CAPÍTULO XXVI

«AMARÁS»

 

1. El amor, «mandamiento regio» (Sant 2,8)

Entre la fiesta de los Tabernáculos y la de las Encenias media un par de meses sobrados, en los cuales resulta punto menos que imposible fijar la cronología de los hechos de Jesús. Son hechos que pertenecen al célebre «viaje de Jerusalén», ese viaje al que repetidamente Lucas alude y que sólo tendrá fin una vez cubierto el último trecho del monte Calvario. Es un largo viaje compuesto de muy variadas etapas, de pausas prolongadas, de rodeos, retrocesos e interrupciones. Las dificultades para datar los episodios hácense insuperables desde el momento en que Lucas se despega de Mateo y Marcos para barajar por su cuenta.

Durante estos dos meses, Cristo peregrina por Perea y Judea. Probablemente tras el regreso de los setenta y dos discípulos es cuando hay que situar aquella interpelación que hace a Jesús cierto doctor de Israel acerca del camino a seguir para alcanzar la salud. Los rabinos solían discutir incansablemente sobre el grado preciso que ocupaban, dentro del complejo de la Ley, los seiscientos trece mandamientos de que ésta se componía. ¿Cuáles eran los grandes y cuáles los pequeños? ¿Cuál era el mayor de todos? Las horas y las semanas, los años y las generaciones de escribas, sucedíanse sin fin y sin provecho, alineando objeciones, inventando sutilezas, afilando vanamente la punta del entendimiento, esterilizando la vida.

«Levantóse un doctor de la Ley para tentarle, y le dijo: Maestro, ¿qué haré para alcanzar la vida eterna? El le dijo: ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees? Le contestó diciendo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo. Y le dijo: Bien has respondido. Haz esto y vivirás» (Lc 10,25-28).

Pero esta solución planteaba una cuestión más radical: « quién es mi prójimo?» ¿Mi prójimo es únicamente el que es miembro de mi familia, el que pertenece a mi misma tribu, o es mi prójimo cualquier israelita? ¿O acaso lo son también los extranjeros, los gentiles, los idólatras? A esta pregunta Jesús va a contestar de muy sabia manera: no citará ningún versículo de la Ley, tampoco zanjará el problema con cuatro rotundas imprecaciones; contará una fábula. Así la enseñanza ha de ser más clara y penetrante, la deducción se desprenderá por sí sola y el mismo doctor no tendrá otro remedio que pronunciar las exactas palabras que Cristo había querido inculcar.

¿Tuvo lugar la escena en el camino de Jericó a Jerusalén? ¿Subía Jesús aquel día hacia la ciudad? Ascenso durísimo y peligroso: más de mil metros de desnivel y un terreno abrupto, propicio a las emboscadas. Cuando se remonta el sea level, parece que saca uno efectivamente la cabeza a flote. Por el Wadi el-Qelt se llega hasta la «subida de Adommim» (Jos 18, 17), el lugar de los sangrientos, de los atracadores homicidas, que obligaba a San Jerónimo a temblar y extraer las más temibles etimologías 1. Desde el camino es perfectamente apreciable el intenso color rojo de aquella escarpadura, teñida de manganeso.

«Tomando Jesús la palabra, dijo: Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en poder de ladrones, que le desnudaron, le cargaron de azotes y se fueron, dejándole medio

1 De situ et nom.: ML 23,870.

muerto. Por casualidad, bajó un sacerdote por el mismo camino y, viéndole, pasó de largo. Asimismo un levita, pasando por aquel sitio, le vio también y pasó delante. Pero un samaritano, que iba de camino, llegó a él y, viéndole, se movió a compasión, acercóse, le vendó las heridas, derramando en ellas aceite y vino; le hizo montar sobre su propia cabalgadura, le condujo al mesón y cuidó de él. A la mañana, sacando dos denarios, se los dio al mesonero y dijo: Cuida de él, y lo que gastares, a la vuelta te lo pagaré. ¿Quién de estos tres te parece haber sido prójimo de aquel que cayó en poder de ladrones? El contestó: El que hizo con él misericordia. Contestóle Jesús: Vete y haz tú lo mismo» (Lc 10,30.37).

Fecunda parábola. Se presta como ninguna a interpretaciones alegorizantes. San Agustín hizo un uso casi exhaustivo de ellas en aquella famosa página de las Cuestiones evangélicas 2. El «hombre» que bajaba de Jerusalén a Jericó no era otro que Adán, el cual, desde la paz, descendía hacia la muerte o «sitio de la luna». Los ladrones son los diablos, que despojaron al primer hombre de su inmortalidad. «Medio muerto»: muerto en cuanto sometido por el pecado, todavía vivo porque aún podía conocer a Dios. Simbolizan el sacerdote y el levita los auxilios inútiles del Antiguo Testamento. El samaritano es Jesús. La cabalgadura es su encarnación, y el ser puesto sobre el animal significa la fe en esa encarnación salvadora. El aceite es el consuelo de la esperanza, y el vino, la invitación a una conducta fervorosa. Los vendajes de las heridas, ¿qué otra cosa pueden representar sino el enfrenamiento de las pasiones? El mesón es la Iglesia, y los dos denarios significan los dos preceptos del amor. El mesonero es el apóstol Pablo.

Componía así el santo obispo una maravillosa lección catequética. Pero la doctrina moral que inmediatamente se deduce de la parábola es otra, mucho más sobria y desnuda. Ciertamente no están mencionados sin intención el sacerdote y el levita; a buen seguro que tampoco es casual atribuir al hombre misericordioso condición de samaritano. Todo ello está muy deliberadamente escogido para subrayar la nueva noción de prójimo que Jesús quiere promulgar. Porque ésta es la escueta y acerada enseñanza de su parábola: el amor al prójimo es hacer esto, y el prójimo es éste, un samaritano, un extraño.

2 Quaest. Evang. 11,19: ML 35,1340-1341.

Todos son prójimos. Todos han de ser objeto de mi amor. «Extiende tu amor—enseña San Agustín—por todas las partes del globo si quieres amar a Dios como es debido, pues los miembros de Cristo están dispersos por el mundo; si no amas la parte, estás partido; si no estás en todo el cuerpo, no estás en la cabeza» 3. Reducir el ámbito de los destinatarios del amor es una limitación muy grave, pues supone ya una corrupción del afecto: si amo únicamente a los míos, me erijo yo mismo en centro del amor, me amo sólo a mí mismo. En el amor cristiano no puede haber «acepción de personas» (Rom 2,11), ni distinción de razas—«ni griego ni judío»—, o de categoría —«ni esclavo ni libre»—, o de sexo—«ni hombre ni mujer»—, «puesto que todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28). El amor cristiano admite la predilección (Gál 6, i o; i Pe 2,17), pero nunca la exclusión. ¿Cuál iba a ser, si no, el distintivo del nuevo amor? «Si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de especial? ¿No hacen eso también los gentiles?» (Mt 5,47).

El amor es el primer mandamiento, lo que Santiago llamará «el mandamiento regio» (Sant 2,8). Este «precepto nuevo» (Jn 13,34) constituye la ley única y sustancial del nuevo reino.

Antes que ser un mandamiento de su doctrina, la caridad es para el reino una exigencia de su propia constitución: la Iglesia es Cristo, donación suprema. El Espíritu que Cristo comunica a su Iglesia no es otra cosa que «la caridad de Dios derramada en nuestros corazones» (Rom 5,5). La fórmula «en la caridad» coincide con la fórmula «en el Espíritu». Vivir en caridad se equipara a andar según el Espíritu (Ef 5,2; Rom 8,4); el cuerpo de Cristo se edifica por el Espíritu o por la caridad (Ef 2,22; 4,16), no de forma disyuntiva, conjuntiva ni equivalente, sino porque el Espíritu y la caridad son una misma cosa. (Lo cual evidentemente no significa que nuestra caridad sea la misma persona del Espíritu Santo, sino una participación suya, una centella en nuestros pechos infundida por el fuego septiforme: así como la gracia es una participación de la naturaleza divina, así nuestro amor es una participación del amor divino.)

Todo el complejo de la Iglesia visible, con su organización,

3 In lo. Epist. io,8: ML 35,2060.

su derecho, su jerarquía, hállase inspirado en el amor. El sacerdocio es un servicio de caridad; la absolución concedida al penitente significa un acto de autoridad al servicio de un hermano. Lo jurídico no es más que la caparazón del orden moral, y éste constituye tan sólo una expresión diferenciada de la única ley, que es el amor. ¿Qué tiene de sorprendente que ese amor con el cual el hombre debe responder al amor divino adopte la figura de la obediencia? Dios es el Señor, y si se inclina amorosamente sobre la criatura, este llamamiento de amor exige del hombre una respuesta adecuada: el amor divino es por esencia apremiante.

Desde luego, nosotros nos resistimos íntimamente a hacer coincidir el amor con la obediencia. ¿Por qué? Porque no sabemos qué cosa es el amor e ignoramos igualmente qué cosa es la obediencia. Hemos vaciado a ésta de todo su sentido hasta llegar a concebirla como algo contrapuesto al amor, el cual asimismo se ha visto reducido en nuestras manos a un puro sentimiento inoperante. Decimos que queremos obrar por amor y no por obediencia, es decir, libremente. Pero ¿qué significa una obediencia que no estribe en la libertad? ¿Y cuál es la definición de un amor que no acata la voluntad amorosa del amado?

Jesús entiende de otro modo ambas cosas. Según El, el amor consiste en la obediencia: «Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Jn 14,15). Según El, la obediencia no es otra cosa que amor: servará mi palabra aquel que me ama» (Jn 14,23). Para amar es preciso obedecer; y obedecer en sentido cristiano sólo es posible a quien ama. He aquí, justamente, la obedientia charitatis (1 Pe 1,22).

Hay un amor afectivo hacia Dios y un amor efectivo: aquél hace que nos deleitemos en Dios, y éste, que no es sino sumisión a su voluntad, hace que Dios encuentre en nosotros placer. ¿No son uno y otro, en el fondo, una misma cosa? Existe, es verdad, el amor de deseo, y el amor de complacencia, y el amor de gratitud, además de ese amor de «conformidad» en el cual consiste la obediencia. ¿No resultará decepcionante para el alma enamorada reducirlos todos a este último género de amor? Pero reflexionemos: ¿qué viene a ser, en definitiva, el amor de deseo sino la obediencia a ese impulso de acercarnos a Dios que El mismo ha sembrado en nuestro pecho? Y el amor de complacencia, verdadero amor que no se satisface con repetir «¡Señor, Señor!» (Mt 7,21), ¿qué significa sino el gozo de esforzarnos por que su nombre sea santificado y su voluntad puntualmente cumplida? El amor de gratitud, ¿no implica ante todo reconocer la voluntad bienhechora de Dios en cualquier merced que hayamos podido recibir?

Jesús nos ha ilustrado abundantemente sobre tales amores. Para El, amor de deseo era esto: «He venido a traer fuego a la tierra, ¿qué voy a desear sino que arda?» (Lc 12,49); como nosotros deseamos y apetecemos el pan, El deseaba su alimento propio: el cumplimiento de la voluntad paterna (Jn 4, 34). He aquí su amor de complacencia: «Hago siempre lo que le place» (Jn 8,29); «Yo te he glorificado sobre la tierra: he cumplido la obra que me encomendaste» (Jn 17,4). He aquí su amor de gratitud: «Te doy gracias, Padre, porque lo has querido así» (Lc 10,21). Amor y obediencia quedan fundidos en una frase suya, expresamente apologética: «Es menester que el mundo conozca que yo amo al Padre y que obro según las órdenes que el Padre me dio» (Jn 14,31). La obediencia cristiana, pues, no será sino la conformación con Cristo «hecho obediente» (Flp 2,8), con Aquel que «aprendió por sus sufrimientos lo que es la obediencia» (Heb 5,8).

Amamos a Dios cuando procuramos su gloria, la cual reclama de nosotros que su voluntad sea cumplida así en la tierra como en el cielo. Mas ¿no defrauda esto las incontenibles ansias del corazón? Si así ocurre, será únicamente debido al modo y manera de redactar las verdades. Probemos de decir lo mismo, pero al revés. En lugar de afirmar que el amor estriba en la obediencia, digamos más bien que la obediencia no es otra cosa que amor. Repitamos aquella frase de San Agustín que parece pronunciada en la cima de un monte, en la alegría estimulante del aire libre, de la más hermosa intemperie: «Ama y haz lo que quieras» 4. Este axioma de San Agustín no dice nada distinto de lo que enuncian, muy minuciosamente, los prontuarios de moral cuando nos obligan a oír misa los domingos y a rechazar los pensamientos pecaminosos. La frase del Obispo de Hipona no es un punto de partida indiferenciado y optimista; es un titánico, bellísimo resumen final. No se halla al principio, sino al cabo de una larga purificación: «haz

4 Serm. 5 de verbis Apost. ad Gal. 6,1: ML 46,985.

lo que quieras», porque ya sólo quieres lo que un amor maduro puede querer, la gloria del Amado.

Pero ¿sólo al fin podremos amar de verdad? No; justamente el amor, cada día menos imperfecto, será lo único que podrá llevarte hasta el perfecto amor. Sólo el amor te permitirá ir desprendiéndote de cuanto se opone al amor. La caridad es la «forma de las virtudes»: no sólo su coronamiento, sino también su principio y su medio. Aquí precisamente radica la gran hermosura del programa cristiano: todo—al principio, a medio camino, al final—se reduce a amar. Entonces, ¿sobra todo aquello que no es amor? Sí y no. No sobra en cuanto que todo es necesario para que el amor nazca y prospere; sí sobra en cuanto que lo demás nada vale sin amor y en cuanto que el amor presupone todo lo demás. «La caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no es interesada, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera» (1 Cor 13,

. El amor entraña las restantes virtudes. Por eso `es ta ca ridad lo primero que se pierde o disminuye, sea cualquiera el pecado que cometamos; otras virtudes podrán subsistir mientras no se ponga un acto delictivo directamente opuesto a cada una de ellas: puedo tener esperanza y no tener caridad, puedo ser casto sin amor ninguno, puedo creer y no amar. Pero no puedo amar verdaderamente si no tengo fe, si no soy casto, si desespero.

La caridad es la principal de las virtudes. De todas ellas, tres son las más excelentes, porque tienen por objeto a Dios: fe, esperanza y caridad. Y de estas tres, la caridad ocupa el primer puesto, ya que abraza y se funde con su objeto más perfectamente que las otras dos. De ahí que la caridad sea «el mayor mandamiento de la ley» (Mt 22,36-40) y «un camino mejor» (r Cor 12,31). Pero la caridad es más todavía, mucho más: es «la plenitud de la ley» (Rom 13,10) y es «el camino» (Jn 14,4). La caridad no es sólo «una virtud especial» 5, sino «la virtud general» 6, ya que cualquier acto virtuoso o emana de ella o es imperado por ella. Todo, en definitiva, acaba resolviéndose en caridad. La fe es la entrega, en el amor, de toda

5 SANTO TOMÁs, Suma Teol. 2-2,23,4.
6
Ibid., 2-2,58,6.

verdad y evidencia propias para acoger únicamente al Amado en forma de Palabra. La fe es la actitud que adopta la inteligencia del amante. Y el que espera descansa, amando, en la promesa del Amado. La esperanza es la superación del amor del hombre a sí mismo. La caridad, en suma, «lo cree todo, lo espera todo».

La caridad simplifica la diversidad de las virtudes y profundiza su nivel. Estas crecen en la medida en que la caridad crece, y cuanto en ellas hay de perfección les viene de la caridad en que arraigan. Puede con verdad afirmarse que las virtudes no son sino participaciones de la caridad: ellas y sus actos resultan ser nada más virtudes y actos de caridad en sentido analógico, en un sentido inferior, de la misma forma que las potencias sensibles son participaciones deficientes de la inteligencia 7. «Por ello es a la caridad a la que en primer lugar corresponde el merecer la vida eterna, y de una manera secundaria, aunque indispensable, a las demás virtudes en la medida en que sus actos están determinados por la caridad» 8. Si puede uno abrazar el martirio sin caridad (1 Cor 13,3), más fácilmente podrá hacerlo con una caridad exigua: en este caso, el mérito de tal mártir será menor del que, con más amor, realice cualquier obra menos esforzada. Porque habéis de saber esto: la diversidad del mérito no procede de la diversidad de las acciones virtuosas—el mérito específico de las virtudes tendrá un premio accidental y suntuario: las aureolas—, sino del mayor o menor grado de caridad con que dichas acciones se ejecuten. La bienaventuranza consistirá en un acto permanente de caridad 9.

Desempeñan las virtudes morales el oficio de centinelas para proteger la caridad, y ésta, a su vez, las preside a todas ellas y les confiere valor. ¿Qué serían las virtudes morales desprendidas de su reina? Sin caridad, la fortaleza degenera en violencia, la templanza redúcese a un mero comportamiento higiénico, la prudencia se convierte en astuta precaución, tórnase la justicia dura e insoportable, la religión es nada más la comprobación desoladora de esa infinita distancia que media entre Dios y su criatura. Por el contrario, bajo el cetro del

7 SANTO ToMÁs, ibid., 1,77,7.
8 Ibid., 1-2,114,4.
9
Ibid., 1-2,114,4
.

amor, las virtudes pierden su tendencia a la rigidez y dejan de ser extrañas entre sí. En el seno de la caridad se ligan, se engarzan, adquieren coherencia y sentido. A todas abarca la caridad y las impregna. Una humillación bien sobrellevada es un acto de humildad; pero una humillación sufrida además por amor de Dios, con un acto explícito de caridad, alcanza un fulgor desconocido. Guardémonos, no obstante, de hacer de la caridad un ornamento al servicio de las otras virtudes: el amor no matiza o colorea las virtudes; son éstas las que constituyen, en su diversidad, matices diferentes del amor. Guardémonos de redactar así: Salió a pasear el secretario del señor Cardenal acompañado de Su Eminencia.

La caridad es «el camino» señalado por Jesús a nuestros pasos (Jn 14,4; cf. 1414). No usa Cristo descuidadamente esta metáfora. Sabía muy bien que, para todo israelita, el camino de la perfección no era otro que la ley. En el gran salmo de la ley, el 119, repítese constantemente, de muy variadas y convincentes formas, la imagen del camino, pues la ley es «el camino inmaculado» (1.3). Apartarse de ella es descarriarse (1o. 51.67), mientras que observarla es tener camino firme (5) y limpio (9), camino que hay que meditar mucho (15), mirar y remirar (59), pedir a Yahvé que nos lo muestre (19.27.33). Es camino de verdad (30) y de vida (37); seguirlo reporta gran deleite y holgura (3545), ensanchamiento del corazón (32), y supone un tesoro mayor que todas las fortunas (14). Este camino de tantas excelencias, este camino de salvación va a ser, de ahora en adelante, la caridad.

El nuevo camino, «el mandamiento nuevo», difiere de la ley antigua en cuanto que proclama la necesidad de la gracia y sustituye el carácter específicamente jurídico de la ley por la incuestionable primacía del amor. El cumplimiento, pues, de la nueva ley se llevará a cabo bajo el signo de las relaciones personales. Su transgresión, mucho más que violación de una norma, significa un acto de desamor o, si queréis, un desorden de la potencia amorosa. Toda lesión de la ley, si es pecado mortal, constituye un pecado contra la caridad, y, si es pecado venial, representa un pecado por defecto de subordinación a la caridad. Cualquier transgresión, además de la especificación del pecado que lleva consigo, viene configurada mucho más hondamente como una infidelidad a la caridad. Nuestra obediencia a la ley en cuanto observancia de sus varios capítulos no es sino el aspecto externo, la expresión o mediación de nuestra caridad. Su misión es ir preparando, mediante los actos imperfectos de amor que su cumplimiento comporta, aquel acto perfecto de caridad que nos alcanzará el cielo y en el cual consistirá, para siempre, la gloria. La caridad constituye la «definición» de la vida cristiana. Un cristiano sin caridad sería en cierto sentido tan monstruoso como un hombre sin humanidad.

¿Por qué es mandamiento «nuevo»? ¿Lo desconocía acaso el escriba que planteó a Cristo la espinosa cuestión? No; todo ello estaba «escrito en la ley» (Lc 10,26). La novedad consiste en afirmar que el amor de Dios no puede subsistir sin el amor al prójimo; en situar el amor, y no la justicia, en el corazón de toda la vida moral y religiosa; en dar al concepto de prójimo su máxima amplitud. Y sobre todo es nuevo porque ofrece un nuevo modelo, porque sus exigencias son ya ilimitadas: «Amaos como yo os he amado» (Jn 13,34).

La caridad es «el camino», según Cristo. Inmediatamente va a dar el mismo Cristo otra descripción de ese camino: «El camino soy yo» (Jn 14,6).

 

2. Amar a Dios en el prójimo

El mandamiento del amor a Dios estaba escrito en la ley: «Amarás a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu poder» (Dt 6,5). También lo estaba el otro mandamiento: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19, 18). Fue un mérito del escriba haberlos empalmado (Lc 10,27). Sin embargo, él no podía comprender aún cuán estrec Tmente uno y otro se ligan. Era necesaria la reflexión cristiana para saberlo, para escribir, por ejemplo, esto: «Con la misma y única caridad nos amamos entre nosotros y amamos a Dios, pues no nos amaríamos con verdadero amor si no amásemos a Dios» 10.

El amor a nuestros hermanos constituye el testimonio de nuestro amor a Dios, la prueba de su sinceridad. Cae más fácilmente dentro del ámbito perceptible de la conciencia, y son

10 SAN AGUSTÍN, In lo. Evang. 87,1: ML 35,1852.

sus obras también, al exterior, más visibles, fehacientes y demostrativas. «Si alguien dice: Yo amo a Dios, y a la vez odia a su hermano, es un mentiroso; en efecto, ¿cómo puede amar a Dios, a quien no ve, aquel que no ama a su hermano, a quien ve?» (1 Jn 4,20). El amor a Dios sin amor al prójimo no sería solamente n amor incompleto, sería ante todo un amor inverificable; más: un amor falso. Podemos decir que el amor al prójimo significa la «encarnación» de nuestro amor a Dios, al igual que Cristo es Dios encarnado y cualquier prójimo es una prolongación de esa encarnación de Cristo. Pues Jesús no es solamente el samaritano que cura las heridas abiertas por Satán en el alma y en la carne de los hombres, sino que es también ese viajero maltrecho que en nuestro camino solemos encontrar y al cual hemos de dispensar las más fraternales atenciones.

El día del juicio, ¿según qué criterios seremos juzgados? Desde luego, según la ley, según haya sido nuestro cumplimiento de la ley (Mt 5,17-19). Seremos juzgados según nuestras obras (Rom 2,6; 2 Cor 5,1o). Seremos juzgados según nuestra adhesión a Jesucristo (Mt 10,32-33), no según una adhesión palabrera y vana (Mt 7,21-23), sino leal, celosa, fecunda en hechos (Mt 24,45-51). Ahora bien, ¿en qué consiste el cumplimiento de la ley? Pablo responde: «Quien ama al prójimo, ya ha cumplido la ley» (Rom 13,8). ¿Cuáles son las obras a discernir por el tribunal? Después de exhortar a sus fieles a repartir la hacienda entre los necesitados, Juan resume así toda su enseñanza: «Hijos, no amemos de palabra ni de lengua, sino con las obras y de verdad» (1 Jn 3,18). ¿Cómo se valorará el grado de nuestra adhesión a Cristo? Oigámosle a El la descripción que nos hace del juicio.

«Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos sus ángeles con El, se sentará sobre su trono de gloria, y se reunirán en su presencia todas las gentes, y separará a unos de otros, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que están a su derecha: Venid, benditos de mi Padre; tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; peregriné, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme. Y le responderán los justos: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos peregrino y te acogimos, desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? Y el Rey les dirá: En verdad que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis. Y dirá a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui peregrino, y no me alojasteis; estuve desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis. Entonces ellos responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o peregrino, o enfermo, o en prisión, y no te socorrimos? El les contestará diciendo: En verdad que, cuando dejasteis de hacer eso a uno de estos pequeñuelos, conmigo dejasteis de hacerlo. E irán al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna» (Mt 25,31-46).

Jesús considerará como hecho a u propia persona cuanto hayamos hecho o dejado de hacer con cualquiera de nuestros prójimos. Y esto no a la manera de un rey que valorase como recibido por él mismo el tratamiento dado a un embajador suyo. La realidad se sitúa aquí en otro nivel mucho más profundo y verdadero: los servicios prestados o denegados al prójimo son realmente, efectivamente, servicios prestados o denegados al Hijo del hombre merced a esa unión tan íntima existente entre la cabeza y los miembros, unión que llega a constituir una indivisible unidad. Cristo mira cuanto se hace a uno de sus pequeños como miro yo los cuidados que se tienen con mi mano enferma, como miro el golpe que alguien ha asestado en mi espalda. Las bocas hambrientas de los pobres son la boca de Cristo; la carne del pobre es la carne que la Virgen alimentó y los sayones azotaron. Para interesar en la caridad hacia los pobres el ánimo codicioso de los ricos, pone San Agustín en labios del Señor estas palabras: «Si a los miembros se lo hubierais dado, habríais llegado a la cabeza, y ahora sabríais cómo, dejando a los pobres en la tierra, os di mozos de cordel para llevar a mis tesoros vuestras obras; mas como nada les pusisteis en las manos, nada habéis hallado en mí»11. La comparación es gráfica y persuasiva, pero sería gran desati-

11 Serm. 18,4: ML 38,131.

no aprovecharse de ella para ver en los pobres nada más unos cargadores dedicados al transporte de tesoros espirituales en beneficio de los ricos. No son los pobres los que, en el plano de la verdad espiritual, han de servir a los ricos: son los ricos quienes, con su desprendimiento y caridad, deben servir al pobre y hallar en este servicio su propia salvación.

¿Dónde está Cristo aquí, en la tierra? El mismo nos dice que se ha identificado con sus mensajeros: «Quien a vosotros oye, a mí me oye; quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia» (Lc ro,16). También ha querido identificarse con los niños: «Quien recibe a uno de estos niños en mi nombre, a mí me recibe» (Mc 9,37). Pero principalmente se ha ocultado bajo el rostro demacrado de los hambrientos: «Tuve hambre, y me disteis de comer». Es su presencia más intensa, la más inequívoca y, al mismo tiempo, la más escondida, aquella que con menos frecuencia solemos advertir. El Bautista podría hoy también decirnos a gritos: «En medio de vosotros está el que no conocéis» (Jn 1,26).

No es posible amar a Dios sin amar a sus hijos. «El amor de Dios es que guardemos sus preceptos, y el precepto es que andemos en caridad» (1 Jn 5,3; 2 Jn 6). No es posible, por consiguiente, alcanzar la vida de Dios sin tener caridad con nuestro prójimo: «Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a nuestros hermanos; el que no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14). La caridad constituye el primer requisito para poder presentarnos ante Dios: «Ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego ven a ofrecer tu don» (Mt 5,24).

Veis, pues, que el amor a los hermanos es necesario, es imprescindible. ¿Osaremos decir incluso que es suficiente? Jesús nos ha dicho: «El que recibe mis mandamientos y los observa, ése es el que me ama» (Jn 14,21); pero nos ha dicho también: «Mi mandamiento es que os améis los unos a los otros» (Jn 15,12). En dos textos ha resumido Pablo la vida de perfección, reduciéndola en ambos casos al amor fraternal y omitiendo toda referencia al amor a Dios: «La ley entera está contenida en una sola palabra: Amarás al prójimo como a ti mismo» (Gál 5,14); «Quien ama al prójimo, ya ha cumplido la ley» (Rom 13,8). Juan, por su parte, formula así: «Si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor en nosotros es perfecto» (1 Jn 4,12). ¿Quiere esto decir que el amor al prójimo nos dispensa de amar al Señor? En absoluto. Mucho menos significa que ese amor es capaz de suplantar a éste y por sí mismo obtener la salud. Bien sabemos cómo el amor al prójimo puede ser extraño a todo amor divino; a veces incluso el amor a una criatura puede oponerse violentamente al amor debido al Creador. Es posible también una caridad heroica sin verdadera caridad: «Si repartiese toda mi fortuna y entregase mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, de nada me aprovecharía» (1 Cor 13,3).

Cuando las Escrituras ciñen nuestra santificación al ejercicio de la caridad con el prójimo, pasando por alto la caridad debida a Dios, no dicen que aquel amor puede prescindir de éste, sino todo lo contrario: tácitamente afirman que lo presupone y en él se funda. Tales textos representan el máximo elogio del amor fraterno, mas no porque lo levanten hasta la cima de un principio único y autónomo, sino por algo que todavía lo honra y enaltece más: porque lo hacen coincidir con el mismo amor a Dios. Cuando yo amo de verdad a un hermano, estoy amando al Señor, porque estoy amando a un miembro suyo, actual o virtual. En este sentido existen servicios destinados a Dios que deben ceder ante las urgencias de la caridad: el cuidado de los padres es más importante que las ofrendas al templo (Mt 15,4-9), y el ejercicio de la caridad está por encima de la celebración del sábado, ya que «el sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27). En tales casos no se pospone el amor divino al amor fraterno; simplemente se jerarquizan en el debido orden los diversos actos de caridad, que siempre son, todos ellos, actos de amor a Dios.

Los textos que exhortan exclusivamente a practicar la caridad con el prójimo no hacen sino condensar la enseñanza de Jesús en su descripción del juicio final. Según ésta, sálvanse todos aquellos que, sin haber conocido nunca a Cristo y, por consiguiente, sin haberle dedicado un solo acto de amor explícito, han cumplido debidamente las obras de misericordia. La admiración de estos hombres es maravillosa: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de beber?» Por el contrario, serán arrojados al fuego muchos que, pensando que han consagrado su vida entera al servicio de Dios, en realidad han malgastado el tiempo construyendo castillos de naipes mientras en torno suyo los hombres padecían persecución y laceria. Dirán, con un asombro incalculable: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o peregrino, o enfermo, o en prisión, y no te socorrimos?» Son los que creyeron que amaban a Dios simplemente porque no amaban a nadie más; aquellos que, para poder ofrecer a Dios un corazón íntegro, lo conservaron aquí abajo inactivo.

El juicio versará únicamente sobre el amor al prójimo, es decir, sobre el amor a Jesús menesteroso de amor. No se prescinde, por tanto, del amor a Dios: se le supone necesariamente. Tampoco se desestima ninguna otra virtud, la religión o la justicia, la templanza o la piedad: se las coloca en su lugar propio y quedan así todas ellas definidas como medios para el acrecentamiento de la caridad. Si yo comulgo con el fin de mantener mi pureza, hago bien (mucho mejor haría si invirtiera los términos, si me mantuviera casto para comulgar más intensamente), como hago bien cuando dedico una tarde entera a preparar mi examen trimestral; pero debo saber, sobre todo, que mi trabajo de esta tarde y el examen trimestral de la semana que viene no tienen sentido ninguno si no es en función del examen final de carrera, que me otorgará el título. Igualmente debo persuadirme de esto: mis comuniones tienen el objetivo esencial y postrero de desarrollar mi amor (índice de mis comuniones: no mi mayor o menor fervor cuando las recibo, sino mi mayor o menor caridad al cabo de la jornada), y mi castidad, al fin y al cabo, no es otra cosa que un cauce o una defensa para mi amor (la castidad como abstinencia nada vale, como tampoco valen nada las tapias de un huerto en cuanto tales, sino en cuanto protegen la riqueza que se halla dentro de esas tapias). Castidad, o penitencia, o esperanza: exámenes trimestrales para la obtención del doctorado en caridad. Todo el dogma y toda la moral redúcense a una expresión intelectual y operante del amor.

No se trata de sustituir el amor a Dios por un amor, todo lo generoso que se quiera, al prójimo.

Juan ha dicho: «El que tiene bienes de este mundo y, viendo a su hermano pasar necesidad, le cierra las entrañas, ¿cómo va a habitar en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17). Pero ha dicho también: «Conocemos que amamos a los hijos de Dios en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos» (1 Jn 5,2). No se puede, por tanto, amar a Dios sin amar al prójimo; mas tampoco es posible un verdadero amor al prójimo sin un amor sincero a Dios. Imaginad una rueda: el eje es Dios, y los hombres somos los radios; no tenemos medio de aproximarnos los unos a los otros si no es tendiendo hacia Dios; sólo en El coincidimos, sólo en su centro hallamos el reposo para estas agitaciones en que el amor humano consiste, mientras la rueda gira y gira.

Lo hermoso es poder llegar a semejante descanso y suma pureza, poder reducir el amor fraterno al amor que nos solicita desde lo alto. Si se me permitiera echar mano de una distinción frecuente en la escuela, yo diría que hay que amar a Dios totaliter y totum. Totalmente: «con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lc 10,27). Y hay que amar a Dios entero: a Dios y a todo lo divino, a Dios y a todo lo que El ha querido asociarse: la humanidad de su Hijo y de todos los hombres, hijos en el Primogénito.

San Agustín, tan experimentado en las maneras del amor, había hallado ya su quietud cuando escribía: «Amando a los miembros de Cristo, amas a Cristo; amando a Cristo, amas al Hijo de Dios; amando al Hijo de Dios, amas al Padre. Imposible, pues, dividir el amor» 12. Aunque haya en mi amor muchos objetos materiales, sólo hay un objeto formal; aunque sean muchos los destinatarios de mi amor, existe una única razón de amar: la naturaleza perfectamente amable de Dios. No hay más que un amor. Siempre le amo a El. «En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos hermanos míos menores, a mí me lo hicisteis». Un poco como cuando dice: «Esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre».

Es, pues, un amor único en su objeto. Unico asimismo en su fuente. La unidad de nuestro amor, de nuestros varios amores, depende principalmente de la unidad de ese manantial altísimo del cual proviene: el amor por el cual se aman Padre e Hijo, el mismo amor por el cual Dios nos ama y nosotros amamos a Dios: el Espíritu Santo. «Porque sois hijos, Dios ha

12 In epist. lo. 10,3: ML 35,2056.

metido en vuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gál 4,6). Es el Espíritu prometido por Dios en Ezequiel (Ez 36,25-27): «Yo pondré dentro de vosotros mi Espíritu». Es el Espíritu que desaloja nuestro antiguo «corazón de piedra» y nos regala el «corazón de carne», apto para amar y ser amado, capaz ya de intervenir en la circulación de la Trinidad.

En este amor nuestro, en este amor de los hombres a los hombres, Dios nos ama y se ama. Nuestro amor no es sólo una imitación del suyo, sino también una manifestación visible y un ejercicio efectivo. En la persona amada es amado Dios y en el amante es Dios quien ama. Porque El no es simplemente un maestro de amor: es el amor.

 

3. Amar al prójimo en Dios

Hemos dicho que no se puede amar al prójimo mientras no se ame a Dios. Si el amor a Dios no inspira, impregna y corona el amor fraterno, éste queda reducido a una de las cuatro cosas siguientes, tristísimas y desdeñables: o es amor de sí mismo que utiliza al amado en propio beneficio, o es idolatría que transforma a la criatura amada en un falso valor absoluto, o es miedo a la soledad que trata de calmarse fusionando dos miedos en uno solo, o es simple complicidad en el odio contra un tercero.

Bueno será advertir ya que el ejercicio del amor al prójimo no afecta necesariamente a la esfera del sentimiento: yo no puedo despertar un sentimiento sólo porque me lo proponga, yo no puedo contraer un afecto por obligación. Dios no me exige que sienta amor hacia una persona que permanece extraña a mi sensibilidad, y mucho menos hacia alguien que me es naturalmente odioso. El amor que se me prescribe atañe exclusivamente a la voluntad, el único campo de mi vida donde yo puedo cuanto quiero, el único sector de mi total responsabilidad y albedrío. Sea esto dicho para quien se alarma ante la consigna de amar al enemigo o de amar a alguien que no ofrece ningún costado de amabilidad perceptible por las solas luces naturales. No se trata, pues, de un amor sentimiento, sino, por el contrario, de un amor que con frecuencia ha de oponerse a todo sentimiento, de un amor que viene a desbaratar mis preferencias injustas y mis aversiones inmotivadas. Hay que amar a «todos» los hombres «en Dios».

La fórmula puede resultar terrible cuando nos fijamos en esta palabra: a todos los hombres; también, por tanto, a quien me persigue, me ha hecho daño o está explotando groseramente mi amor. La fórmula puede parecer decepcionante cuando prestamos atención principalmente a estas otras palabras: en Dios; hay que amar, por consiguiente, así, en Dios, también a esa persona a la cual amo ya con todo el brío de mi ser, con una ternura tan íntima que la presencia de un tercero, aunque sea Dios, temo que desvirtúe sus juegos y calidades. Por otra parte, amarlo en Dios, ¿no supone desgajar nuestro amor de estas formas terrenas en que se satisface y trasladarlo a una altura de aire irrespirable para nuestras naturalezas de carne y hueso? El solo nombre de Dios, ¿no torna pálido todo, descarnado, estilizado, solemne? He aquí el temor de muchos que escuchan la orden de amar en Dios. Pero temen porque han comprendido mal, porque para ellos tal fórmula viene casi equiparada a amar en teoría, en esa región insatisfactoria de la mera oración, del sacrificio, de la lejanía, de la renuncia tal vez. Mas esto no es amar «en Dios».

Digamos primero cómo es necesario amar siempre al prójimo en Dios a fin de no caer en la idolatría. Equivaldría lo contrario a amar la imagen por la realidad, a detenernos en la vía de superación. Sería además un amor que en seguida iba a engendrar el dolor y el vacío. Quien ama idolátricamente a una criatura tropieza de inmediato con la limitación, con esas cien imperfecciones que en principio habíase negado a admitir. Un hombre al cual el amor aplica la vara de medir superhombres queda automáticamente rebajado a un infrahombre. Ese amor, por supuesto, defrauda al amante. Pero no es menor el daño que a la persona amada ocasiona: muy pronto la destroza, la extenúa. Resulta, en efecto, insoportable ser amado tan absolutamente: uno se esfuerza en colmar los sueños del amante, en ser su Dios, y sucumbe en ese trabajo que rebasa por completo las posibilidades humanas.

San Agustín formula: «El que ama a los hombres debe amarles o porque son justos o para que lo sean» 13. Esta distinción va a fundamentar las dos preguntas claves acerca del

13 De Trin. 8,6: ML 42,956.

amor al prójimo: ¿Por qué debemos amarle? ¿Para qué hemos de amarle?

Decididamente: debemos amar a los hombres porque son Jesucristo, de hecho o en potencia. Hemos de amarles para que sean Jesucristo más y más, para que de la potencia pasen al acto, para que de una asimilación tibia pasen a una asimilación más ardorosa y más plena. Dios se ama únicamente a sí mismo, ya que su amor es por necesidad ordenado y sólo Dios merece el amor divino; por consiguiente, se ama nada más a sí mismo y a las criaturas en tanto en cuanto lo reflejan y participan. Dicho de otra forma, Dios ama solamente a su Hijo: ama al Primogénito y a los hombres en cuanto a éste se arriman, en cuanto participan de su filiación. Amar, pues, «en Dios» equivale para nosotros a amar como Dios ama.

Ahora bien, el amor del Señor es un amor activo, fecundo. Cuando ama, crea. En tal sentido dista mucho su amor del nuestro: nosotros, para amar, necesitamos que el objeto de nuestro amor preexista y que preexista como objeto amable; nos hace falta una amabilidad donde nuestra potencia amorosa pueda hallar pie y emplearse. Nada de esto es preciso a Dios: El ama, y nada antecede a su amor; El ama, y aquello que ama—por el solo hecho de ser así amado—comienza a existir, a menearse, a tener vida y amabilidad. En este sentido tan soberano no podemos amar nosotros. Pero sí que podemos aproximarnos a él, podemos adoptar su estilo, podemos y debemos amar como el Señor en la medida en que esto es asequible a una criatura.

Cuando yo amo de tal suerte en Dios, amo creando, es decir, desarrollando aquello que en la persona amada se encuentra latente y embrional. Mi amor puede ser creador en cuanto que constituye como un clima, una cálida fluencia en torno al objeto de mi amor, una temperatura que le permita crecer y afirmarse, que le haga posible realizarse a sí mismo. Cuando así amo, me acerco a las maneras amorosas, creadoras, del Señor. Amar a ese hombre «en Dios» quiere decir amarlo tal como él está en Dios. ¿Y cómo está esa persona en Dios, en la mente divina? A la manera de un proyecto por ejecutar, como una esperanza por cumplirse, como una rama verde que no ha fructificado aún. Mi amor va a ayudarle a verificarse como tal hombre, a convertir en realidad ese proyecto divino a él solo reservado. Tal es el amor que debemos ejercer. Tal es ` el amor que todos, aun sin saberlo, apetecemos: si nos es tan difícil triunfar sin ser previamente admirados, sin tener alguien que esté de antemano persuadido de nuestras probabilidades de éxito, resulta también cierto que es casi imposible ser bueno si uno no es amado de nadie.

Todo ello viene a declarar cuál es la esencia de un hombre, ese blanco preciso al que tiene que ir derechamente mi amor. No es su talento, no es su belleza, no son sus excelentes cualidades. Si careciese de esas dotes, ¿nunca lo hubiera amado? Si una enfermedad le arrebatase dichos poderes, ¿cesaría mi afecto? Pero ¿quién de nosotros tolera ser amado así, tan condicionalmente? Por otra parte, las cualidades son siempre más o menos exteriores, no pertenecen de verdad al núcleo de uno mismo. Es frecuente la decepción en cualquier muchacha reflexiva que comprueba ser amada principalmente por su belleza física: sabe que esa belleza es suya, pero no es «ella»; sabe que el cuerpo es lo dado, y ser amada por tan extrínseco título puede llegar a defraudar casi tanto como saberse preferida solamente a causa de una cuantiosa fortuna o de un apellido linajudo. Ciertamente todo cuanto es admirable en una persona le ayuda a ser digna de ser amada; incluso puede decirse que es muy improbable que el amor se encienda sin ayuda de la admiración, sin algo que cautive o seduzca; cuando en la realidad no existe, el amor lo inventa. Es verdad también que quien ama, difícilmente podrá precisar por qué ama, pues el amor carece de explicación. No obstante, llega siempre un momento en que el amor siente la necesidad de hacerse lúcido. El amor que continuase toda la vida ciego, aparte de que es casi inimaginable, no merecería el nombre de amor. Por tanto, ¿qué es lo que debe ser, en última instancia, aquello más íntimo y decisivo a lo cual mi amor se ligue? No puede ser, por supuesto, lo negativo, los defectos, las limitaciones, el dolor o la desgracia. Incluso aquella persona que concibe preferentemente el amor como sacrificio, no ama a causa de tales imperfecciones, sino a pesar de ellas. Y un amor que fuese tan sólo compasión resulta, en definitiva, un amor humillante que, lejos de satisfacer al amado, lo irrita o aniquila. ¿Cuál será entonces, ya que no es ni lo bueno ni lo malo, el objetivo postrero al que tiene que dirigirse mi amor? Aquello que está por debajo de lo bueno y lo malo, aquello que constituye al hombre en su singularidad: su posibilidad de ser él, su caja de semillas, su sueño esencial y seguramente ignorado. Dicho de otra manera, el proyecto de Dios sobre él. Este es el amor más sólido, el de vocación más esforzada, el de más hermoso porvenir.

Es el amor que nos asemeja a Jesucristo. San Agustín, en un texto muy afín al que hemos citado antes, escribe: «¿Qué otra cosa sino a Dios mismo amó El en nosotros? No lo que teníamos, sino para que lo tuviéramos» 14. Si amar es desear el bien para aquel a quien amamos, ¿qué otro bien mayor podemos desear? ¿Qué otro bien más alto y verdadero podemos positivamente ayudarle a conseguir?

Amar al prójimo en Dios: no es un amor abstracto, sino totalmente concreto y operante, que lleva anejo el máximo quehacer. No es un amor idéntico para todos, sino al contrario: el más particular, pues se halla vinculado a lo más peculiar y privativo de cada hombre. ¿No es absolutamente personal, no es único el amor que Dios a cada uno nos profesa?

Tampoco el deber de amar «a todos» disuelve el objeto de mi amor: la caridad es un amor infinito por su intención y calidad, mas no por su aplicación efectiva. A quien amo es al prójimo, es decir, al próximo, a aquel a quien de hecho puede alcanzar mi amor. Lo que en la esfera del deseo y la plegaria no tiene límites, se hace extremadamente preciso a la hora de ejecutar los servicios que la caridad universal me impone.

Al amar así al hombre en Dios, amo a Dios. Pero no elimino al hombre, no dejo de amar al hombre. El hombre es para mi amor una «mediación», mas no como pueda serlo un escabel para llegar yo a la gloria, o un estribo para obtener algo superior, o un medio que, conseguido ya el fin, desapareciera de mi atención. El prójimo no es esa cerilla que me sirve para encender la candela y que después arrojo al suelo. El prójimo es Dios. En él está Dios, es un miembro de Cristo, es en sí valioso, digno de amor. Y sólo esta caridad que descubre a Dios en el hombre, únicamente este amor que sabe cómo toda persona humana es Dios, líbrase a un tiempo de ser idolátrico y despectivo.

14 In lo. Evang. 65,2: ML 35,1809.

Semejante caridad no suprime tampoco ni decolora los títulos humanos del amor. Muy grave desacierto sería que amásemos a una persona dándole a entender que sólo la amábamos por Dios, es decir, porque no encontrábamos en ella nada que nos la hiciera merecedora de otro amor. ¿Cabe algo más opuesto al amor? ¿Cabe una mayor falta de caridad? Ni puede asimismo reducirse el amor en Dios a desear únicamente para el amado su bienandanza en la otra vida, desentendiéndose de su realidad terrena. Mi amor no puede olvidar esto, no puede menos de subvenir a las necesidades temporales de aquel a quien amo. Al amar a una persona, la amo toda entera, alma y cuerpo, y la amo hoy tal como ella hoy se encuentra, en su situación presente, en medio de unas determinadas circunstancias. La esperanza cristiana no se desliga de este mundo: acoge en su seno el deseo y también la esperanza de una tierra mejor, más fértil y mejor repartida, y da fuerzas para trabajar por su consecución. Ni siquiera yuxtapone el cristiano estas dos esperanzas; más bien las funde en una sola, y precisamente en el nudo de la caridad, en esa virtud donde se ensambla la eternidad con el tiempo, puesto que la caridad es lo único que permite a la esperanza del cielo lograr su objetivo y, a la par, es lo que más activamente estimula nuestra esperanza de un mundo más bello y más confortable para todos.

El amor en Dios, finalmente, no significa un amor despojado de aquello que la criatura legítimamente puede apetecer. Caridad no es sólo dar limosna a un pobre o gestionar la adjudicación de un piso a una familia numerosa. No es menos caridad el cariño, la alegría compartida, la amistad de los años universitarios, el afecto conyugal. Caridad es toda forma de amor. Cualquier uso del corazón ha de ser «en Dios». Y nadie tema verse expoliado de esas dádivas y goces que el amor terrestre engendra. En el oficio de la Epifanía léense unos versos muy afortunados que condenan el temor de Herodes, aquel temor de perder su corona: «No viene a arrebatar los reinos perecederos quien ha venido a darnos el reino de los cielos». Cuando del amor simplemente humano pasamos al amor en Dios, se produce una especie de feliz transubstanciación: lo que era terreno se hace divino. Pero el Señor nos conoce y permite que en el seno del amor permanezcan las especies, el olor y el sabor del pan, el color del vino, la delicia de la ternura.

 

4. Amarse a sí mismo

El mandamiento antiguo del amor al prójimo, que Jesús confirmó y robusteció, dice así: «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Lc 10,27). ¿Qué significa exactamente?

Hay frases de la vieja economía que dan a este precepto una versión moderada y fácilmente comprensible: «No hagas nunca a otro lo que no quieras que te hicieran a ti» (Tob 4,16). Pero Jesús lo entiende de otra manera, mucho más exigente, casi escandalosa: «Cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los demás, hacédselo vosotros a ellos» (Mt 7,12).

Surge, inevitable, una pregunta angustiosa: ¿Cómo puede ser esto? ¿Cómo podré vivir y desarrollarme, cómo podré siquiera sobrevivir cumpliendo a la letra semejante consigna? Me hallo entre hombres egoístas, que aprovecharían mi generosidad para abusar de ella hasta despojarme por completo. ¿O tal vez el lema de Cristo se refiere a un estado de cosas tan feliz, a una humanidad tan utópica, que sólo me obliga en el caso en que los demás observen también idéntica abnegación? No; su palabra es incondicional, no está supeditada a ninguna hipótesis. Es más, presupone ya la existencia de la injusticia y de las malas intenciones: «Al que te robe el manto, dale también la túnica» (Lc 6,29). Hoy mismo, a los hombres aviesos y avaros que me rodean debo entregarme con el mismo espíritu de servicio con que yo quisiera que me tratasen a mí.

La regla de Jesús constituye un llamamiento a la fe, pero a una fe viva, intensa. Sólo una fe de esta índole puede inspirar la conducta típicamente cristiana. Para darme del todo a los demás necesito creer firmemente que la gracia, en virtud de la cual abrazo una vida de tanto peligro, representa cierta potencia soberana capaz de transformar el mundo con mi ejemplo. «Donde no hay amor—aconseja San Juan de la Cruz—, ponga amor y sacará amor» 15. Sólo el amor es capaz de suscitar amor. Sólo un amor inmenso es capaz de modificar a los hombres de tal suerte que venzan la tentación de afirmarse en su egoísmo cuando se les brinde un amor menos grande. Pero únicamente la fe puede persuadirme de ello...

15 Carta a la M. Maria de la Encarnación, Vida y obras completas de San Juan de la Cruz (BAC, 4.a ed.) p.1158.

Amar a los demás como a sí mismo.

No se trata de una medida igualitaria, no es negocio de cantidades equivalentes. Se trata de algo más profundo: debo asociarme al prójimo tan íntimamente que todos los bienes que él reciba los considere yo como recibidos por mí. Entre mi prójimo y yo se da una unidad viva y apretada: deseo su bien con la misma sinceridad con que deseo mi bien personal, pues los intereses del grupo son intereses de cada una de las partes. Por consiguiente, el mandamiento del amor no me ordena que yo sustituya mi amor propio por el amor al prójimo, sino, al contrario, que extienda mi amor propio hasta los límites de la tierra, hasta los confines de la mar. En esta apertura, de amor propio se purifica y se ennoblece, pierde su ruindad, que le venía únicamente de su limitación. Dentro del precepto, pues, del amor cristiano se contiene a la vez una superación y un perfeccionamiento del antiguo amor a mí mismo: es su muerte y su resurrección a una vida más libre, más intensa y más invulnerable. «El que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,25). He aquí la reconciliación del eros con el ágape, el amor simultáneo de los valores y de las personas, la solución de ese falso, ficticio problema del amor puro. Si yo busco mi propio bien, no ejerzo la caridad; pero, si yo soy caritativo, encuentro mi propio bien, un bien mucho mayor que aquel que pudiera hallar tras una deliberada y denodada búsqueda. La caridad es su propia recompensa, como lo es la oración, la cual, antes de conseguir la merced concreta que en ella se suplica, representa un bien más alto que cuanto podamos pedir y desear.

Lo que de reprobable tiene el amor propio no consiste precisamente en que sea un amor desaforado y excesivo, sino al revés, en que es un amor insuficiente, mediocre. (Lo malo de la concupiscencia no es tampoco el desear con demasiada intensidad el propio deleite, sino el desear nada más un bien carnal y efímero y satisfacerse con él.) Cuando, por el contrario, soy tan egoísta que anhelo y busco esa dicha máxima que sólo en el desprendimiento se halla, practico la caridad y encuentro la dicha: ejerzo a la vez—y no en dos tiempos, y no preocupándome de observar las leyes de la equivalencia—el amor al prójimo y el amor a mí mismo. El bien que alcanzo es mucho mayor, supera inmensamente al bien que obtendría con el propósito explícito de conseguirlo: no de otra manera el todo supera a la parte. El bien del todo no es sólo cuantitativamente más estimable que el bien de cada una de las partes; es además, para cada una de éstas, un bien cualitativamente superior a sus bienes propios y privativos. El hombre entenderá que ama de verdad a su prójimo cuando, al verlo amenazado por algún mal, acuda en su defensa con la misma espontaneidad con que la mano, aun exponiéndose ella misma al perjuicio, se adelanta a prevenir un golpe que pudiera lastimar la cabeza: la mano sabe que el daño procedente de una herida en la cabeza es para ella misma un mal mucho más temible que cualquier daño sufrido por ella.

El sincero amor de caridad significa la gran victoria del amor propio. Locución ambigua y que en su ambivalencia refleja precisamente cuanto queremos decir: el amor propio es vencido y vence, es vencido y obtiene una superior victoria tras esta derrota previa que era nada más su decantación, la fase preliminar de su fortalecimiento y triunfo. Cuando el amor de mí mismo se limita a mí mismo, devórase y muy pronto cae sobre sus propias cenizas. Si el fuego no se propaga, se apaga.

Jesús nos ordena amarnos a nosotros mismos. En otra ocasión, sin embargo, había dicho: «Si alguno viene a mí y no aborrece... su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,26). San Agustín escribe una vez: «El que te conoce y te ama, Señor, se olvida de sí, te ama más de lo que a sí se ama; se deshace de sí mismo y va hacia ti» 16. Pero el mismo santo se pregunta en otra página: «¿Puede haber cosa más miserable que el que un mísero no tenga misericordia de sí?» 17.

La aparente contradicción de estas frases me desvela el verdadero sentido del amor propio y de su correcto ejercicio. Por ellas aprendo que hay dentro de mí, en mi propio ser, una parte digna de amor y una parte digna de odio, una mitad que me hace mísero y otra mitad que merece mi misericordia y estima.

La segunda cita de San Agustín, al mencionar el amor de uno mismo con el preciso nombre de misericordia, me advier-

16 Soliloq. 1: ML 40,866.
17 Conf. 1,13,21: ML 32,670.

te ya que este amör es bastante peculiar. Efectivamente, le falta cierto modo de alegría, cierto contentamiento, aquel éxtasis ante las dotes valiosas que caracteriza el amor admirativo del prójimo. Cuando me amo a mí mismo, mis ojos han de estar vueltos hacia mi imperfección, hacia esa miseria que califica la amorosa atención hacia ella dirigida como misericordia. Si miro mis facultades, tal vez relevantes, sólo puedo apreciarlas como deberes y obligaciones, como préstamos e instrumentos de trabajo. Escribe Lanza del Vasto maravillosamente: «Ámate a ti mismo. Amate desde muy lejos. Ama a los demás como a ti mismo, y a ti mismo como un objeto perteneciente a otros y precioso».

Sin embargo, ¿sólo en esto ha de consistir el amor a mí mismo? ¿Únicamente va a ser este amor, en su mayor y más grato extremo, solidaridad con mi salud y con mi felicidad eterna, acatamiento del plan divino sobre mi alma, mero proyecto de trabajo? ¿No cabe ningún amor de complacencia? Cabe, ciertamente, este amor. Es lícito, por ejemplo, y obligatorio el amor natural de mi cuerpo, de su vigor y vitalidad: «Nadie aborrece su propia carne, sino que la alimenta y la abriga, como hace Cristo con su Iglesia» (Ef 5,29). Es igualmente necesario su amor sobrenatural, sincero, verdadero amor, como a templo que es del Espíritu Santo. Estos amores, sin embargo, precisamente por ser sinceros y no falaces, conducen a la disciplina, al enfrenamiento, a los castigos, al «odio». Otro tanto cabe decir de todo cuanto constituye el tesoro natural de nuestra alma. Nada menos laudable que esas quejas: «Me detesto», «Me desprecio». Lejos de ser humildad, son orgullo, y muy crecido: quienes así se lamentan, no se resignan a ser ellos mismos, se rebelan contra sus imperfecciones, contra su mala ventura, contra su ascendencia, contra su debilidad congénita. Sabed que la aceptación de sí mismo es el primer paso de todo amor propio santo y eficiente. Aceptarse significa evitar el peor riesgo, el peligro de la mayor iniquidad: la desesperación. Es menester aceptar nuestros lados oscuros, nuestra sangre viciada, nuestro viejo odre.

Es menester también odiarse: es preciso saber odiarse, saber elegir las zonas que nuestro odio debe incendiar y consumir. No soy yo entero el que tengo que perecer y los otros quienes han de prosperar con mi muerte. Cristo no me invita a odiarme y a amar a los demás. Sus dos consignas abarcan simultáneamente, para el amor y para el odio, tanto lo mío como lo ajeno. Debo amar a los demás: como a mí mismo. Debo odiarme a mí mismo, pero también «a mi padre, a mi madre, a mi mujer, a mis hijos, a mis hermanos y hermanas». En ellos no menos que en mí hay algo que debo amar, hay algo que he de aborrecer. Tengo que odiar, en los demás y en mí, cuanto es perverso y caduco y contrario al reino de Jesucristo, todo cuanto es, en suma, nocivo al verdadero ser de ellos y mío. Por el contrario, he de amar resueltamente lo que en ellos y en mí mismo hay digno de amor, el reflejo de la bondad divina, el semblante del Hijo y su vida participada. Bernanos ha descrito muy bien este progreso de la santidad inteligente: «Es más fácil de lo que se cree odiarse. La gracia es olvidarse. Pero, cuando todo orgullo ha muerto en nosotros, la gracia de las gracias será amarse uno muy humildemente, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo».

Amarás al prójimo como a ti mismo. Ya hemos dicho que no se trata de niveles y distribuciones, de cincuenta y cincuenta. Si así fuera, nadie cumpliría mejor el precepto que aquel que, por no amar a nadie, no amase siquiera su propia alma.

Tienes que amarte mucho. Tienes que hacer, de los tres amores—a Dios, al prójimo, a ti mismo—, un solo amor. Páginas atrás dijimos cómo el amor a Dios no es capaz de subsistir sin el amor a los hombres, y viceversa. Ahora debes persuadirte de que ninguno de esos afectos puede tener realidad si no te amas a ti mismo. ¿Qué podrías darles si dentro de ti no hay nada? Sería lo contrario del don: el vacío. Si no te amas, no hay nadie en ti que pueda amar.

Ama tu propio ser con misericordia: como lo ama el Señor. Amalo con pureza: aborreciendo cuanto el Señor aborrece. Amalo mucho: como a una parte del todo, para la cual el bien del todo es superior a su propio y menguado bien. ¿Sabes que el amor a Dios es para ti más esencial, más constitutivo de tu esencia verdadera, que el amor de ti mismo? No olvides esto, que es una verdad que da mucha paz: el buen amor que te profesas no es más que participación del amor que tienes a Dios. Y puesto que tu ser, al fin y al cabo, es nada más una participación del ser divino, podría también hablarte de esta otra manera: tu amor propio, si es puro, humilde y, por tanto, muy recio, es tan sólo una participación del amor que Dios siente por ti.

 

5. Dios es amor

¿Qué es santidad? Puesto que el fin de nuestros movimientos voluntarios es lo que califica a éstos de buenos o malos y puesto que el bien que amamos es lo que posee carácter de fin, síguese que el amor con que se ama el sumo bien—es decir, Dios—alcanza una bondad peculiar y eminente, la cual se conoce con el nombre preciso de santidad. Por eso—concluyen los textos de teología—, el Espíritu por el cual Dios se ama a sí mismo es denominado Espíritu Santo.

Por eso mismo la santidad prescrita al hombre consiste forzosamente en amar a Dios «con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas y con todo el espíritu» (Lc 10,27). No es necesario distinguir en estas palabras una enumeración de potencias y facultades, cada una de las cuales haya de tener un preciso empleo en el amor debido al Señor. Simplemente se expresa con ello la totalidad de la respuesta que el hombre tiene que dar al amor de su Dios. En el pasaje paralelo de Marcos se apunta la razón de esta totalidad: «el Señor, nuestro Dios, es único» (Mc 12,29). Varios dioses exigirían parcelas alícuotas del corazón; un Dios único reclama el corazón completo.

Recordamos ahora que a continuación, en el segundo mandamiento, «semejante al primero» (Mt 22,39), se nos obliga con la misma urgencia a amar al prójimo. Pero ¿cómo amarle? ¿Con qué parte de nuestra alma o de nuestra mente, con qué reserva de nuestras fuerzas, si todas han sido puestas al servicio de ese amor total a Dios? Precisamente la dificultad de conciliar estos dos amores nos entrega limpia la clave de la gran solución, de la solución maravillosa, aquietadora y triunfal: amando al prójimo amamos a Dios con el mismo e indiviso amor.

Mucha holgura y simplicidad consigue el alma cuando ha aprendido a santificarse así: amando, nada más que amando. A medida que crece el amor, todas las virtudes irán dócilmente alineándose en su séquito, para cortejarlo y defenderlo. («Quiero conseguir el amor por medio de la humildad», confesó una religiosa a San Francisco de Sales. Este contestó: «Pues yo quiero conseguir la humildad por el amor».)

Será condenado irremisiblemente el hombre cuyo corazón se encuentre vacío de amor a Dios. «Si alguno no ama al Señor, sea anatema» (1 Cor 16,22). Será salvo, será feliz, con aquella felicidad que del mismo amor por esencia brota, todo el que sinceramente ame: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos mansión» (Jn 14,23). La demanda decisiva será la misma que Jesús presentó a Pedro: «¿Me amas?» (Jn 21,15-17).

La historia de las almas y la memoria de cada corazón atestigua que este amor a Dios muy a menudo desfallece, se extingue, suplantado por las muchas especies de idolatría. Por eso la pregunta hecha por Cristo a su apóstol infiel es la que constantemente, en cualquier vicisitud de la vida, en todas las opciones, dirige el Señor a los hombres: «Yahvé, vuestro Dios, os prueba para saber si amáis a Yahvé, vuestro Dios, con todo vuestro espíritu y toda vuestra alma» (Dt 13,3). El amor perfecto y sin desmayo será una gracia escatológica: «Yahvé, tu Dios, circuncidará tu corazón y el corazón de tus descendientes, para que ames a Yahvé con todo tu corazón y toda tu alma y vivas» (Dt 30,6).

Este amor que Dios reclama del hombre no es otra cosa que la respuesta otorgada por el hombre al previo amor de Dios: «Amemos a Dios, porque El nos amó primero» (1 Jn 4,19). El amor mutuo será también entre nosotros una imitación del amor que el Señor nos ha mostrado: «Carísimos, si de esta manera nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,11). No olvidemos jamás que «el amor procede de Dios» (1 Jn 4,7). ¿Por qué? Porque «Dios es amor» (1 Jn 4,8).

No quiere decir esta fórmula de Juan que la idea de Dios puede ser reducida a la idea de amor como valor supremo; no significa que el amor ha sido divinizado, que el hombre, elevándolo hasta lo absoluto, lo ha hecho su Dios. Significa, por el contrario, que nosotros reconocemos la plenitud del amor en la obra que Dios ha cumplido en el Hijo por el Espíritu en favor de nuestras almas. «En esto está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y envió a su Hijo» (1 Jn 4,10). Dios es amor: el amor únicamente puede ser conocido por la revelación que de sí mismo nos ha hecho Dios en Jesucristo: «En esto hemos conocido el amor: en que El dio su vida por nosotros» (1 Jn 3,16).

Constituye la encarnación la revelación suprema del amor insondable. Pero este amor preexistía a toda manifestación, a toda gestión, porque es eterno, porque es divino: «Te amé con amor eterno» (Jer 31,3). Es anterior también a cualquier propósito creador, anterior a su propio desbordamiento, ya que el amor representa lo más íntimo de la naturaleza divina, «la esencia de su esencia». El amor es la fortuna de la Trinidad y su razón de ser, hasta tal punto que cada Persona solamente se distingue de las otras por la manera propia y distinta como posee el amor. No importa que el Amor sea el nombre propio de la tercera Persona: el Espíritu Santo es el amor en cuanto que es fruto y expresión del amor. Pero el Padre y el Hijo son también igualmente amor, es decir, son la producción del amor.

Misterio de amor inenarrable, de unidad perfecta y redonda, la Trinidad es el modelo según el cual se dibujan y realizan las varias uniones santas: la unión del Verbo con la naturaleza humana, la unión de Cristo con los hombres, la unión de los hombres entre sí. Jesús viene a ligar los extremos en aquella ardorosa súplica: «Que sean uno como nosotros somos uno» (Jn 17,22).

«El Padre ama al Hijo» (Jn 3,35) y nos ama a nosotros: «Tú les has amado como me has amado a mí» (Jn 17,23). Ahora bien, en tanto nos ama en cuanto nosotros amamos al Hijo: «El que me ama, será amado por mi Padre» (Jn 14,21); nos ama en la medida en que somos del Hijo: «Padre santo, guarda en tu nombre a estos que me has dado, para que sean uno como nosotros» (Jn 17,11). Finalmente: «Pero si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo» (Rom 8,9).

Amemos a Dios porque Dios nos ha amado. Y El no ama más que para ser amado. No obstante, ningún egoísmo ni desorden hay en ello. Sólo puede ser egoísta el que camina tras su propio provecho y ganancia, y a Dios no se le sigue utilidad ninguna del afecto de sus criaturas: cuando busca ser amado—y no puede, aunque quiera, pretender otra cosa, no puede desprenderse de esta inmensa necesidad de que se le ame—, busca únicamente la alegría de sus amantes, que sólo amándole la alcanzan. El está a cubierto de todo fracaso, de toda penalidad que pudiera surgir de nuestro odio o desprecio, porque ya el Hijo le ama suficientemente. Somos nosotros quienes necesitamos amarle para continuar siendo amados después, cuando el desamor de Dios se nos haría insoportable, y también para librarnos aquí abajo de ese peso humillante —que cualquier día nos puede aplastar—propio del hombre que es amado y no ama.