CAPÍTULO X

CONVERSACIÓN CON NICODEMO


1. Nicodemo, «maestro en Israel» (Jn 3,10)

De una sola mirada, Cristo alcanzó la raíz de aquel corazón. Era un corazón recto, bienintencionado, enemigo de la maldad. Era, a la vez, un corazón flaco, indeciso, enemigo de todo exceso aun en el bien. Era Nicodemo.

«Había un fariseo de nombre Nicodemo, principal entre Ios judíos, que vino de noche a Jesús y le dijo: Rabí, sabemos que has venido como maestro de parte de Dios, pues nadie puede hacer esos milagros que tú haces si Dios no está con él» (Jn 3,1-2).

Porque era un alma animada de buenos deseos, fue a ver a Jesús. Porque era cobarde, fue a verlo de noche. Temía comprometerse tanto en un sentido como en otro. Pertenecía al número de aquellos que Juan describe así: «De entre los jefes, muchos creyeron en El, pero por causa de los fariseos no lo confesaban, para no quedar fuera de la sinagoga. Amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios» (Jn 12,42-43).

Claro está que, entre estos principales de la nación, había sin duda muchos grados y matices en punto a su mayor o menor adhesión a Jesucristo. Habrá, andando el tiempo, quienes se pongan resueltamente a favor de los enemigos cuando sea en público consultada su opinión, y habrá otros que, más o menos tímidamente, iniciarán la defensa de Jesús perseguido. Uno de éstos fue Nicodemo. «Les dijo Nicodemo, el que había ido antes a El, que era uno de ellos: ¿Acaso nuestra ley condena a un hombre antes de oirle y sin averiguar lo que hizo? Le respondieron y dijeron: ¿También tú eres de Galilea? Investiga y verás que de Galilea no ha salido profeta ninguno» (Jn 7,50-52). Acaso para esas fechas seguía ya vergonzantemente al Maestro; acaso era, como José de Arimatea, «discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos» (Jn 19,38). Nada se vuelve a saber de él hasta después de muerto Cristo, cuando acude con cien libras de mirra y áloe para embalsamarlo (Jn 19,39). Y el velo se corre aquí, sobre esta pálida figura, para siempre. ¿Pudo más su intrepidez que su apocamiento? ¿Pudo más su fe que sus prejuicios?

Nicodemo era «maestro en Israel» (Jn 3,10). No contaba, desde luego, entre aquellos doctores a los que Jesús increpó con tanta dureza: « ¡Ay de vosotros, doctores de la ley, que os alzasteis con la llave de la ciencia! Vosotros mismos no entrasteis, y a los que querían entrar, se lo impedisteis» (Lc 11, 52). Pero era un intelectual típico, tal vez en aquel sentido en que Nietzsche hablaba de Erasmo: «el intelectual o la cobardía». Los hábitos de estudio habían agudizado su poder de calcular y discernir, embotando esa otra facultad que permite y obliga al hombre a decidirse rotundamente por una solución. No había cruzado todavía aquella frontera que para Pascal separa «el Dios de los filósofos» del otro Dios, «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», el Dios que intima a hacer la apuesta. Porque en las escuelas judías era muy frecuente la paradoja de confesar con la boca al Dios de Abraham y tener en el corazón únicamente al Dios de los filósofos.

Además, Nicodemo era un hombre conocido, un grande de la ciudad, y sus dificultades de intelectual se acrecentaban con aquellas otras que dimanaban de su casta y situación, esa situación que prohibe dar un paso sin antes prever minuciosamente todas las consecuencias. Era Nicodemo un hombre prudente en el peor sentido: en el sentido ordinario de la palabra.

Las graves trabas que encontró este maestro para seguir a Cristo—muy semejantes, hasta cierto punto, a aquellas que al joven rico impidieron abandonar su hacienda—nos plantean una cuestión muy delicada: ¿no es realmente preferible, por lo que a la salvación del alma atañe, la ignorancia de un hombre tosco a esas inteligencias largamente trabajadas? De hecho, la mayoría de los primeros prosélitos del cristianismo procedían de la clase inculta, y recibieron, por parte de los profesionales de la inteligencia, que se mantenían desdeñosamente alejados de la nueva doctrina, el calificativo humillante de apaideutoi, «sin letras».

Existe, no se puede negar, una peculiar situación del entendimiento cultivado que es menester considerar como peligrosa. Existe asimismo una ciencia mala, que hincha el espíritu y fomenta la soberbia (1 Cor 8,1). Es la ciencia que en alta medida poseen los demonios 1. Es la ciencia fundada en «argumentos capciosos» (Col 2,4). Son «las filosofías falaces y vacías, basadas en tradiciones humanas, en los elementos del mundo y no en Cristo» (Col 2,8).

Hay igualmente una ciencia inútil, que es «como apacentarse de viento» (Ece 1,17). De sobra es conocido aquel agraphon atribuido a Cristo: « ¡Cuántos son los árboles! Pero no todos dan fruto. ¡Cuántos son los frutos! Pero no todos son provechosos. ¡Cuántas son las ciencias! Pero no todas son útiles». ¿Para qué ocupar nuestra cabeza y nuestro tiempo con estudios inservibles? ¿Para qué acumular conocimientos que no nos han de valer en el único trance importante? Cierto piadoso rabino, a quien un padre preguntó en qué momento convenía que su hijo aprendiese la sabiduría griega, contestó: «A una hora que no pertenezca ni al día ni a la noche». El padre recordó entonces, con sonrojo, aquel precepto del Talmud: «Día y noche estudiarás la Ley».

Pero ¿acaso el estudio de los libros sagrados ayuda algo a la salvación? ¿No pertenecerá él también al número de las cosas inútiles y hasta peligrosas? Los judíos que se obstinaron contra Cristo dedicábanse a escudriñar la ley (Jn 5,39), y «esta gente que ignora la ley y son unos malditos» (Jn 7,49) fueron precisamente quienes se adhirieron a El y alcanzaron la gracia.

¿Constituye, pues, la ignorancia y rudeza de alma una situación de ventaja?

En este punto no existen ventajas. Nada hay mejor ni peor. ¿Qué es preferible: haber recibido cinco denarios, o dos, o uno? Los frutos que a cada cual le serán exigidos guardan

        1 SAN AGUSTÍN, De civit. Dei 9,20: ML 41,273.

estricta proporción con las facultades que previamente le fueron otorgadas. No resulta más envidiable contar en principio con cinco denarios: a la hora de las cuentas deberán ser entregados diez. Tampoco puede apetecerse el estar obligado a devolver tan sólo dos denarios: se cuenta para el trabajo con muy corto préstamo, con un denario exclusivamente. Además, los denarios del evangelio no significan meramente esas potencias que el mundo como tales estima: talento, por ejemplo, para resolver las dificultades. En el plano sobrenatural no deja de ser un buen denario esa tosca simplicidad nativa, la cualidad de no percibir nunca las dificultades, de superarlas por inadvertencia. Quizá en el juego de los préstamos y las deudas haya que incluir un tercer elemento, como ocurre en las diversas fórmulas de la palanca. Nada hay en absoluto preferible. Tanto el sabio como el ignorante están conminados a amar a Dios «con todo el entendimiento» (Mt 12,30), con todo su entendimiento, sea el que sea.

No hemos de canonizar, desde luego, la ignorancia en cuanto tal. Es madre de muchas desgracias, también en el campo del espíritu. «Perece mi pueblo, dice el Señor, por falta de conocimiento» (Os 4,6). El gran pecado del mundo, que lo hace del todo condenable, es descrito así por Jesucristo: «Padre justo, el mundo no te conoció» (Jn 17,25).

Existe una ignorancia mala, como hay una ciencia dañosa. Una ignorancia que, lejos de excusar a nadie, constituye ya en sí misma un pecado, el pecado por excelencia. Afirman los budistas que sólo es pecado la ignorancia, pues el que sabe, no peca. Pecamos porque nos engañamos, pero nos engañamos porque somos pecadores. No es concebible el error en quien vive metido en la luz de Yahvé. Aquellos otros, en cambio, que viven en la maldad son capaces hasta de «traficar con la palabra de Dios» (2 Cor 2,17).

Nicodemo tenía sus dificultades características de hombre intelectual. Si su ingenio, versado en letras sagradas, las había quizá agravado, también es verdad que ese mismo ingenio podía suministrarle recursos para vencerlas. En último término, la victoria tenía que proceder del campo de su voluntad. Exactamente como le sucedía al pobre bür que cada mañana aparejaba su animal para ir a la sementera. La victoria es la fe en Cristo. Y su mérito no consiste en ser más o menos documentada; consiste en ser más o menos intensa y viva. El grado de documentación en la fe no tiene relieve alguno para el valor sobrenatural sino en la medida en que responde a unas determinadas gracias para ello concedidas. Tal respuesta se da o se niega en ese rincón del alma donde los datos teológicos son tan inoperantes como los conocimientos relativos a la agricultura.

Puede la razón llegar a Dios, puede llegar a conocer su existencia y hasta sus cualidades, por analogía con aquellas que en el mundo contempla; puede conocer a Dios en cuanto participado en las criaturas. Sólo lo alcanza, pues, desde fuera. Y cuanto esto consigue, debe inmediatamente renunciar a aplicarle sus medidas, pues Dios es el Ininteligible, que hace inteligible todo lo demás, del mismo modo que una lámpara muy potente ilumina todo en torno suyo, pero impide que la mirada descanse en ella y la penetre.

Es capaz el entendimiento humano de llegar hasta Dios, y debe llegar. Debe circunscribir los dominios del misterio, declarar cuáles son, a fin de que no tengamos por Dios lo que no es Dios. Su oficio es limpiar el cristal para no caer en el error de incluir como pertenecientes al paisaje las impurezas que sobre el vidrio se acumulan. Esta es su misión, de carácter crítico y modesto, la tarea propia de un precursor. Después tendrá el hombre que poner de su parte todo, es decir, toda su colaboración a la gracia, todo el margen de voluntad que postula el acto de fe.

Y en el momento en que el hombre cree, supera ya todos sus saberes. La fe afecta a la inteligencia, pero no se demora en ella, la atraviesa. Entra la fe hasta ese corazón de la verdad donde reposa lo inverosímil. El saber es siempre saber de apariencias: conforme va creciendo, lo único que hace es explicar unas apariencias más visibles por otras apariencias más esquemáticas y abstractas, mas nunca llega a desposarse con la realidad. La fe sí, la fe consigue aquello que San Agustín llamaba «el abrazo con la verdad» 2. Por lo pronto, la fe en cuanto aceptación del misterio es la más limpia victoria sobre la ignorancia: significa conocer los límites de todo conocimiento. No debemos olvidar que el misterio representa siempre algo muy distinto de un problema: el problema es una verdad

2 De lib. arb. 2,13,35: ML 32,1260.

todavía no penetrada, el misterio es una verdad impenetrable, o sea, una condensación de verdad, un exceso de verdad.

Misterio: no me debatiré por llegar a su entraña, me dejaré conducir hasta su corazón. Pues hay algo más importante que poseer la verdad: es ser poseído por ella, y por ella despojado de todas las vanas riquezas del espíritu.

La fe no viene precisamente a dilatar el horizonte de los conocimientos, no nos hace descender a una capa más honda de percepción: es más bien un nuevo principio desde el cual se comienza y se retoma todo lo anteriormente adquirido. Marca el paso entre la «ciencia» y la «sabiduría». Este tránsito es definido así, con palabra dura, por San Pablo: «Si alguno de entre vosotros piensa que es sabio en este mundo, venga a ser ignorante para llegar a ser sabio» (1 Cor 3,18).

La «ignorancia» que San Pablo exige como requisito para obtener la sabiduría es nada menos que la muerte del hombre viejo. «Os habéis despojado del hombre viejo con sus usos y revestido el hombre nuevo, que, para lograr el perfecto conocimiento, se renueva a semejanza del que lo ha creado» (Col 3,9-Jo). El pensamiento ha muerto y resucita. «Si a Cristo conocimos antes según la carne, ya no es así» (2 Cor 5,16). Al decir esto, referíase Pablo no precisamente a un encuentro personal con Cristo durante su vida mortal, sino a un conocimiento según las apariencias y no según la gloria. Sólo el Espíritu puede explicarnos a Jesús; de otra manera, Cristo será únicamente el producto de nuestros sueños.

El nuevo conocimiento se obtiene cuando el alma se ha incorporado al proceso de glorificación del Verbo. «Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, conoceréis que soy yo» (Jn 8,28). No hay más palabra que el Verbo, ni más «árbol del conocimiento» que el madero de la cruz. «Nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1 Cor 2,2).

Una nueva luz, una luz indeficiente preside esta etapa. Ya no existe la vieja mentalidad del mundo, ya no hay sitio tampoco para la vana curiosidad de los sentidos. «En aquel día ya no me preguntaréis nada» (Jn 16,23). Las zonas de claridad y oscuridad que constituyen el campo donde trabajosamente se mueve la inteligencia natural, no preocupan al hombre de fe, que mira ya con «los ojos del corazón» (Ef 1,18).

La fe, sin embargo, no es un sosiego humano. Un día escribió Nietzsche, todavía muchacho, a su hermana: «Si quieres la felicidad, cree; si quieres la verdad, busca». ¿Quién le dijo a Nietzsche que la fe otorga la felicidad? ¿De dónde dedujo que en la fe ya no cabe búsqueda? Hay estados de sutil intranquilidad en los cuales el creyente experimenta la ambigüedad de todas sus obras; hay también para la fe un campo cada día ilimitado, no tanto en extensión cuanto en profundidad. Existen además dolores muy particulares del que, habiendo encontrado, sigue buscando. No busca nada nuevo, busca diariamente el reencuentro. Los místicos, las almas que más gallardamente han rebasado las luces de la razón, hablan constantemente de sus «noches».

No importa: «que bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche».

 

2. Nacer del agua y del Espíritu

Juan nos ha hecho la merced de copiarnos el diálogo habido entre Jesús y Nicodemo.

Este vino y le dijo: Rabí, sabemos que has venido como maestro de parte de Dios, pues nadie puede hacer esos milagros que tú haces si Dios no está con él. Respondió Jesús y le dijo: En verdad te digo que quien no naciere de nuevo no podrá entrar en el reino de Dios. Díjole Nicodemo: ¿Cómo puede el hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar de nuevo en el seno de su madre y volver a nacer? Respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo que quien no naciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de los cielos. Lo que nace de la carne, carne es; pero lo que nace del Espíritu, es espíritu. No te maravilles de que te he dicho: Es preciso nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo nacido del Espíritu. Respondió Nicodemo y dijo: ¿Cómo puede ser eso? Jesús respondió y dijo: ¿Eres maestro en Israel y no sabes esto? En verdad, en verdad te digo que nosotros hablamos de lo que sabemos y de lo que hemos visto damos testimonio; pero vosotros no recibís nuestro testimonio. Si hablándoos de cosas terrenas no creéis, ¿cómo creeríais si os hablase de cosas celestiales? Nadie sube al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo. A la manera que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en El tenga la vida eterna (Jn 3,2-15).

Nacer de nuevo, nacer del agua y del Espíritu. Bautismo y fe. La fe, ese acceso a la sabiduría que no puede alcanzarse mediante la ciencia ni tampoco por el estudio de las Escrituras, sino por la «ignorancia» del recién nacido. Dice San Ivo de Chartres que la Iglesia «engendra constantemente a los pueblos cristianos en la fuente del Agua por la Palabra» 3. Agua y Palabra a las que, por parte del nuevo fiel, corresponde la humilde recepción del agua y el humilde acatamiento de la palabra, el bautismo y la fe. Ambas cosas indivisamente. «¿Qué deseas?», se le pregunta al catecúmeno cuando va a recibir la ablución. Y éste responde: «La fe». El sacerdote continúa preguntando: «Y la fe, ¿qué te da?» «La vida eterna».

La vida eterna es el resultado de esa fe y ese bautismo, es un nuevo nacimiento. Exige la fe renunciar a nuestras experiencias, acabar con nuestro hombre viejo. Todo nacimiento supone una segregación, un abandono del vientre tibio, un alejarse de la patria, de las costumbres, de las heredades. «Yahvé dijo a Abrahán: Sal de tu país, abandona tu familia, la casa de tu padre, y dirígete a la región que te indicaré. Yo haré de ti un gran pueblo, te bendeciré y engrandeceré tu nombre» (Gén I2,I-2). Así nació Israel. Así nace toda nueva especie, separándose, por mutación, de la especie anterior. Así nace todo nuevo árbol, siendo desgajado del árbol en que se sostenía cuando era nada más una rama. Así nace todo «hombre nuevo» repudiando su saber y entender, superando hasta la misma idea—tan obsesiva, tan terca, tan dolorosa—de que este repudio va a destruir su ser más propio y esencial. Este oscuro sentimiento del absurdo forma también parte del proceso.

Nacer de nuevo. Pablo llama al bautismo «baño de la regeneración y de la renovación del Espíritu Santo» (Tit 3,5). Todos los pormenores de la ceremonia simbolizan elegantemente la condición de hijo que el cristiano entonces alcanza. La sal es prenda de hospitalidad: somos acogidos en la casa de Dios. La recitación del Credo distingue a los miembros de la

3 Serm. 8: ML 162,570.

misma familia confesional, y el Padrenuestro subraya del modo más expreso estos lazos. La apertura de los oídos—ephphethasignifica que ha terminado ya esa etapa del hombre que no entiende, del hombre que era un extranjero incapaz de comprender el idioma. La fórmula «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» manifiesta que el bautizado es introducido en el ámbito de la Trinidad. El capillo blanco evoca la cándida vestidura de Jesús cuando, transfigurado, oye las palabras de complacencia del Padre: «Tú eres mi hijo muy querido». El bautizado es ya también hijo suyo, hijo en el Unico, cristiano en Cristo, lo cual viene a recalcarse con el uso del crisma, que nos unge como al Cristo o Ungido. Sería mucho empobrecimiento y mucho desatino ver en la veste blanca del bautizado un mero signo de su pureza de alma. Su sentido es otro, mucho más alto y sabroso: «Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, habéis sido revestidos de Cristo» (Gál 3,27).

Nacemos hoy por obra del agua y del Espíritu, lo mismo que ocurrió en la concepción del Primogénito. «Para todo hombre que renace—explica San León Magno—, el agua bautismal es una imagen del seno virginal, y fecunda a la fuente del bautismo el mismo Espíritu que fecundó también a la Virgen» 4. «Dio al agua lo que había dado a su madre», insiste con magnífica concisión un poco más adelante 5.

La acción fecundadora del Espíritu en el bautismo evoca también aquella acción suya sobre las aguas primordiales, cuando las sobrevolaba y abrazaba y en ellas iba poniendo los gérmenes de la vida. «Que las aguas produzcan seres vivientes» (Gén 1,20). Pues lo mismo que en aquellas aguas, sucede en estas de la pila. Por eso Tertuliano dice y exhorta deliciosamente: «Nosotros somos pececillos según Jesucristo, en quien nacemos, y no vivimos sino permaneciendo en el agua» 6.

Ya dijimos que, para conseguir este nuevo nacimiento, era preciso morir al hombre antiguo. Lo cual corresponde a ese segundo cometido que el simbolismo hebreo atribuye al agua. No es el agua sólo un principio de vida, sino también una potencia de muerte, como más adelante, cuando asistamos a la

4 Serm. 24,3: ML 54,206.
5
Serm. 25,5: ML
54,211.
6
De
bapt. 1: ML 1,1198.

fiesta de los Tabernáculos, se demostrará. Los Padres recogen esta feliz ambivalencia para hablarnos del bautismo como de «madre y sepulcro».

Nunca podrán separarse estos dos aspectos, que, por lo demás, constituyen siempre las dos partes del programa de Jesús y el doble significado de todos los sacramentos. Si retenemos tan sólo la cara de la muerte, aparece el mensaje cristiano como una religión negativa, paupérrima y odiosa, que identifica la santidad con el desprecio de la vida y sus hermosuras. Mas, si suprimimos esta exigencia de muerte y proclamamos con exclusividad la gloria de la nueva vida, se corre el riesgo de concebir ésta como una prolongación o enaltecimiento de la vida natural, sin ruptura ni contienda, sin la necesaria, dolorida atención al tropiezo del pecado.

La dualidad de vida y muerte acompaña a todos los sacramentos. No es sólo en el bautismo, cuando el alma se sumerge y emerge, y prueba la amargura de la muerte antes de conocer el gozo de la vida. También sucede en la confirmación, que es rito de la señal de la cruz, y dispone el corazón para el martirio, y nos trae el Espíritu Santo, el cual sigue siempre, y no precede, a la muerte de Jesús (Jn 7,39). Y en la eucaristía, que es cuerpo «entregado» (1 Cor 11,24) y sangre «derramada» (Mt 26,28). Y en la penitencia, donde el alma recupera la vida tras haber muerto a sus pecados, igual que en la última unción. Lo mismo acontece en el matrimonio, que exige sin demora la supresión del egoísmo para el desarrollo d4 amor y la multiplicación de la vida y significa el misterio deisto, el cual amó tanto a su esposa, que recibió muerte por ella (Ef 5,25). Igualmente en el sacramento del orden, relativo a la eucaristía y a la Pascua o paso de la muerte a la vida. Y todo esto es así porque, «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, quedará solo; si muere, en cambio, producirá mucho fruto» (Jn 12,24).

La presencia de la muerte junto a la vida, según se da en el bautismo, evoca el doble efecto del diluvio, una de las figuras más prestigiosas del primer sacramento. En el diluvio hubo tanta destrucción, que Dios tuvo luego que dirigirse a Noé en los mismos términos que a Adán, empezando casi de nuevo la creación (Gén 9,1). Con amoroso cuidado recogen los Padres todas esas menudas vinculaciones que es dable observar entre el diluvio y el bautismo. San Cirilo de Jerusalén habla de Cristo como del «verdadero Noé, autor de la segunda raza», la de los bautizados, y señala cómo ambos instrumentos, arca y cruz, son de madera 7. San Gregorio de Antioquía advierte la presencia de la paloma tanto en el diluvio como en el bautismo de Jesús 8. Proclo de Constantinopla recuerda cómo la paloma del diluvio llevaba en su pico una rama de olivo, «anunciando así el suave perfume de Cristo, que es el Ungido con aceite», y compara la madera incorruptible del arca con la carne de María, que transportó al Noé nuevo, carne que tampoco conoció la corrupción, carne «calafateada con el firme baño de la fe» 9.

En el paso del mar Rojo, otra imagen del bautismo—la nube era figura del Espíritu Santo, que «cubre con su sombra» la gestación de los hijos de Dios (Lc 1,35)—, mueren en el agua tanto los egipcios como las antiguas idolatrías de Israel. Pablo—que afirma el sentido simbólico de todas estas profecías en acción (1 Cor 10,1-6)—declara de manera bien explícita el doble rostro de vida y muerte que nuestro sacramento ostenta: «¿Ignoráis acaso que cuantos hemos sido bautizados en Cristo fuimos bautizados para participar en su muerte? Con El hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su muerte, para que, como El resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6,3-4).

Esta vida nueva que el bautismo otorga la va prolijamente describiendo Juan en la primera de sus cartas: el que así ha sido engendrado practica la justicia (2,9), ama (4,7) y «no puede pecar porque ha nacido de Dios» (3,9; 5,18). Su condición es la de triunfador: «todo engendrado de Dios vence al mundo» (5,4)• Tales victorias suponen una pelea, para la cual el bautismo capacita suficientemente a quien lo recibe. Notad cómo el óleo con el cual es untado el catecúmeno guarda también el simbolismo de aquel aceite con que los atletas fortalecían sus miembros. Notad asimismo cómo el despojarse de las vestiduras, requisito de la antigua ceremonia de inmersión, no sólo significa una completa renuncia al pecado, sino que es también medida muy indicada para quien se dispone a subir a la palestra y no quiere ser asido por el adversario.

7 Catech. 17,10: MG 33,981.
8
De bapt. serm. 1,4: MG 88,1871.
9
Orat. in S. Teoph. 3: MG 65,760.

La muerte y vida del cristiano no representa otra cosa sino la incorporación a la muerte y resurrección de Cristo. De ahí que todo bautismo suponga de antemano la efectiva exaltación de Jesús. El bautismo que administraban los apóstoles antes de morir éste era puramente prefigurativo, «pues aún no había sido dado el Espíritu, ya que Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,39), ni ellos mismos habían sido aún instruidos acerca de la Trinidad y la muerte redentora.

El verdadero bautismo no había de comenzar hasta Pentecostés. Poco antes de subir a los cielos, Ies comunica el Señor a sus discípulos: «Juan bautizó en agua, pero vosotros, dentro de pocos días, seréis bautizados en el Espíritu Santo» (Act 1,5).

«En el Espíritu Santo y en fuego», prometía ya el Precursor (Mc 1,8). Es muy probable que esta expresión de Marcos, como la de Lucas, se deba a una reflexión posterior que hizo más explícito el sentido que encerraba aquel bautismo de Jesús al cual se refería el Bautista. Seguramente éste empleó sólo la fórmula «en fuego», como contraposición al agua. El fuego —que bien a las claras alude al Espíritu Santo y a su manifestación más genuina (Act 2,3)—será el elemento que preste eficacia al bautismo. El agua posee una virtud purificadora muy débil. El fuego, en cambio, purifica de raíz. La acción del Redentor, según la vio ya Malaquías, «es como fuego de fundidor y como lejía. Se sentará para fundir y limpiar la plata, y purificará a los hijos de Leví; los acrisolará como el oro y la plata, y luego podr4n ofrecer a Yahvé oblaciones con justicia» (Mal 3,2-3). Del aggua de Juan al fuego del Espíritu va la diferencia que media entre el símbolo y la realidad, esa distancia que sólo ~(lsangre—agua penetrada de fuego—podrá abolir.

El agua que Juan derramaba sobre las cabezas abatidas de los hebreos significaba que el mundo entraba en juicio, que este siglo estaba ya condenado. El bautismo en Espíritu trae el elemento positivo y consolador, arguye que el cristiano vive ya en el «siglo venidero», cuyas arras nos han sido entregadas por el Espíritu (z Cor 1,22; 5,5). Nuestro bautismo, que es «en agua y en Espíritu», que es ya en Espíritu, pero todavía en agua, ilustra esta nuestra condición de cristianos en camino, tan gozosa ya como penosa aún.

 

3. Fe es vida

Los versículos 16 al 21 del capítulo que nos ocupa constituyen un luminoso y muy pertinente comentario de Juan a las palabras que Jesús acaba de dirigir a Nicodemo. El núcleo de este comentario viene a ser como sigue: la fe en Cristo otorga la vida, mientras que el rechazo de esa fe acarrea inexorable la muerte.

Parece, a primera vista, asombroso que todo se reduzca a la fe. Luego diremos que esta fe ha de ir acompañada de obras, como a cualquiera de buen sentido se le alcanza, pero no deja de sorprendernos, y mucho, que la fe se use como concepto global que incluye, además, las obras. Nosotros más bien nos sentiríamos tentados de considerar la fe como una obra más. Sin embargo, no es así. La fe lo resume todo, puesto que no significa la aceptación de un cierto número de verdades, sino la acogida que el hombre ofrece a la llegada del reino. Ya la fe comienza por ser la primera respuesta que la criatura tiene que dar a Nuestro Señor en compensación de su primer pecado. Lo contrario de este pecado no es en verdad una obra humana positivamente buena; quien así pensara demostraría desconocer tanto la fuente del pecado original cuanto la mísera situación en que éste dejó al hombre, incapaz de producir por sí mismo ninguna obra aceptable. No; la raíz del primer pecado consistió en rechazar la palabra divina y a ella preferir la voz de los sentidos. En contrapartida, el principio de la conversión estribará en que el hombre desoiga y rechace sus propias ideas, sus pretendidas evidencias, y se haga de nuevo receptivo a la palabra que desciende de lo alto.

¿En qué consiste esta palabra que Dios dirige al hombre? En la Palabra. La fe, por tanto, es la acogida que el corazón dispensa al Verbo. «Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones» (Ef 3,17). Y San Agustín formula ya: «Si está la fe en nosotros, Cristo está en nosotros» 10.

Las tres contadas ocasiones en que el Padre habló al mundo (Mt 3,17; 17,5; Jn 12,28), lo que únicamente hizo fue proclamar en Cristo el objeto de toda su complacencia y recomendar a los hombres sin distinción: «Escuchadle». Páginas

10 In lo. Evang. 49,19: ML 35,1755.

atrás dijimos ya que en la persona del Hijo se halla compendiada la revelación entera. Cuanto precedió fue un ensayo; todo lo que después ha seguido constituye nada más el eco del Verbo. Creer en El significa creer que es la Luz, pero una luz que nos ilumina (Jn 1,9; 11,5), que nos saca de las tinieblas (Jn 8,12; 12,46). Creer en El significa creer que es la Vida, pero una vida que se nos comunica (Jn 1,4). Por eso, cuantos en El creen tienen la vida eterna (Jn 3,16), mientras que todo aquel que le niega su fe, queda irremisiblemente excluido de esta vida (Jn 3,36; 1 Jn 5,12), muere en su pecado (Jn 8,24), incurre en el juicio de condenación (Jn 3,18; 12,48), carece de toda fecundidad (Jn 15,6), permanece para siempre bajo la cólera de Dios (Jn 3,36).

El objeto de la fe no es precisamente un conjunto de verdades, sino una persona viva, Aquel que de sí mismo dijo: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6). La fe representa, pues, una respuesta personal otorgada a una persona. Ya anteriormente, para el judío, la fe versaba sobre hechos: sobre las intervenciones salví$cas de Dios. Todas estas gestiones de la divina piedad culminan en la aparición del Verbo, sin cuya fe todo cuanto ha precedido resulta vano, nada más humo y viento, argumento de desgracia. El centro de nuestro credo no es ya puramente Dios, sino Cristo Jesús. Los judíos, que mantenían su credo mosaico en Yahvé (Dt 6,4), fueron contados entre los infieles al repudiar a Cristo (2 Cor 4,4). El mensaje que recibieron no era otro que éste: «Como creéis en Dios, creed en mí» (Jn 14,1). Hay un hecho que resume todos los hechos y verdades dignas de fe? la muerte y glorificación de Jesús. La fe no es más que «la fe en la acción de Dios, que le ha resucitado de entre los muertos» (Col 2,12).

El objeto, pues, de la fe 10 constituye el hecho soteriológico por excelencia. De ahí que la esperanza pueda felizmente describirse como un desarrollo de la fe. Los cristianos, llamados por antonomasia, desde el principio, los creyentes (Act 2,44), son aquellos que tienen su esperanza puesta en Cristo (1 Cor 15,19). «La fe es la firme seguridad de lo que esperamos» (Heb 11,1), y el Dios de la esperanza es el que da la alegría y la paz en la fe (Rom 15,13).

La fe cristiana es tan soberana virtud porque no significa sólo creer a Cristo, sino creer en Cristo, lo cual es mucho más, lo mismo que contemplar un rostro amado es bastante más que verlo. Creemos a los profetas y a los apóstoles, pero no creemos en ellos. Creemos a Cristo cuando admitimos la veracidad de su testimonio; creemos en El cuando a El nos adherimos con todo el peso de nuestra alma y de nuestro ser. (De los tres complementos que admite el verbo credere hablaremos en otro capítulo.) Juan enumera una serie de términos que pueden dar idea de lo que significa creer de verdad: recibirle (1,12), ir, venir (5,40; 6,35.37.44), recibir su palabra (12,48; 17,8), ser su discípulo (8,31), morar en El (6,56; 15,4) y en sus palabras (8,31). Paralelamente, el testimonio de Cristo no es un complejo de ideas, de nociones, sino una realidad viva que da la vida (5,24; 8,51), que purifica (15,3), que libera (8,31), que consagra (17,17), que salva (12,47).

Incluye, pues, la fe una confianza absoluta en Cristo. Dos son las tentaciones que pueden cuartear y destruir nuestra fe: la tentación de compartir nuestro corazón con los dioses de este mundo y la tentación de apoyarnos en nosotros mismos, tratando de hacer pie en alguna consolación o certeza, a fin de sofocar las voces del miedo que nos agitan cuando quedamos suspendidos en ese vacío humano que la fe por definición exige. La confianza en Cristo ha de ser tan total que entrañe una completa desconfianza de todo cuanto no sea El: los poderes de este mundo no son El, ni tampoco mi energía, o mi experiencia, o mi capacidad de cálculo. Tampoco mi concepto sobre El.

Es Pablo un enardecido cantor de la fe, que para él representa la vida entera del justo (Rom 1,17). La fe constituye uno de los temas capitales de sus cartas. A menudo contrapone la fe a las obras, a esos presuntos méritos que parecen deducirse de las obras. Ama mucho a Abraham, porque éste, antes de ser elegido, no tenía mérito alguno del cual poder vanagloriarse (Rom 4,2); propiamente el mérito suyo consistió en su fe (Rom 4,20). Punto muy importante que can frecuencia hemos de poner ante los ojos. «Habéis sido salvados gratuitamente por la fe, y esto no os viene de vosotros, es don de Dios; no viene de las obras, para que nadie se gloríe» (Ef 2,8-9). A las «obras» que pretendían ejecutar los judíos, Jesús contrapone «la obra»: la fe (Jn 6,28-29).

Santiago, en cambio, afirma que la fe sin obras nada vale (Jac 2,17). ¿Cómo conciliar dos criterios tan diversos? Sólo en apariencia difieren. Santiago habla de la fe «muerta» y Pablo discurre sobre la fe que florece en todo género de virtudes: aunque la fe no sea una obra natural, humana, engendra y saca a luz multitud de obras, obras que ya no son puramente humanas, sino divinas, puesto que los hombres de fe «son movidos por el Espíritu de Dios» (Rom 8,14). «Si vivimos del Espíritu, andemos también según el Espíritu» (Gál 5,25). Ya sabéis cómo Pablo habla de «la actividad de la fe» (1 Tes 1,3).

En la alegoría de la vid (Jn 15,1-2) se sobrentiende que el sarmiento desvinculado de Cristo no puede producir fruto alguno de salud; y expresamente se asegura que, si los sarmientos unidos a la cepa no dan fruto, serán cortados y echados al fuego. La primera verdad va contra quienes juzgan que el hombre, de su propia cuenta, es capaz de hacer algo de provecho; la segunda verdad, contra los que piensan que la fe sin obras basta. Ahora bien, fijaos cuánta luz, y qué oportuna, arroja la primera verdad sobre la última: nos persuade de que todo el fruto y cosecha de los creyentes proviene, en definitiva, de Jesucristo.

Cosa notable es que, tratando tantas veces, como trata, del amor al prójimo, no mencione Pablo apenas nunca el amor de ido a Dios. ¿Por qué? Porque este amor recibe en sus car as el nombre de fe. «La fe que actúa por el amor» (Gál 5,6). El amor fecundo en obras—obras contrapuestas a «las obras de 1 ley»—no es más que la proyección o verificación de la fe. S n Agustín lo describe maravillosamente cuando exhorta a «co cebir a9rC isto por la fe y parirlo por las obras» 11.

La fe nos da la vida, la única vida que no desfallece, la vida eterna; pero se trata de una vida eterna presente ya en esta vida temporal. En sus primeras cartas, Pablo nombra esta vida como una existencia futura, al igual que los Sinópticos. Más tarde concibe y explica esta vida como algo que posee ya hoy actualidad, si bien es una vida «escondida» que sólo al fin habrá de revelarse (Col 3,3-4). Es vida en esperanza, pero en esperanza segura (Tit 3,7). Y semejante vida se debe precisamente a la fe en la palabra (Flp 2,16).

La vida que la fe otorga es una vida «en Cristo». Ciento se-

11 Serm. 192,2 ML 38,1012.

senta y cuatro veces se repite en Pablo esta expresión, formal o equivalentemente. Es la obsesión del Apóstol, su gozo, su sustancia, su vida entera; la otra vida de aquí abajo es una mera apariencia, pues él ya no vive: vive Cristo en él (Gál 2,20).

Y por Cristo es vida en la Trinidad. «Con Cristo en Dios» (Col 3,3). La fórmula del bautismo delata esta conmovedora inserción de la criatura en el seno de la existencia divina. Es menester aclarar y prestigiar la fórmula. Decimos «yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», pero esto no significa que yo bautizo en representación de la Trinidad ni en virtud de los poderes que por ella me han sido otorgados, de manera semejante a como un juez absuelve o condena «en nombre» de la ley. El eis griego denota movimiento. Cuando yo digo esas palabras, cuando yo bautizo, el catecúmeno es de verdad introducido en la vida de las tres Personas. Bendito sea Jesucristo.