CAPÍTULO XIV

LOS APÓSTOLES

 

1. Llamados por Cristo

Juan y Andrés, discípulos del Bautista, oyeron que éste, al ver pasar a Jesús de Nazaret, había dicho: «He aquí el Cordero de Dios» (Jn 1,36). ¿El Cordero de Dios? Y fueron tras El. Tímidos, siguiéndole a cierta distancia, sin osar abordarle directamente. El, entonces, se volvió: «Qué buscáis?» Resultaba en verdad bastante difícil decir con exactitud qué era lo que andaban buscando. Pero algo ciertamente buscaban de El. ¿No era, por ventura, a El mismo a quien buscaban? Cuando Andrés le cuente más tarde a su hermano Simón lo que ha visto, le dirá así: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41). Este encuentro, ¿no alude a una búsqueda previa? Hay mil maneras de buscar. Pero quizá haya una sola cosa para buscar, una sola cosa que todos los corazones persiguen. Se llama felicidad, se llama reposo, se llama amor, se llama alegría. Suele denominarse con nombres más o menos afortunados, más o menos impropios. No obstante, detrás de estos nombres, más allá de lo que estas denominaciones directamente significan, todos los nacidos de mujer buscan, sin saberlo, la misma cosa.

Es una gran suerte que eso detrás de lo cual el corazón anda ansioso, tome cuerpo cualquier día, y se deje ver, y pase delante de uno. Entonces los pies se ponen en movimiento y, en seguida, una voz—una voz que no se había oído nunca, pero que concuerda exactamente con la voz que uno soñaba pregunta: ¿Qué buscas? No es fácil explicarlo en un momento. Hay que hablar largo y tendido. «Maestro, ¿dónde vives?» «Venid y ved». Iban caminando juntos, a su lado. Ya no importa casi dónde vive, ya no tiene tampoco demasiado sentido explicarle qué es lo que andaban buscando. ¿Para qué? Buscaban tan sólo eso: ir con El, oírle, sentir cómo el corazón se apacigua y se colma, cómo la vida entera adquiere de repente peso y gravitación. Ya no importa la hora. «Era como la hora décima». Las cuatro de la tarde. «Permanecieron con El aquel día». En febrero, en lo hondo del valle del Jordán, cae pronto la noche. Jesús les habría dicho: «Quedaos conmigo, porque es ya tarde». Jesús habla. ¿Qué importa qué hora sea? Jesús sigue hablando, hablando. Juan no nos ha contado nada de aquella conversación. Ni siquiera dejó dicho que uno de aquellos dos discípulos era él. Cuando escribía esta página, ya de viejo, con mano temblona, se debió de conmover igual que cuando uno recuerda un primer amor, el principio de un amor único. ¿Cómo explicar a nadie nada? Sí, él sabía perfectamente que aquello ocurrió una tarde de primavera temprana; recordaba muy bien cómo era la vivienda del Maestro, en qué lugar preciso se sentó Andrés... Juan, joven entre todos, comprendió aquel día, de una vez y para siempre, qué uso tenía que hacer del corazón. Pero, en fin, se trataba ahora de redactar la biografía de Jesús, se trataba de escribir unos papeles para la catequesis y la liturgia, para las pruebas apologéticas del porvenir, para la severa meditación de los hombres del siglo xx. ¿A qué fin, pues, contar cosas tan personales? Juan no pudo, sin embargo, evitar un estremecimiento: «Así empezó todo».

Así, tan sencillamente, empezó el reclutamiento de discípulos. Luego Andrés trajo a su hermano. Después se les unió Felipe, y Felipe conquistó en seguida a Natanael.

Era el principio. No existía aún un compromiso serio. Simplemente, ocurrió que ellos marchaban a Galilea y Jesús hacía ese mismo recorrido: coincidieron. Cuando llegaron al final del viaje, se separaron. Volvieron ellos a su casa, a su trabajo de antes. Pero el recuerdo de aquel Rabí taladraba el alma. Ya no era posible seguir viviendo así. Trabajar de noche, dormir por la mañana, preparar redes y barcas por la tarde, salir otra vez a la mar cuando el sol se pone, pescar, no pescar... ¿Para qué?

Un día, igual que otro cualquiera, estaban Andrés y Pedro echando las redes. Un poco más adelante, los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan. Eran unas redes largas, hasta de trescientos y cuatrocientos metros, que se arrojan desde la orilla, con buen pulso, y luego poco a poco se van recogiendo. Había también otras en forma de abanico, las shabakeh, con la punta lastrada de plomo. Las redes triples, de malla cada vez más tupida, las mbatten, son para manejarlas agua adentro, desde la embarcación. «Y ellos, dejando las redes, le siguieron» (Mt 4,20). ¿A quién? ¿Por qué? ¡Había llegado Jesús de Nazaret! ¡Y les había dicho que le siguieran! Las redes se quedaron sumergidas en el agua para siempre. Ellos iban a ser en adelante pescadores de hombres. Se lo había prometido Jesús. Jeremías había dicho siglos antes: «Yo voy a mandar muchos pescadores, palabra de Yahvé» (Jer 16,16). En Habacuc se hallaba escrito: «Como si hicieras a los hombres semejantes a los peces del mar o a los reptiles de la tierra, que no tienen dueño. El lo pesca todo con su anzuelo, lo apresa en sus mallas, lo barre con sus redes, y triunfa y se regocija» (Hab 1,14-15). Pescadores de hombres: congregar a los hombres para el juicio. Este sentido escatológico es el primordial; la significación misionera es posterior.

Lo abandonaron todo y caminaron en pos de Cristo. Ahora ya no le dejarían, ahora era distinto. Casa, mujer, padre, labores: nada importaba frente al hecho de seguir al Maestro. Aunque la vida de aquellos hombres no tuviese la firme estabilidad que tiene hoy comúnmente la vida en nuestros países, no deja de ser bien asombrosa semejante decisión. Nos hemos acostumbrado a considerar en ellos normal, lógico, punto menos que necesario, tal desprendimiento; por eso no lo valoramos debidamente. Pensad: ellos concebían antes la religión ligada exclusivamente a unas prescripciones legales... ¡Qué vuelco! En lo sucesivo constituirán la familia de Jesús: «Mi madre y mis hermanos son éstos» (Lc 8,21). Son los «suyos» (Jn 13,1). Participarán de su género de vida y se verán envueltos en las mismas acusaciones (Mc 2,16-18; 7,2.5).

La tercera llamada remachará su entrega, le dará carácter oficial. Será una selección cuidadosa, casi solemne, precedida de una noche de oración. «Llamó a sus discípulos, y escogió entre ellos a doce» (Lc 6,13). Doce especialmente. Van a integrar el «colegio apostólico». Doce, como los doce Padres de Israel. «El día en que el Hijo del hombre venga sentado en su trono de gloria, vosotros os sentaréis también en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Mt 19,28). Doce, como las doce fuentes de Elim. Doce, como los doce panes de la proposición. Doce, como los doce apoyos que servían para vadear el Jordán. Doce, como las doce piedras preciosas del pectoral: una sardónica, un topacio y una esmeralda; un rubí, un zafiro y un diamante; un ópalo, un ágata y una amatista; un crisólito, un ónice y un jaspe (Ex 28,17-20). El número doce expresa la continuidad de las dos alianzas. La ruptura viene a la par significada por el hecho de que la elección versa sobre doce hombres desconocidos.

Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano; Santiago y Juan; Felipe y Bartolomé; Mateo y Tomás; Santiago, hijo de Alfeo, y Simón Celante; Judas, hijo de Santiago, y Judas Iscariote.

Judas Iscariote, que fue el traidor.

El otro Judas escribió una breve carta «a los amados en Dios Padre, llamados y conservados en Jesucristo». Era hermano de Santiago de Alfeo, a quien Marcos denomina Santiago el Menor (Mc 15,40) y Pablo cita como hermano de Jesús (Gál 1,19; 2,9). Su madre llamábase María. No hay más datos.

A Simón Celante algunos le dieron el calificativo de Cananeo. Debía su nombre de Celante al celo que había demostrado en la defensa de la observancia mosaica o quizá a su pertenencia a cierto partido político que velaba por la independencia nacional. Simón Celante es una tabla borrosa en la que no se puede averiguar detalles.

Mateo, sí. Mateo fue un publicano de Cafarnaúm. El mismo lo confiesa en su evangelio, con simplicidad y gratitud. Los otros evangelistas le adjudican otro nombre—Leví—por una razón de delicadeza: entre los primeros cristianos seguía siendo odiosa aún la profesión de alcabalero; prefirieron, pues, disociar discretamente los dos nombres. Su resolución de seguir al Maestro fue más meritoria que la de ningún otro: en caso de decepción, los otros podían cómodamente volver a su trabajo, a sus barcas; pero él ¿cómo recuperaría su puesto? Mateo manejando dinero, Mateo colaboracionista, Mateo despreciado. Mateo debe ser el gran amor de las almas infamadas, el mejor motivo de humildad para las almas altaneras.

Tomás era intrépido: «Vayamos también nosotros y muramos con El» (Jn 11,16). Tomás era ignorante: «Señor, nosotros no sabemos adónde vas, y ¿vamos a saber el camino?» (Jn 14,5). Tomás era incrédulo: «Si yo no viere en sus manos la señal de los clavos y no metiere el dedo en las cicatrices y la mano en su costado, no creeré nunca» (Jn 20,25). Tomás era esto y lo otro. Pero a él debemos la confesión más explícita y rotunda de cuantas aparecen en el evangelio: « ¡Señor mío y Dios mío!» A él se debe también, a su desorientada demanda, la magnífica declaración del Salvador: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Bienaventurado seas, Tomás, porque provocaste aquella otra frase de tanto consuelo: «Bienaventurados los que, sin ver, creen».

Felipe es un hombre desdibujado. Cuando Jesús le pregunta, «para probarle», dónde podían comprar pan'para dar de comer a la muchedumbre que les seguía, él contesta: «Doscientos denarios de pan no bastarían para que cada uno reciba un mendrugo» (Jn 6,7). Hombre gris, quizá bastante tímido. Un día se le acercan unos griegos deseosos de conocer al Maestro, pero él «va y habla con Andrés, y los dos juntos fueron a decírselo» (Jn 12,22). De inteligencia escasa, tiene intervenciones sin fortuna, hace preguntas desdichadas que suscitan la paciente y dolorida queja de Cristo: «Tanto tiempo como llevo con vosotros, ¿y no me conocéis aún? Felipe, quien me ve a mí, ve al Padre; ¿cómo dices, pues, muéstranos al Padre?» (Jn 14,8-9).

No obstante, a Felipe le cabe la gloria de haber ganado a Natanael para el apostolado. Natanael era el segundo nombre de Bartolomé, título patronímico. De éste nos ha conservado el evangelio una preciosa alabanza compuesta por el mismo Jesucristo: «He aquí un verdadero israelita en quien no hay dolo» (Jn 1,47). Un verdadero hombre de Israel, que dudaba y no ocultaba su escepticismo: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» Un típico representante del «resto de Israel», de aquellos herederos de la promesa en los cuales Yahvé se complacía.

Jesús le había visto «debajo de la higuera». Este pequeño dato lo cautiva, le revela súbitamente la extraña penetración y potencia de aquel hombre de Nazaret, del cual Felipe se había hecho lenguas; con razón. ¿Qué había estado haciendo Natanael bajo la higuera? ¿Qué obra había sido la suya, escondida y valiosa? ¿Había estado suplicando a Dios la llegada del Mesías? La alusión a este episodio, que para él representaba algo muy personal y secreto, establece ya entre Maestro y discípulo una estrecha relación que jamás se romperá. Nos imaginamos la integridad y limpieza de aquel corazón que mereció ser calificado por Jesús de sincero, sin trampa, «sin dolo».

Andrés ostentaba un tierno derecho de veteranía: fue el primero en ser llamado. Debía de ser un hombre decidido, y también práctico. El fue quien propuso, cuando se suscitó el problema de la multitud hambrienta: «Hay aquí un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es esto para tanta muchedumbre?» (Jn 6,9). Andrés perteneció, dentro del colegio, a un reducido círculo distinguido por Cristo con su especial confianza; grupo de cuatro, a los cuales quedaban reservadas ciertas confidencias sobre la parusía y otras materias (Mc 13,3). Era hermano de Pedro.

Santiago se arrima aún más a Jesús: forma, junto con Pedro y Juan, un triunvirato importante, la escolta de mayor intimidad, la que acompaña exclusivamente al Salvador en ciertas horas más solemnes, como, por ejemplo, en la resurrección de la hija de Jairo, y en los momentos de máxima gloria—la transfiguración—o de supremo abatimiento—la agonía de Getsemaní—. Santiago murió degollado, el primero de los apóstoles, por orden de Herodes Agripa (Act 12,2). Era hermano mayor de Juan; por eso, salvo en una ocasión (Lc 9,28), se le nombra siempre en primer término, y nunca se dice de él que era hermano de Juan, sino, al revés, Juan es el que constantemente se cita como hermano de Santiago. Eran de familia acomodada, con jornaleros a su servicio (Mc 1,20); su madre, Salomé, proveía con otras mujeres al sustento de Jesús (Mc 15, 47) y fue de las que llevaron los aromas y la mirra para su sepultura (Lc 23,56). Debían de ser gente de cierta prosapia, conocidos en las altas esferas de Jerusalén (Jn 18,15).

¿Y Juan? Juan no era un muchacho dulce. De gran coraje, un tipo impetuoso, «hijo del trueno», tal vez duro. «¿Quieres que hagamos bajar fuego del cielo sobre ellos y los destruya?» (Lc 9,15), solicita iracundo del Maestro cuando una ciudad de Samaria se niega a recibirlos. Este celo intransigente, aunque decantado en Pentecostés, se observa todavía en alguna frase de sus últimos años: «Si alguien viene a vosotros y no lleva esa doctrina, no le recibáis en casa ni le digáis adiós, porque quien le dirige el saludo comulga con su iniquidad» (2 Jn 10). Tenía a flor de piel su amor propio, un exacerbado sentido de sus derechos: «Maestro, hemos visto a uno que arroja los demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido porque no anda con nosotros» (Lc 9,49). Era ambicioso y probablemente engreído: pidió para él y para su hermano los dos primeros puestos en el reino (Mc 10,37). Pero poseía a la vez un alma dispuesta a todos los sacrificios. Mantúvose leal como nadie. Prometió beber el cáliz del Señor y, llegada la hora, no apartó sus labios. Fue, de los doce, el único que acompañó a Cristo en las horas más difíciles, el que le siguió, después de haber sido maniatado, hasta la casa de Caifás, y después también, al pie de la cruz, con una adhesión sin límites, que debió de consolar mucho los últimos y más amargos momentos del Redentor. Por eso fue quien recibió en herencia aquel legado incomparable, la custodia de la Señora. ¿Y qué mejor semblanza podría trazarse de él que esta frase tan simple, tan clara, tan maravillosa: «el discípulo a quien Jesús amaba»? (Jn 21,20). ¿Puede darse un elogio mayor, un epitafio más glorioso, una definición más alta, una condición más ventajosa? En la última cena descansó su cabeza sobre el pecho del Maestro. «Reposó en el seno del Verbo—osa comparar Orígenes 1—lo mismo que el Verbo reposa en el seno del Padre».

Parece ser que le unió con Pedro una entrañable amistad. Siempre anduvieron juntos. Sin duda constituyeron pareja en las misiones de entrenamiento. Ellos dos fueron designados para preparar la última Pascua (Lc 22,8), los dos juntos siguieron a Cristo después del prendimiento en Getsemaní (Jn 18,15), juntos corrieron también al sepulcro la mañana de la resurrección (Jn 20,3). En su vida apostólica posterior aparecen también juntos: en el episodio del tullido milagrosamen-

                1 Comm. in lo. 32,13: MG 14,800.

te curado (Act 3,1-4) y en la misión de Samaria (Act 8,14).

Y, finalmente, Pedro. Pedro, el primero.

Eran hombres. Con sus virtudes y sus fallos. Pero, sobre todo, con un gran amor—más o menos tosco, más o menos iluminado—hacia su Maestro. Sus codicias son bien excusables. Lo habían abandonado todo por amor de El. Un día Pedro, en nombre de todos, exclama: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos darás?» (Mt 19,27). Esta pregunta no nos escandaliza; al contrario, nos conmueve. A Jesús también le llenó de ternura compasiva el alma. Eran tímidos en el fondo, y cuando se inquietan por el sesgo que van tomando las cosas, su Maestro les tranquiliza con palabras tan suaves y cálidas que todo corazón afligido no puede menos de apropiárselas, de tener la osadía de apropiárselas como dirigidas a él mismo, a través del tiempo, a pesar de todas las flaquezas: «No temas, rebaño mío, porque vuestro Padre se ha complacido en daros el reino» (Lc 12,32). Cuando vuelven de su misión a reunirse con Jesús, éste les dedica frases' inventadas por una madre: «Venid, vayámonos a un lugar retirado a que descanséis un poco» (Mc 6,31). Estos apartes con ellos constituyen toda la honra y consuelo de aquellos hombres, admitidos en una esfera muy particular a la que nadie más tenía acceso. Después que El predicaba a las turbas, más o menos en clave, ellos se le acercaban y escuchaban las lecciones especiales, lentas, desmenuzadas, en voz baja, porque «a vosotros ha sido dado conocer los misterios del reino de Dios; a los demás, sólo en parábolas» (Lc 8,1o). A la gente «no le hablaba sin parábolas; pero a sus discípulos se las explicaba todas aparte» (Mc 4,34).

¿Por qué llegaron estos hombres a disfrutar de tal favor? ¿Por qué ellos precisamente? ¿Eran acaso almas muy singulares? No cabe preguntarse por qué razón fueron elegidos. Simplemente, fueron elegidos; y en esa libérrima elección de Cristo—«llamó a los que quiso» (Mc 3,13)—estriba todo su honor. «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Jn 15,16). La elección es siempre negocio divino. Por eso, cuando hubo que cubrir la vacante que dejó el traidor, los apóstoles no se adjudican el derecho de elegir ellos: echan suertes, remitiendo la decisión a Dios (Act 24-26).

Cristo elige a los suyos, les llama. Este llamamiento es su único derecho, su exclusivo titulo. Pablo comienza sus cartas así: «Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado al apostolado, elegido para predicar el evangelio de Dios» (Rom 1,1; i Cor 1,1). Llamado y elegido, ¿por quién? «No por los hombres ni por obra de los hombres, sino por Jesucristo y Dios Padre» (Gál 1,1). Jesús llama, como llamó Yahvé: a Moisés (Ex 3,4; 19,20; 24,16), a Samuel (1 Sam 3,4), a Isaías (Is 49,1). Vocación que no se fundamenta en ningún mérito personal: «Yahvé me llamó desde antes de mi nacimiento», confiesa Isaías. Pablo lo dirá aún más explícitamente: «Nos llamó con vocación santa, no en virtud de nuestras obras, sino en virtud de su designio» (2 Tim 1,9). Dios es a veces denominado, antonomásticamente, «el que llama» (Gál 5,8). Y en el Verbo se encarna e] llamamiento del Señor a los hombres.

 

2. «Iletrados y plebeyos» (Act 4,13)

Hay dos adjetivos en los Hechos que retratan con mano dura a los apóstoles: «iletrados y plebeyos» (Act 4,13).

¿Por qué prefirió Jesús que sus primeros mensajeros, las columnas principales de su Iglesia, fueran de tan baja extracción? Pablo, «vaso de elección» (Act 9,15), no era tampoco, contra lo que se cree, una personalidad genial, apta para brillar en el gran mundo. Los corintios estimaban en mucho sus cartas, pero se lamentaban de que su presencia y sus palabras defraudasen (2 Cor 10,10). ¿Qué era, en definitiva, el Apóstol de los gentiles? Simplemente, un judío frente a los sabios de Atenas, un judío frente a los poderosos de Roma. Era un desmedrado, víctima de una enfermedad cuya naturaleza aún se ignora. Era un «mínimo» (Ef 3,8), uno de esos seres que agradecen fervorosamente que no se les menosprecie y desdeñe (Gál 4,13). Si de algo podía gloriarse, era de su extrema debilidad (2 Cor 12,5).

¿Por qué esta sistemática elección de lo frágil, pobre e ignorante? La explicación se halla admirablemente expuesta en el libro de los Jueces. «A la mañana siguiente, Jerobaal, que es Gedeón, fue a acampar, con toda la gente que estaba con él, por encima de la fuente de Jarod. El campamento de Madián estaba debajo del de Gedeón, al norte de las colinas de More, en el valle. Y dijo Yahvé a Gedeón: Es demasiada la gente que tienes contigo para que yo entregue en sus manos a Madián y se gloríe luego Israel contra mí, diciendo: Ha sido mi mano la que me ha librado. Haz llegar esto a oídos de la gente: El que tenga miedo, que se vuelva y se retire. Veintidós mil hombres se volvieron, y quedaron sólo diez mil. Yahvé dijo a Gedeón: Todavía es demasiada la gente. Hazlos bajar al agua y allí te los seleccionaré; y aquel de quien yo te diga: Ese irá contigo, vaya; y todos aquellos de quienes te diga: Esos no irán contigo, que no vayan. Hizo bajar al agua Gedeón a la gente, y dijo Yahvé a Gedeón: Todos los que en su mano laman el agua con la lengua, como la lamen los perros, ponlos aparte de los que para beber doblen su rodilla. Trescientos fueron los que al beber lamieron el agua en su mano, llevándola a la boca; todos los demás se arrodillaron para beber. Y dijo Yahvé a Gedeón: Con esos trescientos hombres que han lamido el agua os libertaré y entregaré a Madián en tus manos; todos los demás, que se vaya cada uno a su casa» (Jue 7,1-7).

Bastan y sobran con trescientos hombres: así resplandece mejor la victoria de Dios. Se consigue con ello abatir a los orgullosos del mundo, ensalzar a los humildes, evitar la vanagloria de cuantos triunfan y reflexionan sobre su triunfo, suministrar un argumento apologético a quien gusta de contemplar el misterio de la historia.

El mismo Pablo invita a considerar: «Y si no, mirad, hermanos, vuestra vocación; pues no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. Antes eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios, y eligió Dios la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; y lo plebeyo, el desecho del mundo, lo que no es nada, lo eligió Dios para destruir lo que es, para que nadie pueda gloriarse ante Dios» (1 Cor 1,26-29).

No hace falta espigar mucho—deducir, leer entre líneas—para saber de qué vulgar madera estaban hechos los apóstoles. La maravilla de los evangelios es precisamente su limpia veracidad, el empeño en no ocultar nada, en no regatearnos una sola información que pueda ser útil, por muy deshonrosa que resulte para aquellos que en sus páginas figuran. Y eran los obispos, los jefes de las cristiandades, era el Primado. Pues bien, sus defectos son publicados sin rebozo ni composturas, porque sus fieles deben conocerlos. No es preciso leer con lupa para adivinar en aquellos hombres muy graves imperfecciones. Estas son subrayadas a cada paso. En cualquier página aparecen los apóstoles como seres inconstantes, imprudentes, tercos, indiscretos, de escasa fe, jactanciosos, cobardes, ambiciosos, desleales, egoístas. Por las frases que en varias ocasiones les dirige, parece que a Cristo se le hacía humanamente difícil el aguantarlos a su lado: «¿Hasta cuándo tendré que soportaros?» (Mc 9,19).

A menudo se queja de que no le entienden: «¿Tan faltos andáis de sentido?» (Mc 7,18). «Aún no entendéis ni caéis en la cuenta? ¿Tenéis vuestro corazón embotado?» (Mc 8,17). Envilecen el sentido de lo que su Maestro les dice: «Conociéndolo Jesús, dijo: ¿Qué pensamientos son los vuestros, hombres de poca fe? ¿Que no tenéis pan? ¿Aún no habéis entendido ni os acordáis de los cinco panes para los cinco mil hombres y cuántas espuertas recogisteis? ¿Ni de los siete panes para los cuatro mil hombres y cuántos canastos recogisteis? ¿Cómo no habéis entendido que no hablaba del pan? Guardaos, os digo, del fermento de los fariseos y saduceos» (Mt 16, 8-11). Cuando habla del porvenir del Hijo del hombre, «ellos no sabían lo que significaban estas palabras, que estaban para ellos veladas, de manera que no las entendieron» (Lc 9,45). El evangelio insiste, recalca, se hace extremadamente reiterativo para que nadie abrigue la menor duda sobre la extraordinaria torpeza de aquellas almas: «Ellos no entendían nada de esto, eran cosas ininteligibles para ellos, no entendían lo que les decía» (Lc 18,34).

¿Qué versiones darían ellos de Cristo cuando la gente, curiosa, les hiciera preguntas? Si todo discípulo es por fuerza un estafador del pensamiento de su maestro, pues, aunque no quiera, lo empobrece desde el momento en que lo repite, lo trivializa, lo falsea, ¿qué harían aquellos hombres con tan altas doctrinas en sus manos? Debió de sufrir mucho Jesús.

Ciertamente, no estaban en condiciones de comprender. Su rígida fe monoteísta, sus prejuicios en torno a un Mesías guerrero, incluso aquel espectáculo tantas veces decepcionante, desde un punto de vista humano, que Jesús ofrecía a sus ojos, los predisponía en contra. ¿Qué concepto se formaron acerca de Cristo? «Era un profeta en palabras y obras ante Dios y ante el pueblo..., y nosotros esperábamos que sería el restaurador de Israel» (Lc 24,19-21). Incluso después de la resurrección, cuando el Salvador está a punto de subir a los cielos, le preguntan: «Señor, ¿vas a restablecer ahora el reino de Israel?» (Act 1,6).

Será necesario que el Espíritu descienda para alumbrar sus almas. Entonces sí: entonces lo comprendieron todo. «En aquel día ya no me preguntaréis nada» (Jn 16,23). Las explicaciones particulares que Jesús les había dado en vida tenían un objetivo ulterior: en aquellos días no las entendieron, estaban destinadas a germinar en sus corazones más tarde, cuando el Espíritu se encargase de hacérselas presentes (Jn 14,26). Tratábase, pues, de una remota preparación para sus empresas futuras.

Después de Pentecostés son hombres distintos. Sus viejas envidias se transforman en caridad excelsa (Act 2,42-46; 4,32). Comienzan a usar el género de plegaria verdaderamente eficaz, «en su nombre» (Jn 16,24). Conviértese su cobardía en intrepidez, sus temores ceden el lugar a la más plenaria alegría. La alegría—ese precipitado de la pena cuando ya ha sido filtrada por la gracia—predomina en ellos sobre cualquier otro sentimiento. «Se marcharon del juicio llenos de gozo porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús» (Act 5,41).

Aquel miedo que durante la predicación de su Maestro habían experimentado ante los fariseos no fue en verdad solamente temor a la espada o al descrédito, temor ante una posible persecución. Era un miedo que afectaba también a otros niveles del alma: ¿cómo es que predica Jesús una doctrina que contradice a todo cuanto nos han enseñado, una doctrina que viene a derrocar la autoridad que nosotros hasta hoy hemos considerado legítima e intocable? Cristo entonces los puso violentamente ante el dilema: «Yo os digo: A quien me confesare delante de los hombres, el Hijo del hombre le confesará delante de los ángeles de Dios; el que me negare delante de los hombres, será negado ante los ángeles de Dios» (Lc 12,8-9). Ellos, al final, eligieron, y eligieron bien. Es decir, respondieron a la elección.

Y el mensaje en sus labios tendrá la misma cualidad desconcertante de Cristo, del Dios sujeto a la muerte. Será un mensaje desprovisto de toda fuerza persuasiva humana (1 Cor 2,4), aparentemente una necedad (1 Cor 1,18). Y esto, ¡por qué? «Porque así no se desvirtúe la cruz de Cristo» (1 Cor 1,17).

Lo que de veras depauperaría la palabra apostólica no es la tosquedad del mensajero, sino su infidelidad: la presunción de su talento, que le movería a verter sus propias ideas.

 

3. La sal

Estos apóstoles «iletrados y plebeyos» habrán de ser, no obstante, por voluntad del Señor, «la sal de la tierra» (Mt 5,13).

La sal es emblema de la sabiduría. Pero semejante sabiduría no procede del mero saber, de la posesión de muchas ciencias, sino del sabor divino. La sal sazona, hace sabrosa la comida. Los apóstoles han de dar sabor al conocimiento de Dios, que tan desabrido resulta al paladar mundano. Deberán hacer, de la noticia abstracta, una «noticia amorosa» 2. Es en el corazón donde se alojan estos saberes que ponen en movimiento los pies y las manos de la caridad. Para obtener esto, apóstoles, mensajeros, predicadores, «que sea vuestro discurso cautivador, salpicado de sal» (Col 4,6). Debéis abandonar las inútiles argumentaciones y, sobre todo, «las filosofías falaces y vacías, basadas en tradiciones humanas, en los elementos del mundo y no en Cristo» (Col 2,8). Debéis publicar a Cristo desde Cristo, haciéndoos Cristo, dejando que Cristo menee vuestra lengua, sin añadir vosotros nada que convenga a vuestra pobre gloria, pues sabed que no sois más que «servidores de la palabra» (Lc 1,2).

Tened cuidado. «Si la sal pierde su sabor, ,con qué se volverá a salar?» (Mt 5,13). Todo lo condimenta la sal, pero es ella lo único en esta tierra capaz de dar sabor. Decidme, si no, quién va a remediar ya vuestra insipidez. Recordad también que la sal preserva de la corrupción. Sin sal, las carnes se estropean pronto, las almas se echan a perder. ¿Quién podrá salvarlas si vosotros participáis de su iniquidad? Ya no podrán ofrecerse a Dios sacrificios agradables. «A toda oblación que presentes le pondrás sal; no dejarás que a tu ofrenda le falte

2 SAN AGUSTÍN, De Trin. 9,T0: ML 42,968.

la sal de la alianza de Yahvé; en todas tus ofrendas ofrecerás sal» (Lev 2,13). Dios rechaza los presentes que no van sazonados y le repugnan los animales que no están frescos. Imaginad cómo podréis, si habéis perdido vuestra sal, dedicarle hostias que le sean gratas. Porque no hay sal para la sal.

La sal es también símbolo de amistad convivial, ya que la amistad descríbese como un banquete, como una mesa común, redonda, orlada de rostros complacientes. Por eso la alianza con Yahvé es un pacto de sal. «Es pacto de sal perpetuo, ante Yahvé, contigo y con toda tu descendencia» (Núm 18,19). Si perdéis la sal, incurrís en delito de traición. « ¿No sabéis vosotros que Yahvé, Dios de Israel, dio el reino de Israel a David, a él y a sus hijos, en pacto de sal?» (2 Par 13,5). Por eso en el bautismo se le suministra sal al catecúmeno, significando con ello que es admitido en la mesa de Dios, y es como un alimento previo que lo capacita para comer luego la eucaristía.

De vosotros depende la salud del mundo. Sois como Eliseo, al cual acudieron los habitantes de tierras yermas, cuyas aguas eran malas. «El les dijo: Traedme un plato nuevo y poned sal en él. Se lo trajeron, y, yendo a la fuente de las aguas, echó en ellas la sal, diciendo: Así dice Yahvé: Yo saneo estas aguas y no saldrá de ellas en adelante ni muerte ni esterilidad. Y las aguas quedaron saneadas hasta el día de hoy, como lo había dicho Eliseo» (2 Re 2,20-22). No hay fecundidad posible sin vuestra sal. No sólo no habrá presentes aceptables para Dios si no los salpicáis con sal, mas tampoco los hombres podrán tener pan, ni alegría, ni concordia, ni podrán siquiera subsistir.

Significa la sal vuestro poder, vuestras facultades, todo cuanto constituye vuestra gloria y vuestra responsabilidad. Pero también la sal alude al sacrificio o desprendimiento. «Porque todos han de ser salados al fuego» (Mc 9,49). Si antes no interviene la sal purificadora—Marcos acaba de hablar de los escándalos y de la necesidad de arrancarse todos los miembros que escandalizan—, deberá actuar después, junto con el fuego inextinguible.

Todo esto es la sal, y todo esto habrán de ser los apóstoles. Y «luz del mundo» y «como ciudad que está sobre el monte», añade a continuación el Señor. Para que los hombres vean la luz y sepan cómo moverse, para que puedan desde lejos distinguir la ciudad y encaminar hacia ella sus pasos. Son dos espléndidas imágenes. Pero, como todas las metáforas, tienen sus limitaciones y han de ser completadas las unas con las otras. Los apóstoles, cierto, son igual que una ciudad encumbrada, para que se vea bien, para que no yerren los hombres su camino. Mas ellos también, mientras viven en este mundo, han de hacer su ruta, han de andar y andar hasta llegar a la ciudad celeste. Viven su riesgo personal y propio. Y cabe tristemente la posibilidad de que, aun haciendo el bien, acaben mal; que sean como las piedras miliarias de la carretera: señalan el itinerario, pero se quedan quietas, no llegan a término. San Pablo tiembla: además de predicar, «castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo sido heraldo para los otros, resulte yo reprobado» (1 Cor 9,27).

Puede la sal volverse insípida. Por eso, a la vez que veneramos a los apóstoles, los amamos fraternalmente.