CAPÍTULO IV

LA VIDA PRIVADA

 

1. «Tú eres el Dios escondido» (Is 45,15)

Cuando pensamos que, de diez partes de su vida, más de nueve las pasó Cristo en la oscuridad, sin dar voces ni mostrarse a nadie, nos viene a los labios aquella objeción de los galileos: «Sal de aquí para que vean las obras que haces, pues nadie hace las cosas en secreto si pretende darse a conocer» (Jn 7,3-4).

Pero El no pretendía eso. Le sobraban medios para manifestarse si hubiera querido. La objeción, no obstante, subsiste, dirigida no ya contra el hecho de su silencio y apartamiento, sino contra su voluntad íntima de perseverar en ellos, contra aquella negativa suya a revelarse en seguida como Mesías y' salvador del mundo. ¿Para esto has bajado del cielo, para recluirte en una aldea y regentar una carpintería? ¿No estás traicionando, con tu vida, tu misión? «Pues nadie enciende una lámpara y la pone bajo el celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a cuantos hay en la casa» (Mt 5,15).

Mas ¿quién osará pedirle cuentas al Hijo de Dios? ¿Quién se atreverá siquiera a aconsejarle, a dictaminar sobre qué es mejor y qué es peor? Una vez más quiebran todas esas buenas razones que con intención pedagógica solemos extraer de la vida oculta de Cristo. Tales razones parecen casi siempre animadas del deseo, tan laudable como reprobable, de justificar la conducta de nuestro Señor. ¿Quería en verdad, como algunos afirman, darnos una lección de vida cristiana? Ya se sabe que esta vida ha de estar «escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3), y que, para ser fecunda apostólicamente, necesita ir precedida de un largo recogimiento. Pero ¿es que a El le hacía falta recogerse de antemano para que su actividad apostólica alcanzase el debido fruto?

Su alma estaba tan unida a Dios en Nazaret como en Judea, en la contemplación como en la acción. Es más, el valor de sus obras fue siempre el mismo, infinito, y daba a su Padre la misma gloria aserrando madera que predicando en el templo. Pues de esto fundamentalmente se trataba: de glorificar al Padre. La misión última del Verbo encarnado era ésa, precisamente ésa. En cuanto a la otra cara de su misión, la de salvar a la humanidad pecadora, ¿de que otra manera podía llevarla a cabo sino aplacando la cólera de su Padre mientras cumplía, como hombre perfecto y representante de todos los hombres, exquisitamente su voluntad?

«Bajó con ellos y vino a Nazaret y les obedecía» (Lc 2,51). ¿A quiénes obedecía? A María y a José, pero sobre todo a su Padre celestial. La voluntad de éste no fue otra que la manifestada, día tras día, en la vida concreta del Hijo, en sus varios pasos, en sus diversas fases, aunque humanamente semejante vida nos resulte incomprensible, aunque pedagógicamente hubiera podido ser del todo diferente.

En aquellos treinta años que Cristo vivió oculto en un pueblo insignificante de Galilea, dio el mundo muchas vueltas y grandes acontecimientos lo conmovieron. La paz de Augusto había terminado pronto. Volvió el templo de Jano a quedar abierto. Las legiones latinas desplegaban de nuevo sus fuerzas para contener a los bárbaros invasores. Sucedíanse, con varia fortuna, las vicisitudes de la guerra, modificando las fronteras y perfiles de los pueblos. En Judea, Arquelao multiplicaba sus desórdenes, hasta que al fin fue desterrado, pasando su territorio al dominio inmediato de los procuradores romanos. Seiano gobernaba últimamente en Roma, mientras Tiberio, desde Capri, preparaba su deposición. El Senado había nombrado . dios a Augusto...

Pero Dios se hallaba a la sazón en Nazaret, a 140 kilómetros de Jerusalén. Habitaba una humilde casa del país, hecha de adobes. Muy cerca, a una legua de distancia, estaba Séforis, gran fortaleza de Herodes Antipas.

¿Qué hacía Dios allí? Simplemente vivía sujeto a una mujer llamada María y a un hombre llamado José. José era carpintero, y El continuó el oficio. «Pero ¿no es éste el hijo del carpintero?» (Mt 13,55). «Pero ¿no es éste el carpintero?» (Mc 6,3).

El evangelio no dice nada más acerca de todos estos años. El evangelio no es una «Vida de Jesús», sino un testimonio del Verbo hecho hombre. Su redacción estuvo condicionada por el fin preciso y concreto al cual se destinaba el libro, y este fin no era otro sino la predicación y la lectura litúrgica. A los apóstoles les importaba tan sólo ese espacio de tiempo que va «desde el bautismo de Juan hasta el día en que Jesús fue tomado de entre nosotros» (Act 1,22). No se interesaban por los detalles de la vida humana de Cristo, sino por aquello que poseía alguna significación para su fe, la cual tenían el encargo de atestiguar y difundir. Los evangelistas se preocuparon asimismo de hacer expresa la relación de la vida del Salvador con las escrituras del Antiguo Testamento. Juan piensa a menudo en el Exodo cuando escribe; Lucas no olvida a Elías; Mateo reconoce a Cristo como el Moisés de la nueva alianza. Se comprende que en estas plantillas, más bien teológicas, no encajen demasiadas anécdotas.

Los redactores del evangelio muestran interés únicamente por aquellas acciones salvíficas que Dios se dignó realizar en su Hijo y por aquellas palabras en las cuales éste encerró su mensaje. Nada tiene, pues, de extraño que en tres líneas queden despachados treinta años de vida.

Treinta años. ¿Qué ocurrió en ellos? Nada de excepcional. Sobrentender milagros en esta época de la existencia de Jesús resulta lo más improcedente. Con mucha agudeza discurre San Agustín: «¿No hubiera dado lugar así a creer que no había tomado una verdadera naturaleza humana, y, obrando maravillas, no hubiera destruido lo que hizo con tanta misericordia?» 1 Los milagros debían demostrar un día su divinidad, pero antes tenía que quedar fuera de toda duda su humanidad, su «encarnación».

Es inadecuado suponer portentos y maravillas, y hasta contrario a la verdad. ¿No fue el milagro de Caná «el primer milagro que hizo Jesús»? (Jn 2,11). San Juan Crisóstomo no vacila en afirmar tajantemente: «A nadie se le oculta que esos prodigios que dicen haber hecho Cristo en su infancia son falsos y por alguien inventados» 2.

No convenía que Cristo tuviese una vida fabulosa. No convenía que realizase milagros. Pero, sobre todo, ¿por qué había de hacerlos?

Su vida, de la cual tan sólo una décima parte tuvo resonancia pública, fue, por lo demás, en sí muy breve. Puede asimismo afirmarse que, en su contexto general, aun contando todos los prodigios que obró y las pasiones que a su paso se suscitaron, fue su vida—¿cómo lo diríamos?—bastante normal. El Bautista, con su extraordinario ascetismo, descuella en el evangelio como una personalidad más original y llamativa. En Jesús no hallamos ninguna especialización demasiado marcada. ¿Se podría decir, por ejemplo, qué virtud destacó más en El? Tampoco se perfiló señaladamente como un hombre singular. Tal vez para que en su humanidad prototípica cupiesen todas y cada una de las modalidades humanas, su figura posee como un

1 Epist. 137,3: ML 33,519.
2
Super
10. hom. 17,3: MG 59,110.

trasfondo universal, unos colores neutros, imposible de ser caracterizado mediante un trazo más robusto y determinativo.

Su vida, hemos dicho, fue corta. Y, al leer el evangelio, recibimos la impresión de que El, aun cuando no ignoraba su inminente fin, nunca tuvo interés en vivir más intensamente, nunca precipitó los acontecimientos, sino que pareció más bien dejarse llevar por ellos. Hay ciertamente en su vida como una señorial indiferencia al paso del tiempo. Vive, sí, pendiente de «su hora», pero ésta no se halla a merced suya, y jamás demuestra tener prisa. He aquí una vida humana que, por su íntima soberanía y placidez, por su desinterés radical ante el ritmo veloz o lento de las cosas, por la ausencia de esa tensión que suele calificar la vida prieta de todo gran hombre, he aquí, digo, una vida humana que forzosamente nos remite al plano de lo divino. ¿No sería absurdo pedirle a un Dios que hiciera más cosas?

Sus años oscuros de Nazaret no significan una preparación concienzuda y deliberada de su vida pública. Es falso considerar ésta, por su corta duración y densidad, como eso minutos en los que un pintor traza rápidamente un cuadro magistral gracias a las muchas horas que antes ha pasado tanteando y ensayando, acumulando destreza. Simplemente, Cristo hace su vida. A pesar de la gran libertad que emana de todos sus gestos, es como si se diera en El una extraña e inexpresable calidad que equivaliese a la «belleza» de un teorema matemático.

Cristo es el Hijo de Dios. Tanto su vida oculta como su vida apostólica son la existencia temporal del Hijo de Dios. Está por encima de toda alabanza, de toda cordial aprobación que nosotros podamos dispensarle. Existe, entre ella y nuestra percepción humana de ella, un hiato. Tratar de explicar a Jesús acumulando más y más perfecciones sería tanto como pretender explicar psicología sin salirnos de la química.

 

2. El retrato de Jesucristo

¿Cómo era el rostro de Jesús?

Es ésta una pregunta vana, porque no puede obtener contestación. Pero es a la vez una pregunta muy legítima, que nadie ha dejado de hacérsela alguna vez en silencio. Es un derecho de enamorados. Un derecho que sólo al otro lado de la vida hallará satisfacción: «ahora vemos como en un espejo y oscuramente; entonces veremos cara a cara» (1 Cor 13,12).

Nada tiene de extraño que los cristianos de muchas generaciones, a falta de otra cosa mejor, se hayan aferrado tenazmente a algunas dudosas descripciones, a algunos dudosos retratos, a algunos dudosos textos. Aquel lienzo que pintó San Lucas, el pañuelo de la Verónica, la «Santa Faz» del rey de Edesa... El testimonio del monje Epifanio, que atribuye a Cristo «seis pies de talla y el semblante color de trigo»; la famosa carta de Léntulo, que pinta sus cabellos «de color avellana madura, casi lisos hasta las orejas, con un leve reflejo azulado...» A las reliquias inciertas de una persona amada, el amor se empeña en adjudicarles una rotunda e inconmovible certidumbre.

Llegaron un día los Padres a hacer cuestión de la semblanza física de Jesús, distribuyéndose pronto en dos bandos: los que reconocían en El «al más bello entre los hijos de los hombres» (Sal 45,3), sirviéndose para esto de algunos salmos o fragmentos del Cantar, y aquellos otros que, haciendo uso de los rasgos humillados que Isaías presta al «siervo de Yahvé», juzgaron que era más conforme a razón imaginárselo desprovisto de toda gracia corporal. Ningún fundamento histórico, ningún fundamento que no fuera místico o traslaticio, cimentaba tales opiniones.

Nada podía esperarse, por supuesto, de la solicitud de los evangelistas. No eran ésas sus intenciones. Los únicos apuntes referentes al cuerpo de Jesús son, en el total de los cuatro evangelios, aquellos que nos ofrecen un Jesús transfigurado: «su cara brillaba como el sol, y sus vestidos quedaron blancos como la luz» (Mt 17,2). La descripción recurre, como veis, a los términos de comparación más inmateriales. Marcos añade que las vestiduras de Cristo eran tan blancas «como no las puede blanquear ningún batanero de la tierra» (9,3). Nada de la tierra tenía similitud con una figura tan excepcional.

Pero se trataba en aquel momento del Hijo de Dios glorificado. En su vida ordinaria, en sus hábitos domésticos, ¿cómo era? ¿A qué color de la tierra respondía su tez? ¿Qué formas de la tierra configuraban su porte y movimientos? ¿En qué modulaciones de la tierra se inscribía su voz? Nada de esto nos ha sido transmitido. Queda, para el creyente, la posibilidad de imaginarse al Salvador con arreglo a las más hermosas experiencias que en su vida haya registrado. Queda también el derecho de hacer algunas deducciones, colaborando en ello, necesariamente, el corazón; así, por ejemplo, cuando de su milagroso nacimiento concluimos que su cuerpo era el más gentil, ya que el fruto de los milagros resulta más excelente que el conseguido por vías comunes, como vemos que ocurrió con el vino milagroso de Caná.

Hemos de conceder que su rostro tuvo una fascinación particular. Sólo así se comprende que al mero imperio de su voz: «Sígueme», muchos hombres abandonaran su casa, su hacienda, su mujer, y le siguieran día y noche por los caminos. ¿Qué tenían aquellos ojos? Marcos señala ciertos momentos culminantes en la predicación de Cristo, subrayándolos de esta forma: «Y mirándoles, dijo» (3,5.34; 5,32; 8,33; 10,21; 23,27).

Mas ¿por qué otros muchos hombres no le siguieron? Su belleza debió de ser una belleza de índole muy peregrina, pues a unos seducía pronto y a otros dejaba indiferentes. Es que El era el Hijo de Dios; muy dueño, por tanto, no sólo de sí mismo y de los corazones, sino también de las maneras de cautivar esos corazones. Encendía y apagaba la luz del semblante a su antojo, según su voluntad. Y según las disposiciones secretas que El solo, en aquellos que encontraba, podía intuir.

Es preciso amar para descubrir en un rostro aquello que ante los demás permanece encubierto. O es preciso amar para poner en ese rostro, contra toda apariencia, el esplendor que los demás no se toman el trabajo de imaginar. Y entonces, cuando amamos, nos sorprende el despego con que los demás deslizan su mirada sobre esa cara que para nosotros lo cifra todo. Es preciso amar. Pero es menester ser el Señor de las criaturas para concentrar la amorosa atención de todos los preferidos, y mantenerla viva, sin que nunca desfallezca, sin que nunca el hombre sufra decepción.

Aquellas facciones, a la vez corrientes y extraordinarias, poseían la suprema hermosura de lo espiritual. Transparentaban algo único. Stendhal aseguró que toda belleza consiste en la promesa de una superior belleza oculta, y lo que tiene de bello no es lo que tiene de real, sino lo que tiene de promesa. He aquí exactamente la belleza del rostro de Cristo: su promesa, su ofrecimiento, su tácita invitación a buscar más, a encontrar algo inenarrable.

Es muy probable que sus rasgos predominantes correspondiesen a las características de la raza judía de entonces, pues El era, por su ascendencia, un ejemplar puro. Con seguridad existiría también en El un visible parecido con su madre. Equivaldría en lo físico a aquello que en lo moral llamaríamos delicadeza, dulzura comprensiva y, sobre todo, paz. Pienso con preferencia en una cualidad de Cristo: su serenidad firme y suave.

¿Qué más decir de El? Hablaba arameo; usó, muy verosímilmente, barba y cabellos largos; vistió túnica de lino y, en los días fríos, manto de lana con borlas azules; calzó sandalias; su alimentación era frugal y sencilla: pan, vegetales, pescado.

Hasta cierto punto resulta fácil imaginarnos al niño Jesús: hay tanta pureza en un recién nacido que duerme en su cuna, que no necesitamos hacer grandes esfuerzos para llegar hasta el pesebre de Belén. Hay tanta luz en la alegría de un párvulo, que casi estamos viendo repetirse en ese rostro la antigua alegría de su hermano Jesús. Pero ¿dónde encontrar una base de referencia para imaginarnos al Cristo de quince, de treinta años? ¿Dónde encontrar una alegría pura, ni siquiera una melancolía limpia? Si acaso, pero esto tampoco, el rostro, velado de fatiga, de un hombre humilde después del trabajo...

Al recorrer Palestina y tropezar con aquellos perfiles orientales, hay momentos privilegiados en que uno pone nombres sin querer: éste es Pedro, o Juan evangelista, o José. Pero jamás se nos ocurrió identificar a nadie con el Hijo del hombre. ¿Por qué?

Sin embargo, por mucho que nos empeñemos en la abstracción, siempre que pensamos en El, la fantasía se apresura a dibujar unas tenues líneas, unos vagos colores, a fin de que el pensamiento no trabaje en blanco. El recuerdo—sobre todo si es sólo recuerdo—de la propia madre suele colaborar cuando el alma quiere representarse a la Virgen. Pero siempre que se trata de Nuestro Señor, las dificultades crecen, la imaginación anda más desprovista y vacilante. Borrosamente, selecciona o superpone algunas imágenes del arte cristiano contempladas aquí y allí. Es inevitable.

Cada época ha tenido su Cristo predilecto. Las primitivas comunidades se satisfacían con símbolos, pintaban un pez, un pan, una vid. La más antigua figura que nos queda, el Buen Pastor, de fuerte cuño helénico, conserva aún la categoría simbólica de la juventud, atributo de divinidad. Los mosaicos bizantinos prefirieron el pantocrátor u omnipotente, de una majestad grande, cristos secos y judiciales, aptos para presidir una asamblea de guerreros, de visionarios, de hombres obsesionados con la parusía. El arte medieval aplicó a la descripción plástica de Jesús todos los inestimables hallazgos que iban acumulando el discurso de los teólogos y la experiencia de los místicos. El Renacimiento acentuó la fidelidad a lo humano del Salvador, y lo vistió con un decoro mesurado en el que los sentidos hallaban una lección de armonía. Los adornos crecientes, y la abundancia, y las formas rotundas, parecieron al arte barroco elementos necesarios para significar cuánta riqueza debía ostentar el Cristo de la Contrarreforma; en las figuras de la pasión se extremó el realismo y la elocuencia. Imágenes delicadas, pero pálidas, sin fuego, sustituyeron a éstas; suplía la corrección a la inspiración, el respeto suplantaba al temor, el amor era reemplazado por cierta equívoca blandura. Mil tendencias diversas han reaccionado hoy, cada una por su camino. Se acusa una saludable estilización. El alma baraja y, espontáneamente, elige. En el alma sobrenada luego un apunte de Durero, un capitel de Autun, un icono ruso, una tabla de Rouault...; se agrega, inevitablemente, un recuerdo personal, o mejor, el recuerdo de un recuerdo.

Cada uno tiene su Cristo, o va teniendo sus varios Cristos. Pero ¿cómo era Jesús el Nazareno? De haberlo visto una vez, tan imposible nos sería ya olvidarlo como recordarlo.

 

3. Cristo crecía

En Nazaret Jesús andaba sujeto a José y a María.

Cualquier otra virtud hubiese sido fácil de concebir en Dios antes que esta de la humildad. Porque de humildad muy eminente se trata. Tres grados, según Santo Tomás 3, señala la Glosa en el ejercicio de tal virtud: primero, someterse al

3 Suma Teol. 2-2,161,6.

mayor y no preferirse al igual; segundo, someterse al igual y no preferirse al menor; tercero, someterse al menor. Pues bien, he aquí al Hijo soberano de Dios obedeciendo y obsequiando a unas criaturas, inaugurando un género de humildad inaudito, restableciendo la armonía por caminos que nadie sospechó. La desarmonía introducida en el mundo por el pecado—pecado es eso, desorden, desbarajuste, inversión de puestos, preferir el bien propio al bien superior—ha de quedar luego corregida y curada de forma imprevista: no precisamente castigando para siempre al pecador y reduciéndolo a un estado más bajo—lo cual también hubiese restituido la armonía—, sino compensando aquel desacato y desarmonía del hombre con otra desarmonía de signo contrario: humillándose Dios y poniéndose bajo las plantas del hombre. Con ello no se restaura la armonía primitiva; con ello se obtiene una armonía nueva, inverosímil.

En Nazaret, «Jesús crecía en sabiduría, estatura y gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52). Representa, en verdad, este crecimiento una buena y patente muestra de aquella sujeción que Cristo libremente quiso asumir. En efecto: ved cómo crece en gracia quien es autor y dador de toda gracia; ved cómo crece en sabiduría el Omnisciente, ved cómo crece en estatura el que es Inmenso, ved cómo crece en edad el Eterno.

Hay autores que explican estos crecimientos de manera muy poco comprometedora, muy exterior y pálida, subrayando a cada paso la oculta divinidad de Jesús. Para ellos significan tan sólo una creciente manifestación de sus tesoros íntimos, lo mismo que cuando decimos que el sol crece: aunque a nosotros nos parece que crece su luz, desde la aurora hasta el mediodía, el sol en sí mismo permanece siempre inmutable, enorme y potentísimo.

Sin embargo, lo que el texto de Lucas refiere parece encerrar otro más hondo sentido. Acentúa, desde luego, la humanidad visible de Jesús. Pero dice que no sólo crecía ante los hombres, manifestándose a ellos progresivamente, sino también delante de Dios. La interpretación superficial, «respetuosa» diríamos, de las palabras evangélicas, tiene su origen en aquel criterio medieval tan propenso a considerar las perfecciones de modo estático, criterio según el cual todo desenvolvimiento equivale a algo menos perfecto. Por eso a la Madre de Dios atribuyeron entonces una posesión inicial completa de todos los dones; por eso mismo se resistieron—y siguen muchos aún resistiéndose—a reconocer en la vida mortal de Cristo un verdadero progreso interior.

Pero hoy sabemos ya que el crecimiento no entraña de suyo ningún desdoro. No debemos entenderlo como una evolución azarosa, al estilo de lo que es frecuente contemplar en la vida de los grandes hombres; evolución que siempre supone crisis de resultado dudoso, penosas tensiones, retrocesos ocasionales, rupturas con el pasado. No fue de esta suerte el crecimiento íntimo de Jesús; fue plácido y seguro, más parecido a la firme invasión del alba que a esos pasos vacilantes con que avanza la primavera; nada tuvo que ver su desarrollo con los engañosos calores de febrero, ni con las revueltas y decepciones de un adolescente. Pero hubo, y nadie debe ignorarlo, auténtico crecimiento.

Jesús creció en sabiduría.

En El se dio una rara coexistencia de su saber divino y su saber humano. Aquél no anulaba a éste, como vemos que anega una luz poderosa a otra más débil, pues la relación entre ambos saberes no era la del sol y una candela puesta al sol, sino la de una luz fontanal y una luz recibida.

Poseyó Cristo la ciencia beata. Merced a ella veía la esencia divina mejor y con más potentes ojos que cualquier posible criatura, aunque sin llegar, claro está, a un conocimiento exhaustivo, puesto que, siendo su alma creada, carecía de penetración intelectual infinita. Añaden los teólogos otro tipo de ciencia al saber humano de Jesús. Es la ciencia infusa, que debe su origen a especies infundidas por Dios.

Junto a ellas, y en convivencia provechosa, se instaló la ciencia llamada adquirida, aquel saber originado en las experiencias y adoctrinamientos con que, poco a poco, progresaba Jesús. Dicha ciencia era en El la fundamental, es decir, la que conducía de ordinario sus actos. Las decisiones, de las cuales dimanaban éstos, fundábanse sobre el conocimiento experimental, como sujetándose a ese principio según el cual la gracia edifica siempre sobre la naturaleza. Aunque la naturaleza humana de Cristo estaba estrechísimamente unida con la divina, no por eso se veía entorpecida o ligada, antes bien procedía con entera libertad; pues del mismo modo su inteligencia, aunque, por una parte, tuviera visión completa y cabal de todo, quedaba siempre, por otro lado, en disposición de adquirir y apetecer nuevas noticias.

Y esta disposición no era un lujo superfluo, como el de aquel que, habiendo presenciado con sus propios ojos un suceso, espera que sus asesores le cuenten lo que ha ocurrido. No; puede afirmarse que, en cierto sentido, Cristo necesitaba de esas informaciones y conocimientos progresivos, porque, en cierto sentido, había renunciado a su omnisciencia y a sus modos más perfectos de conocer, se había despojado de ellos.

Aquella aparente contradicción que se da, en Caná, entre la negativa de Jesús a hacer el milagro, <pues no ha llegado su hora», y la inmediata realización del mismo, hay comentaristas que la explican mediante una súbita luz, una luz repentina que, gracias a la intervención de su madre, recibió Jesús en aquel momento y con la cual comprendió que en verdad había llegado ya su hora. La misma explicación viene a aclarar el hecho de que Cristo subiera a Jerusalén después de haber afirmado que no iría (Jn 7,3-Jo): la insistencia de sus parientes hace que la conciencia de Jesús se abra a la iluminación del Padre, el cual se digna manifestarle así su voluntad de que marche ya a la ciudad donde ha de recibir muerte.

El Maestro hacía preguntas: « ¿Cómo te llamas?» (Mc 5,9), «Cuánto tiempo hace que sufre esa enfermedad?» (Mc 9,20), «¿Cuántos panes tenéis?» (Mc 6,38). En muchos casos interroga, en otros muchos se admira. ¿Tratábase tan sólo de simular ignorancia o sorpresa? ¿Quería simplemente, pedagógicamente, como algunos interpretan, inculcarnos la verdad de su naturaleza humana? Pero entonces, ¿cuál es la verdad que demuestra si resulta que fingía aquello que muy propiamente pertenece a esa naturaleza? Porque no sólo corresponde a la naturaleza humana tener un cuerpo con que sufrir y morir y redimir, sino también tener un alma capaz de aprender y de asombrarse, capaz de todas las limitaciones que no impliquen deshonra.

La coexistencia de los saberes, o de su saber y no saber, explícase en Jesucristo mediante la distinción entre un conocimiento habitual preconsciente y un conocimiento actual consciente. Todo cuanto es posible saber estaba en la inteligencia del Verbo encarnado, pero Dios podía sepultar estos conocimientos, impidiendo que aflorasen, impidiendo que rebasaran el umbral de la conciencia. Poco a poco, en los momentos oportunos, con la colaboración de las circunstancias, dichos conocimientos se hacían actuales, conscientes y formulables.

Este fue su crecimiento en sabiduría: crecía su conocimiento disponible a medida que crecía su conocimiento experimental.

Adelantamiento parejo fue el de su progreso en la gracia.

Aparte de la gracia «de unión», que es sustancial, existía en Cristo una gracia llamada habitual y otra denominada capital. Esta le compete en cuanto Cabeza de los cristianos, y la habitual lo santifica residiendo como sujeto en la misma esencia del alma y en sus potencias. La gracia «de unión», que diríamos principal y primaria, no hace inútil esta gracia habitual, ya que son de orden diverso y santifican de distinta manera.

Las tres gracias quedan aludidas en el primer capítulo de San Juan: «el Verbo se hizo carne» es un enunciado que incluye la gracia de unión; «habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad», está remitiéndonos a su gracia habitual; «de su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia», es frase que explícitamente demuestra y alaba la gracia capital de nuestro Salvador.

¿Cómo conciliar esta plenitud de gracia que Juan afirma, y que puede entenderse de su gracia en general, con aquel crecimiento en gracia que Lucas ha proclamado?

No hay que entender el progreso como si Dios hubiese ido lentamente y con cuentagotas derramando la gracia sobre el alma de su Hijo. Lo que crecía era la receptividad de esta alma, que gradualmente iba abriéndose a la luz según el ritmo de su desenvolvimiento psíquico.

Lo mismo que hemos dicho respecto de la sabiduría, tampoco el crecimiento en gracia debe concebirse como una mera manifestación escalonada, ante los hombres, de esas abundantes riquezas. El crecía en gracia también delante de su Padre, y con un doble crecimiento: crecía el número de sus gracias actuales según se le iban otorgando a una con las exigencias de cada hora; y crecía asimismo su gracia habitual en cuanto iba progresivamente realizándose, pasando de su modo de ser en secreto a su modo de ser en experiencia.

 

4. Cristo sigue creciendo

Cuando San Cirilo de Alejandría trata del crecimiento de Jesús, dice que este crecimiento se debió a un deseo de asemejarse a nosotros 4. Pienso que la inversa es igualmente válida: que existía en Cristo el deseo de que también nosotros creciésemos, asemejándonos así a El.

Los cristianos reproducimos los misterios de nuestra Cabeza. Su muerte y resurrección tienen actualidad en nuestro bautismo; su pasión se repite en nuestra contrición dolorosa; la ascensión vuelve a verificarse siempre que «buscamos las cosas de lo alto, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1). Pero la liturgia no se limita a renovar en nuestras almas esas etapas de la vida histórica de Cristo: tiende también a celebrar, a «interpretar» las etapas de nuestra propia vida en tanto en cuanto éstas constituyen la réplica o pobre espejo de aquéllas. En Navidad conmemoramos nuestro nacimiento a la gracia; mi propia muerte se festeja en todo su significado victimal el día de Viernes Santo, y en el día de la Ascensión celebramos ya por adelantado nuestra subida a los cielos, donde Cristo entró un día como precursor.

Con su armoniosa repetición de ciclos, nos invita la liturgia a crecer y nos posibilita el crecimiento. Pues sus ciclos, en cada vida humana y en la historia general del pueblo cristiano, no se superponen monótonamente, inútilmente, sino que van abriéndose en espiral. Nuestra progresiva madurez debe ser la respuesta a esa llamada incesante de los años.

Con toda verdad puede afirmarse que el pecado consiste siempre en una negativa dada a ese deber de constante crecimiento. ¿Cuál fue el pecado característico de Israel? Negarse a aquella novedad que el advenimiento del Deseado le traía. En nuestras almas ocurre lo mismo toda vez que nos cerramos a la gracia; pues la gracia es un vino nuevo que hace estallar nuestros viejos odres, y por eso la tememos y la despedimos.

4 Quod unus sit Christus: MG 75,1332

El crecimiento que Dios pide de nosotros es una maduración muy particular, que, en vez de limar y destruir nuestra juventud, la hace cada vez más fresca, risueña y lozana. La vida natural es una curva, y bien pronto advertimos que comienza a descender: el «aún no» que calificaba las primeras edades y constituía la base de nuestra esperanza, va con rapidez transformándose en ese «ya no» que describe tristemente la vejez y sus impotencias. En la vida sobrenatural ocurre al revés. Es imposible que la esperanza cristiana se agoste o disminuya, ya que el futuro sigue siempre entero y sin mella; promete tanto, otorga al corazón tanto porvenir, que, forzosamente, por muy larga que sea la vida ya realizada, ésta aparece, en su comparación, pequeñísima, insignificante, computada con arreglo a aquel modicum con que Jesús definía todo el siglo presente. Lejos de abreviarse, la esperanza aumenta, pues el futuro esperado parece dilatarse en la medida en que el alma se aproxima a sus puertas. Por eso, porque es indestructible nuestra esperanza, es perenne también en los labios cristianos la plegaria «al Dios que alegra mi juventud» (Sal 42,4).

Estamos acostumbrados a contemplar la madurez espiritual del brazo de la debilidad física, en esos años últimos de la existencia, y de ahí que nos resulte casi imposible concebir una madurez que sea completa, radiante en todos los aspectos y manifestaciones. Por otra parte, comprobamos a diario que la madurez suele llevar consigo una larga experiencia de la cual el pecado no ha podido estar ausente. Nos parece casi —dóciles a la sugerencia de la primera tentación—que el conocimiento del bien y del mal implica el haber probado los frutos prohibidos. Encontramos muy difícil de maridar la pureza y la vida experimentada, la humildad y la vida victoriosa. Debemos, sin embargo, urgentemente corregir esta visión nuestra, debemos purificar nuestros conceptos y abrirnos a esa invitación de Dios que nos pide constante crecimiento a la par que nos ordena hacernos «como niños» (Mt 18,3).

Cristo crece en nosotros en la medida en que crece nuestro conocimiento acerca de El.

«Cuanto más vas entendiendo a Dios y comprendiéndole, más va creciendo Dios en ti» 5. Dios, es verdad, no crece,

5 SAN AGUSTÍN, In Io. Evang. 14,5: ML 35,1505.

pero nos es lícito atribuirle algún crecimiento en el sentido en que decimos que crece la luz cuando unos ojos enfermos, que poco a poco van sanando, se posesionan de ella por grados. El adverbio comparativo que usa Juan refleja tal progreso: «Vine para que tengan vida, y la tengan cada vez más abundantemente» (Jn lo,io). Esta vida que Jesús nos ha traído no es otra cosa que su conocimiento, iniciado aquí por la fe y consumado en la visión facial, arrobada, de la vida eterna: «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo» (Jn 17,3). Santo Tomás afirma explícitamente que «la ciencia de los bienaventurados es su bienaventuranza» 6. Semejante ciencia engendra el amor y la fruición.

Hablando de la inteligencia en torno a Cristo, conviene, ya desde el primer instante, rechazar todo cuanto de inane curiosidad y pretenciosas conquistas humanas pudiera insinuar dicho progreso. Se trata de fe, el único vehículo adecuado. «Naveguemos por la superficie—aconseja con mucho tino San Juan Crisóstomo—, no nos esforcemos en nadar a fuerza de raciocinios: bien pronto quedaríamos exhaustos y las olas nos tragarían. Usando de las divinas Escrituras, como de un navío, despleguemos las velas de la fe» 7. Dios no abre sus senos a la mente altanera; no se deja captar por conceptos. No se llega a El por adición, sino por sustracción: el proceso del alma que va entendiéndole no se parece en nada al trabajo del pintor, que acumula colores sobre una tela; es, por el contrario, semejante a la acción del escultor, la cual consiste en quitar y vaciar, en eliminar lo sobrante, es decir, las impuras adherencias intelectuales, aquellas ideas tan orgullosas como inservibles que impiden nuestra desnudez interior. A otro nivel más hondo, hay que decir que Dios tampoco se entrega al alma en esa media luz de las verdades conceptuales, sino en la luminosa tiniebla que alumbra y deslumbra, que abate y exalta. Al conocimiento distinto, pero distante, mediante fórmulas y nociones analógicas, sustituye entonces un conocimiento oscuro, pero sin distancia. San Gregorio de Nisa explica este progreso en el conocimiento de Dios mediante los pasos que Yahvé obligó a dar a Moisés. Primero, por la luz, lo sacó de

6 Suma Teol. 3,9,2.
7
Horn.
7,3 in r ad Thes.: MG 62
,439.

la oscuridad del error; después la nube le hizo adelantar, oscureciendo lo sensible y habituando sus ojos a la contemplación de lo que está oculto; finalmente, el profeta entra en el santuario del conocimiento, que es la divina tiniebla 8.

Sin embargo, la tiniebla no es ignorancia. La fe conduce a un conocimiento superior: «Nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,69). Creímos, y por eso sabemos. «Creed a las obras, para que sepáis y conozcáis que el Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 1o,38). Entre creer y saber se produce una inefable acción recíproca: «Ahora sabemos que conoces todas las cosas y que no necesitas que nadie te pregunte, en esto creemos que has salido de Dios» (Jn 16,3o). «Ahora saben que todo cuanto me diste viene de ti; porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos ahora las recibieron, y conocieron verdaderamente que yo salí de ti, y creyeron que tú me has enviado» (Jn 17,7-8). Entre el intellectus quaerens fidem y la fides quaerens intellectum se da una mutua búsqueda, un enriquecimiento recíproco. El entender más contribuye a consolidar la fe, mientras que una fe más firme—más amorosa, por tanto—ensancha la mirada, ya que sólo el amor es capaz de escrutar al amado.

Es la fe un don y a la vez una tarea, es una gracia y un programa. A medida que nos compenetramos más con la Escritura, se nos da más y se nos exige más. La Sagrada Escritura—afirma San Gregorio Magno—«crece juntamente con los que la leen» 9.

La teología, que desentraña la palabra de Dios, no es una actividad meramente racional sobre los datos ofrecidos por la fe; no se pasa en ella de lo revelado a lo no revelado, sino de lo revelado explícitamente a lo revelado implícita y virtualmente. Nada puede añadir la teología al depósito de la revelación. Con todo, no es inútil; es absolutamente necesaria, no para suplir nuestro contacto con la Escritura—esto equivaldría a preferir la lectura de una guía turística a la visita efectiva del país que en ella se describe—, sino para hacerlo más y más fértil. La teología descubre lo que dice la Biblia, precisa su significado, concatena lo disperso, impide el descarrío o herejía. Tampoco explica el misterio, simplemente lo enuncia con exactitud.

8 Ir. Cant. hom. rr: MG 44,1000.
9
Moral. 20,1: ML 76,135
.

¿Quién ha dicho que la fe invalida las fuerzas de la razón? La razón sigue actuando, la razón colabora, se pone al servicio de la fe—no enfrente de ella, reclamando nuevas pruebas—, con el fin de ampliar el campo de nuestros conocimientos sobrenaturales, así como para agruparlos y sintetizarlos más fácilmente en torno a un eje. Y ahora preguntamos: ¿cuál es el eje de nuestra fe, cuál es el centro de nuestra sabiduría? Cristo Jesús, objeto de todo el conocimiento cristiano. Mas no sólo objeto, sino también causa. Causa y objeto de nuestra sabiduría, que nos ha hecho posible el conocimiento de la sabiduría de Dios.

Sobre Dios no caben, para aquel que en un momento de su existencia las elabora o asimila, nociones puramente teóricas. Cualquier verdad sobre Dios deja de ser una verdad especulativa, se hace en seguida una verdad existencial. No es la verdad, es mi verdad, es una verdad vivida. O rechazada. Porque cuanto a Dios atañe moviliza al hombre entero; mi corazón no puede quedar indiferente ante aquello que mi inteligencia ha obtenido.

De ahí que el conocimiento religioso diste mucho del profano.

El conocimiento profano es nada más intelectual; exige distancia entre el sujeto y el objeto, para que éste pueda ser dominado por aquél; su extremo opuesto es el error. En el conocimiento religioso, por el contrario, el acto es de verdadera participación; reclama intimidad entre el sujeto y el objeto, a fin de que aquél sea empapado por éste; su término de oposición es el pecado. Cuando en la Biblia se dice que Dios conoció a Israel, se afirma que Dios quedó ligado a éste por una voluntad de predilección. Viceversa, cuando Israel conoce a Dios, es que lo reconoce, que acepta la alianza. Para Juan sobre todo, conocer tiene un significado de plenitud; es palabra que usa cuando quiere denotar el conocimiento que entre sí tienen las personas divinas y el que a nosotros nos es dado alcanzar mediante la fe avivada por la caridad.

Pablo llevó esta identificación de conocimiento y caridad a su límite máximo, a su formulación más explícita. El conocimiento pertenece a «los ojos del corazón» (Ef 1,18), a la iluminación de la caridad: «arraigados y fundados en la caridad, para que podáis comprender» (Ef 3,17). Es tan estrictamente paralelo el progreso en ambas realidades, que ya no se hace distinción ninguna entre ellas: «Que vuestra caridad aumente más y más en conocimiento y en toda inteligencia» (Flp 1,9).

La caridad permite ese conocimiento que brota de la connaturalidad con Dios. Y puesto que no conocemos «sino a Cristo, y a éste crucificado» (1 Cor 2,2), la connaturalidad o armonía de lo conocido con el cognoscente obliga al pensamiento a morir y resucitar. Esta es la «ofrenda sacrificial de la fe» (Rom 15,16), la muerte del pensamiento autónomo y la consiguiente adquisición de una vida inmensamente más rica y potente. Los franceses disponen de un vocablo, connaissance, cuya bivalencia resumiría todo esto que decimos: conocimiento es conocimiento.

Finalmente, este «saber» se hace «sabroso», este conocimiento se hace nupcial. Cuando Dios promete a Israel: «Yo te desposaré conmigo en la verdad y tú conocerás al Señor» (Os 2,22), le anuncia un conocimiento de El tan íntimo, que muy bien puede compararse con aquel que Adán tuvo de Eva, cuando «la conoció y quedó encinta» (Gén 4,1).

San Nilo, el famoso solitario del monte Sinaí, afirma que nuestras buenas obras son el alimento que hace crecer a Cristo en las almas 1 o. Bien se advierte que este crecimiento es distinto en cada uno de los cristianos. «El párvulo nacido en nosotros es Jesús, el cual, en los que le reciben, crece diversamente en sabiduría, edad y gracia. Porque no es igual en todos. Conforme a la capacidad del que le recibe, aparece El como niño, o como adolescente, o como varón adulto» 11.

La gracia es el pan del desierto, que «mostraba tu dulzura hacia los hijos, ajustándose al deseo de quien lo tomaba y acomodándose al gusto que cada uno quería» (Sab 16,21). Muy singular resulta la transformación que aquí se produce, ya que, en lugar de asimilar nosotros el alimento, somos en él transformados. Y esto en muchos grados y de diferentes maneras, apropiándonos este o el otro sentimiento de Jesucristo, imitando esta o aquella de sus virtudes. La vida espiritual—ha resumido admirablemente el monje Marmión—no es otra cosa

10 Epist. 1,251: MG 79,176.
11 SAN GREGORIO NISENO, In Cant. 4: MG
44,828.

sino la floración de los sentimientos resultantes de nuestra adopción divina. La gracia, que ha sido depositada en nuestros pechos como una simiente (1 Jn 3,9), pugna por crecer y llevarnos a la plenitud (Ef 4,13).

A Dios es a quien debemos atribuir la pujanza y el crecimiento, pues las virtudes cristianas no son hijas del ejercicio, sino infusas, delicadamente sembradas. Los apóstoles pedían ya que su fe se acrecentara (Lc 17,5); Pablo ora para que la esperanza de sus fieles adquiera mayor incremento (Rom 15,13), para que la caridad se robustezca (Flp 1,9). Nunca el crecimiento al que la Biblia exhorta significa un progreso desde el estado natural hasta el estado sobrenatural, como si éste se debiera al sudor y esfuerzo puestos por el hombre; el crecimiento tiene lugar siempre dentro del orden de la gracia (2 Pe 3,18). El hombre ha de regar, pero es Dios quien da bríos a la semilla (1 Cor 3,6).

El hombre interior se desarrolla por la acción del Espíritu (Ef 3,16). Es la subida gradual «de gloria en gloria» (2 Cor 3,18). «Habéis sido ya salvados» (Ef 2,8), pero «debéis con temor y temblor trabajar por vuestra salvación» (Flp 2,12). Ya no somos siervos, sino hijos (Gál 4,6); pero «aún gemimos dentro de nosotros suspirando por la adopción» (Rom 8,23).

Los sacramentos hacen crecer esta gracia por sí mismos, ya que son como las manos de Jesucristo. Las virtudes vienen a aumentarla por vía de mérito, y la oración, por vía de impetración o limosna.

El crecimiento, además, debe ser acelerado, pues la gracia inclina de modo natural y no violento. Por tanto, no es como una piedra lanzada a lo alto, que va como gimiendo y perdiendo fuerzas conforme sube, sino al revés, igual que el movimiento natural, gustoso, de una piedra que cae, el cual cada vez se hace más veloz e incontenible. Va la gracia derecha hacia el corazón de la gloria, que es su centro de gravedad.

Los autores espirituales suelen señalar, dentro del progreso de las almas, tres vías: purgativa, iluminativa y unitiva, que corresponden a otros tantos grados de la caridad: incipiente, proficiente y perfecta; es decir, amor en capullo, amor en flor y amor en fruto. Coinciden las tres vías con las tres etapas de nuestro crecimiento en sabiduría y gracia: infancia, juventud y madurez.

Hemos de tener, sin embargo, gran cautela para no dejarnos aprisionar por cuadros demasiado rígidos. Sobre todo, no podemos de ninguna manera admitir un progreso lineal que fuese desde el extremo de la ascética hasta el extremo de la mística. Semejante concepción atentaría contra la esencia de la mística no menos que contra el prestigio intocable de la ascética.

Las prácticas ascéticas deberán acompañar al alma también en sus últimos tramos. Lo vemos en las vidas de todos los santos, que practicaron al fin de sus días las mayores penitencias, que llegaron, al menos, a las situaciones más puras de despojamiento. Ciertamente estos postreros actos, en sí más difíciles, pudieron cumplirlos con facilidad mayor, pues «aun pasando por el valle de Bacá, se les hace todo fuentes, como cubierto de las bendiciones de la lluvia temprana; y siguen cada vez más animosos para ver al Dios de los dioses en Sión» (Sal 84, 7-8). Pero esta mayor facilidad subjetiva que al final alcanzaron no resta un adarme al valor propiamente ascético de dichas obras. Es cosa sabida que, conforme el alma va purificándose más y más de sus pecados, va también adquiriendo una mayor lucidez para percibir más claramente lo mucho que todavía falta por purificar, con lo cual intensifícase su contrición y las prácticas penitenciales que esa contrición postula. El que tales prácticas no sean precisamente de mortificación física y se lleven a cabo sin congoja, más bien con paz y dulce abandono, no disminuye en absoluto la verdad de su condición ascética.

Más grave es todavía sustraer por completo a los primeros pasos de la vida cristiana su calidad mística. El bautismo — por qué se olvida tan a menudo el bautismo en la descripción de la vida espiritual, si constituye toda su raíz ?—sumerge al alma en el misterio de Cristo resucitado. ¿Y no es la mística la vivencia del misterio? La misma etimología lo está proclamando. ¿Es que acaso la mística de los esposos cristianos es otra cosa que la participación en el «gran misterio» (Ef 5,32) de las bodas de Cristo y su Iglesia?

¿No es el Espíritu Santo nuestra santificación? Pues bien, El es, a la vez, la remisión de los pecados, la Luz y el Fuego. Por El, a la vez, somos purificados, iluminados e inflamados.

Quizá quede todavía por decir lo más importante: el crecimiento de cada alma no puede disociarse de la expansión del Reino.

Si la semilla es la gracia, «el campo es el mundo» (Mt 13,38). La levadura de la gracia no descansa «hasta que todo fermenta» (Mt 13,33). Los dones concedidos a cada cristiano son «para edificación de la Iglesia» (1 Cor 14,12). Dos cosas hay que tener presentes a este respecto: la calidad y el número. La calidad representa la integridad de la verdad, y el número delata los resultados de la caridad operante: «abrazados a la verdad, crezcamos en caridad» (Ef 4,15). Sólo la verdad de la palabra del Señor garantiza una difusión real y no ficticia. «La palabra de Dios crecía, y el número de los discípulos se multiplicaba en Jerusalén» (Act 6,7).

El crecimiento del cuerpo de Cristo contribuye al crecimiento de cada uno de sus miembros, y cuando éstos crecen, el cuerpo aumenta.

Todo cuanto signifique nada más amor al crecimiento personal, lejos de desarrollar el alma, la empobrece y destruye. Para que Cristo crezca en nosotros es preciso tener siempre delante de los ojos, y en la fuente de todas nuestras obras, aquella consigna que nadie podrá modificar: «Hace falta que El crezca y yo mengüe» (Jn 3,30).

Atendamos siempre, atendamos ya al Bautista.