CAPÍTULO XXIII

LA CRUZ Y LA LUZ
 

1. Alabanza de Pedro

«Habiendo llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo?» (Mt 16,13).

La pregunta no tenía ningún carácter inquisitorial o hierático. Alejemos toda idea de tiesura, de solemnidad embarazosa. La pregunta vino al hilo de la conversación, mientras el Maestro y los suyos, según puntualiza Marcos (Mc 8,27), iban de camino. Tratábase de uno de esos diálogos que se urden para quitar monotonía a la marcha, un poco desordenados, puramente amistosos, mientras alguien se retrasa para anudar la correa de su sandalia, y otro, observando un detalle o accidente del paisaje, toma de él pie para suscitar un nuevo motivo de conversación. Jesús contemplaba aquella inmensa roca sobre la cual asentábase el templo que Filipo había consagrado a Augusto. Se hallaban junto a Cesarea, cuarenta kilómetros al norte de Betsaida.

Cristo la estaba mirando. Tal vez aquella mole le trajo a las mientes el segundo nombre de Simón, el nombre que El mismo había impuesto al más entero y apasionado de sus seguidores. «Tú eres Simón, hijo de Jonás; te llamarás Piedra» (Jn 1,42). De esto hacía ya varios meses. He aquí ahora a Simón, a Pedro, un hombre rudo y excelente, que camina emparejando su paso al del Maestro. De vez en cuando suele decir palabras hermosas, graves, que demuestran la sinceridad y vehemencia de su adhesión. Aun sin querer, habla un poco en nombre de todos, sintiéndose portavoz de sus compañeros. «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,6869). Palabras rotundas y confiadas que Cristo había agradecido mucho. Fueron pronunciadas un día aciago, cuando bastantes discípulos desertaron y la muchedumbre comenzó a virar en redondo, desconcertada ya y ofendida. Desde aquella tarde, el colegio apostólico concibió el propósito de alejarse de Galilea por un cierto tiempo. Ahora andan precisamente buscando abrigo en tierras de Filipo, príncipe ecuánime, tierras tranquilas y apartadas. Tierras risueñas, con sauces y terebintos a ambos lados de la carretera, con almendros y adelfos. Ahí cerca está Cesarea, la antigua Panias, junto al nacimiento del Jordán, al pie del Hermón.

En el tono de una conversación familiar, a Jesús se le ocurre preguntarles acerca de la opinión que la gente demuestra tener de El. «Ellos respondieron: Unos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas» (Mt r 6, r 4).

Pero ¿es que no había llegado aún el pueblo a reconocer en Cristo a su Mesías? Las confesiones de los posesos, aquellas clamorosas apoteosis tras los milagros, la afirmación paladina y reiterada, por parte de la mayoría, de aquella autoridad tan singular, tan superior, que emanaba de los sermones de Jesús, todo ello era claro indicio de que las turbas habían visto, por fin, en éste al libertador que sus corazones, más o menos equivocadamente, anhelaban. Pero esa fe habíase evaporado. Ahora preferían, ya que no era posible negarle un cierto poder sobrenatural, atribuirle títulos vagos y provisionales. La diferencia entre el parecer de la muchedumbre y la opinión de los discípulos consistía en que éstos perseveraban todavía en su fe, mientras el resto de las gentes había ya claudicado.

El exiguo número de discípulos, su adhesión indocumentada, pero firme, cordial, quizá consoladora... «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Probablemente se detuvieron todos en aquel momento. ¿Quién creéis que soy yo? Después de año y medio de trabajos, de convivencia activa, incansable; después de tantos meses de magisterio en los cuales sólo El había hablado, Jesús busca una respuesta, apetece la dulzura de una efusión, pretende algo muy legítimo: que aquellos hombres que le aman le descubran su pecho, para luego El también confiarles un secreto hasta entonces oculto, aquel secreto de su pasión y muerte que le pesaba atrozmente en el alma. Cristo está anhelando unos minutos, uno siquiera, de intimidad. « ¿Quién decís que soy yo?» ¿Fue perceptible, en su voz, alguna levísima ansiedad? Un momento de silencio. No es un silencio de titubeo o vacilación. Es, más bien, una muestra de pudor viril, el silencio de alguien que va a pronunciar una frase desacostumbrada de amor, en la cual se compromete por entero. ¿No estaban ellos esperando esta pregunta desde hacía mucho tiempo? ¿No habían deseado también ellos aclarar su postura ante el Maestro, afirmar su fe, sentir esa emoción de las dulces palabras por fin dichas, comparable al calor del vino, el calor gratísimo que lo inunda todo y sube hasta las orejas? Un silencio breve, denso, gustoso. Y en seguida la respuesta. La respuesta, como siempre, tenía que venir de la boca de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Cada uno, sin embargo, creyó que esas palabras las acababa de pronunciar él mismo. Pedro conoció, en aquel instante, la alegría. También Jesús sintió una alegría inmensa: la alegría de saber que uno es amado y, más o menos, comprendido.

Pero aquella conversación rebasaba el nivel de las humanas satisfacciones. Pertenecía estrictamente al plano mesiánico e iba a tener una trascendencia incalculable para el porvenir del reino. No se olvida Lucas de precisar que anteriormente había estado Cristo recogido en oración (Lc 9,18). De igual forma que, antes de elegir a sus apóstoles, retiróse al monte de la soledad, quiso también ahora comunicarse largamente con el Padre antes de prometer a uno de ellos el primado. Oró pidiendo al cielo aquella revelación que acabaría iluminando la mente de Simón. Porque la respuesta de éste no fue el producto de una investigación natural o de una larga observación, no fue tampoco el fruto de un amor lúcido y penetrante. La respuesta es tan perfecta, que sólo podía ser dictada desde lo alto. «Contestó Jesús y le dijo: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre celestial» (Mt 16,17).

Bienaventurado, Simón. Es la única vez que Jesús emplea estos términos para felicitar a alguien. ¿Qué medida alcanzó en aquel instante la alegría del apóstol? ¿Qué clase de alegría fue la suya? Del linaje de su mismo amor, sin partes, sin escisiones ni distingos. Cristo pide a los suyos la entrega completa, y cuando El, a su vez, se entrega, inunda el ser entero de sumo gozo. No hay una sola fibra en nuestro ser que no sea capaz de vibrar con el don de Dios.

Simón, el hijo de Jonás, va a llamarse desde ahora, definitivamente, Pedro. «Yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos» (Mt 16,18-19).

Delante de sus ojos tenían la gran peña sobre la cual alzábase, desafiando a los vientos y a los siglos, el templo de Augusto. La mirada del Hijo del hombre la traspasó, la socavó igual que si fuera sustancia blanda; vio cómo rápidamente se deshacía, cómo se derrumbaba la construcción; vio cómo caía todo lo caduco, cómo volvía al polvo aborigen todo cuanto era terreno. "Tú estuviste mirando, hasta que una piedra desprendida, no lanzada por ninguna mano, hirió a la estatua en los pies de hierro y barro, destrozándola. Entonces el hierro, el barro, el bronce, la plata y el oro se desmenuzaron juntamente y fueron como tamo de las eras en verano: se los llevó el viento, sin que de ellos quedara traza alguna, mientras que la piedra que había herido a la estatua se hizo una gran montaña, que llenó toda la tierra» (Dan 2,34-35). Contempló luego, allí mismo, otra roca, otra edificación, una roca dura y firmísima, un edificio que iba a ignorar para siempre el agravio del tiempo. Su Iglesia. Pedro, piedra... Es su promesa: Cristo la mantendrá por los siglos de los siglos.

Precisamente la roca significa la solidez de toda promesa divina. « ¡El es la Rocal... Es fidelísimo» (Dt 32,4). La roca, ese modo suyo de ser, esa su modalidad absoluta. El Dios que permanece: «Desde el principio fundaste tú la tierra, y obra de tus manos es el cielo. Pero éstos perecerán y tú seguirás en pie, mientras todo envejece como un vestido. Los mudarás como se muda un traje, pero tú siempre eres el mismo y tus días no tienen fin» (Sal 102,26-28). El Señor es «el Dios vivo que permanece eternamente» (Dan 6,26), mientras «pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7,31). Y Dios inmutable constituye nuestro único refugio en las agitaciones del siglo: «Por eso no hemos de temer aunque tiemble la tierra, aunque caigan los montes al seno del mar, y bramen y espumen sus olas, y tiemblen sacudidos los montes: Yahvé Sebaot está con nosotros, el Dios de Jacob es nuestra Roca» (Sal 46,3-4). Dios inmutable: no puede su base ser minada, ni puede El mismo cambiar de consejo. La roca es también la fidelidad del Señor. «Dios es fiel» (1 Cor 1,9; 10,13; 2 Tes 3,3).

Fiel es Cristo. Es «el Verdadero» (Ap 3,7), «el Amén, el testigo fiel y veraz» (Ap 3,14). Amén: es decir, de acuerdo. Amén procede de aquella misma raíz de la cual se originó la palabra hebrea que significa fidelidad. Cristo es el amén, el si plenamente otorgado a la voluntad paterna. Este amén que nosotros pronunciamos, el voto de nuestra fidelidad, ha de fundarse en ese eterno amén que es Jesucristo bendito. La promesa que Jesús hizo a Pedro y a los hombres todos, a estos frágiles corazones cuya confianza alguna vez en la vida tambalea, la promesa de la solidez de su reino, no es sino la otra cara del mismo amén que pronunció ante el Padre, desde toda la eternidad, comprometiéndose a cumplir el designio salvador. Porque, para Cristo, prometer es comprometerse, ofrecer la propia mano con destino a una obra común. Por eso el hombre nunca promete temerariamente desde el vacío, desde su inestabilidad, sino apoyándose en la fuerza del Primogénito. Su promesa es confiada y dulce. Cuando ama al Padre, lo ama en el Hijo; cuando muere por Cristo, muere con El. Nuestra fidelidad estriba en la fidelidad de Jesús: «Cuantas promesas hay de Dios, son en El sí; y por El decimos amén para gloria de Dios en nosotros» (2 Cor 1,20). Fuera de El, todo viene a ser arena movediza. «Cada uno mire cómo edifica; nadie puede poner otro fundamento que el que ya está puesto, esto es, Jesucristo» (1 Cor 3,10-11).

Dice Yahvé en Isaías: «He aquí que yo enviaré, para fundamento de Sión, una piedra, piedra angular, probada, de valor y bien consolidada» (Is 28,16). «La roca era Cristo» (1 Cor 10,4). No solamente la roca de la cual brota el agua para nuestros labios sedientos, sino también la roca de nuestra seguridad y la cantera de la cual hemos sido extraídos, como piedras vivas, «para edificación de la Iglesia» (1 Cor 14, 12). Isaías exhortaba a los hebreos a ser dignos de su origen: «Considerad la roca de que habéis sido tallados, el yacimiento del que procedéis: mirad a Abraham, vuestro padre» (Is 51, 1-2). Pero nadie estime que esto basta, nadie crea que en el nombre de Abraham va a encontrar la salud. «Dios puede hacer de estas piedras hijos de Abraham» (Mt 3,9). Unicamente Cristo es la roca verdadera, la que muchos hijos de Abraham despreciarán, y por ello incurrirán en la muerte. «La piedra que los constructores habían rechazado, ésa fue hecha cabeza de esquina» (Mt 21,42). Los apóstoles después, y también los profetas antes, todos se fundaron en el Hijo del hombre. Fuera de El no hay salvación. «Habéis sido edificados sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas, siendo Cristo Jesús la piedra angular» (Ef 2,20).

Cristo significa la roca que da firmeza a esa piedra que es Pedro y sus sucesores. Cristo es igualmente el señor de la llave, que la entrega a quien quiere, a Pedro, mayordomo de su Iglesia visible.

Cristo es «el Verdadero, el que tiene la llave de David, que abre y nadie cierra, cierra y nadie abre» (Ap 3,7). Esta llave, sin embargo, puede ser ofrecida a Eliaquim, hijo de Helcías: «Pondré sobre su hombro la llave de la casa de David; abrirá y nadie cerrará, cerrará y nadie abrirá» (Is 22,21). Es la llave que, ya de verdad, en realidad y no en figura, va a ser puesta en las rudas manos de Simón, llamado Pedro: «A ti te daré las llaves del reino de los cielos. Y cualquier cosa que ates en la tierra, quedará atada en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, desatado será en el cielo».

Todavía no es esto más que una promesa. Todavía no ha muerto Jesús, y sólo tinta en sangre puede girar la llave dentro de la cerradura. Pero un día, después de morir y resucitar, el Verdadero cumplirá su palabra y, junto a la ribera occidental de Genesaret, en la ensenada de Heptageon, hará solemne entrega a Pedro de todos los poderes: «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (Jn 21,15-17). Mis corderos, mis ovejas: misión, por tanto, vicaria. Siempre será Cristo el verdadero Pastor, lo mismo que es la única Roca y el dueño absoluto de las llaves. Pedro es el mayoral, la piedra en la Roca, el que abre y cierra por delegación. Es el primero, el primado: no sólo proton, sino protos (Mt 10,2); no sólo el primero en la lista según un orden numérico, sino también el primero en rango y jurisdicción.

Cuando tenga lugar la transmisión de poderes, que hoy únicamente son prometidos, Jesús se encargará de quitar también a la escena todo énfasis y protocolo; le dará, por el contrario, un aire de encomienda familiar, a la vez que de requisitoria amorosa: «Pedro, ¿me amas más que éstos?» Pedro, el pescador, uno de los más espléndidos corazones que ha habido sobre la tierra, no sería capaz de entender otra cosa. Jesús, afortunadamente, tampoco es capaz de hablar de otro modo.

 

2. Reproche a Pedro

«Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás». Seis versículos más adelante tropezamos con unas palabras totalmente distintas: « ¡Vete lejos de mí, Satanás! Eres para mí escándalo, porque no atiendes a las cosas de Dios, sino a las de los hombres» (Mt 16,23). La gran alabanza se ha trocado en repulsa durísima. ¿Qué ha ocurrido?

Nada más esto: Cristo responde de opuesta manera a las actitudes, de signo opuesto, que adopta su discípulo. En la primera ocasión, Pedro había hablado según el hombre espiritual; en la segunda, según el hombre carnal.

«Comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas, y ser entregado a la muerte y resucitar al tercer día. Y Pedro, asiéndole, empezó a increparle: ¡Dios te libre! Señor, no te sucederá tal cosa» (Mt 16,21-22). A esta frase sigue, abrupto, incontenible, el reproche del Maestro. Nunca fustigó a ninguno de los suyos con tanta acritud. « ¡Vete de mí, Satanás!» Son las mismas palabras que había empleado contra el tentador después de escuchar de él la falsa promesa de todas las riquezas del mundo: « ¡Apártate, Satanás!» (Mt 4,10). ¿No tenía acaso la interpelación del apóstol el mismo sentido que tuvo la oferta del demonio? Uno y otro intentaron disuadirle de su obra redentora y desviarlo hacia un mesianismo fácil, glorioso y mundano.

Pedro no era capaz de admitir que su Señor padeciese muerte violenta a manos de los enemigos. Había comprendido, pues, el significado de la predicción y rebelábase contra ella. ¿Cómo es posible, entonces, que tras la segunda predicción mostrasen aún los apóstoles tanto asombro, tanta sorpresa? «Iba enseñando a sus discípulos y les decía: El Hijo del hombre será entregado en poder de los hombres, y le darán muerte, y muerto, resucitará al cabo de tres días. Pero ellos no entendían esas cosas» (Mc 9,31-32). ¿Entendieron antes y no entendían después? La explicación más verosímil es la siguiente: Cuando oyeron la primera predicción, juzgaron que se trataba exclusivamente de algún peligro que podía provenir de los judíos dirigentes, contra los cuales Pedro demostró que se hallaba dispuesto a defender a Jesús, no permitiendo en manera alguna que sucediera cuanto éste acababa de vaticinar. Pero después de la segunda predicción debieron ya los discípulos de intuir que el peligro no era solamente exterior, sino que el mismo Maestro parecía tener decidido propósito de entregarse en manos de sus adversarios. Semejante resolución chocaba tan directamente contra la imagen que ellos tenían forjada del Mesías, que Lucas ha de multiplicar las expresiones para ponderar el gran desconcierto en que tal predicción les dejaba sumidos: «Ellos no sabían lo que significaban estas palabras, pues estaban para ellos veladas, de suerte que no las entendieron» (Lc 9,45). A la incomprensión se añadió, como era lógico, el temor. Lucas agrega: «Y temían preguntarle sobre ellas». Mateo ofrece este otro rasgo, muy similar: «Y se pusieron sumamente tristes» (Mt 17,23).

Más adelante, la víspera de su muerte, Cristo les anuncia de nuevo su fin, ya muy próximo, y predice acongojado la deserción de todos los discípulos. Pedro se revuelve una vez más ante semejante advertencia y formula el más generoso voto: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo jamás me escandalizaré» (Mt 26,33). Estas simples palabras retratan magistralmente a quien las pronuncia: un hombre ardoroso, pero engreído, más obstinado que paciente. Inconstante en sus obras, aunque terco en sus palabras; porque insiste: «Aunque tenga que morir contigo, no te negaré». Un hombre de grandes decisiones, pero de acciones exiguas, muy débil precisamente porque se cree muy fuerte. Pedro era presuntuoso, tenía demasiada confianza en sí mismo. ¡Qué distinto del segundo Pedro, el Pedro arrepentido! Tras la experiencia de su flaqueza, con mano temblorosa aún, escribe: «Vivid con temor todo el tiempo de vuestra peregrinación» (1 Pe 1,17). ¿Cómo es posible que alguien pueda fiarse de sus propias fuerzas? Todo socorro viene de lo alto: «Por el divino poder nos ha sido concedido todo lo tocante a la vida y a la piedad» (2 Pe 1,4). Que nadie estribe en sí mismo, sino únicamente en Jesús: «Ceñidos los lomos de vuestra mente y apercibidos, tened vuestra esperanza por entero puesta en la gracia que os ha traído la revelación de Jesucristo» (1 Pe 1,13).

Este es el Pedro iluminado por las llamas de Pentecostés. Contrasta violentamente con el antiguo apóstol, tan ignorante y obtuso; con aquel que, después de oír las enseñanzas de su Maestro, claras como agua de nieve, tenía que suplicar: «Explícanos esa parábola. Dijo El: ¿Tampoco vosotros entendéis?» (Mt 15,15-16). Contrasta con aquel que, después de oír los altísimos diálogos de la transfiguración, propone levantar tres tiendas para quedarse allí siempre; Marcos y Lucas no tienen más remedio que añadir una sucinta aclaración: «no sabía lo que se decía» (Mc 9,6; Lc 9,33)• El Pedro regenerado en la caridad contrasta con aquel que preguntaba si debía perdonar hasta siete veces (Mt 18,21).

Pedro era inconsciente y frágil. En la hora más decisiva, después de haber recibido de Jesús la orden de velar junto a El (Mt 26,38), se durmió. Después, muy avisado, será el mismo apóstol quien recomiende: «Estad alerta y vigilad, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quién devorar» (1 Pe 5,8).

Era Pedro, a juicio de Cristo, «hombre de poca fe» (Mt 14, 31), que vacilaba en los momentos de peligro. Más tarde, purificado y fortalecido, aconsejará desechar cualquier vano temor: «Arrojad sobre El todos vuestros cuidados, pues El tiene providencia de vosotros» (1 Pe 5,7).

Por miedo negó a su Señor tres veces, incluso con juramento (Mt 26,69-75). ¡Qué evolución y mudanza hasta la intrepidez de su vida posterior, cuando escribe: «Habéis de alegraron en la medida en que participáis de los padecimientos de Cristo... Felices vosotros si por el nombre de Cristo sois ultrajados» (1 Pe 4,13-14)!

Vehemente, destemplado, se abalanzó sobre un criado del pontífice la noche del prendimiento y le hirió gravemente (Jn 18,1o). Una vez que haya asimilado los sentimientos de Jesús, hablará así: «Apacentad el rebaño..., no por la fuerza, sino con blandura, según Dios» (i Pe 5,2).

Pedro obraba por impulsos y se aferraba a su propio pensar. Tuvo, no obstante, un rasgo de docilidad muy notable. En la última cena, después de mostrar su resistencia a que el Maestro le lavase los pies, cuando éste le amonestó, obedeció inmediatamente: «No sólo los pies, sino también las manos y la cabeza» (Jn 13,9). ¿A qué se debió tan brusco cambio de actitud? ¿Fue acaso porque Cristo le había amenazado con excluirlo del premio si perseveraba en su negativa? ¿Tan codicioso, tan interesado era Pedro? En cierto momento osó preguntar a Jesús: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos darás?» (Mt 19,27). Pero la respuesta que recibió, de tanta benevolencia y admiración, demuestra que no fue del todo bastardo su ánimo.

Amó mucho. He aquí su gran elogio. Incluso aquella intemperancia suya tras el vaticinio de la pasión, ¿no estaba inspirada en el amor, en el sincero amor que por su Maestro sentía? Se trataba, reconozcámoslo así, de un amor mal ilustrado, no fundado debidamente, adscrito con exceso al Jesús mortal. Por eso, el amor que de él reclama éste más tarde, después de la resurrección, significaba ya un amor decantado y sobrenatural, que lo iba a conducir sin desmayo hasta la muerte, hasta la más literal conformación con Cristo crucificado. Para esas fechas, Pedro era ya un hombre humilde. Jesús le pregunta si le ama más que los otros, pero él no se atreve a compararse con nadie. Su respuesta es de una modestia conmovedora: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo» (Mt 21,17). No había dejado de percibir en aquel «más que éstos» de Cristo una resonancia de su temeraria promesa de otros tiempos: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo no». La triple pregunta, ¿no era asimismo una alusión explícita a la triple negación? Pero el Salvador no pretende humillarlo, no quiere reprocharle nada. Ya lo perdonó todo. Y no se trata de una simple indulgencia, sino de un olvido tan perfecto de la pasada infidelidad, que el traidor va a ser solemnemente confirmado en su autoridad de príncipe, como si nada hubiese ocurrido. Perdonarlo era poco: Jesús le había reservado el puesto. Lo mismo que se mantiene vacante una situación de privilegio para aquel que ha tenido que abandonarla mientras cumple voluntariamente una misión peligrosa. Entre la promesa y el nombramiento, Pedro, lejos de ser fiel, había cometido la peor deslealtad. Pero no importa. Sólo importa aquel gran amor suyo, aquel sincero fervor que le había llevado en seguida a un arrepentimiento tan hondo. Este es el único recuerdo que Dios quiere conservar de la defección de su discípulo. Jesús ve nada más esos surcos que el llanto produjo en el rostro viril del pescador; se enternece, sin duda, al contemplarlos; para El son las únicas huellas de aquellas horas de tormenta y confusión, casi unas cicatrices de victoria...

Lucas nos ha dejado la más escueta noticia sobre cierta aparición de Cristo glorioso, una aparición exclusiva para Pedro (Lc 24,34). Sólo conocemos el puro hecho, nada sabemos acerca de lo que aquel día pudo ocurrir. No tuvo el episodio, por lo visto, carácter apologético ni medió propósito alguno de legar a la posteridad una enseñanza o un mensaje. Las otras apariciones iban destinadas a ilustrar a la Iglesia, a consolidar sus fundamentos. Esta no. ¿Cuál fue su significado? Pedro se llevó a la tumba el secreto de aquel encuentro impar. Quien haya llorado a los pies del Señor después de cometer un gran pecado—quien haya sentido el dolor hasta esa profundidad en que se hace dulce, quien haya experimentado la dulzura divina hasta ese límite en que se torna dolorosa—, trate de recomponer la escena.

 

3. La transfiguración como consuelo

«Unos ocho días después», dice Lucas (Lc 9,28). «Seis días después», precisan Mateo y Marcos (Mt 17,1; Mc 9,2). Nunca, a no ser en la cronología de la pasión, demuestran los sinópticos semejante esmero en puntualizar una fecha. ¿Por qué este interés tan inusitado?

Al datar el episodio de la transfiguración con referencia a los diálogos habidos en Cesarea de Filipo, no hay duda que con ello se quiere hacer explícito el vínculo que ambos acontecimientos enlaza. En Cesarea Pedro confiesa la filiación divina de Cristo, y Cristo predice su muerte. En el monte Tabor confirma el Padre la declaración hecha por el príncipe de los apóstoles, al mismo tiempo que la conversación con Moisés y Elías versa justamente sobre el mismo tema de la predicción, la pasión y muerte del Hijo del hombre.

El Tabor es un monte redondo, gracioso, solitario. Su altura no es muy considerable—unos trescientos metros sobre la base—, pero su excepcional figura y su aislamiento de todo cordón montañoso lo hacen destacar grandemente, muy limpio y señero. Hállase en el extremo nordeste de la llanura de Esdrelón. Dista de Cesarea setenta kilómetros. El camino es fácil y placentero siguiendo la «vía del mar». Bordeando el lago, atravesando luego Lubiye, en seguida llegamos al pie del monte, cuya ascensión resulta larga, pero cómoda.

Acompañaban a Jesús Pedro, Santiago y su hermano Juan. Su escolta más íntima. Son los tres hombres que elegirá también para testigos de su agonía en Getsemaní. ¿No constituyen, acaso, la glorificación del Tabor y el abatimiento del huerto, la cara y cruz más expresivas, de más literal oposición, de todo el evangelio? Para que la correspondencia sea más rica y perfecta, he aquí que la cruz está presente ya en la gloria y el consuelo no faltará en la cruz. Los mismos testigos asisten a una y otra escena, y en ambas ocasiones caen vencidos por el sueño. El protagonista se despega necesariamente de los hombres, hasta su luz inaccesible, hasta su dolor intolerable. Del lado de acá quedan Ios discípulos: entorpecidos por su cuerpo y su sueño para ingresar en la esfera purísima de la aparición, defendidos por su insensibilidad, por su misma flaqueza, para compartir la angustia del Inocente.

La agonía y la transfiguración. La transfiguración y el bautismo. Cara y cruz se funden en cierto grado, se transparentan lo suficiente. No es posible nunca encontrar una anécdota de Jesús tan neta, tan simple, que sea sólo cruz o sólo gloria. Todos sus pasos ostentan el sello de esa bivalencia que se hará indiscernible y extremada en el preciso instante final de su vida, supremo anonadamiento y exaltación sin igual. A la humillación del bautismo, el Padre quiso agregar la máxima alabanza: «Este es mi Hijo muy querido, en quien por entero me complazco». Estas mismas palabras resuenan en el aire estremecido del Tabor, en la gloria incomparable de las vestiduras luminosas; pero son palabras mezcladas hoy con alusiones al sufrimiento y a la ignominia.

Seis días llevaban los apóstoles acongojados por la atroz predicción de su Maestro. Este lo sabía. Su ternura se ingenia para que cada momento de su programa mesiánico, cada fase de su obediencia al designio del Padre, sirva también de provecho—de amonestación unas veces, de confortación más a menudo—para aquellos hombres débiles a quienes tanto ama. Dice San León: «El fin principal de la transfiguración era desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la cruz» 1. Por eso los llevó a un monte alto, para ilustrarlos acerca de su pasión, para hacerles ver cómo «era necesario que el Cristo padeciese estas cosas antes de entrar en su gloria, conforme a lo vaticinado por los profetas (Lc 24,25-26); para sostener, en suma, aquellos corazones atribulados y desfallecidos.

Aconteció como unos ocho días después de estos discursos que, tomando a Pedro, a Juan y a Santiago, subió a un monte a orar. Mientras oraba, el aspecto de su rostro se transformó, su vestido se volvió blanco y resplandeciente. Y he aquí que dos varones hablaban con El, Moisés y Elías, que aparecían gloriosos y le hablaban de su muerte, que había de cumplirse en Jerusalén. Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño. Al despertar, vieron su gloria y a los dos varones que con El estaban. Al desaparecer éstos, dijo Pedro a Jesús: Maestro, ¡qué bueno es estar aquí!; hagamos tres cabañas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías, sin saber lo que se decía. Mientras esto decía, apareció una nube que los cubrió, y quedaron atemorizados al entrar en la nube. Salió de la nube una voz que dijo: Este es mi Hijo elegido, escuchadle. Mientras sonaba la voz, estaba Jesús solo (Lc 9,28-36).

Moisés y Elías. Y en medio, Jesús. La Ley y los Profetas, rendidos ante el Evangelio. Lo mismo que en la mente de Dios, lo mismo que en el decreto de su predestinación, el cual había de cumplirse, poco a poco, en el tiempo. Igual que el día postrero, en el triunfo escatológico, cuando Jesucristo sea alabado como rey y centro de todas las edades. Jesús, resplandeciente sobre un monte de la tierra. A diez kilómetros de Nazaret, donde había andado vestido de humildad, cubierto de carne opaca. Por un rato, desanuda el vigor y belleza de su ser, re-

1 Serm. 51,3: ML 54,310.

primidos por las leyes de la encarnación, y permite que se muestren, y brillen, y cautiven a quienes los contemplan. Permite que su alma, unida personalmente al Verbo y favorecida de continuo con la visión beatífica de Dios, desborde su gloria hasta redundar en el cuerpo. Este hubiese sido siempre su estado connatural de no haber cohibido El voluntariamente sus efectos.

Una nube cubre luego a Jesús. Es la nube. La nube que tiene ya una larga historia: aquella historia de Dios piadosamente trabada con la historia de los hombres. Denota esa nube la presencia singular del Señor. «La nube envolvió el tabernáculo de la reunión, porque estaba encima la nube, y la gloria de Yahvé llenaba la habitación» (Ex 40,34-35). Esa nube es la señal que había de garantizar todas las intervenciones divinas: «Yahvé dijo a Moisés: Yo vendré a ti en una nube densa, para que vea el pueblo que yo hablo contigo y tengan siempre fe en ti» (Ex 19,9). Esa nube envuelve ahora a Cristo y de ella brota la voz poderosa de antaño: «Este es mi Hijo, el escogido; escuchadle».

Es la nube que, unos años atrás, habíase cernido sobre la Madre, según promesa del ángel Gabriel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35). Es la nube que a la vez delata y oculta, de acuerdo con la norma fija de toda revelación; no consiste la nube en otra cosa sino en esa sombra que, según San Agustín, se produce siempre que la luz de Dios se encuentra con un cuerpo para alguna «encarnación» 2. Esa misma nube acreditará el triunfo de Jesús en su ascensión admirable (Act 1,9), lo mismo que en su retorno el día de la parusía (Mc 13,26), cuando sus seguidores se le incorporen, envueltos también en nubes de victoria (1 Tes 4,17).

Los discípulos, durante la transfiguración de su Señor, «tuvieron miedo al entrar en la nube». Se trata de ese temor que inevitablemente suscita la aparición de lo sacro. Mateo añade: «Los discípulos cayeron sobre su rostro, presos de un gran temor. Se acercó a ellos Jesús y, tocándoles, dijo: Levantaos, no tengáis miedo» (Mt 17,6-7). Jesús provoca el temor y luego lo disipa. Es un temor que actúa despertando el alma y puri-

2 Enarr. in Ps. 67,21: ML 36,826,

ticándola, un sentimiento de electos saludables. Es un temor 1 necesario, a fin de que no trivialicemos las cosas santas, para que no las rebajemos hasta nuestro nivel, hasta el nivel de nuestra rutina o de nuestros proyectos mundanos. Jesús rectifica la imagen común del reino hablando de padecimientos y muerte; después se lleva a los apóstoles hasta un monte y, entre nubes, manifiesta su gloria. Porque El es el Señor, cuyos pensamientos distan de los nuestros como dista el cielo de la tierra, y porque siempre busca el modo de consolar. Pero no consuela atemperando sus planes a nuestros ruines deseos, sino haciéndonos levantar los ojos por encima de este mundo. El libro del Apocalipsis, que es un libro de consolación—finales turbulentos de la época apostólica, tras la persecución de Nerón y en vísperas de la persecución de Domiciano—, sigue este mismo método: no promete milagros que eviten el dolor; simplemente define la esencial fugacidad de este tiempo y proclama, contra estas potencias terrenas de pies de barro, la certidumbre del Cristo poderoso, transfigurado ya para siempre.

 

4. Negarse así mismo, tomar la cruz
y seguir a Cristo (Mt 16,24)

Tras el primer anuncio de la pasión y antes de transfigurarse para alivio de sus apóstoles, Cristo expuso a todos la necesidad del vencimiento, de la abnegación y la cruz.

Suele citarse como fórmula atroz aquella consigna de San Jerónimo: «Seguir desnudo a Cristo desnudo» 3. Pero ¿es que el lema de Jesús es más tibio o llevadero? «Si alguno quiere venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga» (Mt 16,24). ¿Se trata de una divisa para minorías, para un pequeño grupo de elegidos? Mateo la trae como dirigida «a sus discípulos», pero Marcos afirma que fue pronunciada para «la multitud junto con los discípulos» (Mc 8,34), y, según Lucas, cuando Cristo la propuso, «hablaba a todos» (Lc 9,23). La exhortación, sin género de duda, tiene una validez universal y apremiante. El mismo Mateo recogió anteriormente otra frase muy similar del Maestro: «Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí» (Mt 10,38); y estas pala-

3 Epist. 125,20: ML 22,1085.

bras, a colegir por el versículo que inmediatamente precede, van destinadas al mundo entero, a todos los hombres, cuyo amor filial o paterno debe ser pospuesto y subordinado al amor de Nuestro Señor Jesucristo.

Negarse a sí mismo. Ardua empresa. Supone una lucha denodada y constante, pero una lucha indefectiblemente victoriosa si en ella damos en perseverar. Esa victoria, sin embargo, esa desnudez que coronará todos los esfuerzos, es lo que en verdad se nos antoja más insufridero y temible. Me decía una vez Lanza del Vasto que, si nos resistimos a emprender la guerra contra nosotros mismos, contra la mitad carnal de nuestro ser, no es porque desconfiemos del éxito, sino porque tenemos bien seguro el éxito y éste nos da miedo. ¿Quién no tiembla ante su propia imagen crucificada?

Supone el seguimiento de Cristo horas muy amargas, exige caminar por el desierto y fiarse por completo de El: negarnos a nosotros mismos, negarnos esa base de seguridad que es la utilización de nuestros recursos, desechar la tentación de cultivar el suelo con nuestras manos, esperar el alimento únicamente del cielo. Nada puede ser tan penoso como esta negación y renuncia. El «ciento por uno» (Mt 19,29) que Jesús prometió para esta vida a sus secuaces no suele significar un fruto muy apetecible para este paladar nuestro, avezado a manjares terrenos. El disfrute de ese ciento por uno pertenece a un sector de la sensibilidad que no tiene mucho parentesco con la sensibilidad que el hombre mundano ordinariamente ejercita. Una vez puestos ya en camino, una vez abandonadas las comodidades de la vida egipcia, la existencia en pos de Cristo seguirá resultándonos áspera, y, en su comparación, las pobres cosas que quedaron en el país del Faraón, a pesar de la servidumbre en que nos sumían, continuarán pareciéndonos muy deseables durante largo tiempo (Ex 14,12; 16,3; 17,3).

Sería método muy frívolo y descarriado pretender probar la legitimidad del mensaje del Señor demostrando su armonía con nuestras aspiraciones. Por el contrario, ese mensaje se nos impone en la medida en que sus verdades desconciertan nuestro entendimiento, en la medida en que sus consignas contradicen nuestra nativa inclinación. Hay que descender a un estrato muy hondo para ver cómo se conjugan, con qué maravillosa paz y exactitud, el ser de Cristo y nuestro propio ser. Para ello es preciso antes negarnos del todo a nosotros mismos, hasta reducirnos a ese expolio en el cual nuestro ser ya solamente consiste en una pura receptividad para el ser de Jesús.

A nadie se le oculta que la negación de mí mismo sólo tiene sentido por la afirmación que simultáneamente hago de Cristo en mí. Yo soy objeto y sujeto de la abnegación: mi yo natural y carnal es negado y poco a poco suprimido por mi yo cristiano. El no a la parte viciosa y fea que en mí subsiste representa mi incorporación al sí de Jesucristo; ese no es mi amén (2 Cor 1,20).

Para ilustrar esto, nos podemos valer de un pensamiento de Eckhart que, aunque en rigor teológico resulte incorrecto, permite extraer conclusiones morales muy pertinentes. Dice bien nuestro místico que Cristo poseía naturaleza humana, pero no personalidad humana; esto lo explica luego mal, afirmando que era «hombre en general», sin individualidad. Ahora bien, nosotros entramos en unidad con Cristo en tanto en cuanto nos hacemos también «hombres en general», es decir, en la medida en que nos desprendemos de nuestra singularidad, de la afirmación de nuestro yo. Digamos, para no errar, afirmación orgullosa, singularidad mezquina, apego triste.

Semejante tarea exige una fe muy viva, una fe que también ella misma debe ser pura y desnuda. Abraham recibió de Yahvé la promesa de una descendencia tan numerosa como las estrellas, pero después, un buen día, escuchó de El la incomprensible orden de sacrificar a su único hijo. Obedeció Abraham sin objetar nada, y encaminóse hacia el país de Moriah para ofrecer tan tremendo, tan absurdo holocausto. Su fe venció. Venció dos veces. Al principio había renunciado el patriarca a sus evidencias y a sus cálculos para creer sólo en la promesa de Dios; más tarde fue obligado a desligarse aun de la misma promesa a fin de que pusiera su fe exclusivamente en Yahvé, en ese Dios de las promesas que está muy por encima de las promesas de Dios. He aquí la completa exigencia de la fe desnuda, la prohibición de tomar por Dios uno cualquiera de sus dones.

Habrá que vigilar mucho para que esta vida en vilo no haga enojosa la convivencia con los hermanos, para que esta abnegación de uno mismo no presente dureza ninguna al exterior. Un renunciamiento sin amor sería tan peligroso como una inteligencia muy penetrante, pero sin cordura; igual que un gran poder sin control, igual que una belleza venenosa. Observemos también que el principio de la abnegación no reside en las cosas—«toda criatura de Dios es buena» (1 Tim 4,4), sino en nosotros mismos. Se trata de un amor que debe entrar en pleito y vencer a otro amor.

El amor de Cristo triunfa del amor terreno. Sólo por El sacrificamos lo que únicamente junto a El pierde su brillo y seducción. ¿Renunciar nada más que porque sí? «También Crates el filósofo lo hizo y muchos otros», reconoce San Jerónimo 4. Es menester que se haga por amor de Dios. Es preciso «padecer con El» (Rom 8,17). Por eso la señal de nuestros sacrificios será siempre la santa cruz; por eso el hombre incontinente no se comporta sólo como un desenfrenado amador de las cosas visibles, para el cual «su Dios mora en su estómago», sino que es positivamente un «enemigo de la cruz de Cristo» (F1p 3,18-19). Pablo deseaba «no ser desnudado, sino revestido» (2 Cor 5,4); mas como no es posible llegar a la vida sin pasar por el despojamiento, pedía a grandes voces «morir para estar con Cristo» (Flp 1,23).

Es la cruz nuestra insignia irreemplazable. Charles de Foucauld amó con toda su alma esta cruz, y en su amor y contemplación vivió ininterrumpidamente. No quería beber vino, sino agua, con el fin de, mientras tomaba su pobre condumio, poder seguir viendo, merced a la transparencia del agua, los instrumentos de la pasión que tenía pintados en el vaso. Jamás podré olvidar las horas que en Nazaret he pasado junto a sus reliquias. Aquellas tablas azules y carcomidas de la cabanne, con el gran letrero: «¿De qué sirve ganar el mundo si pierdes tu alma?» Los ingenuos y minuciosos apuntes de la aldea que Jesús santificó con sus pasos y que el extraño recadero del convento prefirió entre todas las ciudades del mundo. El autógrafo en el que lega su crucifijo a las clarisas. La colección de lemas evangélicos, presididos siempre por el tosco corazón característico y el bendito nombre. «Vivre aujourd'hui comme si je devais mourir ce soir martyr». La cruz da sentido al sufrimiento, y el martirio se lo da a la muerte. Toda muerte cristiana es martirio: incorporación a la Víctima. Era una habitación pelada, pero repleta de una presencia inefable. En la

4 In Mt. Evang. 3,19: ML 26,139.

huerta, los mismos cipreses que a él dieron sombra. La primera regla con que se abre el Directorio de las Fraternidades dice así: «Los miembros de la Fraternidad tendrán como norma preguntarse en toda ocasión lo que pensaría, diría y haría Jesús en su lugar, y hacerlo». Porque negarse uno a sí mismo es tomar la cruz, y la cruz no se toma si no es para seguir a Cristo.

Constituye la cruz nuestra virga directionis desde que el bautismo marcó nuestras almas. Sólo por el dictado de la cruz debemos conducirnos. Mas la cruz no es únicamente una regla de comportamiento o un yugo pesado. Es también la llave de la vida. «Te señalo las orejas para que escuches los divinos preceptos», «Te señalo la nariz para que sientas el olor de suavidad de Cristo», «Te señalo los ojos para que veas la claridad de Dios», y el pontífice va trazando cruces sobre los sentidos del catecúmeno, va así abriéndolos. Es asimismo la cruz una marca de alistamiento, igual que la letra inicial del capitán que se grababa a fuego antiguamente en el brazo de los soldados. Y es una señal de posesión: el hierro sobre los lomos de cuantos pertenecen al rebaño de Cristo. Pero todo ello significa, al decir de San Gregorio Nacianceno, «a la vez que título de pertenencia, garantía de conservación» 5. Y lo explica después: «La oveja marcada no es presa fácil para las insidias; la que no lleva señal está a merced de los ladrones» 6. Los hombres signados con la cruz «pertenecen ya a la gran casa» 7.

Es la cruz aquella tau que brillaba en la frente de los elegidos (Ez 9,4), la insignia del Cordero resguardando de la ira a los ciento cuarenta y cuatro mil hombres dichosos que alcanzaron la vida imperecedera (Ap 7,4).

«Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga».

Sígueme. Es la palabra que pronuncia Jesús a cualquier hora, la invitación que a todos, sin excepción, dirige: a Pedro y Andrés (Mt 4,19), a Santiago y Juan (Mt 4,22), a Felipe (Jn 1,44), a Mateo (Mc 2,14), a cuantos pretenden alcanzar la vida eterna (Mc 10,21). El que sigue a Cristo en la vida (Mt

5 Orat. 40,4: MG 36,364.
6
Ibid., 40,15: MG 36,377.
7 SAN AGUSTÍN, In Io. Evang. 11,4: ML 35,1476.

16,24) y en la muerte (Jn 13,36) le seguirá también en la gloria (Jn 12,26). Ciertamente, «quien pierde su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,25).

No es cristiana ninguna negación que no tienda a una afirmación superior, ningún anonadamiento que no desemboque en exaltación, ninguna muerte que no sepa transformarse en vida. El mismo Espíritu que al final nos ha de conceder la vida indestructible, debe estar ya presente en el origen de esa abnegación que aspira a suprimir la vida de la carne: «Si por el Espíritu dais la muerte a las obras de la carne, viviréis» (Rom 8,13). Unicamente es saludable aquella abnegación que significa un «sacrificio», una inmolación sacra, cuando el cuerpo se ofrece como una «hostia» (Rom 12,1).

El último miembro de la consigna, «seguir a Cristo», es el que otorga su justo y verdadero y cabal sentido a los miembros anteriores: negarse a sí mismo significa afirmar a Cristo; tomar la cruz y ser crucificado equivale a ser «concrucificado con Cristo» (Gál 2,19). Pues se trata de «padecer con El para ser con El glorificados» (Rom 8,17).

Explicando este seguimiento del Señor, distingue San Bernardo diversos géneros de hombres. Están aquellos que no siguen a Cristo, sino que lo rehuyen; otros que, en vez de seguirlo, van delante de El, prefiriendo sus propios criterios; los que le siguen, pero no lo «consiguen», porque les falta constancia; y hay quienes, finalmente, le siguen y le alcanzan, y entran con El en la vida 8. Es menester perseverar en el empeño. Desmayar en el camino es desertar, es hacer inútiles todos los esfuerzos anteriores y preparar la ruina definitiva. Nada se parece tanto a una casa en derribo como una casa a medio construir.

Seguir, seguir. La cruz es el hierro que acredita la pertenencia al redil de Jesús, pero éste marcha siempre delante de sus ovejas (Jn 10,4) y sus ovejas han de seguirle (Jn 10,27). Sólo esta cercanía, esta constancia en caminar tras EI, les concede la seguridad de no ser por nadie arrebatadas (Jn 10,28). Es la cruz la señal de los verdaderos soldados, mas hace falta que éstos pongan los pies sobre las huellas de su caudillo. El rey escogido por Dios para dirigir la lucha (Dt 3,28), o el ángel del Eterno (Ex 23,23), 0 Yahvé mismo (Núm 14,14),

8 Serm. 42: ML 183,686.

caminan siempre a la cabeza del pueblo, a fin de que el pueblo, con ánimo seguro, vaya a la zaga. Este «marchar delante», abriendo camino, a menudo adopta la forma de «marchar en medio», con objeto de subrayar así la amorosa vecindad del Señor Dios, que anda continuamente con nosotros, entre nosotros. Esto fue lo que Moisés suplicó a Yahvé (Ex 34,9) y lo que Yahvé se dignó otorgar (Lev 26,12). Tan inmediata y activa presencia acarrea necesariamente el triunfo: «Yahvé, tu Dios, marcha en medio de tu escuadrón para protegerte y someter los enemigos a tu poder» (Dt 23,14). Es la presencia de Jesucristo, la del que «camina por entre los siete candeleros de oro» (Ap 2,1), para dar vigor a su Iglesia, hoy vigor, laurel mañana.

La vida cristiana significa paciencia, perseverancia, tarea incesante, precisamente porque es vida, y la vida jamás se interrumpe. Seguir a Cristo es continuar tras El; tomar la cruz es no desprenderse de la cruz; negarse uno a sí mismo es negarse día tras día, morir cada mañana y cada noche.

Hay dos textos de Pablo cuya conciliación parece a primera vista difícil: «Vosotros estáis muertos y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios» (Col 3,3); «nosotros estamos siempre como moribundos» (2 Cor 6,9). Mortui y morientes, muertos definitivamente y muriendo cada día. Alude la primera frase a la muerte mística; la segunda se refiere a esa muerte que cada día debemos decretar contra el hombre viejo cada día insurrecto. Las dos citas de Pablo mutuamente se aclaran y complementan mediante esta tercera frase, también suya: «llevando siempre en nuestro cuerpo la mortificación de Jesús» (2 Cor 4,10). La «mortificación», tan imprescindible para quien conoce bien cuán inestable es todo en este mundo, nos va aplicando un día tras otro, sucesivamente, los frutos de Jesucristo, el cual murió de una vez por todas. Y puesto que nuestra negación es afirmación y nuestra muerte es vida, esta mortificación cotidiana representa una progresiva vivificación, esa faena que Orígenes describe como incansable y que, según él, consiste en «renovar cada día la misma novedad» 9.

9 In Epist. ad Rom. 5,8: MG 14,1042.

 

5. «Vuelve a tu casa» (Lc 8,39)

El mandamiento de seguir a Cristo tiene validez universal, pero las maneras de seguirlo difieren mucho las unas de las otras, ya que son en extremo diferentes las vocaciones.

A veces, el mejor modo de seguir a Jesús es no seguirlo, o sea: seguir en oculto su voluntad, cumplir el insondable deseo de Aquel que es dueño absoluto de los corazones, el cual a veces prefiere que no se le siga según el propósito que el alma había concebido. En el evangelio se nos describe un caso de este linaje. Hubo cierto endemoniado, en Gerasa, a quien Cristo libró de sus males; agradecido, quiso marchar en pos de su libertador. Insistentemente suplicaba que le permitiera ir en su compañía, «pero El lo despidió, diciendo: Vuelve a tu casa y cuenta lo que te ha hecho Dios» (Lc 8,38-39).

Cristo prefirió que aquel geraseno, en vez de enrolarse en el grupo de discípulos, volviese con los suyos y contribuyera desde allí a la expansión del nombre de Jesús, publicando sus maravillas y misericordias. En otros casos, por el contrario, opúsose el Maestro enérgicamente a que aquellos que pretendían seguirle regresaran a su familia, aunque fuese por muy poco tiempo y para cumplir los deberes en apariencia más sagrados: enterrar al padre o despedirse de los parientes.

Un par de páginas más adelante relata Lucas lo acaecido con tres vocaciones distintas. «Siguiendo el camino, vino uno que le dijo: Te seguiré adondequiera que vayas. Jesús le respondió: Las raposas tienen cuevas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza. A otro le dijo: Sígueme, y respondió: Señor, déjame ir primero a sepultar a mi padre. El le contestó: Deja a los muertos sepultar a sus muertos, y tú vete y anuncia el reino de Dios. Otro le dijo: Te seguiré, Señor, pero déjame antes despedirme de los de mi casa. Jesús le dijo: Nadie que, después de haber puesto la mano sobre el arado, mira atrás, es apto para el reino de Dios» (Lc 9,57-62).

Indudablemente se hallaba a la sazón Jesús en un momento muy crítico de su vida apostólica. Aunque el evangelista relaciona estos pasos con el viaje a Jerusalén, es muy probable que tuvieran lugar después de su estancia en la ciudad con motivo de la fiesta de los Tabernáculos, cuando ya la hostilidad había aumentado sensiblemente y al Maestro le interesaba más que nunca rodearse de hombres bien adictos, totalmente resueltos a abandonarlo todo en su seguimiento.

Aquel día en que Andrés y Juan, al principio de la vida pública, quisieron seguir al nuevo Rabí de Galilea, preguntáronle dónde vivía y éste les llevó hasta su casa, donde largamente pudo informarles acerca de la misión que se proponía llevar a cabo. La respuesta, tan distinta, dada por Jesús ante una y otra solicitud, demuestra que durante esos meses se ha producido un cambio notable. Los milagros entretanto realizados y aquella equívoca popularidad que rodeaba al taumaturgo, aunque mezclada con ciertos movimientos de oposición cada vez más visibles y vigorosos, podían dar una falsa idea de la empresa que éste traía entre manos, y era muy verosímil que al deseo de seguir a tan extraordinario profeta se uniesen intenciones bastardas.

Quiere Cristo desengañar cuanto antes a su presunto discípulo y le presenta las exigencias del apostolado con toda crudeza. ¿Perseveró aquel hombre en su empeño? ¿Desistió al ver una acogida que no respondía quizá a sus esperanzas? Lucas nada nos dice de ello. Una sola cosa es patente: que, dentro de un amor incondicional a todas las almas, el Salvador elige a quien quiere y escoge también libérrimamente la manera de atraerlo o de probar la solidez de su adhesión. ¿No revela acaso esta contestación de Jesús—contestación al parecer desalentadora, pues tiende solamente a ponderar las dificultades—una muy notoria diferencia con relación a aquella otra actitud suya, varias veces empleada, irremediablemente seductora: Sígueme?

¿Y cómo comprender la rotunda negativa que opone a quien pide volver a casa nada más para dar tierra al cadáver de su padre? ¿Quería con ello Cristo introducir inmediatamente a ese hombre, sin la menor dilación, entre las filas de sus discípulos, o quería, por el contrario, con una respuesta tan dura, alejarlo de su compañía? Tampoco nos dice nada el evangelio acerca del éxito o fracaso de tal vocación. ¿Quién podrá, pues, adivinar las intenciones de Jesús al hablar así? Sólo sabemos que cada palabra suya representaba una merced, una prueba innegable de amor, independientemente de la forma o acento en que se dignara envolverla. Pero, en cada caso, Dios pretende de los suyos algo distinto, una aportación distinta a la misteriosa difusión del reino, una manera personal y diferente de santificación.

¿Tal vez el padre no había muerto todavía y la incorporación de aquel israelita al grupo de discípulos iba a aplazarse demasiado? No es infrecuente este modo de hablar: «Me quedaré junto a mi padre hasta cerrarle los ojos», y significa tan sólo que un familiar de edad avanzada merece que no me separe de él mientras viva.

Los cuidados dispensados a los muertos gozaban en Israel de un prestigio muy singular, y el deber de dar tierra a un cadáver era tenido entre los más santos e inexcusables. Los primeros metros de tierra que Abraham adquirió en el país prometido por Yahvé fueron destinados a la edificación de un sepulcro (Gén 23,4); incluso cualquier condenado a muerte tiene derecho a enterramiento (Dt 21,23); carecer de sepultura es la más horrible maldición (1 Re 14,11). Sin embargo, el sumo sacerdote y el «nazireo» estaban, por motivos religiosos, dispensados de esos cuidados póstumos debidos a los padres (Lev 21,11; Núm 6,7). Al prohibir Cristo a aquel hombre que solicitaba el ingreso en su séquito el ejercicio de tales funciones, ¿no querría acaso demostrar que la vocación apostólica no era menos sagrada y absorbente y que, por lo mismo, suponía una absoluta dedicación, tan absoluta que necesariamente excusaba de cualquier otro deber?

«Deja a los muertos sepultar a los muertos». Que los que están muertos físicamente sean atendidos por quienes en su espíritu andan muertos, por todos cuantos carecen de la vida que otorga el Viviente. El Señor de la vida perdurable da una respuesta en cuyas palabras resuena un inconfundible acento de victoria, ese dominio soberano, que nadie puede disputarle, sobre la vida y la muerte.

Por otro lado, ¿no significa también, para toda vocación primeriza, un riesgo gratuito el enredarse de nuevo entre los lazos familiares? El tercer caso descrito por Lucas manifiesta inequívocamente ese peligro. Nunca debe volverse la vista atrás, no vaya a ser que una mundana añoranza entorpezca y acabe impidiendo la total consagración que el llamamiento divino exige. ¿Puede por ventura salir derecho el surco cuando el labrador, en vez de mirar hacia adelante, tiene los ojos fijos en el punto de partida, en los llantos de la criatura?

Todos los hombres han sido llamados a seguir al Salvador. Pero no todos han de seguirle por los mismos senderos ni para todos ha de revestir idéntica forma la abnegación. Algunos habrán de vivir en el mayor desprendimiento material; otros podrán continuar en el uso y ejercicio de sus derechos, que —tanto desde el punto de vista de cada destino cristiano como a la luz de la economía universal—más bien representan deberes que derechos. Unos y otros, sin embargo, en la raíz decisiva de su ser, tendrán que negarse a sí mismos para contestar afirmativamente a su personal vocación. Porque, en cierta profundidad del alma, «los que tienen mujer han de vivir como si no la tuvieran; los que lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegrasen; los que compran, como si no poseyesen, y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen» (1 Cor 7,29-31).

Los corazones vírgenes, es verdad, «siguen al Cordero adondequiera que vaya» (Ap 14,3). Mas ¿solamente ellos? Quienes, por voluntad del mismo Cristo, han de «volver a casa», igual que el geraseno, ¿están dispensados, están vedados de seguirle? En su tratado sobre la virginidad cristiana, con muy fina ponderación, Santo Tomás escribe: «Se dice que los que son vírgenes acompañan al Señor por todas partes, porque le imitan en la integridad de mente e incluso en la integridad de cuerpo, siguiendo al Señor por más motivos de semejanza. Con lo cual no se pretende defender que le sigan más de cerca, pues esto corresponde a las virtudes que unen más íntimamente el espíritu a Dios» 10,

 

6. ¿La paz o la espada?

Sucede que, unos sin saberlo y otros sabiéndolo muy a las claras, andamos todos buscando la paz. La paz es lo último de todo, el hallazgo supremo. Porque, después de encontrar el objeto de nuestros deseos, llámese como se llame, sobreviene esa paz por la que secretamente aspirábamos, el silencio y

10 Suma Teol. 2-2,152,5 ad 3.

quietud de nuestros apetitos. Todos andamos tras la paz, y el que mueve guerra también, pues éste en realidad afánase por una paz más rica que aquella que dis frutaba antes de emprender la guerra. Contradicen esta paz tan anhelada no sólo los estorbos que se oponen a la consecución de nuestro deseo, sino también ese mismo deseo y hambre que nos pone en movimiento. Por eso constituye la paz el don último y redondo, la dicha definitiva, cuando ya los apetitos mismos han venido a sosegarse.

Por eso Dios es llamado «el Dios de la paz» (Rom 15,33; 1 Cor 14,33; Flp 4,9; 1 Tes 5,23; Heb 13,20). Por eso Cristo es anunciado en las profecías como «príncipe de paz» (Is 9,6) y autor de la paz (Miq 5,5), figurado por Melquisedec, «rey de la paz» (Heb 7,2-3). Por eso Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14). El saludo usual en Israel, que a lo largo del Antiguo Testamento consistía en un deseo de paz, conviértese, por obra y gracia de Jesús, en don efectivo de paz. El da ya la paz (Jn 20,19.21.26), porque nos transmite su Espíritu. Aquel cambio decisivo que, a pesar de su talante y sus gestas bélicas, supone en la vieja alianza la figura de Elías—el que recibió a Dios no en el terremoto ni en el fuego, sino «en el susurro ligero y blando» (1 Re 19,12)—, Jesús lo lleva a su consumación dichosa y plenaria. Moisés y los Jueces, Débora y Samuel empuñaron la espada para abrir paso al nombre de Yahvé; después de Elías la mutación es notable, haciéndose aún más perceptible en Jeremías y en Job: la paciencia y mansedumbre ante la violencia irán preparando los extraños caminos de la economía nueva, hasta que llegue el Justo, el cual «por causa de nuestra paz soportó el castigo y en sus llagas fuimos curados» (Is 53,5).

Cristo no es solamente «el Señor de la paz» (2 Tes 3,16): es «nuestra paz». Esta frase de Pablo a los efesios no representa una mera locución enfática, no significa tan sólo que Jesús nos trae la paz y arregla nuestras discordias. Así como la gracia santificante, más que hacernos santos, es propiamente nuestra santidad, así también el Verbo por amor encarnado no nos pacifica simplemente con su acción, sino que El mismo constituye toda nuestra paz. Comentando aquellas palabras tan dulces como eficaces: «La paz os dejo, mi paz os doy», asegura San Cirilo de Alejandría: «Con esto quiere decir: os daré el Espíritu y estaré presente en los que por mí lo reciban; que la paz de Cristo sea su Espíritu, no hacen falta largos discursos para probarlo» 11,

¿Cómo se explica entonces que este manso Cristo afirme de sí mismo: «No he venido a traer la paz, sino la espada» (Mt 10,34)? También el «Dios de la paz» había recibido incontables veces el título de Yahvé Sebaot—Señor de los ejércitos—, hasta el punto de que «toda la santa Escritura no es sino el libro de los combates del Señor» 12.

He aquí, en síntesis, la explicación: «Mi paz os doy, pero no como la da el mundo» (Jn 14,27). ¿Se refiere Jesús únicamente a la gran firmeza y estabilidad de su paz, en contraste con esa frágil paz que el mundo a veces disfruta? La pax latina—aquella que por pocos meses gozó el Imperio cuando el Verbo se hizo hombre, «toto orbe in pace composito»—, y no menos la eirene griega, y estas breves treguas que nuestro mundo de vez en cuando conoce, no son en el fondo más que simple pactum, paz momentánea, puro armisticio. La paz de Cristo, por el contrario, es paz inconmovible, a la cual no puede afectar «ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni fuerza alguna, ni lo presente ni lo futuro, ni ninguna potestad, ni lo más alto ni lo más bajo, ni ninguna otra cosa creada» (Rom 8,38).

No es, sin embargo, éste el único ni el principal sentido en que la paz de Cristo difiere de la paz que el mundo otorga. La paz del Señor no se opone solamente a la guerra fría, a la paz precaria y frágil, sino también, y sobre todo, a esa «paz y seguridad» sobre la cual lanza Pablo su terrible amenaza: «Cuando se digan: Paz y seguridad, entonces, de improviso, les sobrevendrá la ruina» (1 Tes 5,3).

La paz de Cristo es distinta de la paz inestable del mundo; pero antes que nada, en primer término, es opuesta a la falsa paz del mundo. Contra esta situación de paz mundana, El viene a entablar una lucha durísima, viene a hacer tajante la distinción entre lo bueno y lo malo, entre la vida y la muerte, invalidando esas tibias distinciones de lo bello y lo feo, lo decoroso y lo innoble. Viene a promover una guerra sin cuartel, viene a destrozar la falsa paz.

11 In lo. Evang. 1o: MG 74,305.
12 RUPERTO ABAD, De Vict. Verbi Dei 2,18: ML 169,1257.

Esa paz que el mundo ha obtenido compensando suficientemente sus concupiscencias, la paz del mundo en conformidad consigo mismo. Esa paz falsa del pecador, cómodo ya en su pecado. Es la paz que el demonio, «el fuerte, bien armado», celosamente guarda. El demonio ahuyenta los remordimientos que pudieran turbar las almas que son suyas. Sugiere al oído, de día y entre sueños: «Eso no es culpa tuya, la muerte está lejos, todos lo hacen, siempre hay lugar para el perdón». Los nuevos pecados van embotando más y más la sensibilidad para el pecado. El pecado centésimo ya no sacude el corazón como lo hizo el primer pecado. El pecado centésimo suele distar del número ciento uno mucho menos de lo que el primer pecado distó del segundo. Se endurece el alma, se acomoda. Satán vigila su presa. «Cuando un fuerte, bien armado, guarda su palacio, seguros están sus bienes; pero si llega otro más fuerte que él, le vencerá» (Lc II,21-22). Jesucristo es este hombre más fuerte que acude a la pelea con propósito de desbaratar las posesiones del diablo.

La espada es el don precioso que Dios hace al pecador. No la paz, sino la espada. El desasosiego, primero, y luego, la fuerza para combatir. Es la espada el don inestimable concedido al pecador y también al justo que descansa antes de tiempo. Pues existe una falsa paz en el estado de tibieza que a todo trance debemos destruir. Es la paz de quienes, guardándose de todo pecado mortal, viven, sin embargo, plácidamente regalando su carne entre las lisonjas y obsequios del mundo. Paz de los inmortificados; holgura y abandono de las conciencias laxas; mezquina prudencia de quien omite todo aquello que pueda descontentar a los hombres aunque sea muy de la gloria de Dios.

Falsa paz de cuantos, teniendo en paz su conciencia, no se sienten intranquilizados en presencia de los muchos delitos que ven y no quieren ver. Es menester salir de ese reposo y sesteo y tomar en las manos la espada que Cristo nos trajo. No actuar contra el mal que en torno nuestro se propaga equivale a un tácito consentimiento en el mal. Juan, el discípulo del amor, de tan dulces y derretidas entrañas, llega a prohibir a sus fieles que saluden a los herejes (2 Jn io,ri).

Cuidadosamente han de ser observadas las debidas normas en esta lucha contra el mal. Notemos que hay que guerrear contra el pecado, no contra el pecador. Que la fase más importante y delicada de este trabajo comienza cuando la lucha concluye: convencer después de vencer, ya que la guerra sólo tiene sentido en cuanto introducción a una paz laboriosa. Notemos igualmente que mezclar nuestro interés propio en el celo por la causa de Dios es impurificar el bien, es transformarlo en mal. Hemos de renunciar a toda fuerza mundana y también a todo botín. Hemos de luchar, sobre todo, con paz interior.

¿Qué significa esta paz íntima, este requisito tan necesario para que nuestra lucha por Dios sea correcta y saludable? ¿Cuál es, en definitiva, la esencia de semejante paz? Independientemente de sus mercedes, de los goces y satisfacciones que pueda reportar a nuestra parte sensible, la paz es una actitud: una respuesta adecuada a todo y con una intensidad adecua-da. ¿No consiste acaso la paz en esa tranquilidad que emana del orden? Han de estar las cosas sometidas al hombre—no ha de ser éste esclavo de aquéllas—, la mitad inferior del hombre sometida a su parte superior y más ilustre, el hombre sometido a Dios: esto es el orden. El pecado como desorden. La redención como restitución del orden. El orden, la pacificación, como obra de Cristo: «Porque, a la verdad, Dios estaba en Cristo pacificando el mundo consigo» (2 Cor 5,19). La santidad no es otra cosa que «la paz de Cristo habitando en el corazón» (Col 3,15; Flp 4,7).

La falta de paz supone ausencia de Cristo, es un síntoma de que andamos separados de Dios. ¿De dónde proviene, efectivamente, esa inquietud que a menudo experimentamos? Quizá sea temor de fracasar; midamos nuestro orgullo. Quizá sea descontento ante los triunfos de otros hombres; examinemos nuestra caridad. Acaso sea miedo neutro ante una posible desgracia. ¿Neutro? Veamos cuál es nuestra confianza en Dios. Inquietudes sutiles, que nos obligan a revisar la pureza de nuestros sentimientos. Mas lo peor de todo no consiste en que la inquietud sea un efecto de nuestro pecado, de nuestro apartamiento de la gracia: en tal sentido puede ser buena, como índice o acicate. Lo verdaderamente nefasto es que la inquietud frecuentemente nos separa aún más del Señor: al encerrarnos en nosotros mismos, nos va alejando de El y también del prójimo en la forma querida por El. Siempre habrá, es verdad, inquietud en nuestro corazón—en el inquietum cor tan magistralmente descrito por San Agustín—mientras no descanse en Dios. Porque la paz sólo es perfecta cuando es perfecto el abrazo con El, y esto únicamente se obtiene al otro lado de la vida. Pero hay inquietud e inquietud, lo mismo que hay paz y paz.

«No he venido a traer la paz, sino la espada».

La espada simboliza la justicia, pues el empleo de aquélla sólo es permisible para defender y promover ésta. Lo cual nos introduce en una nueva dimensión de la paz, la paz social, la paz que viene a ser «obra de la justicia» (Is 37,17).

Pero ¿es la paz un efecto de la justicia o es más bien la justicia un efecto de la paz? Porque, según Santiago, «el fruto de la justicia se siembra en la paz» (Sant 3,18). Digamos que la paz interior hace hombres justos, es causa de justicia visible y operante. Esta justicia, a su vez, asegura la paz exterior: la paz que constituye el resplandor y gozo, la amable «tranquilidad del orden» social. Los hombres pacíficos son hombres justos; los hombres justos son hombres pacificadores, menester para el cual necesitan de la espada. La espada es la sal, elemento profundamente activo. «Tened sal en vosotros y vivid en paz unos con otros» (Mc 9,50).

Es la espada un medio al servicio de la paz, lo mismo que la «violencia» significa la única manera de llegar al descanso de los cielos (Mt 11,12). Pablo aconseja y precisa: «Estad alerta, ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestida la coraza de la justicia y calzados los pies, prontos para anunciar el evangelio de la paz» (Ef 6,14-15). Puesto que toda paz es aquí abajo una paz amenazada, ha de ser necesariamente también una paz armada. La guerra contra el mal representa una consecuencia lógica del amor a la paz, ya que todo mal se resuelve en discordia.

Por eso nuestra guerra es, en el fondo, guerra a la guerra, y la violencia que debemos ejercer es una violencia contra nosotros mismos, contra nuestra inclinación a ser violentos.

Nada tiene de extraño que al corazón pacífico desagrade esta palabra de guerra. El hombre que ama y sabe que todo pecado consiste en una resistencia al amor, se duele de que haya necesidad de abrir precisamente con la espada continuas hendiduras para que pueda el amor introducirse y prosperar. No se goza hiriendo, sino derramando vida nueva en las heridas. La lucha contra el mal es sólo un prólogo para la siembra del bien. Durante los escasos minutos de tregua, no recuenta los trofeos; limítase a acumular amor para esa hora, siempre presente y siempre demasiado futura, en que «de sus espadas hará rejas de arado, y de sus lanzas, hoces» (Is 2,4).

 

7. El segundo filo de la espada

Asegura Pablo que «la espada del espíritu es la palabra de Dios» (Ef 6,17), acerca de la cual el Apocalipsis nos informa que tiene dos filos (Ap 1,16). Tertuliano, muy atinadamente, explica cómo esta espada, con sus dos hojas, sirve para armarnos contra los enemigos y para arrancarnos de los amigos 13.

He aquí una función insospechada de la espada de Jesucristo. « ¿Pensáis que he venido a traer la paz a la tierra? Os digo que no, sino la disensión. Porque en adelante estarán en una casa cinco divididos, tres contra dos y dos contra tres; se dividirán el padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; y la madre contra la hija, y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera, y la nuera contra la suegra» (Lc 12,51-53).

Palabras duras, palabras atroces, palabras inverosímiles. Palabras, sin embargo, que no constituyen un enclave extraño al sentir común del evangelio, sino que empalman solas, y con mucha armonía, con todo cuanto Jesús ha tenido a bien ordenarnos acerca de las relaciones familiares. Terminantemente se opone a que estos lazos, aun los más honorables, ejerzan influencia alguna sobre sus discípulos (Mt 8,21), de algunos de los cuales se nos asegura que, para seguir al Maestro, hubieron de abandonar a su padre (Mc 1,20). Padre sólo hay uno, que es Dios: «No llaméis a nadie de la tierra padre, pues vosotros no tenéis más que un padre, Aquel que está en los cielos» (Mt 23,9). El mismo Jesús, para «ocuparse en las cosas de su Padre» (Lc 2,49), no dudó en arrancarse de la tutela de sus padres terrenos, declarando más tarde cómo las verdaderas relaciones fructíferas del alma nada tienen que ver con los nudos de la carne (Mc 3,31-35). No dejó tampoco de experi-

13 Adv. Marc. 3,14: ML 2,340.

mentar esas sucias presiones y gravámenes que a menudo ocasiona la vinculación a una familia. Por eso formuló muy pronto su consigna decisiva: «Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,26). A causa del reino que El fundó, «el hermano entregará al hermano a la muerte, el padre al hijo, y se levantarán los hijos contra los padres y les darán muerte» (Mt 10,21).

Comentando estas exigencias de Cristo, escribió San Jerónimo un párrafo tan duro, tan erizado, tan urgente, que el hombre natural que en nosotros habita no puede menos de rebelarse y sufrir escándalo: «Aunque se cuelgue a tu cuello algún familiar tuyo pequeño, o tu madre, suelto el cabello y desgarrados los vestidos, te muestre los pechos que te amamanta-ron, o tu mismo padre se atraviese tendido en el umbral de la casa, pasa por encima de él y vuela con ojos enjutos a abra-zarte con la enseña de la cruz. Porque es un género de piedad el ser cruel en estas ocasiones» 14.

El Antiguo Testamento considera entre los más sagrados deberes del hombre la honra y amor de aquellos que lo engendraron, de tal forma que «quien maldijere a su padre o a su madre, será muerto» (Ex 21,17). La preeminencia de este deber se acusa en aquel prestigio de que gozaban en Israel las genealogías, así como cualquier forma de tradición, cuya base más elemental consiste en la misma transmisión de la sangre. Los padres, además de ser canales de la vida, son el más directo testimonio de la generación precedente, depositarios y transmisores de las promesas de Yahvé. No carecía de sentido situar en cuarto lugar el precepto que obliga a venerar a los padres (Ex 20,12). Por un lado, significa como una introducción al quinto mandamiento, ya que los padres constituyen el prójimo más próximo, y, por otro lado, liga con los preceptos anteriores, concernientes a la soberanía de Dios, del cual los padres vienen a ser los más calificados representantes.

Aquel sentido que los hebreos concedían a la tradición hoy ha desaparecido, invalidándose así uno de los aspectos más importantes que entre ellos poseía el respeto debido a los progenitores. Con el advenimiento del reino y su desvincu-

14 Epist. 14,2: ML 22,348.

lación de la carne y la sangre, ¿habrá sido suprimida por completo toda obligación filial? Las palabras de Jesús antes citadas, ¿significan realmente la anulación del mandamiento? ¿Será preciso trocar en «odio» el antiguo amor?

Precisamente los dos textos del Exodo que acabamos de aducir son de modo expreso confirmados por Jesucristo al hilo de una discusión habida con los fariseos, en la cual, al reprobar ciertas costumbres introducidas por los doctores, propónese restablecer en su prístino vigor la ley que impone al hijo honrar a sus padres. «Dejando de lado el precepto de Dios, os aferráis a la tradición humana. Y les decía: En verdad que anuláis el precepto de Dios para establecer vuestra tradición. Porque Moisés ha dicho: Honra a tu padre y a tu madre, y el que maldiga a su padre o a su madre es reo de muerte. Pero vosotros decís: Si un hombre dijere a su padre o a su madre: Corbán, esto es, ofrenda, sea todo de mí lo que pudiera serle útil, ya no le permitís hacer nada por su padre o por su madre, anulando la palabra de Dios por vuestra tradición que se os ha transmitido» (Mc 7,8-13). Con objeto de sacudir la obligación de socorrer a los padres, habían los judíos inventado un recurso: pronunciar la palabra corban sobre todas sus posesiones. Inmediatamente éstas pasaban a engrosar el tesoro del templo y, por consiguiente, no podían ser, ni en su mínima parte, cedidas a nadie. Tratábase de una viciosa aplicación de ciertas normas incluidas en el Levítico acercó de las ofrendas y votos a Yahvé (Lev 27,1-34). Los mismos fariseos se encargaban luego, mediante un giro opuesto de su casuística, de interpretar estas normas, de tal suerte que quienes habían hecho transferencia de sus bienes en favor del templo para evitar las obligaciones de la piedad filial, pudieran seguir cómodamente usando de ellos en propio beneficio.

Jesucristo se alza iracundo contra tanta vileza y restituye a su primer fulgor el mandamiento contenido en el Decálogo. Pablo insistirá más tarde en este primordial deber (Ef 6,1; Col 3,20).

¿Cómo debemos, pues, entender el «odio» que hacia los padres reclama de nosotros el evangelio?

No faltan en la Escritura textos en los cuales el sentimiento que allí literalmente se llama «odio» corresponde a lo que nosotros denominaríamos amor menor; así, por ejemplo, cuando el marido de dos esposas dice amar a la preferida y odiar a la que ama menos (Gén 29,30-31; Dt 21,15). Expresamente se nos impone este sentido en la versión de Mateo: «El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37).

No obstante, la significación honda de las frases de Cristo creo que hay que buscarla por otro camino. Aunque en esos inevitables dilemas que toda vocación suscita—abandonar a los padres o desoír el llamamiento de Dios—será prácticamente forzoso escoger, optar, resolverse mediante una decisión de preferencia o predilección, lo que Jesús quiere expresar aquí no es tanto un deber de elección a su favor cuanto la necesidad que todos tenemos de luchar denodadamente contra el «mundo», dondequiera que éste se halle, aunque sea en el seno de la más casta y legítima afición.

La presencia de Cristo obliga a todo lo creado, a todos sus dones y afectos, a integrarse—aun con sus luchas intestinas, procedentes de aquel germen de disgregación que data de los orígenes—en un bloque compacto y único, contrapuesto a la pureza sin par del Hijo del hombre. Todo, tanto lo mezquino como lo ilustre, pertenece en su esencia herida al «mundo». No es Jesús superior a lo más alto de la tierra, una cima que permita comparación, un grado o escalón más perfecto, una amabilidad que merezca ser preferida. Es «lo otro», la realidad que desciende de lo alto y cuya mera presencia, antes de obligar persuasivamente a las conciencias a luchar, por sí misma desencadena esta lucha. Jesús es lo incomprensible, lo intolerable desde una actitud meramente natural. Existe un hiato. Podrán los hombres admirar y amar sin ruptura ni escándalo sus divinidades, las que ellos forjan, precisamente porque son suyas, porque son potencias de este mundo. Hacia El sólo cabe un amor distinto, tan absorbente y radical que por fuerza engendra el odio a todo cuanto no es El.

Cristo, por otra parte, mantiene y da nueva energía a los amores antiguos. Ordena amar a los padres, a los esposos, a los hijos. ¿Cómo conciliar consignas tan opuestas? ¿De qué manera podremos hacer convivir en la propia alma sentimientos tan divergentes como son el amor y el odio hacia un mismo objeto? Unicamente entendiendo que todos los seres creados, y nosotros mismos también, son mundo y no son mundo. Cuanto hay de mundano en los amores de esta tierra debe perecer al filo de esa espada traída por Cristo. Cuanto en ellos hay de santo recibe confirmación y robustez por obra del mismo Jesús. Porque Jesús cura las heridas del amor, le da firmeza, le arranca la semilla mortal. Hermosamente asegura San Agustín: «No hay amistad verdadera sino entre aquellos a quienes tú aglutinas entre sí por medio del amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» 15.

Cristo vino a anudar estrechamente el amor de hombre y mujer, como más adelante veremos. Vino a fortalecer aquellos lazos del corazón que las economías anteriores habían ya sancionado. El, cuya compasión es tan grande como su intransigencia, devolvió a Jairo la hija (Mc 5,40) y el hermano a María y Marta (Jn 11,44). Curó, para alegría de su padre, a un hijo epiléptico (Mc 9,17-27), a una hija atormentada por el demonio (Mt 15,21-28), al hijo de un cortesano (Jn 4,50). Atendió con especial prontitud cualquier petición hecha por alguien en favor de un hijo, de una suegra, de un familiar. Tras resucitar al hijo de la viuda de Naím, tuvo aquel gesto tan elocuente, tierno e inefable de «entregárselo a su madre» (Lc 7,15).

En la Iglesia naciente no se disolverán esos vínculos que estableció el Creador y el Redentor confirmó. Las familias como tales muévense conjuntamente en el apostolado (Act 21,5). Pablo manda sus cordiales saludos a «la casa de Estéfana, que es la primicia de Acaya y se ha consagrado al servicio de los santos» (1 Cor 16,15), y habla con gratitud incontenible de «la familia de Onesíforo» (2 Tim 1,16; 4,19); con frecuencia da consejos oportunos para el buen mantenimiento de las relaciones familiares (1 Tim 3,4.12; 5,14; Tit 1,6). Los hogares vienen a ser verdaderos centros de culto (Act 2,46; 5,42), donde todos alaban el nombre de Jesús, donde Jesús encuentra sus mayores complacencias.

La familia es levantada hasta el punto de constituir ella la figura más justa, inteligible y exhaustiva de esa sociedad de almas en que va fraguando el reino. Cuantos participan de la

15 Conf. 4,4,7: MI_ 32,696.

misma fe son «hermanos en la fe» (Gál 6,1o), y los que aman a Dios son «familiares de Dios» (Ef 2,19). Según promesa de Cristo, «no hay nadie que, habiendo dejado casa, o hermanos, o hermanas, o padre, o hijos, o campos, por amor de mí y del evangelio, no reciba el céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madres e hijos y campos» (Mc 10,29-30). Pablo se considera a sí mismo verdadero padre de sus fieles (1 Cor 4,15; 2 Cor 6,13), a los cuales trata «como un padre a sus hijos» (1 Tes 2,11); es verdadera madre de las almas que va engendrando (Gál 4,19) y «como nodriza que cuida a sus niños» (1 Tes 2,7). Tan íntima vinculación guardan entre sí los cristianos, tan de verdad responden los hechos a esta entrañable nomenclatura, que los paganos les atribuyen pecado de incesto cuando se enteran de que contraen matrimonio los unos con los otros.

No se trata de fórmulas rutinarias: «hermano» equivale a prójimo; esto no es cierto. Tampoco se trata únicamente de un sentido místico sacerdotal: «Timoteo es mi hijo muy amado y fiel en el Señor» (1 Cor 4,17); esto es distinto. Hay algo más también, un aprecio muy hondo del amor, de esos amores cálidos, profundamente humanos, que el apóstol agradece. Retengamos esta frase tan conmovedora: «Saludad a Rufo, el elegido del Señor, y a su madre, que lo es también mía» (Rom 16, 13). Para Pablo, en aquella madurez—en aquella situación de desprendimiento tan absoluto y, a la par, de tan profunda convivencia con esos a quienes amaba—, ya la «espada» no tenía otro menester ni oficio que degollar, finalmente, una cabeza de mucho tiempo atrás rendida sobre el pecho del único Amado.