no es otra que la renuncia a los auxilios que proceden de la reflexión» (Sab 17,11). Nos ocurre a todos lo mismo que sucedió a Tobías, el cual se sobrecogió de terror ante un pez que parecía monstruoso y horrible mientras lo veía dentro del agua, pero que resultó ser inofensivo y muy vulgar apenas fue, con ayuda del ángel, sacado a flote. También nosotros andamos temerosos de muchos fantasmas que, en cuanto son colocados a la luz de la reflexión, pierden sus imaginarias dimensiones y poderes, reducidos ya a ideas domésticas, fáciles de dominar y clasificar. Por otra parte, sin embargo, la misma razón nos prohibe eliminar por completo todo temor. Recordemos que la impavidez o falta absoluta de temor constituye una lesión del recto ordo timoris, es un pecado de rara filiación: un pecado contra la fortaleza. Sabed que esta virtud no se quebranta sólo con el temor mayúsculo o desordenado, sino también, por exceso, con la falta de temor 1.

Kierkegaard ha escarbado concienzudamente en el fondo de la angustia y ha dicho de ella que es nada más el pavor del alma finita ante su propia infinitud. Inteligencia y voluntad muévense entre esas penosas dos aguas de la aspiración y el logro: la aspiración a entenderlo todo y los resultados tan exiguos de su tarea, la aspiración y necesidad de amar un sumo bien a través de estos amores tan fragmentarios como fugitivos. Semejante pavor es de origen sagrado, ya que la

1 SANTO TOMÁS, Suma Teol. 2-2,126,2.

infinitud dice una esencial relación a lo trascendental, a lo divino.

Se trata de un temor metafísico, que nace de la desproporción entre la grandeza de Dios y la limitación humana. La Biblia, excepción hecha de dos pasajes (Act 26,5; Sant 1,26-27), desconoce el término «religión», y en su lugar usa comúnmente el de «temor de Dios». Siempre es en Israel objeto de temor todo aquello que posee una resonancia sacra: no sólo Dios (Gén 31,42; Ex 24,17; Dt 5,26), cuyo nombre se califica de «terrible y santo» (Sal 99,3; 111,9), sino también cualquier lugar relacionado con El: Bétel (Gén 28,17), Horeb (Ex 3,5), el arca (1 Sam 5-6), el templo (Sal 5,8; 68,36). Para jurar por Dios, Jacob jura por «el terror de Isaac» (Gén 31,53). Resueltamente los judíos preferían que Dios no se les acercase: «Que no nos hable Dios, no sea que muramos» (Ex 20,19). ¿Qué era, al fin y al cabo, la Ley sino una muralla de protección? Protegía, sí, al Santo del contacto con lo profano, pero defendía también al hombre contra la irradiación del poder irresistible. La Ley circundaba de un saludable vacío la tienda donde Yahvé se hospedaba. Ciertamente este temor era a la vez manantial de favor y gracia, pues la distinción que el hombre hacía entre su esfera y la esfera divina situaba su alma en la exacta postura, abierta al don piadoso y dulce, filtrado y soportable, de las divinas efusiones.

Es verdad que en el evangelio no conserva el temor aquella importancia tan grande que tuvo a lo largo del Antiguo Testamento. No obstante, siempre que surge un hecho milagroso, inusitado, alusivo al mundo de Dios, se suscita el pavor entre los espectadores. Tras la curación del paralítico, quedaron todos «llenos de terror» (Lc 5,26); tras la del endemoniado, «temieron» (Mc 5,15); después que la hija de Jairo fue resucitada, «se llenaron de espanto» (Mc 5,42). Los de Gerasa «estaban dominados de un gran pavor» (Lc 8,37) luego que fueron arrojados los demonios a la piara de puercos. La hemorroísa, cuando fue sanada, quedó «llena de temor y temblorosa» (Mc 5,33). Los mismos discípulos, al ver cómo súbitamente se calmaba la mar, «estaban espantados» (Mc 9,6). Ante la irrupción de lo sobrenatural temen todos: Zacarías (Lc 1,12), la Virgen María (Lc 1,30), José (Mt 1,20), los pastores (Lc 2,9), Pedro (Lc 5,9), Pablo (Act 6,9), el vidente de Patmos, que cayó «como muerto» por el terror (Ap 1,17).

El temor ante lo divino resulta inevitable. Y el hombre que no lo experimenta es que no ha logrado contacto con lo sobrenatural o, más frecuentemente, es que vive en la impiedad (Lc 18,2.4; 23,40). Por eso no puede menos Dios de gritar en su cólera: «Si soy el Señor, ¿dónde está el temor que me debéis?» (Mal 1,6). Con estas tan simples palabras describe Pablo el estado abominable, la abyección: «No hay temor de Dios» (Rom 3,18). Los justos, por el contrario, son precisamente los «temerosos de Dios» (Ex 18,21; Job 2,3), «los que le temen» (Lc 1,50), «los que temen su nombre» (Ap 11,18). Cristo exhorta al temor (Mt 10,28), y lo mismo Pedro (1 Pe 1,17) y Pablo (2 Cor 5,11; Rom 11,20), puesto que «el temor del Señor aleja el pecado y quien persevera en él evita la ira» (Eci 1,27). El temor fundamenta la pureza de corazón (Ex 20,20; Job 28,28; Prov 8,13), ya que significa la búsqueda de esa precisa actitud obligatoria ante el tres veces santo. El temor es un fruto de la «tristeza según Dios» (2 Cor 7,11). Por el temor, la Iglesia se fortalece (Act 9,31) y lleva a buen término la obra de santificación (2 Cor 7,1).

Constituye el temor una alabanza a Dios: «Temed a Dios y dadle gloria» (Ap 14,7). «¿Quién no te temerá, Señor, y glorificará tu santo nombre?» (Ap 15,4). Preludio de esta alabanza celeste a la que el ángel convida es la liturgia de la tierra, la liturgia que San Juan Crisóstomo calificaba de «terrible» 2.

Este temor santo desaloja del alma los otros temores (Dt 1,17; Is 8,12-13; Jer 17,8). El pecado, en cambio, engendra el miedo a los enemigos (Lev 26,17) y el horror lacerante de uno mismo (Gén 2,14). El pecador no sosiega: «El malvado huye aunque nadie le persiga» (Prov 28,1); «Tiemblan de miedo donde no hay nada que temer» (Sal 53,6).

Prohibe Dios a los suyos tener miedo de nadie ni de nada que no sea El. Estos miedos son enojosos en extremo, son «un lazo» (Prov 29,25); conducen, además, al apartamiento del Señor: «¿De quién temes, qué te asusta, para renegar de mí y no hacerme caso?» (Is 57,11). No solamente traen su origen

2 De incomp. Dei not. 3: MG 48,726.

del pecado, sino que a su vez ellos mismos dan origen a nuevos pecados. Temer a una criatura es faltar a la confianza debida a Dios: «Yahvé está conmigo. ¿Qué puedo temer? ¿Qué podrá hacerme el hombre?» (Sal 118,6). «Yahvé es mi luz y mi salud, ¿a quién temer? Yahvé es el baluarte de mi vida, ¿ante quién temblar?» (Sal 27,1). Semejantes temores deben ser desechados del alma; con ellos no puede acometerse la guerra, no puede rendirse buen servicio a Yahvé Sebaot. «Cuando se vaya a dar la batalla, avanzará el sacerdote y hablará al pueblo, y le dirá: ¡Oye, Israel! Hoy vais a dar la batalla a vuestros enemigos; que no desfallezca vuestro corazón; no temáis, no os asustéis ni os aterréis ante ellos; porque Yahvé, vuestro Dios, marcha con vosotros para combatir contra vuestros enemigos, y El os salvará. Los escribas seguirán hablando al pueblo y le dirán: ¿Quién tiene miedo y siente desfallecer su corazón? Que se vaya y vuelva a su casa, para que no desfallezca como el suyo el corazón de sus hermanos» (Dt 20,2-4.8).

He aquí la consigna irreemplazable: « ¡No tengas miedo!» (Is 41,10; 43,1). Sólo hay un miedo santo, un único miedo lícito: «Unicamente a El debéis temer; de El, sí, tened miedo» (Is 8,13).

Importa ahora precisar cómo hay que temer más lo que Dios es que lo que Dios pueda hacer. Dios se nos revela como Santo, y lo que debemos temer es aquello que de su santidad nos aleja: el pecado. Por eso confesaba magníficamente San Agustín: «Siento pavor y siento amor; siento pavor en cuanto soy desemejante a El, siento amor en cuanto soy semejante a El» 3.

De antiguo han venido distinguiéndose dos clases de temor a Dios: el temor filial y el temor servil. Quienes poseen el primero temen la culpa, lo que ésta entraña de separación de Dios, mientras que aquel que teme servilmente demuestra tan sólo miedo de la pena aneja a la culpa. Este temor es mucho menos noble, aunque en sí es bueno; se basa en una forma imperfecta del amor concupiscible a Dios.

Siempre existe muy estrecha relación entre el temor y el amor, pues todo temor es «un amor en fuga» 4, nace del amor

3 Conf. 11,9,11: ML 32,813.
4 SAN AGUSTÍN, De civ. Dei. 14,7: ML 41,410,

hacia aquello que puede ser destruido o impedido por el mal que tememos. Según sea el objeto preciso de nuestro amor, así será nuestro temor. Si amamos principalmente a Dios y amamos la bienaventuranza como abrazo y deleite con El, nuestro temor tendrá también estos mismos quilates. Si, sobre todo, entendemos la gloria como plenitud personal, como dicha nuestra, temeremos expresamente la pérdida de esta dicha, la condenación, la pena.

Se suelen presentar a veces como contrapuestos el temor a Dios y el amor a Dios, según aquello de Juan: «En la caridad no hay temor, pues la caridad perfecta echa fuera el temor» (1 Jn 4,18). Pero tal temor se sobrentiende que es el servil. Efectivamente, éste se adelgaza y extingue a medida que el amor cobra incremento, pues quien ama perfectamente a Dios, sólo en El piensa y ya no se cuida de sí ni de su dicha o desdicha. El temor filial, en cambio, crece al mismo paso que el amor, igual que crece un efecto en la medida en que se hace robusta su causa. Además, quien va progresando en el amor adquiere mayor inteligencia de Dios; comprende, por tanto, cada día con más luces, cuán amable y hermoso es el Señor, y, consiguientemente, se espanta más y más de poder alguna vez perderlo (así aumenta nuestro miedo a perder una joya cuando nos percatamos de su precio elevadísimo). Por otra parte, al amante más fervoroso Dios le da ojos más limpios y potentes para que descubra también mejor su propia miseria; de ahí que el más justo sea más humilde; de ahí que el más santo se reconozca más y más frágil y viva más atento y desvelado por aquellos peligros que amenazan cuartear su amor.

Es éste, sin embargo, un temor que lleva aparejada la más firme confianza, y por eso no desazona, no roba la paz. Se marida bien con el gozo: «el temor del Señor regocija el corazón, engendra prudencia, alegría y longevidad» (Eci 1,12). Puede darse incluso una dilatación objetiva del espíritu aun en medio de cierta sensación pasajera de estrechamiento, de apretura acongojante (Sal 4,2 Vulg). El alma participa entonces de las disposiciones de Cristo paciente. Y es ahí donde debe desembocar toda angustia: en la angustia de la cruz. Es el dolor característico del parto, al cual se suman las criaturas todas para alumbrar la tierra definitiva, los cielos que no pasarán.

Los difusos terrores que el corazón primitivo experimentó hubieron de ser pronto canalizados; los objetos del temor sagrado se localizaron, se concretaron; prodújose una «organización del temor» en torno a determinados centros. Por un natural mecanismo psicológico, el lugar del temor se convierte entonces en fuente de vida, y es allí adonde hay que acercarse para seguir participando de la vida. Aparece así el temor ambiguo, que es huida y es búsqueda. Su figura contrahecha resulta ser el miedo del menesteroso hacia el tirano que lo alimenta. Su descripción más afortunada es la bivalencia esencial del misterio, a la vez «tremendo» y «fascinante». Su versión moral más concisa y elocuente es el lema inexhausto de San Agustín: «¿Quieres huir de Dios? Huye a El» 5. Su clave última, desvelada en la plenitud de los tiempos, es Jesucristo, suscitando un temor que El mismo se encarga de disipar, de convertir en paz del alma, paz rica en contraste con la vacía tranquilidad del momento anterior: «Soy yo, no tengáis miedo».

El ángel que anuncia a Cristo dice siempre: «No temas» (Le 1,12; 1,30; 2,9). Cristo mismo lo dice también (Lc 5,10; Mt 14,27; 17,7; 28,10). Cuando por última vez entra en Jerusalén, escoge cuidadosamente unas palabras proféticas y avisa con dulzura: «No temas, hija de Sión; he aquí que viene tu rey montado sobre un asnillo» (Jn 12,15). El ángel que anuncia su resurrección repite las palabras del ángel que anunció su nacimiento: «No temáis» (Mt 28,5). Fulminado en tierra por la aparición del Hijo del hombre, el vidente del Apocalipsis sintió sobre su cabeza una mano de alivio y oyó, lo primero de todo, esto: «No temas». Después la voz siguió diciendo: «Yo soy el primero y el último, el viviente, que fui muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del infierno» (Ap 1,18).

Cualquier alma aprende también, cualquier día, que sólo hay una manera de escapar a la tremenda mirada de Jesús: arrojándose en sus brazos.

5 Enarr. in Ps. 146,20: ML 37,1913.

 

4. Justicia misericordiosa

Temor y confianza. El salmo aconseja: «Servid a Yahvé temerosamente, rendidle homenaje con temblor. No se aíre y caigáis en la ruina, pues se inflama de pronto su cólera. ¡Venturosos los que a El se acogen!» (Sal 2,11-12). Vivir con temblor, pero entregándonos confiados en manos de Dios, del Dios justiciero y misericordioso. Es difícil conciliar estos dos extremos, justicia y misericordia. Es ardua empresa, en el terreno de las nociones, fundir el temor y la confianza. Pero lo que tan inverosímil resulta teóricamente alcánzase de manera diaria y suave en el ejercicio de una auténtica vida interior: la esperanza correcta, la esperanza fecunda, incluye a partes iguales temor y confianza, y constituye la adecuada respuesta existencial a ese hecho paradójico, el hecho de que en el seno de Dios convivan sin enojo sus dos atributos, justicia y misericordia. La esperanza supera la aparente antinomia de estos dos conceptos, la supera y resuelve proclamando que la justicia de Dios coincide con su misericordia y que su misericordia no es otra cosa que una forma excelsa de justicia.

Ciertamente nuestras dificultades para entender la compatibilidad de estas propiedades divinas nacen, en buena parte, de una noción equivocada de la justicia tal como se da en Dios. Solemos interpretar ésta al modo humano, como un caso particular de cierta justicia universal y abstracta. Pero, realmente, ¿tiene que ser así la justicia divina? ¿No estaremos cometiendo un error de principio al querer someter las cosas de Dios a nuestras pobres estructuras mentales?

Efectivamente, El no está sujeto a ninguna ley extrínseca: «Lo que Dios hace según su voluntad es justo y recto, por la misma razón que es justo lo que nosotros hacemos según ley, con la diferencia de que nosotros obedecemos la ley de un superior, y Dios, en cambio, es ley para sí mismo» 6. Su justicia no consiste tanto en dar a cada una de las criaturas aquello que le corresponde cuanto en darse a sí mismo lo que a sí mismo se debe. Y puesto que es santo, ninguna arbitrariedad cabe en su obrar. Su justicia es su fidelidad a las promesas, la verificación de sus designios, todos ellos emanados del amor.

6 SANTO TOMÁS, Suma Teo1. 1,21,1 ad 2.

No es posible, pues, entender la justicia divina en un plano conmutativo: Dios nos dará cuanto nos debe. ¿Es que Dios debe algo a alguien? Dios dispensará las recompensas según los méritos. Pero ¿qué significan, en último extremo, méritos ante Dios? ¿Habrá alguien tan insensato que crea tener derechos ante el Creador? ¿O ante el Redentor? ¿Habrá alguien tan infeliz que ose reclamar de El una justicia estricta y prefiera acogerse a ésta antes que abandonarse a la misericordia? Por fortuna, esta misericordia constituye la forma divina de la justicia: la justicia que El se debe a sí mismo, fuente de todo amor. Vale decir que el amor no es un atributo de Dios, sino su propio ser y definición, y que tanto la justicia como la misericordia son más bien dos atributos de su amor.

Nosotros somos discursivos y necesitamos, para entender las cosas, establecer cadenas, distinguir etapas, parcelar la realidad. Un antiguo prefacio para el jueves de la cuarta semana de Cuaresma decía así: «Tu bondad creó al hombre, le condenó tu justicia y le redimió tu misericordia». El mismo transcurso del tiempo nos invita a hablar de este modo. Sabemos, sin embargo, que el decreto de Dios trasciende toda sucesión temporal y las divinas propiedades no admiten multiplicidad alguna. En el momento en que Dios creó al hombre tenía ante sus ojos, como un director de escena que supiera de memoria el libreto, todo cuanto después iba a acontecer. Y en la redención vinieron a darse fraternalmente la mano la justicia y la misericordia. Pues sabed que no precedió la justicia, como si la misericordia estuviese ligada, incapaz de actuar si antes la justicia no desataba los nudos. Tan infausto modo de discurrir coincide con aquella idea, demasiado plástica, que inspiró los autos medievales en torno al «debate de las hijas de Dios»: la Misericordia y la Justicia discuten; la primera clama por la restauración del hombre caído, la segunda exige el castigo del hombre culpable; prolóngase el conflicto sin fruto, hasta que una tercera hermana, la Sabiduría, arbitra una admirable solución, la cual consiste en que el Verbo se encarne y muera para satisfacer a la Justicia; así después la Misericordia puede empezar su obra. Mas ¿cómo comprender esto? Si la justicia reclama de antemano una reparación suficiente, si ésta viene a ser una condición previa del perdón, ¿en qué sentido puede hablarse luego de perdón y de misericordia?

Todo, sabedlo, fue obra del amor. El amor dio el primer paso, sin esperar el cumplimiento de ninguna condición; nos referimos al amor de Dios Padre y no solamente al amor de Dios ya encarnado y crucificado. «Dios probó su amor por nosotros en que, cuando todavía éramos pecadores, murió Cristo por nosotros» (Rom 5,8). No fue la satisfacción que éste pagó la causa del amor: Dios no nos ama hoy porque ya nos ha perdonado, sino que nos ha perdonado porque nos amó siempre. Ciertamente puede hablarse de reparación, de satisfacción, de justicia, en el hecho concreto de la redención: la sangre de Jesús fue el «alto precio» (I Cor 6,2o) desembolsado para rescate de nuestras almas. Pero ¿no fue Dios quien pagó? ¿Y no fue Dios el que dispuso encarnarse para pagar? ¿No representa, además, esta solución «justiciera» la suprema expresión del amor misericordioso? Habernos perdonado pura y simplemente, sin auténtica redención, hubiese de algún modo repugnado a su justicia, a su equidad. Mas no a su justicia entendida en un plano judicial y humano. Veamos: ¿qué otra cosa es su justicia sino el compromiso esencial de Dios consigo mismo, compromiso según el cual por fuerza El nos quiere limpios y santos? Esa justicia significa simplemente la exigencia de aquello que es debido a la santidad de Dios, o sea a la perfección de su Amor. No había, pues, ninguna necesidad de reconciliación previa entre la justicia y la misericordia. Si alguien tuviera el discutible gusto de enmendar los autos medievales, haría de la justicia y la misericordia divinas dos hermanas siamesas.

«Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por El» (Jn 3,17). Esa faena de juzgar que Juan rotundamente niega al propósito de la encarnación vendría a ser el resultado de una justicia humanamente entendida. El Verbo no vino a eso, sino a salvar. Por tanto, la condenación habrá que describirla así: más que como el justo castigo de una infracción, como la repulsa de una salvación misericordiosamente ofrecida. A las razones de equidad, de correspondencia entre culpa y pena, que explican la existencia del infierno, es menester añadir y situar en primer término esta otra: el desprecio del amor. Y nada hay tan irreparable como un amor menospreciado. El infierno será más bien un estado del alma, la perpetuación de ese estado hecho puro dolor; sencillamente la obtención, con todas sus consecuencias, de aquello que el réprobo libremente eligió cuando era aún capaz de elegir: «el infierno consiste—según frase memorable de Bernanos—en haber dejado de amar». Firmemente aceptamos el dato de las llamas, pero confesamos esto: Dios, para castigar, no ha menester de infligir positivamente al reo ningún daño; así como para darnos la muerte no necesita hacer nada, sino simplemente cesar en su acción, retirarnos su influjo, así tampoco con el réprobo no hace nada, no ejecuta nada: lo deja en su estado. «El que no ama, permanece en la muerte» (1 Jn 3,14).

No hemos sido amados en balde. Por eso, mientras la justicia divina pierde su carácter sombrío siempre que la entendemos bien, su amor, en cuanto pensamos un poco, cobra necesariamente acentos terribles. El amor no es un juego, es algo demasiado serio. «Resulta cosa tremenda caer en las manos del Dios vivo» (Heb 10,31). ¿No es más tremendo caer en las manos todavía ensangrentadas de un Dios que murió?

No hay diatriba ninguna entre justicia y misericordia. La misericordia empapa la justicia, la configura, la inspira. «Toda obra de justicia divina presupone una obra de misericordia y se funda en ella» 7. Admitamos el derecho actual de la criatura a cierta recompensa; pero, ¿acaso no depende este derecho de algo que en principio fue dado gratuitamente por el Señor? Además, nunca se limita éste a pagar lo estrictamente debido, sino que paga con creces, «sobreabundantemente», lo mismo que siempre castiga con benevolencia, citra condignum.

La misericordia precede a la justicia, la acompaña y la persigue. Antes de que ésta tome una resolución, la misericordia implora: «Déjame aún que por este año cave la viña y la abone, a ver si da fruto para el año que viene...» (Lc 13,8-9). Y mientras la justicia anda cumpliendo su oficio, mantiene todavía abiertos los oídos a esta súplica: «En la ira no te olvides de la misericordia» (Hab 3,2). Finalmente ¿no es por ventura la misericordia el objetivo postrero e inexcusable de toda justicia divina aquí abajo? Toda pena es medicinal; todo dolor es participación en la cruz de Cristo, obra de justicia destinada a frutos de misericordia.

7 SANTO TOMÁS, Suma Teol. 1,21,4.

Jamás se opone la misericordia a la justicia, no la debilita, no la viola: antes al contrario, constituye su plenitud y su último esplendor. «La misericordia aventaja al juicio» (Sal 2,13). Si yo doy diez a quien nada más debo cinco, o si yo perdono a alguien los cinco que me debe, no obro contra la justicia mientras eso que doy sea mío. Pues bien, Dios da siempre de lo suyo y condona siempre las deudas que a El se refieren, ya que El es el único acreedor de todo.

Asegura Santo Tomás que «es más propio de Dios tener misericordia y perdonar que castigar, a causa de su bondad infinita» 8. Pero entendedlo bien: nunca la misericordia derriba a la justicia, ni la obliga con malas artes a un acuerdo de mitigación. No pensemos que, en los juicios de Dios, la misericordia venga luego a atemperar las sentencias emanadas de la justicia. La misericordia actúa ya antes, presentando a la justicia el cuadro de una conducta tal como ésta es observada por los ojos del amor. Puede, por tanto, con mucho acierto decirse que en los actos de la divina misericordia propiamente interviene la justicia, ya que Dios no perdona a un alma sino en consideración a la caridad que en ella advierte, esa caridad que la misericordia, por supuesto, se ha encargado previamente de infundir.

De ahí que se atreviera a escribir Santa Teresa de Lisieux: «Yo espero tanto de la justicia de Dios como de su misericordia». ¿Por qué hemos de tener tan austero, tan unilateral concepto de la justicia? Decimos que un reo ha sido ajusticiado cuando le ha sido aplicada la pena máxima. Pero ¿no es ajusticiado también aquel otro reo cuya inocencia ha sido probada y luego, con toda justicia, ha sido puesto en libertad? Siempre que pensamos en Dios como justo Juez, tendemos a imaginárnoslo como un explorador de conciencias muy meticuloso, que anda buscando ansiosamente las menores esquirlas de maldad y que casi se goza cuando las descubre, lo mismo que un juez de la tierra que examinase los cargos de un enemigo suyo. ¿No es esto hacer injuria al Señor? ¿No significa ultrajar su nobilísima justicia? ¿Acaso dejará de ser nuestro Padre en los momentos que preceden a la sentencia? Confiemos en su misericordia; confiemos también en su justicia, en la destreza de su justicia para buscar todos los atenuantes. ¿Por qué

8 Suma Teol. 2-2,21,2.

no? El conoce el secreto de los corazones, pero no menos el de los cuerpos, este barro nuestro donde se aloja todo el detritus que las generaciones han ido depositando.

Dios no es mezquino, Dios es grande. Los grandes de la tierra suelen ser los más temidos, porque casi siempre son en el fondo hombres pequeños con grandes posibilidades de hacer daño. Dios es distinto: «Tú tienes piedad de todos porque todo lo puedes» (Sab 11,24). Su omnipotencia se complace en ponerse al servicio de su misericordia. Quizá la omnipotencia no sea más que eso: ese poder inmenso de que dispone la misericordia.

Pensar lo contrario sería jansenismo. El jansenismo resulta descorazonador, y es además la mayor falsedad, significa la peor injusticia: el traslado ilegítimo de la lógica humana a las cosas divinas.

 

5. Serpientes y palomas

Para que podamos ser incluidos en el número—exiguo o crecido, nadie lo sabe—de aquellos que se salvan, nos ha dejado Jesús numerosas recomendaciones. Nos ha dicho que tomemos la cruz, que oremos con insistencia, que odiemos las riquezas de este mundo, que nos guardemos de la lujuria y de la tendencia a condenar a los demás, que acudamos en socorro de los menesterosos, que creamos en su palabra firmemente... Nos ha exhortado también, repetidas veces, a la prudencia.

Defínese en las aulas la prudencia de manera muy hermosa: auriga virtutum, cochero de las virtudes, moderador, conductor sabio. ¡Oh no, la prudencia no es sucia sagacidad, ni falta de arrojo, ni tampoco habilidad para buscar tibios compromisos o para justificar con aceptables teorías una actitud remisa y negligente! La prudencia no nos facilita el término medio entre una virtud y su vicio contrario, un término que nos permitiera gozar de lo futuro sin renunciar a lo presente, progresar sin fatigarnos, detenernos sin retroceder, encender una vela a Dios y otra al diablo. La prudencia, por el contrario, nos proporciona el equilibrio entre las diversas virtudes o actitudes cristianas aparentemente opuestas, entre la humildad y la magnanimidad, castidad y amor, amor y temor, temor y esperanza, esperanza y actividad, actividad y contemplación, prudencia y abandono.

Las virtudes son operantes, vivas, y ninguna de ellas puede pensarse como una posesión templada y estática. Necesitan crecer. La esperanza, por ejemplo, no es un punto equidistante de la desesperación y la presunción, un punto quieto entre el no esperar y el esperar demasiado. Hace falta, según ley inherente a toda virtud, esperar más, cada día más. Es menester, pues, añadir una segunda dimensión a la figura: desde este punto intermedio tiene que arrancar una vertical, más alta cada día, indefinidamente alta, esperando más y más, sin fin. Bien perpendicular, por supuesto, sin torcerse hacia la izquierda ni hacia la derecha, sin desviarse hacia la desesperación ni tampoco hacia la presunción, la cual, por esto mismo, ya comprendéis que no consiste en un exceso de cantidad, sino en una corrupción de la calidad. Del mismo modo, el amor al prójimo debe incrementarse día tras día, evitando siempre amar menos y amar demasiado, o sea desviarse hacia el desamor o hacia la idolatría. Pues bien, la prudencia es la virtud directriz que debe en todo momento mantener verticales estas líneas. Pero, asimismo, la prudencia ha de ser su propia fuerza tensora para impedir que se convierta ella misma, tanto como en imprudencia, en «prudencia de la carne» al servicio del egoísmo. Hay que ser, sí, prudentes como las serpientes, pero también sencillos como las palomas (Mt 1o,16).

Este esencial correctivo que la prudencia cristiana a sí misma se impone nos prohibe interpretar viciosamente aquella famosa parábola de Cristo sobre el mayordomo infiel.

«Decía a los discípulos: Había un hombre rico que tenía un mayordomo, el cual fue acusado de disiparle la hacienda. Llamóle y le dijo: ¿Qué es lo que oigo de ti? Da cuenta de tu administración, porque ya no podrás seguir de mayordomo. Y se dijo para sí el mayordomo: ¿Qué haré, pues mi amo me quita la mayordomía? Cavar no puedo, mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que he de hacer para que, cuando me destituya de la mayordomía, me reciban en sus casas. Llamando a cada uno de los deudores de su amo, dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi amo? El dijo: Cien batos de aceite. Y le dijo: Toma tu caución, siéntate al instante y escribe cincuenta. Luego dijo a otro: ¿Y tú cuánto debes? El dijo: Cien coros de trigo. Díjole: Toma tu caución y escribe ochenta. El amo alabó al mayordomo infiel de haber obrado industriosamente, pues los hijos de este siglo son más avisados en el trato con los suyos que los hijos de la luz» (Lc 16,1-8).

No aconseja aquí Jesús imitar literalmente la indigna estratagema del mayordomo, ni tampoco intenta justificar fraude ninguno, por muy ingenioso que éste sea, ni siquiera pretende como principal objetivo exhortarnos a practicar la limosna. No. ¿Acaso cuando habló del trigo y la cizaña se propuso dar lecciones de agricultura? Simplemente el Maestro recomienda, con astucia, la astucia a sus oyentes. ¿Qué astucia? La astucia inteligente y limpia, que nada tiene que ver con los procedimientos concretos que en la parábola se describen, y que, como tantas veces, pertenecen nada más al ornato de la enseñanza.

¿Por qué los hijos de la luz han de ser menos sagaces y precavidos que los hijos de las tinieblas? Si la caridad se organizara como es debido, como los profesionales del dinero organizan sus negocios, muchas más necesidades se remediarían. Si los apóstoles pusieran en sus tareas el mismo esmero, la misma fuerza persuasiva con que un seductor trabaja el ánimo de una doncella, las almas se rendirían antes al imperio de la verdad y del bien. La parábola tiene además una inevitable perspectiva escatológica que la emparenta con otras muchas parábolas. En ella, Cristo advirtió a quienes le escuchaban cómo, ante la llegada imprevista del reino, de un reino de características imprevistas, han de saber las almas adaptarse inmediatamente a la nueva situación creada y no retroceder ante las medidas más radicales y menos soñadas de antemano.

Unas líneas más arriba hemos aludido a cierta célebre consigna de Jesús: «Sed prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas». ¿Cómo conciliar estas dos cualidades, cómo hacer convivir animales tan diversos?

La paloma es alabada por la limpieza de sus ojos (Cant 1,15) y por su candidez (Sal 68,14). Representa un símbolo de ternura para los enamorados (Cant 2,14; 5,2). Santo Tomás se fijará más tarde en su arrullo constante, apto para significar el gemido de los corazones arrepentidos, y en su género de vida gremial y comunitario—igual que los fieles de la Iglesia, que hacen juntos el camino de la vida—, y en su costumbre de poner el nido en los agujeros de la peña, lo cual alude a la fortaleza de quienes se refugian en Cristo 9. Aquí la paloma significa, por palabras expresas de Jesús, sencillez. Su contraste con los taimados hábitos de la serpiente hácese violento si pensamos en aquel texto de Oseas que subraya la inocencia de la paloma hasta describirla como «tonta, sin juicio» (Os 7,11). Pero tal extremo no sólo contrasta, sino que contradice ya esa prudencia que en la misma frase es exigida por Cristo; habremos de deducir, por tanto, que la sencillez recomendada, a fin de que pueda conversar con la prudencia, significa ausencia de doblez, o, como muchos traductores escriben, pureza.

El sentido de pureza—acentuado por la frecuente blancura del plumaje—viene a darnos de la consigna de Cristo una versión muy similar a la que posee cierta amonestación de Pablo: «Prudentes con respecto al bien y puros con respecto al mal» (Rom 16,19). La prudencia, pues, ha de ser un medio para la guarda y desarrollo de la pureza: «Para que seáis irreprochables y puros, hijos de Dios sin mancha, en medio de una generación descarriada y perversa» (F1p 2,15). Por obra de la prudencia se podrá «discernir lo mejor y así ser puros e irreprensibles» (F1p 1,10).

Sed, por tanto, prudentes a fin de que podáis ser puros. Sólo siendo prudentes evitaréis la corrupción. Y la pureza, a su vez, conservará vuestros ojos claros para que la prudencia no se desvíe nunca de sus verdaderos fines. Que vuestra prudencia se mantenga así firme y recta, sin ceder hacia la temeridad ni tampoco hacia el propio provecho, hacia el favor del egoísmo. La prudencia os debe proteger de toda contaminación. Su finalidad no es defender de los peligros terrenales, ya que la pureza, la integridad, lógicamente terminan en el martirio. Luego de exhortar Jesús a sus apóstoles a que imiten las propiedades de la serpiente y de la paloma, continúa: «Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los sanedrines y en las sinagogas os azotarán» (Mt 10,17).

La prudencia cristiana muy poco tiene que ver con la prudencia del mundo. ¿No fue Jesús tratado de loco? (Mc 3,21). Sus adversarios, en cambio, eran razonadores, ladinos, arteros. La más elemental de las cautelas hubiese bastado a Jesús para escapar de la muerte. Bien poca política hacía falta para lograr

9 Suma Teol. 3,39,6 ad 4.

una fórmula de convivencia con los fariseos, para mitigar suficientemente la doctrina del reino y no escandalizar a nadie, para haber presentado de otro modo la promesa de la eucaristía, para haber obtenido de Pilato la libertad. Muy a menudo da Cristo la impresión de elegir deliberadamente el único callejón sin salida, descartando las mil soluciones buenas que a cualquier lector se le ocurren. Su proceso fue el de alguien que se obstina por propia voluntad en morir. Cristo, ciertamente, no fue un hombre prudente según el mundo. Es que El era más puro que las palomas.

Es que era también más prudente que las serpientes, más que los hombres, más que sus enemigos. Con otro género de prudencia.