CAPÍTULO XVII

SERMÓN DE LA MONTAÑA
 

1. Exordio

Siempre había mostrado Yahvé una rara predilección por los montes. Hasta el punto de que los asirios hablaban de El como de un «Dios montaraz» (1 Re 20,23). Efectivamente, los lugares de culto o de revelación fueron siempre para Israel las montañas, los sitios encumbrados. Abraham recibió la orden de dar muerte a su hijo en Moriah, «sobre uno de los montes» (Gén 22,2). Los sacrificios ofrecíanse en los montes (1 Sam 9,12; 1 Re 3,4), y encima de una colina fue colocada el arca (1 Sam 7,1; 2 Sam 6,3). En el monte Sinaí dictó el Señor su ley. «Descendió Yahvé sobre la montaña del Sinaí, sobre la cúspide de la montaña, y llamó a Moisés a la cúspide, y Moisés subió a ella» (Ex 19,20). Horeb es «el monte de Dios» (Ex 3,1). Sión es «mi monte santo» (Sal 2,6). Yahvé «mora en el monte Sión» (Is 8,18). Este monte «será confirmado por cabeza de los montes y será ensalzado sobre los collados» (Is 2,2). El clamor de la salvación y de la alegría se expresará así: «Venid, subamos al monte de Yahvé» (Is 2,3). Todas las montañas serán un día aplanadas (Is 40,4), menos esta de Sión, sobre la cual hará su aparición gloriosa el Cordero al fin de los siglos (Ap 14,1). (Algún día, más adelante, veremos por qué se concitan sobre los montes tantas alusiones sagradas.)

Jesús heredó de su Padre esta preferencia por los montes y lugares cimeros. A ellos se retira para orar (Mc 6,46; Lc 6,12; 9,28). En un rnonte congrega y selecciona a sus apóstoles (Mc 3,13), y en otro monte, antes de dejar la tierra, les da su último adiós (Mt 28,16ss). Se transfiguró en el monte Tabor, murió en el monte Calvario y desde el monte Olivete emprendió su vuelo al cielo.

Pero la montaña más renombrada en la vida de Cristo es aquella sobre la cual pronunció su «sermón de la montaña», sermón que viene a ser como una proclamación de la nueva ley, en continuidad y contraste con la ley promulgada sobre las crestas del Sinaí. No tiene esta montaña nombre propio, pero parece ser que se trata de un altozano situado encima de Tabgha, en la orilla occidental del mar de Tiberíades, a tres kilómetros de Cafarnaúm.

Aquí, en este pequeño montículo, vestido siempre de hierba, con una vista espléndida sobre el lago, abrió un día Jesús la boca y pronunció su sermón más importante. No hubo truenos ni aparato como en el Sinaí; el lugar es ameno y plácido, bañado a todas horas por un sol clemente. No hubo tampoco, entre Dios y el pueblo, intermediarios a la manera de Moisés; hablaba el mismo Verbo de Dios en el arameo usual de Galilea. La ley no fue esta vez grabada en roca; iba derechamente al corazón, buscando alojarse en el «corazón nuevo».

El contenido de la disertación nos ha sido transmitido por Mateo y por Lucas. Las variantes son, dentro del conjunto, desdeñables. ¿«Subió a un monte» o «bajó a un lugar llano»? El momento y punto de partida bastan para explicar la divergencia si no queremos echar mano de la significación espiritual del monte. ¿Fueron ocho las bienaventuranzas o fueron cuatro solamente? Mateo es más completo, y quizá agrupó aquí sentencias pronunciadas por Jesús en otros diversos momentos, lo cual, sin embargo, no da en absoluto derecho a considerar el sermón como una recopilación posterior y artificiosa. ¿Son bienaventurados los «pobres de espíritu» o simplemente los «pobres», todos cuantos pasan «hambre» o aquellos tan sólo que sienten «hambre de justicia»? Lucas, sin duda, conservó más fielmente la letra; Mateo puso más de manifiesto el espíritu de la letra. Recogió mejor Mateo la forma semítica del discurso y dio mayor relieve al contraste de las dos alianzas; en la versión de Lucas queda más velado y esbozado todo aquello que no ofrecía peculiar interés para sus destinatarios, preferentemente gentiles. Tales diferencias, como veis, no pueden engendrar duda alguna seria acerca de la estructura del discurso. No pueden en absoluto competir con las muchas coincidencias, tan graves y constantes, que entre ambas redacciones el lector menos avisado advertiría. Los milagros previos, la montaña, la muchedumbre, el núcleo central de la composición y su desarrollo, su exordio y peroración, todo es idéntico, si bien más o menos desenvuelto y matizado.

De tres partes consta el sermón. Precede una introducción fundamental, que incluye las bienaventuranzas. Viene en seguida el cuerpo de la lección, subdividido en dos partes: la primera, destinada a exponer la correspondencia de la nueva doctrina con la ley mosaica; en la segunda se insertan numerosas consignas, muy útiles y a propósito para los seguidores de Jesús. La parábola, finalmente, de los constructores anuncia con particular tino las dos posibles reacciones de los oyentes.

Sabido es que en esta trascendental exposición no se halla contenida toda la enseñanza cristiana. Faltan puntos de mucho interés, como son los relativos a la eucaristía, al bautismo, a la constitución de la Iglesia, a la redención de las almas. No es, desde luego, un tratado. No es tampoco un prolijo código de perfección; es más bien la proclamación de un espíritu nuevo que deberá en adelante regir la conducta de los creyentes. Significa la presentación al mundo de aquella «conversión» que Jesús exigía ya desde los primeros días en que comenzó a predicar.

El paralelismo, innegable, de este episodio con la promulgación del Sinaí no puede impresionarnos hasta el extremo de interpretar el sermón de la montaña como un nuevo decálogo. Jesús habla en parábolas, género de suyo muy poco apto para la expresión legislativa. Ya la adopción de semejante estilo anticipa, en su mera forma y ropaje, que el contenido, más que una ley, va a constituir la liberación de la ley. Hay, además, otra diferencia fundamental: mientras la ley, por naturaleza, exige tan sólo lo estricto, el mínimum indispensable, estas páginas dirigen la atención hacia el máximum, hacia la cumbre de la justicia, allí donde la justicia se supera a sí misma y se hace amor, santidad, abolición dichosa de toda ley. Jesús, en esta alocución, no da precisamente una retahíla de normas morales: presenta una nueva línea, una forma de ser y vivir, en la que, por supuesto, se incluyen ciertos capítulos de moralidad. No trae una ética, sino una realidad viva y fecunda. Es una irrupción de lo alto. Por eso no puede ser entendido el discurso con categorías humanas; así forzosamente nos resultaría muy sublime, es decir, demasiado sublime. En el mejor de los casos, lo consideraríamos dirigido exclusivamente a una minoría de almas de excepción. Y el sermón no es eso, es un sermón predicado a los cuatro vientos, destinado a los cuatro puntos cardinales de la tierra y a toda la sucesión indefinida de los siglos. A cualquier pequeño y ruin corazón, por débil que se sienta, por manchado que se encuentre. Son tan grandes las exigencias del discurso, que ningún santo podrá agotarlas: son, más que una meta, una dirección, un norte, que en sí mismo es inalcanzable. Mas, al mismo tiempo, su ideal está en la mano de todos: basta caminar un paso para que el norte sea nuestro; basta situarnos en la orientación que el sermón señala, basta convertimos, para que el semblante de Dios se nos ofrezca complaciente.

Un día dirá Jesús: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). He aquí un maravilloso, extraño programa de perfección: marca una cima tan alta que, al no poder nunca ser pisada, suscita en el corazón de los perfectos —siempre perfectibles, siempre imperfectos—esa humildad que es ingrediente necesario de dicha perfección. Por otra parte, al mencionar, en su formulación misma, el nombre del Padre, representa la única invitación eficaz para todo aquel que, vacío de méritos, reconoce que su exclusivo título consiste en ser un hijo más de Dios. Esta consigna de Jesús, aunque en el fondo sea idéntica, bien a las claras aparece que dista mucho de aquella otra que Yahvé dio en el Levítico: «Sed santos como yo soy santo» (Lev 19,3; 11,44).

«Cristo no manda lo imposible, sino lo perfecto» 1.

No es, pues, el sermón de la montaña el sueño de una humanidad irreal. Es la promesa ya cumplida de una humanidad nueva. Las enseñanzas que contiene no podrá jamás entenderlas ni aquel que las acepta sin sorpresa, porque ha hecho ya de ellas algo banal y sin sustancia, ni tampoco el que las rechaza por irrealizables. Tampoco, desde luego, aquel que, desprovisto de energías para triunfar en este mundo, juzga con vano consuelo que el sermón representa la condenación de cuanto le ha sido regateado.

1 SAN JERÓNIMO, In Mt. Evang. 1,5: ML 26,41.

 

1. Los ciudadanos del reino

¿Cómo agradecer nunca al Señor que haya comenzado su discurso hablándonos de felicidad? ¿Cómo agradecerle que su exhortación a la virtud adopte esta bellísima forma y sea más bien una proclamación de la felicidad?

Todos y cada uno, todos sin excepción, no buscamos sino esto: felicidad. El que come, busca la felicidad de saciar su apetito; el que sus ganas reprime, persigue otros bienes, juzgando que los obtendrá más fácilmente negándose esa satisfacción. Quien se entrega a otra persona, tiende a la dicha que la compenetración de dos seres suele reportar; el que evita entregarse, tolera su soledad porque entiende que la libertad íntima significa una felicidad más grande. Cuantos quieren vivir es porque la vida les resulta apetecible o, siquiera, menos ingrata que la muerte; el suicida, en cambio, cree encontrar en la muerte la única manera de poner fin a sus desdichas. Quien busca ser feliz, manifiestamente busca la felicidad, y el que a propósito se hace sufrir a sí mismo, ensaya la sutil felicidad de ser voluntariamente desdichado. En fin, todo aquel que confiesa haber renunciado a la felicidad, lo ha hecho simplemente para procurarse la felicidad de evitar esfuerzos inútiles. ¿Quién de nosotros podrá asegurar que no pretende, ante todo y sobre todo, ser feliz? ¿Qué es, a la postre, el amor de benevolencia sino un amor de concupiscencia ennoblecido y bien enderezado?

La experiencia va trabajosamente enseñándonos lo que desde un principio nos resistimos a creer: que la felicidad no está en la posesión de las cosas, pues éstas excitan más que satisfacen, o engendran en seguida el hastío; ni está tampoco en el puro hallazgo de la verdad, ya que, cuando la verdad no es amarga, es problemática; ni tampoco en la contemplación de lo bello, pues su disfrute anda condicionado por alusiones positivas o negativas que rebasan con mucho, por arriba o por abajo, la esfera de la belleza. Decía San Agustín, un gran amador, que la felicidad estriba en «amar y ser amado» 2. Pero ¿amar a quién? ¿Ser amado por quién?

2 Confes. 2,2,2: ML 32,675.

No bastan las cosas. No bastan tampoco los hombres: el hombre no está hecho a la medida de los deseos del hombre. El deseo infinito exige un objeto infinito. Amar infinitamente lo que es finito lleva a una inmediata decepción. Amar una serie infinita de objetos finitos sólo decepciones acarrea, decepciones innumerables. Amar nada más limitadamente deja inactivas ciertas porciones del corazón, que, al ser privadas de ejercicio, se ponen pronto doloridas; y si son domadas y reducidas a silencio, el hombre, cuando es noble, se avergonzará cualquier día de sí mismo.

Más alto; más lejos. «En cuanto de ellos me aparté—confiesa la enamorada del Cantar—, hallé al que ama mi corazón» (Cant 3,4). La infinita aspiración proclama, a grandes voces, la existencia de algo infinito, lo mismo que el ojo supone la existencia de la luz. En el objeto infinitamente amable descansará nuestra ansia de verdad y de belleza no menos que nuestra sed de amar y ser amados.

Bien seguro tenemos que la esencia de las ocho bienaventuranzas no es otra sino ésta: Bienaventurados los que aman a Dios, porque ellos serán amados de Dios.

¿Quiénes son, a juicio de Cristo, los felices?

Las maneras de enunciar la felicidad resultan distintas y varias, pero su realidad, su sustancia, es única en las ocho próposiciones. El consuelo, la posesión de la tierra, la hartura, la misericordia, la visión de Dios, la adopción filial, son otras tantas maneras de designar el reino de los cielos, término explícito de la primera y de la última bienaventuranza.

A menudo habían usado los salmos esta fórmula llamada macarismo. El libro de los Salmos, como el sermón del monte, comienza también hermosamente así: «Bienaventurado el varón...» (Sal 1,1). Comienza y continúa: «Felices los que se acogen a ti» (2,12). «Felices los que observan tu ley» (106,3). «Felices los que admites en tu presencia» (65,5). «Felices los que moran en tu casa» (84,5). Todos estos macarismos y los incontables que en el Antiguo Testamento aparecen, redúcense a uno no más: «Feliz el pueblo cuyo Dios es Yahvé, el pueblo que El eligió para sí» (Sal 33,12). La felicidad es un efecto de la alianza: depende del amor de predilección de Yahvé.

En el Hijo del hombre se cumple de modo acabado esta alianza y este amor. Con El llega el reino de los cielos. Por eso, «bienaventurado el que no se escandaliza de mí» (Lc 7,23), «dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis» (Lc 10,23), «dichosos los que oyen la palabra de Dios» (Lc 11,28). Felices, en suma, quienes ven y escuchan a Cristo y le dispensan buena acogida, porque meten el reino en sus corazones.

La forma de futuro que Jesús da a las bienaventuranzas del monte mira, como es notorio, a una felicidad venidera, que se hará plenaria cuando el reino llegue a su consumación, cuando cada alma haya traspuesto los lindes de la carne. Tal felicidad, sin embargo, tiene hoy ya actualidad y presencia, porque Cristo está al alcance de la mano y El es el reino.

La forma paradójica, y tan escandalosa, de esas bienaventuranzas débese únicamente a que el advenimiento del reino trae consigo la condenación de todo lo establecido por el mundo, de todo aquello que el mundo estima como abrigo y fuente de felicidad. Reclaman, pues, las bienaventuranzas, como contrapartida, las maldiciones—que Lucas hará explícitas—, puesto que no hay neutralidad posible frente a Cristo. O se recibe el reino o se rechaza.

Por eso, los «pobres» de Lucas y los «pobres de espíritu» de Mateo no son otra cosa sino los «pobres de Yahvé», todos aquellos que, durante el período de expectación, vivieron aguardando el reino en su pureza.

La pobreza material constituye sólo un aspecto de esa indigencia o de esa opresión que a los verdaderos justos de Dios suele caracterizar. Representa un cierto estado de vida en oposición al espíritu del mundo, propio de los poderosos, de los dominadores, de los hombres confortablemente instalados en la tierra. Se trata, pues, de elegir en la tremenda opción: o Mammón o Yahvé. La pobreza significa el amor de la ciudad celeste, en contra de aquellos que han puesto su sede y afición en la ciudad terrena. El conflicto de las dos ciudades es perdurable. De esta suerte, la primera bienaventuranza viene a enlazar con la última, con la de los perseguidos.

La primitiva edad de Israel, la de los patriarcas, bendecía sin turbación las riquezas: la integridad de alma de aquellos nómadas veía exclusivamente en las cosas de aquí abajo como una huella y limosna del Creador. En los profetas se apreciaya un notable cambio de visión: las riquezas son malditas. ¿Por qué? Porque el pueblo peregrino habíase hecho sedentario—«sentado junto a las ollas de la carne» (Ex 16,3)—, porque al Dios del cielo había sustituido, en aquellos hombres gustosamente acomodados, el Baalim de la vegetación. Opulencia, sólidos edificios, política basada en la fuerza o astucia humana. La institución regia parecía canonizar tanta infidelidad. La voz de los profetas se yergue entonces iracunda, despiadada. Acaricia, en cambio, a los oprimidos, al «resto», a los «pobres de Yahvé», ese hilo delgado y limpio que acabaría en el «Siervo de Yahvé». La pobreza es lo que clama a Dios: la pobreza (Ex 22,22; Job 34,28), la servidumbre (Ex 2,23), la cautividad (Sal 79,11; 102,21), los mil peligros y lacerias (Jue 3,9; 4,3; 6,7; I0,10; 1 Sam 9,16).

Pobres son los que nada tienen y experimentan como nadie la necesidad del socorro divino. De ahí la relación tan estrecha, esencial, entre pobreza y fe. Pobreza y disponibilidad, pobreza y desapego, pobreza y esperanza. Es difícil esperar el reino de los cielos cuando el reino de la tierra produce ya sus estimables satisfacciones. La esperanza, la frágil, hermosa y casta esperanza se refugia en el corazón del pobre.

No es, desde luego, la pobreza evangélica una simple privación de bienes materiales. Puede uno estar viciosamente apegado a cualquier cosilla, a un plato, a una cuenta de vidrio. Puede uno tener el vientre vacío y el alma llena 'de codicia. Puede uno estar asido a un sueño con más ahinco que a una dilatada hacienda. De sobra lo sabemos. ¿Qué significa, pues, la pobreza? Significa «no apegar el corazón a las riquezas» (Sal 61,11). Sabido es también cómo el cristianismo, lejos de defender un nivel de vida ínfimo, ha trabajado incansablemente por redimir a los desheredados. «La tradición cristiana—decía el inolvidable Mounier—, así como no es un dolorismo, tampoco es un pauperismo». Cristo no es ningún reformador social, pero tampoco es lo contrario de un reformador social.

Sin embargo... Sin embargo, no hay derecho a reducir la pobreza bienaventurada a una pobreza meramente espiritual. No hay derecho porque no es posible: porque la pobreza espiritual, si es tal pobreza, se las arregla para buscar de cualquier forma realizaciones de pobreza práctica. Sería, efectivamente, muy extraño que dos personas que se amaran mucho prefiriesen vivir siempre alejadas la una de la otra. ¿Y no han de querer vivir juntos, ya que tanto se aman, corazón desnudo y vida áspera? Las riquezas engendran dos especies de males para el espíritu: multiplican los medios que facilitan el pecado y acrecientan las preocupaciones, disminuyendo así la disponibilidad de la mente para Dios.

Se da forzosamente una coyunda de estado íntimo y situación exterior, y se expresa con el bellísimo nombre de «pobreza», como ocurre con aquella otra frase, tan vigorosa y significativa, de «circuncisión del corazón». Suele decirse que Mateo explica a Lucas, pues la pobreza que éste proclama a secas, aquél la da a entender: pobreza de espíritu. Pero, a mi juicio, la inversa no es menos cierta: Lucas explica a Mateo: la pobreza simple, sin adornos, viene a declararnos en qué consiste eso tan complicado de «pobreza espiritual». Convendrá que nos habituemos a explicar por lo fácil lo difícil, y no al revés. Sabemos que el signo que representa el infinito matemático es un ocho tumbado, pero nadie pretenderá enseñar cómo se escribe un ocho diciendo que es un infinito en pie.

Pobres de espíritu son cuantos tienen el espíritu pobre: un espíritu no enriquecido por la satisfacción de su pobreza. Ese vacío del alma, en el cual quiere el Señor derramarse, llénase también, desgraciadamente, con ciertas certidumbres —que no proceden de la fe—acerca del valor de dicho vacío. De ahí los engaños. De ahí la maravillosa inquietud y desasosiego de aquellos que han llegado a ser pobres por convencimiento de que la pobreza es la mayor riqueza...

Pobreza ha de ser abandono. La palabra de Jesús: «No os angustiéis por vuestra existencia, pensando qué comeréis o qué beberéis» (Mt 6,25), posee también este otro sentido: «No os preocupéis pensando qué no comeréis o qué no beberéis». Lo cual no significa que no debáis arbitrar en cada caso vuestro nivel práctico de uso y renuncia, sino que jamás debéis complaceros en vuestras abstinencias como el que usa se complace en sus posesiones. Es terrible, pero es verdad: puede la pobreza llegar a convertirse en un título de propiedad, en la negación de la verdadera pobreza.

La pobreza de espíritu significa despojarse de toda certidumbre que no provenga de Dios. Significa un riesgo, y hay que vivirlo en desnudez. Lo contrario sería apoyarse uno en sí mismo, apegarse a sí mismo, ser miserablemente rico.

«Los mansos—había dicho ya el salmista—recibirán la tierra en herencia y gozarán de una gran paz» (Sal 37,11).

Los mansos no son los débiles, ni tampoco los fuertes. No son los impotentes para combatir en la vida, ni son tampoco aquellos que utilizan su impotencia como un arma para derribar al enemigo, apelando a su compasión o a su ternura. No son mansos quienes se rebelan airadamente contra la injusticia, pero tampoco son los que, con su resignación, contribuyen a la expansión del mal. Los mansos son, simplemente, los que participan de «la mansedumbre de Cristo» (2 Cor 10,1).

La tierra que estos mansos tienen asignada en testamento, el Canaán florido y deleitoso, es aquí abajo su misma mansedumbre: «gozarán de una gran paz». Jesús dijo: «Haceos discípulos míos, porque soy manso y humilde de corazón, y hallaréis paz para vuestras almas» (Mt 11,29).

La herencia de los mansos es la tierra «donde el alma, por el buen afecto, descansa en su lugar como el cuerpo en la tierra, y se nutre de su alimento, como el cuerpo de la tierra» 3.

No hay otra herencia que el reino. Cristo es «mi herencia en la tierra de los vivientes» (Sal 142,6). ¿Acaso puede premiarnos otro que no sea El? ¿Acaso puede premiarnos con otra cosa que no sea El?

Bienaventurados también los que lloran, porque serán consolados.

¿Se trata nada más de un consuelo futuro? Pero la esperanza de un consuelo es ya un consuelo efectivo, real, presente. Quizá, por paradoja, lo único eficaz en el momento actual sea aquello que se anuncia como venidero. La esperanza es la sola dicha de esta criatura orientada esencialmente al futuro. Pues la posesión defrauda, desconsuela. La posada es peor que el camino.

La esperanza es de hoy, la tenemos ya: «en ella hemos sido salvados» (Rom 8,24). Esperamos el reino en su gloria y consumación, pero lo poseemos ya en su raíz. «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43): después de cada pecado, la

            3 SAN AGUSTÍN, De senil. Dni. in monte 1,2: ML 34,1232.

contrición no nos promete el paraíso, nos lo concede. La gracia es ya gloria. El paraíso es el conmigo.

Las lágrimas que esta palabra de Cristo bendice son aquellas que proceden de una tristeza compatible con la esperanza. Cualquier otro llanto, cualquier otra aflicción, son del mundo. «No os pongáis tristes como los que no tienen esperanza» (1 Tes 4,12). ¿Qué penas son las que tenemos derecho a deplorar? La pena de andar todavía peregrinando, la pena de nuestra compunción, la pena de la compasión con Jesucristo desconsolado. «Busqué quien se entristeciera junto a mí» (Sal 69, 21), dice el Señor. La pena por todos los sufrimientos que a nuestro lado advertimos. «¿Quién se pone enfermo y no me enfermo yo con él?» (2 Cor 11,29). Para esta lucidez y blandura con respecto a las desdichas ajenas es gran cosa el propio dolor. Hay ciertos bacilos que no penetran en el organismo sino a través de una herida.

Cualquier pena es santa si es accesible al consuelo del reino, a la actividad del Consolador. Felices aquellos a quienes las penas agudizan su deseo de la otra vida, su desasimiento de todo esto que pasa y transcurre. Terminará Cristo de ser vulnerable también en sus miembros. Entonces, «el mismo Dios será con ellos, y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajos, porque todo esto ya pasó» (Ap 21,3-4).

Los hambrientos serán saciados.

Los hartos serán malditos. Y también los que, sin gozar de hartura alguna, nunca han padecido hambre porque tenían cegado el apetito: los mediocres, los que se satisfacen con lo superficial, los indiferentes, los frívolos.

Serán saciados únicamente quienes sufrieron hambre y sed, pero «hambre y sed de justicia». Nada tiene que ver esta bienaventuranza con los que desean otros alimentos. Sólo los justos recibirán el premio. ¿Quiénes son los justos? Aquellos a quienes el Juez apruebe como tales: lo contrario de los «justos» que Cristo no vino a buscar. Es decir, los justos son los justificados por la sangre de Jesús.

Estos justos han de tener hambre de mayor justicia. No pueden contentarse con las medidas mínimas que el espíritu del mundo—que impregna también la visión mundana del reino de Dios—estima como suficientes. «Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,20). No han de mostrarse tranquilos mientras en el corazón de sus prójimos no triunfe la justicia. El reino es una realidad dinámica. Crece en el grado en que se anexionan nuevos miembros, y éstos vienen a incorporarse en tanto en cuanto los miembros ya existentes son robustos, operantes, apostólicos: se crece desde dentro. Tener hambre y sed de justicia significa «buscar el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33).

Es preciso tener hambre de esta comida: «Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre» (Jn 4,34). Hace falta tener sed «del agua que yo le daré» (Jn 4,14).

Serán hartos. ¿De qué? ¿De qué, sino de justicia? ¿De qué, sino de aquello que han anhelado? Ya aquí abajo les será concedida la justicia conforme se les vaya despertando el hambre. ¿No se alimenta de amor el amor? ¿No crece la gracia al paso que aumenta el deseo de la gloria?

Con esta bienaventuranza tiene estrecho parentesco la siguiente, la de los misericordiosos.

«Me retribuyó Yahvé conforme a mi justicia y según la limpieza de mis manos a sus ojos. Con el piadoso te muestras piadoso, íntegro con el íntegro, limpio con el limpio, sagaz con el perverso astuto» (Sal 18,25-27). Y misericordioso con el misericordioso: «Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia».

La misericordia de la cual seremos objeto ha de guardar la proporción—«con la misma medida con que midiereis seréis medidos» (Mt 7,2)—de la misericordia que nosotros hayamos ejercitado. La proporción: no la equivalencia, por fortuna. ¿Qué sería de nosotros si el perdón de Dios fuese como nuestro perdón? No la equivalencia, pero sí la proporción: a nuestro grano de trigo corresponderá un grano de oro; a nuestro saco de trigo, un saco de oro. Por los cincuenta denarios que nos adeuda el siervo, los diez mil talentos que nosotros debemos al Señor.

Mirad por dónde el orden jurídico del tanto cuanto seguirá teniendo una extraña y superior vigencia: el que aquí se haya atenido a la justicia estricta, será tratado con justicia; el que haya sabido superar la justicia con el amor, ni siquiera será juzgado.

Los puros verán a Dios.

Ya en este mundo el grado de lucidez para las cosas divinas responde al grado de pureza del corazón. El «ojo luminoso» es el corazón recto. Lo que puede saber de Dios un hombre impuro no es tal Dios, sino una construcción endeble y falsa. Sólo resultará verdadera en la medida en que exprese el vacío, el vacío doloroso; es decir, en esa medida en que, por debajo de toda corrupción, se conserva pura la nostalgia de la pureza.

Los puros verán a Dios. Esto no quiere decir tan sólo que los puros recibirán como recompensa la visión de Dios, sino también que únicamente los puros poseen el órgano adecuado para contemplar el rostro divino. Sólo los puros verán a Dios: sólo quien tiene ojos puede ver. El hecho de que los inicuos no lo vean no constituye tanto una prohibición moral cuanto una imposibilidad física. Pues, cuando le veamos, «seremos semejantes a El» (1 Jn 3,2).

«Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán 11amados hijos de Dios». No hay más hijo que el Unigénito; si somos hijos de Dios, lo somos en el Hijo. Ahora bien, Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14). Lo mismo da decir: «La paz sea con vosotros», que decir: «El Señor sea con vosotros». Los bienaventurados pacíficos no son cuantos aman su paz o tranquilidad. Son, por el contrario, aquellos que pelean contra sus enemigos a las órdenes del que «no ha venido a traer la paz, sino la espada» (Mt 10,34). Cristo vence a los adversarios y después, sólo después, vence a la misma guerra. Solamente después hay paz. La paz de esta vida es una paz armada, o a veces una tregua fugaz que la piedad del Señor nos otorga, o un santuario muy secreto que las manos de Jesucristo defienden.

Esta paz resulta inconmovible para las potencias del mundo. Por eso, «bienaventurados los que padecen persecución por la justicia». La persecución consolida la paz, porque congrega a los enemigos en las afueras, los saca de nuestro interior.

El discípulo será perseguido, puesto que «no está el discípulo sobre el maestro, ni el siervo sobre su dueño» (Mt 10,24). He aquí el magnífico consuelo del hostigado: el recuerdo de Cristo, perseguido antes que ninguno.

Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, los que tienen hambre y sed de justicia, los que lloran sus pecados o la pasión del Salvador, los que son pobres en su espíritu... ¿Y los otros? ¿Los perseguidos por otras razones difíciles de precisar? ¿Los que tienen nada más hambre de pan? ¿Los que lloran la muerte de su amada, o un revés, o un fracaso cualquiera? ¿Los que tan sólo son pobres de dinero, pobres de habilidades, pobres de talento para salir de su simple pobreza, incapaces de enterarse de la situación privilegiada que su pobreza les confiere? ¿Qué será de todos ellos? Dios es más grande que nuestros pensamientos.

 

3. La justicia del reino

Estos ciudadanos del reino, ¿por qué leyes regirán su vida?

Existía la ley mosaica, promulgada en el Sinaí, vigente aún para aquellos a quienes Jesús hablaba. Era una ley excelente por su origen, y quien la cumplía, profesaba obediencia a Dios. Tenía, sin embargo, la desventaja de ser una ley exterior, dictada desde las nubes. La otra ley entonces imperante, la ética gentil, subsanaba ese vicio: al fundarse en la misma razón humana y dimanar de ella, resultaba ser una ley inmanente, que no imponía servilismo alguno a cuantos a ella se sometían: «ellos mismos son para sí mismos la ley» (Rom 2,14). Pero una mentalidad religiosa, ¿podía acaso considerar tal norma, desasistida de toda otra instancia, como ley auténtica y verdadera? Si una conducta recta no es obediencia al Señor, ¿qué es? ¿Qué es, en definitiva, sino obediencia a la carne? Por eso, el mismo Pablo reconoce que quienes así obran «están fuera de la ley» (1 Cor 9,21).

La ley que trae Cristo viene a evitar las flaquezas de ambas morales y a juntar dichosamente lo que de bueno hay en ellas: será acatamiento de la palabra de Dios, «obediencia de la fe» (Rom 1,5), «obediencia para la justicia» (Rom 6,16); pero al mismo tiempo será una ley interior, embebida en la naturaleza, en la nueva naturaleza: «Yo pondré mi ley en vuestras entrañas» (Jer 31,33; cf. Heb 1o,15-16). ¿Cómo es posible esto? Infundiendo una vida nueva y altísima en el corazón del hombre: «Ahora, desligados de la ley, estamos muertos a lo que nos sujetaba, de manera que sirvamos en espíritu nuevo, no en la letra vieja» (Rom 7,6).

Seguirá revistiendo esta nueva ley la forma de mandamientos impuestos por el Señor, y «todo el que quebrantare uno de estos mandamientos, aun el más pequeño, y enseñare así a los hombres, será el más pequeño en el reino de los cielos; pero el que los cumpliere y enseñare, éste será grande en el reino de los cielos» (Mt 5,19). Las infracciones de tales preceptos constituyen verdaderos pecados que impiden la entrada en el reino: «Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los ebrios, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el reino de Dios» (1 Cor 6,9-1o). El cristiano está, pues, sometido a una ley: Pablo habla de la ley de Cristo (Gál 6,2; 1 Cor 9, 21), de la «regla de doctrina a que os entregasteis» (Rom 6,17). No obstante, dichas prescripciones no nos son intimadas desde fuera; representan, por el contrario, los postulados esenciales de nuestro mismo ser, del Espíritu acogido en nuestros corazones, ese Espíritu que nos mueve ya en todo momento (Rom 8,14) y al cual hay que atribuir como frutos suyos cuanto de bueno realicemos (Gál 5,22). Nuestra ley es «la ley del Espíritu de vida» (Rom 8,2).

El comportamiento cristiano significa, por tanto, obediencia a Dios, mas no a un Yahvé exterior y tonante, sino a un Huésped íntimo que habita en lo más profundo de nosotros mismos. En el precepto de la vida casta reluce de modo magnífico la conjunción de todo cuanto había de noble en la motivación de la conducta gentil y de la conducta judía: lo mismo que en ésta, la fornicación viene prohibida por orden expresa del Señor (Mt 5,28) y, al igual que en aquélla, constituye un atentado contra la dignidad humana (1 Cor 6,18). Ahora bien, una y otra motivación quedan fundidas y sin tasa levantadas en una única, suprema razón que ni judíos ni gentiles llegaron a prever: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz?» (1 Cor 6,15).

Todo esto supone en el cristiano una vida nueva. Mientras la ley mosaica iba dirigida a hombres caídos, de vida deficiente, el programa de Jesús está promulgado para una humanidad robusta, restituida a su primitivo vigor (Mt 19,8). Vivimos una vida nueva, rescatada y ennoblecida. Por consiguiente, «si vivimos del Espíritu, andemos también según el Espíritu» (Gál 5,25).

Ahora comprendéis cómo la moral cristiana es mucho más una vida que una ética. Ya en el Antiguo Testamento venía siendo la ley de Dios considerada como vivificante. El salmo 119 es un canto triunfal y tiernamente agradecido a la ley. Varias veces, a lo largo de este salmo, se habla de la vida en conexión con los mandatos divinos: «Dame la vida en tus caminos» (v.37), «hazme vivir por tu justicia» (v.4o), «tu palabra me da la vida» (v.5o), «no me olvidaré jamás de tus preceptos, pues con ellos me has dado la vida» (v.93). Jesús retorna esta vieja, inexhausta concepción, y dice: «El que oye mi palabra, pasa de muerte a vida» (Jn 5,24); «quien observare mi palabra, no conocerá la muerte eterna» (Jn 8,51); «cumple esto y vivirás» (Lc 10,28), le asegura a cierto doctor que había suscitado la cuestión sobre el mandamiento principal.

La ley del reino instaurado por Cristo no anula ni sustituye a la ley natural de los gentiles: simplemente la rebasa (Mt 5,47), lo mismo que el conocimiento espiritual rebasa el conocimiento natural (1 Cor 2,15).

Y respecto de la ley mosaica, ¿qué relaciones guarda? Claramente enuncia Jesús su postura: «No penséis que he venido a abolir la ley o los profetas. No he venido a abrogar, sino a dar cumplimiento. Porque en verdad os digo: antes pasarán el cielo y la tierra que pase una sola jota o ápice de la ley sin que todo se cumpla» (Mt 5,17-18). «Más fácil es que pasen el cielo y la tierra que no que caiga una sola tilde de la ley» (Lc 16,17). ¿Cómo concordar tales palabras con las modificaciones que en este mismo sermón del monte va a introducir? ¿Cómo conciliarlas con aquella proclamación del «fin de la ley y los profetas», el cual, según frase taxativa del mismo Jesús, había coincidido con el tiempo, ya vencido, del Bautista? ¿Y con qué derecho nos asegura Pablo que hemos muerto a la ley (Rom 7,4)?

No es posible pensar que Jesús, al negar que hubiera venido a abolir la ley, se refiriese exclusivamente a los preceptos morales, mientras consideraba caducados los rituales. Por el contrario, veremos que es en el sector de las normas morales donde El más libremente va a entrar para renovarlas y perfeccionarlas. Por otra parte, nunca decretó El la supresión de las ordenanzas rituales; antes por el contrario, tomó parte activa en muchos sacrificios y prácticas del templo y de la sinagoga; recordad también cómo, después de curar a cierto leproso, le ordenó que se presentara cuanto antes al sacerdote y se sometiera a las prescripciones de rigor (Mc 1,44).

Tampoco parece lícito, para obviar la dificultad, ver en la expresión «ley» el conjunto de la ley mosaica y la ley evangélica, como si ambas integrasen un solo bloque, al igual que cuando decimos «la Biblia» o «las Escrituras», locuciones que de suyo abarcan tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento.

Ninguna de estas dos soluciones nos satisface. Contra la primera, afirmamos que Cristo habla de toda la ley mosaica; contra la segunda, decimos que habla de la ley mosaica sola. La clave del asunto no se halla en la palabra «ley», sino en la palabra adimplere, «dar cumplimiento». Este dar cumplimiento no significa meramente cumplir o poner en práctica; significa consumar, llevar a su término. La mención de los profetas es a este respecto muy elocuente: Jesús cumple la ley como cumple las profecías, o sea la ley se cumple en El. «El cumplimiento de la ley es Cristo» (Rom 10,4).

Existe, pues, entre el estado de la ley anterior a Cristo y el estado inaugurado por Cristo una relación de menos a más, un progreso, un desenvolvimiento. La ley de Moisés era una ley incoada; la ley de los tiempos nuevos es una ley consumada. Fue aquella ley como «el pedagogo para llevarnos a Cristo» (Gál 3,24). Ciertamente, «cuando llegué a ser hombre, dejé como inútiles las cosas de niño» (1 Cor 13,12); pero la sustancia de la niñez sigue dentro de mí—aunque desarrollada, y mudada su faz—en mis años adultos. Es verdad que, en otro sentido, aquel estado primero podemos darlo ya por abolido y superado, lo mismo que un árbol supone ya muerta la semilla de la cual un día brotó; así es corno hay que entender todo cuanto Pablo dice acerca de la ley muerta. Sin embargo, ¿no es verdad también que el árbol ha llevado a feliz cumplimiento las virtualidades de esa semilla, que incluso en cierto modo es esa misma semilla llegada a su fin propio, a su explicación perfecta?

Cristo ha consumado la ley antigua trayéndonos con su presencia, más que con sus palabras, la norma que ha de gobernar nuestra vida. Por eso podemos decir que ya no hay ley en sentido estrictamente jurídico; es ley de otra índole, de un género mucho más alto: Cristo es la ley del cristiano como el amado es la ley del amante.

La muerte de Cristo produjo la muerte de la vieja ley y nos liberó de aquellos desposorios antiguos, inferiores, para que pudiéramos contraer con El matrimonio. «Viviendo el marido, la mujer será tenida por adúltera si se uniere a otro marido; pero, si el marido muere, queda libre de la ley, y no será adúltera si se une a otro marido. Así que, hermanos míos, vosotros habéis muerto también a la ley por el cuerpo de Cristo, para ser de otro que resucitó de entre los muertos» (Rom 7,3-4).

 

4. El evangelio perfecciona la ley

Lo que había de provisional en la ley, los usos de la infancia, la corteza de la semilla, todo eso desaparece al llegar Jesucristo. La sustancia de las instituciones y ordenamientos jurídicos acomódase a los nuevos designios de Dios, o mejor, a la nueva fase de verificación de esos eternos designios. Son sometidas las esperanzas a un proceso de limpieza y saneamiento, de estilización; no se frustran, más bien se enderezan, se orientan a su verdadero blanco. Los preceptos morales quedan perfeccionados, libres de adherencias humanas, inútiles y casuísticas, y de todas aquellas notaciones que, al pie de página, Dios mismo se había visto obligado a añadir en vista de la rudeza de su pueblo, «pueblo de dura cerviz» (Ex 22,9). Desaparecen los varios instrumentos de la niñez, tan férreos como tiernos, que eran torcedores y eran andaderas. Desaparece la situación de esclavitud. El amor será ahora más fácil y más difícil: libertad y responsabilidad de la madurez. Son transmutados los órganos de gobierno en jerarquías de la Iglesia, agrupación que continúa siendo, igual que antes, «linaje escogido, nación santa, pueblo de Dios» (1 Pe 2,9-1o), pero sujeta a otro estilo novísimo de vida. Aquellas ordenanzas rituales vienen a trocarse en reglamento de un culto superior, inmensamente más henchido y más íntimo, donde la profecía se une a la memoria dentro de una actualidad siempre presente; la liturgia como «servicio a Dios» equivale ya a una «degustación de la vida eterna». Se confiere a las almas la gracia, «para que el ideal de justicia de la ley se realice plenamente en nosotros» (Rom 8,4). Así fue cumplida y consumada la ley por Jesús, «sometido a la ley» (Gál 4,4).

Las prescripciones concretas de la ley han experimentado, por obra de Cristo, una doble mejora. Han sido, primeramente, radicalizadas en la fe y en la caridad (Rom 3,31; Gál 5,14). Han sido también relativizadas: sólo tienen vigor en la medida precisa en que, de una u otra forma, sirven y obsequian a la caridad; la mira del amor confirmará o suspenderá en cada ocasión la validez de esas leyes (1 Cor 9,19-23).

El perfeccionamiento que supone, sobre la ley antigua, el sermón de la montaña queda expresado, y a la vista de todos, en esas dos columnas paralelas de preceptos, así encabezadas: «Antes fue dicho», «Yo os digo».

«Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás; el que matare será reo de juicio. Pero yo os digo que todo el que se irrita contra su hermano será reo de juicio; el que le dijere «raca» será reo ante el sanedrín, y el que le dijere «loco» será reo de la gehenna del fuego. Si vas, pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda. Muéstrate conciliador con tu adversario mientras vas con él por el camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y seas puesto en prisión. Que en verdad te digo, no saldrás de allí hasta que pagues el último ochavo» (Mt 5,21-26).

Tres pecados de creciente gravedad: la ira interna contra el prójimo, el insulto de menosprecio, la injuria que atribuye impiedad. En correspondencia, para juzgar el delito, tres tribunales de autoridad y severidad cada vez mayores: el tribunal ordinario de veintitrés miembros, el tribunal supremo de setenta y un miembros, el infierno o gehenna. Las palabras de Jesús son, desde luego, claramente parabólicas. Lo que en el fondo enuncian es esto: cualquier ofensa de palabra y cualquier pecado interno contra la caridad quedan terminantemente prohibidos por la misma ley que condena el homicidio. «No matarás: es decir—traduce hoy el catecismo—, no hacer mal a nadie ni en hecho, ni en dicho, ni aun por deseo».

Va Cristo a la raíz del mal, al odio secreto, que es padre de las acciones cruentas; a la envidia, que es hija de la soberbia y madre del odio. «Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen. Después la concupiscencia, cuando ha concebido, pare el pecado» (Sant 1,14-15). La envidia dio muerte a Abel (Gén 4,3ss), fue la fiera que devoró a José (Gén 37,11). Expresamente dice la Sabiduría: «Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sab 2,24). Expresamente dice el evangelio: por envidia fue muerto Cristo (Mt 27,18). Las raíces del pecado son las que ,es menester atacar, extirpar, desenmascarar.

Lo mismo ocurre con el sexto mandamiento: «Habéis oído lo que se dijo: No adulterarás. Pero yo os digo: Todo el que mira a una mujer con deseo, ya ha adulterado en su corazón» (Mt 5,27-28). Igual que los homicidios, también las obras de la lujuria tienen su fuente en el alma. No son menos punibles los propósitos que los hechos. El olor de un corazón corrompido ofende a Dios igual que el olor de la sangre derramada o el de la carne prostituida. A continuación Jesús condena el repudio. Algún día, en Perea, hablará con entera claridad anulando tajantemente una condescendencia de la ley mosaica (Mt 19,3-9). Es éste el único caso de abolición expresa que a lo largo de todo el evangelio advertimos. Es un único caso, y es bastante. En él, al suprimir sin miramientos lo que a su entender ha fenecido, muéstrase Cristo como señor omnipotente de la ley, más rotundamente todavía que cuando se limita a perfeccionar.

Después condena los juramentos: no sólo los falsos—cosa ya desde siempre prohibida—, sino todos. «Yo os digo: No jurar nunca... Sea, pues, vuestro lenguaje: Sí, sí; no, no. Lo que esto sobrepasa es del Malo» (Mt 5,34-37). Que vuestras palabras sean sencillas, unívocas, bien aristadas. Constituyen vuestro vehículo normal y suficiente. No invoquéis en favor vuestro, no pretendáis traer a vuestro servicio aquello que os excede: ni el cielo, que es el trono de Dios; ni la tierra, que es su escabel; ni siquiera vuestra cabeza, pues no podéis hacer blanco un cabello negro.

«Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al mal, y si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra; y el que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, dale también el manto» (Mt 5, 38-40). Atrás queda la vieja legislación que mandaba cobrar «vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal» (Ex 21,23-25). Atrás quedan las antiguas y mezquinas equivalencias: «Quien matare una bestia, páguela; quien matare a un hombre, será muerto» (Lev 24,21). Atrás queda la moral del pueblo pagano, que era tan sólo ruin exactitud, aplicación de números y cánones, armonía glacial, mesura cobarde; ellos decían acción justa como quien dice ángulo justo o un kilómetro justo. Jesús, por el contrario, ordena: «Si alguno te requiere para una milla, ve con él dos» (Mt 5,41). Atrás quedan asimismo las exhortaciones de Juan: «Quien tenga dos vestidos, dé uno a quien no tiene ninguno» (Lc 3,11). Aquí se trata de entregar el único manto a quien te ha quitado ya tu único vestido.

¿Cómo entender, Señor, todo esto? ¿Cómo no pensar que tales amonestaciones van a contribuir a que se embravezcan los inicuos y el mal se difunda como mancha de aceite? El recto sentido cristiano sabrá dar la solución práctica para cada momento. Si a veces conviene que te desprendas del manto en favor del ladrón que se ha llevado tu túnica, es evidente que, a quien te ha raptado la mujer, no vas a entregarle tu hija. Si en ciertos casos resulta conveniente ofrecer, inerme, la mejilla izquierda al que nos ha golpeado en la derecha, recordemos también que Jesús, la mañana en que fue abofeteado por un alguacil del pontífice, respondió con tanta paz como entereza: «Si he hablado mal, muéstrame en qué; pero si hablé bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18,23). Cuando Pablo, citado ante el gran sacerdote Ananías, va a ser abofeteado por orden de éste, álzase enérgico: «Dios te herirá a ti, pared blanqueada. Tú, en virtud de la ley, te sientas aquí como juez, ¿y contra la ley mandas herirme?» (Act 23,3). Y nos preguntamos: ¿Es que Jesús fue un inconsecuente o un vendedor de palabras? ¿Es que Pablo no había entendido el evangelio? Nada de esto; uno y otro adoptaron en aquel instante la actitud justa. Jesús, defendiéndose ante Caifás, no se comportó con menor santidad que cuando entregó su rostro al beso traidor de Judas. Y Pablo, ante Ananías, no demostró menos espíritu evangélico que cuando, preso en Filipos, se desplomaron los muros de la cárcel y él permaneció en su puesto, negándose a huir, mientras todos los demás reclusos se daban a una cómoda fuga.

No se trata, por supuesto, de mitigar las graves dificultades que para la carne entraña la recomendación de Jesucristo. Trátase de averiguar su verdadera significación, y ésta, concluimos, no puede ser otra que el servicio de la caridad. Si en ocasiones el bien de la sociedad y hasta del mismo malhechor exige que se ofrezca resistencia a sus malos propósitos, otras veces —mucho más frecuentemente de lo que nuestros criterios, casi siempre mundanos, suelen aconsejar—la caridad reclama de nosotros una inmovilidad paciente, una sincera renuncia a todo género de violencia. No se puede luchar contra la guerra guerreando. De la misma manera que la Contrarreforma no consistió en una reforma contraria, sino en lo contrario de la Reforma, en una docilidad más pura a la tradición, así también la respuesta correcta a la falta de caridad es una sobreabundancia de caridad, no una venganza vestida de caridad. Sabemos todos que la pura justicia resulta imposible, ya que siempre viene a ser justicia impura, tarada con ese plus que corresponde a la desfiguración y aumento que nuestros ojos inevitablemente atribuyeron a la afrenta recibida, solamente porque fue una afrenta inferida contra nosotros; no puede la víctima erigirse en juez.

No olvidemos tampoco que el mal, por ser mal, es asimismo enemigo de nuestro enemigo. Busquemos con éste alianza sobre la única base posible: en el ejercicio de la caridad. Responder a la violencia con violencia es continuar la cadena de iniquidades. Ofrecer la otra mejilla es romper el eslabón. Puesto que sólo el pecado constituye verdadero mal, la ofensa recibida, si en mí no suscita ningún odio, realmente no ha llegado a hacerme daño, ya que de sobra sé que nadie sino yo mismo puede de verdad perjudicarme. El mal, de este modo, no prospera, da contra una superficie enguatada. Más: no agarra, es como una rueda girando inútilmente sobre el hielo.

Luego va a decir Jesús: «Haced con los demás lo que quisierais que hicieran con vosotros» (Mt 7,12). Hillel, el jefe de los fariseos, había formulado así: «Lo que a ti no te agrada no lo hagas a otro»; y añadía: «ésta es toda la ley, lo demás es glosa». Jesús rematará su consigna con palabras semejantes: «en eso consiste la ley y los profetas». En el libro de Tobías se lee: «Lo que tú no quieras que te hicieren, no lo hagas nunca a otro» (Tob 4,16). La diferencia, como veis, entre Hillel y Cristo, entre Tobías y Cristo, es en extremo notable. El progreso que éste trae, al sustituir la fórmula negativa por la positiva, resulta enorme. Inaugura una sociedad nueva, donde la cautela es reemplazada por el exceso, el no hacer mal por el hacer bien, la justicia por la caridad. Todavía llevará Jesús el mandamiento a mayor excelsitud cuando, en vísperas de morir, ordene a sus discípulos: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34). El amor que en estas palabras se reclama es aún más eminente, ya que el amor que Cristo nos ha demostrado es muy superior al que nos profesamos a nosotros mismos. Por eso es la caridad la «ley de Cristo» (Gál 6,2).

Semejante amor, lo mismo que no tiene cálculos, tampoco tiene fronteras. Otra nota, en efecto, característica del amor cristiano es su universalidad: hemos de amar a todos, propios y extraños, amigos y enemigos. Los gentiles no conocían tal amplitud; les hubiera parecido escandalosa. En dos puntos condensaba Platón toda su moralidad: hacer el bien a los amigos y el mal a los enemigos 4. Con razón pudo hablar Pablo de los paganos como de gente «sin corazón, sin piedad» (Rom 1,31). Los judíos, por lo común, ignoraban también ese amor indiferenciado, un amor que pudiera alcanzar a enemigos y extranjeros. Aquella consigna del Levítico: «Amarás al prójimo como a ti mismo», se refería exclusivamente a «tu hermano», a «los hijos de tu pueblo» (Lev 19,17-18). Para los enemigos, excepción hecha de algunos textos demasiado singulares, los sentimientos eran muy diferentes. He aquí un testimonio, entre tantos: «Acuérdate de lo que te hizo Amalec en el camino, a la salida de Egipto; cómo sin temor de Dios

4 Rep. I,332d.

te asaltó en el camino y cayó sobre los rezagados que venían detrás de ti, cuando ibas tú cansado y fatigado. Cuando Yahvé, tu Dios, te dé el reposo, librándote de todos tus enemigos en derredor, en la tierra que El te da en heredad, para que la poseas, extinguirás la memoria de Amalec de debajo del cielo; no lo olvides» (Dt 25,17-19).

Jesucristo trae un amor nuevo, de exigencias insospechadas. «Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos. Pues si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen esto también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen esto también los gentiles?» (Mt 5,43-47).

Amar al adversario. No es fácil. Los que han tenido un verdadero enemigo lo saben bien, no aquellos otros que hablan de enemigos refiriéndose a quienes su vanidad o su envidia reputa como tales. No resulta fácil amar a un enemigo de verdad, a alguien que ha destrozado algo muy valioso en nuestra vida. Porque no es cuestión de pura benignidad, ésta no basta. Hace falta amar de otra manera. El mal obliga al amor a hacerse sobrenatural, lo mismo que el misterio exige de la inteligencia que florezca en fe, en virtud sobrenatural. No puede el perdón sincero, el perdón cristiano, proceder de la indolencia, ni del temor, ni del afán egoísta de tranquilidad. Este perdón cristiano no ha de andar mendigando satisfacciones: que nuestro ofensor, por ejemplo, se humille ante nosotros. El querer que reconozca su mala acción sólo puede inspirarse en el casto deseo de que repare ante Dios su pecado y logre así su perfección: como si se tratase del enemigo de nuestro enemigo.

No es perdón cristiano aquel que concebía Goethe: «La más alta venganza consiste en no tomar venganza». Esa altanera benevolencia no deja de ser una venganza, más pulida, pero no menos satisfactoria para la carne, y mana a veces de una crueldad tan honda como la de quien se propone lavar con sangre las ofensas. Tampoco consiste el perdón cristiano en renunciar a toda venganza personal y remitir a Dios la vindicación de nuestras heridas, deseando que castigue duramente a cuantos nos han ultrajado. No puede el Señor mirar con buenos ojos sentimientos tan ruines, por más que se adornen de mucha confianza en El. El ofendido debe rogar por el ofensor, por su salvación, y debe esforzarse en suscitar en su propio pecho la alegría de pensar que la justicia divina no es, afortunadamente, como la justicia humana.

A muchos sorprenden ciertos textos del Antiguo Testamento que solicitan de Dios terribles penas contra el adversario. Son textos frecuentes. En el libro de los Salmos llegan a constituir verdaderas piezas de antología, salmos enteros, llamados ya salmos de maldición. Dice, por ejemplo, el 1o9: «Cuando se le juzgue, salga condenado y sea ineficaz su oración. Sean cortos sus días y sucédale otro en su ministerio. Sean huérfanos sus hijos, y su mujer viuda. Vaquen errantes sus hijos y mendiguen, sean arrojados de sus devastadas casas. Arrebátele el acreedor cuanto tiene, y róbenle extraños cuanto adquirió con su trabajo. No tenga nadie que le favorezca ni quien tenga compasión de sus huérfanos. Sea dada su posteridad al exterminio, bórrese su nombre en una generación. Venga en memoria ante Yahvé la culpa de sus padres, y no sean olvidados los pecados de su madre. Estén siempre presentes a Yahvé y extirpe de la tierra la memoria de ellos. Amó la maldición, venga sobre él; no quiso la bendición, apártese de él. Vístase la maldición como vestido suyo, penetre como agua en sus entrañas, y como aceite en sus huesos. Sea el vestido que le cubra y el cinto que siempre le ciña» (Sal 109,7-19).

¿Cómo es posible que en las Escrituras aparezcan tales expresiones y se fomenten intenciones semejantes? No debemos olvidar que el salmista era tributario de una economía que ignoraba aún la redención. No era, ciertamente, un pagano; lo demuestra el hecho de que su actitud es suplicante, es deprecatoria, no pretende imponerse, no intenta forzar la libertad del Dios trascendente. Pero el salmista tampoco era un cristiano. ¿Deberemos entonces prescindir de tales plegarias, aunque vengan incluidas en la Biblia? En manera alguna; podemos y debemos usarlas. ¿Por qué? Porque en ellas se expresan porciones de nuestro corazón que no han sido aún evangelizadas, y únicamente orando así podremos reconocerlas para después convertirlas al amor de la alianza nueva. ¿Quién podrá asegurar que no es capaz de tales sentimientos? Si lo asegura, será tan sólo porque aún no se ha visto envuelto en las circunstancias del salmista; y su presunción de hoy hará que se encuentre mañana, cuando llegue la injuria o la persecución, sin defensas en el alma 5.

Amar a los enemigos. No es nada fácil. Es menester haber mudado el corazón, tener dentro del pecho, en lugar de esta máquina de egoísmo, el corazón de Aquel que, según Pablo, «murió por los impíos» (Rom 5,6), pero que, según El mismo, «murió por sus amigos» (Jn 15,13).

 

5. El evangelio interioriza la ley

Ya hemos visto cómo Jesús interiorizaba la ley cuando exigía caridad de pensamiento y pureza de corazón. En seguida va a proseguir en la misma línea al condenar toda vana ostentación. «Guardaos de practicar vuestra justicia a los ojos de los hombres para que os contemplen, pues de otra suerte no tendréis recompensa ante vuestro Padre celestial» (Mt 6,1).

Señala tres acciones concretas. Primero, la limosna. Practicad vuestra limosna en secreto; sólo de este modo logrará premio en la gloria. Si ayudáis al pobre para granjearos buena reputación, tenéis ya la recompensa aquí abajo; no esperéis más. Trataríase de un vulgar comercio: compro, por unas monedas, fama de santo. Se trata, además, de una profanación abominable: utilizo una virtud en favor de un vicio.

El libro de los Proverbios aconseja ya que la limosna sea hecha a escondidas: «El obsequio en secreto aplaca el furor» (Prov 21,14). Y los comentarios rabínicos explicaban así: Haz tu obsequio en secreto, para no herir el orgullo de aquel a quien das. Pero he aquí que el precepto de Cristo tiene en cuenta lo contrario: la limosna ha de ser oculta, no precisamente para no lastimar el orgullo del donatario, sino más bien para no provocar orgullo en el donante. Este orgullo es mucho peor, porque supone conciencia de superioridad. El otro resultaría

5 Cf. R. GUARDINI, Verdad y orden (Edic. Guadarrama, Madrid) t.1 p.131.

más soportable, ya que el pobre simplemente pretende no ser rebajado. Por eso, porque la caridad suele tan desdichadamente practicarse, acontece muy a menudo que el que recibe una limosna, págala ya con creces por el mero hecho de aceptarla. No debo permitir nunca que mi limosna abochorne a quien la recibe. Debe la caridad ejercitarse caritativamente. Por las mismas razones por las que exigimos que esté bien redactada la carta de quien solicita una plaza de secretario: por razones esenciales.

La palabra caridad, como tantas, es hoy una palabra mellada, gastada, empobrecida. Ya no significa de ordinario caridad, sino otra cosa: una de las caridades, uno de los actos de pretendida caridad. «Fulano hace caridades». Ahora bien, resulta que con la palabra caridad sucede exactamente lo contrario de lo que ocurre con la palabra humanidad. Mientras la humanidad como tal no existe, sino únicamente este hombre, más aquél, más el otro, es decir, la suma de hombres individuales, lo único que existe en el reino de la caridad es ella misma, dama sin alfiles, simplicidad sin partes. No es la caridad una abstracción resultante de una serie de actos, sino una actitud que se proyecta oportunamente en actos. Caridad, palabra que el uso ha deteriorado. Quizá determinadas cosas que hoy se conocen con el nombre de caridad—por ejemplo, un Festival de Caridad—sean necesarias; quizá. Acaso sean simplemente necesarias para allegar algunos fondos y aliviar un cierto número de dolores, el hambre o el frío de un cierto número de pobres. Tales cosas, tales artes, deben probablemente su existencia a un cuidadoso análisis de las posibilidades de generosidad que laten en el común de los corazones humanos. Creo incluso que semejantes menesteres no están destinados a ser suprimidos violentamente, con santa cólera. Convendrá, sin embargo, pensar seriamente en mudarles el nombre. ¿Toleramos acaso que la atrición sea denominada contrición? Pues tampoco se puede llamar caridad a lo que no lo es. Nos parece urgente una enérgica corrección de estilo, un replanteamiento del diccionario, con el fin de devolver los vocablos a su estado primitivo de pureza, cuando al pan se le llamaba pan y al agua con vino no se le llamaba vino.

Cristo sale por los fueros de la verdadera caridad. Que la limosna no sea acompañada de trompetas. Más: que la mano izquierda ignore lo que ofrece la derecha. Esto prohibe incluso toda autocomplacencia, toda satisfacción, burda o sutil. Menester es ahogar sin piedad ese espectador que hay dentro de cada uno de nosotros, siempre dispuesto a aplaudir cualquier mínima acción que ejecutemos. Y lo mismo que en la limosna, ha de ocurrir en los otros dos puntos concretos sobre los cuales Jesús dicta su enseñanza nueva: en la oración y en el ayuno. «Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas y en los cantones de las plazas, para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, cuando ores, entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto; tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará» (Mt 6,5-6). «Cuando ayunéis no aparezcáis tristes, como los hipócritas, que demudan su rostro para que los hombres vean que ayunan; en verdad os digo, ya recibieron su recompensa. Tú, cuando ayunes, úngete la cabeza y lava tu cara, para que no vean los hombres que ayunas, sino tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,16-18).

Más adelante dirá: «No deis a los perros lo que es santo, ni echéis vuestras perlas a los puercos» (Mt 7,6). Pablo impondrá a sus fieles idénticas cautelas (2 Tim 3,5; 4,15; Tit 3,10). ¿Por qué? Porque no puede exponerse el misterio de la vida santa a quienes no tienen capacidad para comprenderla. Creerían que les echabais alimento adecuado a sus torpes aspiraciones y, al verse defraudados, volveríanse contra vosotros y pisotearían aquello que es sagrado y debe a todas horas mantenerse entre velos. El cáliz se presenta cubierto con un paño, y el meollo de la doctrina hay que darlo como una simiente: si el caparazón se abre, las virtudes de la semilla mueren. La verdad es para amarla, y el amor rodéase de pudores. La verdad es fecunda, y todo cuanto concierne a la transmisión de la vida ha de ser envuelto en oscuridad y exquisito respeto. La verdad es fuego, y nadie entrega una antorcha a un loco. La verdad es una experiencia viva, y suprimir las etapas previas del anhelo, de la purificación, de las ansias vehementes, significa esterilizar la verdad.

Jesús, es cierto, dijo también: «Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse la ciudad asentada sobre un monte, ni se enciende una lámpara y se la pone bajo el celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a cuantos hay en la casa. Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 5,14-16). Pero la lámpara y la ciudad en alto son para los que tienen ojos. A los ciegos hay que someterles antes a un tratamiento delicado que les libre de su ceguera. Y, sobre todo, que la exhibición de vuestras obras tenga este último cometido: la gloria del Señor. Si esta gloria exigiera que manifestaseis en público vuestras culpas, ¿os daríais tanta prisa en mostrarlas? ¿Os convenceríais tan pronto de que eso era reclamado por el honor divino?

Se abusa de la obligación del «buen ejemplo». Insistir en el deber de ejemplaridad es, con frecuencia, inculcar el estúpido orgullo de ser mejor que los otros. «No basta ser bueno, hay que parecerlo»; tal consigna, repetida tres veces, puede equivaler a esta otra: «Hay que ser bueno, pero sobre todo parecerlo». Bien está luchar contra el respeto humano. Pero ¿qué hacer cuando se llega al respeto humano de no tener respetos humanos?

Depositad vuestra limosna en silencio. Perfumad vuestra cabeza cuando ayunéis. Al ir a la oración, cerrad la puerta. Que todo eso lo vea solamente el Padre. La ley está dentro, es interior. Si no, vuestra justicia no será mayor que la de los fariseos.

 

6. El evangelio libera de la ley

La ley. La ley era «santa», «santísima», «divina», «la hija mayor de Yahvé». El salmo 19 dice cosas hermosas acerca de la ley: «La ley de Yahvé es perfecta, restaura el alma. El testimonio de Yahvé es fiel, hace sabio al rudo. Los preceptos de Yahvé son rectos, alegran el corazón. Los mandatos de Yahvé son limpios, iluminan los ojos. El temor de Yahvé es puro, permanece para siempre. Los preceptos de Yahvé son del todo justos, más estimables que el oro acrisolado, más dulces que la miel, más que lo mejor del panal» (Sal 19,8-11).

Pablo confiesa: «Sabemos que la ley es buena para quien usa de ella convenientemente» (1 Tim 1,8); «Los cumplidores de la ley serán declarados justos» (Rom 2,13); «La ley es santa, y el precepto, santo, y justo y bueno» (Rom 7,12). El mismo, según propio testimonio, fue «instruido según el rigor de la ley» (Act 22,3), «irreprensible según la ley» (Flp 3,6). Correctamente entendida y practicada, había santificado a muchos hombres del tiempo de la expectación. Zacarías e Isabel, por ejemplo, «eran justos ante Dios porque cumplían sin falta todos los mandamientos y preceptos del Señor» (Lc 1,6).

Constituía la ley de Moisés, para todo israelita, el instrumento adecuado de santificación. Esta ley, sin embargo, fue quedando sepultada por una hojarasca de comentarios, precisiones, añadiduras de tradición oral. La Torah o «Ley escrita», ley primitiva, venía a ser nada más una parte de aquel gran complejo que los fariseos capciosamente llamaban «la Ley». En dicho conjunto había llegado a prevalecer la glosa sobre el núcleo, y el Berakoth decía sin rubor que «las palabras de la Torah contienen cosas prohibidas y cosas permitidas, preceptos leves y preceptos graves, mas las palabras de los escribas son todas gravísimas».

Ante semejante abuso, los profetas clamaron enérgicamente: « ¿Cómo decís: Tenemos la sabiduría, poseemos la ley de Yahvé? La convirtieron en mentira las mentirosas plumas de vuestros escribas» (Jer 8,8). Al cabo de los siglos, fueron las cosas empeorando. En tiempos de Jesús, la ley habíase convertido, en manos de los fariseos, en algo punto menos que irreconocible. Jesús les recriminó con dureza: «En verdad que anuláis el precepto de Dios para establecer vuestra tradición» (Mc 7,9). Se trataba, en este caso, de declarar inanes ciertas obligaciones de culto que los fariseos habían inventado para eximirse de sus deberes familiares. Otra vez, en cambio, serán reprobados aquellos deberes familiares que sirven de pretexto para no seguir al Mesías (Mt 8,21-22), 0 la observancia del sábado que impide practicar la caridad con el prójimo (Mc 3,1-6), o, simplemente, el cumplimiento de la ley entera si tal cosa conduce a orgullo (Lc 18,9-14).

Santa era la ley, pero su interpretación y uso habían venido a resultar condenables. Aquí precisamente es donde radica esa doble postura, al parecer oscilante y contradictoria, que Cristo observó respecto al particular, y lo mismo tantas frases antitéticas como aparecen en las cartas de Pablo. Tal desfiguración y perversión de la ley en ningún otro texto revélase tan claramente, tan atrozmente, como en aquella frase que los jefes de Israel pronunciaron ante Pilato para exigir la muerte de Jesús: «Nosotros tenemos una ley, y según la ley debe morir» (Jn 19,7). Igualmente Pablo declarará un día que fue «perseguidor de la Iglesia por el celo de la ley» (F1p 3,6).

Con todo, no era la mayor desgracia esta tergiversación. Hay momentos incluso en que Cristo parece reconocer en los fariseos un buen sentido de la ley: «En la cátedra de Moisés se sentaron los escribas y fariseos. Haced, pues, y observad cuanto os digan, pero no hagáis conforme a sus obras» (Mt 23,2-3). Decir una cosa y hacer otra: hipocresía de los fariseos, es`3écir, fariseísmo. ¿Era acaso éste su mayor pecado? No; había otra culpa aún más grave de la cual habíanse hecho reos, una culpa que coincide justamente con el máximo infortunio de la ley. El gran pecado de los fariseos era su autosuficiencia, y la ley, en lugar de ser un vehículo para someter las almas al dominio de Dios, representaba más bien para ellos un arma de defensa contra Dios, contra sus exigencias santamente desmedidas e imposibles para el hombre de controlar.

Por eso la ley, en sí buena, trocóse en instrumento de pecado. Primero, porque sus prohibiciones hacían más explícito y sugestivo aquello que prohibían—«donde no hay ley, no hay transgresión» (Rom 4,15)—e, incapaz de conferir fuerzas para cumplir lo que ordenaba, la ley vino, por paradoja, a quitar compuertas y facilitar la difusión del mal (Rom 3,20). Segundo, porque, cuando era respetada, fácilmente engendrábase en el alma observante la convicción de que la justicia se debía a sus propias obras y, por tanto, decretaba innecesario todo socorro del cielo. El hombre, de este modo, buscaba su propia gloria en el cumplimiento de la ley, no la gloria de Dios (Gál 2,15-21; 5,4; Rom 4,4-5; 6,14).

Pablo se ve obligado a formular expresamente: «El hombre no se justifica por las obras de la ley» (Gál 2,16; Rom 3,20). «Cuantos confían en las obras de la ley, se hallan bajo la maldición» (Gál 3,10). Ya hemos visto cómo él mismo confesó haber sido irreprochable según la ley; pues bien, todo eso lo tiene él después «por estiércol» y aun «por daño» (FIp 3,8). Para convertirse a Cristo, Pablo no hubo de sacrificar hacienda, o vanidad mundana, o halagos de la carne, sino otra cosa más preciosa y engañosa: su satisfacción de cumplidor fiel de la ley, el sentido íntegro de su ideal de perfección.

Si «la ley es la fuerza del pecado» (1 Cor 15,56), lógico resulta llamarla «ministerio de muerte» (2 Cor 3,7), provocadora de la ira de Dios (Rom 4,15). Sin embargo, no sería lícito concluir de aquí la identificación de la ley con el pecado. Ambas cosas son servidumbre; pero, mientras el pecado representa la esclavitud nefanda y absoluta, la ley es prisión en espera de la fe (Gál 3,23), servidumbre pedagógica, «ayo para llevarnos a Cristo» (Gál 3,24). La ley estaba prefigurada por Agar, la esclava (Gál 4,24), nos tenía atados a la manera de siervos, mas como hijos que esperan la emancipación (Gál 4,1-4).

No sirve la ley, ciertamente, para otorgarnos la justicia. De otra forma, haría inútiles las promesas, se opondría a ellas, suplantándolas, santificándonos por otros medios (Gál 3,21). Mas tampoco la ley ha sido por completo inútil; antes al contrario, ha jugado un papel trascendental en la economía de la salvación. Lo mismo que la palabra de los profetas (Is 6,9-13), aunque no desarraigó el pecado, suscitó, al hacer éste más visible, la cólera de Dios santísimo y, acto seguido, la mutación de esta cólera en gracia. No de otra forma se abre una llaga infecta, para poder curarla.

La gracia es lo que nos justifica. Y la respuesta humana a esa gracia es la fe. «El hombre se justifica por la fe sin las obras de la ley» (Rom 3,28). Quien pretendiera justificarse por sus propios actos sería como aquel que creyese adquirir la nacionalidad de un país sólo por observar escrupulosamente los estatutos vigentes en dicho país. El cumplimiento de la ley es necesario, no hay duda, mas esto constituye tan sólo un efecto de nuestra pertenencia a Cristo, no un título de derecho para esa pertenencia. No es la ley la medicina del enfermo, sino simplemente un termómetro que se limita a registrar el estado de salud o enfermedad.

Dice Pablo que «Cristo es el fin de la ley» (Rom 10,4).

Pero no se trata solamente de un fin cronológico, de una mera terminación o acabamiento; en tal caso, la actitud de los judíos, al empeñarse en seguir viviendo bajo la ley, sería nada más un inocente anacronismo. Su yerro es mucho más grave, pues demuestran no haber entendido en absoluto la esencia de la ley; no sólo no han ingresado en la nueva era, sino que se han desterrado también de la alianza antigua. ¿Por qué? Porque Cristo no es meramente el fin, sino la finalidad de la ley. Esta, en sí misma, no poseía sentido alguno; toda su categoría y sustancia se reducía a ser una preparación del tiempo de Jesús. Por consiguiente, sólo los que creyeron en Cristo cumplieron la ley.

Únicamente los hombres de fe viven; los otros están muertos, prisioneros de la letra, esa letra que mata en contraposición al espíritu que vivifica (2 Cor 3,6), la «letra vieja» en contra del «espíritu nuevo» (Rom 7,6). Ley y gracia se oponen (Rom 6,14) lo mismo que muerte y vida (2 Cor 3,7), lo mismo que condenación y justificación (2 Cor 3,9).

Es Cristo la finalidad de la ley en cuanto que El representa su cumplimiento perfecto y dichoso. Es el fin de la ley en cuanto que su redención significa, para nosotros, la liberación de dicha ley. Nosotros ya «no somos los hijos de la esclava, sino los hijos de la mujer libre» (Gál 4,31). «Cristo nos ha hecho libres para que gocemos de libertad» (Gál 5,1). Siempre hemos de permanecer así, puesto que «allí donde está el espíritu del Señor, está la libertad» (2 Cor 3,17).

¿Y qué supone prácticamente esta liberación de la ley, este no vivir ya bajo la ley, sino bajo la gracia? (Rom 6,14). Las leyes morales subsisten, pero su sentido estriba ya únicamente en el amor: se limitan a ser salvaguarda del amor o cauce del amor. Hemos sido desatados de los mandamientos en cuanto que la respuesta afirmativa que a ellos damos no es por ellos mismos, sino por el amor de Cristo, el cual nos impulsa a obrar de un modo que de hecho coincide con el que ellos propugnan. Así las obras de la gracia carecen de la rigidez de la ley. «Los frutos del espíritu son: caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra éstos no hay ley» (Gál 4,22-23), ya que «la ley no es para los justos» (1 Tim 1,9). Los mandamientos mantienen su vigor, pero ya no son aquellos del Sinaí, sino estos de Jesús: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (Jn 15,1o); «Si me amáis, observaréis mis mandamientos» (Jn 14,15).

Cristo, al soltarnos de las ataduras de la ley, al reducir la ley al amor, nos ha librado de la congoja y del miedo, pues «el miedo no puede coexistir con el amor» (1 Jn 4,18). Nos ha dispensado también de aquella inquietud aún más agobiante, la angustia de tener que justificarnos por nuestras propias obras. La gracia significa amor y abandono, holgura de corazón. Mas nunca hemos de olvidar que el fin de nuestra esclavitud lo debemos exclusivamente al Señor. El Exodo se cuida mucho de recalcar que la emancipación de Israel no se debió a la iniciativa de Moisés (Ex 3), ni a la benevolencia del Faraón (Ex 5,14), ni mucho menos al ánimo e industria de los israelitas: «¿No te decíamos nosotros en Egipto—se quejaban luego a Moisés—que nos dejases servir a los egipcios?; pues mucho mejor es servir en Egipto que morir en el desierto» (Ex 14,12). Sólo la fuerza y predilección de Yahvé sacaron a su pueblo de la cautividad para llevarlo a la Tierra Prometida. Ahora bien, esta liberación fue nada más una imagen de la que Cristo llevó a cabo en la plenitud de los tiempos, dando cumplimiento a las profecías de la manumisión (Lc 4,19.21). La verdadera libertad únicamente se obtuvo mediante la acción del Salvador: «Si el Hijo os librare, seréis verdaderamente libres» (Jn 8,36).

Finalmente, la liberación de la ley consiste en que hemos sido salvados de nosotros mismos, de nuestras malas tendencias y aficiones—de todas las inclinaciones que nos encadenaban—, permitiéndonos de esta forma el desarrollo y crecimiento. Así es como hay que entender la entraña última de toda libertad humana: no como una indiferenciación ante el bien o el mal, sino como una victoria sobre el mal, victoria que permite al hombre realizarse del todo, consumar su naturaleza. No está la auténtica libertad al comienzo, sino al fin: libertad es liberación. Lo que solemos llamar libertad, esa posibilidad de optar entre el bien y el mal, esa radical vacilación, es precisamente una deficiencia del albedrío, el signo de una libertad deficiente, lo que califica nuestra libertad no en cuanto libertad, sino en cuanto nuestra, es decir, inmatura aún, todavía herida. La libertad no es la facultad de hacer el mal, como tampoco la inteligencia consiste en poder equivocarse. Cristo nos levanta por encima de nosotros mismos, hasta aquella participación en la libertad increada de Dios para que podamos ser auténticamente nosotros. Cristo nos concede la única libertad posible: la que nos permite seguir nuestra propia ley. Porque andar sin ley es una utopía: el que se debate contra una obligación, cae en otra más triste y férrea; quien hace su capricho no es dueño, sino esclavo de su capricho. Sólo es libre el que sigue la ley de su propio ser.

Porque la libertad no significa una abstracción, dice siempre referencia a alguna verdad: «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8,32). La libertad supone la posesión de la verdad, o, más explícitamente, del orden verdadero. Dios, el Santo que carece en absoluto de la posibilidad de pecar, es precisamente quien posee la libertad en sumo grado. Es libre porque es santo, y es santo porque es libre. De ahí que la libertad de la criatura haya que concebirla correctamente como la aceptación libre—consciente, amorosa, no titubeante—de una obediencia: la «obediencia del corazón» (Rom 6,17). Libertad del que «se hizo obediente hasta la muerte» (Flp 2,8), libertad de la «esclava del Señor» (Lc 1,38), libertades plenas y magníficamente cumplidas.

Nuestra libertad no es indiferencia omnímoda; tiene esencialmente una estructura, que incluso puede recibir el nombre de ley: «la ley de la libertad» (Sant 1,25; 2,12). Hemos sido llamados a la libertad (Gál 5,1), mas no al libertinaje (Gál 5,13).

Cristo nos ha exonerado de la ley antigua, de la ley insuficiente, de 1 a ley del temor. Quedan aún, sin embargo, muchas leyes en este tiempo de la nueva economía que es la Iglesia. Leyes escritas, meticulosas, innumerables, de todo género. Un enorme aparato legislativo. ¿Por qué esto? Tal vez lo que haya en ello, si no de exceso, sí al menos de demasiado sobresaliente y múltiple, se deba al genio romano, ordenancista, que la Iglesia incorporó en su primera época. Mejor dicho, en la segunda, cuando la cristiandad dejó de ser aquel puñado de comunidades orantes y hostigadas para convertirse en una organización, en un cuerpo establecido y compacto. La faz de la Iglesia, antes y después de Constantino, fue muy distinta. Hoy resulta inconcebible una Iglesia como la actual, de dimensiones mundiales, privada de una vigorosa legislación.

Sería pueril, no obstante, atribuir toda esta articulación simplemente a unas necesidades históricas. La razón profunda se halla en nuestro propio corazón, tan propenso a traicionar la consigna evangélica de libertad, tan reacio a abrazar el máximum propuesto en el sermón de la montaña, tan habituado a demorarse en ese mínimum que exige perentoriamente una formulación jurídica.

No ignoramos que la Iglesia terrestre ocupa un puesto intermedio entre el tiempo de la promesa y su propia consumación. Las leyes le son indispensables, representan un síntoma de su imperfección esencial. Nuestra Iglesia tiene por eso, como suele decir admirablemente Congar, bastante de sinagoga.

Tal constitución es índice y efecto de las deficiencias que anidan en nosotros. Pero, al mismo tiempo, bien puede ser también causa de otras nuevas imperfecciones. En cuanto se construye una disciplina, una regla precisa, surge el peligro de creer que todo estriba en conformarse a esa regla. En cuanto se fija una norma, en cuanto se constituye una autoridad, en cuanto se objetiva un ideal, corremos el riesgo de volver a los antiguos usos, el riesgo de desecar el espíritu, sobrevalorar la osamenta, adular a la autoridad, duplicar falazmente la vida, juzgar y prejuzgar por apariencias. Revive lo malo de la ley, revive el fariseo. Un fariseo más astuto, más avisado, que ya sabe que sólo en Cristo se halla la salvación; pero confunde al verdadero Cristo con el Cristo de sus ideas, ideas estrechas, fosilizadas, erróneas.

 

7. «La libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,1z)

Por obra y gracia de Jesucristo, hemos pasado de la ley a la libertad, del estado de siervos al estado de hijos. «No habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción, en el cual clamamos: Abba!, ¡Padre!» (Rom 8,15).

Somos posesión de Dios. Pero no a la manera de una vasija, propiedad del alfarero que la modeló. Somos posesión de Dios, no como una cosa es de su dueño, no como un esclavo es de su señor, sino como una persona amada es de su amante. O como un hijo es de su padre.

Una página entera dedica el sermón de la montaña a la proclamación de esta amorosa providencia del Señor. Entendida la providencia no al uso de los filósofos, como un ojo inmenso que todo lo ve, como una mano grandísima que lo abarca todo y a todo concurre, sino entendida como paternidad solícita: «Vuestro Padre celestial sabe lo que necesitáis» (Mt 6,32).

«Por esto os digo: No os inquietéis por vuestra vida, sobre qué comeréis; ni por vuestro cuerpo, sobre qué os vestiréis. ¿No es la vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Mirad cómo las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni encierran en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? ¿Quién de vosotros con sus preocupaciones puede añadir un codo a su estatura? Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Mirad a los lirios del campo cómo crecen; no se fatigan ni hilan. Pues yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy existe y mañana es arrojada al fuego, Dios así la viste, ¿no hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe?» (Mt 6,25-30).

No canoniza aquí Jesús la ociosidad, no condena el trabajo. El trabajo es bueno, es necesario; ya lo dijimos antes. El trabajo en sí es indiferente: depende de la intención que en él se ponga; unos trabajan bien, otros trabajan mal. En el día de las cuentas se procederá a la selección de los trabajadores: «Entonces estarán dos en el campo, uno será tomado y otro será dejado; dos molerán en la muela, una será tomada y otra será dejada» (Mt 24,40-41). El trabajo puede ser malo. Encierra un grave peligro: el de ser sobrestimado, el que se haga de él algo autónomo, un título de emancipación de Dios. Lo que el cumplimiento de la ley engendró en muchas almas, aquella autosuficiencia en la línea de la salvación, puede hoy suscitar el trabajo en el plano de la existencia terrestre: la idea de que nos bastamos a nosotros mismos. Bueno será recordar que «ni el que planta ni el que riega son algo, sino Dios solamente, que da el crecimiento» (1 Cor 3,7). Bueno será mirar cuidadosamente las mismas palabras que manejamos, esas humildes y elocuentes palabras: «dotes», «datos». El hombre trabaja valiéndose de sus facultades, de sus dotes; es decir, de las potencias que le han sido dadas. Trabaja igualmente utilizando materiales, datos; esto es, realidades de existencia previa que él no ha creado, realidades que le han sido concedidas como indispensables presupuestos. Tanto la fuerza de su músculo como la materia de sus labores han sido gratuitamente otorgadas al hombre por el Señor.

No es el trabajo el que libera. Al contrario, el trabajo puede encadenar rudamente. No sólo la labor en sí misma, esa rueda atroz de trabajar para poder comer y comer para poder trabajar, sino también sus frutos, lo que el trabajo produce de positivo, eso que aparentemente nos conduce a la independencia, el ser capaces de vivir por nosotros mismos sin ser esclavos de nadie, de ninguna limosna o tutela. Esto también nos liga y vincula y nos causa nueva pesadumbre. Nos hace depender de las abstracciones humanas, que en cualquier momento pueden fallar; nos hace depender de ese monstruo sin ojos ni orejas, de corazón voluble, que es el Dios laico, el azar, lo imponderable. Nos hace depender, ante todo, de nosotros mismos, de un yo cerrado y mísero, de lo más frágil que hay en el mundo: el vigor de nuestro brazo, la lucidez de nuestra mente, la estabilidad de nuestras ilusiones. No es posible así ninguna anchura de alma, ninguna libertad profunda.

Lo único que de verdad nos libera es la convicción de que vivimos bajo una celeste providencia, el entender la vida como perpetuo don paterno y como incesante gratitud filial. No nos exime del esfuerzo la providencia, como tampoco la vida del alma paraliza las funciones del cuerpo; pero sí coloca nuestro trabajo a otra luz, hace que sepamos orientarlo hacia una superior meta, lo mismo que el cuerpo funciona a todas horas y se menea en servicio del espíritu.

La providencia no es precisamente la gran armonía del mundo bautizada, rotulada con un nombre sacro. No es siquiera el sentido del universo y de la vida establecido por Dios. No es nada vago, nocional, impersonal. Es, por el contrario, una persona: es el Padre.

El Dios de Platón, la idea de Bien, significaba algo supremo que los seres múltiples esforzábanse en copiar, pero él permanecía indiferente a las criaturas, situado en su cumbre y desapego olímpicos. El Dios de Aristóteles, el Motor Inmóvil, lo movía todo en cuanto que era objeto de amor para todo, pero él no amaba. El Dios de los paganos era descorazonador. El Dios de las Escrituras es, en cambio, un Dios personal, capaz de firmar una alianza y atenerse a ella, capaz de cólera (Eci 16,12), de alegría (Sof 3,17), de aborrecimiento (Lev 20,23), de arrepentimiento (Gén 6,6), de celos (Ex 20,5). Es un Dios personal, apto para el diálogo y las relaciones recíprocas. La misma rotación de las estaciones no significa tanto una inducción científica cuanto el resultado de un pacto que, hace cierto número de siglos, celebró Yahvé con Noé (Gén 8,22). Los elementos todos guardan con el Señor una relación cuasipersonal, una filial dependencia: «¿Quién es el padre de la lluvia? ¿Quién engendró las gotas de rocío? ¿De qué seno sale el hielo? Y la escarcha que baja del cielo, ¿quién la engendra?» (Job 38,28-29).

Tales frases no responden tan sólo a un modo semítico de hablar, sino también a aquella honda persuasión que los semitas tenían acerca de la acción incesante de Dios sobre sus criaturas. Fácilmente concedemos que los antropomorfismos de la Biblia son más expresivos que todas las definiciones filosóficas; pero debemos admitir que son incluso más «verdaderos», pues reflejan una verdad muy profunda, una verdad que no resulta accesible a ningún otro modo de conocimiento y publicación, una verdad que los conceptos mondos y lirondos, asépticos, son incapaces de otorgarnos: la verdad del Dios vivo. Pasar de la Biblia a una teología excesivamente especulativa no significa ningún progreso en la inteligencia de Dios, comparable al desarrollo que una mentalidad cristiana demuestra en contraste con las bastas ideas del hombre veterotestamentario. No es un adelanto, sino un retroceso: no se pasa del Antiguo Testamento al Nuevo, sino de ambos Testamentos a una endeble teodicea con pretensiones de teología. Toda teología que no sea comentario amoroso y tembloroso a las Escrituras es mera construcción humana. Todo cuanto no es glosa a la palabra de Dios podrá ser palabra sobre Dios, mas siempre palabra humana. El desenvolvimiento de la noticia divina propio de los evangelios, comparado con la noticia que nos es ofrecida en los libros de la antigua alianza, no es precisamente un progreso en exactitud, en pulimento; es más bien un progreso en la idea primordial de vida. El Dios de Jesucristo es Jesucristo, que es Verdad y es Vida, verdad manifestada en su vida.

Ese Dios es nuestra providencia. Una providencia tan paternal que ya el Antiguo Testamento describíala como maternal. Porque Dios no es masculino, no es padre en contraposición a madre: El reúne cuanto de excelente hay en los padres y en las madres de la tierra, el pulso y la suavidad, la previsión de la mente y el calor del regazo. «Como niños llevados a la cadera y acariciados sobre las rodillas, como consuela una madre a su pequeño, así os consolaré yo a vosotros» (Is 66,12-13). «Sión decía: Yahvé me ha abandonado, el Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaría» (Is 49,14-15).

Cristo nos habló también— ¡y qué seguridad mayor, ahora que nos lo ha dicho El mismo con labios humanos!—de estos sentimientos maternales de Dios. «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollos bajo las alas, y no quisiste!» (Mt 24,37). San Agustín comenta dulcemente: «Ya sabéis hasta qué punto la gallina es débil con sus crías. Ningún otro pájaro, en efecto, se conoce ser madre tanto como ella. Vemos a las aves que hacen sus nidos ante nuestros ojos: golondrinas, cigüeñas, palomas; las vemos cada día hacer sus nidos; pero sólo cuando las vemos en sus nidos sabemos que tienen hijos. La gallina, por el contrario, es tan tierna con sus polluelos que, aunque no vayan tras ella, aunque tú no los veas, sabes en seguida que es madre» 6.

¿Y qué mejor muestra de que Dios es nuestra madre que el misterio de nuestra alimentación? Somos nutridos con su propia carne, con su propia sangre. ¿Cómo conservar todavía ese recelo que cualquier imagen literaria despierta en nosotros, educados en la aridez científica? La realidad sobrepuja a toda metáfora, a toda tentativa que el hombre pueda hacer echando mano de los últimos extremos del lenguaje, y hasta dislocándolos, para darnos a entender el amor y solicitud del Señor.

Descansemos en El. «Vuestro Padre celestial sabe lo que necesitáis». Lo sabe, y subviene a toda necesidad. La providencia no es ninguna máquina perfecta, construida a la par que el mundo y que funcionase con admirable precisión. La providencia es algo vivo que se está cumpliendo diariamente, pues depende de la acción incesante del Dios vivo, de su libertad de cada hora, que a nada está sujeta excepto a su propia santidad, es decir, a su amor y blandas entrañas. ¿Sería alguien capaz de tener miedo si supiera que su suerte está en manos de su madre? «dHabrá entre vosotros alguno a quien

6 In lo. Evang. 15,7: ML 35,1513.

su hijo le pida un pan y él le dé una piedra, o, si pide un pez, le dé una serpiente? Si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, ¡con cuánta más razón dará vuestro Padre celestial cosas buenas a los que se las pidan!» (Mt 7,8-II).

¿Puede darse seguridad más absoluta, alivio más confortador que este de pensar que Dios es nuestro Padre y lo sabe todo, lo ve todo? ¿Qué importa que nosotros no sepamos ni veamos? Sólo importa una cosa, sólo una cosa nos incumbe: tener fe, creer que Dios lo mira todo y acude a la hora debida, puntual y muy tierno, un tantico socarrón.

Andamos envueltos en la mirada de Dios. Al inicuo esto desasosiega, al justo estimula. Al débil, al flaco, consuela grandemente. Porque hay miradas y miradas. Hay quien mira con odio, y el que se nota así mirado tiembla o se prepara para la lucha. Hay quien mira calculadoramente, sopesando la utilidad o el placer que la persona a quien mira puede reportarle, y ésta se siente humillada o manchada. Hay miradas de fría observación, y uno, cuando es así contemplado, se repliega buscando defender su secreto. Pero existen también miradas de amor, las miradas cálidas y fecundantes, las que desarrollan nuestras buenas facultades latentes, las que nos hacen vivir. Son miradas que crean en torno nuestro la temperatura exacta para que podamos subsistir y crecer. Vivir bajo una mirada de esta naturaleza es una dicha sin par, y sólo quien lo ha experimentado lo sabe.

Sólo el que tiene fe suficiente para vivir, no con fe, sino de la fe, sabe cuánta paz produce el vivir así, envuelto siempre en la mirada de Dios. Es la única libertad, la libertad filial, «la libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,21), la libertad de la casa paterna, la que nos libra, a la vez, de la opresión de la cárcel y de los rigores de la intemperie.