CAPÍTULO VI

LAS TENTACIONES DE JESÚS

 

1. El desierto

Tierra, tierra, tierra. El desierto es pura tierra y nada más. La vegetación escasísima que de cuando en cuando se advierte, en vez de amortiguar esta penosa sensación, la subraya. Igual que un pequeño son, muy espaciado, acrecienta el silencio. Es un paisaje inhumano. Anterior a los hombres, anterior a los animales, anterior a las plantas. Estamos en el segundo día de la creación. No ha empezado la historia ni la prehistoria. Es una edad precámbrica, alucinante. Es una tierra muy nueva, muy virgen, sin vida aún. O es, si no, una tierra muy vieja, muy prostituida, sin vida ya. No se sabe. Quizá se oye el batir de los élitros de una cigarra. No se sabe: también el oído tiene sus espejismos.

El desierto, tierra «horrible» (Dt 1,19), «solitaria y desolada» (Ez 6,14), «tierra de arenales y barrancos, tierra árida y tenebrosa, tierra donde no mora nadie, donde nadie puede habitar» (Jer 2,6).

Es todo como una «contemplación para alcanzar pavor». Una tierra desollada, lunar. Amedréntase el corazón. El temor que he llegado a experimentar cuando, en América, me internaba sin compañía por alguna selva, resulta un temor mucho más soportable: invita a defenderse, a calcular, a llenar el tiempo. Pero este miedo que el desierto suscita lo deja a uno completamente inerme, a merced de sí mismo contra uno mismo. Todos los enemigos están ocultos en las propias entrañas. El corazón se encoge. La cabeza resuena. Los ojos duelen.

El calor es espantoso: «45, 48 grados a la sombra». Pero ¿qué es la sombra? He aquí una palabra inservible, una cosa inimaginable. Añadid el hamsin, ese viento de Arabia que trae partículas inflamadas en suspensión, el viento de la cólera de Yahvé, el que soplará furioso cuando Jesús exhale su último suspiro. Añadid luego ese tercer elemento de tortura que es la presión extraordinaria, la presión que gravita como una torre sobre los hombros. Estamos en la hondonada más profunda del mundo. Ahora caminamos en zigzag por las faldas del Djebel Garantal, sobre un suelo gredoso. Vamos subiendo, con la esperanza de encontrar más arriba algún alivio.

El Djebel Garantal es el monte de la Cuarentena. Aquí estuvo Jesús cuarenta días y cuarenta noches. Se dilata al sur, indefinidamente, el espectáculo de la aridez. ¿Y esa lámina que reverbera? Es un lago metálico, un lago de sal, asfalto y azufre. Ninguna vida en él. De sus aguas se extrae el betún para las momias. Aguas muertas, sin un pez, sin una planta. Es el mar maldito, el mar Muerto. A un par de kilómetros, en la banda occidental, se halla el monasterio de Qumran. En torno, las cuevas de los monjes. Se trata de la más noble realización de la piedad judía. Eran hombres que lo abandonaban todo, hombres que, en un clima a la vez desértico y tropical, vivían sometidos a la más absoluta abstinencia, a una disciplina rigurosísima. Una simple mentira era castigada con seis meses de pena y reclusión. ¿No son almas rectas, ardientes, que suspiran por el Mesías? ¿Por qué no ir a verlos, a llevarles la dulzura, a liberarlos de sí mismos? Jesús, esta tarde que ha subido hasta la punta del Djebel, derrama su mirada sobre ese lugar de expiación, de grandes fatigas, de esperanzas depauperadas. El lleva también veinte, treinta días sin probar bocado. Este ayuno y esos ayunos, ¿no podrían hermanarse, no podrían fundirse, no podrían formar un haz y subir juntos al cielo? Hay en los ojos del Salvador un secreto que nadie podrá nunca usurpar. Contempla a lo lejos el monasterio, minuciosamente cuadriculado, todo él concebido en función del mejor aprovechamiento del agua. ¡El agua! Jesús se siente ahora la garganta, se la siente; y el estómago. ¡El agua! ¿No es agua lo que discurre ahí abajo, al oriente, entre dos cintas de verdura? Sí, es el Jordán. Hay árboles. En el Deuteronomio léense insistentes recomendaciones para que los israelitas respeten los árboles, para que no los talen cuando se acercan a las tierras de sus adversarios. Cortar un árbol es peor que matar un hombre. Extraña mística de nómadas que peregrinan y pelean en tierras calcinadas. La felicidad es una fuente; el amor de Dios es un agua que corre sin cesar; la solicitud de Yahvé se muestra en esa nube que avanza con ellos y da sombra. «Bajo la sombra de tus alas», ¿No recibió Abraham la gran promesa a la sombra de un árbol, en Mambre? Y la gloria de Dios es como el Hermón. Sí, aquello es el Hermón, un monte gigante, de más de dos mil metros de altura. Allí, al norte. Parece flotar. Se ve y no se ve. Será, acaso, la debilidad. Los lugares más próximos tienen mayor consistencia. Por ejemplo, ahí, al poniente, se halla la ciudad de Jerusalén. Unos macizos oscuros de olivos la delatan. « ¡Jerusalén, Jerusalén, si supieras...!»

Jesucristo está en el desierto, ayunando. Ha ido allí por impulso del Espíritu. Sobre esto no cabe duda. «Fue llevado por el Espíritu», dice Lucas (Lc 4,1). «Fue conducido por el Espíritu», dice Mateo (Mt 4,1). Y Marcos afirma: «El Espíritu le empujó» (Mc 1,12).

Va a permanecer allí cuarenta días, igual que Elías y Moisés. Tiene en la Biblia el número cuarenta un preclaro simbolismo: denota siempre una etapa de preparación.

Cuarenta días duró el diluvio, al cual iba a suceder la expansión de una humanidad nueva. Cuarenta días estuvo Jacob embalsamado antes de recibir sepultura. Cuarenta días duró la exploración del país de Canaán, y cuarenta años aquel largo éxodo que había de acabar en la Tierra Prometida. Cuarenta días tenía que permanecer Nínive envuelta en saco y ceniza, disponiéndose al perdón. Cuarenta días durmió Ezequiel, tumbado sobre el lado derecho, para expiar las culpas de la casa de Judá. Cuarenta días anduvo Jesús por la tierra antes de subir a la gloria del Padre.

Cuarenta, nadie lo ignora, resulta un número elocuente. Cuatro es el número del universo: cuatro elementos lo integran, cuatro puntos cardinales lo limitan, cuatro estaciones miden su tiempo. Diez es el final de la primera serie de números y sugiere una cierta idea de plenitud: diez vírgenes, diez leprosos, diez talentos. El producto de ambos números es cuarenta, cifra muy apta para simbolizar la totalidad del tiempo terreno, en vivo contraste con la eternidad, la cual solemos representarla mediante el número cincuenta, ese número que subsigue sin fin a las siete semanas, siete por siete. De ahí que la cuaresma litúrgica resuma admirablemente nuestra vida entera en cuanto período de preparación para aquella nueva existencia que la resurrección alguna vez nos otorgará.

Cuarenta, como veis, es un número que expresa siempre alguna preparación o víspera. Cuarenta días estuvo también Jesucristo en el desierto, disponiéndose antes de empezar su ministerio público.

Ofrece el desierto, a quien por él va caminando, una atroz enseñanza en extremo saludable: su total dependencia de Dios. El mundo no da nada; la esperanza entonces se adelgaza y crece, la esperanza en esa ayuda que sólo de lo alto puede provenir. Nada poseemos. Los pies no conducen a ninguna parte; las manos son incapaces de arrebatar nada, de elaborar nada; la voz es inútil. Se ensaya entonces el habla del corazón.

El desierto es inmenso y uniforme. Despierta, por eso, y protege la idea monoteísta de Dios, un Dios único e infinito. No apetece, desde luego, morar en el desierto: a través de él caminamos, transitamos. Aparece la vida humana, en su conjunto, como una vida errabunda. Se acuerda uno de Abel y de la complacencia con que Dios le sonreía. Abel es el trashumante; Caín es el agricultor, el sedentario, el fundador de las ciudades mundanas. Extrañas conexiones de ideas empujan a la oración: «Dios, tú eres mi Dios, a ti te busco ansioso. Sedienta de ti está mi alma, y mi carne te desea, en una tierra árida, seca, sin aguas» (Sal 63,2).

Este ardoroso deseo empalma con los designios del Señor: «Le llevaré al desierto y le hablaré al corazón» (Os 2,14). La soledad como clima favorable a la divina presencia. Después que Noé y su mujer, sus hijos y sus bestias entraron en el arca, «Yahvé cerró la puerta» (Gén 7,16). Afuera quedaba el mundo, los vanos ruidos, las vanas alegrías, las flores vanas, que el agua iba muy pronto a anegar. Dentro, la intimidad con Dios: «Tú, cuando reces, entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que ve en lo escondido» (Mt 6,6). Recogernos es reencontrarnos; encontrarnos a nosotros mismos es hallar la presencia de Aquel que «nos es más interior que todo secreto» 1.

Encontramos ahí el amor. El amado se lleva a la Sulamita al desierto, lejos de la corte, donde la mujer poseía todo menos ternura. En el desierto encontrará ella el amor. Las criaturas no sólo nos ocultan el rostro de Dios, sino que además lo imitan. Ahí reside el gran peligro, el peligro del engaño. Creer

1 SAN AGUSTÍN, Confes. 9,1: ML 32,763.

que los jardines y sitios amenos de la tierra pueden llenar nuestra ansia de felicidad, creer que el agua puede saciar nuestra sed.

El yermo nos concede la paz. Nos libra de tres guerras: la guerra de la vista, que en el mundo ha de luchar contra mil incentivos; la guerra del oído, atacado y solicitado por palabras de detracción, error y lisonja; la guerra de la lengua, tan rebelde a que le pongamos freno. De estas luchas nos libra el desierto.

El desierto, sin embargo, tiene otra cara, otros problemas, otros combates. «Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo» (Mt 4,1).

Ha desaparecido el mundo; la carne está quieta, perfectamente castigada. Pero el diablo se aproxima, acude fascinante, pinta seducciones en el aire, o viene en son de guerra, abofetea, araña. El diablo es el señor del desierto; su vivienda está «en los lugares áridos» (Lc 11,24). Puesto que él es «el príncipe de este mundo» (Jn 12,31), lo es de manera singular de esas porciones no humanizadas aún, en las cuales el hombre no le ha disputado la soberanía. El desierto es la parcela de Azazel (Lev 16,22).

Así pensaban, intrépidamente, los Padres anacoretas. No buscaban en la soledad ninguna morosa degustación. Su retiro no suponía retirada alguna. Más que huir del mundo, se encaminaban a una gran contienda contra el demonio. Buscaban derrotar al «fuerte» mediante el poder del «más fuerte» (Lc 11, 2I-22).

Pero ¿no representa esto una empresa temeraria? Creedme, es más bien una medida absolutamente precisa: sólo en la soledad desenmascaramos esas ocultas fuerzas de perversión que laten en nosotros. Y únicamente descubriéndolas podemos reducirlas y vencerlas. En el desierto, el debate se estiliza, se hace esencial.

Viene a ser esto voluntad muy concreta de Dios. La ambivalencia del desierto—lugar de dominación de Satán y lugar donde Dios habla al oído—es paralela de aquella otra ambivalencia incluida en el concepto de tentación: la tentación no constituye únicamente una invitación diabólica, sino también una prueba del Señor. El alma es probada como es probado el acero. «Es Yahvé, vuestro Dios, quien os prueba para saber si amáis a Yahvé, vuestro Dios, de todo corazón» (Dt 13,4). Adquiere el alma en la soledad, después de ser tentada, el vigor creciente que la capacita para ulteriores ascensiones.

El desierto, en suma, es el compendio fundamental de todo este mundo, seco en su núcleo, seco de verdad, que suspira por las aguas de un bautismo cósmico. Aquel día, «exultará el desierto y la tierra sin agua, la soledad se regocijará y florecerá como un narciso» (Is 35,1), porque «yo, Yahvé, haré brotar fuentes en las alturas peladas, convertiré el desierto en un estanque, y la tierra sin aguas en corrientes de aguas; yo plantaré en el desierto cedros y acacias, mirtos y olivos; yo plantaré en la soledad cipreses, olmos y alerces juntamente, para que todos vean y comprendan, consideren y entiendan que es la mano de Yahvé la que hace eso» (Is 41,18-20).

Toda esta tierra es yermo para quien ha interpretado bien la sed que su corazón padece, así como también todo el año, la vida íntegra, es cuaresma y luz morada.

 

2. El mesianismo fácil

Duró el ayuno de Jesús cuarenta días y cuarenta noches; lo mismo que el de Moisés (Ex 34,28) y el de Elías (1 Re 19,8). Pero Jesús no necesitaba, como Moisés, de esta abstinencia para hablar con el Señor y recibir su ley. Ni huía tampoco, como Elías, de los hombres malvados que matan a los profetas y derriban los altares. ¿Por qué, pues, quiso estar el Señor cuarenta días sin comer ni beber?

«Durante cuarenta días fue tentado por el diablo» (Lc 4,2). Un día enseñará a sus discípulos que hay ciertos diablos que sólo pueden ser reducidos mediante la oración y el ayuno (Mt 17,21). Pero tampoco aquí es posible hallar el motivo que a Cristo impulsó a obrar de esa suerte. Al margen de toda defensa ascética, era su alma invulnerable.

Su vida apostólica iba a dar pronto comienzo. ¿Recordó acaso el consejo del hijo de Sirac? «Hijo mío, si quieres emplearte en el servicio de Dios, prepara tu alma a la tentación» (Ecli 2,1). Mas El sabía que todas sus empresas estaban ya minuciosamente aseguradas en el designio redentor del Padre.

Su alma era hermosa, perfecta, grata a los ojos divinos. «Porque eres acepto a Dios, fue necesario que la tentación te aquilatase» (Tob 12,13). Pero ¿qué necesidad había, qué posibilidad existía de aquilatar más el corazón de Aquel en quien su Padre tenía puestas todas sus bendiciones?

No obstante, Jesús se sometió al ayuno y soportó victoriosamente la tentación.

Sus tentaciones procedían nada más del demonio. Ni la carne ni el mundo podían solicitarle. No conoció su cuerpo el menor ardor de concupiscencia, y su juicio fue en todo momento claro, perspicaz para valorar exactamente las pompas y humos del mundo, sin que jamás una impresión alterase esta clarividencia agudísima. La tentación no podía brotar en El de dentro, de sus apetitos. Menester era que, para ser tentado, viniese la solicitud desde el exterior.

Sabemos que esta tentación, en lo que a Cristo respecta, es posible. Ningún desdoro hay en ella, pues no arguye imperfección alguna en el tentado. Toda la malicia y suciedad vienen de fuera y no tocarán el núcleo del alma. Por lo que al diablo se refiere, la tentación es también explicable, pues no sabía que la persona a quien atacaba era el Hijo de Dios, lo cual le hubiese hecho desistir de toda tentativa. El únicamente podía saber que aquel Jesús de Nazaret era un enviado de Dios, quizá el Mesías, del cual tanto habían hablado los profetas, aquel que iba a poner en grave peligro su dominación sobre el mundo. Ignoraba que se tratase del mismo Dios. Por eso, según el decir de San Gregorio Magno 2, fue Satán deshonrosamente engañado y puesto en irrisión: como a un pez sin seso le cautivó el cebo de la humanidad, y el anzuelo de la divinidad lo sacó afuera, a la pública vergüenza.

¿Se percató luego, tras haber sufrido semejante derrota, de que Jesús era el poder soberano de Dios? Dice Lucas que, «acabadas las tentaciones, el diablo se retiró de El temporalmente» (Lc 4,13). Volvió a la hora de la pasión, porque ésta era también la hora del poder de las tinieblas (Lc 22,53). Pero San Ambrosio afirma que entonces volvió «no para tentar, sino para pelear» 3. No obstante, parece ser que entonces también

2 Moral. 30,9: ML 76,682-683.
3
Exp. in Lc. 4,36: ML
15,1623.

Jesús fue tentado: de tristeza y odio al prójimo 4. ¿Ignoraba aún el Maligno la talla de su adversario? Ciertamente, éste no había triunfado en el desierto valiéndose de su poder divino, sino de manera oblicua e ingeniosísima, con su humildad y sometimiento a Dios.

El tentador quería saber quién era Jesús. «Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan» (Mt 4,3). Pero Cristo contestó aduciendo un texto del Deuteronomio: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3).

Cuando ayunaba, Jesús se nutría de su propio ayuno, es decir, de la voluntad del Padre, que en todo momento le proponía cuanto tenía que hacer. «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra» (Jn 4,34). No tenía, pues, por qué obrar milagro alguno. Hacerlo hubiese sido ceder a la tentación, la cual consistía precisamente en el mismo desafío. No, no haría ninguna ostentación vana; no satisfaría tampoco la posible curiosidad del enemigo. ¿O acaso éste, en lugar de manifestar sus dudas, lo que pretendió en esta primera prueba fue hacer dudar a Jesucristo? «Las palabras que escuchaste en el bautismo te sitúan en muy alto honor. Pero... ¿realmente son verdad? ¡Pruébalo! Haz un milagro». Esta es la sugestión que a menudo escuchamos nosotros: la de identificar las ganancias materiales como signos del favor de Dios. Jesús se negó. Se negó a forzar la mano divina. Se negó a utilizar su propio poder. Y se negó a desconfiar de la providencia del Padre.

Igualmente se negó a confiar con exceso en esta providencia. Tal fue el sentido de la segunda tentación.

«Llevóle entonces el diablo a la ciudad santa, y, poniéndole sobre el pináculo del templo, le dijo: Si eres hijo de Dios, échate de aquí abajo, pues.escrito está: A sus ángeles encargará que te tomen en sus manos para que no tropiece tu pie en una piedra» (Mt 4,5-6).

La tentación era sutil, era sobre todo capciosa. Si te niegas, demuestras desconfianza en Dios. Si aceptas, te haces reo de presunción y soberbia, pues con ello no sólo pretendes que

4 SANTO TOMÁS, Suma Teo1. 3,41,3 ad 3.

Dios te envíe sus ángeles; juzgas también que está obligado a enviártelos.

Esta misma proposición, casi con idéntico texto, volverá a sonar en los oídos de Jesús moribundo: «Si es el rey de Israel, que baje de la cruz y creeremos en él» (Mt 27,42).

Pero el Hijo del hombre encuentra la respuesta oportuna, a la vez escurridiza y gallarda: es una contra-argumentación. «También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios». Se niega a obrar milagros inútiles. «Esta generación perversa pide un milagro, y no le será concedido otro que el de Jonás» (Mt 16,4).

El diablo, sin embargo, no ceja. ¿O acaso lo que sigue no es ya una verdadera tentación, sino más bien el desahogo de su orgullo burlado? «De nuevo le llevó el diablo a un monte muy alto, y, mostrándole todos los reinos del mundo y la gloria de ellos, le dijo: Todo esto te daré si de hinojos me adorares. Díjole entonces Jesús: Apártate, Satanás, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás y a El solo darás culto» (Mt 4,8-10).

¿No percibimos en estas tentaciones de Cristo como un eco de aquella tentación original del Paraíso?

Se propone primero el placer de los sentidos: la manzana o la piedra convertida en pan. Luego es requerida la vanidad: ser como dioses o arrojarse impunemente, triunfalmente, al vacío. La ambición al fin: conocer el bien y el mal, disponer de los reinos de la tierra. ¿No resuenan aquí las urgentes demandas de las tres fuerzas del mal: las voces de la carne, el orgullo de la vida, la codicia de los ojos? Verdaderamente, «no es nuestro Pontífice tal que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas; antes al contrario, fue tentado en todo a semejanza nuestra» (Heb 4,15).

Pero las tres tentaciones de Jesús revelan, sobre todo, las tres direcciones prohibidas a su obra mesiánica. La primera lo convidaba a una acción para El ventajosa. La segunda, a una acción espectacular, a preciosas y superfluas exhibiciones de taumaturgo; a una acción asimismo cómoda, sin sudores, que viniera a facilitarle la captación de las masas maravilladas. La tercera contenía la más radical depravación de su mensaje: prostituirlo a la altura de una dominación política. No fue, en efecto, una tentación de gruesa apostasía, sino acaso una apelación a sus ansias de amor apostólico: de esa forma, de la forma propuesta o sobrentendida, los hombres, a los cuales El tanto ama, no se verían en tamañas privaciones y miserias aquí abajo; tal vez incluso así, satisfechas esas aspiraciones que les impiden todo sosiego, acabarían prestando atención a sus palabras...

El diablo pretendía que Cristo cediese a la concepción terrenal del Mesías, a aquella sugestión que andaba ya en el aire, en las glosas equivocadas de los rabinos, en los corazones de la gente. Esta será, a la postre, la única tentación, la tentación perdurable: optar entre un mesianismo verdadero y un mesianismo fácil, entre obedecer al Padre o complacer al mundo.

Jesús ha optado ya para siempre: irá de despojo en despojo hasta el abandono de la cruz.

Puesto que nada existe al margen de la voluntad de Jesucristo, junto a nuestra admiración y alegría por sus victorias cabe nuestra pregunta: ¿por qué quiso ser tentado?

Una respuesta viene suministrada por el mismo Jesús. En su discurso de la cena, momentos antes de entrar en la pasión a librar su postrer combate, explica: «Viene el príncipe de este mundo, que en mí no puede nada, pero conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre y que, según el mandato que El me dio, así obro» (Jn 14,30-31). ¿No es soberana razón ésta, no es suficiente?

La epístola a los Hebreos nos ofrece otra de mucho provecho: «Porque El mismo soportó la prueba, es capaz de socorrer a los tentados» (Heb 2,18). Con sus tentaciones venció las nuestras, lo mismo que con su muerte triunfó de nuestra muerte.

Pero, al permitir ser tentado, no sólo nos consiguió ayuda, sino también ejemplo. Cabe aquí un reparo: Cristo marchó al desierto para sufrir tentación. ¿Debemos también nosotros andar buscando la tentación? ¿No se nos aconseja más bien huir de ella, no exponernos a peligros innecesarios? Responden los autores que hay tentaciones y tentaciones. Las hay que debemos cuidadosamente evitar; otras hay a las que tendremos que hacer frente—huir negándonos a escoger sería abandonar la lucha—; incluso hay otras que debemos suscitar; hacer el bien, buscarlo afanosamente, es una manera de provocar al diablo, de ir hasta su cubil.

Toda tentación ha de rendir en nuestra alma saludables frutos. La tentación nos obliga a poner toda nuestra confianza en el Señor y a pensar bajamente de nosotros mismos. «Para que no me enorgullezca, me fue dado el aguijón de la carne, el ángel de Satanás» (2 Cor 12,7). Nos exige más oración, más mortificación, mejor gobierno. Acrecienta nuestra experiencia sobre ese gran misterio que es el pecado, mucho más de lo que podría instruirnos la ejecución del propio pecado. Hácenos comprensivos con las flaquezas del prójimo. Facilita nuestro progreso: no sólo vuela el pájaro por el impulso de sus alas, sino también por la resistencia del aire. Una tentación superada robustece el alma, y esta alma así fortalecida queda más dispuesta para vencer la próxima tentación. De la misma forma, el agua favorece la vegetación y la vegetación llama a la lluvia. Pero cualquier ponderación de nuestros méritos, de nuestros propios recursos y defensas, sería perniciosa en sumo grado. Todo el vigor contra la tentación se halla, como en fuente propia, en Cristo tentado. Cambiar esta convicción por otros pensamientos de mayor gusto y complacencia sería cambiar las piedras en pan. Sería, más bien, querer cambiar las piedras en pan.