CAPÍTULO XII

PRIMERAS PREDICACIONES

 

1. «Se acerca el reino de Dios» (Mt 4,17)

Cristo empieza a predicar. Da comienzo el Evangelio o buena nueva, la buena noticia. ¿Cuál es esta noticia que Cristo proclama? «Comenzó Jesús a predicar y a decir: Arrepentíos, porque se acerca el reino de Dios» (Mt 4,17).

Empalma así su mensaje con el que poco antes había publicado el Bautista: «Arrepentíos, porque llega el reino de los cielos» (Mt 3,2). A través del Precursor, el mensaje de Jesús se remonta hasta los antiguos avisos de los profetas, que no hacían otra cosa sino exhortar insistentemente a disponerse con puras ansias al advenimiento del reino. Respecto de la predicación futura, la continuidad es también perfecta; he aquí, en efecto, el único esquema, la única consigna legada a los discípulos: «En vuestra misión predicad y decid que el reino de los cielos se acerca» (Mt 10,7). Muerto Cristo, los apóstoles tendrán este recado colgado siempre de sus labios, dicho de una manera o de otra.

Reino de Dios y reino de los cielos son una misma, hermosa, altísima realidad. A menudo los judíos reemplazaban el nombre de Dios por algún atributo suyo o por una referencia a su trono. Debemos, sin embargo, descartar de la expresión cualquier sentido mínimo o torpe que reduzca el reino a una interpretación espacial. Esta interpretación, es verdad, predomina en ciertas frases: por ejemplo, cuando se dice «entrar en el reino de los cielos». No obstante, en todos los textos que anuncian la llegada del reino, este término significa primordialmente la soberanía de Dios. No es reino en cuanto territorio; es reinado: «venga a nosotros tu reino».

Dícese reino de los cielos porque bajó del cielo y al cielo vuelve. Es reino de los cielos porque no es un reino de la tierra: «Mi reino no es de este mundo» (Jn 18,36). Aunque tiene una proyección exterior—es reino «encarnado»—, su esencia se halla por debajo de todo aparato; es reino de las almas, y reino espiritual, por su fundamento y su fin y sus preciosos arreos.

Jesús recoge en su proclamación del reino la sustancia de los sermones de Juan. Se trata del «camino de justicia» (Mt 21, 32). Pero reparad cómo las nuevas enseñanzas profundizan indeciblemente el concepto de justicia. Es una «justicia más perfecta» (Mt 5,20). Esta superior virtud anda tan identificada con el advenimiento del reino, que ambos, a decir verdad, constituyen una sola cosa: «Buscad el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33). Posee, pues, el reino una clara referencia a las obras justas. «Quien practicare y enseñare, será grande en el reino celestial» (Mt 5,19), y «el que se humillare como un niño de éstos, será el más grande en el reino de los cielos» (Mt 18,4); todos aquellos que hayan practicado la caridad entrarán en posesión del reino (Mt 25,34-40).

No obstante, estas obras no alcanzan por sí mismas el reino. Son nada más un camino, o la labor que dispone y desembaraza el camino. La recompensa que se concede a los hombres ejercitados en la caridad es un reino «preparado desde la creación del mundo» (Mt 25,34). Es el fruto de una plantación hecha por el Padre (Mt 15,13), un «céntuplo» que bien a las claras manifiesta la insuficiencia y poquedad de las obras así remuneradas (Mc 10,30).

De ahí que no pueda reducirse el contenido de la buena nueva a una ética, por muy excelsa y pura que sé piense. La «justicia» que coincide con el reino no es el resultado de una extraordinaria predicación moral, sino la realidad producida por un acaecimiento, por un suceso, por la llegada concretamente de dicho reino. El núcleo del mensaje lo constituye la proclamación de ese bendito suceso, la inauguración del «año grato del Señor» (Lc 4,19), durante el cual las obras de justicia serán misericordiosamente computadas para el mérito.

Comienza ahora una nueva era. ¿Cuál es el hito que funda tan señalada novedad? Sabed bien, y nunca se os escape de la memoria, que el cambio verdaderamente notable no consiste, por cierto, en que el hombre mude su actitud y sus tratos para con Dios; consiste más bien en esa relación nueva, novísima, que Dios establece desde ahora con el hombre. Es un suceso, es una positiva intervención divina. No se trata del descubrimiento de una verdad intemporal—la paternidad divina, por ejemplo—; es la revelación de una verdad en un acontecimiento sin precedentes. Jesús no recomienda una ética más elevada, ni enuncia tampoco un principio general tocante a las relaciones que median entre Dios y los humanos; Jesús hace algo más: Jesús viene. Su predicación es, sobre todo, su misma aparición en el mundo. El mensaje suyo acerca de la llegada del reino se contiene mejor y más entero en su misma persona encarnada que en sus más espirituales palabras. Cuando, por fin, me encuentro con alguien que yo amo mucho y a quien he estado largamente esperando, lo que me importa es él, su presencia, mucho más que cuanto pueda decirme; ¿qué me va a decir que no me lo haya dicho ya con su simple venida, si sé que ha venido por amor, y de tan lejos, y venciendo tantas inclemencias, tropiezos y rigores?

No habló Cristo apenas de la vinculación existente entre su persona y el reino. Temía concentrar sobre sí la atención de aquellos judíos que abrigaban una idea tan equivocada acerca de la realeza. Por eso evitó cuidadosamente que lo mirasen como el instaurador de un reino cuyas propiedades andaban tan lejos de sus propios propósitos. No faltan, sin embargo, algunas ocasiones en que habla de tal suerte de sí mismo, con tan manifiestas y encarecidas razones, que quienes «tenían oídos» podían de sobra comprender que el reino era ya una realidad: «Si yo arrojo los demonios por la virtud de Dios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Lc 11,20). El que ve venir al Hijo del hombre contempla la venida del reino (Mt 16,28). Cuando pide a sus seguidores que abandonen todo lo de esta tierra, ¿qué objetivo les propone? Según Marcos, les dice: «por mí y por el evangelio» (Mc 10,29). Según Lucas, en el lugar paralelo: «por el reino de Dios» (Lc 18, 29). La equivalencia no puede ser más contundente.

El advenimiento del reino corresponde a la llegada de Cristo, porque Cristo es el reino. Lo trae El, no como quien trae una noticia, sino como quien abre las manos o se señala el corazón. El dice la verdad porque es la verdad, es médico porque es la medicina, es el juez porque es el juicio. Y llega con El el reino porque El es el reino. Orígenes difundió, para designar verdad tan maravillosa, una palabra intraducible: autobasileia 1.

Con Cristo desciende al mundo el reino de los cielos. Pero en aquel momento preciso 'en que El hablaba, ¿había llegado ya ese reino o tan sólo estaba próximo?

Las palabras de Jesús no son a tal respecto terminantes, no son inequívocas. De ahí que unas lecciones digan: «el reino ha llegado», y otras, en cambio, traduzcan: «el reino se acerca». Marcos añade algunas palabras que favorecen la primera versión: «El tiempo se ha cumplido» (Mc 1,15). ¿Qué pensar de todo ello?

No tiene en sí la cuestión demasiada importancia. Los autores que prefieren considerar ya a esa hora implantado el reino, aducen fácilmente en su favor otros numerosos textos que hablan de él como de una realidad ya presente. El Bautista, en efecto, había marcado el fin de la expectación, el fin de esa etapa preliminar configurada por la ley y los profetas, y a continuación, inmediatamente, comenzaba el estadio del reino (Lc 16,16). «En medio de vosotros» está ya el reino (Lc 17,21), y puede uno extender las manos y recibirlo con simplicidad de corazón (Mc 10,15). Los milagros realizados por el Hijo del hombre, los que dan cumplimiento a las profecías del período mesiánico, acreditan la presencia efectiva del reino (Lc 7,18-23) y hacen dichosos los ojos que contemplan semejantes maravillas, tanto tiempo anheladas (Lc 10,23-24).

Otros comentaristas, por el contrario, gustan de señalar la glorificación de Jesús como fecha exacta del verdadero comienzo. «En verdad os digo que ya no beberé del fruto de la vid hasta aquel día en que lo beba de nuevo en el reino de Dios» (Mc 14,25), confiesa todavía El la víspera de morir.

Digamos que el reino poseía una actualidad radical en la persona de Jesús. Trátase, no obstante, de un reino progresivo, llamado a tener creciente expansión. Las parábolas de la semilla, de la mostaza y de la levadura pintan con buenos colores ese desarrollo. Por otra parte, las restantes parábolas—la de la cizaña, la de la red—que con éstas suelen agruparse para explicar entre todas la esencia y alcance del reino, bien a las

1 Comm. in Mt. 14,7: MG 13,1197.

claras manifiestan que el reino en sentido amplio incluye tanto a justos como a pecadores hasta el día de la suprema selección. Con ello viene apuntada una tercera característica, su aspecto escatológico. Habrá, pues, una última situación, un estado definitivo del reino, con la mesa preparada ya para los elegidos: justamente aquel reino mesiánico que se venía esperando, aquel reino de vino y leche abundantísimos, aquella ventura postrera, aunque con otra consistencia y otra duración.

Estas tres modalidades del reino corresponden a las tres venidas de Jesús que el adviento litúrgico ofrece a la consideración de las almas: la encarnación significó la presencia inicial del reino en esta tierra; las reiteradas visitas de Dios a los corazones describen su crecimiento; y su consumación tendrá lugar cuando Cristo venga de nuevo, como juez, al fin de los siglos.

Ahora bien, estos tres estadios no pueden ser considerados como meramente sucesivos en el tiempo. En Jesús se hallaba ya, como en germen, la totalidad del reino. El crecimiento no «añade» nada a Cristo; por consiguiente, en cierto sentido, tampoco agrega nada al reino. La consumación final no consistirá tanto en colocar una última piedra cuanto en dejar caer del todo los velos. El triunfo será la transparencia.

Pues lo cierto es que el reino en la tierra resulta una cosa opaca. Todavía la «carne» no ha sido transmutada en «gloria». Cada uno de nosotros sigue también idéntico proceso. Es decir, el reino sigue en nuestras almas los mismos pasos de su desarrollo general. «El reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21). Aparte de su significación primordial: «el reino en medio de vosotros»—significación muy paralela a la de aquella frase: «en medio de vosotros está el que no conocéis» (Jn 1,26)—, no podemos a nosotros mismos negarnos el gozo de pensar que el reino lo tenemos metido ya aquí, en el fondo del pecho. Por eso, ir hacia el cielo no es tanto subir cuanto caminar en profundidad. El cielo tendrá lugar cuando se desprendan las escorias y se derrumben las paredes.

Pascal decía, y decía elegantemente: «La felicidad no está dentro ni fuera de nosotros. Está en Dios: dentro y fuera de nosotros».

 

2. «Los pobres son evangelizados» (Lc 11,5)

Jesús predica por vez primera en Nazaret. En Nazaret, «donde se había criado», añade Lucas (Lc 4,16), en una nota al margen muy entrañable. Vuelve Jesús a su pueblo. Los mismos cerros, la misma fuente, los mismos árboles. Aquella casa, la suya, con las mismas tinajas, la misma muesca en el marco de la ventana. ¿Es malo enternecerse un poco viéndose uno niño otra vez, acariciando, sólo por unos momentos, esta piedra o esta tabla?

La misma sinagoga. Agólpanse los recuerdos de tantos sábados, aquí mismo, junto a José el carpintero. Evoca ahora Jesús las mil impresiones recibidas en esta pobre y tan querida aula, que ostenta los mismos desconchados de siempre en los muros. Aquellas impresiones suyas mientras escuchaba, absorto, la lectura de los profetas. De Isaías, por ejemplo. Las palabras sagradas despertaban en El siempre un ansia indecible. Quedábase quieto, como quien escucha algo que sólo a él concierne, soñando, proyectando. ¿Cómo son, de qué forma, de qué color, las ilusiones de Dios? ¿Cómo pueden ser las ilusiones de alguien que lo sabe todo, que está ya al cabo de toda decepción y de toda victoria? Pero no; «Jesús crecía en edad, sabiduría y gracia». Era capaz de admiración y de deseos. «Yo he venido a traer fuego a la tierra, ¿y qué he de querer sino que arda? Tengo que recibir un bautismo, ¡y cómo ardo en deseos de que se cumpla!» (Lc 12,49-50). Los deseos de aquel Jesús niño, de aquel Jesús adolescente...

«Vino a Nazaret, donde se había criado, y, según costumbre, entró el día de sábado en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron un libro del profeta Isaías, y, desenrollándolo, dio con el pasaje donde está escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar el año grato del Señor. Y, enrollando el libro, se lo devolvió al servidor y se sentó. Los ojos de cuantos había en la sinagoga estaban fijos en El. Comenzó a decirles: Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír. Todos le aprobaban, y, maravillados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca, decían: ¿No es éste el hijo de José?» (Lc 4,16-22).

Cristo va a comenzar, ha comenzado ya, a evangelizar, a sanar, a dar luz. No pasarán muchos días, y recibirá del Bautista una embajada para preguntarle acerca de su condición mesiánica: « Eres tú el que ha de venir?» Les contestará aduciendo las obras que lleva ya realizadas: «Los ciegos recobran la vista, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y Ios sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados» (Lc 7,22).

Una y otra vez repetimos mentalmente esta relación de prodigios tan soberanos. La misma forma literaria tiene una sobria, innegable belleza. Hasta que en un momento determinado, un día cualquiera, nos damos cu enta de algo muy peregrino: la proporcionalidad, que con tanta exactitud se da entre las dos partes de cada uno de los miembros, rómpese inesperadamente en el último de ellos. ¿Los pobres son evangelizados? No es ésta ciertamente la correlación natural y previsible. Si los ciegos ven, y los cojos andan, y los sordos oyen, lo lógico sería que los pobres quedasen enriquecidos. ¿No es la riqueza el término correlativo de pobreza, como lo es la visión respecto de la ceguera?

Tropezamos con algo muy misterioso: Cristo, que ha venido a dar vista a los ciegos, no ha venido a dar riqueza a los pobres. «Siempre habrá pobres entre vosotros» (Mt 26,11), afirmará más tarde. No, estáis confundidos; yo no traigo oro ni plata. ¿O sois vosotros también de aquellos judíos que soñaban con un Mesías carnal y con una tierra de diez cosechas anuales?

Miremos despacio nuestro corazón, nuestro vacío, nuestro cofre de ambiciones. ¿No existe también en nuestros días el falso mesianismo de la cuestión social? ¿No ponemos también nosotros en el cristianismo, o en la Iglesia, o en la plegaria, esperanzas que para nada les incumben? Una cosa es la ciudad terrestre, otra cosa es la ciudad celeste. Los pobres son, nada más, evangelizados. Que no esperen otra cosa.

¿Solamente, pues, han de esperar palabras? Veamos. Las consecuencias de esta evangelización son enormes; habrán de afectar necesariamente al dominio del pan, el techo y la vestimenta. Pues los pobres tienen que ser nada menos que evangelizados. Ahora bien, una ciudad humana sin caridad es la antítesis del evangelio; no existe en ella el evangelio. Por consiguiente, si la pobreza, según la promesa de Jesús, no ha de desaparecer de este mundo, la auténtica caridad cristiana deberá tener como objetivo directo y primordial no tanto el repartir la riqueza como el compartir la pobreza; lo cual, por otra parte, contribuirá forzosamente, y de la más rápida y eficaz manera, a mejorar la situación de los pobres.

Cristo no vino a traer semillas que produjesen mil árboles; ni a alumbrar venas de metal precioso, ni a otorgarnos esa alegría por la cual el corazón equivocadamente suspira. El concede una alegría de otra especie—y «la paz, no como la da el mundo» (Jn 14,27)—, una alegría que, lo mismo que su paz, «sobrepuja todo sentido» (F1p 4,7): no sólo porque excede a la que puedan los sentidos desear para sí, sino también, y sobre todo, porque es distinta de aquella que los sentidos son capaces de disfrutar. Nos da también alegría en la medida en que, al asegurarnos que la felicidad no puede ser aquí perfecta, nos disuade de llevar a cabo esos penosos esfuerzos que por alcanzarla vanamente realizamos, y en los cuales, en su consiguiente fracaso y sinsabor, consiste gran parte de nuestra desdicha.

Las riquezas de Cristo no representan valores de adquisición con que poder mercar las realidades y dulzuras de este mundo. Tales riquezas están al otro lado de la vida y, aquí abajo, al otro lado de aquella raya donde termina lo natural, lo terrestre, y empieza lo divino y sobrenatural. La esperanza de un paraíso en la tierra y esa dialéctica de inanes trabajos que tal esperanza suscita distraen nuestras almas de lo único importante, del unum necessarium. Muy lúcidamente escribió Simone Weil: «No es la religión, sino la revolución, el opio del pueblo». A menudo las esperanzas humanas, con sus imaginarias construcciones, llenan falsamente el espíritu, que tenía que estar disponible para el Señor, y lo ponen en camino hacia esta o aquella nadería, siempre a ras de tierra, sin permitirle nunca despegar el vuelo.

Los ciegos vieron, los leprosos quedaron limpios y lopobres fueron evangelizados. Notemos cómo la inmensa mayoría de los que rodearon a Jesús y le siguieron formaban parte de esa clase inferior y débil, desposeída no sólo de bienes de fortuna, sino también de otros bienes espirituales que el mundo aprecia, bienes que la misma religión, cuando se vicia, suele situar en rango muy preferente. Quienes acompañaron a Cristo pertenecieron, por lo regular, al número de aquellos que después llamaríanse am-ha-arez, ignorantes de la ley, acerca de los cuales decía rabí Jonatán que «si con un cuchillo les abres por la mitad, como a un pescado, no contraes pecado alguno».

Hubo entre el Maestro de Nazaret y los hombres acaudalados de su país una innegable distancia, no se sabe qué secreta repulsión. Los amaba también, qué duda cabe, pero solamente los amaba porque veía en ellos la posibilidad de que algún día llegaran a ser pobres. Bossuet afirma que únicamente los pobres son los ciudadanos natos del reino, y que a los ricos sólo la renuncia a su fortuna y el servicio a los pobres puede otorgarles carta de ciudadanía. De continuo andaba Jesús entre pobres: no por modestia, no por abnegación, no por ejemplaridad, sino sencilla y llanamente porque los prefería.

Siempre será para nosotros un enigma aquel mancebo rico, tan recto, tan intachable, pero tan rico, que no se atrevió a abandonar su hacienda para seguir a Cristo. Contrasta su tristeza de después—«se marchó triste, porque tenía muchos bienes» (Mt 19,22)—con el gozo de aquel otro muchacho que Jesús describió como pródigo, un joven también de cuantiosa herencia, pero pronto dilapidada entre meretrices; cuando se vio sumido en la más extrema necesidad, regresó a los brazos de su padre, y su gozo y el gozo del padre, nadie sabrá contarlos. ¿Veis qué extraño e inefable es todo? He aquí que Dios permite, sin hacer nada especial por cautivarlo, que de El se aleje triste un corazón puro, pero satisfecho, y extiende, en cambio, con ardor sus brazos para atraer a un hombre hambriento, aunque corrompido.

 

3. «Hoy se ha cumplido esta escritura» (Lc 4,21)

En cierto capitel de Vezelay se halla esculpida una graciosa y muy elocuente escena. Es un molino. Un hombre está echando grano en un agujero, y, en el otro extremo, otro hombre recoge la harina. Estos hombres son Moisés y Pablo. Moisés, con un saco a la espalda, va metiendo, para ser molido, el trigo bruto de la vieja Ley, y luego Pablo llena su costal con flor de harina, que es la gracia del Nuevo Testamento. He aquí, admirablemente representadas, tanto la continuidad entre la antigua y la nueva alianza como la superioridad de ésta sobre aquélla.

En su primer sermón de Nazaret ya vimos cómo Jesús, después de leer el texto mesiánico de Isaías, añadió: «Hoy se ha cumplido esta escritura ante vuestros ojos». Y todos quedaron admirados de su palabra.

La admiración que poco después despertó en otra sinagoga, en la de Cafarnaúm, debió de tener parecidos acentos. Marcos, más explícito, nos ha transmitido así la sorpresa del auditorio: «¿Qué es esto? Una nueva doctrina predicada con autoridad» (Mc 1,27). Recordad cómo, en la Biblia, la palabra nueva suele tener alcance escatológico y mesiánico: precepto nuevo (Jn 13,34), alianza nueva (2 Cor 3,6), vino nuevo (Mc 2,22).

Esta novedad, sin embargo, no significa algo abrupto, algo por completo inexistente en los tiempos anteriores, sino más bien un estado o situación nueva, una modificación de lo que antes se encontraba oculto y en germen. San Ireneo lo explica: Cristo «trajo una novedad absoluta al dar en su persona lo que había sido ya anunciado» 2. O como resume espléndidamente el axioma: «En el Nuevo está patente lo que en el Viejo está latente». Jesús es el ecce.

«Hoy se ha cumplido esta escritura». Todas las Escrituras habían trazado el camino que Cristo debía recorrer (Lc 22,37), todas eran proféticas. Los profetas habían descrito este día y deseado verlo (Lc 10,24). Los discípulos reconocerán en Cristo al que tantas veces y de tantas formas fue predicho y anunciado (Jn 1,41-45). Será ésta después su más honda certidumbre, la que pondrá en movimiento su vida. A los romanos ha de demostrarles Pablo que la Buena Nueva, siglos atrás prometida, se cumplió ya en Jesucristo (Rom z.,2); y cuando tenga que defenderse de las amenazas del rey Agripa, argüirá simplemente diciendo que él nada trastorna, puesto que se limita a predicar lo que ya predicaron los profetas (Act 26,2). Por eso Moisés, en el último día, acusará sin piedad a cuantos

2 Adv. haer. 4,34: MG 7,1083.

judíos se negaron a creer en Cristo: al no creer en éste, tampoco a él mismo prestaron fe (Jn 5,45-47). No aceptar a Cristo significa rechazar de plano a los profetas (Lc 24,25-32).

El día en que los apóstoles pregonen a los cuatro vientos la resurrección de Jesús han de apoyar principalmente su argumentación en los oráculos sagrados. Las apariciones son, desde luego, el hecho determinante de la fe que confiesan, pero a ellos les parece que el testimonio de los sentidos necesita ser confirmado por la palabra profética. «Resucitó según las Escrituras» (1 Cor 15,4). La esencia del mensaje la expresan así: «Os anunciamos el cumplimiento de la promesa hecha a nuestros padres» (Act 13,32). En su sermón de Pentecostés afirma Pedro que «Dios, rotas las ataduras de la muerte, le resucitó, pues no era posible que quedara dominado por ella» (Act 2,24). ¿Y por qué no era posible esto? Sencillamente porque Dios no puede desdecirse, no puede anular el testimonio de David.

Todo cuanto ha precedido a Jesucristo posee una clara y derecha orientación hacia El. ¿Qué otra cosa es el sábado más que la víspera del domingo? Pues así también, tras el sábado judío, llega el domingo cristiano. La alianza del Sinaí prefiguraba este reino que el Mesías inaugura ya. «Conocerán entonces que yo, Yahvé, soy su Dios, y que ellos, la casa de Israel, son mi pueblo» (Ez 34,30). Negar a Jesús es repudiar a Yahvé. Todas las cosas pertenecientes al antiguo pacto «sucedieron en figura» (1 Cor ro, 1), fueron «sombra del porvenir, cuya realidad es Cristo» (Col 2,17).

No fueron, ciertamente, puro símbolo aquellas cosas. Tenían sustancia histórica, ocurrieron de verdad. «No quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, que todos atravesaron el mar, y todos siguieron a Moisés bajo la nube y por el mar» (1 Cor 10,1-2). Aquellas cosas tenían entidad y bulto—por eso no deben «descarnarse», como tampoco Cristo perdió su carne al resucitar—, pero, vistas después, se hacen transparentes y dejan contemplar la «gloria» del Deseado, esa gloria que el ropaje de la carne sofocaba. Eran, pues, como simiente que crecía. «Siempre en las Escrituras se halla sembrado el Hijo de Dios» 3. San Bernardo, más minuciosamente, habla de la «semilla» entregada a los pa-

3 SAN IRENEO, Adv. haer. 4,10: MG 7, I000.

triarcas y de las varias «flores» de los profetas, que «fructificaron» en Jesús 4. La realidad de aquellos acontecimientos es innegable, mas tendía y se enderezaba a un fruto. El fruto ha venido a explicar todo el anterior proceso, toda esa economía progresiva de las intervenciones de Yahvé. El advenimiento de Jesús, como decía primorosamente Orígenes, «hace blanquear los campos de la Escritura para la siega» 5.

Los signos desembocan en aquello que significaban; los deseos encuentran su cumplimiento y descanso. El saludo inmemorial, y tan hermoso, de los hebreos: ¡Paz!, era nada más un deseo, aunque fundado en esperanza. Porque Yahvé había dicho: «Yo soy el que concede la promesa: Paz, paz, al que está lejos y al que está cerca» (Is 57,19). Los israelitas tenían pintado su reino mesiánico como una situación de paz perfecta, cuando «el lobo habite con el cordero y el leopardo se acueste con el cabrito» (Is 11,6). Suspiraban por la llegada del que «anuncia la paz a las naciones» (Zac 9,10; Is 2,2), por aquel cuyo mote y nombre más propio es «Príncipe de la paz» (Is 9,5). Gedeón edificó un templo y le llamó así: «El Señor es paz» (Jue 6,24). Este templo, sin embargo, era nada más un ensayo, un tosco dibujo. Representaba, con mucho tiempo de antelación, al cuerpo de Jesús. ¿No escribió Pablo: «El es nuestra paz»? (Ef 2,14). Los hebreos antiguos usaban la expresión de paz como saludo. Pero tratábase solamente de un deseo. La salutación preferida de Cristo será la misma, será idéntica, mas llevará consigo la concesión efectiva de la paz: «La paz sea con vosotros. Mi paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 20,19; 14,27)•

Todas las Escrituras antiguas adquieren su exacto sentido una vez leído el evangelio. En ellas, puede decirse, estaban escritas nada más las letras consonantes, como sucedía con el nombre inefable de Yahvé; pues bien, Cristo ha traído las vocales, la plena significación, la luz del mediodía. El evangelio viene a ser como la exégesis viva de .todas aquellas páginas. Sólo mediante su pauta se pueden entender. De otra forma, conviértense en un libro enigmático, sellado. Y únicamente

4 Super Missus est 1,3: ML 183,57-58.
5
Comm. in Io. 13,36: MG 14,481.

Jesús puede romper tales sellos. «Entonces El les abrió el espíritu a la inteligencia de las Escrituras» (Lc 24,45).

Los judíos que se niegan a aceptar el evangelio permanecen ciegos, y tienen en las manos un tesoro inservible, un estuche sin llave. «Sus entendimientos estaban velados, y lo están hoy por el mismo velo que continúa sobre la lectura de la alianza antigua, sin percibir que sólo por Cristo ha sido removido» (2 Cor 3,14). Es conmovedor a este respecto el diálogo que mantuvo el apóstol Felipe con un eunuco etíope, ministro de Candaces. Este se hallaba enfrascado en la lectura de •Isaías. «¿Entiendes por ventura lo que lees?», le preguntó Felipe. « Cómo voy a entenderlo si alguien no me guía?» Entonces, «comenzando por esta escritura, le anunció a Jesús» (Act 8,27-35).

San Gregorio dice, gentilmente, que «el arco es el Antiguo Testamento, y la cuerda, el Nuevo» 6. Sólo la fe en el evangelio despierta las armonías que duermen en los viejos libros. Ocurre que en el Nuevo Testamento tropezamos a cada paso con citas explícitas del Antiguo, al revés de lo que sucede en éste, en el cual sólo rarísima vez, y nunca de manera tan expresa, el hagiógrafo alude a obras anteriores. Tan verdad es esto, que puede parecerle a alguien el evangelio como un texto de comentarios a los libros que integran la antigua serie.

Jesús actúa en su vida como al dictado, como adaptándose a la letra de una rara biografía que hubiese sido escrita para El antes de que naciera. «Ha de cumplirse en mí esta Escritura» (Lc 22,37). « ENo era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria?», les pregunta a los dos discípulos de Emaús (Lc 24,26). Poco después dirá lo mismo a todo el colegio apostólico: «Tenían que cumplirse todas las cosas escritas en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí» (Lc 24,44). Frecuentemente, a sus acciones y avatares acompaña esta nota del evangelista: «Según de El está escrito». Sobre todo Mateo, que escribió fundamentalmente para lectores hebreos, repite una y otra vez: «Para que se cumpliese lo que fue dicho por el profeta» (2,15.17.23; 4,14; 12,17; 13,35; 21,4; 26,56; 27,9).

No penséis, sin embargo, que la vida de Cristo es como una estatua tallada según el diseño que de El trazaron los pro-

6 Moral. 19,55: ML 76,134.

fetas. El no mira nada, no copia a nadie. El no obedece a los profetas ni a Moisés. Fueron éstos quienes de antemano, en sus descripciones, se sujetaron a lo que realmente había de ser la existencia de Cristo. Moisés escribió ya acerca de El (Jn 5,46); «Abraham, vuestro padre, se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró» (Jn 8,56). Si a un niño le mostrasen, por maravilla, una fotografía suya de mayor, no habría de ir componiendo su figura con arreglo al documento; sería más bien éste el que tenía que concertar con la realidad. En una vidriera de Chartres, cuatro ancianos llevan sobre sus hombros a cuatro mancebos: los cuatro profetas mayores sostienen a los cuatro evangelistas; pero no son éstos quienes necesitan apoyo; ellos son los señores y dominadores.

La inmensa galería de personajes del Antiguo Testamento se alinea al resplandor de los tiempos nuevos, y muestra cada uno de ellos en su mano un boceto, un rasgo descriptivo de Aquel que todos anunciaron y cuyo día ansiaron contemplar. Adán, padre de todos, señala a Cristo, padre de la nueva humanidad. Alégrase Abel con la vista del primer Mártir. Abraham lleva el báculo de las grandes peregrinaciones, el que cedió a Jesús para su retorno al Padre. Melquisedec sostiene el pan y el vino eucarísticos. Isaac, el haz de leña, del cual había de fabricarse la cruz. Jacob y Raquel, coyunda de Cristo y la Iglesia, y Lía muy detrás, representación de la Sinagoga. Junto a Jacob también, ángeles que bajan y suben, evangelistas que hablan de Dios y del Hombre. José, el que fue vendido, cuenta y vuelve a contar treinta monedas de plata. Observad a Moisés, abriéndose con la vara su propio costado. Sansón, que muere venciendo. Barac y su indispensable Dévora, que reproduce los finos rasgos de María de Nazaret. Noé, con una pequeña arca rematada, como si fuese una capilla, por una minúscula cruz. Jonás y la ballena. Eliseo, sin el bastón inútil, que era la Ley, sino con la virtud única de su propia carne. Josué, a orillas del Jordán, con doce hombres para dividir su herencia, junto a Rahab, la cortesana, al pie de las murallas de Jericó, derribadas por el poder de la palabra. Josué y su letrero con la equivalencia Josué-Jesús.

Todos los hombres del Antiguo Testamento honran con sus insignias al Salvador, que será fuerte como Sansón, sagaz como Gedeón, paciente como David, sabio igual que Salomón. Cristo es el maná, Cristo es la alianza, Cristo es el taumaturgo, Cristo es la nube, Cristo es el cordero pascual, Cristo es el templo, Cristo es la roca. «Todos comieron el mismo pan espiritual y todos bebieron la misma bebida, pues bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo» (1 Cor 10,3-4). El mismo Jesús se aplica a sí las viejas figuras: el templo (Jn 2,19), el maná (6,32), la roca (7,38), la serpiente de metal (3,14). Cristo es la hostia, que da cumplimiento a todas las hostias legales. Cristo es el sacerdote, que concentra en sí el triple ministerio, sacerdotal, regio y profético. «Escudriñad las Escrituras: ellas son las que dan testimonio de mí» (Jn 5,39).

En Jesucristo convergen todas aquellas acciones salvíficas . de Yahvé que anunciaban la salvación definitiva—la creación primera, la elección de Abraham, la alianza con Moisés, el éxodo, la presencia divina en el tabernáculo y en el templo—; convergen igualmente todos los personajes que en tales episodios han intervenido. Jesús reúne en su pecho, como segura diana, cuantas profecías atañen a la obra de Dios y no menos aquellas otras que conciernen al Mesías o instrumento de dicha obra, porque El es a la vez el Dios que consuma la acción, el instrumento humano del que Dios se vale para esa acción y el primer elegido en quien la acción tiene efecto y resplandece.

En Cristo toda la economía anterior logró perfecto y cabal cumplimiento: no sólo los símbolos, sino los hombres. Y no sólo los hombres en cuanto símbolos, sino también en cuanto hombres. Cuando murió Jesús, bajó de prisa a los infiernos a libertar a quienes la muerte tenía encadenados. Eran los «Padres». Entonces todos ellos, seducidos por la gloria del Redentor, marcharon hacia El, encontraron en El su razón y su argumento, y así todo el pueblo antiguo fue anexionado a la carne de Jesús.

«La Ley estaba preñada de Cristo», dice vigorosamente San Agustín 7. Por eso es tan santa para nosotros. Por eso la ponemos en lugar eminente, y la incensamos, y la manejamos de noche y de día.

7 Serm. 196,1: ML 39,2111.