CAPÍTULO VII

HIJO DE DIOS E HIJO DEL HOMBRE
 

1. El Hijo del hombre

Jesús ha bajado ya del monte de la penitencia y anda ahora reclutando discípulos. Andrés, Pedro, Felipe, se han enrolado ilusionadamente en sus filas. Felipe, que es un entusiasta, quiere hacer nuevos prosélitos y decide conquistar a un hombre llamado Natanael. «Le dice: Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley y los profetas, a Jesús, hijo de José de Nazaret. Dícele Natanael: ¿De Nazaret puede salir algo bueno? Dícele Felipe: Ven y verás. Vio Jesús a Natanael, que venía hacia El, y dijo: He aquí un verdadero israelita en quien no hay dolo. Le dijo Natanael: ¿De dónde me conoces? Contestó Jesús y le dijo: Antes que Felipe te llamase, cuando estabas debajo de la higuera, te vi. Natanael le contestó: Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel. Contestó Jesús y le dijo: ¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores has de ver. Y añadió: En verdad, en verdad os digo que veréis abrirse el cielo y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre» (Jn 1,45-51).

Observemos que Natanael concede a Jesús el tratamiento de «Hijo de Dios», pero que éste, cuando responde, da de lado semejante título y prefiere llamarse a sí mismo «Hijo del hombre». ¿Por qué? ¿Existe alguna razón para tal trueque?

La denominación de «Hijo de Dios» en labios del nuevo apóstol tenía probablemente idéntico valor que la de «rey de Israel»; juntó ambos títulos en su confesión para subrayar el mismo concepto. En el Antiguo Testamento, la expresión «Hijo de Dios» poseía una acepción muy amplia, y designaba tanto a los ángeles como al pueblo de Israel o a su representante máximo, al rey. La historia de los destierros y persecuciones fue poco a poco dando mayor precisión y densidad a este nombre, hasta hacerlo coincidir, en tiempos de Jesús, con el rey ansiosamente esperado, aquel Mesías que iba a liberar por fin al pueblo de todo yugo y miseria. Ostentaba, pues, una significación teocrática.

En los evangelios abundan las ocasiones en que el mencionado título se usa con ese sentido regio; así, por ejemplo, en todas las declaraciones que hacían acerca de Cristo los posesos. En otros casos, la expresión alude a una categoría puramente religiosa: recordad aquella bienaventuranza donde se promete que los hombres pacíficos serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9). Sólo muy contadas veces adquirió este título una inflexión excepcional, el valor de una filiación divina estricta, metafísica, que emparejaba ya al Hijo de Dios con Dios Padre: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo», proclamará algún día Pedro (Mt 16,16); mas para llegar a una definición tan exacta como sublime hubo menester de especial revelación (Mt 16,17). En el vocabulario judío común, Hijo de Dios manifestaba—a despecho de las apariencias y del rigor literal del vocablo—algo bastante menos excelso, menos divino, desde luego menos singular, que Hijo del hombre. Por eso Cristo, sin rechazar el tratamiento que Natanael le había adjudicado, prefiere designarse a sí mismo de esta otra manera.

¿Qué significa, pues, «Hijo del hombre»?

De suyo, se identifica simplemente con la palabra «hombre». Lo mismo que «hijo de la cámara nupcial» denota, en aquel a quien se aplica, cierta pertenencia al esposo, así «hijo del hombre» expresaría nada más, según el corriente modismo arameo, la condición humana (cf. Sal 8,5). Sin embargo, el uso tan característico que de esta locución se hace en las Escrituras nos obliga a buscar una significación más determinada y peculiar siempre que se aplica a Jesús. ¿Es quizá Jesús el hombre en sentido enfático? Bien sea enfáticamente alto: el hombre por excelencia, el hombre ideal; bien sea enfáticamente humilde: el hombre sumergido en plena debilidad humana.

Mas esta consideración del «hombre por antonomasia» resulta aún insuficiente. Late en el título una resonancia más profunda: percíbese en él la lejana y misteriosa voz de los profetas.

La voz, sobre todo, de Daniel. Habla éste de cuatro bestias que emergen del mar y que son desposeídas de su poder; a continuación habla de un Hijo del hombre al cual es otorgado el honor y la dominación eterna (Dan 7,1-14). ¿Quién es este extraño Hijo del hombre? En la pluma del profeta parece a primera vista que se trata de un nombre colectivo: los «santos del Altísimo» (7,18). Sería, no obstante, insatisfactorio entenderlo como un protosímbolo del pueblo nuevo, vencedor de las naciones representadas en las cuatro bestias. En efecto, el ser que recibe dicha denominación nos es descrito como alguien preexistente.

La proyección escatológica es, sin duda, la primordial. Con frecuencia se referirá Jesús a ella cuando vaticine el segundo advenimiento del Hijo del hombre, el cual «descenderá sobre las nubes del cielo con gran poderío y gloria» (Mt 24,30; 26,64). Otras veces Jesús usará de esta expresión para mencionar distintos oficios de la obra mesiánica: «El Hijo del hombre tiene potestad para perdonar los pecados» (Mt 9,6), «el Hijo del hombre es señor del sábado» (Mt 12,8), «el Hijo del hombre es el que siembra la buena semilla» (Mt 13,37), «el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que se había perdido» (Lc 19,10).

Mas hay un tercer grupo de textos, muy cualificado, que manifiestan otro aspecto importantísimo del Hijo del hombre: el aspecto soteriológico. Dicha faceta no se hallaba en Daniel, pero sí en Isaías. Los textos son muy numerosos; bástenos aducir uno, el más expresivo: «El Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención por muchos» (Mc 10,45).

Es preciso, pues, retener estas dos notas, ambas imprescindibles, si queremos entender al «Hijo del hombre»: triunfador escatológico y siervo paciente.

Nadie ignora que Cristo se atribuyó a sí mismo repetidas veces semejante título. Son a este respecto ejemplares y muy convincentes las citas paralelas. Cierta pregunta, por ejemplo, que Jesús dirige a sus discípulos, Mateo la redacta de este modo: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» (Mt 16,13). Marcos y Lucas, en cambio, la copian así: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8,27; Lc 9,18). Según Mateo, Jesús promete: «Bienaventurados de vosotros cuando los hombres os maldijeren por causa de mí» (Mt 5,11). La misma promesa adquiere en Lucas esta otra forma: «Bienaventurados de vosotros cuando os maldijeren por causa del Hijo del hombre» (Lc 6,22). Hijo del hombre y yo coinciden siempre; Hijo del hombre viene a ser un yo definido, incluso un yo subrayado.

Podemos preguntarnos ahora por qué Cristo prefirió para sí esta denominación. Es notable ya que todas las veces que aparece en el evangelio—suman más de ochenta, contando las repeticiones sinópticas—, sea siempre en boca del mismo Cristo. Los demás, ni amigos ni enemigos, nunca le nombran así; es El exclusivamente quien demuestra una constante predilección por semejante título. ¿Había alguna razón para ello?

Ciertamente Hijo del hombre posee, en la intención de Jesús, una categoría rigurosamente divina. Para El equivale a Hijo, en el sentido de hijo unigénito del Padre. Con esta única diferencia: «Hijo» muestra más en primer término la relación personal de Jesús con el Padre; «Hijo del hombre» alude más explícitamente a la situación gloriosa en que este Hijo convive con «el Anciano de días».

Pero, aunque tal significación sea estricta y hoy indudable, en tiempos de Jesús no estaba clara ni del todo determinada. Por eso precisamente la utilizó El. Llamarse Dios de modo rotundo y expreso hubiese sido motivo bastante de condenación y muerte; la mentalidad judía no se hallaba aún dispuesta para aceptar matizaciones y dibujos dentro de su monoteísmo a ultranza. Por otra parte, tampoco quería llamarse Hijo de Dios: no porque se empeñase en ocultar su divinidad, sino, al contrario, para no negarla, pues ya hemos dicho que este título tenía entre sus contemporáneos una acepción demasiado tibia, referida exclusivamente a seres creados.

Jesús, durante toda su vida pública, evita cuidadosamente el tratamiento de Mesías y cualquier otro que pudiera reducirse a él. Ordena a los endemoniados que no divulguen su descubrimiento (Mc 1,24.34). A Jairo y a sus familiares les obliga guardar silencio sobre el milagro realizado en su hija (Mc 5,43). Igualmente, a Pedro, Santiago y Juan les manda callar acerca de cuanto habían visto durante la transfiguración (Mc 9,9). Incluso después de recibir el gran testimonio de Pedro en Cesarea de Filipo, «les intimó que a nadie dijeran nada» (Mc 8,30). Cuando la multitud, frenética, prorrumpe en aclamaciones mesiánicas, El huye a esconderse en un monte (Jn 6,14-15). No es extraño, pues, que en los últimos meses de su vida, durante la fiesta de las Encenias, los judíos le preguntaran desconcertados: «¿Hasta cuándo vas a tener nuestro espíritu suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo abiertamente» (Jn 10,24).

¿Por qué quiso Jesús sistemáticamente ocultar su dignidad de Mesías? Para no provocar a sus oyentes a un malentendido, para no dar pábulo a aquella errónea concepción, entre ellos tan extendida, de un Mesías terrenal, cuya única misión consistía en quebrar las cadenas de la nación opresora. El era, ciertamente, el Mesías, mas no ese Mesías. Por eso tampoco negó nunca su verdadera condición. Dejaba que las almas obtuviesen por sí mismas la certeza y recuperasen la idea prístina, la idea virgen, tal como se leía en las Escrituras. A la pregunta, arriba citada, que le hicieron los judíos, contestó así: «Os lo dije y no me creéis; las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí». Que contemplen, pues, esas obras y saquen sus deducciones. Así, según lo quiso Cristo, «quien tenga oídos, que oiga» (Mt 11,15). A nadie se le niega el acceso a la verdad, mas tampoco se empuja a nadie por la fuerza; lo que se hace es simplemente impedir a las almas un extravío hacia el error.

El título más oportuno para satisfacer esta intención santa y pedagógica de Jesús era el de «Hijo del hombre». No estaba coloreado con aquel tinte de nacionalismo que había empañado otras dignidades y, por otra parte, lo contenía todo: la misión salvífica y judicial del que se sienta en el trono celeste.

Lo contenía todo, pero encubierto. A un tiempo velaba y revelaba. La multitud preguntó: « ¿Quién es ese Hijo del hombre?» Y El respondió: «Por poco tiempo aún está la luz en medio de vosotros; caminad mientras tenéis luz» (Jn 12,34-35).

Respuesta enigmática y piadosa, piadosa y estimulante. No les contestó: «Soy yo». Les invitó a acogerse a la luz, porque esa luz, cordialmente aceptada, daríales alguna vez una explicación suficiente, inequívoca.

Hijo del hombre: venía a ser como una tela, todavía en blanco, que Jesús entregaba a las almas para que éstas fueran llenándola con la pintura de su fe. Después de muerto y resucitado, cuando ya no tenía razón de ser ninguna política de ocultamiento, ese título no volvió a usarse más í.

El «Hijo del hombre» que aparece en los diálogos de Jesús es reemplazado pronto por el «Hijo de David» de la primitiva comunidad de Jerusalén, por el «Kirios» de los cristianos de Antioquía, por el «Logos» de San Juan, por el «Cristo» de San Pablo, por la «Segunda Hipóstasis» de la teología. Cuando nosotros decimos ahora Hijo del hombre, hay en nuestro corazón un tierno orgullo fraternal y, sobre todo, mucho agradecimiento.

1 Cuando se usa, es para denotar la naturaleza humana de Cristo: cf. Ignacio de Antioquía (Ad Eph. 20: MG 5,661), Ireneo (Adv. haer. 3,19: MG 7,941), Justino (Dial. 76 y loo: MG 6,652 y 709). Hugo de San Víctor subraya el hijo para señalar el vigor de juventud que la naturaleza humana había adquirido con Cristo, envejecida antes en Adán por el pecado (De sacram. legis: ML 176,31).

 

2. El Hijo de Dios

Cristo era Hijo de Dios, igual al Padre.

Lo mataron por haber dicho eso y haberlo defendido con juramento. No lo mataron por hacerse rey de los judíos, que esto, a la postre, no fue más que un pretexto político para conducirlo ante el tribunal romano. Tampoco lo condenaron por haberse erigido en Mesías; nunca tal cosa había merecido pena capital. El verdadero motivo de su ejecución, el agravio que los judíos no podían perdonarle, la clave de todo el juicio, fue simplemente eso: haberse proclamado Dios.

Venía ya Cristo preparando esta suprema declaración con otras muchas manifestaciones exteriores. Había confesado ya, y vosotros lo recordaréis, que era mayor que Jonás y que Salomón (Mt 12,41-42), mayor que Moisés y que Elías (Mt 17,3). Dijo que David lo Llamó su Señor (Mt 12,36) y que Abraham se alegró de ver su día (Jn 8,56). «Muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron» (Lc 10,24); y se señalaba a sí mismo con mano segura y voz inalterada, casi meramente informativa. Afirmó ser «mayor que el templo» (Mt 12,6) y «dueño del sábado» (Mt 12,8).

Era mayor que toda criatura, era igual al Padre. Salió del Padre (Jn 8,42), sigue estando en el Padre y el Padre en El (Jn 10,38), hace todo cuanto hace el Padre (Jn 5,19), mereciendo la misma gloria del Padre (Jn 5,23). Todo le ha sido entregado por el Padre, y nadie conoce al Padre sino El (Mt 11, 27). El será también quien envíe al Espíritu Santo (Jn 15,26), el cual tomará de lo que El guarda, pues tiene y posee como propio cuanto es del Padre (Jn 16,11-15).

Se alza como supremo legislador: «Antes fue dicho a los antiguos... Pero yo ahora os digo» (Mt 5,21.48). Yo os digo. Las cláusulas de la vieja legislación comenzaban: «Así habla el Señor». Yo os digo. No transmito, no recojo, no promulgo en nombre de nadie. Yo os digo. Nunca tuvo este pronombre tan rotundo valor. Porque a El le ha sido dado todo poder en la tierra y en el cielo (Mt 28,18).

Se adjudica el poder de perdonar cualquier pecado (Mt 11, 28), facultad que ya sabían perfectamente sus oyentes estaba reservada a sólo Dios (Is 43,25; Ez 36,25). Y no sólo absuelve El, sino que cede las llaves a quien quiere (Mt 18,18). Nadie se arrogó nunca tales atribuciones. Aún hay más: no sólo legisla, no sólo perdona, sino que al fin de los siglos promete tomar asiento y sentenciar como único Juez de vivos y muertos (Mc 15,62; 8,38; 13,26).

Pero esto es poco todavía. Al anunciar su oficio de Juez, asegura ya que la única materia de examen, el único índice valedero para la aprobación o reprobación de todos los juzgados, será precisamente la relación que éstos hayan mantenido respecto de El. Si han creído en El, serán salvos (Jn 3,16); si le han atendido en sus necesidades, serán benditos (Mt 25,34); si le han confesado delante de los hombres, obtendrán el premio (Mt 10,32).

Y no ya el juicio, la vida entera de los hombres tiene que girar en torno de El. Lo está repitiendo constantemente: «por mí, por mí». «Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y calumnien por mí» (Mt 5,11). «Seréis llevados a los gobernadores y soberanos por amor de mí» (Mt 1(D,18). «Seréis aborrecidos de todos por mí» (Mt 10,22). No dice «por la verdad», «por la religión», «por Dios»; dice claramente, reiteradamente, «por mí».

Sus exigencias son ilimitadas, es decir, son totales. Pide que cada uno tome su cruz y le siga (Mt 10,38; 16,24), que se tenga en El una fe absoluta, con entera abnegación (Jn 9,35-39). Exige que se le ame más que al padre y a la madre (Mt 10,37), con los cuales, si El lo pide, se deberá romper violentamente (Mt 10,34). Reclama de todos el menosprecio de la vida por su causa (Mt 10,28-39).

Se impone a sí mismo como núcleo de toda la vida religiosa. Funda la nueva comunidad: «Donde estén dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,2o). Cimenta la filiación divina de los hombres: «A cuantos le recibieron, les dio poder ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre» (Jn 1,12). Garantiza el éxito de la plegaria: «Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os será concedido» (Jn 16,23).

Sus palabras son rotundas, inequívocas y de mil modos repetidas. Previendo el asombro que iban a causar, insiste en concederles todo su valor, en asegurar para siempre todo su sentido. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35). La potencia de esa palabra es tal, que la oirán los muertos (Jn 5,25).

Y confirma sus palabras con milagros inauditos. Milagros y maravillas habían realizado muchos hombres antes de El. Los rabinos arrojaban demonios (Mt 12,27), Elías y Eliseo llegaron incluso a resucitar muertos (1 Re 17,19; 2 Re 4,32; 4 Re 13,21). Pero todos esos milagros habían sido obrados en virtud y por la invocación del Señor omnipotente. Cristo, en cambio, realiza los portentos en su propio nombre, sin apoyarse en nadie, sin pedir nada a nadie. «Quiero, queda limpio» (Mc 1,41). «Yo te lo digo, levántate» (Mc 5,41). Después de El, los milagros serán ejecutados todos en el nombre de Jesús (Act 3,6; 4,10).

La vida entera de Cristo queda sin sentido si se la despoja de su categoría divina. Toda la personalidad de Cristo es un enigma indescifrable si nos obstinamos en suprimir de ella su íntima conciencia de Hijo. Toda la religión cristiana viene a ser una inmensa farsa si Cristo no es Dios.

Al mismo tiempo, toda la suma de verdades que profesamos hallan su cabal compendio en la breve declaración del príncipe de los apóstoles: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

Creer que Jesús es el Hijo de Dios es creer en la Trinidad. Creer que Jesús es el Hijo de Dios es creer en la encarnación. Es creer en la Iglesia, que la prolonga, y en la Eucaristía, que la hace presente. Creer que Jesús es el Hijo de Dios es creer en la resurrección de la carne y en la vida eterna, pues significa creer en Aquel que dijo: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25). Creer que Jesús es el Hijo de Dios es creer, finalmente, en el misterio de Dios, en el Dioä amor. «Dios ha manifestado su amor por nosotros al enviar a su único Hijo al mundo» (1 Jn 4,9). El credo íntegro se halla condensado en estas pocas, henchidas, definitivas palabras: Creo, Señor, que tú eres el Hijo de Dios.

Jesucristo es Dios. Sólo cabe adorar. Acumular alabanzas de su humanidad egregia es tarea grata, como poner al sol un rubí para que despida más destellos. Pero esto no basta si queremos decir quién es Jesús. Jesús es esencialmente, infinitamente, más que un hombre. Tampoco basta, y sería además error bien triste, decir que el sol es el más grande y bello rubí.

 

3. Dios y hombre verdadero

Al cabo de los siglos, hoy mismo, Jesús sigue siendo un desconocido. La bronca voz del Bautista baja del cielo para increpar a los hombres: «En medio de vosotros está uno a quien no conocéis» (Jn 1,26).

Cristo es el gran desconocido, sobre el cual se han ido acumulando a lo largo de la historia todas las inútiles máscaras de cartón, todas aquellas que, con paciencia o violencia, con amargura o cariño extraviado, con desprecio o tras largos pleitos, han sido pintadas y vueltas a pintar. Todos los errores posibles. Cristo ha sido un gran filósofo, el predicador de una altísima moral, un revolucionario, un filántropo, un irresponsable, un héroe, un alucinado, un impostor; Cristo no existió nunca, Cristo fue nada más un mito, un mito babilónico... Dos grandes tendencias agrupan los errores: Cristo fue un simple hombre deificado por la imaginación o fue un Dios al que la fábula convirtió en hombre.

El cristiano es el único que profesa la verdad acerca de su Maestro: lo confiesa Dios y hombre. No sólo Dios, no sólo hombre, ni tampoco un ser intermedio, sino Dios y hombre a la vez. Sin embargo, podemos preguntarnos con extrañeza sobre esa falta de extrañeza que se advierte en el común de los cristianos, podemos preguntarnos sobre esa ausencia de preguntas: ¿a qué se debe tanta tranquilidad en la aceptación de algo que por sí mismo representa un «escándalo»? Porque no deja de constituir siempre un grave escándalo para el entendimiento la asociación de dos notas tan divergentes, tan contrarias, como de hecho son la humanidad y la divinidad. ¿Por qué, sin embargo, el Verbum caro es admitido tan plácidamente? ¿Se debe a la gran firmeza de la fe o se debe, más bien, a una habitual indiferencia ante el misterio? ¿Conocen muchos cristianos a Cristo mejor que muchos no cristianos? ¿Lo entiende mejor una cabeza distraída que una cabeza rebelde?

Subsisten los criterios equivocados. La acusación del Precursor a orillas del Jordán se transforma aquí en una dolorida queja del mismo Jesucristo, dirigida a sus discípulos: «Tanto tiempo que llevo ya con vosotros, ¿y todavía no me conocéis? (Jn 14,9).

Ningún cristiano osará despojar a Cristo de su naturaleza humana o de su naturaleza divina. Muchos, no obstante, actúan y piensan como si este Cristo careciese de una u otra naturaleza. En el seno de la propia Iglesia— ¿quién podrá negarlo?—vemos cómo se fomentan viciosas maneras y criterios, monofisitas y nestorianos, muy difusos, pero a la vez, por eso mismo, muy difundidos. Existe cierto rnonofisitismo propio de una piedad endeble y mal documentada: es el extravío de cuantos ven en Jesús solamente a Dios y en su bendita encarnación contemplan tan sólo una anécdota muy pasajera y secundaria, casi una manifestación más de ese Dios que desciende de vez en cuando al Sinaí. En pugna con esta mentalidad, cayendo en el exceso contrario, adquiere hoy pujanza una especie de nestorianismo larvado, característico de algunos espíritus que se dicen fuertes, para los cuales Jesús es sobre todo un hombre, un hombre que ha subido y sigue subiendo al Sinaí, como Moisés, en representación de todos nosotros. Se trata, ya veis, nada más de dos estilos, pero de estilos tan acentuados y parciales que, aunque en sí no entrañen culpa, tienen fuerte sabor herético. ¿No es acaso toda herejía una parcialidad?

Unicamente salva la verdad de Cristo la confesión simultánea de sus dos naturalezas, tan distintas como inseparables.

Distintas e inseparables aparecen en todos los pasos de su vida, tan mortal como inmortal. Nace en Belén el Verbo, que estaba desde siempre en Dios. Nace en la indigencia quien es aclamado y regalado por los ángeles. Es circuncidado el que recibe un nombre divino. Se somete a María y a José aquel que, unas horas antes, ha admirado profundamente a los doctores. Es bautizado por un hombre el que constituye toda la complacencia del Padre. Confiesa que el Padre es mayor que El (Jn 14,28) quien poco antes ha dicho que el Padre y El son una misma cosa (Jn 10,30). Reconoce que hay verdades que no sabe (Mc 13,32) aquel a quien todo ha sido revelado (Mt 11,27).

Padece hambre y sed uno que, de la nada, alimenta a multitudes. Se cansa y tiene que sentarse al borde del camino el que da movimiento a los paralíticos. Navegando por Tiberíades, el sueño se apodera del hombre que, inmediatamente después, calma la tempestad con un solo gesto. Desciende de Abraham (Lc 3,34) el que existía antes de Abraham (Jn 8,58). Es hijo de David (Lc 1,32) aquel a quien David llama su Señor (Mt 12,36). Se halla «sometido a la ley» (Gál 4,4) el que, cuando quiere, reforma la ley (Mt 19,9). Junto al sepulcro de Lázaro llora de pesar el que en seguida va a resucitar a Lázaro. En Getsemaní es confortado por un ángel aquel a quien los ángeles servían en el desierto. Tiene miedo y pavor el que, pocos minutos después, valiéndose únicamente de una palabra, derribará al suelo a sus enemigos. Muere como un malhechor, y su muerte provoca un cataclismo en la tierra.

Sus dos naturalezas son a menudo indivisamente proclamadas, por Cristo mismo, en una misma frase. «Destruid este templo y lo reedificaré en tres días» (Jn 2,19). «Glorifícame ahora, Padre, cerca de ti con la gloria que tuve cerca de ti antes de que el mundo existiese» (Jn 17,5). Pedro llegará a una fusión impresionante: «Habéis matado al autor de la vida» (Act 3,16). Juan resume toda la teología de Cristo en dos palabras: «Verbo carne» (Jn 1,14), y todos los errores sobre Cristo en otras dos palabras: «descomponer a Jesús» (1 Jn 4,3). Pablo afirma con extraordinario vigor: «En El habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9).

Por eso puede ser Jesús sujeto de atribución de tan distintas y opuestas cualidades. Los teólogos llaman «comunicación de idiomas» a esa consecuencia de la encarnación que permite afirmar del mismo sujeto dos naturalezas diferentes y sus propiedades respectivas, con tal que se haga siempre por medio de nombres concretos. El nombre concreto representa directamente la persona y sólo de modo oblicuo la naturaleza o propiedad; los nombres abstractos, al revés. Por consiguiente, no podemos decir, refiriéndonos a Cristo, que su divinidad es la humanidad o que su omnipotencia es débil, pero sí nos es lícito atribuir a Dios todas las propiedades humanas, y decir que Dios ha nacido y ha muerto y que tiene cuerpo; de la misma forma podemos atribuir al hombre todas las propiedades divinas y afirmar que este hombre es inmortal y omnipotente.

Esta unión de las dos naturalezas en Cristo la explica Pablo por el «anonadamiento». Cristo se anonadó en su «forma de Dios» (F1p 2,6). Lo que el Apóstol subraya no es lo divino, sino la forma de lo divino. Cristo no perdió su ser de Dios, sino tan sólo su forma, su gloria y brillante atavío.

Pero es digno de observar que este despojamiento, en sus fases más agudas—en el nacimiento, en el bautismo, en la persecución, en la muerte—, viose como compensado por ciertos obsequios y muestras de lo alto, mediante los cuales quería Dios realzar a su Hijo. Con ello se pretende ejercitar y a la vez ayudar nuestra fe, hacerla razonable sin que deje de ser libre.

Ya las profecías venían anunciando estos dos costados del Hijo del hombre. En El inverosímilmente convergen dos series de vaticinios tan antagónicos que parecen dos paralelas tiradas al infinito. David lo contempla en los esplendores del poder: «Tu pueblo se te rendirá el día de tu esfuerzo; sobre los montes sagrados serán para ti los enemigos como rocío de aurora. Ha jurado Yahvé y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec» (Sal 110,3-4). Pero descubre también que los enemigos «le rodean como perros, le cerca una turba de malvados; han taladrado sus manos y sus pies, y se pueden contar todos sus huesos. Ellos le miran y le observan con gozo: se han repartido sus vestidos y echan suertes sobre su túnica» (Sal 22,17-19). En Isaías es igualmente violento e insufrible el contraste. Se trata de un Mesías cuya generación nadie puede contar (53,8), y nos lo describe levantándose como el alba, brillante como una antorcha (62,1), «constituido rey y maestro de las naciones» (55,4)• Sin embargo, este Mesías será «despreciado, oprobio de los hombres, varón de dolores, conocedor de todos los agravios, alguien ante el cual se vuelve el rostro, escarnecido, estimado en nada» (53,3)•

¿Cómo casar descripciones tan antitéticas? Son dos caras del mismo Señor. Una y otra admirables, y su unión, incomprensible. El pensamiento escudriñador desmaya y cede su puesto a la arrobada contemplación. Contemplamos al creador del sol nacido bajo el sol. Es el creador de su madre; lo transportan unos brazos que El ha construido, lo alimentan unos pechos que El se ha ocupado en llenar. He aquí una fuerza que necesita fuerza, una sabiduría que es menester instruir, el Verbo que aprende a hablar. Pero esta pequeñez no disminuye su grandeza, ni aquella grandeza oprime tanta debilidad. Y a la vez esta flaqueza nos da a nosotros energía, esta ignorancia nos esclarece, esta mudez pronuncia las únicas palabras salvadoras, la pobreza nos hace ricos, el miedo nos reconforta, la muerte nos otorga la vida. «La fortaleza de Cristo—resume San Agustín—te creó, pero su debilidad te recreó; su fortaleza hizo que fuese lo que no era, y su debilidad que no pereciera lo que ya era» 2.

Dios ha querido encarnarse para darnos la salud. Es de notar que la salud corporal la restituía Jesús, en su vida terrena, por medio de unos milagros que El realizaba valiéndose precisamente de su humanidad. Recordad: curó al leproso tocándolo con su mano (Mt 8,3). Devolvió la vista a los ciegos por medio de su contacto físico (Mt 9,29) y al sordomudo le hizo oír y hablar poniéndole su dedo en la oreja y mojándole la lengua con su saliva (Mc 7,33). La hemorroísa quedó sanada cuando pudo coger furtivamente el vestido del Maestro (Mt 9,20). «Las turbas deseaban tocarle, porque salía de El un poder que curaba» (Lc 6,19). La humanidad de Cristo era el instrumento voluntariamente imprescindible por el cual su divinidad actuaba y derramaba las gracias.

Es maravilloso pensar que las cosas siguen sucediendo hoy lo mismo, puesto que «aquello que era visible en nuestro Redentor ha pasado a los sacramentos» 3. Jesús continúa transmitiendo la vida a los hombres a través de estos sacramentos, a través de cosas sensibles adecuadas a nuestra humanidad corporal. Prolongan los sacramentos la eficacia de la encarnación y también sus modalidades propias. Así como en ellos se une la palabra a la materia, así en Cristo se unió la Palabra a la carne. Cristo hombre es el primer sacramento, porque es «la imagen de Dios invisible» (Col 1,15) y el dador de toda gracia (Jn 1,16). Es, todo El, un signo eficaz. Todas sus acciones eran a la vez obras y signos, ya que cualquier acción de la

2 In lo. Evang. 15,6: ML 35,1512.
3
SAN LEÓN MAGNO, Serm. 74,2: ML 54,39
8.

Palabra representa una palabra para nosotros. Hoy sigue obrando y manifestándose, manifestándose y ocultándose en «su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,18).

La vida de Jesús consistía en vivir humanamente su divinidad, en dar cauce a su potencia divina entre las paredes de su voluntad humana, en dar expresión a su amor eterno con las formas y maneras de amar de un corazón humano. En El y sólo en El nos ama Dios. En El y sólo en El amamos nosotros a Dios. En El se contiene Dios entero y en El queda resumida íntegra la humanidad. Se dan como tres vínculos admirables: el primero enlaza al Hijo con el Padre en la unidad de la Trinidad santa; el segundo ata la persona del Hijo a la naturaleza humana en el misterio de la encarnación; el tercero extiende y amplía este segundo, estrechísimo nudo al unir con Dios Hombre, con esta concreta humanidad divinizada, a todos y cada uno de los hombres. Tales lazos, que no son más que vueltas y vueltas del mismo lazo, lo ligan todo, lo han religado todo. Son nuestra religión.

Cristo es nuestra religión.

Decíamos antes que Cristo no es apenas conocido entre los hombres. Tampoco la religión que El fundó es más conocida. De ella se tienen muchos conceptos imprecisos, ruines, descarriados. Hay quien dice que su esencia consiste en ofrecernos la más alta moral; esto es verdad, pero también es verdad que el cristianismo consiste en la superación de toda moral. Otros aseguran que su esencia estriba en responder como ninguna a las más nobles exigencias de la razón humana; es cierto, pero no deja de serlo igualmente que los misterios cristianos sobrepasan infinitamente la razón, son su «escándalo». Hay quien afirma que el cristianismo es la revelación de Dios como Padre, con el cual la criatura se siente capaz de establecer relación amorosa, directa y personal; es verdad, con tal que se acepte la verdad opuesta: el cristianismo es la religión que más perentoriamente ha proclamado la necesidad de un Mediador.

¿Cuál es, pues, la esencia de la religión cristiana? Sólo Cristo, el Cristo concreto, el Cristo de carne y hueso, el Verbo encarnado. No nos hace El hombres religiosos, es nuestra religión.

Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero...