CAPÍTULO XI

CONVERSACIÓN CON UNA SAMARITANA

 

1. Junto al pozo de Jacob

Cuando Jesús regresó de Judea a Galilea, ocurrió un hecho que Juan ha conservado cuidadosamente. Nos referimos la la plática que sostuvo el Maestro con cierta mujer samaritana.

Entre Judea y Galilea hállase Samaria, región de geografía intermedia, ni tan áspera como Judea ni tan riente y dulce como las márgenes de Genesaret. Desde el punto de vista religioso, los samaritanos eran mirados por los judíos con notorio desdén y, tras la ruptura de Manasés, fueron tenidos generalmente como cismáticos y segregados. Manasés, sacerdote expulsado de la jerarquía de Jerusalén, había erigido un altar en el monte Garizim como réplica contra el altar tradicional del monte Sión. Recordad también cuán fuerte y numeroso se había hecho el elemento gentil entre aquellos samaritanos, muchos de los cuales eran descendientes de colonos afincados allí desde el tiempo de las conquistas asirias. Constituía, pues, este país una zona muy permeable a toda suerte de infiltraciones orientales y griegas, espacio abierto sumamente apto para plasmar un cierto sincretismo que algún día acabaría entregándose a la gnosis. Los Hechos de los Apóstoles mencionan a un típico representante de .esta facción, llamado Simón el Mago. Algunos comentaristas han querido ver, en los cinco maridos de la mujer que habló con Jesús, una imagen de aquellos cinco dioses importados de Mesopotamia que los samaritanos habían adorado y hecho suyos. Debemos evitar, con todo, que la visión alegórica gane terreno y acabe convirtiendo a esta muchacha en un mero símbolo desposeído de realidad.

Nada preciso sabemos acerca de ella, pero esas dos únicas notas que conservamos constituyen, en el episodio que nos ocupa, otros tantos motivos de sorpresa. Era samaritana y era mujer. La sorpresa surge inevitablemente al ver que un judío habla con una persona samaritana, al ver que un Rabí dirige la palabra a una mujer. «Llegó a una ciudad de Samaria llamada Sicar, próxima a la heredad que dio Jacob a José, su hijo, donde estaba la fuente de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se sentó sin más junto a la fuente; era como la hora sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: Dame de beber; pues los discípulos habían ido a la ciudad a comprar provisiones. Dícele la mujer samaritana: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, mujer samaritana? Porque no se tratan judíos y samaritanos» (Jn 4,5-9).

No era menor el otro motivo de asombro, y el evangelio así lo registra: «En esto llegaron sus discípulos y se admiraban de que hablase con una mujer» (Jn 4,27).

Cristo va a conceder a las mujeres, de ahora en adelante, un interés nada común. Va a dar acceso al recinto de su mayor intimida mujeres como María de Magdala, María de Betania y su hermana Marta. En sus correrías le acompañarán de manera habitual mujeres: «Le acompañaban los doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades. María llamada Magdalena, de la cual habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes, y Susana, y otras varias que le servían de sus bienes» (Lc 8,1-3). Lucas es precisamente el evangelista que con mayor frecuencia subraya la presencia de la mujer en la vida de Jesús: él es el único que habla de Ana la profetisa (2,36-38), de la viuda de Naím (7,1 I SS), de la pecadora sin nombre(7,37ss), de la mujer que prorrumpe en alabanzas a la madre del Señor (11,27-28), de aquellas otras que lloraban en la Vía Dolorosa cuando Jesús era conducido al suplicio (23,27ss). Bien es verdad que los otros evangelistas, aunque más parcos, tampoco dejan de señalar la parte tan activa que las mujeres tuvieron en la vida del Maestro. Durante su pasión y muerte, cuando ningún hombre, excepto Juan, se atrevía a mostrar su adhesión, «había allí, mirándole desde lejos, muchas mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle, entre ellas María Magdalena, y María la madre de Santiago y José, y la madre de los hijos del Zebedeo» (Mt 27,55-56). Después de muerto, son ellas quienes van a ocuparse del cadáver (Mc 16,1). Y son ellas las primeras que tienen noticia de la resurrección (Mt 28,5-6). Una mujer, María de Magdala, es preferida a todos los hombres para que reciba las primicias del gran acontecimiento, y es a ella—apóstol de los apóstoles, mensajera de la «buena nueva» ante los mismos evangelistas—a quien Jesús confía el encargo de divulgar tan grave suceso (Jn 20,17). No faltan tampoco mujeres en la expectación de Pentecostés:«Todos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la madre de Jesús, y con los hermanos de éste» (Act 1,14). La primera crónica de la historia de la Iglesia, los Hechos de los Apóstoles, citará muchos nombres femeninos, almas esforzadas que asiduamente colaboraron en los quehaceres apostólicos.

El cristianismo ha de recoger con esmero esta preciosa herencia de Jesús en favor de la mujer, tan universalmente vilipendiada en su tiempo—animal impudens—y por El elevada, con idénticos derechos que el hombre, a ese reino del espíritu donde «ya no hay varón ni hembra» (Gál 3,28).

Está Jesús sentado junto al brocal de un pozo. Se halla «fatigado». He aquí un adjetivo al parecer sin mayor trascendencia, que fácilmente podía haberse omitido en el relato. Existen otros calificativos más importantes, más sonoros, más elocuentes: Cristo majestuoso, amante, compasivo, poderoso, airado, muerto, salvador, resucitado, redentor. Pero este Cristo «cansado» nos conmueve extrañamente. Hubiera sido gran desdicha que semejante adjetivo, tan modesto, tenue y cotidiano, se hubiese perdido. Nos parece, en efecto, que con él conservamos una reliquia pequeñita, un trozo de fotografía o un apunte al margen de un libro muy usado, un recuerdo de alguien a quien quisimos mucho y que, por su insignificancia, no mostraríamos a nadie.

Jesús, que está fatigado, pide de beber a una mujer que por allí se arrima a sacar agua. Nos viene ahora a la memoria aquella versión que la Vulgata hizo del salmo 15,2: «Tú eres mi Dios y no necesitas de mis bienes». Aquella versión fue enmendada, y ahora leemos: «Tú eres mi Señor y no hay para mí dicha alguna fuera de ti». Nos imaginamos al mismo Jesús—cansado, sediento—corrigiendo ya de antemano, cabe el pozo de Jacob, la antigua traducción.

Pide Cristo de beber a la mujer samaritana, y ésta contesta recordando con énfasis la vieja hostilidad entre samaritanos y judíos. «Respondió Jesús y dijo: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le pedirías a El y El te daría a ti agua viva. Ella le dijo: Señor, no tienes con qué sacar el agua y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, te viene esa agua viva? ¿Acaso eres tú más grande que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebió él mismo, sus hijos y sus rebaños? Respondió Jesús y le dijo: Quien bebe de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna. Díjole la mujer: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacarla» (Jn 4,10-15).

El Cristo que pide de beber es el Cristo que en la cruz va a gemir: «Tengo sed» (Jn 19,28). Es el mismo, y es también la misma agua la que suplica. Suplica, ruega, mendiga—no reclama, no exige, no fuerza—el corazón de una samaritana, el corazón de los hombres todos. A cambio, El ofrece otra agua¿No es éste el trueque de siempre, el «admirable comercio»? Nos pide el agua para transformarla en vino. Suplica a Santa María que le permita ser hijo suyo para hacerla a ella Madre del Creador. Nos pide nuestra naturaleza humana para darnos, en devolución, su naturaleza divina.

Pero nosotros no entendemos. Nosotros hablamos de agua material, como la samaritana. Nosotros tratamos del pan que sacia por unas horas, como la turba que escuchó su discurso sobre el Pan vivo (Jn 6,27). Jesús habla de otro pan, de otra agua. No nos entendemos.

No queremos entenderle. Preferimos seguir sembrando y cosechando nuestro pan. Preferimos el agua sin virtudes, terrena y corrompida. El Señor se queja: «Dos pecados ha cometido mi pueblo: dejarme a mí, fuente de aguas vivas, y cavarse cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua» (Jer 2,13).

Preferimos esta agua, estas cosas, esta ternura o vanidad. Pero sucede que las cosas nos huyen, se nos escapan como agua entre las manos, o nuestra misma mano se cansa de poseer, porque las cosas pierden su brillo cuando son adquiridas y el corazón revela pronto su vaciedad en el momento en que otro corazón lo invade. Las cisternas están rotas. Dios, por eso, no necesita venir desde el exterior y encadenarnos con grilletes para hacernos propiedad suya, posesión suya. El nos espera adentro, callado, en el fondo siempre sediento del alma, en ese rincón agrietado que el amor de cinco maridos no ha sabido colmar.

Cristo nos ofrece un agua que salta hasta la vida eterna. Su fuerza ascensional guarda la proporción de su descenso. Sube hasta Dios porque baja de Dios. Y esta agua abre uná fuente en nosotros; el amor corre incesante, hácese inmortal e invencible. No se puede guardar este amor en el pecho, es un amor que hace amar. Y a medida que amamos más, tenemos más amor.

«El le dijo: Vete, llama a tu marido y ven acá. Respondió la mujer y le dijo: No tengo marido. Díjole Jesús: Bien dices: No tengo marido; porque cinco tuviste y el que ahora tienes no es tu marido; en esto has dicho verdad. Díjole la mujer: Señor, veo que eres profeta» (Jn 4,16-19).

Muchas veces las muchedumbres le adjudicarán este título (Mt 21,11; Lc 7,16; Jn 7,40; 9,17). «Jesús Nazareno, varón profeta, poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo», explican los discípulos de Emaús (Lc 24,19). Tras la multiplicación de los panes, el clamor es general: «Verdaderamente éste es el profeta que ha de venir al mundo» (Jn 6,14). Y nunca ha de rechazar Jesús este título; al contrario, lo usa en varias ocasiones para calificarse a sí mismo. Después de la decepción que sufrió en Nazaret, exclama: «Sólo en su patria y en su casa es menospreciado el profeta» (Mt 13,57). «No puede ser que un profeta muera fuera de Jerusalén», contesta cuando le advierten de los propósitos criminales que Herodes abriga (Lc 13,33).

En su célebre sermón del templo, Pedro presentará a Jesús como el gran profeta anunciado por Moisés, el profeta del cual hablaron todos los profetas anteriores (Act 3,22-24). He aquí un punto del mayor interés: Cristo no es sólo un profeta, sino el objeto de todas las profecías. El mismo, con abundancia de textos oportunos, vino a demostrarlo ante los peregrinos de Emaús: «Comenzando por Moisés y por todos los profetas, les fue declarando cuanto a El se refería a lo largo de las Escrituras» (Lc 24,27). Los profetas de Israel habían ciertamente prefigurado con su actividad al gran profeta que es Jesús de Nazaret; pero esto es poco: lo habían además anunciado, orientando todos ellos sus vaticinios a esta hora que ardientemente desearon contemplar. Sería, en efecto, hurtar la mejor parte si, cuando alabamos a Cristo como profeta, pensáramos nada más en ,el hecho indudable de sus varias predicciones, que luego fueron puntualmente confirmadas. Sería cosa bien insuficiente y mezquina. Jesús es, sobre todo, el Profeta, en cuanto que es el testigo único de las profundidades de Dios y es, por eso, el único que habla de lo que sus ojos han visto (Jn 3, II; 5,19).

La mujer siguió diciendo: «Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay que adorar. Jesús le dijo: Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis, nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salud viene de los judíos; pero ya llega la hora, y es ésta, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad. Díjole la mujer: Yo sé que el Mesías, el que se llama Cristo, está para venir, y que, cuando venga, nos hará saber todas las cosas. Díjole Jesús: Soy yo, el que contigo habla» (Jn 4,20-26).

Proclama Cristo aquí la esencia de la pura adoración a Dios: «en espíritu y verdad». ¿Significan acaso estas dos palabras que nuestro culto ha de ser espiritual y sincero?

El culto espiritual sería lo opuesto al culto oficial, que, tal como se venía practicando en Jerusalén, reducido casi a meras ceremonias mecánicas, había muchas razones para desestimar. Pero no es ése el sentido de la expresión que Jesús usa. Sabed que el culto exterior deberá permanecer siempre, y bien organizado y rubricado. La adoración «en espíritu» no puede prescindir de su exterioridad visible. Constituiría una grave amputación entender la frase de Cristo como un menosprecio de lo exterior y corporal. Daríase además la paradoja de que así, al recusar todo ejercicio externo, se trocaba la adoración en idolatría, en la más funesta de las idolatrías: llegaría, en efecto, el «espíritu» humano—espíritu en contraposición a materia—a adorarse a sí mismo, injustamente envanecido en la medida en que él se obstina en despreciar la materia.

Ese «espíritu» del cual habla el Maestro no es otro que el Espíritu increado, su propio Espíritu: «el Espíritu de su Hijo que clama en nosotros: Abba!, ¡Padre!» (Gál 4,6; Rom 8,15). «El mismo Espíritu llega en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; es el mismo Espíritu quien aboga por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8,26).

La palabra verdad viene regida por la misma preposición que afecta a espíritu. Significa, pues, «verdaderamente», «de verdad». Nada tiene que ver con una pretendida sinceridad humana. Porque ¿quién sabría decir cuándo adora de verdad? ¿Tan seguro está de que aquello que adora es Dios? ¿No será tal vez una porción o proyección de su alma, que él mismo previamente ha divinizado? ¿Y no significaría entonces tal «verdad» una orgullosa presunción de verdad? Los adoradores «verdaderos» son tan sólo aquellos que hacen dimanar su adoración del único principio de adoración verdadero: del Espíritu.

 

2. «Ni en este monte ni en Jerusalén» (Jn 4,2!)

Semejante adoración «en espíritu y verdad», ¿dónde deberá realizarse?

Jesús ha dicho que «ni en este monte ni en Jerusalén». Con tales palabras zanja la cuestión acerca del culto futuro, mas no por eso se desinteresa del problema que ha dado origen a esa rivalidad entre samaritanos y judíos. Taxativamente afirma la gran diferencia: los judíos saben lo que veneran, los samaritanos lo ignoran. Con la misma claridad asegura que «la salvación vendrá de los judíos». ¿Cómo? Retengamos por ahora este dato: Jesús ha hablado como judío, sintiéndose miembro de su raza: «nosotros adoramos lo que conocemos».

Ni en Garizim ni en Jerusalén. O sea, terminaron ya el culto impío y el culto provisional. O, si preferís, en esos términos de Jesús podéis reconocer como una sentencia de condenación contra quienes se han desgajado de la verdadera religión y contra aquellos que la han adulterado y prostituido, sentencia que, como sabéis, recibirá adecuado cumplimiento cuando Roma, con gran aparato bélico, asuele por igual ambos lugares de culto, los cuales para ese momento habrán quedado ya invalidados como tales.

No dice Jesús que sea indiferente adorar a Dios en un sitio o en otro, como tampoco, según hemos visto, propugna un culto meramente «espiritual y sincero». Sus palabras tienen una significación mucho más profunda, porque sobrepasan el nivel de la religiosidad natural. Cuando habla de la adoración «en espíritu», se refiere a aquella que su Espíritu suscita en las almas. Y cuando niega a Jerusalén y a Garizim sus prerrogativas de lugares santos, es porque está señalando ya su propio cuerpo como único templo acepto a Dios.

En los primeros tiempos de Israel no existió ningún santuario ni lugar alguno especialmente apto para el culto. Los patriarcas ofrecían sus sacrificios donde las necesidades del pastoreo lo recomendaban o allí donde lo exigían las etapas de su itinerario. Con Moisés las cosas cambiaron. Existía ya el arca de la alianza, objeto santo palpable y mensurable, que reclamaba una tienda muy singular, el «tabernáculo de la reunión».

Yahvé entonces se vincula especialmente a unos determinados metros de tierra; su presencia allí va a ser particular. Comienza una modalidad distinta. De sobra sabemos que El llena todos los espacios y que todos los espacios no llegan, sumados y multiplicados, a constituir siquiera un fleco de su manto. «Así dice Yahvé: El cielo es mi trono, y la tierra el escabel de mis pies. ¿Qué casa podríais edificarme? ¿En qué lugar moraría yo?» (Is 66,1). Pero El es libre de poner su mano aquí y no allí, aquí precisamente y no en aquella otra colina; y dice: «Quiero habitar en medio de los israelitas» (Ex 29,45). Sin embargo, un día querrá demostrar al pueblo elegido que tal iniciativa suya no significa una reducción de su poder o una dejación de sus derechos. Para prevenirles del error de considerar que tienen asegurado y como cautivo a su Dios, ligado para siempre a una cosa material, permitirá que los enemigos se apoderen del arca. El arca, en efecto, no es ningún talismán.

Cuando Israel entra en la Tierra Prometida y queda ya configurado como nación, se dedicará en seguida a levantar un templo para adorar en él a Yahvé. Este aprueba y bendice los proyectos, los trabajos, las ilusiones, la alegría que coronará su terminación. El templo será desde entonces el sitio donde obligadamente habrán de converger todos los acontecimientos del país. Nada sin él resulta concebible. Jerusalén será la ciudad de Israel porque es la ciudad del templo. Vivir alejado de ella pone el corazón en trance de muerte. El libro de los Salmos recoge de manera conmovida esta congoja, así como el gozo impar que todo hebreo experimenta al acercarse de nuevo a las santas murallas. No obstante, los profetas habrán de corregir a menudo, enérgicamente, el fácil descarrío del corazón, que juzga suficiente este honor del templo. Será necesaria la vuelta a lo esencial. Dice Yahvé: «Yo odio y aborrezco vuestras solemnidades y no me complazco en vuestras congregaciones. Si me ofrecéis holocaustos y me presentáis vuestros dones, no los recibiré ni pondré mis ojos en los sacrificios de vuestras víctimas cebadas; aleja de mí el ruido de tus cantos, que no escucharé el sonar de tus cítaras» (Am 5,21-23). La destrucción del templo constituirá una clara y tremenda señal del desagrado divino.

Yahvé sigue, sobre todo, repitiendo a sus elegidos que El permanece libre e inmenso. ¿No significaba acaso la trascendencia indomable de Dios aquel sancta sanctorum donde nadie podía penetrar, aquella oscuridad, aquel perfecto silencio?

Aquel vacío sagrado, ¿no significaba asimismo que aún no había bajado el Unico que podía llenarlo?

¿Qué pensó Cristo del templo?

Vimos ya con qué magnífica cólera expulsó de él a los profanadores. Vimos cómo, recién nacido, fue llevado allí para la ceremonia de la presentación. Durante su vida pública subirá cada año a Jerusalén para la Pascua y será el templo el lugar habitual de sus predicaciones. El mayor elogio que de él hizo fue llamarlo «la casa de mi Padre» (Jn 2,16).

Sin embargo, comenzará pronto a corregir la mentalidad de los judíos, los cuales consideraban el templo como lugar máximo y definitivo de Yahvé. «Yo os digo que lo que aquí hay es más grande que el templo» (Mt 12,6). ¿Qué es eso mayor que el santuario, hacia lo cual Jesús invita a dirigir la mirada y el corazón? «Destruid este templo, en tres días lo reedificaré». El enigma continúa. ¿A qué templo se refiere? Juan precisará después: «Se refería al templo de su propio cuerpo» (Jn 2,21).

He aquí la frase capital, he aquí la clave de la nueva adoración, el centro de la nueva liturgia; he aquí, por fin, satisfecha la curiosidad de la samaritana; he aquí el logro feliz de las aspiraciones de Israel y de todo corazón que anhela un sitio concreto hacia el cual gravitar; he aquí la realización de la vieja promesa de Yahvé: «Viviré en medio de vosotros» (Lev 27,12).

Juan da forma cabal al cumplimiento de esta promesa: Dios, el Verbo encarnado, «ha habitado entre nosotros» (Jn 1,14). La palabra que él emplea está grávida de reminiscencias: ha plantado su tienda entre nosotros. Pablo subraya: «En Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9).

¿Qué vale ya el edificio de piedras que se alza sobre el monte Sión? Cuando muera Cristo, el velo sagrado se rasgará: ~ra ya inservible. Del costado del verdadero templo manaba ya el torrente que iba a fecundar el desierto (Ez 47).

El templo es el punto de reunión donde entran en contacto el hombre y Dios. En el templo ofrece el hombre su sacrificio, y Dios comunica su voluntad. Cristo es este templo donde ambos oficios confluyen de manera perfecta: en El únicamente tienen buen perfume las alabanzas y sacrificios humanos, y sólo en el Verbo nos es revelada la palabra del Señor.

Cristo es el templo. Y por Cristo pasa a ser templo también «su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,18).

A Simón, príncipe de los apóstoles, impuso Jesús el nombre de Pedro. Pedro, que significa piedra, porque sobre ella ha sido edificada la Iglesia. Mas la «piedra angular», el verdadero fundamento, será siempre Cristo, como el mismo Pedro afirmó rotundamente ante el sanedrín (Act 4,11). Pablo desarrolla después con éxito este pensamiento: «La piedra angular es Cristo Jesús, sobre el cual se eleva bien trabada toda la edificación para templo santo en el Señor, en quien vosotros también sois edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2,21-22).

Nosotros somos «las piedras vivas» (1 Pe 2,5) de esta construcción que vence al tiempo. Piedras vivas. La antigua predicación de los profetas, que incesantemente dirigía hacia el «reino interior» la atención de aquellos israelitas demasiado satisfechos con su templo material, es condensada en ese precioso adjetivo de Pedro. Piedras vivas, y su aglutinante es la vida de Dios: «Yo vivo y vosotros viviréis; aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros» (Jn 14,19-20).

Porque no es sólo la Iglesia el templo de Cristo, como no es tampoco únicamente ella su esposa. El progreso de la nueva alianza sobre la antigua hácese visible en esta superior valoración de cada alma individual, esposa ella también y no sólo «amigo del esposo», templo ella también y no sólo piedra del templo. En el nuevo Israel, cada alma es Israel. Cada corazón es un templo donde Dios se aloja. «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Cor 3,16).

El juego de las alegorías se cruza y entrecruza mil veces para dar siempre a Cristo la palma. Porque, si Cristo es el templo, es también el que habita en el templo. La epístola a los Hebreos nos describe cómo Cristo Pontífice, después de haber efectuado la redención, «entró de una vez para siempre en un tabernáculo mejor y más perfecto, no hecho por manos humanas, es decir, no de esta creación» (Heb 9,11). Pero el autor del Apocalipsis, asomado a la Jerusalén celeste, confiesa: «No vi templo en ella, pues el Señor, Dios todopoderoso, con el Cordero, era su templo» (Ap 21,22). Jesucristo es el Hombre que adora en espíritu y verdad; es también el templo donde únicamente se adora en espíritu y verdad; al mismo tiempo es el Dios que recibe toda adoración en espíritu y verdad.