CAPÍTULO XV

LOS RETIROS DE CRISTO

 

1. Se retiraba a orar

El judío era un hombre de oración. Diariamente recitaba, por la mañana y por la noche, su plegaria ritual: «Escucha, Israel». Alababa a Dios con dieciocho bendiciones. Dieciocho: tantas como vértebras han de doblarse, elf toda correcta prosternación, ante el tres veces Santo.

Sin duda Jesús aprendió y utilizó normalmente, cuando oraba, aquellas fórmulas que estaban en uso entre los hombres de su estirpe. En el momento culminante de su vida se dirige a Dios pidiendo a un salmo palabras prestadas (Sal 21,2). Eran plegarias siempre válidas, de las que El podía con todo derecho servirse. Antes de enseñarnos a rezar «en su nombre», tuvo la amorosa condescendencia de recurrir a aquellas preces que generaciones y generaciones de antepasados suyos habían usado para su propio servicio, para la expresión de sus pobres necesidades humanas ante Yahvé. Al pronunciarlas El, las limpiaba y ennoblecía.

A Simón Pedro le confiesa: «Yo he rogado por ti, para que no desfallezca tu fe» (Lc 22,32). Promete a sus apóstoles que, gracias a sus súplicas, ha de darles el Padre otro abogado que permanecerá siempre junto a ellos (Jn 17,20). ¿Qué es lo que para ellos implora? Que lleguen a gozar de la misma gloria que El posee desde antiguo como patrimonio inalienable (Jn 17,24). Siempre que reza, lo hace acordándose de los demás, con generosidad magnífica. En el momento en que sus verdugos, después de haberle clavado en la cruz, se mofan de El y le escarnecen, levanta los ojos al cielo y suplica: «Padre mío, perdónalos, que no saben lo que se hacen» (Lc 23,34).

Cuando pide para sí, pone su mirada más en la glorificación del Padre que en la satisfacción de sus deseos: «Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique» (Jn 17,1). Una objeción se nos atraviesa aquí: ¿cómo concebir que el Hijo de Dios se viese en la necesidad de formular una petición? ¿No tenía siempre todo al alcance de su brazo? ¿Y no era el Hijo amantísimo? Cualquier ansia suya, pues, brotaba de un pecho santo, en conformidad rigurosa con los deseos paternos. ¿No era, a la vez, el Hijo amadísimo? Toda aspiración suya debía tener, por tanto, inmediato cumplimiento. Sí, así fue: por eso nunca rogó premiosamente, con angustia; incluso su oración de súplica tenía más bien carácter de gratitud anticipada. Antes de sacar a Lázaro del sepulcro, «Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que siempre me escuchas, pero por la muchedumbre que me rodea lo digo, para que crean que tú me has enviado» (Jn 11,41-42).

Conservamos de El, no obstante, una extraña oración, diríamos angustiosa, diríamos incluso fallida. Es su oración en Getsemaní. Pide allí al Padre que aparte de sus labios el cáliz de la pasión (Mt 26,39). ¿Cómo entender esto? Nos es preciso advertir que semejante súplica no manó de su voluntad humana perfecta o absoluta, sino que era nada más una oración espontánea que daba el eco gemebundo de su alma sensible y de su voluntad natural. Ahora bien, éstas no expresan su voluntad absoluta, firme, verdadera; solamente manifiestan una voluntad condicionada: «no se haga mi voluntad, sino la tuya». ¿Por qué, entonces, rezó así? Porque quiso que cada potencia se ejercitara según su índole y naturaleza. Quiso mostrarse al

Padre en toda su inerme humanidad. Quiso revelarnos a nosotros hasta qué bajísimo e inverosímil nivel de humanidad había descendido. Quiso enseñarnos, con la lección soberana de su propia experiencia, que estas oraciones acongojadas pueden ser no sólo lícitas, sino también santas. Y todo esto, claro está, no lo quiso en aquel momento de una manera formal y expresa, lujosa—de una manera, por tanto, para. El consoladora—, porque así desaparecería toda sinceridad y auténtica aflicción. Lo había querido antes y siempre; entonces, en aquella precisa hora, sólo pedía escapar de los dolores si... Tratábase de un deseo que no era acogido en las zonas superiores de la voluntad, pero era un deseo que le dejaba lacerado todo su ser. Nos está prohibido pensar acerca de este deseo cualquier imagen que lo haga menos puro, cualquier matiz que venga a empañar la magnanimidad de su entrega. Pero igualmente nos está vedado hacer de tal deseo una cosa meramente pedagógica y ficticia. Es pecado atentar contra su divinidad, y no es menor delito atentar contra su humanidad.

Aquí, en su naturaleza humana, radicaba toda su vida de oración. Porque Cristo no es sólo objeto, sino también sujeto de adoración. Toda plegaria comporta, en aquel que la practica, un cierto estado de indigencia y sujeción, una como impotencia para obrar por sus propias manos aquello que a solicitar se rebaja. Por otra parte, arguye también, al parecer, alguna incertidumbre respecto a los resultados de dicha súplica, una ausencia, al menos, de infalible previsión. ¿Y no significa asimismo un acto que, por ser «elevación de la mente a Dios», presupone un estado anterior de no elevación? Todo eso, ¿cómo se compadece con la condición de Hijo de Dios?

En cuanto a lo primero, tal sujeción es cierta por lo que atañe a su voluntad humana, débil y sometida como la nuestra, necesitada del concurso divino para el logro de sus aspiraciones. Respecto de la inseguridad de los resultados, todo dependía de la ciencia que en ese momento se aviniera a usar; bien pudo ignorar y andar con el corazón ansioso. Si prefería valerse del gran saber, evidentemente que los resultados le eran de sobra conocidos desde el punto en que se decidía a impetrarlos, con voluntad verdadera, del Padre; sabía que éste nada podía negarle. Pero sabía también que esos frutos habían de obtenerse justamente por la virtud de sus ruegos. Sus momentos, en fin, de oración no implican que los momentos precedentes y subsiguientes estuviesen vacíos o desparramados. Cuando «se elevaba» a Dios, no pasaba de la disposición al acto, como cuando uno que está al pie de una escalera trepa por ella hasta llegar arriba, abandonando así su anterior situación; El estaba siempre elevándose, en cuanto que incesantemente contemplaba al Padre, desde su humanidad, como a ser superior y puesto en sitio más excelso. En los instantes en que «hacía» oración, llevaba hasta su voluntad y deseo consciente aquello que nunca cesaba de moverle, de alimentarle, de darle su razón de ser: el amor al Padre.

La vida entera de Jesús fue vida de oración: o hablaba al Padre o hablaba sobre el Padre.

En su oración es regalado por el Padre. Así en el bautismo—«cuando oraba, se abrió el cielo» (Lc 3,21)—, así en la transfiguración, pues «subió el monte a orar» (Lc 9,28). La llamada oración sacerdotal de la última cena recoge estos transportes admirables, estas mutuas glorificaciones de Padre e Hijo.

De la misma forma que en las horas de adoración el Hijo hacía más consciente en su espíritu aquella relación ininterrumpida que le vinculaba al Padre, así también en esos ratos el Padre venía a demostrarle al Hijo más expresa y blandamente toda su infinita complacencia. Cuando el evangelio dice (Mt 14,23; Mc 1,35; Lc 5,16; 6,12; 9,18) que Jesús se retiraba «a un monte apartado», «a un lugar desierto», «a solas», descríbenos muy finamente esta huida suya, desde los hombres, a refugiarse en el trato con el Padre. Preciso es decirlo: el Hijo del hombre necesitaba consuelo y se iba allí donde únicamente podía hallarlo. La última plegaria de su vida mortal representa el ingreso definitivo en el gran regazo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).

El hecho de que Cristo pudiese orar demuestra su naturaleza humana. El hecho de que esta oración fuese perfecta y suficiente, demuestra en El al Hijo unigénito, igual al Padre. El hecho de que necesitara de esta oración, como un niño de pecho necesita del calor maternal, nos dice hasta qué punto estuvo El solo, solo, solo en esta tierra.

 

2. Su soledad

En estos frecuentes retiros de Jesús a la soledad del monte advertimos a veces una simple y humanísima necesidad de descanso. «Venid, vayámonos a un lugar apartado a que descanséis un poco. Porque eran tantos los que iban y venían, que ni espacio tenían para comer» (Mc 6,31). La elección de parajes solitarios obedecía también en El a una especie de amor al recogimiento, que en cierto sentido inspiró aquel consejo suyo de que orásemos «con la puerta cerrada al Padre que está en lo escondido» (Mt 6,6). En otras ocasiones, su fuga a la soledad se debe a un claro propósito de rehuir el favor y aclamación de las gentes: «Conociendo que iban a venir para arrebatarle y hacerle rey, se escapó otra vez al monte El solo» (Jn 6,15).

¿Qué sentimientos le acompañaron en esta huida? ¿Tal vez esa grata, sutil sensación de superioridad del que desdeña, con altiva discreción, cualquier honor? ¿Acaso la prisa gozosa de quien ha coronado felizmente una empresa y acude a Dios para ofrendársela con el alma transida de agradecimiento? Pienso que todo lo contrario. Aquellas horas de aparente victoria, aquellos triunfos momentáneos, debieron de producirle la más honda aflicción. Recordemos su llanto ante los muros de Jerusalén, mientras le escolta el ruidoso entusiasmo del pueblo. Y ese llanto, esa pena, no se basaban únicamente en su visión profética, al saber de antemano cómo todo iba a acabar mal y muy pronto, sino que procedían también de su perspicacia para distinguir hasta qué punto era superficial, torpe y descarriada semejante adhesión. El deseo de las gentes, de proclamarlo rey, suministrábale una idea precisa—más elocuente aún que la que recibía en los días de persecución—del error del pueblo y sus bastardas ambiciones.

Jesús tuvo momentos, indudablemente, en que gozó de cierta popularidad. En seguida percibieron las turbas el acento tan singular e inaudito que dominaba en sus sermones; la gente advirtió pronto aquella suma «autoridad» con que El hablaba, tan distinta de la que era común entre escribas y fariseos (Mt 7,29). Supo que habían dicho de El: «Jamás hombre alguno habló como éste» (Jn 7,46). Otro día oyó cómo una mujer sencilla, al escuchar su predicación, prorrumpió en alabanzas incontenibles (Lc 11,27). Tres mil hombres, y otra vez cinco mil, le siguieron por los montes prendidos de su palabra, olvidándose hasta de comer. Iba de camino y se le presentaban desconocidos, a quienes había cautivado irremediablemente: «Te seguiré adondequiera que vayas» (Lc 9,57). Sus discípulos hacían hermosas y contundentes declaraciones: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú solo tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). La entrada en Jerusalén el domingo de Ramos debió de ser un homenaje extraordinario, muy pocas veces visto.

La rapidez, sin embargo, con que tal entusiasmo se esfumó, la brusca transformación de esos hosannas en el ¡Crucifícale, crucifícale! de sólo cinco días después, sobradamente demuestra la escasa firmeza y hondura de tan fugaz aplauso. Dentro de una visión de conjunto, nos vemos obligados a afirmar que la vida de Cristo entre sus contemporáneos fue más bien un completo fracaso, muy concisamente descrito en aquellas dos frases con las que Juan abre casi y cierra su evangelio. En el prólogo escribe: «Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron» (1,11); al final, en la narración de los sucesos de la última semana, no puede menos de confesar: «Aunque había hecho tan grandes milagros en medio de ellos, no creían en El» (12,37).

Esta es la síntesis atroz: Jesús fue rechazado. Las autoridades religiosas se pusieron contra El desde la primera hora. Empezaron aduciendo pequeños pretextos: no observa el sábado, desprecia los ritos, se deja acompañar por gente de mala reputación. Bajo estos anecdóticos pretextos latía el motivo inconfesable, la verdadera causa de tan decidida y compacta oposición: Cristo era radicalmente distinto de ellos, y sus ideas, todas, estaban en flagrante pugna con la mentalidad que ellos habían heredado y defendido. Y le odiaron.

El pueblo anónimo, aunque en ocasiones se dejó seducir por su autoridad y milagros, participaba también de aquellos criterios en boga acerca de un Mesías terreno y vengador; al percatarse, por tanto, del giro que Cristo imprimía a su obra, le retiraron rápidamente toda adhesión. Ellos querían del Mesías pan, no precisamente discursos ininteligibles y escandalosos acerca de la obligación de comer, como si fuese pan, la carne del Mesías.

Sus propios parientes lo repudiaron en seguida, creyendo que se había vuelto loco (Mc 3,21). Entre ellos y Jesús se abrió un abismo que, más o menos veladamente, manifiestan estas irónicas y amargas palabras: »Mi tiempo todavía no ha llegado; vuestro tiempo siempre está a punto» (Jn 2,9).

Ya dijimos cómo entre sus apóstoles tampoco encontró verdadera comprensión. Aquella queja suya: "Llega la hora en que me dejaréis solo» (Jn 16,31), no revela tanto el contraste de esa soledad con la compañía que hasta entonces le habían dispensado cuanto el escaso valor de semejante compañía, que a la primera dificultad resquebrajábase y hacía agua.

Si pensamos en el íntimo aislamiento que padecería un alma noble rodeada de seres viles, un corazón generoso en constante convivencia con personas falaces y mezquinas, un espíritu egregio envuelto siempre en ruindad, maledicencia y grosería, podremos aproximarnos un poco al misterio de aquel Jesús solitario en medio de su pueblo. Pero tendríamos que potenciar sin límite esta soledad y esta pesadumbre, las cuales, a decir verdad, nos resultan tan inimaginables como la misma superioridad del Hijo del hombre comparado con el alma más limpia y gentil que haya podido darse en este mundo. Después de Jesús, nadie; y después, el alma más eminente. Ese nadie denota el hiato esencial, el foso inabarcable que nuestros más denodados pensamientos jamás podrán salvar.

Se entrega, es cierto, a los hombres, se desvive por ellos, camina con ellos. No obstante, nunca entra en ese «nosotros» que resume toda humana amistad. Nunca'se le ve en colaboración íntima con sus discípulos, discutiendo juntos un proyecto, ilusionándose con ellos, disfrutando con ellos de cierta familiaridad recíproca. Era El demasiado superior, demasiado puro, demasiado clarividente, para establecer esa precisa relación que llamamos amistad humana, la que nosotros disfrutamos, que se funda, tanto como en el amor, en la falta de lucidez para advertir el egoísmo de aquel a quien amamos. En este mundo imperfecto encontramos mejor acomodo los seres imperfectos. Sería insoportable andar por la vida con unos cristales potentísimos que en cada momento fueran registrando la presencia de tantas impurezas en el aire, en los alimentos, en los libros, en los corazones humanos. Dice Juan: eJesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie diese testimonio del hombre, pues El conocía lo que en el hombre había» (Jn 2,24-25). .

Quizá donde halló Cristo sus mayores, siempre exiguas, alegrías fue en aquellos breves contactos con personas de la gentilidad, con aquella mujer cananea, con aquel centurión de fe tan inconmovible. Tampoco podemos olvidar la dedicación tan absoluta que, después de su conversión, supo en todo tiempo demostrarle la pecadora que ungió con lágrimas sus pies y aguantó como nadie al pie de la cruz. Sería injusto asimismo no mencionar a María, Marta y Lázaro. «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro» (Jn 11,5). Nos parece que en el hogar de estos hermanos gozó Jesús de las horas más tranquilas y armoniosas de su vida pública. ¿Quién podrá calcular el solaz de aquellas cenas en Betania, al abrigo de la persecución que a muy pocos kilómetros, en Jerusalén, se estaba incubando? ¿ Quién sabría describir el desahogo que allí encontró el Hijo del hombre, el gozo de ser atendido exquisitamente, el placer de comprobar que se le reservaban los mejores platos, que por El se hacían inversiones que tal vez excedían las posibilidades de la familia? Datos estos que Jesús atesoraba y volvía a recordar al acostarseallí, bien guardado por el cariño vigilante—, para hacer más dulces los minutos que precedían al sueño.

Y no podemos menos de subrayar los consuelos incomparables: los que al Señor proporcionó su madre bendita. Sólo el verla era una felicidad. Sólo el saber que ella existía, diríamos que le reconciliaba un poco con el mundo. Y era, además y sobre todo, la criatura más casta, más amorosa, más parecida a El que se podía pensar e imaginar. No obstante, jesús prescindió siempre de ella durante su apostolado. Es incomprensible: permitió que le atendieran y cuidaran otras mujeres, y no su madre (Lc 8,1-3). ¿Qué misterio de renuncia y consagración se oculta tras este despego?

Podemos, sin embargo, preguntarnos si al menos la compañía constante de la Inmaculada hubiese podido ofrecer a Jesús toda la confortación que necesitaba su alma, tan dolorida, tan sola. Y debemos confesar que no. María, lo más hermoso y acabado de la creación, no pasaba de ser una criatura. Y una criatura es incapaz de conceder asilo suficiente al Creador. Su receptividad, aunque no estuviese limitada por ningún género de tacañería o reserva, padecía esos inevitables límites que configuran a toda criatura. En su última raíz, en su último fondo inabordable, Cristo estaba solo; tenía que estar, en cualquier hipótesis, necesariamente solo. Unicamente el Padre, el Padre...

 

3. Las condiciones del pájaro solitario son cinco

Dice lindamente San Juan de la Cruz que las propiedades de las aves solitarias son cinco 1. Decimos nosotros que las cinco convienen, en grado sumo, a Jesucristo mortal.

La primera de ellas es que el pájaro solitario se pone en lo más alto. Ninguna tan alta ni tan incesante contemplación como la que Jesús tuvo a lo largo de su vida, siempre en Dios, siempre por encima del suelo, siempre en oración.

La segunda es que tiene el pico a toda hora vuelto hacia donde sopla el aire. Así estuvo El, pendiente en cualquier momento de lo que el Padre le decía, de las órdenes que le dictaba, de los gozos que le concedía.

La tercera es que no consiente ave alguna junto a sí, sino que, en posándose alguna a su lado, luego emprende el vuelo. ¿Puede pensarse un esmero mayor que aquel que Cristo tuvo para que ninguna compañía terrena le robase el tesoro de su soledad en Dios? Esmero sin esfuerzo, sin propósito laborioso: bien a salvo estaba su soledad inalcanzable.

La cuarta propiedad es que canta muy suavemente. Suavísimo era su canto, pues arrobaba al Padre, que no tenía ojos ni oídos más que para El.

La quinta es que no luce en sus plumas ningún determinado color. Tampoco Jesús tuvo color alguno de afecto particular ni consideración de lo superior o inferior. Repartió su amor según se lo había ordenado el Padre, amando a todos con inalterable generosidad.

Estas son, a juicio de nuestro místico, las cinco condiciones del pájaro solitario. El Hijo de Dios, mientras moraba aquí

1 Cántico espiritual c.14-15 11.24.

abajo, las poseyó como ninguno. Cuando entregó su espíritu al Padre, éste debió de acogerlo en sus manos como quien recoge un pajarillo herido.