CAPÍTULO XXVII

MARTA Y MARÍA

 

1. Superioridad de María

Betania fue el refugio de Jesús, un lugar de abrigo.

Decir Betania es decir la casa de Lázaro, Marta y María. «Betania»: y el corazón del Hijo del hombre, al conjuro de semejante palabra, surgida al azar de la conversación, confortábase extrañamente. Decir hoy Betania en el mundo cristiano es decir hospitalidad.

En aquella casa encontró Cristo un amigo—«Lázaro, nuestro amigo» (Jn 11,11)—, unas manos que esmeradamente le atendían—«Marta estaba atareada en los cuidados del servicio» (Lc 10,40)—y unos oídos dóciles, enamorados, prendidos de su palabra—«María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su doctrina» (Lc 10,39)—. Cristo halló en Betania amistad, solicitud y comprensión (comprensión: hasta donde su alma podía ser comprendida por una criatura, hasta donde su mensaje podía ser asimilado sin las luces de Pentecostés).

No ha olvidado Lucas relatarnos un conmovedor episodio ocurrido en aquella casa. Jesús se encontraba allí, como tantas veces. Afanábase Marta preparando lo que convenía al servicio del Maestro, mientras su hermana permanecía sentada, embelesada, oyendo cuanto éste decía. Llegó un momento en que la hacendosa mujer, enojada ya por la larga inactividad de María, no pudo contenerse y se quejó: «Señor, ¿no te importa nada que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude. El Señor le contestó: Marta, Marta, te angustias y turbas por muchas cosas; una sola cosa es necesaria. María ha escogido la mejor parte, que no le será quitada» (Lc 10,40-42).

Desde que el evangelio fue escrito, no ha cesado de ser encomiada la santa pasividad de María a los pies del Maestro. Puede de ello decirse lo mismo que fue profetizado acerca de aquel otro gesto, cuando fue ungida con perfume de más de trescientos denarios la cabeza del Señor: «En verdad os digo, dondequiera que sea predicado este evangelio en todo el mundo, se hablará también de lo que ha hecho ésta, para memoria suya» (Mt 26,13). Ha sido María una mujer afortunada, que ocupó desde el principio lugar muy privilegiado en la estimación de la Iglesia. Su recogimiento absorto, su desasimiento de todo lo terreno, de todo aquello que constituía la ocupación y preocupación de Marta, ¿no es por ventura una feliz anticipación de la vida celeste? Había entendido ella muy bien que sólo importa «buscar el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33), y todo lo restante, al lado de un interés tan primordial, empalidecía, venía a hacerse «añadidura» baladí. Este es justamente el sentido de la alabanza que Jesús le dispensa: María ha sabido ceñirse a esa «única cosa necesaria». Cuanto su hermana hacía no dejaba de ser bueno y laudable, pero en aquel momento constituía una dispersión del espíritu. Eran «muchas cosas»: la pluralidad, la división, la falta de unidad y coherencia, he aquí el objeto de la censura que Cristo le dirige. Marta se acongoja porque es presa de la impaciencia, porque se siente víctima de esa agobiante disgregación propia de lo temporal y terreno, mientras María, reduciéndose a lo esencial, inaugura ya aquí abajo la dichosa, quieta y plenaria existencia futura, descrita así por San Agustín: «Ha pasado el trabajo de la diversidad y permanece el amor de la unidad» 1.

Es más santo, es más deseable aquello que prefigura ya en esta vida el esplendor de la vida venidera. Es superior la virginidad al matrimonio, porque la vida bienaventurada será virginal (Mt 22,30). Y entre ambas condiciones, entre la existencia virginal y la actitud unitaria del espíritu, sabido es que se da una muy estrecha relación, relación que ya Pablo hizo explícita: «Yo os querría libres de cuidados. El célibe se cuida

1 Serm. 104,2: MI_ 38,617.

de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado ha de cuidarse de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, y así está dividido» (i Cor 7,32-34).

Esta venturosa reducción a la unidad por eliminación de lo superfluo resplandece de modo eminente en el recogimiento.

Es el recogimiento lo contrario de la multiplicidad, lo contrario de esa atención del espíritu repartida en muchos menesteres, seducida por muchos fulgores, extenuada. Pero el verdadero recogimiento se opone asimismo a las formas pobres y mundanas de concentración, bien sea la concentración en lo superficial o bien en aquello que, aun siendo profundo en un sentido puramente humano, no coincide con el centro de interés de lo religioso. No dista menos del recogimiento por Cristo recomendado el que anda en un revuelo incesante, en una dispersión continua, que aquel otro que ha entregado todo el vigor de su mente a una preocupación profana. No está más lejos de sí mismo el que se desparrama en mil faenas o breves deleites que quien se halla replegado sobre un punto de su ser donde el yo religioso no anida. El «habitar consigo mismo», aquella espléndida consigna de San Benito, solamente se logra cuando el alma ha llegado a compenetrarse con su Dios, ya que Dios «me es más íntimo que mi misma intimidad» 2.

María de Betania, arrobada en la consideración de las palabras de Jesús, encandilada por su rostro divino, es patrona de la contemplación. Lo que a ésta caracteriza es precisamente la postura apacible de María, esa actitud en la cual, al contrario de lo que sucede en toda acción, descuellan las dos notas excelsas, superiores, del reposo y la receptividad.

En la contemplación prodúcese una distensión bienhechora, una liberación de todo lo accidental y trabajoso, seguida de la más resuelta tensión hacia «lo único necesario». Postura feliz que no significa huida ninguna, sino, al revés, colocarse sabiamente a una cierta distancia que permita de un golpe abarcarlo todo, todo esto que es perecedero y secundario, percibiendo muy atinadamente el lugar que cada cosa ocupa en un orden más amplio, invulnerable y total. El objeto de nuestra contemplación resume todos nuestros apetitos y a él confluyen todas nuestras miradas. Nos interesa por sí mismo, no

2 SAN AGUSTÍN, Conf. 3,6: ML 32,688.

como un medio para obtener otros fines. Es la única actitud respetuosa y adecuada hacia el Señor Dios y, puesto que descansa en su objeto como en su fin último, carece de esa penosa proyección hacia el porvenir que califica la concatenación de los medios, la laboriosidad de la vida terrena. Anticipa la eternidad—su parte «no le será quitada»—por la quietud y por la riqueza que el alma asimila mientras contempla y calla, abiertos sus oídos a la Palabra, abiertos sus ojos a la Luz, abierto su seno al Verbo, que es Hijo.

Bien sabéis que el mundo valora principalmente cuanto es actividad y fuerza, éxito visible y grandeza mensurable. También en la Iglesia existe el peligro de que cunda semejante criterio. El día en que la eternidad se inaugure, aquel día en que las cosas ostenten su verdadero precio y no el aparente y postizo que los hombres convencionalmente les hemos adjudicado, el gran día del juicio, vendrá a producirse súbitamente una desconcertante inversión de valores. Veremos entonces cómo se alza poderoso lo que aquí parecía débil, cómo avanza hasta el primer puesto aquello que en la tierra permaneció oculto e ignorado. Lo exterior, en cambio, todo brillo y nombradía, lo que en el mundo gozó de mayor aceptación, veremos con asombro cómo se hunde y se extingue; permanecerá lo exterior en tanto en cuanto se vea respaldado por lo interior, en la medida en que contenga una realidad. Conoceremos entonces los méritos, las verdades, las intenciones.

Es muy fácil dejarse llevar por la tendencia a conceder valor a lo que reluce y negárselo a cuanto persiste en la oscuridad. Es muy fácil abandonarnos a esa multiforme concupiscencia de lo que triunfa y se afirma sobre la tierra. Deseamos vencer, ser nombrados, hacernos oír. Los hombres de la Iglesia no están libres de tales tentaciones. Dentro de ella existen grados y categorías públicamente reconocidos, con sus reputaciones más o menos sólidas, sus puntos de influencia y poderío; existe, y bueno será que no lo ignoréis, como un «mundo» que es réplica de las estructuras que configuran toda sociedad humana y receptáculo muy apropiado para que en él se instale y prospere aquel «espíritu del mundo» que Jesús condenó.

No obstante, se da también un peligro diferente, de apariencia contraria. Vencer significa luchar, y la lucha, aunque a cierto plazo más o menos largo reporte éxitos, engendra, a un plazo más corto, fatiga y fricciones. No es nada improbable que el luchador se sienta en algún instante acpsado por la tentación del desaliento, por el confuso deseo de abandonar la pelea, deseo enmascarado de sugestiones prestigiosas: «Vete al desierto». Es entonces cuando la vida contemplativa aparece aureolada por una rara fascinación. ¿Acaso no representa ella «la mejor parte»? Ciertamente lo es, es la mejor parte; mas esto no quiere decir que sea la parte más fácil, la más cómoda, la más deseable humanamente. La pasividad de María constituye «un ocio nada ocioso» 3.

¿Con qué propósito sueñas retirarte a la soledad? Retiro, retirarse... He aquí otro vocablo de la misma familia: «retirada». ¿Vas al desierto como quien huye? Huir ¿de qué? ¿De los sufrimientos que engendra la convivencia? Allí encontrarás otros, más sutiles y lacerantes. ¿Huir de los enemigos del alma? Tu cuerpo lo llevas a cuestas, tu demonio entrará por cualquier rendija hasta la más estricta clausura, y el mundo puede sentar sus reales en el patio de todo monasterio. Encontrarás allí peligros muy característicos y nada desdeñables: el peligro, por ejemplo, de cultivar morbosamente la soledad (el alma que renuncia a todo para abrazarse con la vida solitaria debe renunciar antes que nada a la sensación placentera de su soledad). O el peligro, en cambio, de irritarse por no hallar la soledad buscada: junto con el contemplativo, pegado a sus flancos, marcha al desierto todo el cortejo de los rostros que dejó en el mundo; pues la soledad no se edifica sobre el aire, sino sobre la tierra, sobre el mantillo de los recuerdos. Otro peligro muy probable: el desprecio de los hombres que han quedado en la ciudad, entorpecidos por «muchas cosas». ¿No sabes que el más terrible pecado es la insolidaridad? ¿No sabes que toda santidad, para ser auténtica, necesita ser comunitaria? Lo cual significa dos cosas: que los bienes de cada alma aprovechan a todos sus hermanos y que sólo se producen verdaderos frutos cuando uno ha sacrificado ya sus bajas codicias, incluso las espirituales.

El hombre que se retira al desierto no huye de la carne ni del demonio—«los lugares áridos» son asiento de Satán (Lc 11, 24)—, ni mucho menos de la compañía ingrata de otros hom-

3 SAN BERNARDO, In Assumpt. V. M. 2,9: ML 183,421.

bres. No huye: marcha a la vanguardia más expuesta del combate, y lo sabe. Si acaso, huye del mundo, de ese mundo cristiano que es cristianismo mundano, para conservar intacta entre los chacales la memoria de los mártires.

Propiamente la vida eremítica empezó cuando el mundo se hizo oficialmente cristiano, cuando cesaron las persecuciones, cuando el cristianismo triunfante se mundanizó. (¡Ah, el peligro de las victorias! Uno de los tres vicios que monseñor De Smedt, obispo de Brujas, achaca a la Iglesia contemporánea es el «triunfalismo».) ¿Se acaba ya esta época? ¿Volvemos hoy a los tiempos primitivos, a los días en que vírgenes y contemplativos vivían dentro de las cristiandades, en estrecho contacto con el pueblo? De hecho hay ya miembros de institutos contemplativos en las fábricas, en los talleres, en los puertos, circulando por las calles de las ciudades más populosas.

María de Betania, Santa María, protégelos, guárdalos junto a ti. Y persuade a Marta para que no se embarace en «muchas cosas». Quédate con ella para que ella, al fin, acabe sentándose a tu lado.

 

2. Reivindicación de Marta

María eligió la mejor parte. Lo dijo Jesús, con palabras que tienen un fuerte sabor de sentencia, de fallo. Pero esto precisamente, que confiere a la frase el acento inapelable de un juicio divino, nos induce a acotar bien el ámbito y alcance de tales palabras. Se trata de una frase polémica, en contestación a la queja presentada por Marta. Aparte de ese contraste entre «lo único necesario» y «las muchas cosas», entre la búsqueda del reino y las añadiduras, la comparación viene a establecerse entre la vida contemplativa y la vida activa, no entre los contemplativos y los activos. Creemos que vale la pena esta distinción; precisamente porque es posible—recomendada, exigida—la contemplación en los hombres activos, e incluso durante la misma acción, según el lema de In actione contemplans.

«Más dichosos son los que oyen la palabra de Dios y la guardan» que la madre del Señor por el mero hecho de haberlo gestado y amamantado (Lc 11,27-28). Pero ¿no fue la Virgen precisamente quien mejor escuchó y guardó la palabra de Dios? ¿No fue ella, con mucha más razón que su homótíima de Betania, quien escogió de veras la mejor parte? Justamente el fragmento en que Lucas relata este episodio de baría y Marta es el que la Iglesia seleccionó antiguamente para evangelio de la misa de la Asunción. Sin embargo, ¿no alimentó y crió ella a su Hijo, y lo vistió, y lo cuidó con muy laboriosas manos? A buen seguro que no permitió Dios que se estuviera sentada en oración desatendiendo los cuidados del hogar. No suele ser providencia suya enviar ángeles cocineros para descargo de las amas de casa muy devotas. Donosamente dice Santa Teresa, cuando hace la defensa de Marta, que «si se estuvieran todas como la Magdalena, embebidas, no hubiera quien diera de comer a este divino Huésped» 4.

Y resulta que este divino Huésped sigue pasando necesidad y suplicando acogida en las casas de los hombres. ¿Qué hacer? ¿Contemplar la faz del Cristo glorioso o socorrer al Cristo hambriento?

Ruysbroeck dijo que, si en medio de un éxtasis oyese el lamento de un pobre, inmediatamente abandonaría la oración para ir en su auxilio. ¿Por qué? Algún comentarista lo ha explicado así: porque a menudo hay que anteponer lo más urgente a lo más importante. Pero esta explicación nos parece precaria en extremo e incluso bastante desafortunada. No creemos en verdad que ayudar al prójimo menesteroso sea más urgente y continuar en la oración tenga mayor importancia; mejor sería decir que lo más importante, lo único importante, «lo único necesario», es algo muy preciso que unas veces reclama de nosotros la quietud de la contemplación y otras veces nos obliga perentoriamente a dejarlo todo para ir en ayuda de los mendigos. Lo importante es siempre escuchar al Señor, y el Señor hay momentos en que habla dentro de la soledad de una celda y hace falta quedarse en ella para poder oírle; pero hay otros momentos en que el Señor habla, grita, gime en la calle, por boca de los desheredados, y es menester entonces acudir a la vía pública para ver qué es lo que quiere. Probablemente querrá un poco de pan y algo caliente. Anda, María, levántate y atiéndele.

Que Marta trabaje y María ore. ¿Que unos trabajen y otros

4 Camino de perfección c.17 n.5.

oren? No; que una parte de tu ser trabaje y otra parte de tu mismo ser siga contemplando a Jesús. Mas ¿cómo lograr semejante colaboración y alianza? No se trata de distribuir la atencióñ: esto supondría hacer mal ambas cosas y, sobre todo, incurrirías así en eso que constituye precisamente el objeto de la censura de Cristo, ese embarazarse en muchas cosas. San Francisco de Sales explica con mucha sencillez la convivencia, en una sola alma, de Marta y María: «Haz como los niños pequeños, que con una mano se agarran a su padre y con la otra cogen moras a lo largo de un seto» 5. No soltemos la mano izquierda para así recoger, con las dos manos, más cantidad de moras y más de prisa, porque esto equivaldría a rodar por el precipicio. Pero tampoco andemos constantemente obsesionados por el peligro que nos amenaza: no seríamos capaces de coger media docena de moras y nuestra desconfianza acabaría disgustando al Padre. Simplemente, cojamos moras y continuemos firmemente asidos de la mano paterna que nos sostiene. Sin obsesiones, sin angustias, sin ceder a la tentación de forjarnos problemas. ¿Por qué empeñarnos en volver difícil, con disquisiciones e inacabables análisis, lo que en el fondo no es otra cosa que una cuestión de simplicidad? Una madre que trabaja por sus hijos, ¿acaso no los ama mientras se afana por ellos? Muy acertadamente exhorta el Pseudo-Macario: «Que tu espíritu esté ocupado con el Señor como lo está el de un labrador con su labranza, el de un marido con su mujer» 6.

Santo Tomás demuestra que la vida contemplativa es más perfecta y meritoria que la activa 7. En otra ocasión afirma: «La vida activa que se ocupa de la transmisión a otros, por la enseñanza y la predicación, de lo que se ha contemplado, es más perfecta que la vida exclusivamente dedicada a la contemplación» 8. La razón es muy clara, y el mismo doctor la expone a renglón seguido: «porque aquella vida presupone la abundancia de la contemplación». O lo que es lo mismo y más explícito todavía: «Cuando alguien es llamado de la vida contem-

5 Introducción a la vida devota p.3 c.3.
6
Hom.
15,13: MG 34,584.
7 Suma. Teol. 2-2,182,1.2.

8 Ibid., 3,30,1
ad 2.

plativa a la activa, esto no se hace a modo de sustracéión, sino de suma» 9.

¿No fue la vida de Jesucristo vida activa? ¿No era EJ acaso el Maestro, el Apóstol? ¿No vino al mundo para dar público testimonio de la verdad? Y nunca dejó por eso, duränte sus correrías y predicaciones, de contemplar extasiadamente el rostro del Padre. El gozaba, es verdad, de visión beatífica, que por definición es inamisible. El era Dios. Esto no impide, sin embargo, que siga siendo el modelo supremo de nuestras almas. Su ininterrumpida visión de Dios posee toda la ejemplaridad deseable para nuestra vida contemplativa: precisamente porque sus frecuentes retiros «al monte», «a la soledad», «a un lugar desierto», nos obligan a nosotros a alejarnos también periódicamente del tráfago misionero hasta ese rincón quieto e ignorado donde podamos a solas comunicarnos con el Padre. Es necesario advertir esto: sólo si interrumpimos de vez en cuando las ocupaciones apostólicas para vacar a una oración reglamentada y estricta, seremos capaces de mantener el espíritu de oración a lo largo de una existencia atareada, sumida en los negocios del siglo o en la difusión activa del reino de los cielos. Unicamente la oración como acto hace posible la oración como actitud.

Una vez, a Santa Mónica, angustiada porque su hijo no quería convertirse a pesar de lo mucho que ella se esforzaba por conseguirlo, le aconsejó el obispo San Ambrosio: «En vez de hablar a tu hijo tanto de Dios, es preferible que le hables más a Dios de tu hijo».

También Kierkegaard dejó escrito: «Dios es alguien a quien se habla, no alguien de quien se habla». Muy cierto, al menos entendida la frase en un sentido de preferencia y no de exclusión. Sin embargo, ¿el hablar a Dios no presupone el haber oído hablar de Dios? Pablo se preguntaba ya: «Cómo creerán sin haber oído hablar de El y cómo oirán si nadie les predica?» (Rom 10,14).

Pero hay un tercer paso, un primer paso absolutamente inicial: tanto el hablar a Dios como el hablar de Dios implica por fuerza el hecho de que antes Dios haya hablado. La revelación del Verbo es lo primero de todo, algo sin lo cual todo lo

9 Ibid., 2-2,182,1 ad 3.

demás resulta inconcebible. También, por supuesto, en el ordeí puramente individual: «Tú no podrías oír nada bueno de mí si\antes no me lo hubieses dicho Tú a mí» 10. Pero sobre todo en un orden universal, en el orden de la humanidad religiosa. «En el principio era el Verbo», el Verbo mental y silencioso, en aquel principio de la eternidad sin principio. Después, en el principio de la historia, fue el Verbo operante y el Verbo pronunciado al exterior. Esta Palabra, dicha aún muy quedamente entre los susurros de los árboles y los elementales principios de la ley natural, en los tiempos de la más primitiva economía, fue subiendo de vigor hasta su pronunciación neta y perfecta en la encarnación. Siempre precedió ella a toda palabra humana.

Es característico de la estructura cristiana que esta Palabra sea transmitida a través de mensajeros. Según la providencia más usual, necesitan los hombres que otros hombres les hablen de Dios. Lo cual no obsta para que, de ordinario también, éstos únicamente se hagan oír de aquéllos cuando han pasado antes el suficiente tiempo hablando en soledad con el Señor, inmóviles, sentados a sus pies.

¿Quién puede dudar de la superioridad de la vida contemplativa sobre la vida activa, tomadas éstas desnudamente y en absoluto? ¿Y quién dudará de que es posible fusionar ambas vidas en la vida de un alma? Ahora bien, dentro de la Iglesia existen doctores, intérpretes de lenguas, expertos en el discernimiento de espíritus, predicadores; existen también hombres recluidos entre cuatro paredes o perdidos en el desierto. Tales hombres son útiles, son necesarios. No sólo para consolar al Señor escarnecido en el mundo, sino también para alentar, desde la lejanía, el ánimo de quienes pelean en la ciudad, para hacer fructuoso su cansancio y convincentes sus palabras. Estos, las gentes de vida activa, deben saberlo, para no atribuirse victorias que probablemente no son suyas. Los contemplativos, a su vez, han de considerar la superioridad de su vida de oración más como una responsabilidad que como un título de supremacía. Habrán de cuidarse ellos también mucho de no adjudicarse triunfos cuyo origen sólo Dios conoce. Si es menester insistir en la eficacia de las almas silenciosas en orden

10 SAN AGUSTfN, Conf. 10,2: ML 32,780.

a facilitar el fruto de los apostolados, preciso es también que esas almas se abran a la sospecha de que su propia vida se knantiene en el fervor y la caridad merced a la fatiga de alguien que ha pasado la noche preparando un pobre sermón de cuaresma.