CAPÍTULO XXIV

«COMO NIÑOS»

 

1. Qué no es infancia espiritual

Mateo es el único evangelista que nos ha transmitido la consigna de «volvernos y hacernos como niños» (Mt 18,3). Marcos y Lucas hablan tan sólo de «recibir a uno de estos niños en mi nombre» (Mc 9,37; Lc 9,48), matiz que, por otra parte, también Mateo recoge (Mt 18,5).

Según esta última significación, el mandamiento de Jesús reduciríase a lo siguiente: debemos dispensar la mejor acogida a los más pequeños y menospreciados de entre nosotros, porque en éstos le recibimos y honramos a El. «Vinieron a Cafarnaúm, y, estando en casa, les preguntaba: ¿Qué discutíais en el camino? Ellos se callaron, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor. Sentándose, llamó a los doce, y así les dijo: Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándole, les dijo: Quien recibe a uno de estos niños en mi nombre, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, no es a mí a quien recibe, sino al que me ha enviado» (Mc 9,33-37). Tenemos aquí una parábola en acción. Para corregir la ambición que los apóstoles acababan de demostrar en su disputa, se vale Cristo de una escena que El mismo provoca, confiriéndole el valor de una oportuna y muy alta enseñanza. ¿Queréis ser grandes? Haced como yo, que me pongo al servicio de los pequeños. Esta misma lección se desprenderá del lavatorio de los pies la víspera de la pasión. Según Marcos, por consiguiente, y lo mismo según Lucas, Jesús no exhorta a sus discípulos a imitar a los niños, sino a imitarle a El, que con tanta solicitud y humildad acoge a ese niño.

La frase, sin embargo, que Mateo nos ha conservado enriquece considerablemente el magisterio de Cristo, y nuestro deber es procurar desentrañarla y convertirla en alimento del corazón. Jesús afirma: «En verdad os digo, si no os volvéis y hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos». ¿Qué es lo que debemos entender bajo esta infancia espiritual, a la que el Maestro nos invita, mejor dicho, nos obliga?

Por lo pronto, interesa descartar de nuestro programa todo aquello que, siendo atributo de la niñez, constituye una nota negativa y recusable. La misma Escritura, en diversos pasajes, señala ciertos rasgos característicos de la infancia que a toda costa tenemos que evitar para llegar a ser ese «varón perfecto» (Ef 4,13), cuya medida resume el objetivo de todos nuestros esfuerzos.

¿No representa acaso nuestro ser cristiano una mayoría de edad en relación con la flaqueza y precario estado de los hombres antes de Jesucristo? «Digo yo ahora: Mientras el heredero es menor, siendo el dueño de todo, no difiere del siervo, sino que está bajo tutores y curadores hasta la fecha señalada por el Padre. De igual modo nosotros: mientras fuimos niños, vivíamos en servidumbre, bajo los elementos del mundo; mas, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, para que recibiésemos la adopción» (Gál 4, 1-5). No podemos, pues, retrotraernos nosotros ahora a esa situación de niñez que Cristo vino a dar por superada. La infancia espiritual, a la cual somos todos exhortados, no cabe interpretarla como un retroceso a las categorías propias de una edad precristiana, de naturaleza inferior.

Tampoco nos es lícito entenderla como equivalente de necedad y escaso juicio. Semejante situación es hora ya de que la abandonemos. «¿Hasta cuándo, como niños, amaréis la simpleza y, petulantes, os complaceréis en la petulancia, y aborreceréis, como necios, la disciplina?» (Prov 14,18). Seamos avisados, precavidos y discretos, a fin de no caer en esos cepos del error que atrapan a los niños, como aquellos incautos que «se extraviaron por los caminos de la equivocación, teniendo por dioses los más viles animales, engañados a manera de niños insensatos» (Sab 12,24). También Pablo nos disuade de esta infancia, tan pródiga en engaños y desdichas: «Hermanos, no seáis niños en el sentido, sino en la malicia; en los sentidos sed hombres adultos» (1 Cor 14,20).

La discreción, a la cual constantemente los libros santos nos convidan, significa el inteligente discernimiento del bien y del mal. Contra esta discreción pecamos siempre que nos dejamos llevar por el descarrío de las apariencias, por esa proclividad a las mil idolatrías perniciosas. Pero no menos constituye también un grave desatino contra la discreción cierta simplicidad que a veces vemos canonizada como deseable y digna de encomio. No es verdadera simplicidad, no es simplicidad querida por Dios—al menos no es la que se nos recomienda a cuantos somos capaces de plantearnos la cuestión de la santa simplicidad—, esa rudeza de alma que lleva consigo la renuncia a toda profundidad o adelanto, esa que equivale a un estacionamiento en las formas más toscas y primarias del espíritu. Ello supondría una triste mutilación y probablemente un pecado previo, puesto que llegaríamos ahí conducidos por una culpable pereza o por un temor, también culpable, a la complejidad de la vida interior. Mucho más execrable resulta aún la pretendida simplicidad de aquellos que han optado por simplificarlo todo de manera ilegítima: perdiendo el respeto a la diferenciación constitutiva de los seres, reduciendo el mundo a su esquema más pobre, a su nivel ínfimo. No es, en efecto, la simplicidad del vegetal, de vida tan mísera y rebajada, la que ha de servirnos de modelo, sino la simplicidad de Dios, en cuyo seno albérgase la máxima plenitud y riqueza.

Tampoco puede significar, esa infancia por Cristo recomendada, un estado de alma tan elemental y primitivo que nos torne incapaces para un mayor entendimiento de las cosas celestes. No era otra la situación de los fieles de Corinto: «No pude, hermanos, hablaron como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, no os di comida porque aún no la admitíais. Y ni aun ahora la admitís porque sois todavía carnales» (1 Cor 3,1-3). Quien así bebe la leche del conocimiento divino, la bebe sin verla ni gustarla; asimila esas noticias sin entender ni una coma, sin participar activamente en su asimilación, porque no puede masticar el pan de otra fe más documentada. Es alimento muy flojo la leche. Los hombres espirituales deben ir desprendiéndose de ese régimen propio de párvulos.

Nada tiene que ver tampoco la verdadera infancia con el infantilismo. No faltan quienes toman su simple euforia, su optimismo humano, por una conciencia sólidamente anclada en la providencia divina, ni quienes pretenden vivir en la alegría pascual habiendo rehusado abrazarse con los sinsabores de la cruz. Una vicisitud cualquiera en sus vidas demuestra hasta qué punto son frágiles y superficiales semejantes espíritus. La sencillez cristiana sólo de Cristo podemos aprenderla, y no se halla del lado de acá de las dificultades, sino del lado de allá, trascendiéndolas. La mera rudeza intelectual no entraña necesariamente simplicidad, ni es, por sí misma, una condición favorable para alcanzarla. Por supuesto, el hecho de que entre los pobres sea más frecuente el hombre sin desbastar no puede llevarnos a identificar tosquedad con pobreza, con aquella pobreza alabada por Cristo que constituye un aspecto de la simplicidad auténtica. Sería un error tan nocivo como confundir fe viva con fe ilustrada.

Sería también gran desacierto copiar de los niños su inconstancia y volubilidad. Debemos, por el contrario, esforzarnos en la perseverancia, «hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, como varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo, para que ya no seamos niños que fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrina por el engaño de los hombres» (Ef 4,13-14). Firmeza de adultos convencidos, y no la movilidad del niño, tan propenso a ser seducido por cualquier brillo o pompa, es lo que pide de nosotros el Señor.

¿Cuál será, pues, el núcleo de esa infancia que nosotros debemos asimilar? No es, desde luego, su gracia natural, el encanto que emana de su lozanía. Tampoco es su inocencia. Pero ¿existe acaso la inocencia? ¿No será la inocencia infantil el producto inane de una nostalgia posterior? ¿No será una invención de las personas mayores, que necesitan fingirse paraísos? San Agustín, volviendo sus ojos hacia aquel tantillus puer et tantus peccator que fue en su edad más tierna 1, recuerda las muchas culpas cometidas entonces y se pregunta desengañado: «¿Y es ésa la llamada inocencia infantil?» 2. Solemos comúnmente entender por inocencia el mero desconocimiento de todo pecado carnal, pero semejante pureza es una inocencia demasiado restringida y limitada. ¿Qué decir de los brotes de la envidia y del odio? ¿Y ese egoísmo atroz del niño, esa ingratitud, ese buscar nada más su propio provecho, ese instinto de conservación ya exacerbado y depravado, todas esas raíces que sus padres sin querer plantaron en él y que fructifican inmediatamente, cuando todavía no ha aprendido a esconder y disimular sus torcidas tendencias? ¿Es que existe realmente la inocencia infantil? Hay casos, es verdad, de niños conmovedoramente limpios, nobles y desprendidos. Pero ¿por ventura son más frecuentes estos casos entre ellos que entre los adultos? El mayor o menor vigor en la manifestación de la malicia—o, por el contrario, la mayor o menor habilidad en su encubrimiento—no modifica sustancialmente las cosas. Ciertamente no coincide la edad del «uso de la razón» con la edad del «uso del corazón»; no van uno y otro ejercicio en proporción directa; pero tampoco, por supuesto, en proporción inversa.

1 Conf. 1,12,19: ML 32,67o.
2 Ibid., 1,19,30: ML 32,674.

Posee la niñez una frescura que inevitablemente nos cautiva lo mismo que el despertar de todas las primaveras. Pero hemos de guardarnos mucho de dar a esa maravilla de la niñez un alcance espiritual que sería ordinariamente infundado. Los sentimientos, tan fáciles, tan instintivos, pueden embarazar nuestra discreción.

Precisamente en materia de infancia espiritual los sentimientos han contribuido con exceso a oscurecer e incluso prostituir su verdadera esencia. Muchas almas han querido acogerse a este método de la infancia porque lo interpretaban como una justificación de su debilidad. So capa de niñez de espíritu, ocultaban una incapacidad de acción personal, o un resentimiento contra los fuertes, o una astucia muy taimada. Pues bien, sabed que esa debilidad que se calcula a sí misma y se sabe explotar como un arma para luchar contra la fuerza, representa una antítesis de la simplicidad y desnudez cristianas tan grave como la que representa cualquier forma de violencia, sin la grandeza humana que a veces ésta suele revestir.

Por desdicha, casi siempre la infancia espiritual se ha visto confinada en el campo de la mera sensibilidad. Y a menudo ésta se ha deslizado hasta el límite de la sensualidad enmascarada. No es infrecuente el corazón que pretende vivir en estado de infancia sin buscar de éste en el fondo otra cosa que la satisfacción de una necesidad anormal de ternura.

 

2. Qué es infancia espiritual

Nada más equívoco, por cuanto llevamos dicho, que la niñez de espíritu, nada tan susceptible de falsificación. Importa mucho ahora, después de haber atajado las muchas veredas y razones engañosas, esforzarnos en comprender qué es lo que de verdad significa la buena infancia, qué es lo que Jesús pide de nosotros cuando nos ordena volvernos niños.

Existe en el evangelio otro texto relativo a nuestro tema: «En verdad os digo que quien no reciba como un niño el reino de Dios, no entrará en él» (Lc 18,17). Trátase aquí de la docilidad del corazón frente al reino que nos trae Jesús. Esta docilidad significa apertura, actitud receptiva, sin los prejuicios y reservas que son habituales en el hombre adoctrinado ya en otros magisterios o muy hecho a reflexionar por su cuenta. Dócil, etimológicamente, es quien se presta a «ser enseñado». He aquí una cualidad fundamental del creyente.

El hombre ha empezado concibiendo a Dios con los datos de su infancia. Todo era entonces claro y elemental: Dios amanece, Dios manda la lluvia, Dios mira desde arriba y contempla nuestras obras, Dios es bueno y nos defiende de los peligros. El amor y poder de nuestro padre, en nuestra imaginación ilimitados, corroboraba con pruebas visibles esa imagen tan sencilla que del Señor nos habíamos forjado. Cuando nos hicimos mayores, fuimos aprendiendo a concebir a Dios de manera más pura y abstracta. La imperfección que encontrábamos por doquier nos obligaba a decantar más y más nuestra noción de Dios, al cual por fin acabamos atribuyéndole una idea suma, escrupulosamente despojada de toda limitación y defecto. Dios es el Ser Absoluto. El Omnipotente, el Omnisciente, el Justo y, sobre todo, el Acto Puro.

Nada de este proceso fue desdeñable. Significaba una maduración necesaria. No haber salido de las categorías infantiles hubiese representado un anquilosamiento y, muy pronto, el vacío, ya que nuestro espíritu, crecido ya en otras dimensiones, no podía darse por contento con bases tan insuficientes. Aquí radica la crisis de muchas almas, el principio de muchas apostasías, justamente porque esas almas eran incapaces de mantenerse en pie sobre una concepción de Dios meramente pueril. El progreso, pues, hacia una idea más científica de lo divino hacíase imprescindible. Sin embargo, esos nuevos conceptos, tan exactos, tan firmes e irrefutables, ¿bastaban? A fuerza de precisos, ¿no resultaban exangües? A fuerza de asépticos, ¿no perdían todo su poder de alimentar el alma? ¿No dejaban tal vez escapar lo más valioso, esa sustancia inefable del Dios Vivo? He ahí el momento en que necesita el hombre urgentemente, imperiosamente, nutrirse de la Palabra divina, tal como ésta nos ha sido revelada. En las Escrituras encontramos todo lo necesario para infundir, en las frías nociones que el entendimiento ha elaborado, corrientes de vida inagotable. Entonces es cuando se recupera el mundo espiritual de la niñez, su mismo lenguaje y sus mismas imágenes, pero dotado todo ello de una energía y una veracidad como nunca hubiésemos podido presentir.

Feliz aquel que se abre, como un niño, a la Palabra de Dios. Feliz el que, conservando todo cuanto de meritorio ha habido en sus laboriosos pensamientos, sabe desprenderse de esos esquemas con que una cultura excesivamente humana y engreída ha estrechado su espíritu, y se abre de nuevo a la acción del Dios Vivo, a sus palabras de verdad y de vida.

Infancia es, pues, apertura. Es también humildad. «En humildad y simplicidad», dice la secreta de Santa Teresa del Niño Jesús, patrona de la infancia espiritual.

No es que el niño ignore los impulsos del orgullo y la dominación. Queremos decir, sencillamente, que la conciencia del niño se halla de continuo vertida hacia lo exterior: no está ocupada de sí misma, no está preocupada por sí misma.

Todos los niños pequeños son iguales, los pobres y los ricos: sólo desean el alimento, y un espejuelo que brilla, y cualquier nadería que mete ruido. Para ellos tampoco existe la diferencia entre personas encumbradas y personas de baja condición: a todos tratan por igual, con imparcialidad admirativa o desdeñosa. Los niños no son sensibles al ridículo, que tantas empresas paraliza, ni a esos vanos temores que la soberbia engendra. El niño cae, pero no se hace daño; es demasiado pequeño, está muy cerca del suelo.

Cae el niño, es verdad, muy a menudo. Infancia de espíritu: hacer de la misma debilidad un medio de santificación.

Añadamos esta nota: fidelidad en las cosas mínimas. Y, sobre todo, primacía del amor. El amor como fin, por supuesto, y también el amor como medio. «Sor Teresa del Niño Jesús —declaró su hermana Celina en los pliegos del proceso diocesano—, al contrario de otros místicos, que se ejercitaron en la perfección para conseguir el amor, adoptó como instrumento de perfección el amor mismo». Tíñelo todo el amor, colorea todos los propósitos, hace familiares, accesibles y sabrosos los graves objetivos impuestos al alma. «Más que a glorificar al Señor, aspiro a complacerle, a hacerle sonreír», confesó la santa carmelita.

Este amor es predominantemente amor de hijo. A la dimensión nupcial que todo amor cristiano comporta, prefiérese el afecto filial. Dios es Padre. Se vive en la confianza. He aquí un niño ante el mundo: su padre le interpreta el mundo extraño, su padre le defiende del mundo hostil. Se mueve el niño en una atmósfera de amparo incesante. No entiende que, junto a su padre, pueda quedar alguna vez desvalido. (Para el adulto ha perdido ya toda vigencia, al menos todo influjo, la idea de «padre».)

El hombre que vive la auténtica infancia, vive su presente y nada más. No piensa ya en el pasado, no se cuida de lo venidero. Andar revolviendo un pasado lamentable sería desconfiar del perdón de Dios; atemorizarse por el futuro sería ultrajar a la Providencia. Fíase el niño de su padre. Cuenta con él, y esto le basta. Sabe que no puede nada, pero sabe también que su padre lo puede todo. Sin que ello suponga ningún acto de reflexión; simplemente lo experimenta y lo vive, hasta tal punto es íntima su compenetración y dependencia. Cuenta la santa de Lisieux, en la famosa epístola 4. a a la M. Inés, que un día se encontró ante numerosos caminos, los cuales, unos por un sitio y otros por otro, conducían todos hasta la cumbre de la santidad. Tan perfectos y bien trazados eran, que la monja estuvo mucho tiempo perpleja, hasta que al fin renunció a la elección. «Escoge tú», le dijo al Señor. Entonces el Señor la tomó de la mano y la metió por un sendero que hasta ese momento ella no había advertido, un camino subterráneo. «No veo que avancemos—confiesa--, pero estoy segura de que nos acercamos a la cima».

No veo que adelante nada: yo camino bajo tierra, todo está oscuro. No hay piedras de kilómetro, no hay árboles, no hay nada que sirva de punto de referencia. No hay cuentas de méritos, no hay tesoros palpables para gozarse en su posesión y repaso. La fe no permite estas mezquinas satisfacciones, pero exime de muchas inquietudes. La inquietud, por ejemplo, de conservar el botín, de que nadie nos robe nada. Todo lo despilfarra el alma de fe: por el alma de Judas, por los misioneros de Madagascar, por su obispo, por los fariseos y meretrices. Quizá en la oscuridad sobrevenga el miedo, es probable; pero no importa: lo que nos impide descansar no suele ser el miedo, sino el cálculo de nuestras posibilidades de defensa.

Sencillez principalmente.

Dijimos antes cuánto se oponen a la verdadera simplicidad ciertas formas de simplificación. Mas ¿cómo olvidar esos tristes males y daños de las complicaciones? El complejo de inferioridad, por ejemplo, es un ramo de complicación; impide vivir en la sencillez. Igualmente lo impide la búsqueda y amor sistemático de las novedades. Sucede esto cuando se prefiere lo variado y retorcido, lo ornamental y lo nuevo por encima de las verdades elementales; cuando a los sabores raros y diversos se les concede primacía sobre el «pan ácimo de la verdad» (i Cor 5,8). Esta forma de complicación anda muy vecina del error, ya que los errores son infinitos y la verdad es una. Ocurre que muchas almas son seducidas por la dispersión y se descarrían. No saben que, cuanto más perfecto es un ser, más simple es. Al multum prefieren el multa.

El alma sencilla no se enreda en métodos de oración; contempla y se alimenta. No busca tampoco penitencias extraordinarias. Hace lo de todos, pero mejor. No tiene intenciones, no dispone complicadamente los medios para la obtención de un fin. El juego, quehacer del niño: actividad que no depende de un fin exterior a ella misma. El juego no tiene utilidad, posee sentido. El amor a la liturgia sin hacer de ella ningún medio de apostolado, sin rebajar su señera grandeza, sin alterar su paz, su delicioso juego: ludens coram Eo.

Hemos alabado, páginas atrás, la discreción. Existe también un discernimiento malo, y hay una carencia de distinciones que es saludable y santa. El niño no distingue entre fines y medios, no concatena, no vive pendiente de futuros previsibles. Todo es maravillosamente imprevisible, porque todo se halla ya previsto por el Padre. No distingue entre sus propias vivencias y la realidad exterior: es poroso y solidario, recreado por corrientes siempre frescas. No discierne entre lo hostil y lo amigable; todo es digno de confianza; de ahí su felicidad holgada y expansiva. Vive sin artificio, en amistad franca con la naturaleza. Vale más un pájaro que una cuenta bancaria. Las verdades salen limpias de su boca, no son verdades menguadas ni verdades pulidas. Una mentira es una mentira.

Mas la simplicidad no significa puramente ingenuidad dichosa, incontaminada. Esto es tan grato, tan ideal, que para nosotros resulta ya imposible. ¿Cómo empezar, pues, a ser sencillos? ¿Cómo desprendernos de nuestros viejos hábitos o de nuestras tortuosas e inútiles especulaciones sobre la simplicidad? Si la humildad suele empezar por la humilde confesión de nuestro orgullo, no menos la sencillez habrá de comenzar para nosotros justamente con el reconocimiento, muy sencillo, de nuestra complicación. ¿En qué consiste, a la postre, la esencia de la simplicidad? La simplicidad cristiana, aquella que debe empapar nuestra vida, representa nada más un estilo, una forma unitaria de ser, una dirección única hacia un único fin: andar buscando una sola cosa, el reino de Dios y su justicia. No buscar simultáneamente las «añadiduras»: el dinero, el consuelo, el embellecimiento de nuestra alma o la fama de que sólo buscamos la gloria de Dios.

Sencillos, no dobles. «Como niños recién nacidos, sin doblez» (1 Pe 2,2).

Si Dios es el ser simple por excelencia, hay que concluir que el alma se acerca a Dios en tanto en cuanto se hace ella más y más simple. De otra manera quizá más fácil de entender: en tanto seremos simples en cuanto nos vayamos avecinando a Dios, compenetrándonos con Dios, con su manera de querer y sentir. Quien vive en la infancia espiritual no se dispersa en obras múltiples; todo tiene para él una unidad profunda y viva. Es lo contrario del corazón «dividido», al cual alude Pablo cuando compadece a los esposos, que han de preocuparse de agradar a Dios y a su mujer (i Cor 7,33). Sólo Dios importa. Sólo importa una cosa: el unum necessarium (Lc 10,41). Y cuando la vida se ha orientado tan resueltamente, por sí sola se simplifica, y los deseos redúcense a las necesidades, y la ambición se limita a ir, poco a poco, suprimiendo toda ambición. Uno es pobre porque se ha despojado de todo, y es rico porque ya no tiene pocas o muchas cosas, sino que lo posee todo. Simplicidad, sinceridad, integridad: un solo propósito en la mente, una sola palabra en los labios, un solo amor en el pecho. Lucidez también en la mente, canciones en los labios y flores en el corazón.

No es fácil. Equivale, como diría Simone Weil, a soportar el peso del mundo: porque es arrojar el contrapeso.

Cuando Jesús recomendaba a sus discípulos ser como niños, ¿no les invitaba en realidad a ocupar el último sitio, a abrazarse con todos los menosprecios? La literatura rabínica ignora por completo el valor de la infancia, los atributos valiosos que en ella puedan resplandecer y ser con provecho asimilados. Para los judíos, el niño era simplemente lo que no se tiene en cuenta, lo insignificante, lo despreciado. Expresamente dice más adelante Cristo: «Mirad, no despreciéis a ninguno de estos pequeños» (Mt 18,io). Después de negar toda inocencia a la edad infantil, San Agustín deduce que lo que Cristo recaba de nosotros es precisamente «la pequeñez de la estatura».

Para entrar hoy en la basílica de Belén no hay más remedio que agacharse. El gran portón primitivo hubo de ser achicado con objeto de que las bestias no penetrasen en los atrios. Después, inscrita también dentro de esa segunda puerta, los cristianos construyeron otra, aún más pequeña, para que, si los soldados otomanos llegaban en sus incursiones hasta la muralla, tuvieran que entrar de uno en uno y perfectamente indefensos; es como una poterna que no mide más de un metro y hace falta inclinarse para atravesarla. Siempre que pasaba por ella, puesto que en ese momento recuperaba la estatura de mi infancia, me hacía la ilusión de que recobraba también otras cosas más esenciales y podía así dirigirme con más derechos, más contento, hacia mi rincón en la gruta. En realidad, aquello en nada mudaba mi corazón, tan viejo y sucio, con tantas cicatrices. Pero esta capacidad mía para forjarme ilusiones, ¿no significa siquiera un residuo, un residuo al menos, de infancia?

Quizá, quizá la Virgen guarda intacta nuestra niñez en algún armario, lo mismo que se guarda un diploma.

 

3. El escándalo

He aquí un niño. Jesús lo está mirando: como se mira un objeto precioso y muy fácil de perder. Y pronuncia estas palabras: «Quien escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le ataran al cuello una de esas piedras de moler que mueven los asnos y lo arrojaran a las profundidades del mar» (Mt 18,6).

Escandalizar a un pequeño, hacerle pecar. Equivale a infligirle el peor daño: hurtarle el pan y el agua, apagarle la luz, descubrirle su radical soledad. Más aún: es quitarle la amistad de su Señor. Es, a la vez y sobre todo, causar al Señor el más grave perjuicio: robarle un corazón, la amistad de un alma pura y confiada, esa amistad entre todas preferida. Esto es exactamente lo que hacemos siempre que a un pequeñuelo cualquiera incitamos a pecar: expulsar a Jesucristo de una casa . en que había hallado acogida y reposo, invadir la isla donde se había refugiado, donde El se consolaba y permitíase aún forjar algún sueño... Es obligarle a huir otra vez, a ir perdiendo posiciones. Poco a poco se le va confinando en la otra mitad de su reino, en la zona de los sufrimientos, las lágrimas y la ignominia, esa tierra yerma que nadie tiene interés en disputarle.

Decimos escándalo y pensamos exclusivamente en alguna torpe acción por la cual se estimula a otro directa y deliberadamente a pecar. Mas sucede que los pecados humanos se concatenan, se sueldan los unos a los otros sin necesidad de una gestión tan inmediata, dirigida y concienzuda. Los pecados todos de la humanidad van secretamente enlazándose, realizando el argumento de la historia maldita, engrosando eso que Orígenes llamaba, con fórmula paralela a la del Cuerpo de Cristo, «cuerpo del diablo» 3. Unos con otros se ligan, anudándose por riguroso orden a la primera prevaricación, a aquel pecado original, y preparando ya la última apostasía, la última crucifixión de Jesús, minutos antes de que el mundo estalle en pedazos. «Es imposible que no vengan escándalos» (Lc 17,1): cualquier pecado, efectivamente, es un escándalo.

A cierta profundidad, carece de sentido intentar distinguir entre las diversas formas de colaboración en el mal, entre la simple ocasión y la complicidad voluntaria, entre el acicate y la mera permisión. Hemos de saber esto: que todo pecado, aun el más secreto y personal—aquel que no obtiene divulgación alguna, ni siquiera realización exterior, el pensamiento malo más cuidadosamente escondido—, no sólo ofende a Dios, sino que perjudica a los hombres: contribuye a envenenar el aire, a facilitar el siguiente pecado; contribuye también a hacer ese aire más inflamable y más inminente la ejecución de las divinas amenazas, y no menos a hacerlo cada vez más irrespirable para los corazones puros, cuya alegría disminuye rápidamente sin que sepan bien por qué. ¿Necesitamos recor-

            3 Com. in Epist. ad Rom. 5: MG 14,1046.

dar acaso que inocente, en el rigor primitivo de la palabra, significa precisamente aquel que «no hace daño»?

Hay, es verdad, escándalos y escándalos. El evangelio no nos oculta el dato de que Cristo llegó a escandalizar (Mc 6,3). A veces la provocación del escándalo resulta imprescindible; también en ciertas ocasiones nos vemos obligados a «buscar la tentación», es decir, a realizar algo que fuerce al demonio a salir de su guarida. Hay escándalos farisaicos, de los cuales solamente el escandalizado resulta culpable. Existen, por el contrario, otros escándalos que tienen un origen intrínsecamente perverso, el designio formal, en quien escandaliza, de hacer pecar a otras almas. Para éste guarda todo su terrible vigor la palabra de Jesús: Más le valía arrojarse al mar. Y ocupando un lugar intermedio entre unos y otros, prodúcense a menudo ciertos escándalos que Pablo nos exhorta a evitar cuidadosamente: «Todas las cosas son puras, pero es malo para el hombre comer escandalizando. Bueno es no comer carne, ni beber vino, ni hacer nada en que tu hermano tropiece, o se escandalice, o flaquee» (Rom 14,20-21). Cristo mismo nos intima a obrar así con su propio ejemplo cuando paga, sin estar a ello obligado, el tributo al templo solamente «para no escandalizar» (Mt 17,27). Cedamos, pues, de nuestros derechos si su ejercicio va a servir de piedra de tropiezo para los hermanos débiles en la fe. ¿No son acaso todos los derechos cristianos «para edificación de la Iglesia»? (1 Cor 14,12).

En términos muy generales, podríamos afirmar que todo cuanto en la Iglesia no es apostolado, es escándalo. Puesto que no se dan en concreto actos morales deliberados que sean indiferentes, tampoco es posible concebir la neutralidad dentro de una consideración social, atendidos los efectos de cualquier acción en este cuerpo tan trabado que es la comunidad de los hijos de Dios. «Quien no recoge conmigo, desparrama» (Lc 11, 23). No cabe una tercera actitud, no cabe la inactividad. No recoger equivale a dispersar. Renunciar a la elección es elegir el extremo malo. No adherirse a Cristo significa luchar contra El. No hacer el bien supone ya hacer el mal. Escándalo universal de los pecados de omisión. Otros mil pecados siguen indefinidamente a mi pecado. Cuando yo dejo de hacer algo bueno que de mí se esperaba, todos aquellos a quienes he defraudado se sienten eximidos de hacerlo cuando se vean en las mismas circunstancias. Defraudarlos es disuadirlos.

Los pecados se engarzan. Cada pecado constituye, para todo espectador, una invitación a cometerlo por su cuenta. Pero su efecto, su proliferación, no consiste únicamente en otro pecado del mismo género y especie. Los frutos del mal son variadísimos e imposibles de prever. Pensemos por un momento en ese resultado, tan cotidiano y tan fácil, de cualquier acto pecaminoso: la conclusión de que la gracia resulta insuficiente para mantener el corazón en la rectitud y la bondad. ¿Insuficiente? Pero ¿es que acaso existe? Y ¿qué representan esos mandamientos constantemente violados por aquellos cuyo oficio es proclamarlos y exigir su cumplimiento? ¿No serán un simple recurso para mantener el poder? ¿No constituirá todo una inmensa farsa? ¿Qué significa en realidad Jesucristo si sus intereses son cada día lesionados por quienes desaforadamente andan amenazando a todos con el infierno? ¿Qué quiere decir el amor de Dios en boca del que tanto egoísmo demuestra? El mal, el confusionismo, el dominio del diablo, el escándalo, van ganando terreno, igual que la peste.

Después dice Jesús: *Si tu mano o tu pie te escandaliza, cortátelo y échalo de ti; que más te vale entrar en la vida manco o cojo que con manos o pies ser arrojado al fuego eterno. Y si tu ojo te escandaliza, sacátelo y échalo de ti; que más te vale entrar con un solo ojo en la vida que con ambos ojos ser arrojado en la gehenna de fuego» (Mt 18,8-9).

Sí, efectivamente, se trata de expresiones semíticas. Tomar a la letra ciertas recomendaciones del evangelio puede llevar a lamentables descarríos: ninguna alabanza ha merecido Orígenes por haber interpretado en sentido material el consejo de hacerse «eunuco» para entrar en el cielo (Mt 19,12). Sin embargo, el no dar a los textos una interpretación literal cuando la sensatez así nos lo pide, no significa precisamente tener que dar una interpretación tibia, benévola, disminuida. Seguramente la exégesis espiritual conduce a sacrificios todavía más costosos. ¿Incluso más que cortarse el pie o la mano, más que arrancarse un ojo? Bajo los nombres de pies y manos bien podemos entender el fundamento de nuestra existencia y aquellos medios de acción de que solemos valernos para aumentar nuestro caudal. Se trataría, pues, de vivir sin base terrena, en ese santo vacío del que únicamente en Dios estriba, y de renunciar a todas las posibilidades de defender e incrementar nuestra hacienda o nuestra fama. El ojo que Cristo nos invita a vaciar, ¿no representa nuestros conocimientos, nuestras previsiones, nuestros cálculos, nuestra capacidad de juicio? He aquí lo que debemos arrojar lejos de nosotros, y quedarnos con la pura fe, fiados únicamente en la verdad impenetrable de las paradojas del Señor, envueltos siempre en esa temperatura ardorosa del misterio. ¿Es poco quizá todo esto? ¿Significa tal vez una solución satisfactoria y benigna para cuantos se horrorizan de quedarse tuertos, o mancos, o cojos? La palabra del Señor, traducida del arameo a nuestras lenguas vulgares, conserva todo su filo.

Cuidémonos, pues, mucho de ser piedra de tropiezo para alguien. No obstante, cuidémonos igualmente de caer en el extravío opuesto: confundir el miedo a escandalizar con el temor de publicar nuestros pecados. ¿Qué es lo que en el fondo tememos? ¿Escandalizar a aquellos que nos suponen una conducta íntegra o perder nuestra reputación de hombres excelentes? Hay algo tan edificante y ejemplar como la pureza: la humildad de quien se reconoce impuro. Hay algo que escandaliza más que el crimen: la falsa ejemplaridad.

 

4. Perdonar setenta veces siete

Poco después fija Cristo las normas a seguir para una adecuada reprensión de los defectos del prójimo. «Si pecare tu hermano contra ti, ve y repréndele a solas. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma contigo a uno o dos, para que por la palabra de dos o tres testigos sea fallado todo el negocio. Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia, y si a la Iglesia desoye, sea para ti como gentil o publicano» (Mt 18,15-17).

La corrección fraterna ha de rodearse de muy finas delicadezas. Se trata de reprender sin herir, de corregir sin lastimar. No sólo debemos practicar la justicia con amor, sino que el amor ha de constituir el objetivo indispensable de todos los procedimientos que la justicia exija. Cualquier sanción ha de ser medicinal. No importa tanto que el orden violado se restablezca cuanto que las operaciones llevadas a cabo para restaurar ese orden estén transidas de caridad y fructifiquen en caridad. El orden que realmente importa instaurar, mantener, recomponer y desarrollar es el ordo caritatis.

Por eso tiene que ser el perdón el clima normal de las relaciones cristianas. Su ejercicio ha de ser tan frecuente como frecuentes son las ofensas. «Acercándose Pedro, le dijo: Señor, si mi hermano peca contra mí, ¿cuántas veces he de perdonarle? ¿Hasta siete veces?» A juicio del Talmud, las injurias debían ser pacientemente perdonadas tres veces; perdonar siete veces le parecía a Pedro una supererogación suficiente, propia de aquella mayor caridad que, según él, habría de distinguir la vida social en el nuevo reino. Jesús responde: «Te digo que no sólo siete veces, sino setenta veces siete» (Mt 18,21-22). Es decir, siempre: la caridad que Cristo inaugura no es setenta veces superior a la justicia imperante entre los más cuidadosos cumplidores de la Ley, sino que es de otra naturaleza, de otra índole infinitamente más alta. El perdón cristiano dista de las normas postuladas por la más excelente convivencia humana cuanto dista el cielo de la tierra: cuanto la caridad de Dios aventaja a la generosidad de los hombres.

Se trata de un perdón en el cual yo renuncio a toda contabilidad; por tanto, a toda idea oriunda de una justicia estricta. La pura justicia, por muy noble y excelsa que la imaginemos, queda esencialmente rebasada. Es un perdón que implica además la renuncia a cualquier satisfacción propia: primeramente, a la satisfacción que reporta la venganza como tal, también esa sorda venganza de los débiles que consiste en cierto rencor vergonzante y oculto; semejante rencor suele ser a menudo tan insatisfactorio como un proyecto de lujuria irrealizable, pero otras veces resulta tan gustoso y suficiente como un mal pensamiento largamente, morosamente cultivado.

Tengo que renunciar asimismo a las satisfacciones de la fama que entre algunas gentes se consigue cuando uno ha sabido, merced al vigor de su brazo, humillar al enemigo. Debo incluso sacrificar esa sutil satisfacción que fácilmente obtendría si, al perdonar a mi ofensor, me complazco en la idea de que yo soy más fuerte que él; es otro tipo de venganza, menos basta, pero no menos humana y terrena, originada por la evolución del odio hacia el desprecio. ¿Y esa otra satisfacción, más tenue, más espiritual, de sentirme generoso? También debo prescindir de ella. ¿Por qué? Porque el perdón cristiano exige el olvido de la injuria recibida. ¿Cómo creer a quien constantemente está diciendo que perdona por el solo placer de renovar constantemente el perdón? ¿Cómo prestar fe a esas pretendidas victorias del que innecesariamente abraza situaciones de peligro para su castidad, nada más que por el deseo de vencerlas y así incrementar sus méritos?

El perdón cristiano, como cualquier obra o modalidad de la conducta cristiana, viene a fundarse en la fe. He de perdonar y olvidar. (Ya sabéis cómo el olvido no es del todo ajeno a nuestra voluntad: tenemos sobre la memoria un poder que los psicólogos llaman «político»; el corazón es capaz de ir modelando a su gusto la cabeza.) Y aunque no logre de momento el olvido, he de proceder como si ignorase todo: he de avanzar hacia mi adversario sin coraza, desarmado, sin cálculos, es decir, como si me dirigiese al encuentro de un amigo. Esta actitud supone una fe muy recia, ya que implica la convicción de que ninguno de los hombres, absolutamente nadie, puede causarme un verdadero daño. No hay otro mal que el mal moral; sólo yo mismo, por consiguiente, soy capaz de herirme.

Al perdonar, muestro mi fe en Dios. Creo que El sabe—no sólo mejor que yo, sino que lo sabe perfectamente, mientras yo no sé nada—cuál es el margen de culpa inherente a la injuria que se me ha hecho. Renuncio a juzgar: soy, desde luego, parte en el juicio y, por tanto, incapaz de una sentencia serena, imparcial y matizada; y soy además hombre, criatura falible y criatura de muy limitada penetración. Renuncio a juzgar. Lo cual supone una robusta fe en Dios Omnisciente y en Dios Justo.

Pero esto no basta aún. Al sacrificar todo juicio prematuro y negarme a restablecer por mi cuenta el orden violado de la justicia, apenas si mi comportamiento excede a lo que puede en rigor exigirse de todo ciudadano; «¿no lo hacen también los gentiles?» (Mt 5,47). Es menester ir más adelante. ¿Apelaré a la autoridad? Lo haré si ello redunda en bien de la sociedad y del mismo ofensor. ¿Apelaré a Dios? Desde luego, pero de cierto modo: apelando no a su justicia, sino a su misericordia. Es decir: no encomendaré a Dios la ejecución de una justa venganza; pediré, por el contrario, piedad para mi enemigo.

Aquí, por fin, alcanzo el núcleo del perdón cristiano: cuando mi actitud participa de la obra redentora de Jesús. Tal perdón me ha costado sucesivas renuncias, un total desprendimiento de mí mismo. Esta es la única forma de adherirme a la Víctima, a ese Dios que no perdonó por una simple remisión indulgente, sino a costa de la más dolorosa de las expiaciones. Unicamente así perdono «de corazón».

La fórmula «de corazón» pertenece a Cristo. Se halla al final de la parábola del siervo cruel, con la cual quiso el Maestro ilustrar su consigna acerca del perdón.

«El reino de los cielos se asemeja a un rey que quiso tomar cuentas a sus siervos. Al comenzar a tomarlas se le presentó uno que le debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, mandó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y saldar la deuda. Entonces el siervo, cayendo de hinojos, dijo: Señor, dame espera y te lo pagaré todo. Compadecido el señor del siervo aquel, le despidió, condonándole la deuda. En saliendo de allí, aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien denarios, y, agarrándole, le sofocaba diciendo: Paga lo que debes. De hinojos le suplicaba su compañero diciendo: Dame espera y te pagaré. Pero él se negó y le hizo encerrar en prisión hasta que pagara la deuda. Viendo esto sus compañeros, les desagradó mucho, y fueron a contar a su señor todo lo que pasaba. Entonces hízole llamar el señor, y le dijo: Mal siervo, te condoné yo toda tu deuda porque me lo suplicaste; ¿no era, pues, de ley que tuvieses tú piedad de tu compañero como la tuve yo de ti? E irritado, le entregó a los torturadores hasta que pagase toda la deuda. Así hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonare cada uno a su hermano de corazón» (Mt 18,23-35).

Calcula Jesús en cien denarios la deuda que los hombres contraen con los hombres, y en diez mil talentos la deuda que los hombres tienen contraída con Dios. Lo cual, evidentemente, en ningún modo significa que los pecados contra el prójimo no revistan apenas importancia. (¿No son también, y antes que nada, pecados contra el Señor?) La diferencia—diferencia propiamente incalculable: diez mil talentos equivalen a muchos millones de pesetas oro—posee otro simbolismo muy distinto. Quiere Jesús inculcarnos esto: la mayor ofensa que un hombre haya podido hacerme resulta insignificante al lado de las ofensas que yo mismo he cometido contra Dios.

He aquí algo fundamental del perdón cristiano: la persuasión íntima y aplastante, en el momento en que me veo obligado a perdonar, de que yo necesito un perdón inmensamente mayor. He aquí la precisa modalidad de nuestra contribución a la obra redentora: corredimir sabiéndonos redimidos. ¿No es absurda la soberbia, o la temeridad de juzgar a los demás, en todo aquel que haya sondeado de veras su propia conciencia? Pues tan incomprensible sería que se negase a perdonar a su prójimo quien conoce con un mínimum de claridad sus deudas para con Dios. Tal actitud es incluso inverosímil en un alma que presta alguna atención a lo que reza: «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores».

¿Es posible repetir estas palabras sin temblar? No se trata ya de que Dios me perdone en la misma medida en que yo perdono: al fin y al cabo, ¿cuál es la suma de oprobios que hemos podido recibir a lo largo de una vida, comparados con las injurias que hemos hecho al Inocente? Se trata más bien de que Dios me perdone en la misma forma en que yo perdono. Ahora bien, ¿qué alcance y profundidad suelo dar a mi perdón? ¿Sobrepasa éste de ordinario a un simple propósito de no tomar venganza? ¿Llega a ser alguna vez tan puro y total que mantenga el amor en su intensidad primera, anterior a la ofensa? Porque yo no me sentiría feliz si Dios se redujera a no imputarme los pecados, a concederme nada más el cielo... Necesito que me quiera, que me quiera mucho...

Perdonemos de verdad. Cuando hemos hecho un favor y no se nos agradece, cuando amamos y no somos amados, cuando esperamos una recompensa y nos es negada, imitemos el renunciamiento esencial de Dios. Aceptemos que los hombres sean diferentes de esas ideales criaturas que nos forjamos en la imaginación, pues también cada uno de nosotros es muy distinto de lo que él cree ser: es mucho más desagradecido, mucho más ruin, mucho más perverso. Cuando alguien nos ofende, no pensemos que nos rebaja; pensemos más bien que nos sitúa a un nivel más concorde con nuestro ser íntimo, con esa categoría de hombre despreciable que nos esforzamos en ocultar incluso a nuestros propios ojos.

Todos tenemos que perdonarnos mutuamente. Que los padres perdonen a los hijos su progresivo despego, su resistencia cada día mayor a contar con ellos, sus desórdenes, los cuales, mucho más que oprobios para el apellido, son pecados contra Dios, perdonados ya. Que perdonen también los hijos a los padres su egoísmo, su temor a quedarse al fin de la vida a merced de los hijos; su incomprensión, sus abusos de autoridad. Que el marido perdone generosamente a la mujer el que no valore su trabajo y no respete su fatiga, antes bien lo irrite con pretensiones inoportunas. Que la esposa sepa perdonar asimismo la ceguera4del marido para tantos y tantos esfuerzos como supone el cuidado del hogar; que perdone sus muchas indelicadezas, su falta de percepción para esos detalles que han constituido una larga ilusión, una ilusión diariamente defraudada. Que los gobernantes estén prontos a excusar la rebeldía y desacatos de sus súbditos y éstos sepan perdonar en aquéllos sus miras bastardas, su lujo o su vanidad estúpida. Que los seglares comprendan y perdonen la indolencia de sus sacerdotes, sus extravíos, su falta de pobreza, su ignorancia, sus tristes y humillantes coyundas con el César. Que tampoco los sacerdotes dejen de perdonar el alejamiento de sus fieles, sus calumnias o sus burlas, la calidad insultante de algunas formas de su alegría.

Que todos perdonemos a todos. Esforcémonos en la comprensión mutua. Este comprender sería como una cierta manera, una manera pura y purificadora de compartir. ¿Proyectos para la verde isla de Utopía? Pienso que no es tan desatinado, ahora que se trabaja por un mundo mejor, soñar, a plazo más inmediato, con un mundo menos malo.

 

5. Conmigo o contra mi

Repetidamente hemos dicho que frente al Señor no cabe neutralidad. O se está con El o se está contra El.

No es posible en la historia un orden profano. Cuanto no pertenece al reino de Dios, es de «este mundo», en la acepción evangélica de la palabra: es de Satán. Todo corazón se halla igualmente ante ese dilema inevitable. Y no podemos olvidar que Dios es celoso y quiere la totalidad. No se resigna a una porción del alma, no tolera la convivencia con otros dioses. Por eso dice San Agustín que «la amistad de este mundo es adulterio contra ti» 4.

El evangelio, sin embargo, nos ha conservado un texto que puede matizar fructuosamente cuanto acabamos de decir. «Díjole Juan: Maestro, hemos visto a uno que en tu nombre echaba los demonios y no nos seguía; se lo hemos prohibido. Jesús les dijo: No se lo prohibáis, pues ninguno que haga un milagro en mi nombre hablará luego mal de mí. El que no está contra nosotros, está con nosotros» (Mc 9,38-40).

Al prohibir que aquel extraño taumaturgo continuara ejerciendo su oficio, procedió Juan con arreglo a su leal sentir y entender. Cuando se lo contó al Maestro, sin duda esperó alguna alabanza, una cordial aprobación al menos. Pero Cristo, lejos de aprobar su acción, rotundamente la desaprueba.

Juan había actuado mal. Había obrado desacertadamente, alejando quizá para siempre de Jesús a alguien que estaba en vías de ingresar en su colegio. De no haber sido rechazado, es probable que su fe naciente hubiera evolucionado y él hubiese llegado a formar parte en el número de los verdaderos discípulos. Porque si acercarse a Cristo es acercarse al bien y a la verdad, no resulta menos cierto que cuanto más se aproxima uno a la verdad y al bien, más cerca se halla de Cristo.

El Antiguo Testamento relata una escena muy parecida a esta que nos ocupa. Eldad y Medad eran dos de los setenta varones que asesoraban a Moisés; dos israelitas que, a pesar de no haber recibido el don de Dios de la misma forma que los restantes, congregados todos alrededor de su jefe, comenzaron, sin embargo, a profetizar con éxito. «Josué, hijo de Num, ministro de Moisés desde su adolescencia, dijo: Mi señor Moisés, impídeselo. Y Moisés le respondió: ¿Tienes celos por mí? ¡Ojalá que todo el pueblo de Yahvé profetizara y pusiera Yahvé sobre cada. uno de ellos su espíritu!» (Núm i 1,28-29). La respuesta de Moisés prefigura la que dio a Juan Jesucristo, y ésta, a su vez, inspira aquel inolvidable párrafo del apóstol Pablo: «Hay quienes predican a Cristo por espíritu de envidia y competencia; otros lo hacen con buena intención; unos por caridad, sabiendo que estoy puesto para la defensa del evan

4 Conf. 1,13,21: ML 32,670.

gelio; otros por competencia, predican a Cristo no con santa intención, pensando añadir tribulación a mis cadenas. Pero ¿qué importa? De cualquier manera, sea hipócrita, sea sinceramente que Cristo sea anunciado, yo me alegro de ello y me alegraré» (Flp 1,15-18).

Vienen estas palabras de Pablo a subrayar el desacierto de la actitud tomada por Juan. Porque éste no sólo obró desafortunadamente, de la manera menos proselitista, sino que también obró, a juzgar por la contestación de Jesús, injustamente, con injusticia objetiva, aunque él pensase que actuaba entonces con suma rectitud. Es injusto, en efecto, suponer que todo aquel que hace el bien al margen de Cristo, sin llevar expresamente el nombre de Cristo en los labios, sirva a otros propósitos que no son los de Cristo. Esto es injusto, puesto que es falso. Fuera de la Iglesia visible florecen también las virtudes y difúndese, con pujanza secreta e incalculable, la santa caridad. No se trata, entendámoslo bien, de esa lluvia que Dios misericordiosamente envía sobre los malos lo mismo que sobre los buenos. ¿Quién de nosotros osará dibujar la raya que separa los buenos de los malos? ¿Cuáles son los malos y cuáles son los buenos? Si poseyéramos de verdad el espíritu de Jesucristo, nos asemejaríamos a aquella madre del juicio de Salomón: hemos de renunciar, por mucho dolor que ello nos cueste, a que se llame caridad cristiana el amor que cunde y se propaga entre los hombres antes que permitir que semejante amor desaparezca de la tierra.

Juan desautorizó a aquel exorcista por una razón puramente personal: «porque no nos seguía». ¿A quién no seguía? ¿Al mismo Juan y a sus compañeros? Lucas nos ofrece esta otra versión, mucho más clara y benigna: «porque no te sigue junto a nosotros» (Lc 9,49); pero, en el fondo, revela igualmente un ánimo equivocado y mezquino. Pueden los hombres seguir a Cristo sin que lo hagan precisamente en nuestra compañía. De esto debemos persuadirnos bien, a fin de que no adoptemos ninguna actitud improcedente ni mucho menos ofensiva. Bien está que sintamos un sincero gozo cuando nuestras filas van engrosando; pero, mucho más que cualquier conversión al catolicismo, por muy importante y clamorosa que ésta sea, tiene que producirnos alegría esa simple, firmísima persuasión de que Dios desea salvar a todas sus almas, y lo desea con un ardor tan intenso e incansable como nunca el más ferviente misionero de la historia ha sido capaz de desear.

Lacordaire decía: «No pretendo convencer de error a mi adversario; lo que hago es tratar de unirme con él en una verdad más alta». Maravillosa apologética. Nada de esto, sin embargo, puede llevarnos al indiferentismo. El que se complace en cierta pasividad escéptica y prescinde de toda acción apostólica porque piensa que no importa mucho que el nombre de Jesús figure en el mundo de manera explícita o de manera tácita, no ha llegado a esta postura a causa de una fe demasidado sólida, sino a causa de una fe demasiado débil. Juan, después de Pentecostés, demostró suficientemente haberse corregido de aquella imprudencia que mereció la amonestación del Señor. El fue, por antonomasia, el apóstol del amor. Sin embargo, sabemos que un día se negó rotundamente a hospedarse bajo el mismo techo que cobijaba a Cerinto.

«Quien no está contra nosotros, está con nosotros». ¿Cómo casar esta máxima con aquella otra, también de Jesús: «El que no está conmigo, está contra mí»? (Mt 12,30; Lc 11,23).

La explicación no ha de buscarse en las distintas fechas de redacción de ambos textos, como si a un primer período abierto y optimista, en que aún cabía esperar la conversión de los judíos, hubiese seguido otro, más cerrado, más inflexible, en el cual, perdidas ya tales esperanzas, interesara más que nada precisar con rigor los límites y mantener incólume el depósito de una fe bien definida. No, no es cuestión de dos épocas distintas, sino de dos contextos diferentes. En Mateo y Lucas, Cristo quiere deslindar bien su propio campo del campo de los fariseos; en Marcos, por el contrario, trátase de demostrar que Cristo tiene partidarios más numerosos de lo que el estricto cortejo de discípulos pudiera dar a entender.

Una y otra frase, en apariencia opuestas, pueden asimismo referirse a dos fases sucesivas en la evolución de cualquier alma. A veces el alma es sometida a una educación en extremo lenta, según la cual es perfectamente posible que esa alma llegue a deshacerse de todo vínculo con las tinieblas sin que se sienta aún íntimamente movida a abrazarse con Cristo; en realidad, está ya a favor de El, mas es menester respetar la escondida y muy paulatina acción de la gracia, ya que a nosotros nunca nos es lícito precipitar las etapas. Llegará, sin duda ninguna, un momento supremo en que esa alma tendrá que pronunciarse de modo inequívoco por Jesús; si a ello se resiste, habrá optado ya contra El.

Cabe también interpretar la máxima transmitida por Mateo y Lucas como un principio muy luminoso para que cada uno de nosotros se lo aplique a sí mismo y lealmente deduzca que, si su adhesión a Cristo no es del todo incuestionable, hállase en realidad comprometido al servicio del enemigo. La frase, en cambio, que Marcos nos ha conservado nos debe servir para enjuiciar a los demás, a nuestros prójimos; para no atribuir nunca una gratuita hostilidad contra Cristo a quien positivamente no la haya manifestado.

Juan, efectivamente, hizo mal en prohibir al exorcista que continuara arrojando demonios en nombre de Jesús. Sin embargo, la última interpretación que hemos dado al texto de Mateo y Lucas viene a iluminar también un posible reverso del texto de Marcos. El asunto ya no es con Juan, sino con el exorcista directamente, es decir, con nosotros mismos, depositarios de algún carisma. No creamos que por el mero hecho de hacer el bien—es decir, de ser instrumentos para que Dios haga el bien—estamos a salvo. «Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos los demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces yo les contestaré: Jamás os he conocido; alejaos de mí, fautores de iniquidad» (Mt 7,22-23).

Que cada uno contemple sus obras, pues «el árbol por sus frutos se conoce» (Mt 12,33). Pero que cada uno, para evitar espejismos, examine también sus manos, ya que, según este mismo versículo, no sólo el fruto demuestra la calidad del árbol, sino que también la calidad del árbol induce a pensar sobre la legitimidad de sus frutos: «Si plantáis un árbol bueno, su fruto será bueno; pero si plantáis un árbol malo, su fruto será malo».

 

6. La moneda en la boca del pez

Por aquellos mismos días, «entrando en Cafarnaúm, se acercaron a Pedro los recaudadores de la didracma y le dijeron: ¿Vuestro Maestro no paga la didracma? Y él respondió: Cierto que sí. Cuando iba a entrar en casa, le salió Jesús al paso y le dijo: ¿Qué te parece, Simón? Los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran censos y tributos, de sus hijos o de los extraños? Contestó él: De los extraños. Y le dijo Jesús: Luego los hijos son libres. Mas, para no escandalizarlos, vete al mar, echa el anzuelo, coge el primer pez que pique, ábrele la boca, y en ella hallarás un estáter; tómalo y entrégalo por mí y por ti» (Mt 17,24-27),

Este pez debió de ser un ejemplar del género de los Chronidos, muy abundantes en el lago de Tiberíades, y que hoy siguen cobrándose en cantidades apreciables. Las gentes de la mar lo conocen con el nombre de must, y por muy poco precio, en cualquier tabernilla del muelle, se puede cenar un par de estos pescados, mientras uno se distrae contemplando a lo lejos, en la otra margen, las dudosas luces de Siria, azules y blancas. Son peces de regular tamaño. La hembra acostumbra poner sus huevos entre los juncos; después el macho los mete en la boca y allí se cumple el ciclo de incubación, hasta que los pequeños pececillos son capaces de vida autónoma. Sucede entonces que el padre—llamado, por su largo y trascendental oficio paterno, chronis paterfamilias—, al desalojar su boca, encuentra un molesto vacío y, para evitar esa sensación, suele coger piedrecillas y otros objetos menudos, que conserva en la boca durante bastante tiempo. Fue, sin duda, en uno de estos animales donde halló Pedro el estáter.

No tuvo, pues, carácter de milagro encontrar una moneda en la boca de un pez. Lo milagroso fue el conocimiento sobrenatural de Jesús de que aquel pez precisamente contenía el estáter necesario para pagar el tributo. Conmueve pensar en la economía de Ios milagros. Dios no suele crear vino; se limita a convertir en vino el agua que ya existía. Todas las modernas explicaciones de las maravillas que en los libros santos se relatan tienden a subrayar esta sobriedad de la acción de Dios. Lo cual no significa eliminar el milagro, sino circunscribirlo y enaltecerlo. Acordaos de lo que sucedió en el mar Rojo: se levantó un huracán tan fuerte que las aguas se removieron hasta dejar libre cierto paso allí donde la profundidad no era muy grande; prodigio de oportunidad, de sabiduría y poder; pero nadie está obligado a admitir que las aguas se represaron súbitamente en sí mismas hasta formar un inimaginable muro líquido. Alimentar con el fruto de unos arbustos a seiscientos mil hombres—la cifra sigue siendo muy crecida aunque, en vez de millares, fuesen familias o grupos—no deja de ser un señalado portento; para admirar el poder y solicitud de Yahvé no hace falta creer que el maná descendía literalmente del cielo.

Tales explicaciones conservan intacta la esencia del milagro—la extraordinaria intervención del Señor y la tierna providencia en favor de sus elegidos—, al par que poseen la ventaja de inducirnos a pensar cuán «milagrosas» son las circunstancias todas que conducen nuestra propia vida.

Ante cualquier suceso deberíamos mostrar la sorpresa que sin duda se pintó en el rostro de Pedro cuando pescó el must: la sorpresa de comprobar hasta qué pequeños detalles alcanza el amor y sabiduría de Jesús; la sorpresa, no muy grande, de quien ya está acostumbrado a sus incesantes milagros cotidianos...