CAPÍTULO XVI

CONFLICTOS CON LOS FARISEOS
 

1. Cristo es nuestro sábado

Si Dios quiere, más adelante dedicaremos unas páginas al estudio y reprobación de los fariseos. Sin embargo, nos es necesario ahora referirnos a ellos, al tratar de algunas cuestiones cuya solución por parte de Jesús entró en grave conflicto con la mentalidad farisaica. Ya desde el principio surge la lucha, lucha sin cuartel, sin remedio, sin pactos; una batalla campal que culminará al fin en el feroz capítulo 23 de Mateo.

Hubo, es verdad, fariseos rectos y bienintencionados, con quienes el Maestro se avino a trabar relación. Conocemos los nombres de Simón, Nicodemo, José de Arimatea. Sabemos de un doctor de la ley acerca del cual Jesús dijo elogiosamente: «No estás lejos del reino de Dios» (Mc 12,34). Es notable la defensa que ante el tribunal hizo de los apóstoles el fariseo Gamaliel, con muy sensatas y espirituales palabras: «Dejad a estos hombres, dejadlos; porque, si esto es consejo u obra de los hombres, se disolverá; pero, si viene de Dios, no podréis disolverlo, y quizá algún día os halléis con que habéis hecho la guerra a Dios» (Act 5,38-39). Gamaliel fue maestro de Pablo, el cual, si hubiese querido gloriarse según la carne, consideraba honor no pequeño el haber sido «fariseo según la ley» (F1p 3,5).

La mayoría, no obstante, de los fariseos, el bloque como tal, era gente torcida y execrable. Violentamente les echó en cara Cristo su hipocresía, su mucha soberbia, su espíritu de mentira, su literalismo, tan astuto como estéril; su tiranía sobre el pueblo, su incapacidad para descubrir el verdadero sentido de la ley. Ellos, a su vez, reprochaban a Jesús otros presuntos delitos: el desprecio de las ordenanzas rituales, la convivencia con publicanos y mujeres de mala nota, la pretensión de perdonar los pecados, la impía costumbre de quebrantar el sábado.

Ya antes de producirse el choque directo con ellos, Cristo había hecho muchas curaciones en sábado (Mc 1,21-34); pero el conflicto se suscitó de manera franca cuando, en la piscina de Betesda, tuvo a bien sanar a un paralítico que llevaba treinta y ocho años postrado. «Era aquel día sábado, y los judíos decían al curado: Es sábado. No te es lícito llevar la camilla. Respondióles: El que me ha curado me ha dicho: Coge tu camilla y vete. Le preguntaron: ¿Y quién es ese hombre que te ha dicho: Coge y vete? El curado no sabía quién era, porque Jesús se había retirado de la muchedumbre que allí había. Después de esto le encontró Jesús en el templo y le dijo: Mira que has sido curado, no vuelvas a pecar, no te suceda algo peor. Se fue el hombre y dijo a los judíos que era Jesús el que le había curado. Los judíos perseguían a Jesús por haber hecho esto en sábado; pero El les respondió: Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también» (Jn 5,9-17).

Nuevamente saldría a relucir la cuestión el día en que los apóstoles fueron sorprendidos arrancando espigas para saciar su hambre. «Los fariseos, que lo vieron, dijéronle: Mira que tus discípulos hacen lo que no es lícito hacer en sábado. Pero El les dijo: ¿No habéis leído qué hizo David cuando tuvo hambre él y los que le acompañaban? ¿Cómo entró en la casa de Dios y comieron los panes de la proposición, que no les era lícito comer a él y a los suyos, sino sólo a los sacerdotes? ¿Ni habéis leído en la ley que el sábado los sacerdotes en el templo violan el sábado sin hacerse culpables? Pues yo os digo que lo que aquí hay es más grande que el templo. Si entendierais qué significa «Prefiero la misericordia al sacrificio», no condenaríais a los inocentes. Porque el Hijo del hombre es señor del sábado» (Mt 12,2-8).

Otro día se replanteó el tema, esta vez más agriamente, con motivo de la curación de un hombre que tenía la mano seca. «Pasando de allí, vino a su sinagoga, donde había un hombre que tenía seca una mano. Y le preguntaron para poder acusarle: ¿Es lícito curar en sábado? El les dijo: ¿Quién de vosotros, teniendo una oveja, si cae en un pozo en día de sábado, no la coge y la saca? Pues ¡cuánto más vale un hombre que una oveja! Lícito es, por tanto, hacer bien en sábado.

Entonces dijo a aquel hombre: Extiende tu mano. Y la extendió sana como la otra. Los fariseos, saliendo, se reunieron en consejo contra El para ver cómo perderle» (Mt 12,9-14).

Aquellos fariseos que acusaron a los discípulos por arrancar espigas en sábado, pretendían fundar su censura en una prescripción del Exodo: «Seis días trabajarás; el séptimo descansarás; no has de arar en él ni has de segar» (Ex 34,21). Contrasta, como veis, el tono noble de este decreto, suficientemente general y flexible, con la aplicación tan mezquina que de él hicieron los fariseos en dicha ocasión.

La Escritura, en innumerables pasajes, había dado una noción siempre alta y prestigiosa del sábado. El sábado era un día de fiesta (Os 2,13; Is 1,13), pero fiesta consagrada a Yahvé (Lev 19,3.30; 23,2; 26,2; Núm 28,9-Jo; Ex 35,2-3). Era el día propio de la asamblea comunitaria (Lev 23,3), apto para consultar a los profetas (2 Re 4,23), para congregar amistosamente a todos, criados y extranjeros (Ex 20,10; Dt 5,14); para conmemorar el fin de la esclavitud en Egipto (Dt 5,15), para ofrecer sacrificios especiales (Núm 28,9-1o). Era un signo de la alianza (Ez 20,10-20; Is 56,4-6; 58,13-14).

Los rabinos habíanse dedicado después concienzudamente a precisar y glosar aquellas obligaciones que del sábado dimanaban. Había en el Talmud dos tratados enteros, el Shabbath y el Erubin, que versaban sobre tan importante tema. El articulado era increíblemente minucioso: señalábanse nada menos que treinta y nueve series de actos que venían a violar el reposo sabático. Estaba prohibido, por ejemplo, escribir dos letras del abecedario, dar dos puntadas con una aguja, hacer o deshacer el nudo de una cuerda. A esta casuística atenazante se añadía luego una casuística de mitigación, casi un prontuario para aprender a conducirse esquivando la ley. El nudo, valga el ejemplo, podía ser atado y desatado cuantas veces se, quisiera con tal que la operación la llevase uno a cabo sirviéndose de una sola mano; o también, la prohibición afectaba únicamente a los nudos de cuerda, no así a los de cinta o cuero.

Parecidas normas regían otros sectores de la vida. Había páginas enteras de la Mishna dedicadas a los pedúnculos de la fruta como transmisores de impureza legal. Este cúmulo ingente de menudencias había terminado por ocultar el núcleo de la ley y hasta por borrar la más elemental jerarquía en los deberes del hombre. «Quien come pan—reza una sentencia rabínica de Sotah—sin antes lavarse las manos, es como quien frecuenta una meretriz». Aquí precisamente radicaba la prepotencia de escribas y fariseos y el fundamento de aquella conducta suya abominable que consistía en colar el mosquito y tragarse el camello (Mt 23,24): en la posesión de un complicado legalismo, que a ellos les permitía vivir a sus anchas y con fama de perfectos, mientras el pueblo ignorante sentíase agobiado y forzosamente culpable. Era la gran arma de opresión de que disponían los doctores, fariseos y escribas.

Contra esta interpretación viciosa de la ley se alzó iracundo el Maestro. No podía soportar tanta hipocresía, tanta perfidia disfrazada de santidad.

Es curioso observar cómo Jesús, para responder a la tercera tentación del diablo, recurrió a un texto de la Escritura, citándolo según su recto sentido, pero mudando levemente la letra. Dice: «Al Señor, tu Dios, adorarás y a El solo darás culto» (Lc 4,8). La expresión primitiva no era «adorarás», sino «temerás» (Dt 6,13). Refuta así de modo contundente a Satán, que se había valido, para tentarle, de varias frases pertenecientes a los libros sagrados, citadas al pie de la letra, pero en su raíz tergiversadas. Un día, andando el tiempo, acabará Cristo haciendo explícito, como quien saca un animal inmundo de su madriguera, ese sucio contubernio de la mentira, el demonio y los fariseos: «Vosotros tenéis por padre al diablo... y él es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44).

Cristo proclama así el valor de lo esencial y desenmascara el engaño de la letra. «La letra mata, el espíritu vivifica» (2 Cor 3,6).

Jesús respetó la ley: no vino a abrogarla, sino a consumarla (Mt 5,17). Por lo que al sábado se refiere, actuó en esa misma línea, la única justa. No despreció el sábado, no lo suprimió violentamente. Al contrario, el sábado es para El un día predilecto: no sólo lo observa en sustancia, acudiendo ese día a las sinagogas para predicar (Mt 4,23; Mc 6,2; Le 4,15; Jn 18,2o), sino que lo prefiere a todos para obrar sus milagros (Mt 12,9-14; Mc 1,21; Lc 13,10; Jn 5,1). Cristo es «el señor del sábado» (Mt 12,8), y no tanto porque goza de plena autoridad sobre él cuanto porque ése es su día, el día que prefiguraba el advenimiento del reino.

El sábado mosaico fue una institución sagrada, y no una señal de retroceso y decadencia, como defendió Justino en polémica contra los judaizantes. Según éste, los patriarcas no estuvieron sujetos a la ley del sábado porque su fe era irreprochable, y su corazón, íntegro; sólo cuando el pueblo elegido comenzó a alejarse de Yahvé, viose éste obligado a imponerles el precepto sabático, a fin de que así al menos se acordaran de El y no se prosternaran ante dioses falsos. «A causa de vuestras propias iniquidades y de las de vuestros padres, Dios, para marcaros con un signo, os mandó observar el sábado» 1. Ireneo, en cambio, tiene del sábado un concepto más elogioso: lo reputa una medida excelente, santa, que pertenece a la economía progresiva del Señor 2. El sábado, igual que el templo o la circuncisión, era imagen de lo venidero. El sábado prefiguraba el domingo, lo mismo que la circuncisión y el templo anunciaban ya el bautismo y el cuerpo de Jesucristo.

En este sentido es Jesús dueño del sábado y puede, llegado el momento, darlo por caducado. Ello equivalía a una tácita declaración de su propia divinidad. Algunos judíos pensaban, falsamente basados en aquel «descanso» que el Génesis atribuye a Dios (Gén 2,2), que también el Señor andaba sujeto a la ley del séptimo día. Cristo les confunde: «Mi Padre trabaja siempre». No puede Dios dejar de actuar, como no puede menos de arder el fuego, de ser fría la nieve. El concurso de Dios es necesario allí donde hay una criatura. Más profundamente, afirma Clemente de Alejandría: «Si Dios, que es bueno, cesara de hacer el bien, dejaría de ser Dios» 3.

Muy expresamente asegura Jesucristo que el Padre viene ocupándose en incesantes labores. Y añade: «Yo también trabajo». Delicadamente, se equipara al Padre. Es la «diestra» del Padre. Muchas veces aparece en la Escritura la mano o diestra de Yahvé: es mano recia de propietario (Sal 95,4), mano vigorosa de liberador (Ex 13,3), mano solícita de pastor tras su rebaño (Sal 95,7), mano de justicia (Is 41,10), mano robusta y atenta de quien guarda a su pueblo (Is 40,2), mano también

1 Dial. 21: MG 6,520.
2
Contra haer. 4,8:
MG 7,994.
3
Strom. 6,16:
MG
9,369.

que atrae y acaricia (Is 40,11). En el Nuevo Testamento ya no se menciona apenas la mano de Dios. ¿Por qué? Porque esa mano se llama ya Jesús, es Jesús.

El sábado, como día consagrado a Yahvé, esclarece la significación del resto de la semana. Es un símbolo de la vida entera, la cual se debe por completo a Dios. Cumple con el transcurso de los días la misma función que el templo cumple respecto del espacio: el templo es un terreno acotado, un recinto sacro sustraído al aprovechamiento de los hombres, en demostración de que toda la tierra es posesión divina. Idéntico simbolismo poseen las primicias que se ofrendan a Yahvé, dueño y señor de toda la cosecha.

El sábado como día de ocio nos ilumina acerca de los propósitos que deben inspirar nuestro trabajo. Fue el trabajo impuesto por Dios al hombre desde el principio (Gén 2,15), antes de que existiera el pecado. Antes de ser un castigo, el trabajo era una gozosa respuesta del hombre a su Señor. El pecado le añadió luego sudores, abrojos, resultado incierto.

No obstante, el mayor daño que el pecado ha traído al trabajo humano no es ése, su cortejo de fatigas y dificultades, sino el grave riesgo que, con muchas sugestiones y falacias, le presenta en todo momento, la invitación constante a que se convierta en obra de iniquidad. Con frecuencia el trabajo conduce, por los frutos complacientes que acarrea, a una especie de idolatría: «No privé a mi corazón de goce alguno, y mi corazón disfrutaba de toda mi labor, siendo éste el premio de mis afanes» (Ecle 2,10). La conclusión a la cual llega después este hombre, que había roturado muchos campos, plantado muchas viñas y construido grandes palacios; la conclusión de que toda esa industria resulta ser «vanidad y mal grande» (v.2I), viene pintada con indecible vigor, con las más negras tintas, por el mismo Jesucristo en la parábola de aquel rico avariento que al fin se sienta a la vista de sus bienes y exclama: «Alma mía, tienes muchas riquezas almacenadas para muchos años: descansa, come, bebe, regálate»; aquella misma noche, añade Jesús, murió (Lc 12,16-21). He aquí la avaricia como un género de idolatría (Col 3,5). Por eso, la ley del sábado se enderezaba «contra toda labor servil: esto es, contra toda avaricia» 4.

4 SAN IRENEO, Contra haer. 4,8: MG 7,994.

El otro peligro del trabajo, el otro mal, es igualmente tristísimo: convertirlo en un medio para oprimir despiadadamente al prójimo (Ex 1,11-14). Con mucha claridad advierte en su carta el apóstol Santiago: «Habéis atesorado para los últimos días; el jornal de los obreros que han segado vuestros campos, defraudado por vosotros, clama, y los gritos de los segadores han llegado a oídos del Señor de los ejércitos» (Sant 5,4).

Contra estos dos abusos, contra la idolatría y la explotación del prójimo, Cristo presentará al mundo su trabajo personal como el cumplimiento sumiso de la voluntad del Padre (Jn 9,4) y como un esforzado servicio en favor de los hombres (Mt 20,28). Según tan excelso patrón, el hombre que trabaja queda ejemplarmente configurado como un administrador de los bienes terrenos, que sólo a Dios pertenecen (I Cor 4,1-2), y como un servidor de sus hermanos (i Pe 4,10).

Unicamente así la actividad humana puede alcanzar todo su hermoso sentido, que es bien alto: colaborar con Dios. Si cualquier criatura es imagen de Dios no sólo en su ser, sino también en su hacer, esta razón vale, por motivos mucho más eminentes, para el hombre y sus obras. Para todos los quehaceres que el hombre justo lleva a término resulta válida aquella frase de Pablo: «Somos cooperadores de Dios» (i Cor 3,9). El trabajo humano ha de ser cumplido por la gracia de Dios y para la gloria de Dios: trabajo «en el Señor» y «por el Señor» (Ef 6,5-9; Col 3,23-24). Nadie ignora cómo para la espiritualidad monástica supuso un enriquecimiento decisivo la sustitución del viejo lema de los monjes orientales: Ora y calla, por aquel otro que acuñó y difundió San Benito: Ora y trabaja.

Reducir el trabajo a una mera expiación, al cumplimiento de un castigo original, es empobrecerlo demasiado y hacer de él algo casi insufrible. El deber de trabajar no ha de mirar tanto hacia el pretérito, hacia la culpa y su pena, cuanto hacia el futuro: ha de tender a la preparación de la «tierra nueva» (Is 66,28). La más bella y positiva dimensión de todo esto nos la reveló Jesús al sumarse a las actividades humanas—El, «el carpintero» (Mc 6,3)—, al describir a Dios como labrador, pastor, constructor, alfarero; al exhortarnos a un constante esfuerzo mediante aquellas parábolas suyas del siervo perezoso, de los obreros llamados a la viña, de los administradores de talentos, y, sobre todo, al darnos con su conducta la más perfecta y acabada explicación del sábado.

No fue instituido el sábado en función de los días laborables—para restauración de energías y acopio de nuevas fuerzas—, sino al revés: todo trabajo ha de estar orientado hacia el sábado, hacia aquello que el sábado simboliza. «Los hijos de Yahvé guardarán el sábado y lo celebrarán por todas sus generaciones, ellos y sus descendientes, como alianza imperecedera; será entre mí y ellos una señal perpetua» (Ex 31,16-17). El valor pedagógico del día de fiesta consiste en mantener siempre viva, en el corazón de los hombres, la esperanza del eterno reposo, no permitiendo que los cuidados y afanes de este mundo agosten los intereses espirituales. Es preciso que el sábado rezume festividad sobre los seis días restantes, que los impregne, que los enderece. No sólo es menester renunciar ese día a toda faena, sino que debemos impedir también, los demás días, que el espíritu de trabajo mundano penetre en cierto nivel del alma y la distraiga, endurezca o deprave. Hay un estrato sabático del corazón en el cual sólo se permite el sosiego contemplativo. Ni siquiera la oración en cuanto laboriosidad o tarea puede turbar ese rincón.

He aquí que Cristo vino para colmar el sábado: «Los sábados, sombra de lo futuro, cuya realidad es Cristo» (Col 2,16). Recordad: El no es solamente dueño del templo—expulsa de él a los mercaderes—, sino también el único templo verdadero, el único recinto donde podemos adorar «en espíritu y verdad». Pues del mismo modo, no sólo es señor del sábado, con todos los derechos para modificarlo o abolirlo—ese día hace sus curaciones—, sino que es también realmente, propiamente, nuestro sábado: a la vez lo supera y lo encarna.

Jesucristo es nuestro sábado porque es nuestro único alivio, como El mismo afirmó dentro de aquel contexto de sus alocuciones sobre el sábado (Mt 11,29). Holgando en El escapamos de la desazón que los pecados producen, «y esa paz es el sábado del corazón», resume magistralmente San Agustín5. En otra ocasión explica: «Quien no peca es el que verdaderamente observa el sábado» 6. Recoge así el sentir inmemorial de Isaías cuando pone en labios de Yahvé las siguien-

5 Enarr. in Ps. 95,2: ML 37,1172.
6
Serm. 270,5: ML 38,1242.

tes palabras: «El incienso me es aborrecible, y las neomenias, y los sábados, y las fiestas solemnes; las fiestas con crimen me son insoportables... Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien» (Is 1,13.16-17). La cesación del mal es nota de máxima categoría por lo que al simbolismo del sábado concierne.

Jesús es asimismo nuestro sábado porque en El todo alcanza cumplimiento.

El sábado no significa tan sólo un día de inacción, sino también el «séptimo día»: el acabamiento o perfección. El descanso escatológico, hacia el cual están orientados los ocios semanales del judío y del cristiano, funde estas dos principales significaciones.

Es Cristo nuestro séptimo día, como claramente lo demuestra la genealogía de Mateo al agrupar los antepasados del Hijo de David en seis series de siete nombres. Con Cristo se inaugura esa séptima edad por la que todos los tiempos anteriores suspiraron. El, después de resucitar, representa propiamente el descanso de Dios tras la obra salvífica, de la cual la acción creadora vino a ser un esquema anticipado. La epístola a los Hebreos nos habla del reposo de Yahvé después de haber dado cima a la creación del mundo; habla también del ingreso de Israel en la Tierra Prometida; pero no son éstas las cosas que el autor tiene principalmente ante sus ojos. «Queda otro descanso para el pueblo de Dios» (Heb 4,9). En esa quietud y paraíso ha entrado ya Jesús, precediéndonos. Mas resultaría esto inexacto si no añadiéramos que El, lejos de ser meramente un precursor, constituye el mismo lugar de delicias, donde se halla para los hombres el gozo aparejado.

Por eso Cristo ha transformado el antiguo sábado en domingo: porque en domingo aconteció su resurrección, primicias de la nuestra, modelo y raíz de nuestro futuro solaz. Y así el séptimo día fue convertido en octavo, principio sin fin de los últimos tiempos. Quedan de esta suerte enhebrados los diversos días: el día cósmico de la creación, el día judío de la alianza, el día evangélico de la resurrección y el día escatológico de la consumación final. «El que distingue los días, por el Señor los distingue» (Rom 14,6).

Y entre el día evangélico y el escatológico media este día nuestro—memoria y profecía—que son los domingos, con la eucaristía sobre la mesa. Mientras andamos por la tierra, lo sobrenatural reviste formas visibles: sacramentales. Desaparecieron los panes de la proposición, pero queda el pan eucarístico. Derrumbóse el templo de Jerusalén, pero permanecen nuestras iglesias. Fue suprimido el sábado, pero ahora el domingo nos congrega a todos para escuchar la palabra de Dios, celebrar los misterios y reposar un poco, pensando en el reposo definitivo.

 

2. El perdón de los pecados

Tenemos frente a frente a Jesús de Nazaret y a un hombre paralítico. Sucedió en Cafarnaúm. Alrededor de ellos se apiña la turba curiosa. Están los parientes del enfermo, vivamente interesados en su curación; están los fariseos, deseosos de ver fracasar a un adversario ya tan temido; están también aquellos pocos que se sienten oscuramente seducidos por el nuevo Rabí, por su extraña autoridad, por su extraña violencia, por su extraña dulzura; y están todos los demás, los desocupados y ociosos del pueblo, amigos de novedades.

Jesús y el paralítico. ¿Qué pasará? La expectación es enorme, densa. Tras un breve silencio, Jesús dice: «Hijo, tus pecados te son perdonados» (Mc 2,5). Pero... ¿han oído bien? Se miran unos a otros. ¿Qué reflejan sus caras? Estas, decepción; aquéllas, escándalo; las más, desconcierto. ¿Y el paralítico? ¿Se ha sentido él también defraudado? ¿No era la curación lo que precisamente había venido buscando?

Cuando nosotros pedimos a Dios una gracia corporal y nos es negada, quédanos siempre la posibilidad de hacer esta reflexión: mayor merced es lo que en secreto se nos concede que aquello otro que pedíamos y nos ha sido rehusado. Efectivamente, poder soportar con buen temple una privación supone un don del cielo más exquisito que ver satisfechos nuestros deseos. Pero esto, confesémoslo, representa un consuelo normalmente teórico, que el alma muy pocas veces está preparada para gustar. Lo ordinario y común suele ser la decepción. ¿Ocurrió así en el caso del paralítico de Cafarnaúm? Tal vez no. Posiblemente aquel enfermo, al verse frente a Jesús, experimentó con singular lucidez toda su indignidad; quizá sintió de repente, como nunca había sentido, la necesidad de estar por dentro limpio en presencia de aquel hombre superior, cuyos ojos penetraban, extrañamente, hasta el tuétano del alma. El perdón que Cristo le otorgó reclamaba de él una oportuna disposición. «Tus pecados te son perdonados». ¿Quién puede dudar de la alegría inmensa de un corazón purificado así, tan totalmente y con una certidumbre tan absoluta? ¿Y la curación? ¿Y estas piernas inmovilizadas, estos brazos inútiles? Pero ¿quién se acuerda de eso? ¿Quién piensa en pedir el envoltorio cuando le regalan una joya inestimable?

La decepción tal vez la sufrieron sus familiares, sus amigos. Y todos los que no eran más que curiosos, todos los que esperaban simplemente una maravilla, un número de prestidigitación. Los fariseos, en cambio, mostraron su escándalo, se sintieron casi personalmente ofendidos. «¿Por qué habla así este hombre? Blasfema. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?» (Mc 2,7). Cuando David pecó y acudió a los pies de Natán, éste le dijo: «Yahvé te ha perdonado» (2 Sam 12,13). Fue Dios quien perdonó; Natán se limitó a transmitir un recado, a revelar al pecador la gracia que desde lo alto le había sido otorgada. Pero éste perdona con autoridad propia... ¡Está blasfemando!

«Luego, conociendo Jesús, con su espíritu, que así discurrían en su interior, les dice: ¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: Levántate, toma tu camilla y anda? Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados—se dirige al paralítico—, yo te digo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. El se levantó, y, tomando luego su camilla, salió a vista de todos, de manera que todos se maravillaron, y glorificaban a Dios diciendo: Jamás hemos visto tal cosa» (Mc 2,8-12).

¿Qué es más fácil: perdonar los pecados o curar a un paralítico? Cualquiera respondería, con esa prontitud del que sabe una cosa de memoria, que una y otra operación encierran la misma dificultad, pues ambas únicamente pueden ser ejecutadas por el brazo de Dios. No obstante, pensándolo bien, podríamos decir que el perdón de los pecados es más difícil: supone «más» perfección en Dios. Para dar movimiento a un paralítico, para crear un mundo de la nada, basta que Dios sea Dios, basta el Dios definido en filosofía. Mas para perdonar los pecados es menester que Dios sea ese Padre que la revelación nos describe.

Cuando Dios perdona, es como si creara, es más que si creara de nuevo: transforma un alma inicua en un alma santa. Cuando Dios perdona, no dice al pecador: «No quiero pensar en tus culpas, desvío mi mirada, no te castigaré». Esto es imposible, y sería, además, insuficiente: imposible, porque el Señor nunca puede renunciar a su infinita sabiduría, a la cual nada se oculta; insuficiente, porque la seguridad de no ser castigados no nos libera de la pesadumbre del pecado, de su presencia lacerante en nosotros: seguiríamos siendo incapaces, en dicho estado, de sostener con Dios relaciones auténticamente amorosas. Tampoco equivale el perdón a un encogimiento de hombros, como si Dios se mostrara indiferente en su altanera benevolencia: «Tu pecado, pobre hombre, no tiene para mí importancia, no lo tomo en serio». Sabemos que esto es igualmente imposible, puesto que cualquier pecado significa algo terriblemente importante para el Señor; su esencial santidad le prohibe toda indiferencia a este respecto. El bien moral no representa para El una norma abstracta que libremente podría mantener o abolir según su omnipotente capricho; el bien moral no es otra cosa que la propia esencia del tres veces santo.

Siempre que Dios perdona, lo que hace es destruir, extirpar, aniquilar el pecado. La expresión de Miqueas: «lo arroja a las profundidades del mar» (Miq 7,19), 0 de Isaías: «lo echa tras sus espaldas» (Is 38,17), son formas catequísticas de explicar la absoluta y radical destrucción que se opera. El pecado absuelto es un pecado que ya no existe. Lo cual exige en Dios un poder omnímodo y algo más: un amor que el mero acto creador es incapaz de expresar.

En correspondencia, el arrepentimiento del hombre no puede reducirse a un deseo inane, póstumo, de no haber delinquido, ni a una firme decisión de no volver a pecar, ni tampoco a un sincero y leal reconocimiento del delito perpetrado. La contrición es mucho más que todo eso: es una instancia al amor y una respuesta al amor.

La anulación de la culpa supone la creación de una realidad nueva, fresca, positiva. El Verbo no descendió sólo para borrar los pecados, sino «para nuestra santificación» (1 Cor 1,30). Vino para crear en el hombre un corazón nuevo. Cuando el salmista suplica: «Crea en mí, ¡oh Dios!, un corazón puro, renueva dentro de mí un espíritu recto» (Sal 50,12), utiliza el mismo verbo —bara—que se halla en los primeros renglones del Génesis: «crear», el verbo reservado a la acción exclusiva y total de Dios.

El «espíritu» o aliento es el poder que reside en el corazón del hombre y que hace a éste hábil para pensar y querer. El «corazón», en las Escrituras, simboliza la intimidad, la entraña, en contraste con la «boca», que es pura exterioridad. Continuamente está increpando Yahvé a aquellos que con la boca le alaban mientras su corazón anda tras otros dioses. Casi siempre se usa de este binomio boca-corazón para señalar y condenar el desacuerdo existente entre lo visible y lo interior. Otras veces, la boca es citada como mero órgano que revela la verdad íntima, buena o mala: «El corazón de los necios está en su boca, y en su boca también el corazón del sabio» (Ecl 21,26). El corazón significa la sede de todo pensamiento y sentimiento; la boca se limita a dar salida a cuanto en el corazón se fragua. «De la abundancia del corazón habla la boca. El hombre bueno, de su buen tesoro saca cosas buenas; el hombre malo, de su mal tesoro saca cosas malas» (Mt 12,34-35).

Es, pues, aquello que se asienta en el corazón y por la boca se manifiesta lo que califica a un hombre. «No es lo que entra por la boca—afirmó Jesús—lo que hace impuro al hombre; es lo que sale de la boca lo que le hace impuro» (Mt 15,11). Y Mateo añade que «entonces se le acercaron los discípulos y le dijeron: ¿Sabes que los fariseos, al oírte, se han escandalizado?» Nuevamente surge el conflicto entre los fariseos, que reducían la santidad al cumplimiento de unas prescripciones exteriores—las que prohibían, por ejemplo, ingerir alimentos tachados de inmundos—, y Jesús, Hijo de Dios, que sabe de sobra lo que hay dentro del corazón (Jn 2,25).

Pero Jesús no sólo vino a desenmascarar estas apariencias, sino a transformar el interior de los hombres. No vino a juzgar, sino a salvar (Jn 12,47). Será juzgado únicamente aquel que, negándose a reconocer su pecado, rechace la salvación. No vino simplemente a pesar y valorar los corazones, vino a traernos un «corazón nuevo».

En Jeremías se halla, en términos bien precisos, la promesa. «Yo les daré otro corazón, otra manera de obrar, para que siempre me teman y siempre les vaya bien, a ellos y a sus hijos después de ellos; y haré con ellos una alianza eterna» (Jer 31,33). Pablo dará fe más tarde de que esta alianza firmada por Dios con el hombre nos ha sido otorgada precisamente en Jesucristo, «escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne que son vuestros corazones» (2 Cor 3,3).

Aquella ley primitiva, escrita en la piedra, cede su lugar a la ley entrañada en el corazón, que es ya un corazón nuevo: «Yo os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36,26). Cristo ha sido el autor de esta tan ventajosa y maravillosa transformación. Los fariseos, apegados a su ley, conservarán el corazón de piedra. Ni una triste florecica sabrán dar.

A la tierra bajó Cristo para revelarnos a Dios, «el cual quiere que todos los hombres sean salvos» (1 Tim 2,4). Vino a traernos el perdón que nos dispone a la salud.

He aquí que el hombre vive del perdón divino. El perdón es esa temperatura especial que despide el Señor y sólo en la cual podemos respirar y menearnos. «Tú lo perdonas todo, Señor, porque ésa es tu propiedad» (Sab 11,27). No hay pecado ninguno, por horrible que sea, por reiteradamente que se cometa, que no pueda obtener la remisión. ¿Seremos nosotros capaces de inventar un crimen tan monstruoso que no lo haya cometido ya alguno de los que hoy son santos?

Podemos ahora preguntarnos si tal facilidad en alcanzar clemencia no servirá, al cabo del tiempo, para desacreditar el perdón. ¿Puede ser eficaz un perdón que se otorga sin mayores requisitos, una y otra vez? Recordemos el escepticismo de Naamán, general de los ejércitos sirios, que no daba crédito a la medicina que Eliseo le había recetado para su lepra: lavarse siete veces en el Jordán. Naamán se irritó, incrédulo, ante semejante remedio, pues se le antojó demasiado sencillo para ser de veras eficiente. Sólo por instigación de sus criados accedió al fin a probar, y recobró la salud (4 Re 5,Iss).

Es preciso, ante todo, hacer un acto de viva fe: fe en el poder soberano de Dios y fe en su amor incansable. Al mismo tiempo, es menester desconfiar por completo de nuestros pensamientos. Estos nos pueden engañar, bien sea haciéndonos creer que la misericordia de Dios está cortada según el metro de nuestro ruin corazón, bien sea restando importancia a esas condiciones que Dios nos exige para poder alcanzar indulgencia. No es raro que tanta facilidad en conseguir el perdón tenga un resultado paradójico, tristísimo: que se convierta en «un pretexto para servir a la carne» (Gál 5,13), en un argumento para pecar más, ya que, al parecer, después de cualquier delito, seguimos teniendo acceso libre a la misericordia. Esto nos debe poner sobre aviso para que cuidadosamente sondeemos la calidad de nuestro arrepentimiento. Nunca valoraremos lo que es el perdón—equivale a decir: no nos beneficiaremos de él, aunque nuestra presunción crea lo contrario—mientras no adquiramos, cada vez que el Señor nos absuelve, conciencia de «supervivientes» (Is 1,9).

El perdón, el perdón tantas veces gustado, debe tener en nosotros este efecto precioso y a todas luces lógico: que entendamos mejor la magnitud del amor divino, el cual no se hubiese hecho tan explícito si nuestras maldades no fuesen tantas. Lo otro quizá sea el pecado imperdonable: el burlarse de la misericordia.

Fácilmente registramos los pecados que constituyen anécdotas, los que requieren una clara formulación dentro de nosotros y, sobre todo, aquellos que tienen una verificación exterior. Pero ¿y esas raíces del mal, las perversas disposiciones habituales, ese egoísmo oscuro y viscoso que repta al calor del instinto de conservación, el egoísmo latente que, por ser sistemático, ya ni siquiera llegamos a advertir? ¿Cómo podremos presentar todo esto a la mirada piadosa del Padre? Hay una plegaria que debemos repetir incesantemente: «Límpiame, Señor, de mis cosas ocultas» (Sal 19,3); no de las cosas que los demás ignoran, sino de todo cuanto yo mismo no logro descubrir.

Nos cabe el consuelo de una verdad que agradecemos mucho a Juan no la haya hecho expresa: «Si nuestro corazón nos acusa, Dios es mayor que nuestro corazón y lo sabe todo» (1 Jn 3,20). He aquí nuestro alivio y nuestra paz: que el Señor nos conozca mucho mejor de lo que nos conocemos nosotros mismos.

No porque sospechemos que se escondan a nuestros ojos cosas muy valiosas. ¡Oh, no; bien seguros estamos de lo contrario! No es por nada nuestro, es por El: por ese «saber» suyo, que no es un conocimiento frío, distante, de observador agudísimo, sino un saber cálido, amistoso, muy superior, en indulgencia y deseos de perfección, al que una madre pueda poseer acerca de los defectos de su hijo. Nos imaginamos felizmente a Jesucristo, no como un juez meticuloso, ni siquiera como un juez benigno; nos lo imaginamos más cercano y entrañable—no por eso menos poderoso—, susurrando a nuestro oído: «Todo lo tuyo me concierne, tu suerte es mi suerte; tenemos un nombre común».

 

3. En la mesa de los pecadores

Fariseo, etimológicamente, significa «separado». En teoría, no podía ser más honorable la razón fundacional de la secta: separarse, evitar la contaminación con los extranjeros idólatras. Más tarde esta separación fue degenerando en separatismo, en un partido—mitad político, mitad religioso—dentro del mismo cuerpo de Israel. Los fariseos no se alejaban ya únicamente de los gentiles; se apartaban también, altivos y desdeñosos, de su propio pueblo, de lo que ellos llamaban «el pueblo de la tierra», de todos aquellos a quienes consideraban «malditos» porque ignoraban la ley (Jn 7,49).

Entraña el fariseísmo una típica conjunción de soberbia y falta de caridad. (El mayor pecado contra la caridad: aquel que produce un daño espiritual al prójimo, el que impide su acceso a los bienes espirituales. La soberbia más abominable: la de quienes se vanaglorian de su propia perfección espiritual.) El fariseo no emplea contra su prójimo el arma de la injusticia, sino otra peor: la de la seudojusticia. Es peor porque es mucho más penetrante, porque es más inflexible, porque está más enmascarada, porque es muy difícil que quien la posee y la usa sea persuadido de su maldad.

La soberbia farisaica no significa, desde luego, una soberbia satánica, propia del que se goza en el mal por el mal y se satisface en los pecados ajenos porque representan un triunfo del mal. Tal especie de soberbia, al menos en su estado puro, es muy improbable: el corazón humano corriente y común, que se ve entorpecido por su egoísmo para cualquier ejercicio de verdadera generosidad, experimenta también ciertas dificultades para «amar el infierno», para obtener que su egoísmo se nutra exclusivamente de odio al bien. La degustación del mal por el mal exige paladares muy especializados. Sin embargo, la satisfacción que al fariseo reportan los yerros de los otros no es tampoco esa vulgar complacencia que el pecador vulgar halla cuando ve que en torno suyo se quebrantan los mandamientos, lo cual a él viene a proporcionarle una cierta sensación de compañía en su indignidad y una más confortable segurida d para seguir pecando. La satisfacción del fariseo pertenece a una especie mucho más inicua: es la de aquel que, al contemplar el pecado—los pecados que él no comparte—, afírmase más y más en su propia prevalencia y excelsitud. He aquí una maldad mucho más densa, más invulnerable: ningún placer que proceda de la carne puede compararse, en secreta dulzura, con el que experimenta un hombre al saberse más perfecto que los demás.

El fariseo pronuncia un fallo condenatorio sobre los hombres que en torno suyo llevan una vida licenciosa. «No soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni como este publicano» (Lc 18,11). Tal veredicto no le interesa en cuanto verdad, en cuanto defensa y proclamación de la justicia, sino únicamente por lo que tiene de humillación para aquellos que así han sido enjuiciados. Ahora bien, tal humillación, por contraste, le hace a él crecerse interiormente, corrobora su conciencia de superioridad. El estrado del juicio es la plataforma de su preeminencia. ¿Cómo renunciar a una dicha tan decantada? Sería absurdo, en esta contextura de ánimo, trabajar por la conversión de los pecadores; sería tanto como igualar los niveles, minarse el propio pedestal. Que los pecadores, pues, pequen; que los santos descuellen. Evidentemente, este mecanismo psicológico no es así de grueso y tosco en el alma del fariseo, posee mil ruedecillas intermedias, mil escalonadas justificaciones, muchas tenuidades y retorcimientos. La soberbia individual se tiñe hábilmente de soberbia colectiva, más difícil de impugnar. Los méritos, en público y en la capa más superficial del alma, son gustosamente reconocidos como gracias divinas. Pero todo esto, lejos de constituir una aproximación a la verdad y a la humildad, no es más que un subterfugio para que la soberbia aumente, nutrida también del convencimiento de que uno, además de intachable, es humilde; viene a ser un medio nuevo para que el alma se endurezca más y más. Si el fariseo es por alguien advertido de su oculta corrupción, probablemente no cometerá la grosería de encolerizarse o de tomar una ruidosa venganza; puesto que es «humilde», no hará nada de esto, sino que acudirá al Señor, muy humildemente, para expiar el pecado de quien, con tan poca caridad como acierto, ha osado juzgarle a él... Su venganza llámase «reparación».

Nada tiene, pues, de extraño que concibiesen los fariseos un odio a muerte contra aquel Maestro que venía a derribar la valla de separación entre justos y pecadores, que incluso parecía invertir los términos y preferir sistemáticamente a los pecadores.

No pudieron soportar que se sentase a la mesa con publicanos y hombres inmundos. Para ellos, que de la santidad tenían un concepto puramente formalista, publicano equivalía a pecador. A la poca simpatía que de suyo despierta el oficio de cobrador de impuestos, agregábase la nota infamante de su frecuente contacto con los gentiles, ya que tales impuestos y exacciones eran recaudados con destino al erario imperial. ¡Y Jesús de Nazaret se dejaba invitar por estos publicanos, con ellos comía y bebía!

«Estando sentado a la mesa en casa de éste (de Mateo), muchos publicanos y pecadores estaban recostados con Jesús y con sus discípulos, que eran muchos de los que le seguían. Los escribas y fariseos, viendo que comía con pecadores y publicanos, decían a sus discípulos: ¿Pero es que come con publicanos y pecadores? Y oyéndolo Jesús, les dijo: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; ni he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2,15-17).

Estos convites en los que Cristo participa tienen para nosotros una importancia inestimable: significan que ha llegado ya el tiempo mesiánico, tantas veces anunciado por los profetas mediante la figura de un banquete. La comunidad de mesa de Jesús con los pecadores denota la supresión de aquel abismo que separaba de Dios a los hombres. La admisión de publicanos a la mesa manifiesta asimismo el acceso franco de la gentilidad al reino: «Vendrán de Oriente y Occidente, del Septentrión y del Mediodía, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios» (Lc 13,29). No falta tampoco la alusión a la alegría convivial, que los profetas habíanse entretenido en dibujar con las más jocundas tintas. Al escándalo de los fariseos que arriba hemos anotado, añade a continuación Marcos el desconcierto producido entre los discípulos de Juan Bautista: «¿Por qué, mientras los discípulos de Juan y los fariseos observamos el ayuno, tus discípulos no lo observan?» A lo cual responde Jesús: «¿Acaso los amigos del esposo van a ayunar mientras está con ellos el esposo?» (Mc 2,18-19). He aquí explícitamente subrayada esa transición entre la era de Juan y la era de Jesús, entre el tiempo del ayuno y el tiempo del gozo, entre la expectación y su cumplimiento.

He aquí ya la edad mesiánica, representada en estos alborozados festines en los cuales el Mesías mezcla su vino con el de los pecadores. Los fariseos quedan fuera, puesto que son «justos» y el Hijo del hombre nada tiene que ver con ellos. Su separación ha seguido, paso a paso, una pendiente de desventura: se separaron de la contaminación, se separaron de los contaminados, se separaron del Maestro, que andaba con los contaminados. Voluntariamente se alejaron de la gracia para aferrarse con mayor energía a su propia justicia inane.

Pero debemos insistir más en esa piadosa dignación de Jesús, en esa voluntad suya de sentarse entre pecadores. Recuerda, por contraste, la soberbia de aquel famoso conde de Manzoni, suficientemente humilde para servir la mesa a los pobres, pero no lo bastante para comer con ellos. La humildad de aquel conde era típicamente farisaica: en beneficio de su soberbia.

Jesucristo anda el día entero entre las turbas, dejándose asediar por ellas, aun después de caída la noche (Mc 1,32-33), de tal suerte que a veces no podía ni tomar un pequeño refrigerio (Mc 3,20). Su vida está íntegramente configurada como una vida propter nos homines, una vida por completo entregada (Gál 2,20), con un amor que en la muerte llegará a su colmo (Jn 13,1). Si resucita, es «para nuestra justificación» (Rom 4,25); Si sube a la gloria, es «para prepararnos a nosotros el lugar» (Jn 14,2); Si nos manda después su Espíritu, es «para no dejarnos huérfanos» (Jn 14,18). La humanidad de Cristo aparece como una criatura de designio extraordinario: concebida toda ella, esencialmente, en favor de los demás. Mientras cada uno de nosotros posee una finalidad individual, la participación en la vida de Dios, Jesucristo—ya que el Verbo, al encarnarse, ningún enriquecimiento podía perseguir—no tenía otro destino que buscar nuestra salvación y fortuna. Su corazón se dirigía hacia los hombres con una inclinación tan espontánea e irreprimible como el nuestro se dirige hacia nuestro propio bien y conservación; no podía pensar en sí mismo si no era viéndose en función del provecho de los demás. Es cierto que en último término buscaba la gloria de Dios; pero esta gloria, a fin de cuentas, ¿en qué otra cosa consistía realmente sino en la manifestación de la bondad divina? De ahí que su amor a los hombres fuera en El tan sustancial e indispensable como su amor a Dios. Si bajó al mundo para cumplir la voluntad del Padre (Heb 10,9), tal voluntad no tuvo para El otra significación que pasar por el mundo haciendo el bien (Act Io,38).

El amor de Cristo—una vez más lo repetiremos—era la expresión humana del amor divino a los hombres. Todo cuanto este amor tiene hoy de «complacencia»—así el esposo se complace en la esposa, el amigo en el amigo—, débese únicamente a la gestión de Cristo, pues el Padre tan sólo nos ama en cuanto somos hijos suyos en el Hijo. Por tanto, dicho amor queda más inmediatamente descrito como amor de «misericordia», ya que «Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros» (Rom 5,8).

La misericordia, que «es propia del superior», constituye la virtud característica de Dios, por lo cual es, «en sí misma, la mayor de todas las virtudes» 7. No es sino amor que se inclina hacia la miseria. Difiere de la compasión en cuanto que ésta se ejerce entre iguales, entre aquellos que se encuentran en una situación fundamental común, y no implica de suyo potencia suficiente para mejorar el estado de quien es objeto de esa compasión. Ahora bien, la misericordia eximia consistió en que Dios se hiciera hombre: misericordia transformada en compasión, la cual, a la vez que conserva toda su eficacia,

7 SANTO TOMÁS, Suma Teol. 2-2,30,4,

redobla su carácter de inclinación amorosa. Cargó Dios con nuestros pecados para librarnos de ellos, asumió nuestra naturaleza para hacernos partícipes de la suya. Así Cristo viene a ser definido como «compasión».

Se da en El un doble costado. Por una parte, se halla absolutamente libre de toda culpa. « ¿Quién de vosotros podrá argüirme de pecado?» (Jn 8,46); jamás adoptó actitud de penitente. No obstante—y ésta es su otra faceta—, baja a la plaza, mézclase entre los pecadores para luchar contra el mal, se deja bautizar como un pecador para ponerse enfrente de aquellos que se creen limpios y encarnan, en su presunta justicia, el verdadero pecado.

Come con los pecadores, constantemente se rodea de ellos. Nada hay de asombroso en que los fariseos le odien, en que Celso se escandalice: «Por pecadores, ¿no entendéis el injusto, el ladrón, el atracador, el envenenador, el sacrílego, el profanador de sepulcros? ¿A qué otros llamaría el que quisiera formar una banda de ladrones?» 8

Debemos andar, sin embargo, con mucho cuidado para no dar a esta actitud de Jesús un sentido distinto del que en realidad posee.

¿Por qué toma Cristo partido en favor de los pecadores? No es, desde luego, por ignorancia, por benevolencia fundada en ceguera. No es por debilidad o resentimiento contra los poderosos y estimados en mucho. No es tampoco por ese lujo refinado, más o menos decadente y morboso, del que, sabiéndose superior, se complace en oponerse a los que están situados en lo alto, pero son vulgares, mediocres y vanidosos. Tampoco es por una innata solidaridad con todo cuanto representa los derechos del corazón en contra de los rígidos e inhumanos postulados de la ley. Igualmente su actitud nada tiene que ver con los «buenos sentimientos» que cualquier alma bien nacida profesa hacia los oprimidos y desdichados. La sensibilidad de Jesús es del todo singular: se opone a la insensibilidad e indiferencia de los egoístas tanto como a la mera sensibilidad humana de quienes sólo ven una injusticia social en la infelicidad de los desheredados. Cristo va en busca de los pecadores simplemente como redentor. Ve en todos los

8 ORÍGENES, Contra Cels. 3,59: MG 11,997.

hombres, cualesquiera que sean, nada más que criaturas que deben pasar, de la cólera y aborrecimiento de Dios, al amor paternal de Dios. Si los fariseos se lo hubieran permitido, habría acudido a ellos con idéntico amor, con la misma santa ilusión. No olvidemos que, si aceptó el banquete del publicano Mateo, también accedió a sentarse a la mesa del fariseo Simón. Pero ya sabemos cuál fue la intención de éste al convidarle y cuáles fueron los reproches que durante la comida Jesús le dirigió. Ya conocemos también el encendido elogio que en aquella misma ocasión hizo el Señor de la pecadora que fue a postrarse a sus pies.

Mucho más grave sería si de esta original conducta de Cristo dedujéramos nosotros un amor tan falso al pecador que acabáramos aprobando su pecado. Es una reacción hoy muy frecuente: sentimos tal aversión hacia el fariseísmo, que hemos llegado a aureolar a sus víctimas. Hemos cubierto al pecador perseguido por la maledicencia de beatos y poderosos con los altos prestigios del inocente explotado. Pero veamos: ¿es que la crueldad del fariseo, además de mancharle a él, es capaz de limpiar a aquellos sobre los que dicha crueldad se ejerce?

El pecado en cuanto pecado, por mucho que lo maldigan los justos soberbios, nunca significará un estado que merezca nuestra adhesión. Si ésta se produjera, no sería más que una lastimosa connivencia con el espíritu del mundo. Cabe en la vida lasciva, en esas existencias depravadas que los fariseos más a menudo condenan, un grave orgullo, alimentado precisamente por los mismos desórdenes, los cuales el licencioso llega a considerar como victorias, victorias y triunfos sobre lo que él llama la impotencia de los puros. (Más adelante hablaremos del fariseísmo característico de ciertos publicanos, increíblemente más sutil.)

En cualquier pecado, bien sea de soberbia o de lujuria, de crueldad o de impiedad, late el mismo germen, se esconde la misma raíz, que emparenta a todos los culpables, tanto fariseos como publicanos. Difícilmente podremos combatir el fariseísmo declarándonos en favor de lo que éste reprueba: no se puede expulsar demonios en nombre de Beelzebul. «Los que amáis a Dios, odiad el mal» (Sal 97,10).

La consigna es amar al pecador y odiar su pecado. En la seguridad de que solamente odiando su pecado será saludable nuestro amor al pecador. No hay más camino que compartir la actitud de Jesús, «amigo de pecadores» (Mt 11,19) y «vencedor del mundo» (Jn 16,33).