CAPÍTULO XX

EL PAN VIVO

 

1. Los panes y el Pan

Dos multiplicaciones de panes relata el evangelio. En la primera comieron cinco mil hombres; en la segunda, cuatro mil. En aquélla sobraron doce canastos; en ésta, siete. Jesús, en aquélla, compadecióse de las turbas «porque andaban como ovejas sin pastor» (Mc 6,34); en ésta, «porque ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer, y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desmayen en el camino» (Mc 15,32). Sin embargo, uno y otro motivo influyen a la par en ambos milagros, los cuales son, simultáneamente, obra de misericordia corporal y de misericordia espiritual. Y lo mismo que en el prodigio de Caná, el hecho material está al servicio de un valor más alto, un valor espiritual, preclaro y aún secreto, que en ese hecho viene simbolizado: el remediar la situación apurada de los esposos le sirve a Cristo para prefigurar la eucaristía y despertar la fe de sus discípulos (Jn 2,11); satisfacer el hambre de la multitud es una buena introducción para hablar en seguida de su propia carne ofrecida en alimento y confirmar luego la fe de los discípulos perseverantes (Jn 6,68-69).

Así como la curación de los ciegos ilustra muy oportunamente la verdad de Cristo Luz, así el milagro de los panes constituye una feliz explicación de Cristo Pan. No es sólo un manjar terreno el pan; puede ser asimismo, para quien lo come con reflexión, como una palabra celeste, una «palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4). El pan—el pan nutricio—representa el símbolo de todos los dones que bajan de lo alto (Ex 23,25; Is 33,16); carecer de él equivale a una maldición (2 Sam 3,29). El pan—el pan indispensable—impide al hombre olvidar su condición de criatura menesterosa (Dt 8, 10.18). El pan—el pan sudado y laborioso—recuerda al hombre su culpa y su castigo (Gén 3,19), y sólo en el reino mesiánico se obtendrá el pan sin esfuerzo ni plata (Sal 132,15). El pan—el pan amado e imprescindible—será la materia que Jesús elija para transformarla en su propio cuerpo, para nutrir las almas desfallecientes y hacerles llegar a la inmortalidad.

El pan. Pero bastarán unas migas para robustecer el corazón. Pues es el corazón lo que hace falta alimentar, a fin de que pueda con éxito combatir contra sus propias inclinaciones torcidas. He aquí el ámbito del reino y su inaudito sentido. He aquí llegado ya el momento de desengañar del todo a esos israelitas que aún andan ilusionados con la versión mundana del reino. Porque todavía están soñando con una Palestina ubérrima, cuyas mieses sean tan crecidas que en ellas pueda fácilmente ocultarse un hombre a caballo. Jesús conoce esos apetitos, los ha tasado bien, sabe cuánto hay en ellos de culpa y de flaqueza, y se dispone a aventarlos sin falsa piedad. Sabe también que destruir un sueño puede ser tan peligroso como demoler un castillo. Sabe que el pueblo va a empezar desde ahora a retirarle su favor. No importa. Es menester provocar la crisis. En los tres o cuatro meses siguientes se alejará un tanto de la muchedumbre defraudada para consagrarse con mayor empeño a la formación de sus apóstoles. Comenzará por marcharse con ellos lejos, hasta Tiro, fuera de los límites de Israel. Es la única vez que cruza la frontera. Debió de llevar el corazón en extremo apesadumbrado.

«Los hombres, viendo el milagro que había hecho, decían: Verdaderamente éste es el Profeta que ha de venir al mundo. Y Jesús, conociendo que iban a venir para arrebatarle y hacerle rey, se retiró otra vez al monte El solo» (Jn 6,14-15). Cristo no es el profeta que ellos esperan. Su reino no pertenece a este mundo, ni su misión consiste en enriquecer a los pobres. «En verdad, en verdad os digo: Vosotros me buscáis no porque habéis visto portentos, sino porque comisteis pan hasta quedar saciados. Trabajad no por el alimento perecedero, sino por el alimento que dura hasta la vida eterna, que os dará el Hijo del hombre» (Jn 6,26-27). Trátase, no hay duda, de un pan muy particular.

El diálogo que a continuación sostiene el Maestro con los judíos ofrece un curioso paralelo con aquel otro que mantuvo, tiempo atrás, con la samaritana. Aluden los judíos a su pasado glorioso, al maná de la predilección. «Ellos le dijeron: Pues tú ¡qué señales haces para que veamos y creamos? ¡Qué haces? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: les dio a comer pan del cielo. Díjoles, pues, Jesús: En verdad, en verdad os digo: Moisés no os dio pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que bajó del cielo y da la vida al mundo» (Jn 6,30-33). La mujer del pozo le había dicho: «¡Eres tú acaso más grande que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del que bebió él, sus hijos y sus ganados?» (Jn 4,12). Moisés y Jacob, figuras grandes, pero rebasadas, servidores, heraldos. Jesús había contestado entonces que El disponía de un agua «que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,14), lo mismo que ahora está hablando de un «alimento que dura hasta la vida eterna». «Señor, dame de esa agua» (Jn 4,15); «Señor, danos siempre ese pan» (Jn 6,34). Jesús respondió allí: «Soy yo, que hablo contigo» (Jn 4,26). Jesús responde ahora: «Yo soy el pan de la vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Jn 6,35). A la samaritana le había prometido igualmente: «El que beba del agua que yo le diere no tendrá nunca sed» (Jn 4,14).

¡Qué agua es ésta? ¡Qué extraño pan es el que aquí se menciona? Tanto la samaritana como los judíos sólo piensan en beneficios corporales. Cristo, en cambio, tiene los ojos puestos en algo muy distinto. «Todo lo que el Padre me da viene a mí, y al que viene a mí yo no le echaré fuera, porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y ésta es la voluntad del que me envió: que yo no pierda nada de lo que me ha dado, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en El tenga la vida eterna y yo le resucitaré en el último día. Murmuraban de El los judíos porque había dicho: Yo soy el pan que bajó del cielo, y decían: ¡No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos? ¡Pues cómo dice ahora: Yo he bajado del cielo? Respondió Jesús y les dijo: No murmuréis entre vosotros. Nadie puede venir a mí si el Padre, que me ha enviado, no lo trae, y yo lo resucitaré en el último día. En los Profetas está escrito: Y serán todos enseñados de Dios. Todo el que oye a mi Padre y recibe su enseñanza, viene a mí; no que alguno haya visto al Padre, sino sólo el que está en Dios, ése ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene la vida eterna. Yo soy el pan de vida; vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que baja del cielo, para que el que come no muera» (Jn 6,37-50). La diferencia de este nuevo pan con el maná es muy grande. Uno y otro traen su origen de lo alto, pero, mientras el maná tenía una finalidad terrena, este otro posee calidad y destino eternos. El pan de la nueva economía es la carne de Cristo. ¡Recordáis? Cristo, en los Sinópticos, en el relato de las tentaciones, padeció hambre y se alimentó de la voluntad divina. En el Apocalipsis, Juan nos lo presentará premiando con maná al triunfador (Ap 2,17). Aquí es El mismo quien se entrega como maná de vida incorruptible. Estas tres citas entrañan una teología total de Jesús: como hombre, recibe; como Dios, da; como Hombre-Dios, entrégase a sí mismo.

Insiste: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo. Disputaban entre sí lo judíos diciendo: ¡Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (Jn 6,51-52). El realismo de Cristo se opone enérgicamente tanto al espiritualismo de los judíos como a su materialismo. Llevados de su falsa noción de la trascendencia divina, no soportaban los judíos un orden sacramental que se sirviera de realidades tan carnales, al mismo tiempo que, ofuscados por su falsa idea del reino, no toleraban que se les arrebatase su esperanza terrena. Jesús impugna estos dos extremos, estas dos opuestas y tan amigables desviaciones, estas dos maneras de obstruir su gran programa, aquel programa que consiste en maridar los extremos en un nivel de profundidad no sospechada.

A fin de que no quedase duda alguna respecto al sentido de su afirmación, sigue recalcando: «En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come, vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo, no como el pan que comieron los padres y murieron; el que come este pan vivirá para siempre» (Jn 6,53-58). El pueblo y muchos de los discípulos se escandalizaron: «Dura es esta doctrina, ¿quién es capaz de escucharla?» (Jn 6,6o). Los fariseos, en un estrato del alma más hondo que aquel en que se fraguaba su momentánea indignación, debieron de experimentar cierta diabólica alegría: un hombre que dice cosas semejantes, cosas tan excesivas, está perdido; será muy fácil ya volver a las muchedumbres contra El.

¿Cómo es posible que, después de tal insistencia, dude alguien de las palabras de Cristo y sostenga que habla simplemente de fe? ¿Cómo explicar en tal caso la deserción de tantos de sus discípulos? Una cosa es la fe y otra es el pan. Creer en Jesús es buscar a Jesús. Y así como buscar el pan de trigo no es aún comerlo, tampoco creer en Jesús es alimentarse de su carne. La fe significa un acto previo que ha de ejecutarse antes de llegar a la mesa. Las palabras que a continuación pronuncia: «El espíritu es el que vivifica, la carne no sirve para nada» (Jn 6,63), no entrañan, por supuesto, ninguna retractación, ni siquiera una atenuación de lo que antes ha dicho, sino sencillamente una cordial y muy puntual ayuda para aquellos que en ese momento vacilan en su fe.

La fe será indispensable para comer el nuevo pan. Los discípulos que ese día abandonan al Maestro han renunciado a su fe: han preferido juzgar por su cuenta, han intentado comprender lo incomprensible. Pedro, por el contrario, en nombre de los doce, a la pregunta de Jesús sobre si ellos también quieren marcharse, contesta arrebatado: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú solo tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69). Al hablar así, Pedro no demuestra haber comprendido — ¿cómo iba a comprender entonces nadie el misterio eucarístico ?—; lo que hace es un acto de inmensa fe, una protesta de adhesión incondicional, a pesar de la gran oscuridad que envolvía aquellas declaraciones de su Maestro.

La fe resulta en este instante más necesaria que nunca, porque aquí se encuentra la medula de toda la economía cristiana. Es como si arrojaseis una piedra a un agua tranquila: en derredor suyo van produciéndose ondas concéntricas, progresivamente más amplias y más débiles. Así sucede en la vida cristiana: en el centro hállase la eucaristía; en torno suyo, inmediatamente, los otros seis sacramentos; luego viene la predicación, el testimonio, los sacramentales, el mundo entero material, traspasado todo él de esa vibración y alusión que le viene del cuerpo del Salvador.

No hemos de olvidar nunca que los restantes sacramentos se ordenan todos ellos a la eucaristía como a su fin, y que la excelencia de ésta es tanto mayor cuanto que, mientras en los otros sacramentos solamente se contiene una virtud instrumental recibida de Cristo, aquí se contiene al mismo Cristo, presente de verdad. Si los otros son santos, éste es el Santísimo Sacramento, «el sacramento de los sacramentos» 1. La apelación a la fe que toda realidad sacramental comporta hácese más grave y exigente que nunca en la recepción de este pan asombroso. La fe condiciona el mayor o menor fruto que de la eucaristía se obtenga. Siendo infinita la riqueza del cuerpo de Jesús, el número y medida de los provechos dependerá de la amplitud o estrechez de la vasija, como le sucede a todo aquel que quiere sacar agua de la mar. Por eso nos amonesta el Señor: «Abre bien la boca y te la llenaré» (Sal 81,11).

Delicadísimo es este sacramento, y a una buena disposición nos convida no sólo la esperanza del bien, sino asimismo el temor del mal. Pues si el sol es gran cosa que favorece el crecimiento y lozanía de las plantas vivas, todos saben cómo contribuye también a que la planta desarraigada se marchite antes y se pudra. «Examínese, pues, el hombre y entonces coma el pan y beba el cáliz; porque quien come y bebe el cuerpo del Señor sin discernir, come y bebe su propia condenación» (1 Cor 11,28-29).

1 SANTO TOMÁS, Suma Teol. Suppl., 37,2.

El temor, sin embargo, nunca debe apartarnos de la mesa, con tal que nuestra alma esté viva. Retrasar indefinidamente la comunión con la esperanza de que mañana estaremos mejor preparados, sería hacer injuria al sacramento, pues con ello se supone que alguna vez el hombre podrá acercarse dignamente a recibir semejante don. Sería, por otra parte, entorpecer la comunión de mañana, ya que la mejor disposición viene a ser aquella que en el mismo sacramento se consigue: la eucaristía mejora el alma, mitiga las concupiscencias, abate a los diablos, es el pan de cebada que destruye las tiendas de Madián (Jue 7,13). No hay mejor preparación para la eucaristía de mañana que la eucaristía de hoy. Cuando el rey ha de marchar a una aldea, no aguarda que los labriegos le arreglen y adecenten la mansión, pues ellos no saben; manda delante a sus propios aposentadores. Si no puede haber aumento de gracia sin gracia, tampoco puede nadie aparejarse para recibir a Dios sin Dios.

Sabedlo, retenedlo bien: no constituye la eucaristía un premio para los santos, sino un alimento para los pecadores. Y no es ninguna confitura de domingo, sino el pan corriente, popular, insustituible, de cada jornada. No hay necesidad ninguna de que los sabores prestigien este pan. También los hebreos se quejaron a Moisés de la insipidez de aquel maná con que Yahvé les regalaba (Núm 21,5). No, no es el sabor y su rareza lo que el corazón ha de ir buscando: es la fuerza, el vigor para pelear y llegar a la patria. No decide tampoco el hambre, ya que a menudo la inapetencia suele ser síntoma de la más extrema debilidad. Es la fe la que ha de ponernos cada mañana en camino hacia el altar. Vamos a reparar energías, a empezar bien pertrechados la nueva etapa. No está la eucaristía en los templos tanto para ser adorada cuanto para ser comida. El sagrario es, antes que un trono, una despensa. Y no es principalmente el honor de Dios, sino el alimento del hombre, lo que constituye el fin de la recepción eucarística.

Sabed ahora que eso que la eucaristía otorga al alma, la fuerza que le infunde, el calor en que la envuelve, la blandura con que la obsequia, no consiste en otra cosa que en amor. Del amor procede y al amor conduce. Es la falta de amor, tanto como la falta de fe, lo que mantiene los comulgatorios vacíos. Pienso en ese mandamiento de la Iglesia que ordena comulgar al menos una vez por año. Pienso en el contrasentido que eso representa, en la atroz situación del cristianismo que semejante precepto significa. ¿Obligar a comulgar? ¿Obligar por la fuerza a abrazarse a dos que dicen que se aman? ¿A qué nivel, pues, de desamor hemos descendido? ¿Qué pensar de un amor cuyas efusiones tuvieran que ser impuestas, reglamentadas, exigidas? El precepto existe: quizá lo más doloroso no sea que quede a veces sin cumplimiento, sino que haya habido necesidad de dictarlo. Lo tristísimo, lo recio, lo incomprensible, es el precepto en sí, es el mismo precepto antes que su violación.

Amar a Dios y a los hermanos: he aquí la finalidad específica dg la eucaristía repartida entre los hombres. La «comunión del cuerpo y de la sangre» que dice Pablo (1 Cor 1 o,16) es una fórmula muy henchida, que expresa tanto la participación en el cuerpo y la sangre de Cristo cuanto la comunidad de los cristianos entre sí en ese cuerpo y esa sangre bendita. A continuación se afirma explícitamente tal verdad: «porque el pan es uno, somos todos un solo cuerpo, pues todos comemos de este único pan» (1 Cor 10,17). Los otros sacramentos desarrollan también necesariamente el amor, pero su blanco y objetivo especial es otro, distinto en cada caso; la eucaristía, en cambio, no tiene otro fin sino el acrecentamiento de la caridad, ya que, lejos de constituir un encuentro a solas del alma con su Redentor, es la concorporatio cum Christo, la fusión de todos en un solo Cristo. El sacerdote, que consagra in persona Christi, ofrece el sacrificio in persona omnium 2; todo el pueblo ora con él, como el mismo nombre de collecta indica, y el quaesumus inicial, y el amen final. El sacerdote es verdaderamente el orator fidelium 3.

Revélase la eucaristía como «signo de la unidad» 4, y a su luz la santidad de la Iglesia queda expresamente descrita como «consumación en la unidad» (Jn 18,17-23). La Iglesia hace la eucaristía y la eucaristía hace la Iglesia. Así como en el pan se juntan muchos granos de trigo, así en la Iglesia reúnense los cristianos en torno al Pan. La Iglesia, convocada por la palabra, se congrega alrededor de la eucaristía.

2 SANTO ToMÁS, Sum. Teol. 3,80,12 ad 3.
3
LUGO, De sacram. euchar. 19,9,127.

4
SAN AGUSTÍN, In Io. Evang. 26,13: ML 35,1613.

 

2. «Panis vivus et vitalis»

Poco a poco transfórmase el amante en el amado. El «sacramento del amor» tiende a esta conversión: el que comulga y ama va transformándose en aquel con quien comulga y al cual ama. Y el amado es el Amor. Amarle es centuplicar el propio amor. «Cuanto más doy, más tengo»: leyenda de una vieja estirpe castellana; en el escudo, un cántaro y un pozo.

Cuando comemos el Pan, ocurre algo muy singular y que San Agustín describe así, haciendo hablar al Señor: «No me mudarás en tu sustancia, sino al contrario, tú te mudarás en mí» 5. Cristo nos hace vivir en El. El Pan vivo desborda vida y la concede a quien lo come: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá eternamente».

Cristo es la vida, comunica la vida, habla constantemente de la vida. Cristo «hace a menudo mención de la vida porque ésta es la cosa más ardientemente deseada por el hombre, y nada hay más dulce que no morir» 6.

Vivir significa tener en uno mismo el principio de las propias operaciones. La materia no se mueve, es movida; es inerte, no vive. La vida, que comienza con muy precarios ensayos en el mundo vegetal y animal, alcanza en el hombre, y sobre todo en el espíritu puro, un valor muy sobresaliente, pues en ellos tórnase más pura y poderosa esta automoción, esta inmanencia del movimiento. En Dios la vida es ya plena, infinita en todas sus dimensiones: Dios, más que tener vida, es la vida. «Vivo yo, dice el Señor» (Is 49,18). Posee Dios la vida en su unidad y plenitud. En contraste con los ídolos muertos (Sal 115,4-7), El es el Dios Vivo (Núm 14,28; Jer 10,1o; Ez 20,31; 33,11). Todo cuanto en el Antiguo Testamento expresa vida, se refiere a Dios: el camino de la vida (Sal 16,11), la fuente de la vida (Sal 36,10), la luz de la vida (Sal 56,14), el país de la vida (Job 28,13). En el otro extremo de las Escrituras, el Apocalipsis seguirá incansablemente desarrollando estas mismas imágenes: el árbol de la vida, del cual comerán los vencedores (Ap 2,7; 22,2); el agua de la vida, que los confortará (Ap 7,17; 21,6; 22,17); el libro de la vida, en el cual sus

5 Confes. 7,10,16: ML 32,742.
6
SAN JUAN CRISÓSTOMO, 711 lo. hom. 47,1: MG 59,264.

nombres están escritos (Ap 3,5; 13,8); la corona de la vida, premio de su fidelidad (Ap 2,10).

Ahora bien, entre el tiempo de la expectación y el tiempo de la consumación hállase Jesucristo, que es la Vida (Jn 11, 25; 14,6), la vida eterna (i Jn 1,2; 5,20), el «príncipe de la vida» (Act 3,15), el «Verbo de la vida» (1 Jn 1,1). En El estaba la vida desde el principio (Jn 1,4), «el poder de una vida indestructible» (Heb 7,16). Murió, pero recuperó la vida: «Yo soy el viviente; estuve muerto, y he aquí que estoy vivo por los siglos de los siglos» (Ap 1,18).

Del Padre desciende la vida al Hijo. «Así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo» (Jn 5,26). Del Hijo la vida se transmite a los hombres, en sucesión muy ordenada y gozosa. «Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo a los que quiere les da la vida» (Jn 5,21). «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 1o,1 o). «Las palabras que yo os he hablado son Espíritu y son vida» (Jn 6,64). «Quien guardare mi palabra, no verá la muerte eternamente» (Jn 8,51). «Quien cree en el Hijo, posee vida eterna» (Jn 3,36). «Yo les doy la vida eterna, y no perecerán en la eternidad» (Jn 10,28).

Juan, efectivamente, es quien con mayor frecuencia y ardor ha hablado de la vida en Cristo. Más de cincuenta veces se halla esta palabra en su evangelio. Los Sinópticos, en cambio, utilizan preferentemente la expresión de reino; sin embargo, ellos mismos hacen constar la equivalencia: heredar el reino (Mt 25,34) es heredar la vida (Mt 19,29), entrar en el reino (Mt 5,20) es entrar en la vida (Mt 18,8-9).

La vida divina es una vida que rebasa y suscita vida por doquier. Es un don, como explica Jesús a la samaritana (Jn 4,10), algo que Dios da y en lo cual Dios se da a sí mismo. Es una fuente: su ser es dar. Es como la luz: su ser es dar luz. Conciliación felicísima de una posesión inamisible y una donación incesante.

La vida, pues, por la cual viven nuestras almas es una vida ex Deo (1 Jn 2,29; 3,9; 4,7; 5,1). Pero esta preposición significa mucho más que un punto de partida; no sólo expresa el origen, sino una constante comunidad vital. Ex Deo equivale a in Deo. Nacimos de Dios y en El seguimos viviendo. Nuestra existencia de adoptivos se desenvuelve, a semejanza y participación del Primogénito, «en el Padre» (Jn io,38), «en el seno del Padre» (Jn 1,18). De ahí que la fórmula de «vida en Dios» adopte comúnmente la expresión de «vida en Cristo». Cristo no nos da la vida sino dándonos su vida. No es esta vida una esfera axiológica, es la vida concreta, real, cálida y plenaria de Dios en Cristo. Juan, cuando nos cuenta estas cosas, no se comporta como un filósofo que discurriera acerca de algún valor, sino como un testigo que da leal testimonio de un acontecimiento y de una realidad permanente.

Pablo, sobre todo, usa mucho de la locución «en Cristo». Algunas veces, es verdad, con ello no se propone significar otra cosa que una cierta pertenencia o calidad cristiana, y puede lícitamente aquella fórmula reemplazarse por este adjetivo. La Iglesia de Tesalónica «en Jesucristo Señor» (1 Tes 1,1) es simplemente una «Iglesia de Cristo» (Gál 1,22), una iglesia cristiana. De ordinario, no obstante, su sentido suele ser místico y expresa una muy profunda penetración del ser del alma o de la Iglesia por el ser de Cristo. Dicha fórmula debe entenderse como un medio existencial donde el cristiano ha sido creado (Ef 2,10) y en el cual vive, respira, actúa como «criatura nueva» (2 Cor 5,17; Gál 6,15). Coincide con la expresión «Cristo en nosotros» (2 Cor 13,5; Ef 3,17): la frase «No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28), resulta idéntica a esta otra: «No hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro o escita, siervo o libre, porque Cristo lo es todo en todos» (Col 3,11). El mismo Jesús enlazó dichosamente las dos fórmulas: «Vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14,20). Así está la esponja en el agua y el agua en la esponja.

Esta vida de Cristo en el cristiano y del cristiano en Cristo no significa que la vida de éste se repite numéricamente en nosotros—murió y resucitó una sola vez (Rom 6,io)—, ni significa tampoco que nosotros somos transplantados al momento histórico en que su vida, muerte y resurrección acontecieron, pues esto contradice a la firme incardinación del cristiano en su tiempo. Significa sencillamente nuestra incorporación a Cristo siempre muerto y glorioso—su muerte ha sido perpetuada en su propia consumación gloriosa—, al misterio suavísimo de Cristo, que es misterio de actualidad permanente e indestructible.

El adjetivo «místico», que acompaña de ordinario al cuerpo de Cristo en cuanto comunidad viva integrada por la cabeza y los miembros, puede a primera vista parecer que debilita los lazos que al Salvador nos vinculan. Se trata de un adjetivo relativamente tardío, reciente. Pablo, que sentó las bases de la teología del Cristo completo, lo ignoró. Hízose luego necesario para distinguir este cuerpo del cuerpo eucarístico. Es menester ahora vivir alerta a fin de que no se extenúe lo más mínimo su tremenda significación, lo mismo que pudiera ocurrir con la palabra «adoptivo». Pues no es simplemente una unión moral, una mera concordia de voluntad y pensamiento, la unión mística de Cristo y el cristiano. Resultaría insuficiente, para ponderar semejante unión, hablar de cierta acción vital de Cristo en nosotros, de un contacto, de un influjo permanente de sus méritos en nuestras vidas, de una irradiación amorosa, a la manera de un sol que mandara hasta nosotros sus rayos, ya que todo ello suena como si se colocara la humanidad de Jesús fuera de nosotros, al exterior. No; Cristo no solamente se halla con nosotros, sino en nosotros. Todos advertís la diferencia de intimidad que esta preposición indica sobre aquélla. Precisamente tal diferencia o progreso fue el motivo por el cual Jesús aseguró a sus discípulos que convenía que El se marchara de su vista (Jn 16,7).

No está Cristo en nosotros como un amigo está en su amigo: mediante una presencia espiritual activada por un recuerdo, si queréis constante; por un pensamiento a todas horas renovado. Esto es muy precario y al amor no satisface. Habría que imaginar que el amigo es capaz de asumir una existencia nueva y potente, en la cual no hubiera ya barrera alguna de tiempo ni espacio, ningún límite para la compenetración. En la fusión de Cristo y el cristiano viven dos, pero sólo hay una vida. Existe un solo Cristo en dos personas. ¿Dos personas todavía? No temáis; la diversidad de personas no entorpece ni un poco la intimidad: testimonio altísimo de ello, la Trinidad beata. Hay yo y tú, pero no hay mío y tuyo.

Tan estrecha unión, ya lo sé, sobrepuja todo entendimiento. Nada en este mundo nos la dará a entender del todo. Ni la contemplación de una cepa y sus ramas, la de un olivo y sus injertos, la de una madre y su hijo aún no nacido, la de una masa de harina y su levadura, la de un hombre y su esposa, la de un zafiro y su color azul, la de una cabeza y sus sueños. Ni siquiera la del pan y el que lo devora. Nos debatimos en inútiles esfuerzos por comprender. Lo más triste de todo es que tampoco obtenemos mucha luz consultando nuestro propio corazón, sus experiencias o sus ansias.