CAPÍTULO XXI

MARÍA, LA MADRE DE JESÚS

 

1. «¿Quién es mi madre?» (Mt 12,48)

Cosas y cosas bellísimas. Una esmeralda, un bosque en otoño, una gota de agua entre sol y sombra, la mirada de algún niño. Criaturas hermosas y enormes: en Ios Andes, ante aquellas inmensidades nevadas, perfectamente solitarias, hemos llegado a sentir el alma en un puño, en el límite exacto del desfallecimiento, y los ojos nublados ya de lágrimas. Nos acordábamos de Rilke: Lo bello es el primer grado de lo terrible, un grado aún soportable; lo terrible, pero que desdeña aplastarnos. Pienso que es verdad, pienso que delante de ciertas bellezas no será posible sobrevivir. Job, después de enumerar una serie de hermosuras tremendas, añade: «Y todo esto no es, sin embargo, más que la orla de sus obras, el leve susurro de su palabra; porque el estruendo de su poder, ¿quién podrá oírlo?» (Job 26,14). No sólo la resistencia de nuestro tímpano es limitada, incapaz de aguantar incólume determinadas vibraciones; no sólo es limitada la fortaleza del corazón ante los quebrantos morales, y la salud del ojo ante la potencia de la luz, sino que existe igualmente un límite irrebasable para nuestra percepción de lo bello, más allá del cual la vida mortal cesa. La hermosura es una presencia de Dios, y el hombre puede o no resistirla según el grado menor o mayor en que tal presencia se haga explícita. Sucede que la creación terrestre guarda, en su magnificencia, la semejanza y proporción de esta criatura que es el hombre; para él precisamente fue ideada, como mansión, como lugar de investigación, solaz y cultivo. Pero, si el Señor se apareciese más, se demorase más en el acabamiento y decoración de sus efectos, si hiciese estas bellezas más transparentes, el mundo dejaría de ser habitable.

Pensamos lo que puede ser, en punto a brillo, magnitud y primor, una criatura en la cual Dios se esmerara en hacer lo más perfecto. Pues bien, he aquí que esta criatura máxima ha sido ya fabricada. No es posible ahora andar imaginando hasta dónde podría llegar la mano divina, su habilidad, su poderío. La criatura príncipe existe ya, y pertenece al linaje humano. Mientras vivió en la tierra, hallábase su hermosura oculta, encarnada, desconocida incluso para ella misma. Hoy resplandece en la gloria, ya sin velos ni mitigaciones.

Esta criatura es Myriam de Nazaret, una mujer que vivió hace un par de milenios. Es la madre de Dios. He aquí la obra máxima de Dios: su madre. El, que es incapaz de hacer otro Dios, ha hecho lo más que podía: una madre de Dios. Pretender abarcar la perfección de esta obra sería tan poco científico como poco filial sería intentar banalizarla o pasarla por alto. La creación tiene ya su cifra más elevada, la última, después de la cual sólo es concebible la humanidad de Cristo, trabada ya en una persona divina, algo—diríamos—que no es propiamente una criatura.

Ahora bien, si la acción maestra y rigurosamente incomparable de Dios fue convertir una ancilla Domini en madre suya, el mérito supremo de esta mujer consistió en lograr ese difícil equilibrio, tan sutil, entre su condición de sierva y su categoría de madre, en vivir psicológicamente esa alianza inaudita de situaciones tan dispares. Pensemos en el delicado prodigio que tal cosa supone. Supone, a la par, una intimidad profunda y una distancia insalvable, una confianza tan inmensa como inmenso fue el respeto. María no intentó nunca introducirse en la órbita privadísima del Hijo. Jamás pretendió rodear a su hijo, retrotraerlo, ya adulto, a aquellos años de infancia; no dio cabida en su alma a una sola nostalgia estéril, a un vano deseo de recuperar al hijo en la ternura balbuciente, en la impotencia graciosa, en esa postura desvalida en que la maternidad se cumple con más sabroso goce, con un ejercicio más plenario y redundante en lo sensible. Pero, al mismo tiempo, tampoco se redujo en ningún instante al papel de criada fiel. Esto, sin duda, pudo haber sido una tentación cómoda de falsa simplicidad: agotarse en los cuidados materiales, vigilar con exquisita cautela su alimentación, su crecimiento, sus peligros, y nada más. Hubiese sido fácil hacer esto. Hubiese sido incluso sencillo encontrar alguna buena razón que justificase la inhibición en otros sectores. Mas no, ella fue madre en toda la amplitud y profundidad de la palabra.

Maravillosamente, incomprensiblemente, nunca se inmiscuyó, pero tampoco se zafó; no se alzó ni se rebajó, no se arrogó ningún derecho ni renunció tampoco a ninguno; no se enorgulleció de su poder ni se desalentó por su insignificancia; no fue ofuscada por la pequeñez de su hijo ni oprimida por la grandeza de su Señor. Supo ser madre de Dios. No buscó impaciente el comprender, no pretendió la inteligencia satisfactoria de cuanto a su lado ocurría, pero tampoco se abandonó a una tibia ignorancia: en todo momento acompañó a su hijo por la fe, por medio de una fe tan radiante como imprescindible. Hubo magnanimidad en la tiniebla, humildad en la luz. Hubo en todo un portento de equilibrio.

A lo largo del evangelio no demuestra Jesús apreciar grandemente los lazos de la carne. No suele valorarlos de tal modo que por sí mismos constituyan un título de hegemonía. Dice, por el contrario: «.Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo la mano sobre los discípulos, exclamó: He aquí mi madre y mis hermanos» (Mt 12,48-49). Aquella otra frase de Jn 2,4, la frase de Jesús a su madre en Caná. que muchos traducen: «.Qué nos va a mí y a ti ?», admite esta otra versión, totalmente legítima: «.Qué hay entre yo y tú?» Estas palabras expresarían la negativa de Cristo a realizar el milagro en virtud de una presunta súplica apoyada en los derechos maternales. Dentro de la obra mesiánica no puede influir nada que venga dictado por los vínculos terrenos, ya que tal obra pertenece a <das cosas de mi Padre» (Lc 2,49). Esa forma especial de comunidad que surge de las relaciones de consanguinidad no tiene para Cristo validez alguna si no es acompañada de otro tipo de relación, de otra adhesión en el espíritu, en aquellos niveles del espíritu en los cuales las emociones y supuestos carnales no logran ya ninguna resonancia.

Todo esto, lejos de subestimar la maternidad de María, la enaltece: impide que sea considerada como una mera función física. Entre los que yerran al interpretar dicha maternidad están quienes juzgan el nacimiento de Cristo como acontecido simplemente per Mariam, significando con ello que Dios se sirvió ciertamente del ministerio de la Virgen para venir a este mundo, pero sin que ella ejerciese en esto un oficio verdaderamente materno: fue para el Hijo de Dios lo que es un conducto para el agua que por él discurre, lo que es un camino para quien por él transita, lo que es un árbol o una roca para el Yahvé de las apariciones, lo que es un copón para la eucaristía. Sin embargo, no resulta menos errónea y funesta la teoría de quienes conceden que Cristo nació, sí, de María, mediante un proceso de gestación completo y normal, tomando de ella su sustancia lo mismo que cualquier hijo nacido de mujer, pero niegan todo aquello que rebase este plano natural; propugnan éstos, pues, una maternidad perfecta e inexpugnable desde el punto de vista biológico, mas sólo desde este punto: espiritualmente no hubo consentimiento ninguno, ninguna libertad ni cooperación íntima; más que madre, la Virgen resulta, en esta versión, una engendradora, una mujer utilizada al margen de su voluntad.

La verdad es muy otra. Cristo—«el hijo de María» (Mc 6,3)—nació ex Maria. María fue consultada y libremente otorgó su consentimiento. Este consentimiento fue previo, esta especie de maternidad espiritual fue anterior. «De nada hubiera servido a María la maternidad corporal si no hubiese primero concebido a Cristo, de manera más dichosa, en su corazón, y sólo después en su cuerpo» 1. En el nacimiento de Cristo, la carne y la sangre poseen toda la importancia que requiere la verdad de la encarnación, pero el punto decisivo hállase en ese consentimiento que hubo de preceder a la concepción física, basado en un acto de inmensa fe. Por eso San Agustín asegura que «la Virgen concibió a Cristo, no deseando carnalmente, sino creyendo espiritualmente» 2; y explica de modo delicioso esta concepción tan limpia: «en ella el marido fue el mensaje, y la esposa, la oreja» 3.

Tal maternidad, inmensamente más honda y valedera que la simple función material, prolongóse durante toda la vida del Hijo: la fe y la adhesión de María siguieron a éste siempre.

1 SAN AGUSTÍN, De virgin. 3: ML 40,398.
2 Enarr.
in Ps. 67,21: ML 36,826.
3
Serm. 123,1: ML 39,199
1

¿Quién es, a juicio de Cristo, su madre? El mismo lo explica: «Todo el que hiciere la voluntad de mi Padre» (Mt 12,50). Pues bien, decidme: ¿hubo alguien que cumpliese la voluntad divina como la Virgen? Ni el más pequeño extravío, ni la más ligera mancilla. Y esto, desde el principio: Inmaculada. Entre su creación y su redención no hubo paréntesis ninguno, ni medio momento siquiera para la dominación de Satán. Así, el Hijo murió principalmente por su madre: para costear tan notable privilegio y favor. Durante toda la vida mantuvo ella, mediante su esfuerzo—es decir, haciendo constante la respuesta, haciendo más y más generosa la correspondencia—, semejante estado de excepción, su aplicación sin desmayo al Hijo.

Jesús la llama «Mujer) (Jn 2,4; 19,26). ¿No hay derecho a adivinar aquí un correlativo de la expresión «Hijo del hombre»? ¿No es ella acaso la nueva Eva, asociada a la obra del «segundo Adán»? (1 Cor 15,45). Con una muy feliz fórmula, Scheeben habló de «maternidad esponsal». Su colaboración fue libre, voluntaria, animosa y responsable, materna.

La compatibilidad entre corredentora y redimida, entre esclava del Señor y madre del Señor, se obtiene en el núcleo de esa nueva maternidad que Cristo acaba de definir: son su madre cuantos cumplen la voluntad de Dios, aquellos que han decidido ser sus esclavos, los que libremente han querido servirle.

San Gregorio, refiriéndose al pasaje citado, añade esta espléndida consideración: «Quien es hermano y hermana de Cristo creyendo, tórnase madre suya predicando, como si alumbrase de nuevo al Señor al infundirlo en el corazón de los oyentes» 4. El retrato de la Virgen, de su fecundidad inexhausta, se enriquece así con una nueva nota: puesto que ella parió al Verbo, puesto que lo hizo visible y audible, ella es—y nadie como ella—la patrona de la predicación cristiana. Sus palabras en Caná: «Haced lo que El os diga» (Jn 2,5), constituyen el último esquema de toda predicación eficaz, su sentido postrero: poner las almas en contacto con Dios para que puedan luego escuchar la Voz que dentro resuena, totalmente íntima. Predicación: invitación, introducción.

4 In Evang. hom, 1,3: ML 76,1086.

 

2. «Dichoso el seno que te llevó» (Lc 11,27)

«Hacer la voluntad de mi Padre» es lo mismo que «oír la palabra de Dios y cumplirla».

He aquí el otro texto que conservamos sobre Nuestra Señora, perteneciente también a la vida pública: «Mientras decía estas cosas, levantó la voz una mujer de entre la muchedumbre y dijo: Dichoso el seno que te llevó y los pechos que mamaste. Pero El dijo: Más bien dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan» (Lc 11,27-28). He aquí, justamente, la otra manera de describir la maternidad de la Virgen. Nadie como ella escuchó la palabra divina y la puso por obra. Nadie como ella se hizo nunca receptivo al Verbo y lo alumbró al exterior.

Estas dos frases de Jesús, aunque en principio hacen derivar la atención hacia algo distinto de la persona de María, aunque parecen destinadas precisamente a sustraer a la Madre el honor exclusivo de su maternidad, constituyen en el fondo dos alabanzas magníficas hacia aquella mujer que supo cumplir la palabra de Dios con una intensidad, perfección y pulcritud desacostumbradas. La Iglesia demuestra haberlo entendido así al escoger dicho fragmento de Lucas para evangelio de las festividades marianas.

No niega Cristo la excelencia de su madre; nos invita, por el contrario, a mirar como fundamento y raíz de tal excelencia aquello que representa el verdadero mérito de María. Otros podrán elegir otro título mariano, otra advocación, otra devoción; personalmente, a todos los elogios con que la literatura cristiana ha exaltado a la madre de Dios, yo prefiero la desnuda felicitación de Isabel: «Dichosa tú, que has creído» (Le 1,25). La Virgen fue madre por su fe, y por su fe ha de ser cantada y enaltecida.

La fe, ciertamente, supone una esencial deficiencia: significa un conocimiento precario—«por medio de un espejo y oscuramente, sólo en parte» (1 Cor 13,12)—, propio de esta situación provisional, «mientras andamos ausentes del Señor, porque caminamos en fe y no en visión» (2 Cor 5,6-7). Arguye la fe un estado de indigencia. Jesucristo, por eso, no pudo tener fe. Su madre, en cambio, la tuvo. Podemos preguntarnos ahora por qué la fe de la Virgen no ha sido apenas expuesta y considerada por los autores espirituales. Y cuando de esa fe se ha hecho mención, insistíase tan sólo en lo que ella representó de confianza, de gloria, de triunfo. El margen de oscuridad, el penoso mérito que esa gloria presupone, la lucha esforzada que antecede al triunfo, todo eso era silenciado, al menos casi nunca era expuesto con el suficiente relieve. ¿Por qué?

Excepción hecha de textos muy aislados, pertenecientes a una época en la cual todavía el prestigio de la madre de Jesús no se había incorporado a la piedad del pueblo, la literatura mariana es preferentemente una inacabable corona de laudes. Esos pocos textos a los que nos referimos están hoy del todo arrumbados. Así, por ejemplo, San Juan Crisóstomo hace a la Virgen culpable de vanidad: dice que pidió el milagro de Caná «para atraerse hacia sí a los discípulos y para brillar ella más por medio de su hijo» 5. Hoy sabemos todos que en su conducta no hubo el más insignificante desliz, la más liviana nota digna de censura. Desde hace mucho tiempo, la piedad cristiana venía manteniendo esto con tesón, y con el apoyo y aplauso de los teólogos. El dogma de la Purísima rubricó tal modo de pensar.

Sin embargo, la defensa de esta integridad de Nuestra Señora no exige necesariamente que se pasen por alto ciertos aspectos suyos que, sin menguar en absoluto la grandeza de la más egregia criatura, permiten una mejor y más matizada comprensión de su ser mortal y de su vida militante. Nos referimos, sobre todo, a la fe como virtud característica de un estadio aún imperfecto. Hoy más que nunca, la teología se ha hecho sensible a la idea de crecimiento, al carácter dinámico de las virtudes. El pensamiento medieval, en cambio, gustaba más bien de la perfección estática, de la posesión inicial plena e inamovible. Aquí reside en gran medida la explicación de esa visión unilateral de María como ser aparte, absolutamente perfecto, que durante tantos siglos ha presidido la devoción de los fieles. Sin aludir para nada a los riesgos de mariolatría —mucho menores, por cierto, de lo que una actitud excesivamente cautelosa pudiera pretender—, es indudable que a esta

5 In lo. hom. 21,2: MG 59,130.

estampa luminosa de la madre de Dios convenía agregar algunos otros rasgos, propios de una hija de Adán. La estampa tradicional no tiene por qué ser rectificada en lo más mínimo, pues todo cuanto ella alaba es verdadero. No viene la nueva aportación a corregir, sino a enriquecer; ni siquiera es su principal propósito limitar o frenar, sino, por el contrario, impulsar: impulsar las mentes y los corazones hacia la consideración de algo que no había sido tenido muy en cuenta, prolongar una línea que apenas había sido tocada, hacer explícito lo que había permanecido demasiado tácito, insistir en esa faceta humana que hace de la Virgen no sólo madre nuestra, sino hermana nuestra. Subrayar, en definitiva, lo que no puede menos de ser cierto y fundamental: lo que ella misnma llamaba su humilitatem (Lc 1,48).

La noción de desarrollo que el pensamiento moderno con tanto interés cultiva nos ofrece de María un costado que casi pasaba inadvertido, ocupados como estábamos desde hace mucho tiempo en la exclusiva veneración de la Reina gloriosa, entronizada ya en su cima señera. He aquí que ella creció, progresó, se perfeccionó. Y la fe es quizá la virtud en que más expresamente este crecimiento puede tener para nosotros elocuencia y ejemplaridad.

La fe significa oscuridad, significa un modo nobilísimo de ignorancia. ¿Qué es lo que supo la madre de Jesús y qué es lo que ignoró? Forzosamente la respuesta ha de ser muy holgada, entre dos límites extremos: ignoró todo aquello que podía entorpecer el mérito de su fe; tuvo conocimiento de cuanto convenía a su oficio de colaboradora en la redención. La idea de crecimiento resulta, en esta materia, imprescindible. Entre la muchacha encinta de Nazaret y la mujer cargada de años, gracias y experiencias que en Pentecostés recibe con los apóstoles al Paráclito, hay una larga distancia, un proceso de madurez innegable.

¿Entendió María, por las palabras del ángel en la anunciación, que aquello que de su vientre iba a nacer era el Unigénito de Dios? El ángel lo había nombrado «Hijo del Altísimo» e «Hijo de Dios». Pero Hijo del Altísimo era una locución meramente mesiánica. Y al decir Hijo de Dios bien podía referirse a aquella extraordinaria concepción virginal, sin que ella imaginara otra concepción más eminente y anterior, una concepción eterna. ¿Qué sabía ella acerca de la Trinidad? Su familiaridad con el Antiguo Testamento no podía suministrarle ideas muy precisas. Estaba el texto concerniente a la nube (Ex 40,35) y aquel otro sobre la presencia novísima de Yahvé en medio de su pueblo (Sof 3,14-17), mas resulta bastante inverosímil que de estos pequeñísimos datos sacara ella una conclusión tan grandiosa e inaudita como era la divinidad del que iba gestándose en sus entrañas. El conocimiento que María poseyó fue, sin género de duda, más existencial que nocional, más intuitivo que razonado. Aquellos que prefieren adjudicarle un conocimiento claro y explícito desde el primer momento, lo hacen partiendo de su plenitud de gracia. Pero . ¿es que tal plenitud exige precisamente dicho conocimiento? El relato que Lucas nos ha transmitido no nos asegura que el ángel le revelase el misterio. ¿No es esto un índice de que el Señor prefería por entonces ocultárselo?

Cuando Simeón habló de Jesús, el día de la Presentación, «su padre y su madre estaban admirados de las cosas que se decían sobre El» (Lc 2,33). Tras el episodio del Niño perdido y hallado en el templo, se nos asegura que «ellos no entendieron lo que les dijo» (Lc 2,50). ¿Qué es lo que no entendieron? Hay intérpretes que a estos aoristos dan valor de pluscuamperfectos: «No habían entendido lo que les había dicho»; es decir, no habían comprendido la advertencia que, antes de separarse de ellos, les hizo Jesús a fin de que no extrañasen su ausencia en la caravana de regreso. Otros exegetas prefieren interpretar ese «no entender» como referido a lo inmediatamente futuro: María y José creyeron, tras la respuesta de su hijo, que éste iba a comenzar ya su actuación mesiánica, sin percatarse de que las palabras «debo ocuparme en las cosas de mi Padre» tenían un sentido general y permanente. Hay incluso quien defiende que el sujeto de «no entendieron» no es María y José, sino los doctores con quienes Jesús había dialogado.

¿Por qué este sistemático empeño en negar la ignorancia de la Virgen? ¿Es que acaso tal ignorancia empaña su mérito o disminuye su grandeza? Todo lo contrario. Una de las siete mil enmiendas que el P. Francois de Sainte-Marie descubrió en los manuscritos de Santa Teresa de Lisieux fue la supresión de cierto párrafo en el cual la santa carmelita confesaba que nunca había logrado rezar un rosario completo sin distraerse. La M. Priora, que había revisado el original antes de darlo a la luz pública, juzgó que era más propio de un alma santa no verse turbada por distracciones durante la oración y tachó tan inoportuna confidencia. Pero, veamos, ¿es que este pormenor puede restar algo a la magnífica santidad de Teresa? Estamos seguros, por el contrario, de que hace su virtud más ejemplar. De la misma manera, la ignorancia de la Virgen hacía su fidelidad más hermosa y meritoria, más imitable.

Su existencia tuvo como primordial contenido la fe: caminó en la fe. El modo como quiso Cristo asociarla a su obra redentora fue precisamente esa docilidad en la media tiniebla, ese rostro anhelante hacia lo ignorado, esos pasos resueltos por un sendero que sólo Dios de antemano conocía. Ella anduvo siempre, lo mismo que Abraham, «sin saber adónde iba» (Heb 11,8). Cada nueva situación le planteaba una prueba. ¿Por qué necesita su hijo huir de la persecución de un tirano? ¿Por qué se entretiene tantos años en el anonimato de la vida privada? ¿Por qué las turbas desoyen luego su voz? ¿Por qué los fariseos le persiguen? ¿Por qué permite el Señor que sufra tanto el Inocente? ¿Por qué, en los momentos culminantes de la agonía, el Padre lo abandona? ¿Por qué todo esto?

Humanamente hablando, la fe de la Virgen fue, sin duda, mucho más difícil que la nuestra: todo estaba oculto para ella en un futuro todavía inexperimentado y casi inconcebible. Sus gracias fueron extraordinarias, evidentemente. Pero ¿cuál era el objetivo de estas gracias? ¿Evitarle el esfuerzo o ayudarle en él? Su cuerpo anduvo siempre sereno y derecho; sus concupiscencias estaban desde el principio extinguidas o al menos ligadas; de esa parte ninguna asechanza pudo temer. Pero ¿y las tentaciones procedentes del exterior? ¿Quién sabrá enumerarlas y deducir su fuerza?

Ella, la Madre, estuvo presente, activa, insustituible, al principio de la vida de Cristo y al principio de la vida de la Iglesia.

Su acción en el Cenáculo debió de tener idéntica modalidad que en la mañana de la encarnación: una modalidad maternal. ¿No ocurrió también lo mismo al principio de la vida pública de Jesús? En las bodas de Caná actuó como madre. No sólo porque su gestión adoptó la forma de una providencia cuidadosa, tierna, sino también, y más hondamente, en un plano sobrenatural, puesto que allí aparece como colaboradora de su hijo, participando en cierto modo de la obra mesiánica: el milagro, más que un favor material concedido a ruegos de María, significa la revelación, por ella provocada, de Jesucristo como Salvador. En ese episodio claramente se observa cómo difunde la Virgen y comunica su propia fe y docilidad: «Haced lo que El os diga». El resultado de su intervención no fue únicamente la conversión del agua en vino; consistió, sobre todo, en la fe de todos cuantos aquel día creyeron en Jesús.

Cooperación humilde, silenciosa, subordinada. Durante el resto de la vida pública se oscurece casi por completo, para de nuevo aparecer al final, en aquellas horas en que su presencia materna era necesaria junto al hijo moribundo. Tampoco entonces su papel se redujo a la mera consolación y alivio de tan atroz agonía: las palabras que el Crucificado le dirigió y aquellas otras, correlativas, destinadas a Juan, demuestran cuán estrechamente era asociada al momento clave de la redención y a toda la historia venidera de la Iglesia. Cuando su hijo desapareció, quedó ella entre los discípulos, los cuales, sin duda, comprendieron que la permanencia de la Madre junto a ellos significaba algo más que un recuerdo sentimental de Aquel a quien sus corazones adoraban, algo más que la presencia de una persona merecedora de veneración y gratitud. Los lazos íntimos entre María y la Iglesia estaban ya anudados para siempre.

Quizá el porvenir de la mariología sea, por unos años, estudiar a la Virgen como realización perfecta de la Iglesia. ¿No se incluyó ella misma en esa cadena de generaciones sobre las cuales el Señor ejerce su misericordia? (Lc 1,5o). Habremos de insistir también en su vertiente de hermana nuestra, ejemplar amable, digno de ese amor que San Buenaventura describió así: «el amor (a María) cae dentro del amor al prójimo» 6. Ella fue en su vida mortal la madre de Jesús y la sierva de Dios; hoy sigue siendo, además de Reina de los santos y emperatriz de los cielos, la criatura que allí arriba practica personalmente su culto de adoración, resumiendo y ennobleciendo sin tasa el homenaje que a su Señor tributa la creación entera. Ella es

6 In 3 Sent. 28,6,2.

la creación en su forma pura, en su docilidad simple, en su sentido original y escatológico. Claudel lo dijo: «la criatura en su honor primero y en su desarrollo final». La Virgen es la Belleza.