CAPÍTULO XVIII

GALILEA, AMADA Y MALDITA


i. La pecadora arrepentida

Galilea, el país del Hijo del hombre. (Como quien dice: Avila, la ciudad de Teresa.) Su vida oculta transcurre entera allí. Tres cuartas partes de su vida pública, también. Sólo la abandona contadísimas veces. A Judea marcha de vez en cuan-do, muy pocos días, para cumplir con sus deberes religiosos y porque «no está bien que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lc 13,33).

Judea es árida, como el corazón del único apóstol judío. Es monótona, como una melodía rabínica. Es ocre y cárdena, como la pesadumbre. Aislada y erizada de fortines, como una doctrina rígida, defensiva, con púas. Agrietada, pelada, erosionada. El asfodelo es su flor, descolorido siempre. Galilea es todo lo contrario. Hay agua y, junto al agua, adelfas. Nardos junto a los regalices. Anémonas coloradas de corazón ne-gro, «los lirios de los campos», de los cuales hablaba el Señor. Mirtos y laureles, árboles pequeños y olorosos. Arboles mayores, cipreses, terebintos, pinos de Alepo. Olivos, muchos olivos: «Aser moja su pie en aceite» (Dt 33,24). Viñas y trigo, un trigo cuyo pan «es exquisito y hace las delicias de los reyes» (Gen 49,20). Su lago se llama Genesaret, de kinor, que es un instrumento parecido a la lira; tiene el lago forma de lira, y sus pequeñas olas traen y llevan un acorde placentero. Tierra feraz y regalada, donde los higos, según noticias de Flavio Josefo, maduran durante diez meses. Las casas lucen collares de buganvillas. Hay riqueza. «Para hacer fortuna—decían en Jerusalén—vete al Norte; para ser sabio, ven al Sur». Es ver-dad, en Judea estaban los mejores escribas, doctores y comentaristas. En Galilea vivían los hombres amigos del buen vivir, de fácil trato con los gentiles, despreocupados y bebedores. En Judea eran los galileos mirados con desdén, porque no poseían letras, porque gustaban más de las leyendas de la Haggadah que de los análisis de la Halakhah, porque hablaban con un acento que, quisieran o no quisieran, se reconocía a muchas leguas de distancia. Pedro, en el patio de Anás, no pudo disimularlo. Galileos, gente ante la cual los judíos no sabían si sentir envidia o desprecio: se decidieron por manifestar su desprecio y cerrar bajo siete llaves su envidia. « ¿Es que tú también eres galileo? Estudia, y verás que de Galilea no ha habido un solo profeta» (Jn 7,52), le gritan los fariseos a Nicodemo cuando, tímidamente, trató de defender a Jesús.

Galilea y Judea resumen la vida del Señor, su vida y su muerte. Perea y Samaria fueron nada más tierras de paso. Palestina, país de los filisteos, nombre tan desafortunado como el de América. Resulta ya, sin embargo, irreformable. Son nombres, los de Palestina, que suscitan nuestros mejores re-cuerdos de los tiempos allí vividos, y todavía algo más importante: el recuerdo de nuestros más antiguos sueños. Cuando uno llega a aquellas fronteras, tiene la impresión inevitable de llegar a una Tierra Prometida, prometida en las vagas imaginaciones de su niñez. Al conocer los lugares, los reconoce. Todo está en su sitio. El «quinto evangelio», decía Renán. Un país donde confluyen todas las dimensiones del tiempo: el pasado, el presente y ese futuro superior que es la eternidad: el subsuelo y sus excavaciones y reliquias; la superficie con su geografía permanente, actual; y arriba, el cielo. Todo en muy corto espacio. Palestina es más pequeña que Bretaña, más que Sicilia, más que Bélgica. Pequeña como un corazón, como un núcleo, como un minuto decisivo. San Jerónimo decía: «Nos da vergüenza declarar las dimensiones de la tierra de repromisión, no vayamos a dar ocasión de escándalo a los paganos» 1.

Galilea y Judea. En un sitio y en otro fueron tiernamente ungidos los pies de Cristo. Hubo, en efecto, dos unciones. Distantes en el tiempo: la que ahora vamos a contemplar data de los primeros meses del ministerio. La otra ocurrió en las postrimerías, muy pocas jornadas antes de morir el Señor. En esta de hoy descuella un puro amor gracioso; en la otra se habla ya de la pasión como inminente: la unción va a valer para la sepultura. Lo que en Galilea resulta festivo, será doloroso en Betania, traspasado de presentimientos.

«Le invitó un fariseo a comer con él, y, entrando en su

1 Epist. 129,4: ML 22,1104.

casa, se puso a la mesa. Y he aquí que llegó una mujer peca-dora que había en la ciudad, la cual, sabiendo que estaba a la mesa en casa del fariseo, se puso detrás de El con un pomo de alabastro de perfume» (Lc 7,36-37). Un frasco de perfume: el precio, quizá, de un pecado. La culpa tasada, valorada. Los profetas se quejan a menudo de estas mujeres envilecidas, «que van con la cabeza levantada, mirando con desvergüenza, pisando como si bailaran». Describen a continuación sus galas: «Ajorcas, redecillas y lunetas, collares, pendientes, brazaletes, copas, cadenillas, cinturones, pomos de olor y amuletos, anillos, aros, vestidos preciosos, túnicas, mantos, bolsos, espejos y velos, tiaras y mantillas». Pues bien, todo esto ha de trocarse en pábulo para la hoguera. Muy duro será el castigo: «En vez de perfumes, habrá hediondez; y en vez de cinturón, un cordel; y en vez de trenzas, calvicie; y en vez de vestido suntuoso, saco; y en vez de hermosura, vergüenza» (Is 3,16-24).

¿A qué fin entra esta mujer en la sala del banquete? ¿A provocar con su desenvoltura? ¡Qué precaución tan oportuna y laudable hubiese sido prohibirle la entrada!

Pero no. Los hombres se equivocan; nos equivocamos muchas veces. «Se puso detrás de El, junto a sus pies, llorando, y comenzó a bañar con lágrimas sus pies y los enjugaba con los cabellos de su cabeza, y besaba los pies y los ungía con el perfume» (Lc 7,38). El uso que esta mujer hace de su cabellera viene a ser, dentro del clásico y precioso simbolismo, la renuncia a su vida de pecado, a sus armas femeninas. «La mujer se honra dejando crecer su cabellera» (r Cor 11,15). En presencia de todos, públicamente, arroja por tierra y deshonra lo que hasta hoy constituyó su orgullo y su cebo. Entrega sus poderes, se humilla, se anonada. Su figura, por los suelos, es conmovedora. Pero el corazón de los hombres es un pedernal.

«Viendo lo cual, el fariseo que le había invitado dijo para sí: Si éste fuera profeta, conocería quién y cuál es la mujer que le toca, porque es una pecadora. Tomando Jesús la palabra, le dijo: Simón, tengo una cosa que decirte. El dijo: Maestro, habla. Un prestamista tenía dos deudores; el uno le debía quinientos denarios, y el otro, cincuenta. No teniendo ellos con qué pagar, se lo perdonó a ambos. ¿Quién, pues, le amará más? Respondiendo Simón, dijo: Supongo que aquel a quien perdonó más. Díjole: Bien has respondido. Y, vuelto a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua a los pies, mas ella ha regado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el ósculo de paz, y ésta ha ungido mis pies con perfume. Por lo, cual te digo que le son perdonados sus muchos pecados, por-que amó mucho. Pero a quien poco se le perdona, poco ama. Y a ella le dijo: Tus pecados te son perdonados. Comenzaron los convidados a decir entre sí: ¿Quién es éste para perdonar los pecados? Y dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, vete en paz» (Lc 7,39-50).

El pronóstico de los profetas ha tenido hoy su cumplimiento. Pero el castigo y la humillación tan breves han resultado, que apenas han podido ser advertidos. Inmediatamente ha acudido la gracia salvadora, el elogio de Jesús, esa mano que nos alza con tanta suavidad como energía, esa gracia que no se complace precisamente en hacer esperar, en hacer sufrir. Es más bien la gracia la que parece estar siempre esperando, incansable, pacientísima, tenaz en su amor tantas veces burlado; así espera el agua que se abra un pequeño portillo para anegarlo todo. Y si el alma atranca las puertas, irá la gracia empapando poco a poco, en silencio, la madera, hasta que un día derribe por completo todas las defensas. El castigo no dura, no se prolonga: consiste tan sólo en ese momento infinitesimal, teórico, que separa la existencia de pecado de la vida en gracia. El arrepentimiento no es ya castigo, es premio, es amargura dulce. El castigo se ejerció antes, mientras duró la culpa.

«Le son perdonados sus muchos pecados porque amó mucho».

¿Qué clase de amor fue éste? ¿Acaso se computa aquel amor que derrochó la pecadora en sus noches licenciosas? Bien sabemos que todo amor desarreglado viene a ser leña para el infierno. Pero ¿es que todo fue impuro en su vida de impureza? Nosotros simplificamos, generalizamos, reprobamos en bloque. Dios actúa de otra manera: tiene el extraño cuidado de anotar cualquier mínimo detalle aprovechable; da la impresión de ir corriendo, con voracidad, allí donde al mezquino corazón del hombre se le escapan unas migajas de bondad, de insólito desprendimiento, de pobre esperanza. ¿Quién sabe? Tal vez en esa vida rota hubo alguna entrega sin egoísmo, unas horas de compasión con alguien que sufría, quizá una efímera nostalgia de vida limpia y en orden, acaso la generosidad de destruir un rencor incipiente, o la confianza terca, inasequible a todas las decepciones, de encontrar el auténtico amor algún día... Todo esto era estimado cuidadosamente, avaramente, por el Señor. «Amó mucho». Los moralistas hablan, con extrema precisión, de obras muertas, obras mortificantes y obras mortificadas. Pero El es la resurrección y la vida. ¿Y las obras buenas? Se pueden humanamente medir, pero ¿quién medirá la escala a la cual Dios, porque ésa es su voluntad, traslada todas estas menudas obras?

Se le perdonó mucho porque amó mucho. Trátase, por su-puesto, de un amor de contrición que disponía al perdón. La parábola de los deudores habla de otro amor, amor de gratitud, consecuencia del perdón. El perdón, pues, sitúase entre dos amores: uno anterior y otro consecuente. Amor pondus y amor proemium, diría San Agustín. Y con estos amores de la mujer contrasta de modo muy elocuente la frialdad del fariseo. Este amaba poco: no precisamente porque se le había perdonado poco, sino porque creía que tenía poco para perdonar. El era un «justo»; no había menester, por consiguiente, de ser perdonado. Es decir, no tenía necesidad de amar...

El caso de Simón, claro está, no es el caso del inocente. El verdadero inocente discurre de otra forma: piensa que, si tiene menos pecados para perdonar, es porque un amor ante-cedente, el amor madrugador de Dios—que siempre ama «primero» (i Jn 4,io)—, le ha librado de caer. Y se siente doble-mente agradecido al médico, que no ha tenido que curarle porque previamente se ha ocupado de evitarle la enfermedad. Semejantes tratos de preservación le inundan de gratitud el alma. Ama mucho, como los mayores pecadores más arrepentidos. Sabe que éstos han recibido más gratuitamente, en cuan-to que, siendo dignos de pena, les fue otorgada la gracia; pero sabe también que él ha recibido un don mayor, más temprano y más incesante, en absoluto y en igualdad de circunstancias. Y siéntese movido a mayor amor.

El perdón de la prostituta fue proporcionado a su amor, y su amor de correspondencia guardó la medida del gran perdón experimentado. El amor y los pecados de Simón acaso tuvieron la estatura de un niño. De los inocentes no hablamos. Pero existe otra figura: el hombre que a sus muchos crímenes añade otro, el peor, la ingratitud por todo cuanto le ha sido perdonado.

 

2. Satán, el adversario

«Satán», «Belial», «Beelzebul», «Leviatán», «Lucifer», «Asmodeo», el «príncipe de este mundo», el «dios de este siglo», el «Espíritu malo», el «Maligno», el «Diablo», la «Antigua Serpiente»... La Escritura da muchos nombres propios al mal, al mal compacto, sustantivado, personificado. No sólo existe la posibilidad del mal, característica de una libertad en estado de prueba; no sólo existe la tendencia al mal, efecto de un primer pecado que taró a los hombres. Hay también un ser de-terminado y concreto que personifica el mal, que busca el mal por el mal.

Mucha gente se niega a creer esto. Y en su negación precisamente radica la gran victoria del demonio. André Gide, en Los monederos falsos, dice que Satán es un dios muy singular, que afirma su poder en la medida en que se le niega la existencia. Y se imagina una conversación con él, una conversación cuya primera frase, por parte del diablo, sería, sin duda, ésta: «¿Por qué me has citado? Tú sabes bien que no existo...»

El diablo existe. El evangelio relata varios encuentros de Jesús con él. Uno de los más significativos es aquel de la curación de un endemoniado en Gerasa. «Llegaron al otro lado del mar, a la región cíe los gerasenos, y en cuanto salió de la barca vino a su encuentro, saliendo de entre los sepulcros, un hombre poseído de un espíritu impuro, que tenía su morada en los sepulcros, y ni aun con cadenas podía nadie sujetarle, pues muchas veces le habían puesto grillos y cadenas y los había roto. Continuamente, noche y día, iba entre los monumentos y por los montes gritando e hiriéndose con piedras. Viendo desde lejos a Jesús, corrió y se postró ante El; y gritando en alta voz, le dice: ¿Qué hay entre tú y yo, Jesús, Hijo del Dios altísimo? Por Dios te conjuro que no me atormentes. Pues El le decía: Sal, espíritu inmundo, de ese hombre. Y le preguntó: ¿Cuál es tu nombre? El dijo: Legión es mi nombre, porque somos muchos. Y le suplicaba insistentemente que no le echase fuera de aquella región. Como hubiera por allí en el monte una gran piara de puercos paciendo, le suplicaban aquéllos diciendo: Envíanos a los puercos para que entremos en ellos. Y se lo permitió, y los espíritus impuros salieron y entraron en los puercos, y la piara, en número de dos mil, se precipitó por un acantilado en el mar, y en él se ahogaron» (MC 5,1-13).

He aquí un milagro que acarrea daños a los hombres: la pérdida de una piara de cerdos. Es el único prodigio que realizó Jesús causando un perjuicio material a alguien. Este per-juicio, sin embargo, viene a encuadrarse dentro de los propósitos generales de salvación. Convenía, en aquel momento, una señal visible y clamorosa de que los demonios habían salido derrotados y abandonaban aquel cuerpo que durante tanto tiempo habían tenido cautivo. Los cerdos ahogados, lo mismo que cualquier desgracia ocurrida en un terremoto o una inundación, se inscriben en los planes salvadores de Dios, el cual permite un daño menor con vistas a un beneficio mayor, un daño material o aparente al servicio de un bien espiritual o real.

Queda así sobradamente claro que los demonios viven so-metidos al imperio de Cristo. A pesar de que el contacto in-tenso con los persas había desarrollado y enriquecido la angelología de Israel, jamás los judíos habían adoptado aquella concepción dualista propia del mazdeísmo. Había, sí, ángeles buenos—«ángeles de la Faz», «ángeles del Ministerio»—y ángeles malos. Mientras los espíritus buenos consagraban su existencia a la adoración del rostro divino o al gobierno de los astros e intercambio de mensajes, los espíritus del mal venían manteniendo una actitud de franca y permanente oposición al Señor, mas nunca llegaban a constituir un poderío antípoda, una fuerza irreductible. Sabían muy bien los hebreos que nada puede tener existencia enfrente o al lado de Dios. Se trataba de criaturas caídas, sujetas en todo momento a la voluntad omnipotente. Satán hubo de pedir permiso para probar a Job, y Dios accedió: «Todo cuanto tiene lo dejo en tu mano, pero a él no lo toques» (Job 1,12). La misma autorización fue necesaria para que, en el momento de la pasión, tentase a los apóstoles, «cribándolos como trigo» (Lc 22,31). No existe ningún poder que «no haya sido concedido de lo alto» (Jo 19,11).

El diablo posee unas facultades limitadas, exactamente las que Dios, en cada caso, se digna concederle. Semejante poder él lo emplea para luchar contra Dios difundiendo el mal, seduciendo a los hombres con objeto de que consientan en el mal. Por eso es denominado «el tentador» (Mt 4,3; 1 Tes 3,5). En sus tentaciones utiliza el engaño, ya que sólo puede cautivar presentando bienes falaces, prometiendo una ciencia equiparable a la de Dios (Gén 3,5), o el placer insondable de la carne (1 Cor 7,5), o la dominación del mundo (Mt 4,8). Toda su seducción estriba en la mentira. Cristo lo llama «mentiroso» y «padre de la mentira» (Jn 8,44), puesto que por él penetró la mentira en el mundo, por su malhadada gestión, por las malas y torcidas artes que usó con los primeros padres el día que a ellos se dirigió revistiendo la forma de serpiente. Serpiente: animal «escurridizo y tortuoso» (Is 27,1); de lengua bífida, partida, apta para simbolizar las palabras dobles, las intenciones corruptoras. La lengua del hombre mendaz es «como navaja afilada, artífice de engaños» (Sal 52,4). Lengua doble, corazón doble: «hablan con labios fraudulentos y con doblado corazón» (Sal 12, 3). Reino del diablo, el mentiroso.

Si el poder del diablo es todo mentira y vanidad, no es menos cierto que la mentira constituye precisamente su poder. Sus secuaces afirman: «Nos hemos hecho de la falacia abrigo, de la perfidia refugio» (Is 28,15). La eficacia de la mentira se apoya sobre el valor de la verdad, lo mismo que rueda la moneda falsa gracias a la validez de la moneda legítima. Por eso la mentira es una palabra que ha usurpado sus derechos a la verdad de Dios y se erige en palabra autónoma. El mendaz, ensoberbecido, exclama: «Con nuestra lengua do-minaremos; nuestros labios son nuestros, ¿quién podrá ser nuestro dueño?» (Sal 12,5). He aquí la malignidad de la mentira, la cual, antes de ser torvamente utilizada para la consecución de ciertos provechos, significa ya un atentado contra la soberanía de Yahvé.

La mentira será siempre el distintivo de Satán, «que se disfraza de ángel de luz» (2 Cor 11,14), y será en todo momento la característica de sus seguidores, «que vienen con vestiduras de ovejas, mas por dentro son lobos rapaces» (Mt 7,15). Los ídolos son demonios (1 Cor 10,20) y los ídolos son mentira (Am 2,4).

La impostura es la única arma del demonio. Tienta pro-metiendo lo que no puede cumplir, cubriendo de purpurina el horror, velando cuidadosamente el fracaso, enmascarando la ley, descoyuntando las palabras, levantando humo. Miente, además, como un hábil esgrimidor: amenazando en un sitio para herir en otro. A quien quiere hacer caer en lujuria, unas veces le pinta deleites fastuosos e inacabables, otras veces le persuade de la inutilidad de toda resistencia, pero en muchas otras ocasiones—diestro esgrimidor, avezado—lo tentará con-venciéndole de que, por caridad, tiene que atender a esa persona, tiene que aproximarse a ella, no puede negarle un con-suelo... Cuando sabe que el pecado carnal es improbable, hace que el inicuo abandono de una criatura necesitada de socorro se vista con las galas de una victoria inane sobre la carne, para luego provocar al vencedor a soberbia. O también simula que tienta, cuando en realidad no quiere tentar, sino simplemente robar la paz, desasosegar el alma, estorbarle la oración, hacerle desconfiar de Dios, correr un velo de vergüenza que impida la transparencia de la dirección espiritual... Su nombre es «padre de la mentira».

Su nombre es asimismo «príncipe de este mundo» (Jn 12,31; 14,30; 16,11). Pablo le llama, de forma equivalente, «dios de este siglo» (2 Cor 4,4). Su influencia perversa denomínase «espíritu de este mundo» (1 Cor 2,12).

Mundo, palabra ambigua, según más adelante explicaremos. «Hay dos mundos—dice con magistral simplificación San Agustín—: uno que hizo Dios, otro que gobierna el demonio» 2. Ahora hablamos de este último, del «mundo que estriba en el Malo» (1 Jn 5,19).

Satán «fue precipitado sobre la tierra, y sus ángeles con él» (Ap 12,10). El mismo Cristo confesó: «Yo vi a Satán caer del cielo como un rayo» (Lc 1(D,18). Su castigo era «recorrer los lugares áridos en busca de reposo» (Lc 11,24), «volando por los aires» (Ef 6,12), «príncipe de las potestades aéreas» (Ef 2,2). Pero el hombre, al pecar, le dio acogida en la cámara de su corazón. Y así el hombre hízose esclavo suyo, puesto que «uno es esclavo de aquel por quien ha sido vencido» (2 Pe 2,19). Después Adán, esclavo, engendró esclavos. De este modo, «el

2 Enarr. in Ps. 96,14: ML 37,1841

espíritu ejerce ahora su acción en los hijos de la rebeldía» (Ef 2,2). Su poderío, por consiguiente, se extiende sobre la faz del mundo hasta donde llegan los límites del pecado humano. Tentar y vencer significa para él dilatar sus posesiones. Merced a esta dominación suya en la tierra, se le denomina «príncipe de este mundo», y la voz terrestre ha venido a ser opuesta a celeste: las dos ciudades.

Pero este mundo no es adquisición suya total ni definitiva. De ahí que la palabra mundo sea usada por el mismo Jesús en dos acepciones completamente diversas. Una vez nos dice: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único» (Jn 3, 16), mientras Juan vivamente recomienda: «No améis el mundo ni nada de lo que hay en el mundo; si alguien ama el mundo, el espíritu del Padre no está con él» (1 Jn 2,15). Por una parte, Jesús no ha venido a juzgar al mundo, sino a salvarlo (Jn 2,17), pues El es el salvador del mundo (Jn 4,42), el pan que da la vida al mundo (Jn 6,33), la luz del mundo (Jn 8,12). Lo cual no impide, por otro lado, que en distintas ocasiones afirme que El ha bajado al mundo para un juicio (Jo 9,39), que con su muerte llega el juicio de este mundo (Jn 12,31), que su Espíritu argüirá al mundo de pecado, de justicia y de juicio (Jn 16,8). He aquí la explicación: el mundo es juzgado y condenado por la expulsión de su príncipe (Jn 12,31) y es salvado en cuanto que son salvados los «elegidos» que en él habitaban y no fueron sacados del mundo (Jn 17,15).

No puede el mundo ser librado mientras permanezca sien-do mundo, gobernación del Maligno. Pero se salvará en cuanto abjure de su príncipe y se someta al amor del Padre. Esta será la porción de los elegidos. Para dicha labor, Jesús se prepara sus hombres, los cuales, aunque aborrecidos por el mundo (Jn 17,14), son enviados al mundo (Jn 17,18), «al mundo entero» (Mc 16,15), para ser ellos también la luz del mundo (Mt 5,14), como El mismo lo fue (Jn 8,12). Brillarán «como antorchas en el mundo, en medio de esta generación mala y perversa» (F1p 2,15).

El hombre, al aceptar la luz, se salva, sacude los grilletes de su cautividad. Por obra y gracia de Dios. Sólo Dios sabe qué diferencia concreta existe entre el pecado del ángel y el pecado humano. Los actos de un espíritu puro no están so-metidos al tiempo, al lento raciocinio, a la movilidad de la imaginación, a la fascinación de los sentidos; por eso tienen tal plenitud, fijeza e irrevocabilidad. Por eso mismo, sus peca-dos son tratados de muy distinta manera por el Señor. «Dios odia al que sedujo al hombre; pero del seducido, poco a poco se compadeció» 3. Dios incluso va a luchar contra el demonio y vencerlo haciéndose El mismo hombre, valiéndose de «la descendencia de la Mujer» (Gén 3,15). El adversario de Dios es nuestro adversario (1 Pe 5,8). El pecado del mundo será la condenación del diablo y la glorificación del Hijo del hombre: así argüirá el Espíritu (Jn 18,8-11).

Toda la vida pública de Cristo fue lucha a muerte contra Satán, «el enemigo».

Comienza con el episodio de las tentaciones, y se transforma en lid abierta desde los primeros sermones, cuando el «fuerte» que acupa la morada siente los pasos del «más fuerte» en torno a sus dominios. Ya en la aurora del ministerio, «Cris-to predicaba en las sinagogas y arrojaba los demonios» (Mc 1, 39). La voz del diablo es la voz del furor y la rabia de quien siente sus propiedades en peligro: «¿Qué tienes que ver tü con nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos?» (Mc 1,24). En la parábola de la cizaña, Cristo afirma que la mala simiente, cuyo destino es sofocar el trigo, no la trajeron al sembrado los pájaros ni el viento, sino que fue arrojada allí por «el enemigo» (Mt 13,25). En la parábola del sembrador, «viene el Maligno y arrebata lo que se había sembrado» (Mt 13,19).

La ferocidad de Satán redoblóse en la pasión, la «hora del poder de las tinieblas» (Lc 22,53). Para esa hora, en que el adversario iba a zarandear a los discípulos, había rogado fervorosamente el Señor (Lc 22,31-32). Cuando éste advirtió a Pedro de los riesgos que iban a correr, «ya Satán había entrado en Judas, llamado Iscariote» (Lc 22,3). La vida del Salvador queda así resumida en los Hechos: «Pasó haciendo el bien y librando a todos los oprimidos del demonio» (Act ro,38). Juan explica el porqué de la encarnación: «Para esto vino el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo» (1 Jn 3,8). Cristo es la verdad (Jn 14,6), y la verdad no puede convivir con «el padre de la mentira».

3 SAN IRENEO, Adv. haer. 3,23: MG 7,964.

Muy a pesar suyo, el demonio, vencido y acorralado, tenía que reconocer el poder superior de Cristo. Tenía que abandonar sus posesiones (Mt 8,16; 9,32-33; 17,18; Mc 1, 25-26). Se veía incluso obligado a testimoniar acerca de Jesu-cristo: «Tú eres el Santo de Dios» (Mc 1,24), «Tú eres el Hijo de Dios» (Lc 4,41).

Ya sabemos, sin embargo, que este título no declaraba la naturaleza divina de Jesús; era, en aquel momento, simplemente un título mesiánico. El mismo versículo de Lucas lo explica: «conocían (los demonios) que El era el Mesías».

Dios ocultó a Satán el rango divino de su Hijo. Fue ésta la «astucia» de la que hablan los Padres: esconder el anzuelo de la divinidad tras el cebo de la humanidad vulnerable. Fue la justa respuesta a la astucia utilizada por el Maligno en el paraíso. Con esto se enlaza aquella concepción de la muerte de Jesús como acción ilegal del diablo, acción que sobrepasaba sus derechos: él poseía poder y mando sobre los pecadores, pero, al ejercerlo indebidamente sobre el Justo, incurrió en desafuero y viose despojado de toda dominación y facultad. Los Padres hacían así aplicación de un principio vigente en el Derecho romano; según este principio, quien era encarcelado por insolvente, perdía ya sus títulos de acreedor sobre todo cuanto a él le era adeudado. Discurre San Agustín: «¿Cuál es la justicia por la cual fue vencido el diablo? La justicia de Jesu-cristo. ¿Y cómo fue vencido? No existiendo en El cosa digna de muerte, con todo, lo mató. Era, por tanto, justo que quedasen libres los deudores que retenía, en virtud de la fe en Aquel a quien sin ninguna deuda había dado muerte» 4. Hay que guardarse mucho, sin embargo, de atribuir en ningún momento al demonio verdaderos y legítimos derechos. San Anselmo atajó esta corriente de pensamiento, que amenazaba ser muy desorientadora: «Nada debe Dios al demonio sino únicamente el castigo; el hombre le debe la batalla; todo cuan-to el hombre ha de entregar, lo debe a Dios y no al demonio» 5.

Satán, al entorpecer y destruir la posibilidad mesiánica de Cristo en su versión tranquila, incruenta, dio cauce precisa-mente a la gran obra redentora. El pecado de desobediencia de los hombres—dependiente de la primitiva desobediencia dia-

l De Trin. 13,14: ML 42,1028.
5
Cur Deus homo
2,20: ML 158,430.

bólica; los hombres son «hijos de la desobediencia» (Ef 2,2; 5,6) a la vez que «hijos del diablo» (1 Jn 3,1o)—fue abolido por Aquel que «se hizo obediente hasta la muerte» (Flp 2,8 . Así «Cristo destruyó con la muerte la potencia del que tenía el imperio de la muerte, es decir, el diablo» (Heb 2,14-15). Su trofeo de victoria trocóse en instrumento de ignominia. El oráculo del profeta decía concisamente, maravillosamente: « ¡Oh muerte, yo seré tu muerte!» (Os 13,14). Refiriéndose al momento de su pasión, había prometido Jesús: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera» (Jn 12,31).–Esta manera de vencer, aceptando previamente una especie de derrota metódica, correspondía al «anonadamiento» (Flp 2,7) de su encarnación tal como fue llevada a cabo; estaba inspirada en aquel designio divino de lograr la victoria, no por una explosión de poder absoluto, sino por el camino bajo de la debilidad y el amor.

Continúa, no obstante, detentando Satán cierto poderío sobre el mundo, en la medida en que los hombres, mientras permanecen en sus pecados, se niegan a apropiarse los frutos de la redención. Sólo tiene poder ya sobre los que voluntaria-mente se entregan a él. Si esta entrega supone un abandono de la dulce libertad de Jesucristo, libertad que conocieron y traicionaron, se crea en ellos luego un estado de servidumbre mucho peor. «Cuando un espíritu impuro sale de un hombre, recorre los lugares áridos buscando reposo, y, no hallándolo, se dice: Volveré a la casa de donde salí. Y, viniendo, la encuentra barrida y aderezada. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él y, entrando, habitan allí, y vienen a ser las postrimerías de aquel hombre peores que los principios» (Le 11, 24-26). Sobre aquellos otros, en cambio, que se han adherido fuertemente a Cristo y viven de su vida, ninguna autoridad posee el Maligno, «porque el que está en vosotros es mayor que el que está en el mundo» (1 Jn 4,4).

Esta época en la que Satán trata, con insidias y violencias, de atraernos a su reino de muerte, se nos antoja larga y penosa. Pero tengamos coraje y esperanza: «pronto» habrá pasado (Ap 3,11; 22,7). Este pronto, que al corazón amenazado tan interminable le resulta, es menos que un suspiro, menos que nada, en comparación de la eternidad victoriosa, que se abrirá con un magnífico clamor: «Entonces se manifestará el Inicuo, a quien el Señor Jesús matará con el aliento de su boca, destruyéndole con la gloria de su venida» (2 Tes 2,8).

 

3. El pecado imperdonable

No pudiendo los fariseos negar el poder soberano de Jesús sobre los espíritus del mal, difundieron, despechados, la peor explicación: «Este arroja los demonios en nombre de Beelzebul, príncipe de los demonios» (Mt 12,24). Toda su saña y todo su resentimiento se hallan aquí contenidos, en esta acusación infame. La frase tiene incluso esa punta acerada que largamente afila el odio de los impotentes: Beelzebul —no Satán, título de oscura grandeza, tétrico, solemne--era el sobrenombre irrisorio del diablo, «dios de las moscas», «dios de la basura».

Serenamente, irrefutablemente, Cristo les contesta: «Todo reino dividido contra sí se arruinará, y cualquier ciudad o casa dividida contra sí no resistirá. Si Satanás echa a Satanás, dividido está contra sí. ¿Cómo podrá resistir su reino?» (Mt 12, 25-26). Jesús sabe, no obstante, que ni esta razón ni otra ninguna tienen validez bastante para quien está endurecido en el mal y tercamente se mantiene en su ceguera. «Por esto os digo: Todo pecado y blasfemia les será perdonado a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. Quien hablare contra el Hijo del hombre será perdonado; pero quien hablare contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero» (Mt 12,31-32).

La «blasfemia contra el Espíritu Santo» no es, evidente-mente, una palabra injuriosa pronunciada contra la tercera Persona. Significa—el contexto es imprescindible—el pecado de aquellos hombres que atribuían los milagros de Jesús, tan a las claras realizados por la virtud o Espíritu de Dios, al poder del príncipe de los demonios. Semejante pecado no era, desde luego, irremisible por su peculiar gravedad, sino porque de-mostraba una disposición tal de la mente, que venía a ser de suyo incompatible con el perdón: el camino que se les otorgaba para creer, ellos voluntariamente lo obstruían y se situaban allí donde la misericordia y la salvación no podían alcanzarles.

Cristo establece una importante diferencia entre la blasfemia contra el Espíritu Santo y la blasfemia contra el Hijo del hombre. Insistimos en que la diversa gravedad de una y otra blasfemia nada tiene que ver con la mera distinción de las personas divinas. La blasfemia contra el Hijo del hombre consiste en negar calidad divina a la persona de Jesús en cuanto ésta presentábase a los ojos velada y reducida a su pura humanidad. El Jesús carpintero e hijo de carpintero, que comía y descansaba, que era conocido como hermano de Santiago, Judas y José. La obstinación en rehusarle una superior categoría significaba realmente una actitud digna de censura, pero mucho más excusable que la de quienes, tras haber presencia-do sus insólitas maravillas, no sólo se negaban a reconocerlo como Dios, sino que lo emparentaban directamente con el Maligno: «tiene espíritu inmundo» (Mc 3,30), «estás poseído del demonio», «tienes demonio», «estás endemoniado» (Jn 7,20; 8,48.52).

Pablo, en su vida anterior, había blasfemado contra Cristo y había trabajado mucho para hacer blasfemar a los creyentes (Act 26,11); pero esto era cuando conocía a Cristo únicamente según la carne (2 Cor 5,16). Por eso su pecado fue menor y obtuvo completa indulgencia; y ya después nunca traicionó a su Señor Jesucristo. Pero «quienes, una vez iluminados, gustaron el don celestial y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, gustaron de la dulzura de la palabra de Dios y los prodigios del siglo venidero y cayeron en la apostasía, ésos es imposible que sean renovados otra vez en la penitencia» (Heb 6,4-6).

Pecar contra el Espíritu Santo. ¿No es el perdón, puesto que es obra de bondad, una obra propia del Espíritu Santo? Blasfemar contra El es blasfemar exactamente contra el atributo de Dios que perdona. ¿Qué perdón puede caber para el alma cuyo pecado precisamente consiste en eso, en rechazar el perdón? El pecado irremisible es el pecado postrero, la im-penitencia final, esa dureza que anticipa ya en esta vida la actitud que se perpetuará por los siglos de los siglos. La muerte no cambia sustancialmente, en el fondo, en la raíz, nada: simplemente fija en sus víctimas, como ocurre con los electrocutados, su postura para siempre.

 

4. Los enviados de Jesús

Los llamados un día por Cristo van a ser ahora los enviados de Cristo. «Escogió a doce para que anduviesen con El y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14). Muchas leguas y meses han andado ya con El. Ahora van a partir, de dos en dos, para varios días, a predicar: a repetir lo que han oído de su Maestro. Ahora van a ser verdaderamente apóstoles, enviados, partícipes del apostolado de Cristo: «Como el Padre me envió, así os envío yo a vosotros» (Jn 20,21).

«Habiendo convocado a los doce, les dio poder sobre todos los demonios y de curar enfermedades, y los envió a predicar el reino de Dios y a hacer curaciones» (Lc 9,1-2). Actúa Cris-to con soberano poder: transmitiendo su poder a quien quiere. Profetas hubo que poseían facultades extraordinarias, pero eran incapaces de comunicarlas a otros. Cuando Elías iba a dejar este mundo, rogóle su discípulo Eliseo le hiciera depositario de su espíritu, pero el profeta, vacilante, contestó: «Es muy difícil lo que me pides. En fin, si, cuando me arrebaten de tu lado, me vieres, sucederá lo que deseas; si no me vieres, será señal de que no se te concede» (2 Re l t, to). Elías no podía delegar en otro hombre aquello que a título personal e in-transferible le había sido otorgado. Tampoco Eliseo, más tarde, supo entregar a Giezi el poder de resucitar al hijo de la Sunamitis (2 Re 4,31): su báculo no era una vara de maravillas que pudiera, según su gusto, ceder a otros. Jesucristo, en cambio, transmite a sus discípulos las facultades que juzga oportunas, simplemente porque las posee como propias, como único dueño y señor. Que hagan, pues, ellos uso conveniente de tales virtudes. Son virtudes que engendran gozo y admiración, pero no constituyen lo principal. Cuando, después de una misión muy similar a ésta, regresaron los setenta y dos discípulos «y le decían contentos: Señor, hasta los demonios se nos so-meten en tu nombre», Jesús les contestó: «Pero no os regocijéis de esto, de que los espíritus se os sometan; regocijaos más bien de que vuestros nombres están escritos en el cielo» (Lc 10, 17.20). Los carismas valen mucho menos que la gracia de elección. Lo que permanece es superior a lo efímero. El amor significa indeciblemente más que el poder. Que no olviden esto.

«A estos doce los envió Jesús después de haberles instruido en estos términos: No vayáis a los gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel, y en vuestro camino predicad diciendo: El reino de Dios se acerca» (Mt 10,5-7).

En esta breve recomendación advertimos dos notas muy importantes: el ámbito de su apostolado y el contenido de su mensaje. Ambas cosas demuestran que la misión es aún precaria, que estamos todavía en un tiempo «no cumplido». Los límites territoriales que aquí tan estrictamente se señalan contrastan con la amplitud de la consigna que habrán de recibir más tarde: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). Son límites tenidos también muy en cuenta por el mismo Cristo: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24). Después, en cambio, 'proclamará: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes» (Mt 28,18-19). ¿Qué es lo que entre ambas consignas acontece, la una tan ceñida y la otra ilimitada? Media, entre uno y otro momento, nada menos que la glorificación del Hijo, suceso capital: «Así estaba escrito: que el Mesías padeciese y al tercer día resucitase de entre los muertos, y que se predicase en su nombre la penitencia para la remisión de los pecados a todas las naciones» (Lc 24,46-47).

La muerte y resurrección de Cristo constituyen también el único motivo de que la predicación de los apóstoles tenga, antes y después, tema tan diverso. Ahora su mensaje es éste: «El reino de los cielos se acerca»; exactamente como venía Cristo anunciando: «El reino de Dios está próximo» (Mc 1,15). Pero luego los apóstoles habrán de ser los heraldos de un reino ya establecido, de una salvación cumplida. Más que maestros de una enseñanza, serán divulgadores de un acontecimiento: «testigos de la resurrección» (Act 1,22). «Los apóstoles atestiguaban con gran poder la resurrección del Señor Jesús» (Act 4,33), de tal modo que este testimonio será la razón exclusiva de su apostolado (Act 2,32; 3,15; 5,32). Pablo no predica otra cosa: «Os he transmitido, como enseñanza funda-mental, lo que yo mismo he recibido: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, que resucitó al tercer día según las Escrituras» (1 Cor 15,3-4).

La diferencia entre la predicación posterior y este ensayo misionero en vida de Jesús es trascendental. Ahora predican la inminencia del reino y el arrepentimiento, sin mencionar a Cristo. En los días de la Iglesia seguirán predicando, por su-puesto, penitencia, pero será ya una penitencia «en su nombre», en nombre de Cristo (Lc 24,47). El contenido del mensaje, genéricamente descrito, lo integrarán «las cosas relativas a Jesús» (Act 18,25; 28,31). Proclamarán, ante todo y sobre todo, la muerte y resurrección del Salvador, y a este hecho, expuesto siempre en lugar destacado, habrán de subordinarse las restantes enseñanzas. Este es el evangelio, la buena noticia que es menester difundir. Los apóstoles serán, por encima de toda otra consideración, los testigos de Cristo (Act 1,8; 13,31; 22,15).

La resurrección les permitirá igualmente ejercer facultades hasta entonces ignoradas. En contraste con el poder de curación corporal que ahora les es conferido, luego recibirán poderes espirituales de índole muy superior: «En verdad os digo, cuanto atareis en la tierra será atado en el cielo, y cuanto des-atareis en la tierra será desatado en el cielo» (Mt 18,18).

La misión que hoy nos ocupa fue sin duda, como aquella de los setenta y dos discípulos, una empresa de mucha alegría y carente de dificultades. Después no será así. Cristo ya les amonestó: «os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas. Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los sanedrines y en sus sinagogas os azotarán. Seréis llevados a los gobernadores y reyes por amor de mí, para dar testimonio ante ellos y ante los gentiles» (Mt 10,16-18). Si ahora no hace falta siquiera que lleven bastón (Mt to,ro), aquel día habrán de proveerse de espada, aunque para adquirirla tengan que empeñar el manto (Lc 22,36). Entre uno y otro apostolado media la muerte de Cristo, y los apóstoles deberán andar «llevando siempre en su cuerpo la muerte de Jesús, para que se manifieste la vida de Jesús» (2 Cor 4,10). Harán su tarea con agobios, «en debilidad, temor y mucho temblor» (1 Cor 2,3), desprovistos de todos los medios que el mundo estima, constantemente aborrecidos por el mundo (Jn 17,14).

La vida no será fácil. Padecerán la tentación de «la palabra halagadora y la vida mundana» (1 Cor 4,3), en vez de predicar «a Cristo, y a éste crucificado» (1 Cor 2,2). Su responsabilidad es grave en extremo, y traicionar la misión recibida sería mortal. Ezequiel advierte: «Si, habiendo tú amonestado al malvado, no se convierte él de su maldad y perversión, morirá en su iniquidad y tú habrás salvado tu alma» (Ez 3,19); «pero si el vigía, por el contrario, viendo llegar la espada, no da la señal para que la gente se aperciba, y, llegando la espada, hiere a alguno de ellos, éste quedará preso en su propia iniquidad, pero yo demandaré su sangre al vigía» (Ez 33,6).

Los intereses de Jesús reclaman de su ministro una vida tal que por sí misma, por su esencial oposición al mundo, forzosamente acarrea el deshonor y la persecución. El predicador, angustiado, pregúntase más de una vez: ¿No se podrán mitigar un poco esas exigencias? ¿No habrá modo de amortiguar las palabras, de hacer que no suenen tan crudas y ásperas? ¿No cabrá una evolución hacia «los términos persuasivos de la humana sabiduría»? (1 Cor 2,4). No, en absoluto; quienes así obren serán «enemigos de la cruz de Cristo» (F1p 3,18). El peligro de acomodar el mensaje a los deseos de la carne será un peligro constante y a menudo penoso. Si se cae en él, la sal pierde su virtud y los corazones se corrompen. No hace falta para ello apostatar, ni siquiera dar del todo la razón al espíritu del mundo. Basta simplemente una leve adaptación, una pequeña transigencia mental, una sagacidad cobarde. Santa Teresa confesará un día que las almas se condenan «porque tienen mucho seso los que predican» 6.

La verdad, la desnuda, resplandeciente, íntegra verdad, por encima de todo. Son los apóstoles los ministros de la palabra (Act 6,4), y su deber consiste en conservarla pura (2 Cor 2,17). Pese a quien pese y aunque suscite escándalos. «Si el escándalo nace de la verdad, antes se ha de sufrir el escándalo que hacer traición a la verdad» 7. El silencio es traición, porque es fuga. Concisamente recrimina San Agustín al predicador que no flagela cuando debe hacerlo: «Huiste al callar, has callado por temor; el temor es la huida del alma» 8.

6 Libro de la Vida c.16 n.7.
7
SAN GREGORIO MAGNO, In Ez. 1,7,5: ML 76,842.
8
In lo. Evang. 46,8: ML 35,1732.

Que no teman, sin embargo, los apóstoles por ese escrúpulo de no saber hablar como tienen que hablar. El único posible temor es que se resistan a decir lo que saben y deben decir. De lo demás, no hay cuidado. Son flacos, ignorantes, pero no importa. También Jeremías adujo ante el Señor el inconveniente de su debilidad: « ¡Ah, Señor Yahvé! Yo no sé hablar. Soy todavía un niño». Pero Yahvé le contestó: «No digas que eres todavía un niño; irás a donde te envíe yo y dirás lo que yo te mande» (Jer 1,6-7). Jesús exhorta igual-mente a sus discípulos, dándoles ánimos: «No os preocupéis de cómo o qué habéis de decir, pues se os comunicará en aquella hora lo que hayáis de hablar; no seréis vosotros los que hablaréis, será el Espíritu de vuestro Padre quien hablará en vosotros» (Mt 10,19-20).

Interesa, sobre todo, que os penetréis bien de este pensamiento: sois mis mensajeros; ni yo os puedo abandonar ni vosotros tenéis derecho a desfigurar mi recado. Haremos causa común: «E1 que a vosotros oye, a mí me oye, y quien os desprecia, a mí me desprecia» (Lc 1o,16). Si os persiguen y calumnian, es a mí a quien calumnian y persiguen. Acordaos de lo atinadamente que habló Moisés: «Yahvé ha oído vuestras murmuraciones, que van contra Yahvé; porque nosotros, ¿qué somos, para que murmuréis contra nosotros?... No van contra nosotros vuestras maledicencias, sino contra Yahvé» (Ex 16,7-8). Os defenderé, sostendré vuestro corazón, moveré vuestra lengua, dormiré junto a vosotros en la cárcel, y con vuestra misma sangre, vertida en mi honor, mezclada a mi propia sangre preciosa, os haré un manto de púrpura, un manto de gloria. Vosotros, a cambio, tenéis que predicarme fielmente. Así como yo no dije nada por mi cuenta, sino sólo lo que oí del Padre, así también vosotros habéis de cuidar mucho de no mezclar una sola palabra de vuestro acervo, que podría ser quizá bella e inteligente, pero que no será en verdad más que agua echada al vino.

Quiero que os persuadáis de que, por vosotros mismos, no valéis nada. Cuando levantéis la mano para perdonar, será mi mano la que se alza; cuando consagréis el pan, serán mis palabras las que lo transformen en mi cuerpo. Diréis yo sabiendo que soy yo quien hablo. Los frutos no os pertenecen. «Porque en esto es verdadero el proverbio: que uno es el que siembra y otro el que siega. Yo os envío a segar lo que no trabajasteis; otros lo trabajaron y vosotros os aprovecháis de su trabajo» (Jn 4,37-38). Nada os reservéis para vuestra gloria o consuelo. «Habéis recibido gratuitamente, dad también de balde» (Mt io,8). Con esto quiero preveniros contra todo orgullo y, a la vez, contra todo tipo de avaricia. Buscar amor para vuestro propio disfrute es robarme el pan.

Y desconfiad de todo medio humano. Mi verdad ha de ir siempre en vehículos pobres, envuelta en una última oscuridad que haga posible la fe. No uséis de violencia alguna. La debilidad es mi distintivo desde la encarnación, y nada hay que más aborrezca que todo aquello que puede embarazar la libertad de mis hijos.

 

5. Cristo errante

Son pocas, pero son suficientes, las frases en que el evangelio habla de la popularidad de Jesús en los primeros tiempos de su ministerio. Son suficientes para ofrecernos un cuadro, dentro de su modestia, estimulante y ejemplar; para permitirnos durante unos momentos soñar con lo que hubiese podido ser el triunfo del Mesías, cordialmente admitido y aclamado. Otro rumbo, otra redención, otra alegría...

«Enseñaba en las sinagogas, alabado de todos» (Lc 4,15). «Venían a El todas las gentes, y les enseñaba» (Mc 2,13). «Su fama se extendía por todos los alrededores» (Lc 4,37). «Le seguían turbas numerosas de Galilea, Decápolis, Jerusalén y Judea y del otro lado del Jordán» (Mt 4,25). «Le decían: Todo el mundo te busca» (Mc 1,37). ¿Quién no se ha entretenido alguna vez en coleccionar todas estas frases para inventar una nueva, absurda y bellísima Vida de Cristo? Son éstas y otras pocas frases las que repetidamente, en silencio, manejamos y volvemos a manejar pensando en lo que un día, sin duda alguna, fue hermosamente posible. San Juan Crisóstomo dice que, «si se hubieran afirmado en esta actitud—aceptando a Cristo como a un hombre extraordinario venido del cielo—, poco a poco habrían progresado hasta reconocer en El al Hijo de Dios» 9.

9 In Mt. hom. 29,3: MG 57,361.

Días claros de Galilea, cuando la jornada concluía con un dulce cansancio. Lo que de dicha humana es posible y verosímil en Cristo, la minúscula dicha del día que transcurre, la dicha compatible con la previsión de un mal desenlace, esa dicha la conoció Jesús en su amable Galilea. Allí marchó de niño bien pequeño, precisamente porque parecía una región más resguardada y acogedora que su Judea natal (Mt 2,22). Cuando, en el último noviembre de su vida, dio el adiós definitivo a ese país y tomó el camino de Perea, ¿qué sentimientos flotaron, por encima de los demás, en aquel corazón suyo, tan herido como agradecido?

En Nazaret había vivido años luminosos. Era, como Mateo precisa, «su tierra» (Mt 13,54). Carecía Jesús, ciertamente, de esa valiosa defensa contra el sufrimiento que es, para todos nosotros, la ignorancia y el egoísmo; El sufrió mucho más que un mortal ordinario porque el núcleo de su alma era más puro y vulnerable, porque estaba desprovisto de contravenenos. Pero no es menos cierto también que su exquisita sensibilidad revelábase más porosa a todos los pequeños efluvios de la bondad y también a las hermosuras sencillas de la tierra, a los colores y olores del campo. Nazaret: la madre, José, las calles, los amigos. Del mismo modo que nos resulta más fácil imaginarnos la cara de Jesús niño sirviéndonos para ello de los datos que alguna infancia sumamente casta nos ha suministrado —mucho más fácil que imaginarnos su rostro de hombre adulto, tan distinto de todos los rostros humanos, vejados por la malicia—, así también creemos que a Jesús le fue más hacedera y gustosa la amistad durante los días de su niñez, la amistad con los otros niños, los cuales no habían tenido aún ocasión de conocer el verdadero pecado. Sus amigos. Sus primos. Después fue todo ya distinto. Llegó un día en que los parientes le trataron de loco (Mc 3,21) y rompieron violentamente con El. Llegó un día en que sus paisanos, resentidos porque en Nazaret no hacía los prodigios que obraba en Cafarnaúm, lo arrastraron hasta un precipicio con el propósito de darle muerte (Lc 4,29-30). Su madre, María, debió de sufrir lo in-decible. Con suavidad, muy poco a poco, se las arregló para que al menos los familiares más inmediatos acabaran poniéndose al final de parte de su hijo (Jn 19,25). Y aquella tarde en que se apoderaron de El para despeñarlo, la Virgen tuvo el alma en vilo y creyó morir. Todavía se muestra a la contemplación de los peregrinos el lugar donde se supone ocurrió el atentado, el pico de Gebel el-Qafse y aquel otro, muy próximo, donde los tiernos y broncos medievales erigieron una capillita a Santa María del Espanto. Juan escribió con valor universal: «Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron» (Jn 1,11). Pensando en Nazaret, subrayemos dos veces la palabra suyos y también, dos y más veces, el no le recibieron.

Las tres ciudades especialmente vinculadas a la vida de Cristo fueron para El inhospitalarias y crueles: Belén, donde nació, hubo de abandonarla muy pronto huyendo de los sanguinarios designios de Herodes; de Nazaret tuvo también que escapar, milagrosamente, para conservar la vida; y en Jerusalén, la ciudad donde tanto predicó y tantos milagros hizo, había de acabar sus días rodeado del mayor desprecio, de la ignominia que no tiene nombre. Hubo otra población registrada en el evangelio como «su ciudad» (Mt 9,1): Cafarnaúm. Centro pesquero asentado al borde del lago, no lejos de la desemboca-dura del Jordán; municipio de aduanas, limítrofe entre el territorio de Antipas y el de Filipo. Ciudad que Jesús eligió como sede habitual y punto de referencia de todas sus correrías, pueblo en el cual realizó mil maravillas y prometió su dádiva mayor... Ciudad, sin embargo, que acabó siéndole hostil hasta el punto de provocar la gran maldición: «Cafarnaúm, ¿por ventura te levantarás hasta el cielo? ¡Hasta el infierno vas a bajar!» (Lc 10,15).

Cafarnaúm fue al principio de su vida pública lo que fue Betania en los últimos días (Mt 21,17-18; 26,6): un lugar de partida para sus empresas apostólicas más que un sitio de habitación permanente. ¿Es que tuvo acaso Cristo en alguna parte morada fija? «Las raposas tienen cuevas, y las aves del cielo tienen nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). Quien nació, por azar, en la etapa de un viaje y, muy niño aún, viose obligado a emigrar al extranjero, había de hacer toda su vida pública como un vagabundo, como un mendigo, sin hogar propio, durmiendo allí donde la noche le sorprendía. No poseyó casa, no gozó de la dulzura de unas paredes familiares y un lecho acostumbrado. En Betania dormía en casa de Lázaro; en Cafarnaúm se hospedaba en casa de Pedro o de Mateo. Su verdadera mansión fue el camino, la popa de una embarcación, la sombra de un árbol. O el monte de sus retiros, o el desierto de sus tentaciones.

Cristo es el maestro errante, que enseña aquí o allí según el Espíritu le da a entender, según las circunstancias ordenan —las demandas de un grupo de gente, la peregrinación a una fiesta—. Su actitud habitual la describió El mismo cuando a los apóstoles, que le instaban a que se quedara más tiempo en Cafarnaúm para atender a todos, les contestó: «Vamos a otra parte» (Mc 1,38). Escogió vivir sin asilo, traído y llevado por la voluntad del Padre. Desde su destierro en Egipto aprendió cuán áspero es llevar una existencia sin arraigo, en constante interrogación a los vientos, abierto cada mañana y cada noche a lo desconocido. Perseguido en Belén, despreciado en- Galilea, expulsado de Nazaret, hostigado en Judea, rechazado de Samaria... Estuvo siempre de camino.

Quizá sea ésta la más acertada descripción de la vida hu-mana del Salvador: estuvo en la tierra de paso. Vino y se fue. He venido a servir (Mt 20,28); he venido a traer la guerra (Mt 10,34); he venido a poner fuego (Lc 12,49); he venido a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19,10). Y me voy. Voy a prepararos sitio (Jn 14,2); donde yo voy, vosotros no podéis ir (Jn 13,33); dentro de poco ya no me veréis (Jn 16,16). Expresamente : «Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre» (Jn 16,28).

«Habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Pero la palabra exacta de Juan, aparte de mencionar las antiguas presencias de Yahvé en el tabernáculo, es también a este respecto muy expresiva: «plantó su tienda entre nosotros», su tienda de nómada. Para Pablo, la encarnación fue una entrada de Cristo en el mundo (Act 13,24), y, según Pedro, su muerte fue una salida (2 Pe 1,15). Entrada y salida, dos términos que encuadran una existencia brevísima, un paso fugaz, un suspiro tan sólo dentro de aquella superior vida, vida eterna, que le era propia.

Por eso da también su vida mortal esa clara, predominante impresión de desapego absoluto, de total pobreza. No tuvo casa ni tuvo bienes propios. Las mujeres que le acompañaban le sustentaron «de su propio peculio» (Lc 8,3). ¿Cómo iba a ligarse a hacienda ninguna el que, «existiendo ya como Dios, no reputó tesoro codiciable mantenerse igual a Dios»? (F1p 2,6). He aquí la raíz profunda, al margen de toda anécdota, de aquella maravillosa pobreza de Jesucristo. Fue pobre porque lo era por esencia, por su misma unión hipostática. Porque todo cuanto el hombre Cristo tenía, todo cuanto hacía, todo cuanto era, pertenecía a la persona del Hijo de Dios. Su pobreza efectiva era simplemente la versión, en el plano moral o visible, de su esencial pobreza.

También nosotros, puesto que «no tenemos ciudad estable y buscamos la ciudad futura» (Heb 13,14), puesto que «somos ciudadanos del cielo» (F1p 3,20), hemos de vivir «como peregrinos y huéspedes sobre la tierra» (Heb 11,13). Todo cristiano, igual que el hijo de Séfora, llámase Gersom: «extranjero» (Gén 2,22). Lo advirtió el Señor: «en el mundo, pero no del mundo» (Jn 17,15-16).

La fe tiene que ser la virtud característica de esta larga peregrinación: la misma fe de Abraham. «Por la fe, Abraham, al ser llamado, obedeció y salió hacia la tierra que había de recibir en herencia, pero sin saber adónde iba. Por la fe moró en la tierra de sus promesas como en tierra extraña, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa. Esperaba él una ciudad asentada sobre firmes cimientos, cuyo arquitecto y constructor sería Dios» (Heb 11, 8-1o). La fe y la esperanza desdeñan las sólidas construcciones de piedra, porque el régimen sedentario impide caminar hacia la verdadera patria. La fe y la esperanza simplemente, cada noche, extienden las lonas y sujetan los cordeles.

Aquí abajo somos, nada más, peregrinos. Por eso el cristiano, al mismo tiempo que reconoce como patria suya cualquier país donde exista una comunidad orante—ubique patria—, se siente despegado de su país natal y sus amadas instituciones, porque sabe—nullibi patria—que toda la tierra es destierro, «tierra extraña». De aquí brota el sentido providencial del exilio. Las deportaciones de los hebreos fueron un castigo de Dios contra sus crímenes e infidelidades: «Pues mi pueblo se ha olvidado de mí..., los dispersaré ante sus enemigos como viento solano» (Jer 18,15-17). Pero fueron, a la par, una saludable medida para que de nuevo se despertase en sus pechos el deseo de las cosas espirituales, la nostalgia de su Señor: «Seguirán su camino llorando y buscarán a Yahvé, su Dios. Preguntarán por la ruta de Sión, vuelto hacia ella su rostro. Vamos y liguémonos con Yahvé con pacto eterno, que ya nunca se olvide» (Jer 50,4-5).

Según la concepción estrictamente cristiana, la vida es un éxodo. Es decir, una peregrinación entre la servidumbre y el servicio: entre la cautividad egipcia y el dulce yugo de Yahvé. Fatigoso, en verdad, resulta el camino. A menudo el corazón se vuelve hacia aquello que abandonó, hacia sus sórdidas satisfacciones de antaño, y juzga que era mejor servir a los egipcios que deambular libre por una tierra calcárea y mísera (Ex 14,12). Porque «caminamos en la fe» (2 Cor 5,7), y la fe no suele conceder dádivas sensibles. Aquello de antes representaba la seguridad—o algo equivalente: la sensación de seguridad—: «cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y nos hartábamos de pan» (Ex 16,3). Ahora debemos esperarlo todo del cielo, el maná y el agua. No importa: cuarenta años por el desierto en busca de la Tierra Prometida representan, según el cálculo del Salvador, «un poco de tiempo» nada más (Jn 16,16).

Es menester caminar. La metáfora del camino es bíblica en extremo. Se nos exhorta a caminar por el camino derecho (Prov 2,13), a caminar en la justicia (Ex 33,15), en la fidelidad (Ex 38,3), en la integridad (Sal 15,2), en la sabiduría (Prov 28, 26), en la verdad (Sal 26,1), en la caridad (Ef 5,2), en la luz (1 Jn 1,7). Todo este caminar se resume hoy así: seguir a Cristo (Mt 16,24). Desarticulando el idioma, estirando la expresión para dar cabida a lo que no se puede decir mejor, Pablo ordena: «Caminad en El» (Col 2,6).

El término dichoso de semejante itinerario tiene ya aquí, en el dintel de la Iglesia, en esta «Jerusalén celestial» (Heb 12, 22), un anticipo que alivia el alma. El bautismo es un rito de hospitalidad. Nos queda la sal y las bienvenidas. Antes, hace siglos, se le lavaban los pies al catecúmeno, igual que a un peregrino aspeado, y se le ofrecía, puesto que había llegado a «la tierra que mana leche y miel» (Ex 13,5), una copa con leche y miel.

 

6. Las maldiciones

Es muy triste, pero es verdad. Sobre las orillas del lago resuenan aún las terribles maldiciones de Jesús.

«Comenzó entonces a increpar a las ciudades en que había hecho muchos milagros, porque no habían hecho penitencia: ¡Ay de ti, Corozaím! ¡Ay de ti, Betsaida!, porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros hechos en ti, mucho ha que en saco y ceniza hubieran hecho penitencia. Así, pues, os digo que Tiro y Sidón serán tratadas con menos rigor que vosotros en el día del juicio. Y tú, Cafarnaúrn, ¿te levantarás hasta el cielo? Hasta el infierno serás precipitada. Porque, si en Sodoma se hubieran hecho los milagros hechos en ti, hasta hoy subsistiría. Así, pues, os digo que el país de Sodoma será tratado con menos rigor que tú el día del juicio» (Mt 11,20,24).

Corozaím no es ya más que un nombre archivado para la erudición. De Betsaida quedan unas piedras dispersas, dudosas, una simple conjetura. Cafarnaúm es hoy un acervo de si-llares trabajosamente alineados en el orden probable de una sinagoga; una muy imperfecta reconstrucción, más sobre la carta que sobre el suelo. Todo es cementerio. Los alumnos de arqueología discuten desganadamente una hipótesis, mientras un grupo de turistas entona algún himno eucarístico. Es la evocación, in situ, de la promesa del Pan vivo. Mientras el mundo entero se ha beneficiado de esta promesa, aquella ciudad que tuvo la ventura de escucharla pereció, más que de hambre, de inapetencia. Cafarnaúm: nombre de una de esas estrellas muy lejanas que hoy todavía nos iluminan aunque hace siglos ya que se apagaron.

Tiro y Sidón saldrán mejor paradas de la sentencia final. Corozaím, Betsaida y Cafarnaúm serán juzgadas con mayor rigor. «Ese siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no se preparó ni hizo conforme a ella, recibirá muchos azotes. El que, no conociéndola, hace cosas dignas de azotes, recibirá pocos. A quien mucho se le da, mucho se le reclamará, y a quien mucho se le ha entregado, mucho se le pedirá» (Lc 12,47-48). La predilección significa un honor y una mayor responsabilidad. Y la predilección burlada viene a ser causa de atroces castigos.

Toda la historia de Israel es la historia de un pueblo predilecto y gira en torno a este gozne: la fidelidad o infidelidad a la alianza con Yahvé. Un pueblo segregado, una comunidad de excepción. «Para que sepáis la diferencia que hace el Señor entre Egipto e Israel» (Ex 11,7). Pero esta diferencia es para bien o para mal, en el programa y en la retribución. En un punto confluye la historia entera de Israel, y ese punto divide las aguas: «He aquí que pongo en Sión una piedra de tropiezo» (Rom 9,33)• La mayor parte se escandalizó de la piedra y la rechazó. Otros, muy pocos, se adhirieron a ella: el resto, aquel residuo que, por su pureza, iba preparando el futuro florecimiento, defendiendo unos escasos centímetros de tierra alrededor de la semilla, salvaguardando la predilección. «Si Yahvé Sebaot no nos hubiera dejado un resto, seríamos ya como Sodoma, nos asemejaríamos a Gomorra» (Is 1,9). El resto que después mantiene simbólicamente la adhesión de un pueblo objeto, desde el comienzo, de las preferencias más singulares. «No ha rechazado Dios a su pueblo, a quien de antemano conoció. ¿O es que no sabéis lo que en Elías dice la Escritura, cómo ante Dios acusa a Israel? Señor, han dado muerte a tus profetas, han arrasado tus altares, he quedado yo solo, y aún atentan contra mi vida. Pero ¿qué le contesta el oráculo divino? Me he reservado siete mil varones que no han doblado la rodilla ante Baal. Pues así también en el presente tiempo ha quedado un resto en virtud de una elección graciosa» (Rom 11,2-5).

El resto, antes y después. El resto hace que Israel siga sien-do un nombre bendito, un nombre amado. Cuando Pablo afirma que «no todos los nacidos de Israel son Israel» (Rom 9,6), continúa dando a esta palabra todo su prestigio, su rango principalísimo. Es una palabra que no puede ser borrada, pues «los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rom 11,29). Esto nos da luz sobre la naturaleza de las maldiciones divinas. ¿No representan éstas un ardid del Dios celoso?

Yahvé sigue amando a su esposa infiel. La castiga, la mal-dice, pero todo esto es un recurso para atraerla de nuevo junto a sí: «Por eso voy yo a cercar su camino con zarzas y a alzar un muro para que no pueda hallar ya sus sendas. Irá en seguimiento de sus amantes, pero no los alcanzará; los buscará, mas no los hallará, y se dirá: Voy a volverme con mi primer marido, pues mejor me iba entonces que me va ahora» (Os 2,6-7). Le manda aflicciones y quebrantos, disgusto y muerte. Y usa, además, con ella de una estratagema muy particular. Se vuelve hacia otros pueblos y les demuestra más afición: quiere simplemente con ello despertar los celos de la mujer a quien, por encima de todo, prefiere. «Y dijo: Esconderé de ellos mi rostro, veré cuál será su fin. Porque es una generación perversa, hijos sin ninguna fidelidad. Ellos me han estado provocando con no-dioses, me han irritado con vanidades; ahora los provocaré yo a ellos con no-pueblo y los irritaré con gente insensata» (Dt 32,20-21). Pablo sigue, al pie de la letra, esta táctica: «A vosotros, gentiles, os digo que, mientras sea apóstol de los gentiles, haré honor a mi ministerio, por ver si despierto la emulación de los que son de mi raza y salvo a alguno de ellos» (Rom 11,13-14). Pablo, el apóstol de la gentilidad, continuó siendo toda su vida «del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo e hijo de hebreos» (Flp 3,5); y no tiene más remedio que reconocer ante los ro-manos: «A ellos (a los judíos) va el afecto de mi corazón y por ellos se dirigen a Dios mis súplicas, para que sean salvos» (Rom 10,1).

No, Dios no ha abandonado definitivamente a su pueblo. El pecado de éste ha servido para traer a la fe a las naciones paganas, pero su restauración futura será la sorpresa de los siglos. «Porque, si la reprobación es la reconciliación del mundo, ¿qué será su reintegración sino una resurrección de entre los muertos?» (Rom 11,15). Que los gentiles no se engrían, que no se les ocurra juzgarse superiores. Que nadie dé por perdida la suerte de Israel. «Porque, si tú fuiste cortado de un olivo silvestre y contra naturaleza injertado en un olivo legítimo, ¡cuánto más éstos, los naturales, podrán ser injertados en el propio olivo!» (Rom 11,24).

A pesar de todas las traiciones y maldiciones, a pesar de esas ruinas que dejan abatido el corazón de quien hoy bordea el lago, sabemos bien que los nombres de Corozaím, Betsaida y Cafarnaúm son nombres que no pertenecen únicamente a la arqueología.

Galilea amada y maldita. El orden inverso es igualmente válido: Galilea maldita y amada.