CAPÍTULO XIII

LA FE Y LOS MILAGROS


z. La fe, efecto del milagro

«Llegó otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un régulo cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaúm. Oyendo que llegaba Jesús de Judea a Galilea, salió a su encuentro y le rogó que bajase y curase a su hijo, que estaba para morir. Jesús le dijo: Si no veis señales y prodigios, no creéis. Díjole el cortesano: Señor, baja antes que mi hijo muera. Jesús le dijo: Vete, tu hijo vive. Creyó el hombre en la palabra que le dijo Jesús y se fue» (Jn 4,46-50). Probablemente esperó al día siguiente para partir: de Cafarnaúm a Caná hay más de 30 kilómetros, y el oficial y su escolta estarían agotados. ¿O no importó nada el cansancio ante aquel ardiente deseo de contemplar cuanto antes a su hijo curado? Y a este afecto paterno, ¿no se añadía en tal caso una honda, saludable inquietud religiosa? Todos sabemos hasta qué punto inverosímil puede el cuerpo en ocasiones secundar las exigencias del espíritu. «Ya bajaba él, cuando le salieron al encuentro sus siervos diciéndole: Tu hijo vive. Preguntóles entonces la hora en que se había puesto mejor, y le dijeron: Ayer, a la hora séptima, le dejó la fiebre. Conoció, pues, el padre que aquella misma era la hora en que Jesús le dijo: Tu hijo vive. Y creyó él y toda su casa» (Jn 4,51-53).

Dos veces dice la crónica que el régulo creyó: antes y después de comprobar el milagro. No cabe duda que existieron diferentes grados en su fe. Hablando de otro padre, angustiado también por la enfermedad de su hijo, el evangelio nos ha transmitido unas palabras que, dentro de su contradicción aparente, representan un prodigio de formulación, la expresión inmejorable de un cierto estado de alma: «Creo, Señor, socorre mi incredulidad» (Mt 9,24). Esta «fe incrédula» o «incredulidad creyente» nada tiene que ver con los círculos cuadrados o los hielos encendidos. Dentro del corazón humano existe más de una dimensión que el mundo de las abstracciones o de las realidades físicas ignora por completo. Existe cierta fe que, más que exangüe, llamaríamos esquemática, hambrienta mejor que famélica, . desnuda mejor que inerme, perteneciente tan sólo a aquella esfera árida y secretísima de la voluntad, de una voluntad que propiamente no siente la fe. Es una creencia esforzada, fruto de una libertad que quiere a todo trance creer, a pesar de que tal fe no tenga repercusión ninguna en ese nivel donde los fenómenos interiores resultan fácilmente registrables. De ahí que al propio sujeto se le aparezca casi como inexistente. ¿Es buena, es válida semejante virtud? La merced que, tras aquella ambigua profesión de fe, hizo el Señor a quien así hablaba, demuestra que a sus ojos tratábase de una fe valiosa y digna de recompensa.

Lo mismo sucedió con el régulo. No parece, en efecto, que fuera dirigida a él esa amarga queja de Jesús—«Si no veis señales y prodigios, no creéis»—, sino a los circunstantes, que ya para entonces habían dado repetidas muestras de dureza e incredulidad. El oficial no pide un milagro para creer, pide un milagro porque cree. No obstante, el hecho de que Juan, después de contar la curación, repita que el individuo «creyó», da de sobras a entender que esta fe posterior era distinta y de más quilates que aquella otra con que en principio se había acercado al Maestro. ¿Creía antes únicamente en el poder extraordinario de Jesús de Nazaret? ¿Creyó después ya en su condición mesiánica? ¿O fue tal vez su progreso en la virtud paralelo al que demuestran aquellas dos frases de Marta, afligida por la muerte de su hermano? Son, las dos, sendas protestas de fe. Dice primero: «Yo sé que (Lázaro) resucitará en la resurrección que tendrá lugar el último día» (Jn 11,24). Después dice: «Creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios que viene a este mundo» (v.27). He aquí dos fórmulas de fe, pero harto distintas. ¿Qué ha ocurrido? Entre una confesión y otra, Jesús ha pronunciado esta frase, que es precisamente lo que motiva el cambio y determina la maduración: «Yo soy la resurrección y la vida... ¿Crees esto?» (v.25-26). El desarrollo, pues, de la fe de Marta lo describiríamos así: primero cree, y cree sinceramente, en la existencia de un mundo invisible, cierto, seguro, pero referido en todo caso a un brumoso porvenir o a una superior actualidad sin contacto alguno con las realidades terrenas. Es una fe honda, de fuertes raíces; una fe, sin embargo, desmochada, sin hojas ni flores, sin esperanza. La segunda confesión, en cambio, manifiesta ya una fe viva en las presentes posibilidades de intervención de ese mundo invisible dentro del mundo terreno: cree en el Hijo de Dios que viene a este mundo.

Marta—aquí radica su gran mérito—creyó esto antes de que Lázaro fuese devuelto a la vida. El régulo, ¿esperó para ello a cerciorarse del milagro? De todas formas, su fe anterior era menos preciosa. La curación del hijo hizo que esta fe ganase en robustez y calidad. Nos encontramos, por consiguiente, en presencia de una fe que, hasta cierto punto, es efecto y consecuencia de un milagro.

Suele citarse el milagro entre los motivos de credibilidad: puesto que esencialmente rebasa las fuerzas de la naturaleza, el milagro exige por definición la intervención divina. No decimos que en él queden abolidas las leyes naturales, como si éstas dependieran de un poder ajeno a Dios; decimos más bien que tales leyes son momentáneamente sometidas por el mismo Dios a un objetivo misterioso: en el milagro no queda anulada ninguna ley; lo que ocurre es que una ley de orden inferior y más visible es puesta al servicio de otra ley más eminente y difícil de enunciar.

No obstante, hallamos en el evangelio multitud de casos en los cuales el milagro no produce el efecto apetecido, ese efecto al cual, por voluntad divina, va destinado; queda con ello desposeído de su categoría de motivo de credibilidad y reducido al plano de un puro favor que se aprovecha vorazmente, groseramente. «En verdad os digo, me buscáis no porque habéis visto milagros, sino porque comisteis pan hasta quedar hartos» (Jn 6,26). Esta fue también la reacción de nueve leprosos, los cuales, después de haber sido curados por la mano de Jesús, se marcharon sin mostrar siquiera el más tibio y formulario de los agradecimientos (Lc 17,17). ¿Por qué, podemos preguntarnos, seguían muchos al Mesías? «Seguíale una gran muchedumbre porque veían los milagros que hacía con los enfermos» (Jn 6,2).

El milagro no los inducía a creer, no los postraba en tierra. ¿Es que no eran argumentos incontestables? Ciertamente lo eran, pues Jesús condena a cuantos, tras haber presenciado tales prodigios, continúan aún en su incredulidad: «Si yo no hubiera hecho en medio de ellos las obras que ningún otro ha realizado, no tendrían culpa; sin embargo, las han visto, y me han odiado a mí y a mi Padre» (Jn 15,24).

¿Por qué, pues, no daban tantas veces los milagros de Cristo el resultado que de ellos cabía esperar? Sencillamente, esto se debía a la torpe disposición de las almas. Cuando el hombre se obstina en su negación, todo es inútil. Si uno prefiere quedarse en la cama cuando ha sonado la hora de levantarse, llegará a convencerse de que el reloj está averiado, de que no ha dado las ocho, sino que ha repetido las cuatro. Todas las falacias son buenas; todo cuanto contradice nuestros propósitos es susceptible de una interpretación que acabe satisfaciéndonos. Por eso, «si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco creerán a un muerto que resucitara» (Lc 16,31). Recordemos cómo la hostilidad contra Cristo vino a ser tal que algunos judíos, antes que dejarse cautivar por la verdad, prefirieron atribuir sus milagros a Beelzebul (Mc 3,22).

Entre aquellos que contemplaron los sucesos sin malos ojos, había una gama muy extensa en lo que a su buena disposición se refería. El efecto de los milagros fue también en ellos más o menos excelente. Todavía es un efecto muy confuso y débil el que demuestra esta expresión: «Cuando el Mesías venga, ¿hará mayores milagros que los que hace éste?» (Jn 7,31). Idéntica confusión refleja la reacción de aquellos que «glorificaron a Dios, pues ha dado tal poder a los hombres» (Mt 9,8). Jairo y sus familiares, después de haber presenciado la resurrección de la hija, «quedaron atónitos» (Lc 8,56), y las turbas de la Decápolis, que vieron muchos prodigios, «estaban estupefactas» (Mc 7,37). Otras veces la fe que suscitaban los portentos no era de buena ley: «Muchos creyeron en El viendo las maravillas que hacía; pero Jesús, que los conocía a todos, no se confiaba a ellos» (Jn 2,24). ¿Por qué ocurría esto? Era sencillamente la disposición de alma con que se contemplaban los hechos lo que venía a decidir la respuesta. Preciso es confesar que los judíos dieron muerte a Cristo no porque hubiese realizado milagros verdaderos ni tampoco porque hubiese fingido milagros falsos, sino más bien porque desbarató su concepto sobre el Mesías: porque no hizo precisamente aquellos milagros que ellos esperaban.

El valor de credibilidad de los milagros, que en sí es objetivamente innegable, sólo tiene fuerza persuasiva para quienes se han hecho receptivos a ese valor, para aquellos cuya alma se halla bien aparejada. «Quien quisiere cumplir su voluntad (del que me envió), conocerá si mi doctrina es de Dios» (Jn 7,17).

En este sentido, la actitud que Israel demostró en sus mejores épocas ante las intervenciones de Dios posee una ejemplaridad inestimable. En presencia de cualquier hecho prodigioso, la pregunta espontánea no era: «¿Es esto verdad? ¿Es posible? ¿Es naturalmente explicable?», sino esta otra: «¿Qué quiere decirnos Dios con esta acción suya?» De ahí que no sólo se reconociera el sello de Yahvé cuando el portento resultaba inaudito—que la tierra, por ejemplo, abriera sus fauces y devorara a los enemigos de Moisés (Núm 16,3o) o que el sol detuviera su curso para ayudar a Josué (Jos 10,13)—, sino que incluso se adjudicaran a Dios sucesos simples y cotidianos, los cuales quedaban así cargados de significación: «Moisés tendió su mano sobre el mar, y Yahvé hizo soplar sobre el mar un fortísimo viento del este» (Ex 14,21). El encuentro con Rebeca, cuando el siervo de Abraham andaba buscando esposa para Isaac, de tal manera se consideró providencial que, a juicio de ellos, fue Dios mismo quien llevó de su mano a la doncella hasta la fuente (Gén 24,12). Del mismo modo, Pablo reputa como una clara intervención divina no sólo las curaciones milagrosas, sino también la paciencia y confortación con que se sobrellevan las enfermedades (2 Cor 12,8-9).

Quizá este concepto del milagro no sea, en apología preliminar, válido. Pero resulta sumamente aleccionador para nosotros, tan olvidadizos de Dios. Debemos, en efecto, admitir que la nota diferencial de eso que llamamos milagro no es precisamente que Dios intervenga en él, sino que intervenga de una forma insólita. ¿Acaso es menor la acción de Dios, aunque sea menos perceptible, cuando hace florecer lentamente los campos que si los cubriera en un momento de repentinas flores? ¿Acaso es más «milagrosa», es decir, más divina, una resurrección que un nacimiento?

Podemos ahora preguntarnos qué es lo que Jesús buscó con sus milagros preferentemente: ¿provocar la fe de los hombres o ejercer su caridad con los hombres? No nos convence esa distribución que a veces se hace de ellos, entre milagros mesiánicos y milagros de misericordia. En todos ellos, sin duda, brilló este doble propósito. Es cierto que, tomados en conjunto, aparecen más bien como un argumento irrefragable de la condición divina de su autor; uno por uno, en sus pequeñas anécdotas, muestran acaso más explícitamente su bondad que su poder. Todos ellos procedieron de un corazón amoroso; nunca realizó un prodigio que lastimase a nadie (más adelante explicaremos el episodio de los cerdos que se precipitaron al mar). Por otra parte, aquellos que más expresamente demostraban alguna intención compasiva, guardaban al mismo tiempo una esencial referencia a su programa mesiánico; por ejemplo, cuando multiplicó los panes, estaba con ello preparando su discurso sobre el Pan vivo. Y éste es el objetivo de toda obra de misericordia corporal: transformarse en una obra de misericordia espiritual.

Es digno de notar que El nunca ejecutó un milagro para su utilidad propia. Ya vimos cómo, cuando sintió hambre, negóse a convertir las piedras en pan. Vimos también cuán sediento y cansado llegó al pozo de Jacob. Y el día en que Herodes le exija que haga delante de él alguna rara proeza, guardará silencio, a sabiendas de que complacer a aquel hombre significaba obtener la libertad. La misma repulsa opondrá a las mordaces invitaciones de sus verdugos: «Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt 27,40). Y los discípulos de tal Señor se verán obligados a observar idéntico comportamiento. Pablo, que a tantos sanó y liberó, en un momento en que osó pedir a Dios su propia curación, escuchó de El estas palabras: «Mi gracia te basta, pues el poder llega al colmo en la enfermedad» (2 Cor 12,9).

Ningún milagro, pues, que no responda directamente a una necesidad mesiánica. Todos sus portentos obedecieron a esta única finalidad: «Para que crean que tú me has enviado» (Jn 11,42). Fuera sugestivo pensar que las maravillas florecían en sus manos casi sin El querer, sólo porque su corazón se creía sin derecho a negar el alivio que las míseras gentes esperaban de su intervención. No. «Un poder de Dios le impulsaba a obrar» (Lc 5,17). Era el poder divino, sujeto siempre a la voluntad divina. Y si esta voluntad ordenaba algo que significara un pasajero sufrimiento para alguien, no por eso dejaría El de llevarlo a cabo. Claramente lo afirma: «¿Pensáis que he venido a traer la paz a la tierra? Os digo que no, sino la disensión» (Lc 12,51). Sólo la voluntad del Padre es atendible. ¿Hace falta explicar todavía que semejante voluntad coincide de hecho con el bien de sus criaturas, con el bien superior, con el verdadero bien? Mirando a este bien, curará a los paralíticos, limpiará a los leprosos, dará vista a los ciegos. Mirando a este bien, rehusará en otras ocasiones hacer milagros (Mt 12,39; 16,4).

Sus milagros reciben en griego tres nombres: terata o prodigios, dinameis o fuerzas, semeia o señales. El puro prodigio como tal no le interesa; es más, lo reprueba. Las «fuerzas» entran en acción únicamente cuando la obra va a resultar una «señal», un signo, un punto de partida para que los que presencian la escena, o aquellos otros que de ella sean informados y convencidos, caminen en la fe y alcancen gracia. Por eso llega a veces su pedagogía a escoger medios que en sí son inútiles o superfluos, pero que poseen una alta significación. Cierto día le llevaron un ciego para que lo curase. «Tomando al ciego de la mano, lo sacó fuera de la aldea y, poniendo saliva en sus ojos e imponiéndole las manos, le preguntó: ¿Ves algo? Mirando él, dijo: Veo hombres, algo así como árboles que andan. De nuevo le puso las manos sobre los ojos, y al mirar se sintió curado, y lo veía todo claramente» (Mc 8,23-25). ¿Por qué esa curación tan lenta, en etapas? Quería Jesús manifestar con ella el progreso que debe seguir la fe, el gradual alumbramiento de los «ojos del corazón» (Ef 1,18).

Fuerzas y señales. Señales de la fuerza de Dios, signos de que sus obras son de Dios; en suma, testimonios del Padre (Jn 5,32.36-37). Argumentos plásticos que confirmaban su doctrina y garantizaban su autoridad. Aquella frase que una vez pronunció el pueblo asombrado y que Marcos nos ha transmitido, lo expresa ya, aunque toscamente: «¿Qué es esto? ¡Una enseñanza nueva según autoridad! Además, ordena a los espíritus impuros y le obedecen» (Mc 1,27). Lo que en el decir de las turbas era una rudimentaria ilación, no del todo consciente, San Agustín llegó a fundirlo magistralmente en tres palabras: verba quia signa; los mismos milagros constituían una predicación, puesto que eran signos 1.

1 In Io. Evang• 44,1: ML 35,1713.

Así la fe puede llegar a ser un efecto del milagro, su efecto específico. Bergson, con discreción suma, solía insinuar: «Después de todo cuanto Jesús hizo, no me extraña nada de lo que dijo».

 

2. La fe, condición del milagro

Pero la fe no sólo es consecuencia del milagro; a menudo resulta también, en la vida de Jesús, su condición indispensable. Se produce así esa marcha ascendente que San Pablo describía: «pasando de una fe a otra fe» (Rom 1,17).

A dos ciegos que le pedían a gritos curación, Cristo les pregunta: «¿Creéis que yo puedo hacer esto?» Cuando ellos dijeron que sí, El les despachó curados con estas palabras: «Hágase en vosotros según vuestra fe» (Mt 9,28-29). A otro ciego, en Jericó, le devolvió igualmente la vista y le dijo: «Anda, tu fe te ha salvado» (Mc 10,52). Al padre de una niña muerta le asegura: «No temas, cree tan sólo y será salvada» (Lc 8,50). Después de oír al centurión, que aboga por un siervo suyo enfermo, le concede cuanto pide y le dedica una alabanza magnífica, que es a la vez la explicación del favor otorgado: «En verdad os digo que nunca en Israel he visto una fe tan grande» (Mt 8,13). Valora tanto la confianza en quien solicita de El una merced, que acaba satisfaciendo sus deseos aunque esto contradiga, al parecer, su primer designio; así ocurrió con cierta mujer cananea, rechazada al principio y luego escuchada y favorecida, porque, « ¡oh mujer, tu fe es grande! Hágase como tú quieres» (Mt 15,28). No hay obstáculos para el creyente. «Todo es posible al que cree» (Mc 9,23), le dice al padre del epiléptico.

Por el contrario, si tropieza con la incredulidad, se abstiene de obrar prodigio alguno. Así aconteció en Nazaret, por la falta de fe de sus habitantes (Mt 13,58). No bastaba ver, no bastaba tocar: hacía falta tocar como la hemorroísa...

Cuando Pedro, en nombre de los doce, formuló aquella espléndida protesta: «Nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,69), daba el orden perfecto: hemos creído y después hemos llegado a conocer. No puede ser de otra forma. La primera, en la frente. Lo primero es menester crucificar el pensamiento. Renán aseguraba que, si se apareciera Jesús ante una comisión de peritos nombrados por la Academia de Ciencias, él entonces creería firmemente en la resurrección; vana esperanza, sobre todo porque, aunque tal aparición tuviese lugar, los expertos aplazarían su juicio, presumiendo que el suceso, hoy inexplicable, tendría explicación natural mañana.

Existe en el evangelio una página donde esta conexión de fe y milagro se enriquece con un nuevo matiz. Quienes piden el milagro demuestran tener fe, y Cristo realiza el milagro que de El se solicita, mas no sin antes manifestar su desagrado.

Nos estamos refiriendo al caso de la tempestad calmada. Navegaban los apóstoles blandamente por el lago. Jesús iba con ellos, pero dormido. De pronto se puso la mar gruesa y los discípulos temieron, hasta el punto de que, aterrorizados, despertaron al Maestro, rogándole que los salvara. Este, dueño' de los elementos, apaciguó en seguida las aguas, pero antes les reprendió: «Hombres de poca fe, ¿por qué teméis?» (Mt 8,26). He aquí la explicación simultánea del favor y del reproche: la poca fe. Porque tenían fe, habían pedido el milagro y les había sido acordado. Porque tenían poca fe, temieron y fueron reprendidos. Cristo hubiera preferido de ellos otro comportamiento: debían haber esperado sin miedo, tranquilos, suficientemente seguros con la mera presencia silenciosa de su Señor. Fue, el de los apóstoles, un rasgo de fe débil. Supone, en efecto, mucha más fe quedarse uno quieto, esperando, sin pedir milagro alguno, que no reclamarlo ansiosamente y con urgencia: lo que demandamos suele ser siempre algo que nos evite el trabajo de vivir en la pura fe.

Lo mismo aconteció cuando, al divisar a Jesús andando sobre las olas, Pedro se arrojó de la barca y marchó hacia El. Al principio, también Pedro caminaba sobre el agua con mucho señorío, hasta el preciso momento en que la agitación de las olas le hizo flaquear. Entonces justamente comenzó a hundirse. Porque tenía fe—una gran fe, sin duda—, se tiró al mar. Porque su fe vaciló, empezó a ir a pique. Cristo le coge de la mano y lo levanta, «como a un pajarillo—comenta con finura San Juan Crisóstomo—salido del nido antes de tiempo» 2.

Ya dijimos cómo la esperanza no es otra cosa que la misma

2 In Mt. hom. 50,2: ML 58,506.

fe en su dinamismo. Halla la esperanza toda su seguridad en la fe (Heb i1,1), y la fe encuentra en la esperanza su alegría cumplida y su paz (Rom 15,13). Es cierto que la fe tiene un contenido intelectual y que no puede separarse el orden de lo verdadero del orden de lo bueno. El que cree, «atestigua que Dios es veraz» (Jn 3,33), y el que se niega a creer «hace (a Dios) embustero» (1 Jn 5,10). Estas palabras de Juan demuestran que no puede la fe reducirse a una mera confianza ciega, sin referencia alguna al plano de la inteligencia: Sin embargo, tampoco es posible limitar la fe a un puro asentimiento. Su objeto—un Dios tan amante como amable, un Verbo encarnado—le obliga a configurarse como reconocimiento amoroso, como respuesta viva. Si en este objeto de la fe, que es Dios, no puede realmente despegarse el aspecto de bien del aspecto de verdad, tampoco en el acto humano que a dicho objeto va dirigido podrán estar disociadas la actividad de la voluntad y la del entendimiento.

No se trata de creer tan sólo en la existencia de Dios —credere Deum—, ni tampoco se trata simplemente de creer en su autoridad, de apoyarse en su palabra—credere Deo—. Se trata de una adhesión vital—credere in Deum; es decir, credendo in Deum ire—. Semejante fe únicamente puede tener por objeto a Dios, jamás a una criatura. El in que acompaña a la creencia delata que andamos en asuntos divinos. «Por la sílaba de esta preposición, el Creador se distingue de las criaturas, y las cosas divinas se diferencian de las cosas humanas» 3.

Fe y esperanza deberán andar de la mano. Cualquier noche sobrevendrán las tormentas, mas no nos aflijamos en exceso, «como aquellos que no tienen esperanza» (1 Tes 4,12): sigamos creyendo en el poder de Dios y en la piedad de Jesucristo, dormido en popa. «Mil dificultades no hacen una duda», afirmaba Newman. Esas dificultades no entran en la composición del convencimiento íntimo, como tampoco las partículas de polvo que flotan en el aire pertenecen al rayo de sol que las embiste y hace visibles. Sigamos creyendo, pero sin apoyarnos nunca en nosotros mismos, ni en nuestra experiencia de anteriores dificultades vencidas, ni en el presunto vigor de nuestra propia fe. Sepamos—además de razonable y libre, la fe es, principalmente, virtud sobrenatural—que Dios nos regala el

3 RUFIN0 DE AQUILEA, Comm. in Symb. Apost. 36: ML 21,373.

creer como un día nos dará el comprender. Podemos hacer mucho en favor de esa tan quebradiza y delicada planta: regarla, protegerla, arrancar todas las hierbas que pueden alrededor causarle daño o robarle jugos. Lo que no podemos hacer es cogerla con los dedos y tratar de forzarla para que crezca más pronto.

En vez de pedir un milagro— ¡oh, sí, tenemos fe!—, pidamos que Dios aumente nuestra escasa fe.

 

3. Ver para creer y creer para ver

¿Qué es preferible: ver o no ver? Ver milagros, ver el esplendor de Jesucristo, ver su carne... Cuando presentó a Tomás sus manos y su costado, con benevolencia y pena, dijo Jesús que son más dichosos los que no ven (Jn 20,29). Pero antes, dirigiéndose a todos sus apóstoles, había dicho otra cosa distinta: «Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis, porque yo os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron» (Lc 10,23-24). ¿Qué es, pues, mejor: ver o no ver?

Se suele apetecer el ver, el tocar, la contemplación directa, el contacto inmediato. Es duro vivir sin ver, sin que el corazón descanse en alguna evidencia. «El pueblo, puesto que Moisés tardaba en bajar de la montaña, se reunió en torno de Aarón y le dijo: Anda, haznos un Dios que marche delante de nosotros» (Ex 32,1). Cosa recia es caminar sin tener a mano un Dios palpable, una certidumbre confortadora. Es penoso vivir en la pura fe o «convicción de lo que no se ve» (Heb 11,1). Mas he aquí que esto precisamente es lo que constituye la creencia. Anda la fe alejada del ver; ella «procede de lo que se oye» (Rom 17,17). Nadie ignora que el oído es un sentido menos dominador.

Lo que se oye, lo que predican los mensajeros. Aquí reside la esencia oscura de la fe, su riesgo y belleza, su esencial audacia. Quien pretende ver a Dios, no quiere apoyarse en Dios, sino en su propia visión, o sea, en sí mismo. Es decir, lo contrario de la fe. No quiere ser dócil—docibilis, instruido por el mensajero—, sino enseñorearse; desea tomar posesión del Dios «a quien ningún hombre vio ni puede ver» (1 Tim 6,16). Es decir, lo opuesto a la fe. Los mensajeros son imprescindibles en esta economía de la gracia, ligada a una estructura social, a un Cuerpo. Rechazar a los mensajeros es rechazar el reino.

Notemos que siempre que los hombres han visto a Dios —mejor, atenuadamente, han visto su espalda: «mi faz no podrás verla, porque no es capaz de verla el hombre y seguir viviendo» (Ex 33,19-23)—, ha sido por libre iniciativa del Señor, no por la industria de la criatura o por la fuerza de sus deseos. Añadamos asimismo que, cuando Dios se ha dejado ver en su Hijo, tal visión no ha sido siempre para bien. «Vosotros me habéis visto y no me creéis» (Jn 6,36). Para éstos, la vista equivalía a una ceguera. «Yo he venido al mundo para un juicio, para que quienes no ven vean, y los que ven se vuelvan ciegos» (Jn 9,39). En otros casos, por el contrario, ha sido la visión una dicha que se recuerda con el alma estremecida de gozo: «Lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos, tocando al Verbo de la vida» (1 Jn 1,1). ¿Por qué tamaña diferencia? Porque unos han visto sólo la «carne» y otros han visto aquello que escapa a la potencia de los ojos; el mismo Juan explica qué es lo que vio: «Vimos su gloria» (Jn 1,14).

El ver no es una función neutra, una mera recepción indiferenciada de las imágenes, a la manera como se reflejan, sin trampa ni favor, en un espejo. El ver humano supone una constante selección: vemos lo que queremos, lo que preferimos, lo que ya ha sido cribado; vemos cuanto puede servir a nuestra vida. Vemos lo que nos place y aquello que, aunque no nos guste, es necesario que advirtamos para organizar contra ello nuestras defensas. Nos hurtamos, en cambio, a todos los espectáculos que nos sean a la vez ingratos y superfluos. El hábito de ver así las cosas ha configurado ya nuestros sentidos, y, en un momento dado, ya no percibimos, aunque nos empeñemos, más que aquello que en principio quisiéramos contemplar. ¿Vemos acaso, en un enemigo, algo más que imperfección y defectos? No se ve con el ojo, sino a través del ojo.

¿Qué vieron en Jesús aquellos que con El se cruzaron durante su vida terrena? Vieron lo que quisieron, lo que su fe decidió. La fe, pequeña o grande, reducía o ampliaba el horizonte, apagaba o encendía las luces. Por eso, el no creer acarreaba el no descubrir. Se puede estar viendo y no ver (Mc 4,12).

Ver y creer, creer y ver. ¿Es preciso ver para creer o, al revés, hace falta creer para ver? Hay dos frases de Cristo aparentemente contradictorias: «La voluntad de mi Padre es que todo el que vea al Hijo y crea en El, tenga la vida eterna» (Jn 6,4o). «Si tú crees, verás la gloria de Dios» (Jn 11,40). ¿En qué quedamos? ¿La fe es anterior o posterior al acto de ver? Es anterior a un cierto espectáculo y posterior a otro distinto. O sea, la fe es posible porque antes el Verbo se ha manifestado en su carne, pero la visión de su gloria exige como requisito una fe previa.

Según esto, cabe volver a nuestra primera cuestión y preguntarnos si la ventura de quienes vieron a Cristo mortal es o no es una suerte apetecible.

Realmente ¿qué veían en El sus contemporáneos? Veían sólo, a simple vista, a Jesús de Nazaret. ¿Era esto en verdad una situación muy a propósito para el nacimiento o desarrollo de la fe? ¿Cómo se explica entonces que fuera tan insignificante el número de los que llegaron a creer en El? Después que le oyeron predicar en Nazaret, se preguntan sus paisanos en el colmo del asombro: «Pero ¿no es éste el hijo del carpintero?» (Mt 13,55). Mateo añade que se escandalizaron y que Jesús, al ver su incredulidad, tuvo que marcharse. Cuando habla del Pan vivo, afirma su origen celeste; los que le escuchan no pueden reprimirse y exclaman indignados: « ¿No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos? Pues ¿cómo dice ahora: Yo he bajado del cielo?» (Jn 6,42). Estaban a la vista, sí, sus milagros; no obstante, ya dijimos qué reacciones tan desatinadas y perversas produjeron éstos en muchos de sus espectadores. Y en punto a prodigios y maravillas, ¿puede ser en rigor considerado, cualquiera de los que Jesús realizó en Palestina, mayor milagro que este del cual nosotros somos testigos, la pervivencia y expansión de su Iglesia al cabo de dos mil años?

¿Seguiremos, pues, pensando que la situación de quienes conocieron a Cristo vestido de carne fue realmente una situación privilegiada? ¿No será, por el contrario, más envidiable nuestra fortuna? Aquí también debemos confesar que toda pregunta resulta ociosa, puesto que la suerte de aquéllos y la nuestra es, en el fondo, idéntica. Sólo la fe decide, y ésta tiene que desligarse de las experiencias inmediatas, sean las que sean, para dar ese salto en el vacío, ese paso a oscuras en el cual fundamentalmente dicha virtud consiste. No olvidemos que todo cuanto revela, vela, y que la revelación es siempre un escándalo; cuanto más directa y meridiana y mejor pintada sea una revelación, más fuerte será la duda de si procede o no procede del cielo. Cuanto mas humano y accesible se me haga Dios, menos divino se me presenta; por consiguiente, tanto más probable será la desconfianza, tanto más vigorosa tendrá que ser, en contrapartida, mi fe. Dios puede, es verdad, comunicarse con total claridad a un alma y proporcionarle a la vez una certeza absoluta respecto a la verdad de su intervención, mas esto El no lo hace nunca: destruiría la libertad de esa alma y se negaría a sí mismo el gozo que, entre todos, prefiere: el de ser reconocido por su ausencia, el de ser amado por corazones libres, no por esclavos.

Hay dos maneras de ver a Jesús: entre velos y a cara descubierta. Sólo así se concilian estas dos palabras suyas: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14,9; 12,45); «Nadie ha visto jamás a Dios más que el Hijo y aquel a quien éste se lo ha dado a conocer» (Jn 1,18). Ambas frases pueden ser estimadas así: o bien la segunda es un eco de la primera, aunque en forma más negativa, o bien sobrentendemos en ellas dos modos muy distintos de ver. El primer modo es el modo característico de esta vida de «encarnación»: el hombre, todavía ligado por la carne, contempla a Jesús encarnado, ya sea en un cuerpo mortal, ya sea en una sociedad visible, ya sea en los sacramentos, ya sea en los prójimos. El otro modo es el modo propio de la parusía, la visión facial. Pero «nadie puede ver su rostro sin morir»; no porque Dios sea invisible, sino porque es tres veces santo. Entonces, libres ya de estas miserias, el espectáculo será radiante y sin estorbos. «Todo ojo le verá» (Ap 1,7). «Sus siervos le servirán y verán su rostro» (Ap 22,4). Justamente en esto ha de consistir el premio prometido ya en las bienaventuranzas: «ellos verán a Dios». Mas, para poder verlo así, es necesario que seamos semejantes a El (1 Jn 3,2). Mientras tanto, en esta vida, creemos en El y le amamos sin haberle visto (1 Pe 1,8).

A Tomás, tan incrédulo, le aseguró Jesús que son más felices los que no ven. Para no privar a sus más íntimos de esta superior felicidad, se marchó: «Os conviene que yo me vaya» (Jn 16,7). Aunque también antes, cuando andaba entre ellos y se dejaba ver, ya se ocultaba lo suficiente para que la fe de ellos y su específica recompensa fueran posibles. Y cuando se mostró a Tomás y le enseñó sus llagas, no fue la pura visión física de éstas lo que hizo postrarse al apóstol; ver y tocar no sirven de nada si la gracia no desciende y los ojos del corazón no colaboran.

Son más felices los que, sin ver, creen. Pero esto también es preciso creerlo...