CAPÍTULO VIII

BODAS EN CANÁ DE GALILEA


1. El agua y el vino

El primer milagro de Cristo es de alegría, realizado en un episodio de alegría, no de dolor. ¿Por qué ha de tener siempre la alegría el rostro pintado, y los ojos ardiendo en sucios deseos, y el diablo a la espalda? ¿Por qué va a estar siempre la recta conciencia vestida de luto, gimiendo y golpeándose con una piedra?

Traed a vuestra memoria aquel ingenuo tabladillo de fiesta que se monta en El séptimo sello. ¿Recordáis el estremecedor contraste de aquel alborozo, tan simple, con la procesión de los flagelantes? Los flagelantes hacen terribles mortificaciones, llevan grandes cristos en cruz y cantan himnos de penitencia muy lúgubres. Se oscurece el cielo cuando ellos llegan. No puede darse oposición más violenta entre la dulce farsa que se interrumpe y el desfile de esos entunicados trágicos, entre el son de aquella pequeña flauta y estos sollozos desesperados. Pues bien, he aquí que los penitentes caen todos bien pronto víctimas de la peste, y morirán, y se hundirán en la noche. Los bufones, en cambio, seres de portentosa inocencia, escaparán al castigo de Dios, con su carromato lleno de fruslerías, con su leche y sus fresas, con su niño en brazos. Los tiernos bufones se llamaban María y José. Con ellos se termina la cinta, y parece, sin embargo, que todo empieza. Entonces precisamente amanece. ¿Lo recordáis?

¿Por qué ha de ser siempre tan sospechosa la alegría? Sucede así que las almas que quieren darse a Dios, se encogen y se hacen tristes. Sucede también que cuantos quieren alegría se alejan de Dios, porque lo creen un aguafiestas iracundo. Pues mirad a Jesús de Nazaret camino de Caná de Galilea, donde va a celebrarse una boda. Hay festín y alegría.

Pero se termina el vino, y Jesús entonces, para que no se termine la alegría—«el vino alegra el corazón del hombre» (Sal 104,15)—, saca vino de donde no hay. Festín, en hebreo, significa acto de beber. Es un milagro raro. No tiende a aliviar ningún dolor, sino a impedir que la alegría cese. Es un milagro, diríamos, peligroso. ¿No acabarán ebrios los comensales con tan excelente vino? Es un milagro lujoso. El vino no es necesario. ¿O lo es? No sirve el vino solamente para acompañar las comidas, sino también para olvidar que no se ha comido. Mas aquí ciertamente es un milagro de lujo. ¿No tenía también este gesto una intención suplementaria, una intención de muy sutil caridad? Sí, Jesús quería evitar la vergüenza de los jóvenes esposos. Porque no se puede ofrecer un convite con tan mezquinas provisiones. Pero ¿no es buena la humillación para purificar el alma? Jesús, de todas formas, hace el milagro. Seis hidrias de agua—lo menos seiscientos litros—fueron convertidas en vino.

«El tercer día se celebró una boda en Caná de Galilea y asistía la madre de Jesús. Fue también invitado Jesús con sus discípulos al banquete» (Jn 2,1-2).

María probablemente estaba ya allí, habría ido de víspera para ayudar a la familia. Habría colaborado en el minucioso adorno de la novia. Se acordaría entonces la Virgen de su propia boda. De esto hacía ya treinta años o más. Pero ella se acordaba como si hubiese sido ayer. ¿No se la contó más de una vez, con pelos y señales, a su hijo? Su hijo Jesús: llevaba dos meses sin verlo. Había salido un día de casa, dejándola a ella sola, con la casa repentinamente demasiado grande, con casi todas las horas vacías, con el alma llena de preguntas que no se atrevió a llevar a la boca. Su hijo «tenía que ocuparse en las cosas del Padre celestial». Esas palabras las recordaba bien, una por una. También recordaba otras muchas que su hijo le tenía dichas y que nosotros ignoramos. Le había dicho todo lo necesario para que su adhesión a la obra mesiánica fuera una adhesión consciente, íntima y responsable. Le había dejado de decir todo aquello que hubiese impedido una colaboración oscura y meramente espiritual, por encima y por debajo de esos planos de la inútil sensibilidad humana. Esa oscuridad, esa incertidumbre maternal, constituían un precioso requisito de su colaboración. Ella le había hecho ya todas las preguntas necesarias para cumplir su oficio de madre y eficaz corredentora, y había omitido todas aquellas otras que rebasaban su papel de esclava y pálida corredentora. «¿Qué hay entre yo y tú?»

Esta frase precisamente la va a escuchar ella de labios de su hijo en el transcurso del festín. «Y como faltase el vino, dice a Jesús su madre: No tienen vino. Y Jesús le responde: Mujer, ¿qué hay entre yo y tú? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,3-4).

Pero la expresión que usa el hijo no es nada clara. La prueba es que se ha traducido y se sigue traduciendo de muchos modos: «¿Qué hay entre tú y yo de común?», «¿Qué nos importa a ti y a mí que falte el vino?», «Y a ti ¿qué?», «¿Por qué te ocupas de mi misión?», «Deja, no hagas caso». ¿Cuál fue su verdadero sentido? No parece que los comentaristas lleven camino de concertar sus opiniones. Nos falta algo esencial para encontrar la clave: el tono con que esas palabras fueron pronunciadas, las miradas que entre madre e hijo se cruzaron, todo cuanto se sobrentiende y nadie puede entender.

No tienen vino. Es una petición muy delicadamente hecha: no se formula, se deja adivinar. Evoca aquella otra de las hermanas de Lázaro: «Señor, el que amas está enfermo» (Jn 11,3). Jesús da a su madre una respuesta en principio negativa. También con María y Marta observó en principio una conducta que parecía denegar la solicitud, y permitió que Lázaro muriese. No obstante, Jesús suministró el vino y devolvió la vida al muerto. En uno y otro caso, las cosas sucedieron «para gloria de Dios, para que el Hijo del hombre fuese glorificado» (Jn 11,4). El relato de la resurrección de Lázaro termina así: «Muchos de los judíos que habían venido y vieron lo que había hecho, creyeron en El» (Jn 11,45). El final del milagro de Caná es éste: «Mostró su gloria y creyeron en El sus discípulos» (Jn 2,11).

No tienen vino.

Por la memoria de Jesús, bien ejercitada en la lección de las Escrituras; por su conciencia tan sensible de Mesías, despierta ya para comenzar su obra, desfilaron entonces los cien textos que dan al vino un superior significado.

No tienen vino. Cristo contempla en aquel momento las caras angustiadas de cuantos conocían tan grave aprieto, y los rostros, al parecer felices, de aquellos otros comensales ajenos a ese detalle de administración. Y sin tener que levantar la mirada, sin verse obligado tampoco a cerrar los ojos, contempla al mismo tiempo las almas de todos los hombres del mundo, urgentemente necesitadas de vino. Observa «los campos devastados, la tierra en aflicción, porque el trigo está seco, perdido el vino y derramado el aceite» (Jl 1,1o). Escucha las voces suplicantes de la humanidad «lamentándose por las calles: Ya no hay vino, cesó todo gozo, desterróse de la tierra la alegría» (Is 24,11).

Rápidamente vuelve dentro de sí la hoja, y halla otro texto de Isaías: «Preparará Yahvé Sebaot a todos los pueblos sobre este monte un festín de manjares suculentos, un festín de vinos generosos, de manjares grasos y frescos, de vinos selectos y clarificados» (Is 25,6). Amós viene a enriquecerle la descripción con otros detalles de mayor encarecimiento: «Vienen días, dice Yahvé, en que sin interrupción seguirá al que labra el que siega, al que vendimia el que siembra. Los montes destilarán mosto y correrá el vino por todos los collados» (Am 9,3). El amor y sus ansias ponen blando el corazón del Señor: «Ya voy, ya voy a mi jardín, hermana mía, esposa, a coger de mi mirra y de mi bálsamo, a comer la miel virgen del panal, a beber de mi vino y de mi leche. Venid, amigos míos, y bebed, y embriagaos, carísimos» (Cant 5,1).

No tienen vino. Jesús estaba acostumbrado a esta bella manera de decir por metáforas y símbolos. Su «comida» es hacer la voluntad del Padre, y «los campos amarillos ya para la siega» anuncian la próxima cosecha de almas (Jn 4,34-35).

No hay vino. Sólo hay agua. He aquí que el Hijo del hombre va a transformar el agua en vino.

Cristo va a efectuar el cambio decisivo de economías. El Antiguo Testamento va a hacerse Nuevo Testamento.

«Había allí puestas seis hidrias de piedra para las purificaciones de los judíos, con capacidad cada una para dos o tres metretas. Jesús les dice: Llenad las hidrias de agua. Y las llenaron hasta arriba. Y El les dijo: Sacad ahora y llevadlo al maestresala. Se lo llevaron, y luego que el maestresala probó el agua convertida en vino—él no sabía de dónde venía, pero lo sabían los servidores que habían sacado el agua—, llamó al novio y le dijo: Todos sirven primero el vino bueno, y cuando están ya bebidos, el peor; pero tú has guardado hasta ahora el vino mejor» (Jn 2,6-1o).

Las tinajas eran de piedra y no de barro cocido, pues el barro, según los rabinos, contrae impurezas, y el agua tenía que servir para las purificaciones rituales que la ley señalaba. El número de tinajas era seis. Número que significa imperfección, en contraste con la idea de plenitud que sugiere el número siete. Agua de lustraciones exteriores: la ley. Imperfección: la ley. «La ley no condujo nada a la perfección» (Heb 7,19).

Pero Jesús manda llenar de agua los cántaros. Porque El no quiere crear vino en unos recipientes vacíos; El simplemente va a convertir en vino el agua que ya existía. Llenad, pues, las hidrias. «No penséis que he venido a abrogar la ley o los profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla» (Mt 5,17). He venido a consumar la ley, a dar el verdadero y definitivo sentido a todo lo precedente; no a crear de nuevo, sino a elevar la creación entera hasta el nivel perfecto de la segunda creación. Porque sabed que soy poderoso para sacar de las piedras hijos de Abraham y para hacer luego, de éstos, hijos fieles de mi Padre. No he venido, esposos—vosotros que os regocijáis ahora a la cabecera de la mesa—, no he venido a dar unas normas distintas de aquellas que en el paraíso os fueron dictadas, ni a inventaros un amor desconocido: vengo a daros fuerza para que restablezcáis, en la medida de lo posible, la paz y mutua entrega de aquella primera pareja; vengo a transformar en amor santo la pobre ternura que ya late en vuestro corazón y en vuestras manos. Y siempre será así. El sacramento no creará amor en el pecho de los que se acerquen al altar, sino que hará sagrado y fecundo el que lleven allí, injertándolo en esa devoción suma que yo siento hacia mi Esposa. He venido a convertir el agua en vino, toda vuestra vida anterior en vida de justicia, la expectación en realidad, la alianza de vuestro padre Abraham en reino de gracia y de salud.

El Antiguo Testamento va a hacerse nuevo, novísimo, eficaz por fin. Porque Cristo va a otorgarle significación. «Leed todos los libros proféticos sin ver en ellos a Cristo: no hay nada más insípido, más soso. Pero descubrid en ellos a Cristo, y eso que leéis no sólo se hace sabroso, sino embriagador» 1.

1 SAN AGUSTÍN, In lo. Evang. 9,3: ML 35,1459.

Además, comenta, por otro lado, Severo de Antioquía, los doctores y escribas habían estropeado el licor «mezclándole el agua de sus propias elucubraciones febles y humanas» 2. Este vino aguado es el que va a ser transformado en el vino generoso de la Sabiduría, el no saber en saber, y el saber en sabor.

Truécase el agua en vino. El bautismo «en agua» del Precursor es suplantado por el bautismo de Jesús «en Espíritu y fuego». Las tinajas serán reemplazadas por los odres; la ley, por la gracia.

Son dignos de notarse esos dos apuntes, de lugar y tiempo, que el evangelio tiene buen cuidado en precisar: «al tercer día», «en Caná de Galilea». Todos los detalles suelen tener en Juan recónditos e innegables simbolismos. El «tercer día» nos traslada al «tercer día» de la resurrección de Jesús, cuando se efectuó aquella soberana transformación de la muerte en vida, o, si queréis, del «alma viviente» en «Espíritu vivificante» (1 Cor 15,45).

El nombre del lugar posee asimismo una honda significación. No es Jerusalén, no es siquiera Judea; es un pueblo perteneciente a la «Galilea de los gentiles» (1 Mac 5,15). He aquí una nueva transformación: ha cambiado la Esposa de Jesús; ahora su Esposa es ya la gentilidad, el mundo universo, que es conducido entre cantos hasta la intimidad nupcial.

 

2. El vino y la sangre

No tienen vino.

Pero hay también otros textos que, al conjuro de las palabras de su madre, evoca esta mañana Jesús. Otros textos, rojos como el vino, rojos como la sangre. «¿Quién es aquel que avanza cubierto de colorado, con vestidos más bermejos que los de uno que pisa uvas, tan magníficamente ataviado, avanzando en toda la grandeza de su poder? Soy yo, el que administra justicia, el poderoso para salvar. ¿Cómo está, pues, rojo tu vestido y tus ropas como las de los que pisan en el lagar? He pisado en el lagar yo solo, no había conmigo nadie» (Is 63,1-3).

Cristo se contempla ahora a sí mismo pisando solo en el lagar, con las uvas hasta la rodilla, con la sangre hasta los ojos.

2 Homn. 119: Pat. Or., 26,388.

El alma se le aprieta. Tiene el vino ese olor dulzón de la sangre, el gusto salado de la sangre. Pero es preciso, es necesario. ¿Cómo concebir, juntos y a la vez, las ganas y la repugnancia, el miedo y el deseo? ¿Se sucedían o se mezclaban los textos de Isaías? Eran líneas escritas una encima de la otra. « ¡Vosotros, los sedientos, venid a las aguas! ¡Aun los que no tenéis dinero! Venid, comprad pan y comed. ¡Venid, comprad sin dinero, sin pagar, vino y leche!» (Is 55,1).

¿Sin dinero, sin pagar? « ¡Habéis sido comprados a gran precio!» (1 Cor 6,2o), «mas no con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre valiosa de Cristo» (1 Pe 1,18-19). Jesús lo sabe. Sabe que El tiene que pisar la uva, y que El mismo será la uva estrujada, y el vino ofrecido de balde a cuantos no tienen con qué pagar. Sabe que es fácil convertir el agua en vino, pero que es difícil convertir el vino en sangre.

Sin embargo, «todavía no ha llegado mi hora». ¿Qué hora es ésta? La suya. El pronombre posesivo la determina suficientemente. A lo largo del cuarto evangelio tiene «la hora» de Cristo un significado bien preciso, siempre el mismo. Cuando Jesús, admirado por todos, enseñaba en el templo, los judíos principales montaron en cólera, pero nadie osaba poner las manos en El «porque no había llegado su hora» (7,30; 8,20). Al final de la vida pública, después de haber hecho su ingreso triunfal en la ciudad santa, confiesa a unos griegos, deseosos de hablar con El, que «ha llegado la hora en que el Hijo del hombre será glorificado» (12,23). La víspera de su muerte vuelve a repetirlo, y ya con acentos de plegaria: «Padre, llegó la hora: glorifica a tu Hijo» (17,1; 13,1). ¿De qué hora se trata? Es, sin duda, una hora de glorificación, pero de una glorificación muy singular, pues la inminencia de esta hora pone congojas en su espíritu: «Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? ¡Pero para esto he llegado yo a esta hora!» (12, 27).

La «hora» de Jesús es la hora de su pasión, no la hora de empezar a hacer milagros. Porque el milagro de proveer de vino a sus amigos lo va a realizar inmediatamente. No hay, pues, duplicidad en sus palabras ni mudanza en sus decisiones. Tampoco las hubo en aquel otro episodio, tan parecido, que cuenta también el evangelista Juan (7,1-1o). Se acercaba la fiesta de los Tabernáculos, fiesta de grandes concentraciones en Jerusalén; recomendaron a Jesús sus parientes, con insistencia, que subiera a la ciudad para allí obrar los prodigios que venía realizando en Galilea y darse así a conocer al mundo entero. Jesús se negó: «Mi tiempo no ha llegado aún». No obstante, cuando ya sus parientes habían emprendido el camino, El también marchó, aunque en secreto.

En ambas ocasiones, Cristo cumple aquello que se le pide, mas después de haber pronunciado una negativa. Hay que deducir, pues, que ésta no versa sobre la acción que efectivamente realiza, sino sobre un propósito que oculta. Con todo, entre la acción ejecutada y el contenido de su secreta intención media un estrecho vínculo. Exactamente ese vínculo que liga el signo con la realidad significada: la conversión del agua en vino simboliza la transformación que en su ser va a operarse en el momento de su cruenta glorificación; la subida en silencio a Jerusalén anticipa su ascensión al Padre a través de la cruz.

Pero, a la vez que esta semejanza entre el signo y lo significado, se da también una relación de oposición entre ese sentido obvio que tanto su madre como sus parientes ponen en la petición que le hacen y aquel otro sentido, arcano, superior, que El celosamente abriga acerca de la respuesta otorgada a tal petición. Tanto en uno como en otro caso se trata de su manifestación mesiánica. Mas esta manifestación El no la llevará a cabo mediante sonoros milagros y con el aplauso de las muchedumbres enardecidas. El no ha venido para ser un Mesías carnal ni para obrar prodigios carnales.

Ha venido para transformar la «carne» en «gloria», lo cual tendrá lugar de una manera totalmente imprevista: por medio de su muerte. Entonces, con arreglo a la bendición profética de Jacob, «lavará sus vestidos con vino y en la sangre de las uvas su ropa» (Gén 49,11). Y este vino será la sangre del Cordero en la cual lavarán después los elegidos sus estolas (Ap 7,14). Entonces ocurrirá el gran milagro concedido a la incredulidad (Lc 11,29). Entonces será de verdad el agua trocada en vino.

De la misma forma que el bautismo cristiano no pudo ser aún instituido durante el bautismo de Cristo en el Jordán, tampoco el sacramento del matrimonio toma de este milagro de Caná su origen. Antes de morir Jesús, estas cosas son meros signos. Su muerte los convertirá en «signos eficaces».

Vino y sangre tienen muy íntimos parentescos, muy semejantes el color y la fuerza. El vino es la sangre derramada de la uva. Dice de Simón el Eclesiástico que «tendía su mano a la libación y ofrecía la sangre de la vid, y derramaba al pie del altar la sangre de olor agradable al Altísimo» (Ecl 50, 16-17). En el vino y en la sangre hay como un milagro permanente: como una fusión y abrazo de dos cosas muy contrarias, del agua y el fuego. Y esto es también el milagro de nuestra carne y nuestras obras: que esta carne pesada se haga flamígera; que el agua de nuestras obras se mezcle con éxito al cáliz de vino del Señor.

Ya ha sido convertida el agua en vino. Todos beben. También Jesús. Nunca desdeñó el beber, hasta el punto de que los judíos le trataban de «comedor y bebedor» (Mt 11,19). Llegará un día, el último jueves de su vida, en que, tomando una copa entre los dedos, transforme aquel vino en su propia sangre. Será ya la pasión. Faltón aún dos años para eso, dos pascuas. Esa última cena constituirá la celebración de la pascua, y esta boda de Caná acontece también en las proximidades de la pascua (Jn 2,13). En la pascua intermedia, para que el simbolismo eucarístico enhebre las tres fechas, Jesús multiplicará los panes y se definirá a sí mismo como Pan de vida (Jn 6,4).

Con voz cálida, despacio, les dirá a sus apóstoles: «Os lo digo, ya no beberé más vino, en adelante, hasta el día en que lo beba de nuevo con vosotros en el reino de mi Padre» (Mt 26, 29). Al día siguiente subiría a la cruz para morir.

Jesús murió para hacer posible ese festín al otro lado de la vida. Porque «el reino de los cielos es semejante a un rey que preparó el banquete de bodas a su hijo» (Mt 22,2). Es cosa de notar y agradecer el que en Caná de Galilea, marco simple y florido del primer milagro de Jesús, concurriesen aquellas dos imágenes fundamentales con que el período mesiánico había sido descrito: la imagen del banquete y la imagen de los desposorios. La tierna alegría de una boda aldeana es recogida con amor y puesta, como festivo anuncio, en el mismo dintel de los cielos.