CAPÍTULO XXVIII

«ENSÉÑANOS A ORAR»
 


1. La oración al Padre

El padrenuestro se nos ha hecho ya sangre de nuestra sangre. Cuando alguna vez, víctimas de un grave accidente, nos hemos visto a las puertas de la otra vida, ha empezado el padrenuestro a brotar de nuestros labios con la misma espontaneidad con que medio segundo antes nuestro cuerpo inició el escorzo que podía salvarlo del golpe. Como si nunca fuera capaz el pensamiento de estar un minuto en blanco, la oración aprendida en la niñez surge, sin previa orden, para ocuparlo siempre que queda vaciado de toda realidad. Es cosa para agradecérsela mucho al Señor. Pero sucede que «espontáneamente» equivale también a maquinalmente: no nos hemos dado cuenta de nuestra plegaria hasta después, no lo supimos quizá hasta que nos lo contaron. Y lo que en un momento tan incontrolado es lógico que así ocurra, da pena que esto mismo venga repitiéndose a cualquier hora: rezamos casi siempre las palabras rituales de modo maquinal, automático, inconsciente. Sobre ellas patina nuestra atención, las pronunciamos una y otra vez sin enterarnos siquiera, de tan rutinarias como se nos han hecho: lo mismo que tampoco oímos ya el ruido de una cascada después de haber acampado una noche en sus cercanías; lo mismo que tampoco vemos ya las dos acuarelas de payasos que tenemos en la pared del estudio, siempre delante de nuestros ojos. Hace falta reaccionar enérgicamente. Es de gran provecho rezar con cierta frecuencia el padrenuestro en otros idiomas, o interrumpirlo en seco alguna vez, o escucharlo puesto en música, u oírselo a un niño, a un moribundo, a un grupo de obreros. Es conveniente verlo algún día escrito en un papel, y leerlo, leerlo con curiosidad, como quien todavía es capaz de alguna sorpresa. Leámoslo:

Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy; perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos de mal.

Lo que acabamos de leer son cinco versículos de Mateo: 6,9-13. Lucas lo reduce levemente, pero sitúa con más exactitud cronológica el contexto. Mientras Mateo incluye esta oración en el sermón de la Montaña, como un número más dentro de las recomendaciones allí hechas por Jesús, Lucas la aísla, la abrillanta y la engasta en el relato de un episodio particular.

«Acaeció que, hallándose El orando en cierto sitio, así que acabó, le dijo uno de los discípulos: Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñaba a sus discípulos» (Lc i i, r). Y entonces Jesús recitó aquella oración que, por ser suya, llámase oración dominical. ¿Cuándo sucedió esto? ¿Inmediatamente después de abandonar Betania? ¿Luego de la fiesta de las Encenias, al volver Jesús y los suyos a Perea de nuevo? Nada puede saberse a ciencia cierta, ni es tampoco posible conocer con toda seguridad el lugar donde la escena ocurrió. ¿Fue a orillas del Jordán o fue cerca de la cima del Olivete?

Es el Pater oración irreemplazable, porque la inventó el mismo Jesucristo. Es oración muy segura, porque nos exhortó a usar de ella nuestro Abogado, el cual sólo nuestro bien pretende y conoce como nadie nuestras necesidades. De su Espíritu dícese que «viene en ayuda de nuestra flaqueza, puesto que nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene» (Rom 8,26).

Invocamos en ella al Padre. Esto, sin duda, es algo nuevo, ignorado en las economías anteriores. Según expusimos ya, la revelación inequívoca de Dios como Padre nuestro fue obra eminente de Cristo: «Manifesté tu nombre a los hombres» (Jn 17,6); en estas palabras habla con su Padre y se refiere al nombre de Padre. Los hombres que vivieron antes de Cristo también eran hijos de Dios; pero, «mientras el heredero es menor de edad, en nada se diferencia del siervo, aunque sea dueño de todo, ya que se halla bajo tutores y custodios basta el plazo señalado por el padre» (Gál 4,1).

Ya esta primera voz de «Padre» constituye toda una oración. Supone el cordial acatamiento y publicación de lo que Dios es, tanto en sí mismo como con relación a nosotros. Decimos Padre y con ello expresamos su dominio y nuestra indigencia. Decimos Padre y, sólo con estas dos sílabas, estamos ya confesando su bondad y nuestra confianza en su bondad. Todo cuanto detrás viene está previamente asegurado: ¿qué puede negarnos quien nos ha concedido ser hijos suyos?

Padre: línea vertical del alma hasta Dios. Nuestro: línea horizontal que abraza a todos los hombres; oración, pues, esencialmente comunitaria, fraternal, apta para la recitación en común; oración que acoge las necesidades de todos los mortales, los deseos informulados de cuantos ignoran lo que quieren, las oscuras aspiraciones de aquellos que no saben a quién dirigirse. «Padre nuestro»: el Hijo de Dios—aunque El diga siempre «Padre mío»—parece sumarse también a la plegaria, la preside, la hace buena y aceptable. Padre nuestro: apelamos a tu paternal afecto. Que estás en los cielos: nos fundamos en tu inmenso poder, en tu mucha sabiduría.

Santificado sea tu nombre. También la Torah estaba dominada por el olor del nombre de Dios. Su nombre es santo; su nombre es El mismo, digno de ser glorificado en todo tiempo y lugar: «Yahvé, tu nombre dura siempre» (Is 34,23); «De oriente a poniente mi nombre es grande entre los pueblos y en todo lugar se ofrece a mi nombre un sacrificio humeante y una oblación pura, pues grande es mi nombre entre las gentes, dice Yahvé Sebaot» (Mal 1,11). En la Torah campeaba «El que es», el nombre inefable. Ahora decimos expresamente, concisamente, tranquilamente, este otro nombre: «Padre».

El nombre de Dios representa al mismo Dios o alguno de sus atributos en cuanto conocidos y amados por los hombres. «Cuando vean mi obra en medio de ellos, los hijos de Jacob santificarán mi nombre, y llamarán santo al Santo de Jacob» (Is 39,23). «Dios se ha hecho conocer en Judá; su nombre es grande en Israel» (Is 76,2). Dios santifica su nombre revelándose como santo, como poderoso y fiel: «Cuando yo los saque de entre las gentes y los reúna de las tierras de sus enemigos, y me santifique a los ojos de las naciones, sabrán que yo soy Yahvé» (Ez 39,27-28). Los hombres santifican el nombre del Santo aceptando su revelación: «Yo santificaré mi nombre excelso, profanado entre las gentes a causa de vosotros en medio de ellas, y sabrán las gentes que yo soy Yahvé, dice el Señor, Yahvé, cuando yo me santificare en vosotros a los ojos de todos» (Ez 36,23). El nombre de Dios es santificado en ellos cuando en ellos se transparenta la santidad (Ez 36,24-27). Nada puede añadir la criatura a la gloria del Creador; únicamente puede dar a ésta la oportunidad de difundirse y resplandecer: «En esto será glorificado mi Padre, en que produzcáis mucho fruto» (Jn 15,8).

Venga a nosotros tu reino. Después de pedir el fin, pedimos los medios: alcánzase la santificación del nombre de Dios mediante la instauración del reino de Dios. El reino de Dios significa un estado de santidad en el cual su nombre es permanentemente alabado. Este reino se gesta, crece, cunde, va empapando; realidad dinámica. La súplica es, pues, escatológica, y sus resultados definitivos sólo en el Apocalipsis se nos cuentan: «Ha llegado el reino de nuestro Dios y de su Cristo sobre el mundo, y reinará por los siglos de los siglos» (Ap i 1,15). Sólo entonces desaparecerá todo ruego, todo deseo, toda necesidad, y la oración de los justos se limitará a ser alabanza: «Démoste gracias, Señor, Dios todopoderoso, el que es, el que era, porque te has revestido de tu gran poder y has entrado en posesión de tu reino» (Ap 11,17).

La tercera petición se engarza con las dos anteriores lo mismo que la mano se une al brazo y éste al tronco. Hágase tu voluntad: el nombre de Dios es santificado si su reino prospera, y esto sucede en la medida en que su voluntad se acata. «Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Tes 4,3). Que su voluntad, pues, se cumpla en la tierra como se cumple en los cielos. Que se cumpla también tanto en nuestros cuerpos como en nuestros espíritus, y nosotros descansaremos en la paz. Ser perfectos es ser perfectamente dichosos, y esta dicha suma sólo se obtiene cuando, libres ya de los cuidados de buscar la perfección renunciando a las dichas de aquí abajo, nos percatamos de que la voluntad de Dios se realiza plenamente en nosotros y en la creación entera.

Danos el pan nuestro de cada día. ¿De qué pan se trata? ¿Del pan espiritual o del pan material? Ello depende del significado que demos al adjetivo que acompaña al nombre. No todos los autores lo traducen por «cotidiano». La palabra original es singularísima, emparentada con dos raíces muy diversas. Puede traducirse por pan «sustancial», y no son pocos los que lo identifican con el alimento del espíritu 1. Puede igualmente sustituirse por alguna otra palabra que aluda al tiempo o duración. Si es pan «del siglo futuro», coincide con el pan celeste del corazón. Si, por el contrario, entendemos ese elemento temporal, latente en el vocablo, en un sentido más próximo y modesto, tendremos simplemente un pan «para el día venidero». ¿Pan para mañana? ¡Qué buen argumento para la previsión, para el cálculo prudente, para las despensas bien abastecidas, para nuestro innato amor a los tesoros! Mas no parece conciliarse bien esto con aquella apremiante consigna de Jesús: «Nunca os preocupéis del día de mañana» (Mt 6,34). Cuando los israelitas se alimentaban del maná milagroso, sólo podían tomar del suelo, por orden de Dios, la cantidad precisa que iban a consumir durante la jornada; hubo quienes cogieron una vez doble ración, «pero se les llenó de gusanos y se pudrió» (Ex 16,4.19-20). Según esto, entiende San Juan Crisóstomo que se trata de lo estrictamente necesario, como contrapuesto a lo superfluo y a las previsiones excesivas 2. Según San Gregorio Niseno, pedimos «pan y nada más»: sólo aquello que procede del trigo, pues todo lo restante es fruto de la cizaña sembrada por el adversario 3.

¿Qué deducir de todo ello? Si nos limitamos al sustento corporal—«todos los seres esperan de ti que les des el alimento a su tiempo» (Sal 104,27)—, ¿pediremos tan sólo el pan suficiente para seguir con vida hasta mañana o podemos solicitar también todo cuanto presupone una vida bien organizada y fecunda, rica en grandes obras? Una cosa es cierta: que en esta petición se nos obliga a concebir la vida como basada en la confianza y el desprendimiento, una vida compuesta simplemente de súplica y hacimiento de gracias. Pidamos pan: Dios sabrá qué es lo que nos conviene además del pan, qué es eso que necesitamos, no sólo para sobrevivir hasta el día siguiente,

1 San Agustín lo entiende, después de descartar el pan del sustento físico y el pan eucarístico, de "los preceptos divinos, que cada día es menester meditar y cumplir» (De serm. Dni. in monte 2,27: ML 34,1280).
2 In Mt. hom. 19,5: MG 57,280.
3 De orat. Dom.
4: MG 44,1169.

 

sino también para que en este día de hoy santifiquemos su nombre y cumplamos su voluntad. Pidamos sencillamente el pan para hoy y, para mañana, la fe inquebrantable que nos permita volverlo a pedir.

La súplica del pan refiérese, pues, al presente. La siguiente petición mira al pretérito, y la sexta, junto con la séptima, pone los ojos en el porvenir. Perdónanos nuestras deudas, las deudas contraídas contigo en el pasado. La petición, ya lo sabemos, no termina aquí: cuenta con un segundo miembro que no viene redactado en el cómodo estilo deprecatorio, ese estilo que a nada compromete, que se reduce a pedir y suplicar: «así como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Ya dijimos cómo este inciso inesperado puede acibarar nuestra plegaria, puede inquietar santamente nuestro corazón. Por eso Péguy, durante bastante tiempo, no se atrevió a rezar el padrenuestro y limitábase a repetir el avemaría, plegaria que es solamente pura dulzura.

No nos dejes caer en la tentación. No pedimos vernos libres de la tentación, porque «feliz es el varón que soporta la prueba; una vez probado, recibirá la corona de la vida» (Sal 1,12). Tampoco pedimos que la tentación no exceda nuestras fuerzas, ya que «nunca os ha acontecido tentación que no fuera humana, y Dios es fiel y no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras energías» (1 Cor 10,13). Pedimos simplemente la ayuda de Dios en cualquier prueba que nos sobrevenga; pedimos eso que Pablo promete a continuación: «junto con la tentación, dispondrá el éxito para que podáis resistirla». ¿O pedimos también que nos exima hasta de la misma prueba? Parece el texto latino sugerir tal interpretación, muy en consonancia con aquel consejo de Jesús: «Vigilad y orad para que no entréis en tentación» (Mc 14,38). Oremos, por supuesto, para que no nos alcancen esas tentaciones innecesarias y doblemente peligrosas que tienen su origen en nuestra falta de oración y vigilancia. Pero ¿no podremos también por ventura pedir que nos preserve el Señor de las otras tentaciones? Un alma que se sabe muy débil no renunciaría fácilmente a entenderlo así.

Y junto con esto, líbranos de todo mal. En masculino: líbranos del Malo, de sus asechanzas y vecindad. En neutro: líbranos del mal, cualquiera que éste sea.

Viene a ser esta última petición una consecuencia de la anterior: si prefieres, Señor, someternos a tentación, guárdanos para que no consintamos en ella. Pero puede asimismo considerarse dicha súplica como una demanda muy general e indiscriminada, como una síntesis de aquella larga columna de las letanías, en la cual no sólo pedimos ser librados del espíritu de fornicación, sino también de la peste, de la guerra, del rayo y la tempestad. ¿Quién tiene derecho a prohibirnos semejante lectura a los que somos de tan flaca condición? ¿Quién puede impedir que nosotros, los cobardes, los que acabamos siempre durmiéndonos en el huerto, repitamos maquinalmente, medio en sueños, lo único que nuestra debilidad nos permite oír entre los árboles: «Pase de mí este cáliz»?

Maquinalmente rogamos que Dios ahuyente de nosotros todo mal, el sufrimiento y la desventura, el demonio y la muerte. Es algo tan instintivo como esquivar el cuerpo cuando un grave peligro nos amenaza. Pero si es tu voluntad, Señor, que en ese momento muramos, acuérdate tan sólo de que, cuando has venido a buscarnos, hallaste en nuestra boca destrozada tus mismas palabras, las palabras benditas, las palabras insustituibles: Padre nuestro, que estás en los cielos...

 

2. La oración en el Hijo

El padrenuestro es la oración del hombre, pero del hombre caído, rescatado y puesto cabe el Hijo. Aunque no pueda Jesús apropiarse por completo esta fórmula, representa, sin embargo, una participación en su piedad filial, participación que generosamente nos ha sido por El otorgada; en su sustancia se hallan «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (F1p 2,5).

Es la oración por excelencia, destinada al Padre. ¿Podemos orar también dirigiéndonos al Hijo? Orígenes decía que no: «No es decoroso orar a aquel que, a su vez, ora» 4. Lo cual, evidentemente, es falso. Contradice la palabra del mismo Cristo: «Si me pidiereis alguna cosa en mi nombre, yo la haré» (Jn 14,14). Sabemos que Pablo se dirigió a El para pedirle que le librase del misterioso ángel de Satanás que le abofeteaba

4 De orat. 15: MG 11,465.

(2 Cor 12,8). Y bueno será recordar que no siempre se trata de peticiones (Act 7,59), sino también de alabanzas, de verdaderas oraciones latréuticas, sobre las cuales la Escritura nos ha conservado testimonio (Ap 5,12-14; 7,10; 11,15). ¿No concedió el Padre todo su poder al Hijo para que fuese tributada a éste idéntica gloria? (Jn 5,23). Por eso cualquier criatura debe hincar su rodilla al oír mencionar el nombre de Jesús (Flp 2, 10.11), exactamente como delante del Padre (Ef 3,14-15).

La oración al Hijo posee, sin duda, un especial acento, una facilidad mayor para levantarse sin miramientos ni estorbos del pobre corazón oprimido. San Cirilo de Alejandría conocía esta tierna peculiaridad cuando, en el concilio de Efeso, habló así: «Séanos concedido honrar con temblor la indivisible Trinidad; en cuanto a María, la siempre virgen, templo santo, y a su Hijo y purísimo Esposo, alabémosles con himnos de júbilo» 5.

Es posible, lícito, conveniente orar a Jesucristo. El es nuestro Dios. Pero, puesto que igualmente es hombre, viene a ser también nuestra Cabeza y nuestro Pontífice, lo cual fundamenta un nuevo género de oración. El «invoca por nosotros, como sacerdote nuestro; invoca en nosotros, como cabeza nuestra; es invocado por nosotros, como Dios nuestro» 6.

Un momento antes de prometernos Jesús, en su sermón de la Cena, que despacharía favorablemente las súplicas a El referidas, había dicho: «Cualquier cosa que pidiereis (al Padre) en mi nombre, lo haré» (Jn 14,13). Esta tan amplia invitación y aquel matiz restrictivo, condicional, de la promesa anterior —«Si algo me pidiereis en mi nombre, yo lo haré»—, parecen. suficientemente expresar su deseo de que la oración vaya de ordinario enderezada al Padre. Así lo ha entendido siempre la Iglesia, sobre todo en la liturgia romana: aunque no ignora las preces hechas al Hijo, usa normalmente de oraciones destinadas a Dios Padre.

No deja de ser sorprendente esta notoria diferencia entre el estilo de la piedad litúrgica, nutrida por lo común de plegarias al Padre, y la forma más habitual de la piedad privada, que casi siempre consiste en un recurso a Nuestro Señor Jesucristo. Ya en los albores de la Iglesia naciente, las oraciones

5 Horn. div. 4: MG 77,996
6
SAN AGUSTÍN, Enarr. in Ps. 85,1: ML 37,1081.

que la Escritura nos ha transmitido como dirigidas a Jesús pertenecían más bien a la devoción personal, mientras que las oraciones al Padre o a Dios Trino eran con frecuencia solemnes, corales, para uso de la comunidad (Act 4,24; 12,5). Con todo, es menester confesar que, aun en sus invocaciones particulares, los primeros cristianos presentaban sus ofrendas y gemidos comúnmente al Padre, poniendo como intermediario al Hijo, y sólo en época tardía—bajo el influjo de la lucha antiarriana—comenzaron a divulgarse las oraciones a Cristo. Pablo da gloria a Dios por Jesucristo (Rom 16,27) y da gracias a Dios por Jesucristo (Rom 1,8; 7,24; Col 3,17; Ef 5,19-20). Lo mismo hace Pedro (1 Pe 4,11). Es perfectamente natural: de la misma forma que Dios nos ha reconciliado consigo por Cristo (Rom 5,9-11) y por El nos ha otorgado el triunfo (Rom 8,31-39), así también el camino de retorno ha de pasar por Cristo, pues por El tenemos acceso al Padre (Ef 2,18). Cristo es nuestro Pontífice (Heb 4,14), nuestro Abogado (1 Jn 2,1), nuestro Mediador (1 Tim 2,5-6).

Cristo es fundamentalmente el Mediador, el que somete nuestras oraciones al Padre. Era a éste a quien se tributaba la gloria y el honor «por mediación del Hijo en el Espíritu Santo». El día en que los arrianos llegaron a interpretar dicha fórmula como expresiva de la inferioridad del Hijo, aconsejaron las necesidades apologéticas y pastorales sustituirla por una de estas dos: «Gloria al Padre con el Hijo y con el Espíritu Santo», «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo». Fueron sobre todo las comunidades orientales quienes con mayor constancia y empeño subrayaron en su liturgia la divinidad del Hijo del hombre. Dentro de los templos resplandecía el terrible Pantocrátor en la altura inaccesible de la bóveda; entre el presbiterio y el lugar donde el pueblo se arrodillaba se interpuso un cordón de máxima reverencia, de lejanía, un vacío, unas cortinas. En las tablas de la mampara hubo que colgar cuadros de santos: ¿cómo prescindir ya del iconostasio? ¿Cómo omitir esa mediación de los bienaventurados desde el momento en que la mediación de Cristo, visto ya exclusivamente en su divinidad, habíase en apariencia extinguido?

¿Cómo concebir la comunión eucarística al modo de un banquete fraterno, si, en vez de mesa para la efusión convivial, hay un trono para la adoración? Conviértese la misa en un «misterio tremendo». La eucaristía es más presencia de Dios que sacrificio del Dios hecho hombre. Se subraya la «asunción» ascendente de la carne por el Verbo; pasa a segundo término la «encarnación» descendente del Verbo. El templo es más bien ese ámbito especial en que Dios recibe la veneración de los creyentes, mucho más que la casa donde Jesucristo ofrece, junto con sus hermanos, el sacrificio al Padre. Destaca el culto a la divinidad de la segunda Persona. Todo ello hace que se debilite la noción capital de nuestra religión: el Dios hecho hombre, la mediación de un Dios hecho hombre. Al refugiarse el alma en la pura adoración de su Señor, al no sentir ya a Cristo como cabeza de un cuerpo común, disminuye también la comunicación con los otros miembros. ¿No es lógico asimismo que evolucione lo sacro hacia lo moral, lo objetivo hacia lo subjetivo? El opus operatum corre el peligro de que se posponga al opus operantis, la merced al esfuerzo, la alegría tranquila al confiteor angustiado.

La descripción, ciertamente, está hecha a base de notas estilizadas. Adrede van mezclados elementos totalmente aceptables, que son aquellos que la Iglesia oficial ha mantenido y sancionado, y otros elementos que acusan ya cierto extravío, propios de una piedad privada carente de adecuada dirección. Estos últimos no son sino derivaciones viciosas de aquellos caracteres que la sana piedad, en su proceso histórico, ha venido acentuando con particular vigor. Semejante proceso no ha sido inútil, y el tesoro de convicción en la divinidad de Jesús, convicción íntimamente asimilada por todo creyente que hoy frecuenta los templos, representa una riqueza inconmensurable. Ello no obsta, sin embargo, para que en muchas cosas deseemos un retorno a los modos primitivos, una más activa conciencia de la humanidad de Cristo, una mirada más atenta a su mediación, un hábito de orar al Padre «por Cristo Nuestro Señor».

Urge dar cada día mayor relieve a los derechos de la humanidad de Jesús, y ver en ella, como nudo que es de la mediación, toda la razón y sentido de nuestra vida religiosa. La misma historia de los dogmas no deja de aleccionarnos sobre este punto. La fe en Cristo, al desenvolverse, trajo consigo la fe trinitaria y constituyó luego la raíz permanente de su desarrollo; todas las cuestiones acerca del pecado y el rescate, de las postrimerías, de la gracia, de los sacramentos, recibieron de la cristología su esclarecimiento y estructura. Ni en la génesis del pensamiento dogmático ni tampoco en nuestro camino personal llegamos al Hijo partiendo del Padre, sino al revés: al Padre «por su siervo Jesús». Por El—a través de Cristo, por medio de Cristo—, y con El--en unión con Cristo—, y en El—formando un solo cuerpo con Cristo—, es tributado —es, no sea; un hecho, no un deseo—a ti, Dios Padre omnipotente, en unidad con el Espíritu Santo, todo honor y gloria.

Lo que importa es incorporarnos a Cristo en cuanto Dios-hombre. Nuestra vocación consiste en participar de su amor (F1p 1,8), de su entendimiento (1 Cor 2,16), de su paz (Col 3,15), de su paciencia (2 Tes 3,5), de su verdad (2 Cor 11,10), de sus dolores (2 Cor 1,5; Flp 3,10). Todo nuestro ser y obrar ha de ser en Cristo: los trabajos (Rom 16,12), las palabras (Rom 9,1; Ef 4,21; 2 Cor 11,10), las convicciones (Rom 14,14). También nuestras plegarias tienen que ser hechas «en nombre de Cristo» (cf. Jn 14,13; 16,23): no simplemente usando su nombre o recurriendo a sus méritos, sino en unión vital y perdurable con El. Afanóse Pablo en troquelar una serie de palabras con el propósito de decir lo imposible, a fin de expresar esta intimidad estrechísima de nuestra alma con el misterio de Cristo. Antepone a cada uno de los vocablos ese prefijo con que, en su mente, indica la más acabada compenetración: vivir con El (Rom 6,8; 2 Tim 2,11), crecer con El (Rom 6,5), ser crucificados con El (Rom 6,8; Col 2,12), morir con El (2 Tim 2,11), ser sepultados con El (Rom 6,4; Col 2,12), ser vivificados con El (Ef 2,5; Col 2,13), resucitar con El (Ef 2,6; Col 2,12; 3,1), ser glorificados con El (Rom 8,17), sentarnos con El (Ef 2,6), reinar con El (2 Tim 2,12), heredarlo todo con El (Rom 8,17; Ef 3,6). San Agustín llevó a su extremo esta manera de hablar cuando dijo que somos «concorporales» con Cristo 7.

Qué palabra es, en último término, aquella que nos califica, la que nos define, la que nos distingue entre los hombres, aquella que nos hace aceptables a Dios? «Cristianos» (Act 11,26). Somos los que vivimos con Cristo, en completa solidaridad con El. Somos de Cristo, pues le pertenecemos. Vivimos en Cristo, pues El es nuestro elemento espiritual, parecido al aire que

7 Enarr. in Ps. 26,2: ML 36,200.

respiramos y el medio vital en que nos mantenemos. Esta inmanencia recíproca viene a ser como una prolongación de la unión que se da entre el Padre y el Hijo: «Quien se adhiere al Señor, un espíritu es con El» (1 Cor 6,17).

Nuestra divinización consiste en la participación de la naturaleza divina, mas esta naturaleza nos es infundida en cuanto poseída por el Hijo. La imagen de Dios según la cual fuimos creados y recreados es justamente la imagen del Verbo. Somos «hijos en el Hijo». El «Unigénito» (Jn 1,18) trocóse en «Primogénito» (Rom 8,29). El Padre no sólo engendra constantemente en nosotros a su Hijo, sino que nos engendra también a nosotros sin cesar en el Hijo. Y nosotros somos de esta suerte asociados a las más finas, secretas e inenarrables operaciones: somos incluso asociados al acto por el cual el Hijo, junto con el Padre, exhala al Espíritu Santo; a esto se reduce aquella habilidad para «aspirar el aire» que prometía San Juan de la Cruz 8.

Puede nuestra condición de cristianos mirarse desde tres puntos de vista, y siempre, indefectiblemente, resulta comunión con Jesucristo: participación en la santidad del Verbo —apropiarnos el espíritu filial de Cristo o, lo que es igual, permitir que en nosotros cumpla en Cristo su misión filial—, participación en su consagración—incorporarnos al culto que Cristo tributa al Padre—y participación en su testimonio. Imperdonable delito sería concebir la «devoción a Jesucristo» como un medio de santificación al lado de otros varios. No, ella es toda nuestra vida interior, toda nuestra santidad. La santificación no es otra cosa que un proceso de cristificación. Nuestra doctrina es la enseñanza de Cristo sobre sí mismo; nuestra moralidad es imitación de Cristo; nuestro culto es participación en la gloria que Cristo rinde a su Padre; nuestra santidad es exclusivamente filiación divina en Cristo. Nada hay comparable en la historia de las religiones: sus fundadores no son jamás el objeto de la fe que predicaron.

En Cristo, Dios hombre, se dan la mano el amor descendente—manifestación perfecta del amor divino a los hombres—y el amor ascendente—expresión perfecta del amor humano a Dios—. Aquél posee valor de santificación, éste tiene valor de culto. La persona del Verbo encarnado es, pues, la forma

8 Cántico espiritual 39,3.

concreta y plenaria de la religión. El amor divino llega hasta nosotros por Cristo; nuestro amor humano asciende a Dios a través de Cristo.

Nuestras oraciones son per Christum Dominum nostrum.

 

3. La oración perseverante

Después de enseñarles el padrenuestro, exhorta Jesús a sus apóstoles a que lo recen con mucha insistencia, sin decaimiento. Porque es menester perseverar en la oración. «Y Ies dijo: Si alguno de vosotros tuviere un amigo y viniere a él a medianoche y le dijera: `Amigo, préstame tres panes, pues un amigo mío ha llegado de viaje y no tengo qué darle'; y él, respondiendo de dentro, le dijese: `No me molestes, la puerta está ya cerrada, y mis hijos están ya conmigo en la cama, no puedo levantarme para dártelos', yo os digo que, si no se levanta y se los da por amigo suyo, a lo menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite» (Lc 11,5-8).

Ora y no cejes. Ruega y sigue rogando. La gracia que Dios te tiene reservada tal vez la haya ligado El, en sus eternos designios, a tu cuarta o quinta tentativa. La mujer cananea obtuvo lo que quería sólo después de mucho insistir; a sus primeras palabras, «El no le contestaba nada» (Mt 15,23). Haz tú como ella y como el amigo importuno. Porque Dios hace a menudo como el amigo importunado: no suele conceder al primer ruego. ¿Por qué?

Evidentemente, no es porque le cueste trabajo darte gusto desde un principio, no es tampoco porque le moleste tu oración. Ese desagrado constituye nada más un rasgo ornamental de la parábola. No se apropia Dios los sentimientos de un hombre cuyo sueño es interrumpido bruscamente. Pero, desde un punto de vista pedagógico, semejante rasgo no es superfluo, pues viene a subrayar la infalible eficacia de toda oración perseverante: si el hombre acaba accediendo, ¡cuánto más el Señor, que tiene mejores entrañas! Unas líneas más adelante es el mismo Jesús quien pone de manifiesto este propósito comparativo: «¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide pan, le dé una piedra? Y si le pide un pez, ¿le dará acaso, en vez del pez, una culebra? O si pide un huevo, ¿le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden!» (Lc 11,11-13). Dios no acaba condescendiendo para sacudirse a los contumaces, como el hombre de la parábola o como aquel juez inicuo que al fin hizo justicia a la viuda sólo con objeto de que no siguiera importunándole (Lc 18,1-8). Cuando El parece mostrarse sordo a tus súplicas, es para darte ocasión de fortalecer tu fe, de hacerla recia y viva hasta el punto de que merezca su alabanza. Así ocurrió con la cananea: « ¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase lo que deseas» (Mt 15,28). ¿No vale este elogio mucho más que la misma curación de una hija enferma? El hecho de seguir orando, ¿no significa algo indeciblemente más valioso que aquello que nos empeñamos en seguir pidiendo?

Que tu oración sea insistente, sin desmayo. Lo cual no quiere decir que la oración ha de ser palabrera: «Al orar, no seáis habladores, como los gentiles, que piensan que serán escuchados por su mucho hablar» (Mt 6,7). La garrulería no significa mérito ninguno. Ten cuidado con las palabras: podrían fascinarte. Están llamadas a favorecer tu plegaria, a estimular tu atención, a hacer más inteligible para ti mismo tu propio pensamiento, a nutrir tu afectividad. Pero, mal empleadas, constituyen una fuente de engaños, porque son capaces de llegar a seducirte con su mismo sonido. Son igual que un manto brillante o como una cara empolvada. Llegarán a hacerte creer que posees en realidad lo que ellas vanamente proclaman. La verdadera oración no se sitúa en el plano de las palabras, casi siempre declamatorias cuando el hombre se abandona al placer de repetirlas; sitúase, por el contrario, al nivel preciso de un sincero querer y sentir, al nivel de la voluntad y sus frutos: «No todo el que dice ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple los mandamientos de mi Padre» (Mt 7,21).

Junto con este peligro de la vana palabrería, presenta la oración otro, no menos grave, que hay que evitar cuidadosamente. Es el legalismo, esa falsa conciencia que puede despertarse en cualquier hombre que ha cumplido su obligación de orar, la conciencia de haber alcanzado un derecho ante Dios. Quien así discurre cae prisionero en la jaula de su presunta justicia, como si ésta le hiciese acreedor ante el Señor a otra cosa que no sea su infinito desprecio. Sucede esto siempre que concebimos la oración como una «obra» propia o como un título adquirido mediante el propio esfuerzo. Debemos todos recordar que, así como la virginidad no es tanto un sacrificio que el hombre hace a Dios cuanto una merced que Dios otorga al hombre, así también la oración, en el mejor de los casos, no significa sino la respuesta a una previa invitación divina a orar, la utilización de una gracia anterior. Debemos igualmente saber que, así como la humildad, más que una virtud, representa para quien la posee la saludable evidencia de que no tiene virtud alguna, así también la oración nunca es una «obra» del hombre, sino más bien la constatación de que todas sus obras son inútiles y vacuas.

Cuando la plegaria es perseverante, demuestra ser confiada. Ningún otro adjetivo, ninguna otra cualidad resulta, en cualquier oración, tan fundamental e inexcusable. La consecuencia que más directa y llanamente cabe deducir de la parábola del amigo importuno, antes que una exhortación a no desistir jamás en nuestras súplicas, es simplemente—así se colige de las palabras que Jesús a continuación pronuncia—la certeza de ser siempre escuchados, la seguridad honda, inconmovible, que debe calificar toda oración cristiana: «Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe, y el que busca, encuentra, y a quien llama, se le abre» (Lc 11,9-1o). Los sentimientos de quien se arrodilla ante Dios para pedir algo, bien podrían ser resumidos en esta frase de Cristo dirigida a su Padre: «Yo sé que siempre me oyes» (Jn 11,42). De ahí que podamos, sin hipérbole ni injuria, hablar sobre la omnipotencia de la oración: no es sino la versión a términos psicológicos de la omnipotencia de Dios. Si el movimiento se demuestra andando, la existencia y providencia del Señor demuéstranse rezando.

En la buena oración se dan cita amigable todas las virtudes. ¿No es ya, por su misma esencia, la plegaria una «exteriorización de la esperanza»? 9 ¿No manifiesta la oración, por el mero hecho de ser formulada, la fe del que pide en aquel a quien pide? La fe constituye un requisito imprescindible para que la plegaria sea eficaz: «Por esto os digo: todo cuanto pidiereis

9 SANTO TOMÁS, Suma Teol. 2-2,17,4.

al orar, creed que lo recibiréis y se os dará» (Mc 11,24). «Todo es posible al que cree» (Mc 9,23); aun las cosas más inverosímiles, cual sería trasladar de sitio las montañas (Mt 21,21) o hacer que un árbol se desarraigue por sí solo y se trasplante al mar (Lc 17,6). Juan explica luego en qué consiste esta fe que los Sinópticos se limitan a exigir: «Si permaneciereis en mí y mis palabras permanecieren en vosotros, pediréis cuanto quisiereis y se os concederá» (Jn 15,7). Se trata de una fe que no significa solamente aceptación de la palabra de Cristo, sino incorporación a su vida divina.

La oración que tiene su cimiento en la fe presupone que el creyente, cuando ora, no se apoya en la convicción de ningún mérito para ser escuchado, de ningún derecho a ser oído. Si pensamos, como los israelitas, que el poder de nuestra plegaria estriba en alguna condición nuestra—en el hecho, por ejemplo, de que somos descendencia de Abraham-, carecemos de la fe que fecunda toda oración.

Igualmente presupone la oración correcta un cierto estado de caridad en quien ora; exige, antes de ser practicada, la deposición de toda querella contra nuestros hermanos: «Cuando os pongáis en pie para orar, si tenéis algo contra alguien, perdonádselo primero» (Mc 11,25). ¿Y no es precisamente la caridad lo que convoca a los fieles para esa plegaria de particular eficacia, la plegaria en común? «Os digo en verdad que, si dos de vosotros conviniereis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, mi Padre, que está en los cielos, os lo otorgará» (Mt 18,19). ¿No es asimismo la caridad el acicate de la oración cristiana, en la cual ruegan los unos por los otros? «No ceso de dar gracias por vosotros y de hacer de vosotros memoria en mis oraciones para que el Dios de Nuestro Señor Jesucristo y Padre de la gloria os conceda espíritu de sabiduría y de revelación en su conocimiento» (Ef 1,16-17).

Hacer memoria de los demás, acordarse de las ajenas necesidades... Los dos únicos paréntesis de efusión personal que al sacerdote se conceden durante la misa son los dos mementos, para que en ellos, olvidándose de sí propio, pida por los vivos y difuntos, para que su caridad tenga ocasión de concretarse en nombres propios, para que sea generosa y no desmemoriada su oración, muy atenta a la penuria de tantos hermanos.

Estamos tratando de la oración de súplica: llamad, buscad, pedid; cuanto pidiereis...

Nos preguntamos, sin embargo, si tienen algún sentido estos ruegos. En efecto, ¿cómo hacerlos compatibles con la inmutabilidad de Dios? Jesús no explica cómo; simplemente remite la solución al amor todopoderoso. Dirigíase a hombres que estaban muy familiarizados con la plegaria y que tenían una noción del Señor como Dios operante y comprometido en la historia de su pueblo. Más tarde hubo que averiguar y explicar algo bien elemental y básico: que los designios divinos, inmodificables desde la eternidad, no fueron tomados sin antes consultar al amor y sin prever estas humildes imploraciones. Pero entonces, si todo se halla ya previsto y decidido, la dificultad continúa en pie: ¿no resulta también así inútil cualquier oración? Para Dios, en cierta manera, sí es inútil: «De sobra sabe vuestro Padre lo que habéis menester antes de pedírselo» (Mt 6,8). Mas para nosotros en modo alguno es superflua. Aparte de que el logro de nuestros deseos bien puede estar, en los eternos decretos, condicionado a nuestra oración, ya ésta revélase en sí misma de utilidad incalculable. ¿No es, como cualquier obra buena, un acto meritorio? ¿No profundiza acaso nuestra humildad cuando nos fuerza a reconocer nuestra dependencia y su soberanía, nuestra pobreza y su riqueza? Si todo nuestro mal comenzó con el orgullo, que la humildad de los ruegos nos encamine ahora hacia la restauración. Al obligarnos Dios a rezar, oblíganos a acordarnos de El; quiere así que su amor se nos haga explícito y, por tanto, exigente. ¿Y no constituye, además, la oración como una purificación de nuestros deseos? Cuando éstos son expuestos en presencia del Señor, pierden su urgencia viciosa y desazonadora. Si de veras, con el corazón, nos situamos ante Dios, ante nuestro bien total, ¿qué queda de los bienes particulares que apetecíamos? Queda todo, pero en su lugar, a título de bienes parciales y subordinados. La segunda parte de toda súplica bien hecha resulta lógicamente sobrentendida y a menudo obtiene formulación expresa: «Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Más de una vez puede ocurrir que su fruto sea paradójico, inmensamente mayor: en vez de conseguir lo que deseábamos, conseguimos que desaparezcan nuestros deseos.

Jesús aseguró: «Todo aquello que pidiereis en mi nombre, para que el Padre sea glorificado en el Hijo, yo lo haré» (Jn 14, 13). La promesa de la eficacia queda bien a las claras restringida por dos capítulos: dicha promesa se refiere únicamente a las peticiones hechas en nombre de Cristo y cuyo objeto es la glorificación de Dios. Ambas condiciones forman evidentemente una sola, ya que la gloria del Padre consiste en que los hombres se incorporen a su Hijo, y la adhesión a éste ninguna otra finalidad puede tener que no sea la alabanza del Padre. Buscamos la gloria de Dios siempre que nos asimilamos los sentimientos de Jesús. Cuando éste, pocas horas antes de la pasión, se atreve a pedir: «Padre, la hora es llegada, glorifica a tu Hijo», no termina su súplica sin añadir a continuación: «para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 1'7,1). Nunca llamó Cristo al Padre para que fuese satisfecho un deseo personal; jamás pidió «legiones de ángeles» (Mt 26,53) para su propio servicio. Sus oraciones—cuando son impetratorias, pues abundan mucho más las de alabanza y acción de gracias—miran siempre al blanco de la gloria del Padre y extensión de su reino: reza para que Pedro conserve la fe (Lc 22,32), para que sus discípulos tengan un consolador que los ilumine (Jn 14,16), para que todos ellos puedan, junto con El, alabar al Padre en los cielos (Jn 17,24).

Ahora bien, ¿no resulta en verdad decepcionante esa limitación impuesta por Cristo a su promesa de asistencia? ¿Qué hacer de estas oraciones, nuestras oraciones más habituales, en las que pedimos el pan y la sal de la tierra? «Vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden» (Lc 11,13). ¿Y todo lo demás, eso tras lo cual nos afanamos y gemimos? Basta, para tranquilizarnos, recordar que la gloria del Padre, la consolidación de su reino, todas esas cosas solemnes y vastísimas que dan nobleza a nuestras mejores aspiraciones, coinciden exactamente con nuestro propio bien, con nuestro provecho más verdadero y personal. Dios no da una piedra a quien le pide un pan, no da una culebra a quien le pide un pez. Tampoco da un cuchillo al niño que le pide un cuchillo para jugar. Si tuviéramos fe viva, si pidiésemos con pureza, ¿qué más nos importaría obtener lo que pedimos que vernos privados de ello? «Bien sabe vuestro Padre lo que habéis menester».

No obstante, hay algo que nos duele más que salir del templo con las manos vacías: es salir sin haber escuchado una palabra suya. ¿Por qué, nos preguntamos acongojados, este gran silencio de Dios? ¿Por qué con tanta frecuencia nuestras oraciones son nada más un largo y enojoso monólogo al que nadie contesta? Tengamos fe: Dios aguarda, el tiempo y la eternidad son suyos. ¿Qué es, al fin y al cabo, esta vida nuestra sino un corto gemido? La eternidad será la respuesta larga, inacabable, sabrosa, a nuestras áridas oraciones de hoy. Tengamos fe.

Tengamos perseverancia. Oremos sin descanso, con método, con mucha humildad. ¿Por qué huimos de la oración? ¿Por qué, antes que hacer oración, preferimos hacer cualquier otra cosa: por ejemplo, hacer apostolado, hacer caridad, hacer libros sobre la oración? ¿Por qué? Tal vez, al huir de la plegaria, no huimos de El, sino de nosotros mismos, de ese penoso espectáculo de nuestra miseria y vaciedad que una oración sincera haría demasiado patente...

 

4. La oración humilde

Es menester ahora subrayar otra cualidad que toda oración, para ser aceptable, debe poseer: humildad. Jesús se preocupó de inculcárnosla valiéndose de cierta parábola, que, una vez oída, ya no se olvida nunca.

«Dos hombres subieron al templo a orar, el uno fariseo, el otro publicano. El fariseo, en pie, oraba para sí de esta manera: ¡Oh Dios! Te doy gracias de que no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni como este publicano. Ayuno dos veces a la semana, pago el diezmo de todo cuanto poseo. El publicano se quedó allá lejos y ni se atrevía a levantar los ojos al cielo, y hería su pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, sé propicio conmigo, que soy pecador. Os digo que bajó éste justificado a su casa, y no aquél. Porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado» (Lc 18,10-14).

Notemos esto: el fariseo era un hombre irreprochable; ninguna razón tenemos para dudar de ello. Cumplía la ley y más que la ley. Ayunaba dos veces por semana—seguramente los lunes y jueves—, mientras que su obligación estricta era simplemente ayunar una vez al año, el día de la Expiación. En cuanto a los diezmos, la ley los exigía nada más del agricultor: «las décimas del trigo, del mosto y del aceite» (Dt 14,23); pero nuestro fariseo, quizá pensando que las mercancías que compraba no habían sido sometidas por su vendedor al sistema del diezmo, separaba para el templo la décima parte de todo cuanto adquiría.

Era un israelita intachable, uno de aquellos que los oyentes de Jesús hubiesen reputado como modelo y espejo para toda la casa de Judá. No obstante, es condenado. ¿Por qué? San Gregorio afirma muy gráficamente: «Quien acumula virtudes sin humildad, lleva polvo contra viento» 10.

¿De qué se vanagloriaba el fariseo? De sus virtudes. Y la soberbia es tanto más execrable cuanto más altos y más personales son los valores de los cuales el alma se ensoberbece. Si aquel hombre se hubiese mostrado vanamente satisfecho de sus tierras y ganados, incluso de su conocimiento de las Escrituras, su vanidad habría sido mucho menos funesta. Pero los valores morales son los más elevados—al paso que los más personales, los más estrictamente pertenecientes al sujeto—; de ahí que ese orgullo que en ellos se funda posea la máxima malicia: el orgullo significa la prostitución de los valores, la abusiva utilización de ellos para el propio provecho, y a nadie se le oculta que la perversión de lo mejor es la peor perversión.

Prohíbe la humildad que te gloríes de tus virtudes y facultades. Prohibe incluso que te goces en ellas con secreta fruición. Y aún exige más: exige que en cierto sentido te niegues a percibirlas, a medirlas, a constatarlas. Es característico de los valores que pertenecen a la vida interior que permanezcan ocultos, velados a la propia mirada. La mirada del hombre es de fuego y podría consumirlos; la mano del hombre es impura y desflora cuanto toca. Esto no impide, evidentemente, que consideres bien cuáles son tus talentos; mas los talentos nunca habrás de mirarlos como valores, sino como deberes; no como un tesoro de bienes, sino como un conjunto de responsabilidades. Has de percatarte nada más, cuando ponderes tus talentos, de lo relativo: la distancia que hay entre lo que has hecho y lo que, con un buen uso de esos talentos, deberías haber hecho. La misma humildad, ella misma, te disuadirá de aquella contemplación: implica la humildad la conciencia de

10 In Evang. hm. 1,7: ML 76,1103.

cuán frágil es y, por consiguiente, cuánta temeridad sería exponerla a la tentación de admirar tus dotes y cualidades.

Humildad, cosa muy delicada. Constituye la más alta virtud de la criatura, ya que el amor es virtud de Dios y en nosotros se da como virtud participada. Si el amor es la vida de toda virtud, la humildad es la condición previa de cualquier virtud. Cuanto se ha dicho del amor teologal respecto a las virtudes, acerca de su universalidad y necesidad, puede también afirmarse de la humildad en otro nivel. Prueba de que la humildad debe entrar en la composición de toda genuina virtud es que la soberbia constituye el elemento decisivo de todo pecado. Soberbia fue el pecado original y soberbia es cada uno de nuestros pecados personales. Aun en aquellos que parecen totalmente inspirados por la concupiscencia, en los cuales la conversión a la criatura apenas deja margen ninguno a la aversión al Creador, existe soberbia, y es precisamente la soberbia quien les confiere entidad de pecado: no pecamos tanto por «rebajarnos» a viles acciones cuanto por «levantarnos», en el momento de ejecutarlas, contra el Señor que las prohibe.

Comienza por reclamar de nosotros la humildad un sincero acatamiento de nuestra condición de criaturas. ¿Te reconoces, de verdad, criatura? A menudo lo compruebas al darte cuenta de tu impotencia, de tus límites; pero ¿aceptas tu situación sin enojo? ¿La contrastas suficientemente con el rango del Creador? Has de reconocer y admitir sin rebeldía tu notoria incapacidad, tu desamparo, la desproporción entre tus sueños y tus saldos. Por otra parte, la humildad cristiana exige de ti algo nuevo: que simultáneamente reconozcas el insospechado valor de tu alma a la luz de la economía redentora. Perteneces al número de los rescatados por los cuales el Hijo del hombre ofrendó su vida entre gemidos. Que Santa María—la que tan admirablemente vivió el equilibrio de su condición de madre de Dios y su condición de «esclava del Señor»—te enseñe a conciliar, con tu humildad de criatura, tu nobleza de hijo de Dios. Tu nobleza y también tu humildad de hijo de Dios. Pues la consideración de tu nuevo linaje ha de moverte a mayor humildad. «¿Qué posees que no hayas recibido?» (I Cor 4,7). Si los sentidos y potencias te han sido dados de balde, mucho más gratuitamente has recibido la gracia: de ella no sólo eras digno, sino positivamente indigno.

El fariseo no tiene mayor inconveniente en reconocerse criatura de un Dios todopoderoso. Su boca está llena de alabanzas a Yahvé, el Eterno. No se propone destronar a Dios de su corazón. Pero sí toma todas las medidas oportunas para que Dios no lo destrone a él. Se rodea de defensas: se provee de derechos frente a Dios. Estas defensas, estos derechos, son sus «obras». El fariseo confía en sus obras: en su rectitud, en su honorabilidad; se considera así invulnerable ante el Señor Juez. De ahí que guste de compararse con los otros hombres, porque esto redunda en su propio honor: «No soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni como este publicano». No sin razón escribía San Agustín: «Por eso me atrevo a asegurar que es bueno que el orgulloso caiga en algún pecado público y manifiesto» 11.

La humildad exige que demos por nulo todo cuanto es nuestro, de nuestro acervo. Sólo en el Señor se halla la salvación. No en el Dios justo de los fariseos, sino en el Dios misericordioso de los pecadores. Se nos pide, pues, no sólo que reconozcamos nuestra indigencia de criaturas, sino también nuestra condición de pecadores. Tampoco se te ocurra confesarte el mayor pecador del pueblo: ¿quién eres tú para asignarte un lugar? En muchas protestas de humildad desaforada late un germen de orgullo. ¡Ah, éste es fecundo en invenciones ingeniosas! Sin duda que algún fariseo que escuchó la parábola de Jesús se colocaría desde entonces en el rincón más apartado del templo. ¿Por qué? Porque así gozaba el indecible placer de añadir una virtud más a su lista de virtudes: «Soy justo, soy casto, soy limosnero, soy abstinente y, además, soy humilde». Nueva exigencia de la humildad: que reconozcas que eres una criatura, que reconozcas que eres pecador y que reconozcas también que eres soberbio.

Esto nos sugiere ya que no podemos adquirir la humildad por propia industria. De tal forma sólo lograríamos ser modestos, lo cual a menudo significa el arte de disfrazar de humildad la soberbia. Sólo contemplando a Dios adquirimos la verdadera medida de nuestra pequeñez y nuestra maldad. ¿Contemplando al Dios altísimo y benévolo, al Dios majestuoso e inmortal? Esto, en verdad, bastaría para anonadarnos. Pero la humildad típicamente cristiana va más lejos: se postra ante un Dios humillado.

11 De civ. Dei 14,13: ML 41,422.

Nos inclinamos ante alguien que vale más que nosotros y nos creemos humildes: esto, sin embargo, no es humildad, no es más que pura justicia. Ante quien debemos doblegarnos es ante aquel que a nuestra mirada aparece como pobre, débil e inferior. Y no sólo hemos de admitir que esto ante lo cual doblamos la rodilla posee también su valor: tenemos que aceptar que tiene un valor inmenso precisamente porque es pequeño y resulta despreciable a los ojos del mundo. Lo cual cuesta trabajo, pues no es sólo la voluntad la que se irrita, es el pensamiento también quien se rebela, y hace falta abrasarlo en la ardiente oscuridad de la fe. Unicamente por medio de la fe, sustentados en la gracia, podemos llegar a semejante humildad. No es la humildad cristiana una armonía contrapuesta a esa desarmonía que lleva aneja toda soberbia: es más bien una desarmonía de sentido contrario, lo único que puede compensar la quiebra del orgullo. «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,5-8). La humildad cristiana consiste en participar de la humildad de la encarnación.

El fariseo no puede soportar la idea del Dios-Hombre, pues este pensamiento arrojaría una luz demasiado cruda sobre la vaciedad de su alma. Prefiere pensar en el hombre-Dios, es decir, en el hombre digno de Dios.

Decíamos antes que el amor es virtud participada de Dios y que la humildad es la virtud básica y característica de la criatura. Mas he aquí que también la humildad puede ser ya una virtud participada del Señor; puede y debe serlo, ya que únicamente el Hijo del hombre es la fuente y ley configuradora de todas nuestras virtudes.

A ninguno de nosotros, que desde la infancia hemos oído incontables veces explicar la parábola del fariseo y el publicano, se le ocurrirá jamás identificarse con el fariseo y rezar empleando sus palabras. Por un instinto secular nos ponemos al lado del publicano. Debemos, sin embargo, preguntarnos: ¿Con qué derecho lo hacemos? ¿Con qué derecho nos apropiamos los sentimientos de este hombre? ¿Quién nos autoriza a juzgarnos humildes como él? Porque lo que hacemos, al situarnos mentalmente al fondo del templo, no es tanto reconocernos pecacores cuanto presumir de humildad.

Ya aludimos a esta presunta y falsa modestia del fariseo astuto. En realidad no nos hemos convertido: lo que hemos hecho ha sido retroceder unos metros con nuestro saco de soberbia al hombro para cargarlo, en la tiniebla del rincón, con un título más, con un género de orgullo peor, más fino, más difícil de percibir y combatir. Hay otra forma, además de esa que consiste en presentarse uno como irreprochable y justo a la luz del sol; hay otra forma, digo, de concitar las miradas de admiración: dándonos en la oscuridad unos golpes de pecho que resuenen en las bóvedas. «Hay quien va encorvado y enlutado, pero por dentro está lleno de hipocresía» (Eci 19,23). La Vulgata traduce: nequiter humiliat se, se humilla malamente. En cierta ocasión habla San Bernardo de nuestra tendencia a descubrir las faltas «no porque seamos humildes, sino a fin de que se piense que lo somos»; y se pregunta: «¿Qué cosa más extraña e indigna que querer parecer mejor por aquello mismo que os hace parecer peor?» 12.

Hay una peste más nefasta que la lepra, y más contagiosa: la del fariseísmo. Y existe un fariseísmo peor que el del fariseo: el del falso publicano. « ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que recorréis mar y tierra para hacer un solo prosélito, y luego lo hacéis hijo del infierno, dos veces peor que vosotros!» (Mt 23,15). Si, no hay duda; el fariseísmo retorcido es doblemente más funesto. Porque el falso publicano gloríase de valores morales, y, entre éstos, de los más eminentes: no ya, como el fariseo, de su pureza o de su justicia, sino de su humildad y su caridad.

Anda el falso publicano pregonando su caridad porque declara a voces que él no es como los fariseos, pues él nunca juzga a los pecadores, no les mira con altanería, no es capaz de humillarlos. He aquí justamente su perverso orgullo, tan sutil. He aquí también, al dorso, su terrible pecado contra la caridad: él no fustiga a los pecadores públicos, pero increpa,

12 Serm. 16 de Cant. Cant. to: ML 183,853.

con redoblada violencia, a los que cree fariseos. Y no les achaca los pecados que éstos ordinariamente censuran: deshonestidad, incumplimiento de las leyes rituales, desacato de la autoridad, sino otras cosas mucho más graves: convencionalismo, mentira, ausencia de amor.

Esta es la parábola del fariseo, el publicano y el falso publicano.