CAPÍTULO XXII

LOS GENTILES

 

«Ni judíos ni griegos» (Gál 3,28)

Aquel centurión arrancó a Jesús una alabanza inestimable: «En verdad os digo, en ninguno de Israel he encontrado tanta fe» (Mt 8,1o). Era una fe humilde: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa». Era una fe potente: «Di una sola palabra y mi siervo curará». Aquella mujer cananea mereció también el elogio público, gozoso, del Señor: «Mujer, tu fe es grande» (Mt 15,28). Era una fe humilde: «También los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus señores». Era una fe viva: bastaban unas migajas de atención, una simple acción a distancia, para que el milagro se realizase.

Fe y humildad. Ya de suyo la fe es humildad: es confiar en otro, es desconfiar de uno mismo; es fiarse de otro más sabio y poderoso, es reconocer la insuficiencia de nuestros medios. Cuando la fe muéstrase intensa y pura, cuando se alía con una humildad sincera y honda, no tiene Cristo inconveniente en modificar sus planes y obrar las más impensadas maravillas. Lo está deseando. Si una puerta se le abre, es incapaz de pasar de largo.

Contra humildad, soberbia. Contra fe, autosuficiencia: valoración desmesurada de nuestras posibilidades personales, de nuestra razón o de nuestras obras. Contra la humildad y la fe de los gentiles, el orgullo y dureza de los judíos. «Nosotros somos hijos de Abraham». ¡Qué hastío llegó a sentir Jesús de esta estúpida soberbia! ¿Hijos de Abraham? «Yo os digo que de estas piedras puede Dios hacer hijos de Abraham» (Mt 3,9). Vuestra ascendencia, sabedlo bien, no representa título alguno del cual os podáis envanecer. La predilección de Dios hacia vosotros os debía postrar en tierra, en postura de muy humilde agradecimiento. «Como dice en Oseas: Al que no es mi pueblo, llamaré mi pueblo, y a la que no es mi amada, mi amada» (Rom 9,25). ¿Y Si ahora, con la misma libertad con que el Señor procedió en tiempos de Abraham y de Moisés, quisiera llamar pueblo suyo al pueblo pagano, amada suya a la gentilidad? Los verdaderos hijos de Abraham son aquellos que obran como él obró (Jn 8,39). Y Si Abraham fue grande por su fe (Rom 4,20), ¿no lo será también el centurión y sus hijos, la cananea y su hija rescatada del demonio?

El centurión, la cananea, el único leproso agradecido, que era samaritano... Samaritano era también aquel viajero de generosas entrañas que se compadeció del hombre malherido al borde de la carretera. ¿Por qué eligió Jesús, para figura ejemplar de su parábola, para modelo de conducta laudable, a un extranjero? ¿Por qué lo puso en violento contraste con dos judíos muy calificados? Jesús amaba tiernamente a estos gentiles. Casi los añoraba. Nos imaginamos sus largas miradas quietas, desde cualquier cerro, hacia las tierras remotas, de nombres extraños. La obediencia al Padre le sujetó a los límites de Israel. Pero su corazón se gozaba—se consolaba—con la futura acogida que a su nombre habían de dispensar los gentiles menospreciados. Si ahora se arrojaban tan vorazmente sobre unas migas de afecto que al suelo caían, ¿qué sería después, cuando fueran sentados con todo honor a la mesa, agasajados y distinguidos? «Muchos vendrán del Oriente y del Occidente y comerán con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos» (Mt 8,11).

Los profetas habían anunciado ya el universalismo del nuevo reino, anchuroso y variopinto, cuando «egipcios y asirios sirvan a Yahvé». Una misma línea, un mismo amor parece uniformar los pueblos todos: «Bendito mi pueblo de Egipto; Asiria, obra de mis manos, e Israel, mi heredad» (Is 19,23-25). «Se acordarán, y se convertirán a Yahvé todos los confines de la tierra, y se postrarán delante de El todas las familias de las gentes» (Sal 22,28). El Mesías ha de ser «luz de los gentiles, para llevar mi salvación hasta los extremos de la tierra» (Is 49,6). Israel había aceptado y mantenido estas predicciones; sin embargo, salvo muy raras excepciones, tales vaticinios eran interpretados a la luz de un fiero exclusivismo: para que las naciones pudieran ser salvas, tenían que pasar por el aro hebreo, por la circuncisión, por los ritos y los métodos. En cualquier sinagoga de la Diáspora se daba entrada a los gentiles con tal que éstos de antemano aceptasen determinadas humillaciones, cuantas fuesen necesarias para pagar la gran condescendencia de Israel.

Cristo viene y depura y abrillanta las viejas profecías, restituyéndoles su primitiva significación, deshaciendo los moldes mezquinos de la exégesis posterior. Reconoce que la salvación ha de venir ex iudaeis (Jn 4,22), pero no in iudaeis. La salvación procede «de los judíos» en cuanto que El es judío, de la estirpe de David. Pero la salvación no ha de buscarse «en los judíos», en la anexión a su casta y culto, en la agregación a su partido. Tanto vale la circuncisión como el prepucio. Cristo predica para todos, aunque hoy no le escuche más que un puñado de israelitas: el campo donde siembra su palabra es el mundo entero (Mt 13,38). Cuando ordena dar «al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mc 12,17), rompe aquel engarce envilecido y oxidado que en Israel ataba religión y nación. Cuando predice la destrucción de Jerusalén (Mt 24,2), supone la abolición de aquellas viejas estructuras, estrechas, orgullosas y vanas. Cuando murió, «murió por todos» (2 Cor 5,15). Por eso los gentiles son «copartícipes de las promesas» (Ef 3,6). Por eso no hay ya «judía ni griego» (Gál 3,28).

Los judíos no podían soportar tal amplitud, tal uniformidad, tal humillación. Un día Pablo contará a sus compatriotas el proceso de su conversión. Le escucharán atentos. Pero, cuando repite las palabras que el Señor le comunicó: «Vete, porque yo quiero enviarte a tierras lejanas» (Act 22,21), ya no pudieron contenerse y se levantaron airados, exigiendo su muerte.

Debemos vigilar mucho nuestro corazón para que no se haga reo de culpas tales. Porque bien podemos caer hoy nosotros en idénticas estrecheces.

Así como es posible el fariseísmo en la Iglesia, y la viciosa confianza en nuestras propias obras, y el formulismo estéril, es posible también—es por desgracia frecuente—ese viejo exclusivismo que discrimina y condena.

De sobra sabemos que el bautismo no es ninguna circuncisión, ninguna institución efímera y particular, sino todo lo contrario, un sacramento definitivo y el único acceso al reino. ¿Quién puede dudar de ello? No obstante, hemos de recordar que hay un bautismo sin agua ni fórmulas, una fe informulada, un voto secreto del corazón, un bautismo sin partida de bautismo, sin cifra para el gozo dudoso de las estadísticas. «Todos aquellos que han vivido según la recta razón, son cristianos, aunque hayan pasado por ateos» 1. Hemos de recordar asimismo que no sólo en la Iglesia católica se administra el bautismo, que no sólo entre nosotros se arrojan los demonios. «Díjole Juan: Maestro, hemos visto a uno que en tu nombre echaba los demonios y no está con nosotros; se lo hemos prohibido. Jesús les dijo: No se lo prohibáis, pues ninguno que haga un milagro en mi nombre hablará luego mal de mí. El que no está contra nosotros, está con nosotros» (Mc 9,38-40).

Un día, un día cualquiera, en el vestíbulo del cielo, a los santos que iban ingresando se les ocurrió preguntarse los unos a los otros por la confesión religiosa que en la tierra habían abrazado. «Yo, budista». «Yo, presbiteriano»; el siguiente, mormón. Curiosa coincidencia: aquel día no entraba ningún católico. « tú?» «No, yo no; yo, calvinista». Empezó a cundir la más viva sorpresa. ¿Cómo es que no llegaba a la gloria ningún católico? ¿Qué ocurría allí? Excitados por la curiosidad, acudieron a un ángel de tráfico: «Pero ¿es que los católicos no se salvan?» « ¡Oh, sí que se salvan!» «No vemos ninguno». «Venid conmigo». Entonces el ángel les hizo andar varios kilómetros y los condujo hasta una inmensa extensión cercada por una tapia muy alta. «Los católicos están ahí dentro. Como en el cielo tiene que ser perfecta la felicidad, ha sido menester recluirlos a ellos ahí: porque, para ser del todo felices, necesitan creer que únicamente se salvan ellos».

La fábula puede ser irrespetuosa, improcedente, incluso injusta; puede lesionar la reputación de la Iglesia, puede sembrar el escepticismo, puede hacer sospechar que todos los católicos son así. O puede, por el contrario, ser justa, al reprobar cierta mentalidad imperante en algunos sectores católicos. Puede ser muy oportuna para educar en la caridad a ciertas almas. Puede ser, finalmente, si viene expuesta por un católico, prestigiosa para su confesión, puesto que, al hablar así—ante gentes

                1 SAN JUSTINO, Apol. 1,46: MG 6,397.

que no participan de su fe y juzgan que todos los hijos de Roma son como esos que la fábula pinta—, demuestra que los verdaderos católicos tienen humildad suficiente para reconocer las corrupciones de su Iglesia y son lo bastante intrépidos para luchar contra ellas.

«Ni judío ni griego». Por tanto, ¿ni cristiano ni budista? La deducción sería ilegítima. Pues la salvación no sólo procede «de los cristianos»—de Aquel que Scheeben llamaba «el primer cristiano», Cristo Jesús—, sino que además se halla únicamente «en los cristianos». La clave estriba en que no solamente son cristianos aquellos que están registrados como tales. Según San Justino, ya lo hemos visto, cuantos en su vida proceden con rectitud no sólo se salvan, sino que son propiamente cristianos, ya que sólo por la gracia de Cristo pueden ser salvos. San Agustín, con tanto gozo como pena, decía que, «conforme a la inefable presciencia de Dios, muchos que parecen estar fuera, están dentro, y muchos que parecen estar dentro, están fuera» 2.

2 De bapt. 5,38: ML 43,196.

 

2. Las tres alianzas

Contemplándose por dentro y contemplando las cosas exteriores, puede el hombre llegar al conocimiento de Dios, de su existencia, de sus principales atributos. «Buscando a Dios sin Dios». Sin Dios, es decir, sin revelación. Sin revelación, esto es, sin los testimonios verbales del Hijo y sus prólogos proféticos. Por supuesto que el concurso divino no puede faltar desde el momento en que se pone en marcha el pensamiento del hombre, ni puede estar ausente por completo la revelación cuando Dios crea algo, ya que todo cuanto El hace lleva su troquel, y cualquier criatura es una alusión al Creador. «En efecto, lo cognoscible de Dios es manifiesto entre ellos, pues Dios se lo reveló; porque, desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son conocidos mediante las criaturas» (Rom 1,19-20). Basta abrir los ojos y seguir la dirección de esas referencias que las cosas emiten, la dirección del rayo de luz incidente en los espejos; basta aplicar el oído a su superficie y escuchar su interior latido. Basta, cuando no hay cosas, escuchar el latido del propio corazón, cuando las cosas han huido de nuestro lado y la soledad nos sirve de inmensa caja de resonancia.

Bastaría esto para hallar a Dios. Pero es difícil. Los mismos textos que proclaman la posibilidad, reconocen la dificultad. Ved cómo las religiones paganas, desasistidas de una especial revelación, vienen ofreciéndonos las mil variedades del error, variedades que fácilmente pueden reducirse a tres grandes y capitales extravíos: politeísmo, dualismo y panteísmo. Aquellas fórmulas religiosas que el cristianismo hubo de deshacer al propagarse por Occidente, nos dan ya la medida de su propia insuficiencia y vanidad. En efecto, los cultos romanos sólo se proponían asegurar la protección divina sobre el Imperio; eran cultos vaciados de toda sustancia auténticamente religiosa. Por su parte, el politeísmo griego únicamente podía satisfacer a esas capas más exteriores del espíritu humano que se nutren de mesura, de leyenda o proporción. Los estratos hondos del alma permanecían insatisfechos o corrompidos. Tan sólo a costa de una gran ceguera o de muchas mutilaciones era posible la paz íntima. El adolescente del mirto en la mano representa nada más una falaz ilustración, la reliquia en piedra de un sueño. ¡Ah, el hombre clásico, coronado, bañado de sol, el hombre sereno! Impostura de todos los Renacimientos. Es la tragedia lo que constituye la esencia del mundo clásico. Todo lo demás es escenificación.

El soberbio tesoro de los griegos consistía en su sabiduría, contra la cual iba a clamar el cristianismo con el mismo vigor que contra la Ley, la ley hebrea satisfecha y orgullosa de sus obras. Emparejar sabiduría y ley es buen camino para entender aquella hostilidad que en el Mediterráneo encontró en seguida el programa cristiano, así como para comprender—sin trivializarla, sin desorbitarla—la censura que ese programa, en su redacción paulina sobre todo, formuló intrépidamente desde el primer día, al afirmar que la sabiduría es «de este siglo, de los príncipes de este siglo» (1 Cor 2,6). Judíos y griegos pretendían adquirir la justicia y la sabiduría de la misma forma: por sus propios medios. He ahí su miseria y la raíz de su ruina.

No obstante, nos vemos precisados a hacer una concesión, mejor dicho, una aclaración: así como la ley de los hebreos contenía un elemento positivo, saludable, de preparación y víspera, también la sabiduría occidental estuvo por Dios sujeta a un claro designio de salud. «A unos dio la ley, a otros la filosofía» 3. Si Cristo es el fin de la ley (Rom 10,4), no es menos nuestra sabiduría (1 Cor 1,3o). Si Cristo, por un lado, se opone a la sabiduría humana, resulta, por otro lado, igualmente cierto que El responde a sus más limpias y radicales aspiraciones.

En dos versos consecutivos el prólogo de Juan alude a las dos revelaciones y a los dos fracasos. «Estaba en el mundo, y el mundo existió por El, y el mundo no le conoció; vino a los suyos, y los suyos no le recibieron» (Jn 1,10-II). Las primeras frases—el mundo en cuanto creación divina señalan la forma de revelación que fue otorgada a los gentiles. Pero ellos, al igual que los judíos, rechazaron las luces que graciosamente les fueron brindadas. Sabiduría y ley se descarriaron. Por eso, lo mismo que vimos a propósito de la «ceguera» judía, la resistencia que los paganos opusieron arguye en ellos verdadera culpabilidad: «De manera que son inexcusables, por cuanto, conociendo a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se entontecieron en sus razonamientos, viniendo a oscurecerse su insensato espíritu; y alardeando de sabios, se hicieron necios» (Rom 1,20.22).

Entre los gentiles, sin embargo, no menos que en Israel, hubo también un «resto», un grupo de selección que salvó intactas las esencias de la sabiduría. Hubo verdades que se libraron de la corrupción: «Todos los principios justos que han descubierto los filósofos y legisladores los deben a aquello que han contemplado parcialmente del Verbo» 4. Por eso pudo prometer Clemente de Alejandría: «Te mostraré el Logos y los misterios del Logos mediante imágenes que te son familiares» 5. He aquí la entraña dinámica de la filosofía, su tendencia a desembocar en una más alta esfera donde a sí misma se supere y transfigure, su esencial apertura a lo que esencialmente la rebasa, su hermosa descomposición de vocablos originales: filo-sofia.

Roma, sin saberlo, estaba preparándose para secundar los destinos del cristianismo. Era Roma un territorio insignifi-

3 CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Strom. 7,2: MG 9,413.
4
SAN JUSTINO, Apol. 2,10: MG 6,46o.
5
Protrept.
12,119,1: Sources Chrétiennes 2,188.

cante sujeto a la dinastía etrusca de los Tarquinos cuando Israel vuelve de su cautiverio. La liberación de Roma, acaecida durante la revolución aristocrática de 509, coincide con la edificación del templo de Jerusalén. La promulgación de las Doce Tablas es contemporánea de la reconstrucción de Sión por Nehemías. La expansión del Imperio preparó luego la expansión del cristianismo: las calzadas y mercados, la supresión de fronteras, el idioma único, todo había de convertirse en instrumento providencial. El mundo romano iba a ser el mundo cristiano. De igual manera, la filosofía, mientras tanto, iba precisando y puliendo sus conceptos para entregárselos, en la debida hora, a la teología. La filosofía, no como vivienda firme, sino como cantera aprovechable: «Examinadlo todo y retened lo que es bueno» (1 Tes 5,21).

Y lo mismo que con las nociones, ocurrió con los símbolos. No olvidemos que los más antiguos símbolos, conocidos ya en las civilizaciones primigenias, llenan la Escritura y llenan también la liturgia y la catequética cristiana. En el Génesis aparece ya una paloma sobrevolando las aguas, y el último libro, el Apocalipsis, habla de la desaparición de la mar como residencia del Dragón, y de la desaparición del sol, sustituido por Cristo. Navidad coincidirá con la fiesta del Sol Invicto, porque entonces los días empiezan a crecer, porque el nombre de Cristo es Oriente (Zac 6,12). Mirando al oriente tendrán que ser construidas las basílicas. La Pascua habrá de celebrarse cuando la tierra, en primavera, saca de su pecho la pujanza y parece resucitar, exactamente en esos mismos días en que Jesús resucitó. Van siguiendo las témporas los ciclos graduales de las cosechas, y los nombres de los doce meses, que se repiten incesantemente, serán como doce estrellas para aureolar la cabeza del Inmortal.

Pero es preciso afirmar que los acontecimientos cristianos nada deben a los mitos, como tampoco la liturgia cristiana del agua o del banquete es deudora lo más mínimo de los viejos usos de purificación y sacrificio. Las verdades del cristianismo no copian los mitos: son los mitos los que profetizaban estas verdades. Toda la simbólica inmemorial trabajaba para Jesucristo, lo mismo que los más certeros pensadores de la antigüedad. lo mismo que aquellos ingenieros romanos que trazaron la red vial del Imperio. Sucede en todo esto como en el vocabulario místico: no imita éste al lenguaje erótico, sino al revés: las expresiones de los enamorados significan una usurpación de lo divino, una traslación de la terminología de lo absoluto al dominio de lo relativo.

Cristo, por eso, fue a aposentarse en el alma gentil, bien desembarazada y dispuesta, como en un alma «naturalmente cristiana» 6. Pablo, por eso mismo, pudo empezar así su discurso en el Areópago: «Ese a quien vosotros adoráis sin conocerle, os anuncio yo» (Act 17,23).

El temor de caer en una valoración igualitaria de las religiones, según la cual vendría a ser el cristianismo tan sólo una rama más o una modalidad última y mañana reemplazable, no debe impresionarnos hasta tal punto que lleguemos a una total reprobación de las formas religiosas no cristianas.

No puede el cristianismo entrar en competición con las otras religiones, ya que no representa ningún nuevo hallazgo del hombre en su pesquisa de la divinidad; es, por el contrario, la noticia de una libre irrupción de lo divino en la historia, la publicación de unos acontecimientos en los cuales la iniciativa fue entera de Dios. Mientras las religiones míticas se complacen en la repetición, en los ciclos, adhiérese el cristiano a unos sucesos singulares sin reiteración posible. Sin embargo, aunque reniegue de toda vacua repetición, la fe cristiana defiende algo más que hechos aislados: afirma que existen «correspondencias». Tales correspondencias abarcan y engarzan todas las sucesivas intervenciones divinas, cada una de las cuales enriquece y hace más explícita y elocuente la anterior. Según esto, el diluvio de Noé, el paso del mar Rojo y la muerte y resurrección de Cristo se hallan dentro de la misma línea, en una línea progresiva.

De esta forma viene el cristianismo a dar su exacta significación a aquellas religiones que le precedieron. Todas ellas tienen la misión de reabsorberse en él. Será menester, antes de integrarlas, destruir cuanto en ellas haya de desviación y error, de idolatría y fealdad; teniendo, por supuesto, buen cuidado de no adjudicar a todas las hierofanías paganas categoría idolátrica, pues en muchas de ellas lo que se adora no son los elementos, sino el Dios inefable a través de ellos. Ciertamente

6 TERTULIANO, Apol. 17: ML 1,377.

habrá mucho que limpiar y raspar, pero sus más íntimas esencias serán a menudo salvables. Lo mismo que hizo un día Cristo con la ley, con tan delicados modales, no abolirla, sino perfeccionarla, hay que hacer constantemente con los credos y prácticas de las religiones gentiles. En el seno de las dos grandes verdades universales, la existencia de Dios y su providencia, es preciso meter, como una levadura, todo cuanto la revelación cristiana ha dicho acerca de la Trinidad y de la obra redentora.

Las religiones no cristianas han de merecernos un gran respeto. Muchas de sus formas actuales, más que falsas, son anacrónicas. Anacrónicas en un cierto sentido, en cuanto que representan la pervivencia de unas formas religiosas caducas, llamadas a desaparecer—mejor dicho, a eclipsarse, como el Precursor—con el advenimiento de Jesucristo. Sin embargo, en un plano subjetivo, para aquellas almas aún no bañadas por la luz del evangelio, cumplen dichas religiones un fin providencial, significan un medio válido de religación con Dios. Se trata de religiones precristianas cuya supervivencia hace que adopten hoy un semblante paracristiano. Lo que de anticristiano exista en ellas no se debe a la religión como tal, sino a su abuso y descarrío.

Realmente la Iglesia comenzó ya cuando empezaron estos balbuceos religiosos, pues ella existe ab exordio saeculi 7. Con gran tino titula el P. Sertillanges uno de los capítulos de su tratado sobre la Iglesia: «La Iglesia anterior a la Iglesia».

Obsérvanse, pues, en la historia de la salud tres fases: el paganismo religioso, Israel y la Iglesia. A estas tres etapas corresponden tres alianzas: la de Noé, la de Abraham, la de Jesucristo. Dios dijo a Noé: «Voy a establecer mi alianza con vosotros y con vuestra descendencia después de vosotros» (Gén 9,9). Será un pacto para siempre, indestructible (Gén 9,16). Su objeto es esa solemne promesa que Dios hace, la promesa de observar el orden de los elementos: «Mientras dure la tierra, habrá sementera y cosecha, frío y calor, verano e invierno, día y noche» (Gén 8,22). El arco iris constituirá el memorial de esta alianza (Gén 9,16). A ella se refiere Pablo cuando, en Listra, habla así: «En las pasadas generaciones permitió que todos los pueblos siguieran su camino, aunque

7 S. Nic. AQUIL., Explan. Symb. Io: ML 52,871.

no los dejó sin su testimonio, haciendo el bien y dispensando desde el cielo las lluvias y las estaciones fructíferas, llenando de alimentos y de alegría vuestros corazones» (Act 14,16-17).

Con Abraham firmó Yahvé un nuevo pacto, prometiéndole un territorio y una descendencia nueva. Semejante alianza supuso para el padre de los creyentes una ruptura con lo anterior. La Biblia, sin embargo, nos ha conservado el punto precioso de conexión entre uno y otro pacto, entre la religión cósmica y la religión hebrea: es Melquisedec, rey y pontífice de Salem. Melquisedec representa el sometimiento de la religión natural a los nuevos horizontes queridos por Dios.

Es curioso observar cómo Abraham, puesto que pagó los diezmos y fue bendecido por Melquisedec, sitúase en un rango inferior a éste (Heb 7,1ss). Lo cual es, a todas luces, justo y bien compuesto. La superioridad de Melquisedec se hace notoria por su sacerdocio universal, en contraste con el sacerdocio hebreo ligado a una sola tribu, así como por la universalidad de su culto, ofrecido al cielo desde cualquier punto de la tierra, al revés de lo que acontecía en los sacrificios mosaicos, vinculados exclusivamente a un lugar, al templo de Jerusalén. El sacrificio de Melquisedec prefiguraba así el sacrificio eucarístico de los tiempos futuros, el cual, según el vaticinio de Malaquías, había de ofrecerse «en todo lugar» (Mal 1,11). El presagio es todavía más manifiesto atendida la materia de la ofrenda, el pan y el vino. Pero de todo esto, Dios mediante, hablaremos el día que hablemos de la Pascua.

He aquí que Jesús, cuando instituye la eucaristía, incorpora al nuevo y definitivo sacrificio lo más descollante del culto en las dos alianzas anteriores: al elegir el momento de una cena pascual, demuestra la continuidad de la nueva economía respecto de la ley mosaica, y al servirse de las especies de pan y vino, aprueba y consuma la religión cósmica. Melquisedec, invocado hoy en el canon de la misa con especial honor, patrocina desde el cielo los lentos y oscuros esfuerzos de esas religiones primitivas cuyo destino es abrirse, como capullos, a la irradiación del nombre de Jesús. Abel, Job, Henoc, la reina de Saba, Lot, innumerables otros, son sus santos.

No debemos olvidar que la Historia Sagrada, aunque se refiere principalmente a las vicisitudes del pueblo elegido, arranca de la creación del mundo y cuenta con suficiente detenimiento aquellos primeros pasos de la humanidad, cuando todavía el pacto con Abraham no se había estipulado. Y el fondo de su narración no lo constituyen precisamente las guerras de Israel contra Moab o Madián, sino la lucha oculta y universal de Dios contra Satán, «el adversario».

Cristo fue precedido de la larga expectación pagana no menos que de las aspiraciones hebreas: teste David cum Sibylla.

El paganismo tiene que desembocar en su meta natural, que es el Señor. Ciertamente la evolución de la gentilidad hacia el cristianismo no puede ser continua y homogénea, según pasos naturales: ha de mediar una ruptura, como en el caso de Abraham. Pero a la Iglesia madre incumbe que esta ruptura, aneja a toda conversión, no se vea inútilmente agravada con desgajamientos culturales dolorosos; no hay razón para exigir a las nuevas cristiandades la aceptación de una cultura para ellas inexpresiva y, por supuesto, tan humana y terrena como la que se verían obligadas a sacrificar. Ningún derecho tenemos a pedirles que reemplacen «su» religión por «nuestra» religión. Los mismos israelitas, hermanos carnales de Cristo, tuvieron que renunciar a «su» idea de Yahvé para abrazar aquella otra que les era impuesta por el cielo. Guardémonos mucho de justificar nuestras violencias, como hizo Israel, con palabras reveladas por Dios, pero entendidas de manera demasiado humana. Sería, además, privar al cristianismo de inestimables facetas y atavíos, robar brillos a la Reina «rodeada de variedad» (Sal 45,10). Todas las características de los nuevos pueblos han de ser respetadas, «para que la multiforme sabiduría de Dios sea notificada por la Iglesia» (Ef 3,10).

Resulta, finalmente, ocioso advertir que ya ningún cristiano tiene derecho a retroceder a cláusulas religiosas que la piedad de Dios le permitió un día superar. Pablo se quejaba: «Observáis los días, los meses, las estaciones y los años: temo que haya trabajado con vosotros en vano» (Gál 4,ro). Mayor iniquidad sería aún degradar el significado de las virtudes cristianas hasta el nivel de una moral gentil: hacer de la humildad, modestia; de la caridad, altruismo; del perdón, una norma de convivencia. Sería también muy grave delito, ceguera culpable, ingratitud suma, obstinarnos vanamente en esperar lo que ya poseemos. Amemos a Dios llamándole por su propio nombre: Jesús. Por intercesión de Melquisedec, amén.