CAPÍTULO XIX

HACER Y ENSEÑAR

 

1. «No les hablaba sino en parábolas» (Mc 4,34)

Estamos—con arreglo al cálculo más aproximado, tras barajar diversas tablas—en el otoño del año 28. He aquí que la predicación de Jesús experimenta, súbitamente, un cambio notable. De ahora en adelante se hace difícil, arcana, más enigmática, más misteriosa. Justamente en esta hora es cuando suena, como un toque de atención, la palabra misterio, la única vez a lo largo de todo el evangelio, y los tres sinópticos cuídanse escrupulosamente de anotarla (Mt 13,11; Mc 4,11; Lc 8,11). ¿De qué misterio se trata? «El misterio del reino de Dios». La doctrina sobre el reino exige una formulación particularmente esmerada, cauta, envuelta en misterio.

Hasta ahora había Cristo hablado de cuestiones preferente-mente morales. Desde hoy va a desarrollar el tema capital de su programa: el reino. ¿Cómo abordarlo? La experiencia de los últimos meses ha venido demostrándole dos cosas, las dos ingratas. Los fariseos recogen, una a una, todas sus palabras, les dan vueltas y vueltas, míranlas al trasluz, después las abren con un cuchillo, lo mismo que se abre una semilla o un insecto, con el fin de darles muerte; sólo una cosa, al parecer, andan buscando: cogerle en blasfemia y llevarlo a la cruz. Los demás oyentes, el pueblo indiferenciado, tienen muy cortas entendederas y son, a la vez, fautores y víctimas de un gran prejuicio; no ambicionan más que esto: un reino temporal donde ejercer la venganza contra sus opresores y poder re-colectar trigo cinco veces cada año. ¿Cómo hablarles, en tal situación, del verdadero reino, de ese reino espiritual y divino, tan puro, tan ajeno a toda bastardía? Se dirigirá a ellos, ya lo ha decidido, en parábolas.

¿Para qué? ¿Para que entiendan mejor? ¿Para que no en-tiendan? La parábola, igual que la encarnación o los sacramentos, lo mismo que cualquier revelación, vela y reboza, muestra y esconde. Es la parábola como una revelación estilizada, en la que sus diversos elementos han sido llevados hasta el límite.

Marcos afirma: «Todo se les dice en parábolas, para que, mirando, no vean y, escuchando, no comprendan, no sea que se conviertan y sean perdonados» (Mc 4,11-12). Palabras terribles. ¿Cómo hay que entenderlas? Algunos, torcidamente, juzgaron que se trataba de un añadido posterior, intercalado con objeto de justificar ante los ojos del mundo el fracaso de la predicación de Jesús; con tan simple ardid se satisfaría la conciencia de aquellos creyentes perseguidos y decepcionados: ¿por qué extrañarse de semejante fracaso si estaba ya previsto y predicho?

Pero la frase, indudablemente pronunciada por el Señor, se encuentra ya en Isaías. No es posible, pues, escamotearla ni tampoco fingir que se trata de una interpolación o trasplante. Hay que afrontarla y ver la manera de darle explicación.

¿No estará la raíz de todo en la ambigüedad de las partículas? Bien puede ser que el para que obedezca a una traducción defectuosa; correctamente analizada, la frase no es final, sino consecutiva. Así discurren los partidarios de la «te-sis de misericordia». Según ellos, la no inteligencia de las parábolas resultó simplemente una consecuencia de la mala dis-posición de los oyentes; de ninguna manera fue algo buscado y pretendido por el Maestro. La razón, asimismo, del texto de Isaías estriba en su estilo profético, en esa modalidad literaria que suele dar buenamente por realizado ya cualquier su-ceso venidero. Carecían, por otra parte, los hebreos de un lenguaje lo bastante flexible, rico y matizado, que les sirviera para distinguir pulcramente las diversas categorías de causas. Atribuían a Dios, como a causa primera, todo cuanto las causas segundas realizaban, sin señalar diferencia alguna entre lo que El hace y lo que El permite hacer. En el Exodo leemos a menudo esta frase: «Endureceré el corazón del Faraón» (Ex 4,21; 10,20.27; 14,4). Yahvé, sin embargo, no lo endurecía: simple-mente toleraba que se endureciese. No impedirlo, en las toscas maneras semíticas de hablar, equivalía a hacerlo. Según esto, la ceguera de los judíos viene a ser la causa, y no el resultado, de que Jesús se dirigiera a ellos en parábolas. Y así suena, efectivamente, la redacción de Mateo: «Por eso les hablo en parábolas, porque (no para que) miran y no ven, oyen y no oyen ni entienden» (Mt 13,13).

Otros comentaristas, por el contrario, defensores de la «te-sis de justicia», aseguran que asistimos a una ceguera verdaderamente penal, buscada y querida por Dios como castigo de anteriores infidelidades. Cristo usó a propósito de locuciones herméticas y extrañas, precisamente para que sus oyentes no le entendieran. Para que, viendo—la apariencia—, no viesen—la realidad—; para que, oyendo el ruido de las palabras, no percibiesen aquello que las palabras entrañaban. Lo cual se confirma con lo que líneas más abajo viene claramente di-cho: «Al que tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará aun lo que cree tener» (Lc 8,18).

Preciso es reconocer que la letra del evangelio induce a esta interpretación. Pero ¿y el espíritu de la letra? La hermenéutica—arte de explicar el texto por el contexto, la frase por la página entera, la página por el conjunto del libro—oblíganos a descartar toda exégesis justicialista; a cualquiera se le alcanza que los lugares oscuros han de ser explicados por aquellos que resultan más claros, y no al revés. Mas tampoco, en ver-dad, la hipótesis de la pura misericordia satisface. ¿Qué solución, por tanto, debemos tomar? Se hace necesario arbitrar una sentencia mixta.

La predicación mediante parábolas es, en principio, obra de misericordia, ya que de suyo va destinada a la instrucción. Pero es también obra de justicia, por cuanto que el hecho de abstenerse de otros modos de expresión más paladina significaba ya una positiva voluntad de castigo. En cuanto instrumento de ilustración, la parábola es índice de misericordia; en cuanto instrumento de ilustración imperfecta, es recurso de justicia. Dios no ciega cegando, aunque tampoco ciega permitiendo simplemente la ceguera: «ciega abandonando y no ayudando» 1.

La misericordia manejaba parábolas siempre que se dirigía a quienes, por sus prejuicios, no eran capaces de entender otra cosa. Pero he aquí que la justicia actuaba también en ese mismo momento, innegablemente: aquellos que, por su mentalidad, no eran capaces, tampoco eran, por su obstinación, dignos de que se les hablara en otros términos.

Cristo «cegó» a aquellos hombres porque merecían la oscu-

1 SAN AGUSTÍN, In lo. Evang. 53,6: ML 35,1777.

ridad; merecieron la oscuridad porque no amaron la luz. Cris-to es la nube del Exodo, luminosa de noche, tenebrosa de día, «para que los que no ven, vean, y Ios que ven, se vuelvan ciegos» (Jn 9,39). El evangelio inaugura ya el «juicio». En la primera parábola, la del sembrador, se contiene la teología entera de las parábolas: la semilla fructifica o permanece estéril según sea la calidad de la tierra.

Ciega y aturde la soberbia, pero no ciega de suerte que esta ceguera o incredulidad sea irresponsable. Por otra parte, tal ceguera—que no era, evidentemente, del todo previa, sino «después de tantos milagros» (Jn 12,37)—significaba haber perdido la facultad próxima de creer, de pasar súbitamente de la incredulidad a la fe; pero no implicaba la privación de toda facultad remota de creer, no les incapacitaba para llegar a la fe mediante actos sucesivos que irían disolviendo, poco a poco, sus prejuicios y dificultades.

Obsérvase, pues, un juego, varias veces recíproco y en di-versos niveles, de justicia y misericordia. Hay un aspecto de misericordia en el uso de cierto método pedagógico adecuado. Hay también un aspecto de justicia en cuanto que la enseñanza por medio de parábolas, aunque no fuese un castigo, era al menos la consecuencia de un castigo. La misericordia rechaza-da provoca la justicia, pero ésta, a su vez, se ejerce misericordiosamente, puesto que las parábolas seguían siendo un medio, aunque precario, de adoctrinamiento, muy superior al silencio absoluto. Y por encima de todo campea y reluce la misericordia: tal lenguaje no estaba desasistido de la benigna intención de suscitar una curiosidad que, muy gustosamente por parte de Jesús, hubiese sido satisfecha en otro momento, en cualquier momento.

Hemos dicho antes que la parábola, por su doble propósito de manifestación y ocultamiento, constituye la expresión estilizada de toda revelación religiosa, la cual ha de ser siempre lo bastante clara para que la fe resulte razonable y lo suficiente-mente oscura para que la fe no deje de ser libre. El Verbo encarnado representa la cima y fuente de esa revelación: es Dios hecho hombre; por tanto, un Dios a la par accesible y escondido. El Verbo encarnado es nuestra gran parábola viva (palabra viene de parábola).

«Todas estas cosas dijo Jesús en parábolas a las turbas, y sin parábolas nada les decía, para que se cumpliera lo que había dicho el profeta: Abriré en parábolas mi boca, declararé las cosas ocultas desde la creación del mundo» (Mt 13,34-35).

Dios creó el mundo—cosas, hombres—con la mirada pues-ta en la encarnación. Pensando en Cristo, «primogénito de toda criatura» (Col 1,15), primicia no sólo de los hombres, sino de todas las cosas. Por eso puede Cristo, con todo derecho, decir que El es el pan verdadero o la verdadera vid. En sus labios adquiere toda metáfora un vigor inmenso, una puntual realidad. Siendo Jesús lo primero de todo en la predestinación divina, carece de sentido decir que Jesús es como el pan; más bien será menester hablar así: el pan es como Jesús, el pan es «a su imagen y semejanza».

Lo cual oportunamente nos declara cuál ha de ser la tarea del poeta cristiano. En cuanto cristiano, tiene que desvelarnos a Cristo debajo de los cendales de toda criatura, pan, agua, árbol, sol. En cuanto poeta—poeta: creador—, debe darnos pa-labras preñadas de Cristo: debe hacer, de toda palabra suya, parábola.

 

2. Las parábolas del reino

Salió el Sembrador a sembrar y arrojó a voleo, como si fuera simiente, esta parábola:

«Salió el sembrador a sembrar, y de la simiente, parte cayó junto al camino, y vinieron las aves y se la comieron. Otra cayó en pedregal, donde no había tierra, y luego brotó, porque la tierra era poco profunda; pero, levantándose el sol, la agostó, y como no tenía raíz, se secó. Otra cayó entre cardos, y los cardos crecieron y la ahogaron. Otra cayó sobre tierra buena y dio fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta» (Mt 13,3-8).

El camino es la tierra pisada, endurecida. Lo mismo que un pájaro se precipita sobre el grano fácil, así «viene el Maligno y arrebata lo que fue sembrado en el corazón» (Mt 13,19). Trátase de esos corazones insensibles a toda sugestión y palabra espiritual. Dice el Señor: «Salió el Sembrador a sembrar...», y es como si nos refiriésemos a una fábula o conseja dicha por los hombres. La tierra del camino significa también las almas transitadas por todas las pasiones, almas sin cercado, abiertas a cuantos quieran hollarlas y, por unas horas, poseerlas. O al-mas sin cultivo alguno, nunca roturadas, hechas a vivir siempre a espaldas del Señor. Pensad asimismo en esos corazones tan duros como el suelo de los viejos caminos: nada los mueve, no los ablandan las lágrimas, no los sacuden las amenazas, el agua no penetra, la espada se rompe. Si queréis meter el arado del arrepentimiento, quiébrase la reja.

El pedregal simboliza las almas inconstantes. No perseveran. Basta un halago o una persecución para que abandonen sus propósitos. Todo se marchita en seguida. Son los superficiales, los que van y vienen, Ios estetas, los que aprecian la belleza de los discursos de Jesús, los que se enternecen de sie-te a ocho, los mercaderes, los que ponen la liturgia al servicio de su propio deleite, los que buscan ediciones raras, traducciones exquisitas, directores de conciencia muy graduados. Son también los soberbios. Humildad viene de humus: la tierra, el saber que estamos hechos de tierra, el no levantar de la tierra la frente más que para mirar con súplicas al cielo. Y humus significa igualmente el mantillo, la capa grasa y feraz, lo contrario de los pedregales. Sólo en la humildad arraigan las plantas de las virtudes.

Las espinas y malas hierbas representan las preocupaciones inmoderadas del siglo. Esas preocupaciones suscitadas por el amor de la fama, por los respetos humanos, los cuales sofocan pronto cualquier intrépida resolución. Aquellas que cría, sobre todo, la riqueza, la mucha hacienda. Los cuidados del dinero ahogan el espíritu, no le dejan entregarse a lo esencial. Son siempre, además, ocasión de pecado. Hermosamente dice San Juan de la Cruz: «Por eso el Señor los llamó en el evangelio espinas, para dar a entender que el que los manoseare con la voluntad, quedará herido de algún pecado» 2.

Finalmente, está la tierra buena: la que produce el treinta, el sesenta, el ciento por uno. Porque entre las almas buenas hay infinitos grados. Existe asimismo, entre ellas, esta diferencia muy digna de notar: unas consideran ese cómputo de treinta, sesenta o cien como un riguroso cómputo de méritos propios para su disfrute en la gloria; otras, por el contrario, lo consideran simplemente como la medida, más o menos

2 Subida al Monte Carmelo 1.3 c.i8 n.1.

cuantiosa, de la alegría que con ello dan al Sembrador. Es, creedme, diferencia de mucha monta.

La parábola siguiente insiste en la sementera, pero añadiendo un nuevo elemento.

Se trata ahora de un campo en el que, junto al trigo sembrado por el Hijo del hombre, crece la cizaña sembrada por el Malo. «El campo es el mundo» (Mt 13,38).

Es voluntad de Dios que crezcan juntos el trigo y la cizaña. Dios no quiere que sus jornaleros arranquen la mala hierba antes del día de la cosecha. ¿Por qué? La presencia de los hombres inicuos va a ser provechosa para los elegidos. Servirá, primero, para purificación de éstos: la persecución zarandeará sus almas, removerá su tibieza, aquilatará sus haberes. Será, además, aguijón de su celo y contribuirá al tesoro de sus méritos. Los elegidos saldrán ganando. El salutem ex inimicis nostris (Lc 1,71) podemos traducirlo así: no sólo serán salvados de las garras de sus enemigos, sino que también alcanzarán la salud por obra y desgracia de esos enemigos, merced al sufrimiento que éstos les inflijan. O felix culpa; culpa para los hijos del Malo, feliz para quienes padezcan sus efectos.

Es menester que haya cizaña: «es necesario que haya herejes» (1 Cor 11,19), «es necesario que se produzcan escándalos» (Mt 18,7). ¿Por qué? Porque, entre otros motivos, el discípulo no ha de ser mayor que su maestro, y acerca del Maestro leemos: «¿Acaso no era preciso que el Mesías sufriese esto y entrase en su gloria?» (Lc 24,26).

Verdad es que la convivencia con los malos no deja de engendrar peligros para los buenos. El peligro de su contaminación y ese peligro, no menos considerable, de que, al cotejarse con los malos, los buenos se crean mejores de lo que en realidad son. Cada uno debe solamente compararse con aquella figura ideal que de sí mismo existe en la mente del Padre: el proyecto primitivo, la idea que el Señor acarició desde toda la eternidad, aquel ambicioso plan que en la vida efectiva se recorta cada día un poco, se frustra un poco. Cualquier otra contemplación resulta estéril y dañina.

Dañino en grado extremo puede ser el que nosotros pon-gamos las manos en la sementera para arrancar la cizaña antes de tiempo. Derívanse de ahí errores muy tristes: arrancar, por ejemplo, el trigo creyendo que es cizaña. De verdes y pequeñas, las hierbas se parecen mucho. Mejor dicho, hasta el momento preciso, postrero, de la cosecha, los hombres todos son a la vez trigo y cizaña en potencia, seres volubles y objeto de misericordia. Es menester esperar al final. Sólo al fin de los tiempos llevarán los elegidos la tau en la frente, bien visible y definitiva (Ez 9,4). Hasta entonces hay que esperar. Aquel día, «quien hubiere sembrado en su carne, de la carne cosechará la corrupción; quien hubiere sembrado en el espíritu, del espíritu cosechará la vida eterna» (Gál 6,8).

Es la paciencia virtud imprescindible. El tiempo represen-ta un elemento indispensable en la obra redentora. Bueno será que los justos se ejerciten en la paciencia, sufriendo los golpes del enemigo y sufriéndose a sí mismos, venciendo cada día su mala tendencia a segar y maldecir, a prejuzgar y condenar. Bueno será también que no se hagan ilusiones, que no abriguen esa vana esperanza de la abolición absoluta del mal. Cuando San Benito impuso a sus monjes el voto de estabilidad, hacíales un gran favor: al prohibirles soñar en un monasterio ideal, les obligaba a santificarse de la única manera posible, o sea en medio de las dificultades. Evitándoles un en-gaño, les ahorraba el peor desengaño.

«Decía: El reino de Dios es como un hombre que arroja la semilla en la tierra, y ya duerma, ya vele, de noche y de día, la semilla germina y crece, sin que él sepa cómo. De sí misma da fruto la tierra, primero la hierba, luego la espiga, en seguida el trigo que llena la espiga; y cuando el fruto está maduro, se mete la hoz, porque la mies está en sazón» (Mc 4,26-29).

En la parábola del sembrador veíamos que se concede un mayor margen a la intervención del alma. En esta otra parábola, no es que se nos disuada de toda actividad, pero sí se nos obliga a reconocer que la difusión del bien es, antes que nada, cosa del Señor.

La preeminencia de la acción divina reluce, y así ha de ser acatada, tanto en el campo general del mundo corno en esa pequeña heredad que es el corazón de cada hombre.

Los apóstoles, encargados de la expansión del evangelio, son de esta forma persuadidos de su nativa incapacidad para toda obra fructífera. Pero, si están bien fundados en humildad, tal convicción no les acarreará ningún desaliento; al contrario, los hará descansar en una confianza plena, dulce. Tenía además la parábola entonces, cuando fue pronunciada, otra muy precisa intención: hacer que aquellos galileos violentos y soñadores abdicaran de todo sueño mundano y de toda violencia terrena, ya que el reino no iba a traer aparatosas convulsiones, sino que estaba llamado a germinar lentamente y en silencio. Lo cual resulta hoy también válido, pues sigue sien-do costumbre inveterada del Señor hacer en su Iglesia lo mismo que hace con toda semilla.

En el alma, en cada alma, la gracia continúa siendo igual-mente un don y una tarea. Pero una tarea realizada sobre un don previo y con unas fuerzas que se ejercitan a medida que son otorgadas. Aunque la labor sea imprescindible, siempre es más importante el don. «Todo cuanto hacemos, eres tú quien lo hace para nosotros» (Is 26,12). Magníficamente explican las Lamentaciones cuál es el comienzo de la justicia: «Conviértenos a ti, Yahvé, y nos convertiremos» (Lam 5,21). La vida posterior consistirá en no estorbar esa mano divina que trabaja el corazón, «no extinguir el Espíritu» (1 Tes 5,19), «no contristar el Espíritu» (Ef 4,10).

La tarea supone de antemano el don. Por eso, trabajar es colaborar, aprender es ser enseñado, predicar es repetir el eco de la Palabra, orar es contemplar, caminar es ser llevado, o sea permitir ser llevado. «Nadie puede venir a mí si el Padre, que me ha enviado, no le trae» (Jn 6,44). Pero el don, a su vez, requiere una previa receptividad y, luego, una sincera e in-cesante tarea: «porque al que tiene, se le dará, y al que no tiene, aun lo que le parece tener, se le quitará» (Mc 4,25). Y, al final de todo, la tarea exigida al siervo fiel consistirá en que, muy lealmente, reconozca su nulidad: «Cuando hiciereis estas cosas que os están mandadas, decid: Somos siervos inútiles; lo que teníamos que hacer, eso hicimos» (Lc 17,10).

En el mundo universo y en la intimidad de cada corazón, el reino crece así, de esta oculta y misteriosa manera.

Crece como una semilla, pero como la más menuda e in-significante de todas: la mostaza. «Otra parábola les propuso, diciendo: Es semejante el reino de los cielos a un grano de mostaza que toma uno y lo siembra en su campo; y con ser la más pequeña de todas las semillas, cuando ha crecido es la más grande de todas las hortalizas y llega a hacerse un árbol, de suerte que las aves del cielo vienen a anidar en sus ramas» (Mt 13,31-32). A continuación les dijo lo mismo de otra manera: «El reino de los cielos es semejante a la levadura que coge una mujer y la mete en tres satos de harina hasta que todo fermenta» (Mt 13,33).

Las dos parábolas coinciden. Existe entre ellas, sin embargo, una mínima diferencia. La mostaza expresa mejor la virtud extensiva del reino en el mundo. La levadura, en cambio, alude más explícitamente a la potencia intensiva del reino dentro de cada hombre, ese vigor que el reino posee para fermentar y trasmutar el corazón. Lo cual es conveniente recordar contra las mentalidades judías que hoy subsisten en la Iglesia, según las cuales presencia de Dios equivale necesariamente a manifestación de Dios. No; presencia significa fuerza.

También es semejante el reino de los cielos a un comerciante de perlas y a un tesoro escondido en el campo (Mt 13, 44-46). La parábola del tesoro nos sugiere esta idea: no puede el hombre comprar directamente el tesoro, tiene que adquirir el terreno en el cual dicho tesoro se encuentra. Es decir, necesita, luego de hacer inversión de todo su caudal para cerrar el trato, roturar el suelo y llegar hasta ese nivel donde se oculta el objeto de su codicia. Le es preciso el trabajo. Y le es igual-mente necesaria la fe, pues el tesoro está escondido. Cuando nosotros compramos el reino de los cielos desprendiéndonos de toda nuestra fortuna, no adquirimos el reino en sí mismo, en su gloria y esplendor, sino un vale nada más que nos auto-riza a disfrutarlo el día que Dios quiera. Ese vale, ese papel de canje, sólo tiene valor para quien cree en su valor.

Todas las parábolas, como veis, con un matiz u otro, se refieren al reino y sólo pueden ser comprendidas en su con-junto. La del sembrador significa la distinta acogida que unas almas y otras dispensan al reino; la de la semilla alude a su fundación; la de la mostaza y la levadura declaran su crecimiento; la de la cizaña y la de la red—selección de peces ya en la playa (Mt 13,47-50)—añaden la nota escatológica del juicio, la necesidad de la selección, la consumación última del reino.

Finalmente, puesto que el reino es Cristo, todas las figuras aquí manejadas representan también por fuerza a Cristo. Acerca de la levadura, bien se puede pensar que significa a Jesús metido en nuestra mente por obra de esa mujer que es la Iglesia; Jesucristo, si lo hacemos cada día objeto de nuestro pensar, ha de llegar a convertirse en norma de pensar, en un estilo, irrenunciable ya, de pensamiento. Sobre el grano de mostaza dice San Pedro Crisólogo que «fue depositado en el jardín del cúerpo virginal y creció en el árbol de la cruz por todo el orbe, y, cuando fue machacado en la pasión, dio tanto sabor de su fruto, que todo cuanto es vital lo ha adobado y condimentado con su influjo» 3.

En cuanto a la parábola del sembrador, bastará nada más poner con mayúscula eso mismo que dice Lucas: «la semilla es la palabra de Dios» (Lc 8,11). Escribamos así: la Palabra. Nos asisten todos los derechos. Porque El es el reino y el que lo trae y publica, y porque «Cristo predica a Cristo» 4. Cuando Marcos abre su libro anunciando el «Principio del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios», este de Jesucristo no es tanto un genitivo subjetivo—buena nueva predicada por Cristo—cuanto epexegético: la buena nueva consiste justamente en Cristo.

 

3. Cristo, Maestro

El primer rasgo que nos da de Jesús el testimonium flavianum es el de «hombre sabio». La primera reacción que las enseñanzas de Jesús suscitaron en los oyentes fue ésta: «¿Cómo es que ése, no habiendo estudiado, sabe tanto?» (Jn 7,15).

El prestigio de la palabra era muy subido, no sólo en Israel, sino en todas las civilizaciones orientales. Un profeta, un mensajero, un predicador, tenía que poseer una buena oratoria si quería ser eficaz. Cuando Moisés recibió de Yahvé el encargo de convocar a los judíos y dirigirse a ellos, objetó: «Pero, Se-ñor, yo no soy hombre de palabra fácil». Y Yahvé respondió: «¿No tienes a tu hermano Aarón, el levita? El es de fácil ex-presión, él hablará por ti» (Ex 4,10.14.16).

La elocuencia de Jesús debió de ser notable. «Se maravi-

3 Serm. 98: ML 52,475.
4
SAN AGUSTÍN, Serm. 354,1: ML 39,1563.

liaban de su doctrina, pues la enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mc 1,22). Oyéndole, las turbas se olvidaban hasta de las más elementales necesidades, no sentían la intemperie ni el hambre. Su tarea había sido ya predicha por el Señor como la de un gran profeta con la boca llena de palabras divinas (Dt_ 18,18). Nunca se opuso a que el pueblo le llamase profeta y maestro (Mt 21,11), y a sus discípulos les aseguró con énfasis: «Vosotros me llamáis maestro y señor, y hacéis bien, porque lo soy» (Jn 13,13). Ante Pilato, en la hora más solemne y decisiva, afirmó rotundamente: «Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad, oye mi voz» (Jn 18,37).

Su doctrina es profundamente original, porque la saca de su propio pecho. Sus enseñanzas acerca del Padre y del Espíritu, acerca de la redención, acerca del reino, no tienen equivalencia en ninguna otra literatura, ni gentil ni hebrea, ni siquiera entre los libros del Antiguo Testamento. Sus consignas morales, aunque ofrezcan, muchas de ellas, semejanza notoria con las lecciones dictadas por los rabinos, poseen un fondo, una coherencia última, una fundamentación que es absolutamente ignorada en cualquier otra doctrina ética. Nadie como El ha demostrado la soberanía de Dios y, al mismo tiempo, su calidad de Padre amorosamente inclinado hacia el mundo. Nadie como El ha proclamado la verdad capital del hombre, su libertad interior y su intocable dignidad. Leyendo hoy el evangelio, todo corazón leal se siente empujado a repetir aquella confesión de Pedro: «Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). Por lo que respecta a la locución formal y exterior, a la enunciación del pensamiento, sirvióse Jesús de las expresiones comunes en el magisterio judío de su época, El, que también quiso tomar prestadas su carne y su sangre de una mujer hebrea.

Su ministerio fue predicación incesante. Lo mismo habló en las sinagogas (Mt 4,23 pas) que a la orilla del lago (Mc 3,9), lo mismo en el pórtico del templo (Mt 21,23-22,14) que a lo largo de los caminos (Jn 4,5ss). Su doctrina nos ha sido transmitida, a través de los evangelios, sustancialmente completa. Sueltas, conservamos algunas sentencias suyas—logia o dichos, agrapha o cosas no escritas—que los Padres se apresuraron a recoger como auténticas. Pablo, por ejemplo, en cierto discurso suyo, citó una frase inestimable de Cristo que sólo por él conocemos: «Mejor es dar que recibir» (Act 20,35). Evidentemente que quedó sin anotar mucho de lo que Cristo dijo. Juan, al poner fin a su libro, no se le ocurrió cosa mejor que esta des-pedida: «Mucho más hizo Jesús; si se escribiera todo por me-nudo, creo que las obras escritas no cabrían en el mundo entero» (Jn 21,25). Lo que hizo y lo que dijo. Tenemos, no obstante, todo lo esencial, y de esto vivimos y nos alimentamos, y nunca las generaciones cristianas llegarán a agotarlo.

Los doctores de Israel comenzaban sus exposiciones así: «Dijo Yahvé», y luego añadían sus comentarios. Cristo, en cambio, abruptamente, empieza: «Yo os digo» (Mt 5). Habla como quien tiene autoridad, en su propio nombre. Otras veces dice: «Mi doctrina no es mía, sino de Aquel que me envió» (Jn 7,16). Su distinción e identidad con el Padre le permiten oscilar y destacar un costado u otro de su ser, su poder o su modestia, su fidelidad eterna y temporal. Su tiempo está inscrito en su propia eternidad; su magisterio se ejerce desde la cordial acogida dispensada a la palabra paterna: «Según me enseñó el Padre, esto hablo» (Jn 8,28). Cuando abandone este mundo, enviará su Espíritu, el cual continuará instruyendo a los hombres. «Muchas cosas—les advirtió ya a sus apóstoles—tengo todavía que deciros, pero no podéis ahora con ellas; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os enseñará la ver-dad toda» (Jn 16,12-13). Esta enseñanza, sin embargo, del Espíritu no significa tanto materias nuevas cuanto perfeccionamiento en el conocer: «os recordará cuanto os he dicho» (Jn 14,16). La doctrina del Paráclito versará sobre lo ya predicado por Jesús.

Cristo es maestro en un sentido muy hondo que nosotros, herederos de la mentalidad griega, no usamos nunca ni estaríamos dispuestos a admitir de ningún hombre. El maestro griego, como cualquier maestro de nuestros días, procuraba al alumno la enseñanza de una particular disciplina, intelectual o manual; su aleccionamiento iba nada más dirigido a la respectiva facultad del alumno, bien fuera el entendimiento o bien las manos. El maestro hebreo, por el contrario, que transmitía a sus oyentes «los preceptos y la ley» (Ex 18,20) o los «caminos» de Yahvé (Sal 51,15), no buscaba simplemente informarles, comunicarles ciertas nociones o destrezas, sino ponerlos en contacto con la realidad divina; su enseñanza afectaba al hombre entero, no a una u otra facultad de su ser: «Poned, pues, en vuestro corazón y en vuestra alma las palabras que yo os digo; atadlas, para recuerdo, a vuestras manos y ponedlas como frontal ante vuestros ojos; enseñádselas a vuestros hijos, habladles de ellas, ya cuando estés en tu casa, ya cuando vayas de viaje, al acostarte y al levantarte; escríbelas en los postes y en las puertas de tu mansión» (Dt 11,18-2o).

Jesús se adueñó de esta categoría de maestro oriental dándole incluso una profundidad desconocida, hasta el punto de que los mismos judíos reconocían en El una autoridad muy superior a la de los escribas y doctores. El no era un profesor a la manera griega, pero tampoco se contentó con ser un doctor de Israel: sus seguidores no eran alumnos, mas tampoco eran simples discípulos como aquellos que rodeaban a los rabinos. Tales rabinos se consideraban «discípulos de Moisés» (Jn 9,28), mientras que Cristo se proclama superior a Moisés y a todos los profetas (Mt 13,3); por eso, a cuantos quieren seguirle, no les exige solamente la aceptación de su doctrina, sino sobre todo la adhesión total y perdurable a su propia persona.

No tolera otros maestros junto a El. El mismo dice a sus apóstoles: «Uno solo es vuestro maestro, Cristo» (Mt 23,10). Si luego ha habido maestros y doctores en la Iglesia (Act 13,1; 1 Cor 12,28-29), han sido justamente los que «El constituyó» (Ef 4,11), subordinados a El, repetidores de su palabra.

Dios comunica hoy su verdad a los hombres de cuatro modos. Primero, por toques interiores, por palabras sin cuerpo ni enunciación, que rozan, como palomas, la cima del espíritu; pero sólo el Verbo hace que esas voces sean perceptibles y no sean equívocas. Se vale también de las cosas y los acontecimientos, de los encuentros fortuitos, de las realidades cotidianas; pero únicamente el Verbo da sustancia a los conceptos y hace inteligibles las llamadas y guiños de las criaturas. Igual-mente se sirve de los intermediarios—los que tienen palabra de sabiduría, o palabra de ciencia, o discreción de espíritus, o interpretación de lenguas (1 Cor 12,8-1o)-que El mismo ha puesto en su Iglesia; pero todos ellos solamente poseen facultades y acierto en cuanto son representantes del Verbo encarnado. Por fin, están las Escrituras, en las cuales Dios nos sigue hablando; pues bien, el evangelio no es más que el «evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1), y, en cuanto a los libros antiguos, su velo «sólo por Cristo ha sido descorrido» (2 Cor 3,14).

Respondiendo a los curiosos de noticias divinas, San Juan de la Cruz hace decir, muy atinadamente, al Señor: «Si te tengo habladas ya todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso?» 5

 

4. Cristo, Verdad

Cristo Maestro vino al mundo «para atestiguar sobre la verdad» (Jn 18,37). ¿Sobre qué verdad? Sobre la suya propia, que es la única verdad: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6). Porque Cristo es el que habla y lo que dice. Es el revelador supremo del Dios invisible, y en El, en su persona, hállase el contenido íntegro de toda posible revelación.

Este Verbo revelador y redentor no es otro que el Verbo creador. Dios creó por su Palabra. Significa, pues, la Palabra la eficacia del acto creador; pero, al mismo tiempo, en cuanto expresión manifiesta y manifestadora, puede entenderse también como palabra de Dios cualquier efecto de ese acto creativo. Se da, por tanto, la Palabra que realiza y la palabra realizada. Ahora bien, ninguna obra de Dios, ya sea palabra realidad o palabra locución, puede ser su expresión adecuada y capaz. Unicamente en la Palabra Increada, en su Verbo, se pronuncia Dios del todo.

Este Verbo es Jesús. «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14). Independientemente de los resultados de esta encarnación, ya el mero hecho de que el Señor nos dirija su palabra de un modo tan plenario viene a ser una gracia suma, puesto que la desgracia para el hombre no está tanto en que Dios le hable en términos airados cuanto en que Dios guarde silencio (1 Sam 3,1).

En tres ocasiones usa Juan el vocablo Verbo referido a Cristo. En el prólogo de su evangelio léese simplemente «Verbo», preexistente, creador y encarnado. En una de sus cartas

5 Subida al Monte Carmelo 1.z c.22 n.5.

menciona al «Verbo de vida» (1 Jn z,1). Finalmente, en el Apocalipsis, alude al «Verbo de Dios» (Ap 19,13) con visión escatológica, dentro de la línea usada por los profetas, que ya habían anunciado un Mesías que «herirá con los decretos de su boca» (Is 11,4). Estas tres citas de Juan abarcan, en último esquema, en pespunte, el ámbito de la Revelación, Promesa, Vocación y Juicio.

La Palabra de Dios exige una respuesta activa: se dirige al hombre en cuanto responsable, capaz, por consiguiente, de ser luego juzgado. Yahvé se queja: «¿Por qué, cuando yo llamaba, nadie me respondía?» (Is 50,2). De ahí que oír la Palabra sea mucho más que un acto auditivo o intelectual: significa una respuesta viva, hecha de fe y obediencia, un compromiso. El conocimiento de la verdad no es teórico, sino existencial; su-pone una sumisión amorosa: «el que dice que le conoce y no guarda sus mandamientos, miente y la verdad no está en él» (1 Jn 2,4). Conocer la verdad es «hacer la verdad» (Jn 3,21). Asimismo, la Palabra no es la expresión intelectual de una realidad, es esa misma realidad: es un acontecimiento. La noción griega queda a mil leguas de esta concepción bíblica, dinámica, de la Palabra. «La Palabra de Dios es viva, eficaz y más tajante que una espada de dos filos» (Heb 4,12). «La Palabra que sale de mi boca no vuelve a mí vacía, sino que cumple la misión que le fue asignada» (Is 55,11).

Antes que por su contenido inteligible, la Palabra es ya en sí misma un signo de Dios en cuanto expresión de su potencia. Por eso hubo Palabra en la revelación cósmica. El tránsito a la revelación profética se produjo cuando el trueno convirtióse ya en lenguaje articulado. Mas la Palabra, siempre, es un acto antes que un discurso. Dios obra por su Palabra.

Cuando el Verbo se encarnó, ya la Palabra no se halla en el mundo como orden creador ni como anuncio profético, sino que es ella la presencia misma de Dios. Siempre que Cristo habla y exige que se preste fe a cuanto dice, lo que hace es reclamar que se crea en El, ya que sus palabras no vienen referidas a una verdad general, sino a su persona concreta. Sus palabras no pasarán (Mc 13,31); mas no porque expresen verdades intemporales, sino porque son palabras suyas. Permanecer en su palabra es permanecer en El (Jn 8,31). Sus pa-labras obran, porque El es el Verbo, no mera vox o fonema.

Pero Dios no sólo obra por su Palabra, sino que también habla mediante su acción.

En el Verbo encarnado se verifica la rotunda unidad de palabra y acto. Ninguna incongruencia es posible entre sus hechos y sus dichos, ni tampoco entre su ser y su misión. Al revés de lo que acontece con los profetas y apóstoles, en cuya alma existe siempre una cierta desproporción entre su capacidad y su empresa, en Cristo ambas cosas se identifican, el vigor de su brazo corresponde al volumen de su quehacer. No necesita ninguna ayuda superior, ningún esfuerzo ha menester para asimilar aquello que le es concedido. El es lo que representa. Sus palabras están hechas a la medida de sus labios.

Y sus obras guardan la proporción de sus manos inmensas. Las obras de Cristo son obras maravillosas de Dios ejecutadas en nombre propio. «Hoy hemos visto cosas increíbles» (Le 5,26). «Nunca vimos cosa semejante» (Mc 2,12). «Nunca jamás se vio tal en Israel» (Mt 9,33). Los mismos fariseos exclamaban en su desconcierto: «¿Qué haremos? Pues ese hombre realiza muchas maravillas» (Jn 11,47). Pero ellos rechazaron la verdad que de esas obras emanaba y se hicieron culpables: «Si yo no hubiera hecho entre ellos lo que ningún otro hizo jamás, no tendrían pecado» (Jn 15,24). Antes ya les había invitado a creer aduciendo la prueba de sus prodigios: «Creed, al menos, por mis obras» (Jn 14,11).

Jesús considera sus acciones como una predicación, como un testimonio fehaciente de cuanto predica: «Estas mismas obras que hago testifican acerca de mí» (Jn 5,26). Al testimonio del Bautista, del Padre, de las Escrituras, agrega este de sus obras (Jn 10,25; 14,11). Obras y palabras intercambian su sentido (Jn 14,10), el cual es siempre idéntico: que el Padre le ha enviado (Jn 5,36).

Innumerables actos suyos, para quien los contempla con los ojos del corazón, poseen un claro simbolismo que equivale a una enseñanza por demás explícita. Fue, sobre todo, Juan quien se encargó de destacarlo. La curación del ciego vino a corroborar su afirmación de que El era la luz. La multiplicación de los panes preparaba su discurso sobre el Pan vivo, mientras que su tranquilo caminar sobre las aguas describía el carácter celeste de aquel cuerpo que iba a ser repartido como pan. La resurrección de Lázaro ilustraba su reciente promesa de vida indefectible. El velo del templo se rasgó cuando se abrió su pecho, señalando así el acceso al nuevo recinto de adoración, válido para siempre. Sus obras hablan, no menos de lo que obran sus palabras. Dabar, en hebreo, significa pa-labra y acción.

El es la verdad, así como es el camino y la vida. No dice: «Yo enseño la verdad»; tampoco dice: «Yo señalo el camino» o «Yo doy la vida». El es la vida, El es el camino, El es la ver-dad: la verdad de Dios encarnada, es decir, la prueba máxima de la fidelidad de Dios.

Conviene insistir en que la verdad bíblica no coincide con el concepto de verdad que nosotros manejamos. Para nosotros, verdad es la exactitud de un enunciado, la transparencia de un objeto ante la mente, la adecuación del entendimiento con la realidad. La idea bíblica de verdad alude, en cambio, a la solidez, a la fidelidad, a la seguridad. Un camino de verdad es el que lleva sin descarrío al fin (Gén 24,28); una planta de verdad es la que produce los frutos esperados (Jer 2,21); un hombre de verdad es un hombre fiel (Ex 18,21). En suma, el Dios de la verdad (Sal 31,6) equivale al Dios de la fidelidad (Ex 34,6). Al convencimiento de que «tus palabras son ver-dad» (2 Sam 7,28) corresponde en el hombre la actitud de «andar en la verdad» (Sal 26,3), lo cual significa caminar en la seguridad de Dios, contando con El, con la irrevocabilidad de su palabra. Por eso, el símbolo bíblico de la verdad no es, como para los griegos, la luz—la luz, en las Escrituras, representa el mundo del bien, en contraposición al mundo del mal o de las tinieblas—; es aquello que, entre las cosas de la tierra, ofrece la seguridad suma: la roca (Dt 32,4). La base, pues, del conocimiento verdadero no es la evidencia del objeto, sino la veracidad de quien nos comunica ese conocimiento; el acceso a la verdad, según esto, no estribará en la razón, sino en la fe. Así, puesto que procede de Dios, el conocimiento de Dios nos lleva a Dios.

La verdad cristiana se transmite no por evidencia, sino por testimonio. Cristo es testigo del Padre (Jn 3,11); los mensajeros son testigos de Cristo (Act 1,8), y nuestra fe descansa en su testimonio. Una verdad sobre Dios que no proceda de Cristo no es una verdad divina, y una verdad sobre Cristo que no haya llegado a nosotros con el refrendo de los mensajeros autorizados no es una verdad «cristiana». Cristo es el centro de todo este conocimiento, de toda esta atestiguación, pues si El da testimonio del Padre, también el Padre da testimonio de El (Jn 8,18).

Cristo es la Palabra increada que el Padre ha pronunciado para nosotros. Cuanto el Padre ha dicho a los hombres acerca de su Hijo se reduce a esto: «Escuchadle» (Mt 17,5). Cristo es la Palabra hábilmente adaptada a nuestro oído. En los momentos en que Yahvé se aparecía a los hombres, mostraba sólo su espalda (Ex 33,18). Ello significaba bondad y humillación. Bondad, ya que el hombre no puede contemplar el rostro de Dios sin morir; humillación, porque alude al oprobio de un enemigo en fuga. La encarnación también nos ha manifestado el dorso del Señor, su carne o vergüenza. Mas este oculta-miento de su faz, esta revelación tan mediana, representa la palabra suprema: la humillación nos revela su misericordia; la misericordia es la forma del amor divino, y Dios es amor.

 

5. La gran revelación

Cristo nos ha revelado a Dios. Mejor: el Hijo nos ha revelado al Padre. Mejor aún: el Primogénito nos ha revelado que somos hijos de Dios. Sólo El podía hacerlo, ya que «nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo» (Mt 11,27).

«Dios Padre»: es y no es una novedad traída por Jesús. Aquellos judíos que le oían hablar del Padre, que está en los cielos, encontraban familiar la locución. El primer texto bíblico que de la paternidad divina hace mención resulta ser un texto viejo, del Exodo (Ex 4,22-23); pero donde esa paternidad se celebra mejor y se enaltece es en el cántico de Moisés (Dt 32, 4ss): Dios ha engendrado a su hijo, lo ha criado, lo ha rodeado de tiernas providencias, le ha dado alimentos de mucha fortaleza, «miel de las rocas y aceite de durísimo sílice», y manjares regalados, flor de trigo, grosura de los corderos; en aquellos primeros tiempos, el hijo mostraba a Dios docilidad y cara afectuosa, pero después enfrióse su pecho y empezó a idolatrar a otros dioses, por lo cual habrá de recibir un duro y merecido castigo, hasta que Dios quiera librarlo de toda aflicción y admitirle de nuevo en su cercanía.

¿Quién es este hijo de Dios? Es Israel, el pueblo de Israel, la nación predilecta, que Oseas, entre gemidos y esperanzas, había comparado con los otros pueblos, con las gentes que no disfrutaban de tal amor, con Adma y Seboyim (Os 11,8). La filiación es, pues, colectiva. Esta perspectiva comunitaria, salvo en breves instantes en que la denominación de hijo toma un carácter personal—en la oración del hijo de Sirac, por ejemplo (Ecl 51,14)—, continuará inalterable a lo largo de todo el Antiguo Testamento.

Sólo con el advenimiento de Cristo toma este título de hijo un acento decididamente individual. Es verdad que el cristiano sigue inscribiéndose como hijo dentro de un ámbito comunitario, ya que, si Dios es padre de cada uno, lo es en cuanto que cada uno pertenece a ese nuevo Israel que es la Iglesia; de ahí que cada uno deberá invocar a Dios como «Padre nuestro», no como «Padre mío». Sin embargo, la relación paterno-filial viene a establecerse ahora ya directamente entre Dios y el alma, en toda su profundidad y dulzura. Esto ha sido obra de Jesús, quien, en la oración del día anterior a su muerte, resumía así cuanto había hecho en favor de los humanos: «Les manifesté tu nombre» (Jn 17,6). El nombre, suave y sonoro, jugoso y fuerte, de padre.

Sería muy ardua empresa citar todas las veces que Cristo, en sus diálogos y predicaciones, da a Dios el título de Padre. Sólo en el sermón de la montaña lo nombra así más de una docena de veces. Habla con detenimiento de la bondad del Padre: este manso Dios abre la mano y concede todo aquello que se le pide (Mt 6,7-8), retribuye cualquier menuda acción, anda siempre ponderando cuanto de bueno hacemos en secreto (Mt 6,3-4.17-18), es tan dadivoso que, a voleo, reparte sus dones sobre justos e inicuos (Mt 5,44-46); tan solícito, esmerado y providente, que conoce y satisface todas nuestras particulares necesidades (Mt 6,7-8.25-33). Hace todo esto y así se comporta simplemente porque es nuestro Padre. El nombre de Padre viene reiteradamente citado en cada cláusula, una y otra vez, como un estribillo que fuera muy grato repetir, o quizá como una clave imprescindible para descifrar un con-texto de suyo inverosímil.

Es cierto que todos estos cuidados de Dios, más que su paternidad, declaran lo que Newman solía llamar su «paternalidad». Pero nosotros sabemos bien que la paternidad de Dios sobre los hombres es estricta y rigurosa, y que esa denominación no responde a ninguna extensión literaria, a ninguna analogía. Cuando Juan dice que los cristianos «no han nacido de la sangre, ni del deseo de la carne, ni de la voluntad del varón, sino de Dios» (Jn 1,13), está pensando—aunque los mencione con eufemismos—en aquellos tres principios que el libro de la Sabiduría (Sab 7,1-2) atribuye a la concepción biológica, con lo cual evidentemente se propone demostrar la justeza, verdad y exactitud de semejante nacimiento. Dios no es meramente el autor del hombre a la manera que un escultor es el autor de su estatua; Dios es el padre del hombre: le transmite su propia vida, su sangre, su naturaleza específica, pues lo hace «partícipe de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4).

«Nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos» (Ef 1,5). Quizá el término de «hijos adoptivos» resulte hoy un término insuficiente, aguado, teñido de esa palidez que toda adopción familiar tiene entre nosotros. Pero la diferencia entre uno y otro caso es enorme. La adopción humana significa tan sólo cierta colación de derechos y deberes dentro de un plano jurídico, mientras que la adopción divina comunica de hecho al alma la misma vida del Padre y constituye una verdadera regeneración. Aquélla no da un derecho intrínseco a la herencia; ésta sí (Rom 8,17), al mismo tiempo que una aptitud intrínseca para gozar de ella anchamente y sin rubor. El nombre de «hijos de Dios» no es un título exterior y advenedizo, sino la expresión de una realidad muy honda e íntima. El Padre ha hecho que «seamos llamados hijos de Dios y que en verdad lo seamos» (1 Jn 3,1).

Cuando se dice que «Dios es amor», no queremos con ello dar a entender nada de lo que el mundo suele concebir como amor, ni siquiera su purificación o ennoblecimiento, sino la relación paternal de Dios hacia el hombre. Pero esto no significa tampoco que los tratos entre el hombre y Dios se ajustan de hecho a lo que comúnmente constituye dicha relación. Significa algo más radical y auténtico: la regeneración del hombre en las entrañas de Dios.

Cristo nos ha revelado a Dios como Padre, hablándonos repetidas veces de la paternidad divina. Sin embargo, mucho más que por lo que nos ha dicho, nos lo ha revelado por lo que El mismo ha sido para nosotros. Cuando Felipe le ruega se digne manifestarles al Padre, Jesús le contesta: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: Muéstranos al Padre?» (Jn 14,9). Esta gran revelación del Hijo del hombre no ha consistido en la gestión de un embajador cuya misión se redujera a explicar los atributos del rey a quien representa, pero cuya dignidad no comparte. Tampoco coincide exacta-mente con la explicación que de las cualidades de un padre pudiera darnos su propio hijo, por muy a fondo que las conociera, ya que tal conocimiento intelectual no implica que participe él mismo de dichas cualidades. La revelación de Jesús aparece inmensamente más perfecta, puesto que El y el Padre forman un solo ser; sus acciones y palabras humanas son acciones y palabras de una Persona divina.

Cristo nos trae de Dios una noticia que no tiene parangón, pues «da testimonio de lo que ha visto y oído» (Jn 3,32). Y nos-otros participamos de ese conocimiento, «todos !aquellos a quienes el Hijo ha tenido a bien revelarlo». Mas he aquí que Cristo no nos transmite únicamente su propio modo de conocer, sino también su misma existencia: prestar fe a sus informaciones significa entrar ya en posesión de su vida, participar de su filiación. «A los que creen en su nombre les dio potestad de llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1,12). Puesto que la Palabra que habita en nosotros es el mismo Hijo de Dios (1 Jn 2,14; 5,18), nosotros somos «hijos suyos por Jesucristo» (Ef 1,5). «De su propia voluntad nos engendró el Padre por la Palabra de la verdad» (Sant 1,18).

Jesús no sólo nos ha revelado que Dios es nuestro padre; ha hecho mucho más: ha hecho que efectivamente lo sea, ya que nuestra filiación adoptiva es tan sólo participación y desbordamiento de su filiación natural. Si «toda paternidad procede del Padre» (Ef 3,15), toda filiación derívase del Hijo. Si la adopción se apropia al Padre como autor y al Espíritu como causa, al Hijo se apropia como ejemplar. De tres maneras, dice Santo Tomás, se asemeja algo al Verbo 6. La primera, en cuanto a su forma, no en cuanto a su intelectualidad; así se parece una casa a la imagen que de ella tiene el arquitecto en su cabeza, así se asemeja toda criatura a la idea que de ella re-

6 Suma Teol. 3,23,3.

side en la mente del Verbo, artífice general. La segunda, por lo que respecta a su forma e intelectualidad; de este modo se asemeja la ciencia del discípulo a la ciencia del maestro, y la criatura racional al Verbo de Dios. La tercera, atendiendo a la unidad que el Hijo guarda con el Padre; así se asemejan los hijos menores al Primogénito.

En resumen, Cristo es la revelación del Padre en cuanto que, por su amorosa función, nos introduce en su íntimo conocimiento y en cuanto que, por su mismo ser divino, expresa al Padre en forma visible, en carne y huesos. Tal revelación re-presenta el don supremo del amor del Padre, pues su esencia es amar, y la esencia de su amor es difundir su bien. De dos formas se difunde este bien: de un modo perfecto en su Hijo, dentro de sus propias entrañas; de otro modo, derramándose por fuera, bajo las especies del bien creado. En la encarnación concurren estas dos difusiones de su bondad, llevando hasta el último extremo la difusión exterior al conferir, por maravilla, a una naturaleza humana la filiación divina. Pues sabed que la paternidad de Dios afecta rigurosamente a este hombre de Nazaret que es Jesús, el cual es de verdad su Hijo. Y por Jesús extiéndese a todos los hombres que se hacen conformes a El.

El Padre nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor (Col 1,13).

El Padre nos amó graciosamente y nos dio un consuelo eterno, una buena esperanza (2 Tes 2,16).

El Padre nos reengendró a una viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1 Pe 1,3).

El Padre nos envió al Hijo para que todo el que crea en El tenga la vida eterna y sea resucitado en el último día (Jn 6,4o).

El Padre nos ha hecho capaces de participar de la herencia de los santos en el reino de la luz (Col 1,12).

Y el Hijo, con palabras humanas y con labios humanos, nos ha revelado todo esto.

 

6. De la imitación de Cristo

No olvidemos que, si la virtud consiste en imitar a Dios (Mt 5,48), también el pecado estriba precisamente en querer imitar a Dios: «Seréis como Dios» (Gén 3,5). Perfección y vicio no son en el hombre más que dos maneras, la una perfecta y la otra viciosa, de asemejarse a Dios.

A fin de que esa emulación que en todo momento ensaya el hombre fuese saludable y recta, Dios se encarnó: para que, en vez de remedarle soberbiamente, le imitase en la humildad. Se encarnó «y os dio ejemplo para que sigáis sus pasos» (1 Pe 2,21).

La santidad será ya sólo esto: asimilarnos a Cristo. No hay más diferencia, dice San Francisco de Sales, entre el evangelio escrito y la vida de los santos que la que existe entre una partitura y su interpretación. Cualquier virtud cristiana resulta ser, sencillamente, copia y remedo de la virtud de Cristo. La humildad es acatamiento de aquella consigna que pronunció Jesús luego de lavar los pies a sus discípulos: «Os he dado ejemplo, a fin de que, como yo he obrado con vosotros, hagáis vosotros también» (Jn 13,15). La caridad es amar «como yo os he amado» (Jn 13,34). «Vivid en caridad como Cristo nos amó», repite Pablo (Ef 5,1). Para exhortar a los filipenses a la caridad y a la humildad, les dice simplemente: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5). En los días de persecución redúcese todo a imitar a Jesús paciente: «Cristo sufrió por vosotros, dándoos ejemplo» (1 Pe 2,21); «debéis alegraros en la medida en que participáis de los padecimientos de Cristo» (1 Pe 4,13). El socorrido texto de Mt 11,29, que suele traducirse: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón», no exhorta directamente a la imitación, ya que la versión correcta es: «Haceos discípulos míos porque soy un maestro manso y humilde». La imitación, sin embargo, se derivará necesariamente, puesto que todo discípulo, «para ser perfecto, ha de ser como su maestro» (Lc 6,40).

Como un discípulo ante su maestro, como un niño junto a su madre, así ha de estar el cristiano el día entero con Cris-to. Aprende el hijo a hablar oyendo hablar a su madre, esforzándose en pronunciar como ella; de la misma forma, viendo obrar y moverse a Jesús, aprenderemos a obrar y conducirnos igual que El. La contemplación asidua representa un gran método. «Todos nosotros, a cara descubierta, vemos la gloria del Señor como en un espejo y nos transformamos en la misma imagen» (2 Cor 3,18). Se dan cita aquí esa progresiva asimilación del que conoce a aquello que conoce y aquel otro parecido, más notable cada día, entre el amante y el amado. Conocimiento, amor e imitación han de entrar en juego recíproco para un buen desarrollo conjunto. No es primero el conocimiento, luego el amor y, finalmente, la puesta en práctica de aquellos deseos de semejanza que el conocimiento y amor hayan podido suscitar. No se trata de etapas netamente sucesivas, sino de actividades que sin cesar se involucran: si no se puede amar a un desconocido, tampoco puede tenerse noticia completa de aquel que aún no es amado; si no es posible la imitación de quien permanece ignorado e indiferente, tampoco es concebible un conocimiento profundo que no sea experimentalmente vivido ni un amor sincero que no presuponga alguna semejanza y vecindad como fundamento.

Hablando del ayuno de Jesús, San Juan Crisóstomo afirma que tal abstinencia «no fue por necesidad, sino para enseñanza nuestra» 7. San Agustín asegura, en términos generales, que «la Sabiduría de Dios tomó la naturaleza humana para servir-nos de ejemplo de una vida recta» 8. Esto es cierto dentro de un contexto más hondo y primordial.

Anteriormente nos hemos referido ya a la imitabilidad de ciertos gestos y actitudes de Cristo, y señalábamos esto: que lo pedagógico de tales episodios era más bien una consecuencia que una intención. Los actos de Jesús fueron todos plena-mente espontáneos y sinceros, y en ello estriba justamente su mayor ejemplaridad, la cual no consiste tanto en ofrecer deliberadamente este o aquel rasgo para que sea reproducido cuanto en inaugurar un tipo de existencia nueva, la existencia cristiana. Insistir demasiado—es decir, demasiado unilateralmente—en Cristo como modelo entraña el peligro de que vayamos con exceso aproximándonos a esa teoría ya condenada de la «redención moral», la redención por el ejemplo.

7 In Mt. hom. 13,1: MG 57,209.
8 De div. quaest. 1,25: ML 40,17.

Cristo es la causa ejemplar de nuestra santidad, es decir, de nuestro amor a Dios. Pero no precisamente por sus hechos, por su conducta visible, sino por su ser íntimo. No sin razón suele decirse que la primera cosa que influye en un discípulo es la manera de ser del maestro; la segunda, lo que hace; la tercera, lo que dice. «El obrar sigue al ser», afirma el viejo axioma, invicto. El comportamiento de Jesús no era, a la postre, más que la proyección exterior de su actitud más sustancial e inmodificable. Si siempre hizo lo que plugo al Padre (Jn 8,29), fue porque el fondo de su ser reducíase a simple amor y dedicación eterna al Padre. El Hijo no es sino pura mirada filial; su personalidad no consiste sino en su relación al Padre; ahora bien, la humanidad de Cristo traduce a escala humana esa in-cesante y devotísima relación, y pinta con amables colores de la tierra el cristal para que podamos ver el cristal.

Estriba nuestra santidad en una sola cosa: en la conformación de nuestro propio ser con el ser de Cristo. Tal conformación, antes que moral, es ontológica: conformación de nuestro ser antes que conformación de nuestros actos. Aunque ésta condiciona el mantenimiento y desarrollo de aquélla—«quien dice que permanece en El, debe andar como El anduvo» (1 Jn 2,6)—, la conformidad fundamental, el fundamento, será siempre, a todas luces, la ontológica. Si no vivimos personal-mente el ejemplo, nada nos aprovecha el misterio, desde luego; pero, sin el misterio, de nada servirían nuestras obras, nuestros más esforzados hechos, nuestros hábitos más limpios y meritorios.

La santidad no consistirá, pues, en que nosotros denodadamente, desde fuera, tratemos de asemejarnos a Jesucristo, sino en permitir y favorecer aquella acción suya en nosotros, aquella mano tan divina como fraternal, tan potente como blanda, que tiende a reformarnos y conformarnos según El desde dentro de nosotros mismos. La transformación moral sigue a la transformación física. «Despojaos del hombre viejo con todas sus obras y vestíos del hombre nuevo, que sin interrupción se renueva para lograr el perfecto conocimiento según la imagen de su Creador» (Col 3,9-Jo). Esta diaria renovación significa el pulimento incesante de nuestras costumbres, que nunca acaban de enderezarse; pero antes que esto supone un abandono radical del hombre viejo, lo mismo que los cuidados que durante largo tiempo se dispensan a una herida su-ponen ya extraído el puñal que abrió la herida.

Ambas transformaciones quedan resumidas en el apretado programa de Pedro: «hijos obedientes» (i Pe 1,14). La obediencia dimana de la filiación y la sobrentiende. El mismo acierto, la misma conjunción y subordinación, en el lema de Pablo: «Sed imitadores de Dios como hijos queridos» (Ef 5,1). Nuestra filiación se realiza mediante la conformidad con el Hijo natural, y esto de dos maneras: perfecta, por la gloria, e imperfecta aquí abajo, por la gracia. El progreso moral con-duce esta conformidad imperfecta y penosa hasta la perfección y gozo de Ios cielos. «Ahora somos hijos de Dios, aunque no se ha manifestado todavía lo que seremos. Sabemos que, cuan-do El aparezca, seremos semejantes a El» (1 Jn 3,2).

El concepto de «imitación de Cristo» ha de ser completado, y hasta cierto punto corregido, por el concepto de «prolongación de Cristo».

Jesús no fue rey ni esclavo, no fue esposo ni madre. No obstante, reyes, esclavos, esposos y madres, los hombres todos, sea cualquiera su categoría o situación, deben imitar a Jesús. Por consiguiente, puesto que El no ejercitó los actos específicos de tantos menesteres y estados de vida, la imitación habrá de reducirse a lo esencial. Ya veo que la palabra «reducir-se» es bastante impropia, pues indica de suyo una abreviación o disminución; tampoco el término «esencial», tal como se usa comúnmente—equivale de ordinario a un mínimum—, resulta muy adecuado. Y yo quiero decir, por supuesto, otra cosa muy distinta: lo «esencial», objeto de imitación, es nada menos la actitud filial de Jesús, actitud que será preciso incorporar en todo momento y circunstancia de nuestra vida. Por eso precisamente se hace necesario el término «prolongación»: por-que los cristianos, en sus mil modos de existencia diferentes, extienden a Cristo y lo obligan a vivir de nuevo en las más di-versas situaciones, oficios y vocaciones, haciendo explícitas aquellas virtualidades de su ser que, dada su limitación histórica, no pudieron manifestarse. A través de la historia estiran los cristianos, indefinidamente, el instante de la encarnación. Todo el Cristo místico es Cristo: el retrato de cada cristiano viene a ser la piedrecilla minúscula de un enorme mosaico que representa, en conjunto, la figura de Jesús. Cristo es «Patriarca en los patriarcas, Sacerdote en los sacerdotes, Juez en los jueces, Profeta en los profetas, Caudillo en los caudillos, Apóstol en los apóstoles» 9. Los hombres son respecto de Cris-to lo que los colores del espectro son con relación a la luz. San Agustín decía ya que «no hay más que un hombre único, que dura hasta el fin de los tiempos» lo.

Se da, pues, la posibilidad y la necesidad de prolongar al Hijo del hombre en nuestra vida: nuestra incorporación a Cristo lo permite, nuestra vocación en Cristo lo exige. La raíz de mi personalidad y diferenciación no se halla en mis talentos, en la peculiaridad de mi destino terreno, sino en algo mucho más hondo y santo: consiste en que Jesús ame a su Padre, a través de mí, de una manera única, irrepetible. El éxito o fracaso de mi existencia no estriba en mi triunfo o derrota sobre la tierra, sino en que yo permita o impida que la vida de Cristo se desenvuelva en una línea absolutamente singular, que ningún otro hombre será capaz de ofrecer. Todo consiste en que yo añada o reste una peculiar hermosura a ese amor que el Hijo, a lo largo y ancho de la creación entera, demuestra sin cesar a su Padre. Solía Dom Columba Marmion repetir a sus monjes que, cuando entraban en el coro, Jesu-cristo estaba junto a la verja y suplicaba en silencio a cada uno: «Préstame ahora tus labios y tu corazón para que pueda continuar mi plegaria aquí abajo».

En cada una de nuestras pobres existencias vuelven a tener cabida los misterios de la vida histórica de Jesús. Aquella su concepción carnal se reproduce en esta concepción y gestación espiritual suya dentro de nuestras almas. Su muerte y resurrección poseen plena actualidad en cada bautismo. Su sufrimiento lo hacemos nuestro durante la contrición, y su ascensión tiene lugar siempre que nos decidimos a «habitar espiritualmente en el cielo, allí donde creemos que ha subido nuestro Redentor», según la espléndida expresión de la liturgia. La liturgia recalca constantemente esto; la poscomunión de aquellas misas en las cuales se conmemora un paso mortal de Cristo pide siempre que nosotros sepamos también vivirlo con sincero corazón. Nuestra propia existencia reproduce, uno

9 SAN AILERANO, Interp. myst. progen. Xti: ML 80,329.
10
Enarr. in Ps. 85,5: ML 37,1085.

a uno, todos esos misterios, sin que una fase o estadio venga a destruir el anterior: aunque nos hallemos, por ejemplo, en una etapa apostólica, no por eso abandonamos la infancia espiritual. Sobre semejante particular, la liturgia nos adoctrina también muy oportunamente mediante la rotación anual de los ciclos; lo cual, por otra parte, no nos prohibe asimilar con especial preferencia este o aquel misterio, según nos dicte la inclinación del alma o las vicisitudes de la vida.

«Su sabiduría, su justicia, su santidad y su fortaleza se han convertido en nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra santidad y nuestra fortaleza» (i Cor 1,30).

Nuestro corazón contiene aquellos tres satos de harina a los cuales la mujer hacendosa de la parábola (Mt 13,33) aplicó un pellizco de levadura con el fin de que toda la masa fermentase. La levadura es Cristo, deseoso de transmutar nuestro ser, de ocuparlo por entero. Cada día el Verbo nos solicita, pidiendo hacerse carne de nuevo. El destino de todo hombre, según el afortunado decir de sor Isabel de la Trinidad, es ser para Cristo «una nueva humanidad sobreañadida».

El que nosotros podamos y debamos dar continuidad a la vida de Jesús débese a que El vive ya y se menea dentro de nosotros. En los cristianos perseguidos es Cristo el perseguido: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Act 9,4). En los mártires sufre El, Cristo pasible, y vence El, atleta indómito; no se queda en las gradas, como un espectador más o menos interesado en la contienda, ni tampoco como un juez celeste que se limitara a observar para luego premiar o demandar, sino que baja El mismo a la arena, y padece, y triunfa, y pone después con sus manos la corona sobre las sienes ensangrentadas, de antemano enriquecidas con un rubí de su propia sangre inagotable.

Para que nuestra vida sea vida de Cristo, menester es que nuestros actos sean puros, es decir, que puedan ser atribuidos al Hijo. Hace falta también que sean de hecho atribuidos, esto es, ofrendados con intención pura, no empleados en nuestro favor para satisfacción de la carne.

Y ésta será la gran apologética de Jesús. Después de cincuenta años consumidos pacientemente sobre los caminos de Palestina, para comprobar la exactitud de este y aquel pormenor evangélico, acabó diciendo el P. Lagrange: «He querido demostrar a Cristo como se demuestra el movimiento: andan-do». Esta inolvidable frase guarda también perfecta validez para ser aplicada al testimonio de toda existencia cristiana.

La estructuración que San Buenaventura hace de la cristología es, al mismo tiempo, una descripción perfecta de esa conformidad del creyente con su Señor Jesús: Dios nos otorgó su vida en Cristo, asociándonos a éste en el misterio de la en-carnación; nos dio su vida con Cristo, pues éste, al convivir con los hombres, les sirve de ejemplo; nos dio su vida por Cris-to, en el momento en que tuvo lugar la redención; nos dio su vida según Cristo, al hacernos participar de su dicha y gloria.

Jesús es toda nuestra santidad. Lo es como modelo, pues Dios «nos ha predestinado a ser semejantes a la imagen de su Hijo» (Rom 8,29); santo es aquel a quien el Padre puede hacer extensiva esta frase: «Este es mi hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias» (Mt 3,17). Pero Jesús, más que como modelo, es, sobre todo, nuestra santidad, como fuente de santidad, como «autor y consumador» (Heb 12,2).

Dios «nos ha elegido para que seamos santos» (Ef 1,4) con la única santidad imaginable: la que es participación de la suya. Estriba la perfección divina en un alejamiento absoluto de todo cuanto no es bien y en una adhesión estrechísima e in-mutable al bien, es decir, a su propia esencia. Consiguiente-mente, Santo Tomás describirá la santidad de la criatura como pureza y estabilidad en la adhesión al Señor 11. Ahora bien, esta adhesión, que implica el apartamiento de todo mal, ¿cómo se realiza? ¿En qué forma se logra la santidad de la comunión con Dios? (1 Jn 1,3). El mismo texto de los Efesios lo declara una línea más abajo: «Nos ha elegido para que seamos santos..., nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo» (Ef 1,4-5). Nuestra santidad consistirá, pues, en ser por gracia aquello mismo que es Cristo por naturaleza: hijos de Dios. Para poder ser otros Cristos, o Cristo otra vez, para ser santos, hemos de expropiarnos de nosotros mismos y llegar a ser, como el hombre Jesús, propiedad exclusiva de la persona del Hijo. «Niéguese a sí mismo, sígame» (Mt 16,24). Sólo en El habremos de subsistir, sin otro abrigo ni andamio de terrenas aficiones, sin cimentarnos en nuestro mísero yo,

11 Suma Teol. 2-2,81,8.

a la manera de su humanidad bendita, la cual no subsistía sino en la persona del Verbo. «Vivo, pero no vivo yo: es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).

Jesús es la causa de esta predestinación nuestra. No sólo causa ejemplar, en cuanto modelo y prototipo, sino también causa meritoria, por su pasión y muerte, y causa eficiente instrumental. La causa principal siempre será Dios, puesto que sólo Dios es capaz de divinizar, lo mismo que únicamente el fuego tiene virtud para encender; pero en todo momento, sin ninguna excepción, válese de este instrumento suyo, tan fino y eficaz, que es la humanidad de Jesucristo. Un instrumento «unido»—unido, por su misma naturaleza, a la causa principal que lo emplea—, como unidos están a la persona su propio brazo o su propia mano, a diferencia de los instrumentos «se-parados», que son los sacramentos, los cuales vienen a ser como ese pincel del que la mano se sirve. La humanidad de Cristo es el hierro en que arde el fuego y del cual el fuego usa para propagarse a otros cuerpos. Cristo es asimismo la causa final de nuestra predestinación, pues hemos recibido la adopción de hijos «para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6).

Tratando San Bernardo del seguimiento de Jesús, pone en labios de éste palabras muy grávidas: «El que quiera seguirme, venga en pos de mí, por mí, a mí. Tras de mí, porque soy la verdad; por mí, porque soy el camino; a mí, porque soy la vida» 12.

Ya hemos dicho que, buena o malamente, por el sendero de la virtud o del vicio, el hombre trata de asemejarse a Dios. Porque Dios es su nostalgia, no simplemente psicológica, sino ontológica. La dinámica de su corazón lo empuja constante-mente de lo relativo a lo absoluto, de lo finito a lo infinito. Pero, mientras exista en el tiempo, para que su pretensión no sea descaminada, ha de tener el hombre paciencia, la cual no significa otra cosa sino respeto al tiempo. Es necesaria la muerte para llegar a la inmortalidad, y el expolio para alcanzar la plenitud. El tiempo constituye algo muy importante en las relaciones del Eterno con los mortales. «Dios hace crecer» (1 Cor 3,6). Observar fielmente las etapas es requisito indispensable en la economía que el Señor ha tenido a bien esta-

12 Serm. 43: ML 183,686.

blecer. «Os di a beber leche; no os di comida porque aún no la admitíais» (1 Cor 3,2). Así como no pudo ser creado el hombre mientras el mundo no evolucionó hasta el grado de hospitalidad conveniente, así tampoco puede el hombre irrumpir en la semejanza gloriosa de Dios sino después de haber recorrido todas y cada una de las fases de su desarrollo espiritual.

Aprended la parábola de la higuera: cuando sus ramos están tiernos y brotan las hojas, conocéis que el verano se acerca (Mt 24,32).