CAPÍTULO IX

EXPULSIÓN DE LOS MERCADERES
 

1. La ira de Dios

De Caná de Galilea marchó Jesús a Cafarnaúm. Pero aquí permaneció muy contados días, ya que se avecinaba la Pascua y quería ir a Jerusalén.

Subió, pues, a la ciudad santa. En el templo le aguardaba un espectáculo bochornoso, sobremanera indigno, que acabó encendiendo su cólera. «Encontró en el templo a los vendedores de bueyes, de ovejas y de palomas, y, haciendo de cuerdas un azote, los arrojó a todos del templo, con las ovejas y los bueyes; derramó el dinero de los cambistas y derribó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: Quitad de ahí todo eso y no hagáis de la casa de mi Padre casa de contratación. Se acordaron sus discípulos que está escrito: El celo de tu casa me consume» (Jn 2,14-17).

Comienza Cristo en esta ocasión a manifestar una propiedad de su alma muy importante: su ira, aquella magnífica cólera suya.

Un día, cuando se disponía a curar a un hombre que tenía la mano seca, dirigióse a los judíos que presenciaban, malévolos, la escena, «mirándolos con ira» (Mc 3,5). La misma ira brilló en sus ojos cuando ahuyentó la sugestión diabólica: « ¡Retírate de mi vista, Satanás!» (Mt 4,10), y cuando increpó a Pedro, que quería disuadirle de la pasión: « ¡Apártate, Satanás!» (Mt 14,23). ¿Quién podrá, sin temblar, imaginarse el fulgor de su mirada en el momento en que a Herodes le llamó «zorra» (Lc 13,32), y cuando a los fariseos les gritaba « ¡hipócritas!» a su misma cara? « ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos!... ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que recorréis mar y tierra para hacer un solo prosélito, y luego lo hacéis hijo de la gehenna, dos veces peor que vosotros!... ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que diezmáis la menta, el anís y el comino, y no os cuidáis de lo más grave de la ley!...

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, y por dentro estáis llenos de rapiñas y codicias!... ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que os parecéis a sepulcros blanqueados, hermosos por fuera, mas por dentro llenos de huesos de muertos y de inmundicial... ¡Serpientes, raza de víboras!» (Mt 23,13-33). ¿Quién podrá componer el rostro de Jesús en esta hora airada?

Idéntica y mayor cólera demostrará el día del juicio cuando rechace lejos de sí a aquellos que no han querido socorrer al prójimo: « ¡Fuera de mi vista, malvados!» (Mt 7,23). Actuará entonces «lleno de ira» (Mt 18,34) contra los siervos sin entrañas. Las parábolas de la red, de los talentos, de las vírgenes, de las ovejas y cabritos, de la cizaña, del banquete organizado por un rey, anticipan con tremendos rasgos el furor que aquel día se pintará en el semblante de Cristo Juez. « ¡Atadlo de pies y manos, cogedlo y echadlo a las tinieblas de fuera! Allí será el llanto y crujir de dientes» (Mt 22,13).

Tratando de explicar Santo Tomás esta indignación de Jesús, sobre la cual la abundancia de textos impide toda duda, termina desglosándola en sus dos componentes: tristeza y deseo de venganza 1. La tristeza la explica luego por su condición mortal vulnerable, y su deseo de venganza por el grado y dirección en que ésta se manifestó: «conforme con el orden de la justicia».

Así como la caridad de Cristo en este mundo constituyó la imagen ostensible del amor eterno, del mismo modo aquel enojo que repetidas veces mostró a lo largo de su vida no era sino la expresión humana de esa ira divina que recorre como un relámpago incesante las páginas de la Biblia. Se nos hace muy difícil concebir el sufrimiento de Dios, del Dios trascendente sentado desde siempre en su trono. Pero es preciso admitir en El una especie de sufrimiento, algo muy misterioso que en El corresponde a lo que nosotros conocemos y así denominamos, algo que en definitiva no puede ser otra cosa que su radical imposibilidad de hacer paces con el pecado. Pues contra el pecado, como a blanco único, van orientados todos sus propósitos de venganza.

¿Cuál es, en efecto, el motivo de la brava ira de Dios?

1 Suma Teo1. 3,15,9.

«Objeto de ira y furor ha sido siempre para mí esta ciudad, desde el día en que fue edificada hasta hoy, para que la haga desaparecer delante de mí, por tanto mal como los hijos de Israel y los hijos de Judá han hecho para irritarme» (Jer 32, 31-32). He aquí la causa de la irritación divina: el quebrantamiento de su voluntad. «La ira de Dios se manifiesta desde el cielo sobre toda impiedad e injusticia de los hombres» (Rom 1,18).

La vehemencia con que Jesús arremetió contra los mercaderes ilustra, de manera gráfica y más o menos soportable, esa indecible pasión que abrasa al Señor cuando contempla el mal del mundo. Ha habido hombres que, al lado de los mayores extremos de compasión, hiciéronse portavoz y vehículo de la intransigencia del Dios tres veces santo, y clamaron, y fustigaron, y trajeron plagas a la tierra. Los profetas estaban hechos todos de esta materia incandescente. De vez en cuando, en el momento en que el Espíritu se posesionaba de ellos, en el momento en que la copa de Yahvé se sobraba, sacudían violentamente el país con eso que Péguy llamó, cuando escribía sobre Juana de Arco, las «grandes cóleras blancas». A su paso temblaban los hombres, temblaban los pecadores, los «hijos de la ira» (Ef 2,3; 5,6).

Todo cuanto se insista sobre la ira de Cristo será insuficiente, ya que nunca los subrayados humanos, por muchos y muy enérgicos que sean, podrán alcanzar a ofrecernos el vigor de su expresión pura. Sin embargo, nunca cabe decir que su ira fuese mayor—ni tampoco menor, ni tampoco igual—que su caridad: a fin de cuentas, semejante ira no es sino un peculiar ejercicio de amor.

En la Escritura leemos que «hay en Dios misericordia y cólera» (Eci 16,12). Cólera y misericordia son dos caras de una misma realidad, esa realidad divina tan incompatible con el pecado como deseosa de salvar al pecador. ¿Recordáis aquella frase de Pablo: «donde abundó el delito superabundó la gracia» (Rom 5,20)? No compara aquí el Apóstol dos cantidades, ni tampoco pondera cuantitativamente dos cualidades; lo que hace es exaltar la misericordia divina, la cual, para ejercerse, no tuvo que vencer a la cólera en una lid de fuerzas, sino tan sólo destruir aquello sobre lo cual la cólera se cernía. Constituye, pues, la misericordia un triunfo de la justicia no menos que la justicia representa siempre una victoria de su piedad. Unicamente en este sentido puede afirmarse que Yahvé es «tardo en enojarse» (Sal io3,8): su paciencia tiene en cuenta ya los últimos resultados. No se trata, pues, de invocar un atributo divino en contra de otro cuando ponemos en nuestros labios aquellas inolvidables palabras de Habacuc: «En tu ira no te olvides de tu misericordia» (Hab 3,2).

Conviene asimismo destacar y poner a la luz otro aspecto de la ira, aspecto que, a nuestro entender, es decisivo. Me refiero a los celos. Aquel celo divino que a sus mentes trajeron los discípulos de Jesús cuando vieron a éste empuñar el látigo, supone una cualidad del ser de Dios, un sentimiento, diríamos, que no anda tan alejado de lo que solemos llamar celos en el amor de hombre y mujer. Se trataba, es verdad, del celo por la casa de su Padre, de un celo apostólico. Pero el apóstol cuida de que el templo esté no sólo limpio de toda profanación, sino también repleto de almas orantes; preocúpase del honor del Esposo y, al mismo tiempo, de la devoción de la esposa, ya que únicamente en la fidelidad de ésta estriba la honra de aquél. Hay un texto del Deuteronomio que es muy elocuente: «No te vayas tras otros dioses, dioses de los pueblos que te rodean; porque Yahvé, tu Dios, que está en medio de ti, es un Dios celoso, y la cólera de Yahvé, tu Dios, se dirigiría contra ti y te haría desaparecer de la tierra» (Dt 6,14-15). Vemos aquí cómo, llegado el caso, puede el furor de Dios cebarse contra su pueblo infiel, de antemano ligado a El por una alianza nupcial; es un arrebato provocado por una deslealtad de índole adulterina. Mas un marido celoso no es un marido que castiga y abandona luego a la mujer prevaricadora; precisasamente se muestra celoso cuando ansía recobrarla. Trátase, por consiguiente, de una pasión siempre despierta que amenaza contra cualquier posible infidelidad y que se venga de toda infidelidad efectiva. Porque Dios es «celoso», no puede contemplar sin enojo una felonía ni puede tampoco mirar con indiferencia al culpable una vez aplicada la sanción. Sigue siendo celoso y aspira a restablecer las tiernas relac iones de antaño.

Cuando Jesús arroja del templo a los mercaderes, castiga de hecho una profanación, ya que la casa de su Padre, que es lugar de plegaria, había sido transformada por ellos en una cueva de ladrones. Condena al mismo tiempo una idolatría: «la avaricia es una especie de idolatría» (Col 3,5). Manifiesta, pues, de este modo la exasperación divina contra aquellos que se habían prosternado delante de otros dioses. Reivindica el honor lastimado del verdadero Dios. Pero no termina ahí su gestión: en el contexto general de su vida, esta acción viene a encuadrarse dentro de la gran misión redentora que El vino a cumplir. En último término, pretende que esos hombres a los que hoy tan duramente trata, retornen al templo para adorar «en espíritu y en verdad».

Después de todas las perfidias humanas, después de todas las indignaciones divinas, Yahvé sigue esperando; espera con invencible perseverancia, igual que un marido celoso que apreciara en mucho el cariño, tantas veces rehusado, de su mujer. «La esposa de la juventud, ¿podrá ser repudiada?, dice tu Dios. Por una hora, por un momento te abandoné, pero en mi gran amor vuelvo a llamarte. Desencadenando mi ira, oculté de ti mi rostro, un momento me alejé de ti; pero en mi eterna misericordia me volví a apiadar, dice Yahvé, tu redentor. Será como en tiempo de Noé, en que juré que nunca más el diluvio se echaría sobre la tierra. Así juro yo ahora no volver a enojarme contra ti, no volver a castigarte» (Is 54,6-9).

La esposa ha burlado sus pactos, los hombres han escarnecido a su Señor. ¿Los aplastará en el día de su enojo? No, porque el Señor es Dios y no un hombre. «Mi corazón se revuelve dentro de mí, se conmueve en mis entrañas, mas no ejercitaré mi ira y no enviaré a Efraím su destrucción, porque soy Dios y no hombre» (Os 11,8-9).

Dios no tiene el corazón mezquino del hombre. El es fuerte, es libre, de nadie necesita; por eso puede amar sin desfallecimiento. No posee el sucio corazón humano. Es misericordioso y ha querido necesitar del hombre, venir a solicitarle, estimar grandemente su flaco amor; por eso sigue amando después de todas las traiciones. Dios no es un hombre. Y justamente por eso quiso hacerse hombre, para restaurar nuestra infidelidad con la prueba máxima de su lealtad, para remediar nuestra flaqueza en el amor con el ejemplo de su amor soberano. Ya la ira ha quedado lejos: «Justificados ahora por su sangre, seremos por El salvados de la ira; porque si, siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, reconciliados ya, seremos salvos en su vida» (Rom 5,9). Con alegría inmensa, podemos afirmar que "no nos destina Dios a la ira, sino a la salvación por nuestro Señor Jesucristo» (1 Tes 5,9).

Hemos sido puestos junto a su Hijo, en el cual tiene el Padre toda su complacencia. Sin embargo, mientras estemos en este mundo, podemos huir de su lado y postrarnos ante otros dioses. Mientras amamos con este voluble corazón, puede el amor en cualquier momento orientarse hacia otro esposo. Nada está todavía asegurado. La fe la llevamos en vasijas de arcilla. ¿Creeremos siempre en El? «El que cree en el Hijo tiene la vida eterna; el que rehusa creer en el Hijo no verá la vida, sino que está sobre él la cólera de Dios» (Jn 3,36).

Yahvé, después de haber dado curso a su ira anegando el mundo con el diluvio, prometió a Noé: «Ya no volveré a exterminar la vida que puse sobre la tierra; mientras ésta dure, habrá sementera y cosecha, frío y calor, verano e invierno, día y noche» (Gen 8,21-22). La regularidad de las estaciones, que permite confiar en la constancia de los elementos todos, fue el compromiso que Dios firmó con la humanidad. Pero hemos de saber que este compromiso quedará rasgado el último día. Será aquél «el día de la ira» (Sof 1,15), «el día más terrible de todos» (J1 2,31). Las criaturas se verán súbitamente arrancadas de sus propios goznes y todo se mudará para universal confusión. «Quedaron al descubierto los fundamentos del orbe, ante la ira increpadora de Yahvé, al resplandor del huracán de su furor» (Sal 17,16). «Los animales terrestres se hacen acuáticos, y los que nadan, caminan sobre la tierra. El fuego supera con el agua su propia virtud, y el agua se olvida de su propiedad de extinguirlo» (Sab 19,18-19). ¿Qué sucede? Es Dios que baja a desplegar su brazo iracundo. Viene a juzgar con voz tonante. «Es poderosa la voz de Yahvé, la voz de Yahvé tiene gran majestad. La voz de Yahvé rompe los cedros, troncha los cedros del Líbano, hace saltar al Líbano como un ternero y al Sarión como una cría de búfalo» (Sal 28,4-6).

Aquel día será el día postrero. Ya no perseguirá Dios con requiebros y amenazas, con diversas mañas y artes, a la esposa infiel. Dios dejará de ser celoso. Quien se vea sorprendido en traición, recibirá tormento para siempre, y ya nunca más volverá Dios a convidarlo. Su cólera será definitiva, estable, tranquila. Habrá algo más intolerable que la cólera: «Aquel que está en los cielos, el Señor, se ríe de ellos» (Sal 2,4). La resonancia de esta visa es indeciblemente más estremecedora que sus cóleras, sus cóleras en el tiempo, sus cóleras industriosas y nacidas en el amor.

«Porque quienes, una vez iluminados, gustaron el don celestial y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, gustaron de la dulzura de la palabra de Dios y los prodigios del siglo venidero, y cayeron en la apostasía, es imposible que sean renovados otra vez a penitencia y de nuevo crucifiquen para sí mismos al Hijo de Dios y le expongan a la afrenta» (Heb 6, 4-6). El Juez será, al final de los siglos, el mismo Cordero. ¿Qué otra imagen hay más dulce y suave que un cordero? Pero el Cordero pronunciará su sentencia inapelable. Quizá no haya nada más terrible que el furor de la dulzura, nada más impresionante que «la ira del Cordero» (Ap 6,16), ninguna justicia más pavorosa que aquella que dicta la misericordia escarnecida.

 

2. El corazón de los hombres

«Al tiempo en que estuvo en Jerusalén por la fiesta de la Pascua, creyeron muchos en su nombre viendo los milagros que hacía; pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos. No tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues El conocía lo que en el hombre había» (Jn 2, 23-25).

Cualquiera podía haber considerado auténticas, sinceras, bien fundadas, las manifestaciones de fe de aquellos judíos. Cristo, no. «Dios no ve a la manera del hombre: el hombre ve la figura, pero Yahvé mira el corazón» (1 Sam 16,7). Por más escrupulosamente que un hombre proteja su intimidad, por recios que sean los muros que en torno de su alma levante, habrá de confesar vencido ante el Señor: «Tus ojos vieron ya mis obras, todas están escritas en tu libro, y todos mis días, aun antes de empezar a existir» (Sal 139,16). Dios escudriña los corazones y los riñones (Sal 7,10), los prueba (Prov 17,3), los sopesa (Prov 21,2), pues El mismo los ha fabricado (Sal 33,15).

Cristo veía, como a la luz del sol, los corazones. ¿Y qué es lo que en ellos veía? ¿Qué concepto tenía, en general, acerca de los hombres?

«No se confiaba a ellos...» Preciso es reconocer que en la mayoría de sus juicios se mostró francamente pesimista; sus sentencias fueron de ordinario condenatorias. A su generación la trata de «generación mala y adúltera» (Mt 12,39; 16,4). A sus discípulos los envía «en medio de lobos» (Mt 1o,16). ¿Referíase acaso nada más a ciertos grupos, a ciertos estratos de peor condición? No; sus juicios tenían una validez marcadamente universal; eran juicios globales, no afectaban a este o aquel individuo. Hablando un día de los galileos que ejecutó Pilato, dijo: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los otros por haber padecido eso? Yo os digo que no, y que, si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis. Aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató, ¿creéis que eran más culpables que todos los hombres que moraban en Jerusalén? Os digo que no, y que, si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis» (Lc 13,2-5). A todos los hombres los califica de «malos» (Mt 7,11), y hay en sus palabras una seguridad absoluta cuando lanza el reto: «Quien de vosotros esté sin pecado, que arroje la primera piedra» (Jn 8,7).

No obstante este concepto tan adverso, tan constantemente desfavorable, Jesús pone en el hombre las mayores esperanzas y lo cita a una meta de perfección que nadie jamás se ha atrevido a proponer a los humanos.

¿Qué es el hombre? Esta tan simple, elemental pregunta, viene siendo formulada, en público y en secreto, en la plaza de la ciudad y en lo más recóndito de cada corazón, desde que la humanidad empezó a existir. Nadie se ha librado de hacerse a sí mismo, más o menos explícitamente, esta fundamental interrogación. Las ciencias y los mitos, los análisis y las intuiciones, han aportado a lo largo de los siglos sus respuestas, tímidas o arrogantes. Pero todas ellas, si han osado descender hasta la última capa, han tropezado con algo demasiado oscuro e inabordable. Sólo la palabra de Dios ha descorrido el último velo.

El nos ha dicho que el hombre es una «imagen y semejanza suya». En estos breves términos es aclarado todo lo esencial. El hombre no es, por consiguiente, Dios: quedan con ella descartadas la mitad de las soluciones falsas. Pero el hombre, cada hombre, es a la vez algo muy valioso, es una imagen de Dios; la otra mitad de las respuestas inexactas, todas aquellas que subestiman a la persona humana hasta el nivel de la materia, o del número, o de la angustia inútil, son rechazadas igualmente en bloque.

Afirmó Protágoras que el hombre constituye la medida de todas las cosas. La frase es válida si se entiende de «todas las demás cosas creadas». No lo es si se quiere con ello erigir al hombre en medida de sí mismo, y mucho menos en medida de su Creador. El hombre, que en sí resume la materia y el espíritu, lo perecedero y lo inmortal, es un microcosmos o, si se prefiere, un pontífice entre la materia y el espíritu puro. No pasa de ahí, de significar un anillo de extraordinaria importancia.

Pero hay más. Al ser el hombre también espíritu, contiene, junto a su finitud propia, una cierta infinitud: esto no lo eleva a un plano sobrenatural, por supuesto, pero sí lo sitúa en la posibilidad de ser elevado hasta él algún día. La tentación primordial, que se enmascara en todas las tentaciones cotidianas, consiste en pretender «ser como Dios». Sin embargo, eso que constituye un pecado y un fracaso toda vez que significa aceptación de la sugestión diabólica, si es, por el contrario, docilidad a una invitación divina, representa en verdad un mérito y un éxito. Pues he aquí que el hombre, no por sí mismo, sino por merced del Señor, ha llegado a ser como Dios. Y Dios ha llegado a ser hombre. Este, entonces, ya no se limita a ser puente entre el mundo de la materia y el mundo del espíritu, sino que ha venido a ser también puente entre la creación y el Creador.

El Dios Hombre, Jesucristo, es el ideal del hombre en cuanto «imagen y semejanza de Dios»: dispone de una completa libertad sobre el mundo inferior y manifiesta un perfecto sometimiento al Padre. Por eso, la respuesta satisfactoria a nuestra pregunta no se halla en el hombre—ni en el puro hombre inexistente ni mucho menos en el hombre caído—, ni tampoco en Dios entendido según su pura divinidad, sino solamente en Jesucristo Salvador. Sólo El puede «romper los sellos» (Ap 5,9).

El hombre ya no es sólo hombre. O es más que hombre o es menos que hombre. Habiendo sido, por el pecado, infiel a la elevación que Dios tuvo a bien concederle, se ha rebajado hasta el plano de la mayor miseria. Este amasijo de luces y sombras, este despojo de luces sofocadas, de excelencias prostituidas, es lo que contemplan los ojos penetrantes de Jesús cuando pronuncia su juicio sobre los hombres. Pero esta realidad maltrecha y odiosa es la que sus manos van a levantar con mucha piedad, para devolverla a su primitiva pureza, a un estado aún más eminente.

El amor de Cristo a la humanidad es, sobre todo, compasión. «Tenía compasión de la muchedumbre» (Mt 14,14; 15,32; Mc 8,2; Lc 7,13). Al descender a la tierra, hasta la mísera naturaleza humana—mísera por «herida»—, lo hizo para padecer con los hombres. Compasión y condescendencia son dos términos que han degenerado. En su prístino y hermoso sentido no significan «compadecerse de» y «condescender hacia», sino «padecer con», «descender con». No representan un favor altivamente otorgado desde lo alto: suponen una adhesión tan perfecta y entrañable, que la suerte del otro viene a ser asumida en toda su integridad. Por eso justamente es remediada su situación, por eso el hombre es curado, ya que «sólo fue sanado aquello que fue asumido» 2.

El Hijo del hombre devuelve a cada hombre su regia condición. Reivindica al individuo. Ya no es éste una pieza al servicio de la república, ya no es sólo un miembro de la colectividad, el cociente de mil dividido por mil. Las concepciones totalitarias son condenadas en su raíz. La misma mentalidad del Antiguo Testamento, según la cual un israelita era nada más una partícula de Israel, amado de Dios y predilecto en cuanto pueblo, es superada y corregida, y desemboca así en la valoración de cada alma individual. El hombre, el hombre anónimo que recibe su nombre concretísimo y personal merced a su filiación respecto de Dios Padre, es colocado en el

2 SAN GREGORIO NACIANCENO, Epist. Iot: MG 37,181.

mismo centro de la nueva religión. La caridad está por encima del sábado (Mc 2,27), la reconciliación con el prójimo es requisito imprescindible para que el sacrificio del altar sea acepto (Mt 5,24), la atención a los padres tiene primacía sobre la ofrenda del culto (Mt 15,4-6).

«Viendo a la muchedumbre, se enterneció de compasión por ella, porque estaban todos fatigados y decaídos como ovejas sin pastor» (Mt 9,36). Jesús va a constituirse en pastor de estas ovejas. El concepto de entidad gregaria que la parábola sugiere queda de sobra enmendado por esos tratos personales que el pastor mantiene con cada ovejuela de su grey, a cada una de las cuales «llama por su propio nombre» (Jn 10,3). «Yo soy el buen pastor y conozco a mis ovejas, y ellas me conocen a mí» (Jn 10,14).

Cristo conoce a los hombres: conoce a sus ovejas. Es decir, el conocimiento que del hombre posee Cristo no es un conocimiento tan sólo lúcido, frío, propio de un observador que advirtiese implacablemente todas las imperfecciones; es una inteligencia amorosa, de pastor que da la vida por su rebaño. El siguiente versículo de San Juan califica de manera todavía más honda este conocimiento: conozco a mis ovejas «como el Padre me conoce y yo conozco a mi Padre». Ahora bien, semejante conocimiento le viene a Cristo de su divinidad, de su pertenencia a la esfera divina. Pues del mismo modo, Cristo está tan embebido, tan arraigado en la humanidad, que conoce a ésta en su núcleo más propio como nadie la ha podido conocer nunca. Jesús vive en el corazón de cada corazón y ningún secreto existe para sus ojos. Ni el psicólogo más sagaz ni la persona más enamorada podrán nunca conocernos como nos conoce El: mientras los demás son siempre «otros», El pertenece a nuestra intimidad más estricta, de manera análoga a esa identificación suya con el Padre, en cuyo seno mora.

«Nadie conoce al Padre sino el Hijo» (Lc 10,22). Nadie tampoco conoce al hombre sino Jesucristo. Cualquier concepto que poseamos del hombre, bien sea elogioso o adverso, será siempre un concepto iluso si no está inspirado en la noticia que del hombre nos ha suministrado Jesús. El rompe, además, la esencial soledad del hombre y permite, a cuantos se aman, la convivencia y conversación en un nivel antes ignorado; porque El es también la única puerta del redil (Jn 10,7), el acceso único a los hombres.

El único acceso también para el propio conocimiento. Sólo oyendo a Jesucristo podemos adquirir rectas ideas. Sólo conociéndolo a El somos capaces de conocernos a nosotros mismos. Noverim me, noverim te 3. Ya no más desesperación, ya no más presunción.

3 SAN AGUSTÍN, Soliloq. 2,I: ML 32,885.