CAPÍTULO III

EL PIMPOLLO

 

1. Santa Navidad

Siempre que celebraba misa en la gruta de Belén, se me ocurría el mismo pensamiento: aquello era más que maravilloso, era algo como «acostumbrado». Las rocas aquellas encontraban habitual lo que sucedía: habían ellas asistido ya al primer alumbramiento de Jesús. La peña que sirve de techo está tan baja que, en el momento del alzar, apenas se puede levantar la hostia. La cripta no tiene más allá de tres metros de ancho por doce de largo. El humo de las candelas lo ha puesto negro todo. Al lado está la estrella de plata, con esta leyenda alrededor: «Aquí nació Jesucristo de la Virgen María». Aquí, aquí, aquí. Igual que un martillo, el aquí, aquí va golpeando el alma hasta dejarla blanda sin remedio. Aquí. Una ola de ternura nubla los ojos. Hoc est enim corpus meum. Una vez más, hoy como entonces. Pero uno se mira las manos y las compara con las manos de la Madre. Estas manos torpes y manchadas que dejan la hostia sobre los corporales, y aquellas manos suavísimas que sostuvieron al Niño. Lávamelas, Señora. Mejor, sostenlo tú ahora también conmigo. ¿Habéis sentido vosotros alguna vez frío y calor a un tiempo? Como cuando se tiene fiebre; así es, más o menos, decir misa en Belén.

Beth-lehem: casa del pan. Casa del Pan. Por eso las poesías medievales llamaban a la Virgen «cellararia», despensera. O, si no, granero, mesa puesta, tierra de pan llevar. Antiguos y avisados orfebres hacían bustos preciosos de María. Huecos, porque iban a ser sagrarios. En mitad del pecho, la puerta, para reservar las sagradas especies. Allí se guardarían bien.

Aconteció, pues, en los días aquellos, que salió un edicto de César Augusto para que se empadronase todo el mundo. Fue este empadronamiento primero que el del gobernador de Siria Girino. E iban todos a empadronarse, cada uno en su ciudad. José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Estando allí se cumplieron los días de su parto, y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en el mesón (Lc 2,1-7).

La posada era el khan o albergue de caravanas, lugar de cuatro paredes y nada más, donde los forasteros y sus bestias se hacinaban. María y José no se alojaron allí «porque no había sitio para ellos». ¿Y por qué no había sitio? Siempre hay un sitio cuando el mesonero se empeña. Este debió de comprender en seguida que aquéllos eran unos míseros aldeanos, de los cuales no podía esperarse ese suplemento o recargo que es costumbre exigir cuando con alguien se hace una excepción. Pero ¿realmente ocurrió así?

Pienso que no fue la pobreza lo que les impidió instalarse en el albergue. Fue, al revés, su gran dignidad. Dios no permitió que su Hijo naciera en la promiscuidad de una posada abierta a todo el mundo. Quienes tienen que vivir subarrendados, saben de sobra que no es la estrechez, la apretura, lo que más hace sufrir, sino esa angustiosa imposibilidad de recogerse a solas y defender la intimidad e independencia por las cuales el hombre, más que por la comida o el techo, con desazón suspira. Dios no quiso que la Virgen diese a luz rodeada de vana curiosidad, envuelta en ruidos, incapaz de éxtasis. Y se la llevó al campo. Allí, en libertad ¡y soledad, sola con José, parió al Niño Jesús. De todo cuanto la literatura cristiana, más o menos convencionalmente, ha añadido al puro relato evangélico, lo que más me ha gustado es esta frase que leí hace tiempo en San Ignacio de Antioquía: el nacimiento de Jesucristo «ocurrió en silencio» 1.

«Lo envolvió en pañales y lo reclinó en un pesebre». Le besaría los pies porque era su Señor, le besaría la cara porque era su hijo. Se quedaría quieta mirándolo. Era como una menuda flor, que aun la yema del dedo podría lastimar. «He aquí un varón cuyo nombre es Pimpollo» (Zac 6,12). San José estaría también mirándolo, un poco más lejos. Mirándolo, rezándole, mirándolo. (Me acuerdo ahora, de repente, de un versículo del Exodo 3,6: «Entonces Moisés cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a Dios».)

Hasta que vinieron unos pastores.

1 Ad Eph. 19: MG 5,66o.

Había en la región unos pastores que moraban en el campo y estaban velando las vigilias de la noche sobre su rebaño. Se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió con su luz, y quedaron sobrecogidos de temor. Díjoles el ángel: No temáis, os anuncio una gran alegría, que es para todo el pueblo: Os ha nacido hoy un Salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David. Esto tendréis por señal: encontraréis al Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Al instante se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Así que los ángeles se fueron al cielo, se dijeron los pastores unos a otros: Vamos a Belén a ver esto que el Señor nos ha anunciado. Fueron con presteza y encontraron a María, a José y al Niño acostado en un pesebre, y, viéndole, contaron lo que se les había dicho acerca del Niño. Y cuantos los oían se maravillaban de lo que les decían los pastores. María guardaba todo esto y lo meditaba en su corazón. Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían visto y oído, según se les había dicho (Lc 2,8-20).

Confieso que me cuesta mucho trabajo imaginarme bien aquellos pastores. Los frágiles zagales que esculpió Salcillo son una cosa; los beduinos que moraban y moran en Palestina son otra cosa. ¿Por qué no sabremos reprimir esta tendencia nuestra a idealizar demasiado el evangelio? Contemplando en Roma, en Santa María Maggiore, el santo pesebre, me he dado cuenta de que el oro no sólo exalta la reliquia, sino que la oculta. Vengan, sí, vengan enhorabuena todos los esfuerzos, los dispendiosos y enamorados esfuerzos que la cristiandad ha llevado a cabo para dignificar, para enaltecer la memoria de sus grandes hechos fundacionales. Es indicio de amor, cuando no ha sido fruto de la vanidad o de la rivalidad excusable. Pero semejante práctica ha tenido también consecuencias funestas: desconectarnos de la realidad histórica, hacernos ya inimaginable la auténtica verdad y, sobre todo, eliminar aquella estremecedora lección que de los hechos se desprendía. La lección, por ejemplo, de esa desconcertante predilección de Dios hacia unos pastores, pero unos pastores tales que entre los mismos judíos no sólo eran considerados inmundos por su desconocimiento de las leyes de purificación, sino que eran también unánimemente reconocidos como ladrones y malhechores en vista de sus constantes rapiñas; todos ellos eran excluidos de los tribunales, y su testimonio jamás se aceptaba como válido en un proceso legal.

¿Fueron distintos precisamente aquellos pastores de Belén? ¿Eran, aunque sucios, modelo de virtud, modelo al menos de nobleza y rectitud de corazón, tal como se nos viene diciendo con insistencia? ¿Eran exactamente «los hombres de buena voluntad» a que se refirió la turba de ángeles en su cántico?

Por fortuna, el mensaje no tenía ese sentido. La «gloria a Dios en las alturas» no significa tanto la gloria que a Dios rinden los espíritus celestes cuanto al hecho de que Dios mismo alaba su propio nombre, en presencia de la corte celestial, cuando envía al mundo el Mesías prometido. Igualmente, «los hombres de buena voluntad» no son tan sólo aquellos que están animados de la voluntad de hacer el bien y lo hacen, sino todos, todos los hombres, objeto ya de la buena voluntad divina, «hijos del beneplácito». La expresión «de buena voluntad» no tiene una significación activa, sine pasiva. ¿Era acaso aquella hora—la hora cumbre de la misericordia universal de Dios—momento oportuno para emplear palabras restrictivas, para proclamar ya una selección y un repudio?

Los hombres de buena voluntad son sin duda, como el ángel acaba de decir poco antes, «todo el pueblo». Somos todos. ¿Qué íbamos a hacer, si no, los de «mala voluntad»? Porque ciertamente es muy consolador, para quienes no tenemos ni sabiduría, ni gobierno, ni hacienda, ver que no han sido los sabios de Israel ni los poderosos de la tierra los primeros convocados al portal. Es también demasiado fácil—ya que, la verdad, no es tan difícil reconocerse uno impuro—sacar alegría al comprobar que Jesús no ha llamado junto a sí a varones íntegros e irreprensibles, sino a unas pobres gentes de mala fama. Pero lo que resulta sobremanera improbable es hallar quien se confiese de veras hombre «de mala voluntad», de aviesas intenciones, mal nacido, sórdido, con el corazón lleno de deslealtades.

Pues bien, este hombre, al que uno se siente capaz de perdonar, pero no de admitir en su confianza, pertenece también al número de «los hombres de buena voluntad». Quizá los pastores de Belén eran, cuando menos, personas de buenos sentimientos, con el alma acaso gravada de peores crímenes que los judíos de la ciudad, pero mucho más nobles y sencillos que éstos, y más que los sacerdotes del santuario, y más que los romanos de Roma, y más que los griegos de Grecia. Quizá. Quizá no; quizá ni siquiera eso. ¡Quién sabe! La ignorancia no coincide precisamente con la sencillez. Hay corazones que son rudos y a la vez terriblemente tortuosos. ¿Por qué, pues, Dios los eligió a ellos? Porque quiso. No tengo a mano otra respuesta.

Los hombres excluidos del favor del mensaje, vulgares hebreos que vivían por allí y por allí andaban a aquella hora, ¿de verdad eran tan malos? Nadie es malo sino el diablo. ¿De verdad los afortunados pastores eran tan buenos? Nadie es bueno—nadie es sencillo—sino Dios.

No tengo, pór supuesto, ningún interés en abatir la buena reputación de aquellos pastores. Tengo, en cambio, eso sí, un interés muy vivo en sentirme incluido, sea como sea, entre «los hombres de buena voluntad».

Dios es mayor que todos nuestros dibujos, mayor que nuestros pensamientos.

Pero no podemos reducirnos, bajo el pretexto de contemplar la cuna sin oros, y los pastores sin aureola, a una mera evocación arqueológica. La liturgia es la única maestra que puede enseñarnos la mejor manera de venerar el misterio. Y la liturgia lo enmarca no en resplandores terrenales ni tampoco en deliquios y emociones, sino en aquella gloria augusta de la generación del Verbo.

Todos los cantos de la misa de medianoche han sido extraídos de los salmos 2 y 110. Son salmos mesiánicos que exaltan al Hijo engendrado en la eternidad. La misa de la aurora se sirve del salmo 93 para cantar la majestad de Yahvé, que «se ha vestido de autoridad y se ha ceñido de fuerza»; llama al recién nacido «Admirable, Dios, Príncipe de la paz, Padre del siglo futuro». En la misa de mediodía se vuelve a insistir en esta soberanía del Señor que «tiene sobre su hombro el imperio». La dulzura de los fragmentos evangélicos queda así envuelta por estas imágenes grandiosas, por este fuerte aroma de eternidad.

Es bien visible la línea creciente de las tres misas de Navidad. Por la noche, está la Virgen sola, y El es «el Salvador». Al alba, rodean ya los pastores al que es «nuestro Salvador». En la misa de mediodía está presente el mundo entero ante el «Salvador del mundo». Cristo se eleva a una con el sol. Cristo es Dios y hombre. Cristo, engendrado antes de los siglos y nacido ahora, en la noche, es «el niño ancianísimo» que decía Fray Luis.

Es la santa navidad, la navidad de Belén y la navidad en el seno del Padre.

Y, junto a la navidad de ayer y la otra navidad que trasciende el tiempo, estas repetidas navidades de hoy, estos trabajosos nacimientos de Jesús en las almas. «Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Gál 4,19).

Cristo continúa naciendo. Nuestra Señora sigue cada día —según el gentil dicho de San Beda 2—haciendo su camino desde Nazaret, que significa flor, hasta Belén, que significa casa del pan: para alumbrar, para fructificar.

Ella nos ayuda a dar a luz a su hijo. Ella misma lo da a luz en nosotros. Por eso todo hombre se llama también «María».

Y, al decir nosotros misa, ella baja para tener cuidado del Cristo que nos nace. Cuando se celebra en Belén—abajo, en la gruta—, se acuerda uno de estas cosas, y tiembla y ríe, y sufre a la vez calor y frío.

 

2. Su nombre es como el aceite

Según aquella deliciosa manía suya de multiplicar y dividir las cosas por tres, señala San Buenaventura 3 tres etapas a la circuncisión: instituida—«todo varón de entre vosotros será circuncidado» (Gén 17,11)—, cumplida—«Jesucristo fue ministro de la circuncisión por la verdad de Dios para confirmar la verdad de los Padres» (Rom 15,8)—y prohibida—«mirad que yo, Pablo, os digo que, si os circuncidáis, Cristo no os aprovechará para nada» (Gál 5,2)—. Corresponde este triple estadio a los tres períodos de la gracia prometida, la gracia manifestada y la gracia repartida.

2 Exp. in Luc. 1,2: ML 92,330.
3
In Circumc. Dni.: Obras de San Buenaventura (BAC, 1946) t.2 p.404.

«Nacido bajo la ley para rescatar a los que estaban bajo la ley» (Gál 4,4-5), quiso Cristo someterse a la ley de la circuncisión. Ocurrió esto ocho días después de nacer. Durante la misma ceremonia se le impuso el nombre de Jesús, «que ya le había sido impuesto por el ángel antes de ser concebido en el seno» (Lc 2,21).

Fue circuncidado para demostrar que era hijo de Abraham. Fue llamado Jesús, como correspondía al Hijo de Dios. Este díptico expresa admirablemente el tránsito de la antigua alianza a la nueva economía. Ha llegado la gracia, ha llegado el Salvador.

Jesús quiere decir Salvador. No era ciertamente un nombre desconocido, un nombre demasiado singular. Muchos contemporáneos de Zorobabel, de Esdras, de Nehemías, lo usaron. Tiene diversas variantes que en su raíz coinciden: Oseas, Josías, Josué... Pero sólo nuestro Jesús es el verdadero Jesús. Los demás no son Jesús, como tampoco ninguna mujer llamada Rosa es rosa.

Grandísima era la importancia del nombre entre los judíos. Cuando a alguien se le imponía un nombre, más que determinar cómo se había de distinguir, era definir ya y publicar lo que había de ser: nomen, omen. Si no se conocía el nombre de una persona, no se conocía a ésta en absoluto. Tachar un nombre era suprimir una vida, y cambiarlo suponía alterar el destino de la persona. El nombre expresaba la realidad profunda del ser. Inmediatamente después de la creación, no olvida el cronista decir que Dios impuso nombres a algunas de sus criaturas; a las demás fue Adán quien les fijó nombre, por especial encomienda de Dios. Una cosa innominada era una cosa inexistente.

Entre todos los nombres, el de Dios era «el nombre» por excelencia (Zac 14,9). Este debe ser «bendito ahora y siempre, desde la aurora al ocaso» (Sal 113,2-3), pues «es digno de alabanza de la mañana a la noche» (Sal 9,2). Hoy todavía pedimos en el padrenuestro que sea sin cesar santificado, y «tomarlo en vano» sigue siendo grave delito.

Muy despacio, muy calculadamente, Dios nos ha ido mostrando su nombre. Cuando creó a Adán, «lo hizo a su imagen y semejanza»; de ello se deduce el nombre de éste como contrapuesto al de Dios, que viene a revelarse como modelo y prototipo. Pero era todavía un nombre inefable. Los patriarcas designaron a la divinidad con distintos vocablos, mas ninguno de ellos tenía las pretensiones ni aquella consistencia fonética de las advocaciones paganas. Darle un nombre preciso, creían, era como descifrar su secreto, hubiese sido limitar a Dios, dominarlo; sería, por consiguiente, un nombre de suyo ya inservible, en sí mismo absurdo, algo así como escribir hortografía. Dios era El, pura sílaba primigenia de las lenguas semíticas, o Elohim, composición plural que se usaba con objeto de aludir a la inmensa fuerza y carácter inasible de aquello que se quería representar. Táctica bien pobre por humana, pues nunca la pluralidad podrá expresar la infinitud, como tampoco un polígono, por muchos lados que se le supongan, podrá jamás coincidir con la circunferencia en la cual se inscribe.

Una de las etapas más importantes del pueblo elegido se cumple cuando Dios, por fin, revela su nombre a Moisés. Dios es Yahvé: «Yo soy» (Ex 3,15). Locución enigmática, que puede significar «el que es», el que existe por sí mismo, o bien «ei que hace ser», el que crea. Señor, pues, del mundo y principalmente de sí mismo.

Y ese Dios que así se define, ¿quién es? Es «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob». Entre ambos títulos, la exégesis moderna ha atisbado un oculto parentesco al dar recientemente al verbo «ser» el sentido de una existencia especial, una como presencia o apertura favorable. Con ello se aprecia, a la par, tanto la continuidad de las dos etapas como su progreso. «Yo soy Yahvé—dice Dios a Moisés en ocasión posterior—; me mostré a Abraham, a Isaac y a Jacob como El-Sadai, pero no les manifesté mi nombre de Yahvé» (Ex 6,2-3).

Más tarde, Dios, en conversación con el jefe de Israel, añadirá a su nombre como una pequeña glosa de gran precio: «Yahvé, Yahvé, Dios de misericordia y piedad» (Ex 34,6).

Las correspondencias de estos sucesivos títulos con aquellos que califican al hombre van esclareciendo y matizando la relación que media entre el Señor y su criatura. Dios es el prototipo, el hombre es la copia; Dios es el que existe por sí mismo, el hombre es el ser dependiente; Dios establece una alianza, el hombre se sujeta a ella; el hombre traiciona el pacto, Dios ejerce su misericordia.

Una vez que hubo llegado la plenitud de los tiempos, el nombre por excelencia fue trocado por «el nombre que está por encima de todo nombre» (F1p 2,9).

Este nombre es Jesús. En ocasiones se añade al nombre antiguo—«Señor Jesús»—, con objeto de subrayar la unidad de los dos testamentos. Frecuentemente lo sustituye: Jesús basta, encierra de modo perfecto todos los misterios que el nombre de Dios contenía. Así como antes «cualquiera que invocara el nombre de Yahvé sería salvo» (J1 2,32), así ahora, «si confiesas con tu boca al Señor Jesús, serás salvo» (Rom 10,9). Creer en este nombre es venir a ser hijo de Dios (Jn 1,12); orar en este nombre es ser escuchado (Jn 16,26); en él se perdonan los pecados (1 Jn 2,12) y las almas son lavadas y santificadas (1 Cor 6,11); conservarlo intacto significa perseverar en la fe (Ap 2,13). Anunciar este nombre constituye la esencia de toda evangelización (Act 8,12).

El nombre de Jesús salva. Tiene cien virtudes. Es como el aceite. Lo mismo que el aceite da luz, este nombre ilumina las mentes. Igual que el aceite cura las heridas, fortalece los miembros de los atletas y alimenta los cuerpos, así el nombre de Jesús restaura las almas, las robustece y nutre.

¿Por qué, entre los nombres que al Mesías proféticamente se le adjudicaron, falta este de Jesús?

«¿Qué diremos al ver que aquel ilustre profeta, prediciendo que este mismo Niño había de ser llamado con muchos nombres, parece haber callado sólo éste, el cual sólo (como dijo antes el ángel y testifica el evangelista) se llamó su nombre? Deseó ardientemente Isaías ver este día; le vio y se alegró. En fin, hablaba gozosísimo, y alabando a Dios decía: «Un Niño nos ha nacido y un hijo nos han dado; la insignia de su principado han puesto sobre su hombro, y será llamado el Admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre del siglo futuro, el Príncipe de la paz». Grandes nombres a la verdad; pero ¿dónde está el nombre que está sobre todo nombre, el nombre de Jesús, al cual se dobla toda rodilla? Tal vez en todos estos nombres hallarás sólo éste, Jesús; pero en algún modo exprimido y derramado. Sin duda él mismo es de quien la Esposa dice en el cántico de amor: «Aceite derramado es tu nombre» 4.

4 SAN BERNARDO, In Circume. Dni. 2,4: ML 183,136.

Todos los nombres están contenidos en el de Jesús, y lo que hacen las Escrituras es dárnoslo como repartido en otros muchos títulos que a Cristo se atribuyen. Igual que cuando queremos echar vino en una vasija de cuello estrecho lo hacemos despacio y poco a poco. Tiene tantas facetas y colores Jesucristo, que se hace necesario decirlos uno a uno y concertar los que parecen contrarios.

Porque Jesús es monte grande por su divinidad y monte pequeño por su humanidad desvalida; es piedrecilla que se hace monte (Dan 2,44-45). Es estrella (Núm 24,17) que se hace sol (Ap 21,23). Es el fuerte (Is 9,6) y el degollado (Ap 5,9). Es un cedro frondoso (Ez 17,23) y una humilde raíz de tierra seca (Is 53,2). Es nuestro padre (Jn 13,33), y nuestro hermano (Jn 20,17), y nuestro esposo (Mt 9,15). Es Padre del siglo futuro (Is 9,6) y a la vez fue engendrado desde el principio (Miq 5,2-4). Alfa y omega de la eternidad, alfa de un tiempo y omega de otro; circunferencia y centro. Vino, viene y vendrá; y no se mueve. Es piedra de tropiezo (1 Pe 2,6) y piedra angular de la casa (Ef 2,20). Es Señor de los ejércitos (Jer 2,16) y es nuestra paz (Ef 2,14). Es león (Is 31,4) y cordero (Jn 1,29). Es nuestro juez (Jn 5,22) y nuestro abogado (1 Jn 2,1).

Cristo lo es todo. Es el nuevo Noé que sobrevivió al diluvio y ha sido constituido padre de una nueva humanidad; es el arca donde hallamos refugio, es el pez de los anagramas, es el agua que quita toda sed. Es agua y es vino que engendra vírgenes. Es el vino que santamente embriaga, es la uva pisada en el lagar del Calvario, es la cepa que vivifica los sarmientos, es la viña fértil que nunca da agraces, es el viñador que arranca las ramas secas y poda las fecundas. Es pasto y pastor, y puerta del redil, y cordero. Cordero pastor: «el Cordero, que está en medio del trono, los apacentará» (Ap 7,17). Es camino a recorrer, es nuestro guía para todo camino, es el viático para el camino, es la patria adonde el camino conduce. Es la luz que veremos y la luz mediante la cual veremos la luz. Es el sembrador que arroja la simiente en nuestros pechos, y es la semilla que murió y produjo lozana espiga, y es la única tierra donde germina lo santo. Es el alimento y nuestro comensal. Es el templo y el que mora en el templo. Es el ungido y el óleo. Es el esposo y el vestido de bodas. Es el legislador y la ley. Es el que premia y es el único premio que se goza. Es el que mide y es la medida de todo. Es el médico y la medicina. Es el maestro y la verdad. Es el rey y el reino. Es el sacerdote y la hostia.

Es la piedra preciosa que vale más que todas las haciendas y es «la piedra blanca en que está escrito el nombre nuevo» (Ap 2,17). Y este nombre es Jesús.

 

3. La presentación del Hijo al Padre

Tras la circuncisión había que cumplir dos ceremonias de antiguo ordenadas: la madre debía purificarse y el niño ser presentado a Yahvé.

Comienza por dejarnos perplejos este rito de la purificación de María. ¿Necesitaba acaso purificarse la Purísima? ¿Necesita el sol cada mañana que uno de nosotros vaya a encenderlo con una candela? La razón de ordinario señalada suele ser preferentemente pedagógica: tal sometimiento de la Virgen a la ley fue una oportuna lección de humildad para los cristianos. Razón, por supuesto, extraída a posteriori. Antes de que el suceso ocurriera, ¿hubiésemos considerado necesario, o aun conveniente, que cumpliera ella semejante precepto? Si se hubiera abstenido, los pedagogos habrían hallado, sin duda, pertinentes motivos muy dignos de loa: «no quiso purificarse porque no quería inducirnos a error acerca de su virginidad»; «no quiso purificarse porque, con ese desacato a una ley que para ella no tenía vigencia alguna, anticipaba ya la actitud de su Hijo violando el sábado y despreciando las farisaicas normas de limpieza exterior». Todo, como veis, es relativo y, por consiguiente, superficial. La razón profunda se encuentra, como casi siempre, en ese estrato que llamamos misterio. La razón profunda de la purificación de la Madre a buen seguro ha de ser la misma que inspiró la presentación del Hijo, rito que encierra parecida paradoja, pues viene a ser como una redención—mediante el pago de cinco siclos—del Redentor. ¿Y cuál fue el motivo de esta presentación u ofrecimiento de Jesús a su Padre? El mismo que Isaías atribuye a la ofrenda que luego había de realizarse en el monte: «Se ofreció porque quiso» (Is 53,7).

La ordenanza general de la purificación no puede asombrar a nadie que esté familiarizado con el carácter «objetivo» del pecado, tal como en la Biblia se concibe a menudo. Lo pecaminoso tenía un ámbito mucho más ancho que lo inmoral. Se podía incurrir en «pecado» sin ejecutar «acto inmoral» ninguno.

Purificación: pero ¿es que se hace de veras impura una mujer al convertirse en madre? No se trata de ninguna impureza moral, sino tan sólo legal. Y, lejos de interpretar dicha ley como una condena de la maternidad, debemos más bien interpretarla como su implícita consagración. El verdadero y cabal sentido de la ley no es reprobar el ejercicio de la fecundidad, sino advertirnos que todo cuanto a ésta concierne es algo tan sagrado que el hombre no puede hoy, en su estado de naturaleza maltrecha, acercarse a las fuentes de la vida sin riesgo de profanarlas. ¿No dice Pablo que «la mujer se salvará por ser madre»? (i Tim 2,15). Aunque la palabra «purificación» sea de suyo negativa y denote un oficio menor de arreglo y enmienda, notad cómo su recto sentido va fundamentalmente encaminado a subrayar aquella «pureza» que debe presidir el uso de función tan santa, secretísima y delicada.

La ceremonia que la liturgia cristiana tiene ahora establecida para toda mujer que entra por vez primera en la iglesia después de ser madre ostenta bien claramente esta significación positiva, luminosa y jocunda, de acción de gracias.

Así que se cumplieron los días de la purificación, conforme a la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, según está escrito en la Ley del Señor que todo varón primogénito sea consagrado al Señor, y para ofrecer en sacrificio, según lo prescrito en la Ley del Señor, un par de tórtolas o dos pichones. Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Cristo del Señor. Movido del Espíritu Santo, vino al templo, y al entrar los padres con el niño Jesús para cumplir lo que prescribe la Ley sobre El, Simeón le tomó en sus brazos y, bendiciendo a Dios, dijo:

Ahora, Señor, puedes dejar ya ir a tu siervo en paz, según tu palabra; porque han visto mis ojos tu salud, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos, luz para iluminación de los gentiles y gloria de tu pueblo, Israel.

Su padre y su madre estaban maravillados de las cosas que se decían de El (Lc 2,22-32).

Simeón era «un varón justo y piadoso» que había merecido de Dios le comunicase en secreto la llegada del Mesías, universalmente ignorada. Toda su existencia había consistido en una ardiente espera del Deseado. Bien podía dar ahora esta vida por cumplida: nunc dimittis. Es el canto de la muerte liberadora, el grito del esclavo que acaba de recibir su billete de manumisión. No debieron de ser muchos los días que el anciano sobrevivió a este acontecimiento.

A Simeón le hizo además el Señor la gran merced de revelarle la verdadera esencia del reino que Jesús venía a fundar. «Luz para iluminación de los gentiles y gloria de tu pueblo Israel». ¿Qué judío hubiera osado pronunciar tales palabras? ¿Quién las hubiera aceptado? Estaban, casi a la letra, en el 'libro de Isaías: «Te pondré como alianza con mi pueblo, como luz de los gentiles» (Is 42,6). Pero se hallaban sepultadas bajo un cúmulo de especiosos comentarios rabínicos que las tergiversaban por completo. Simeón las conservó en toda su limpieza y supo puntualmente aplicarlas a Aquel que había descendido para salvación de todos.

Para salvación y para ruina, misteriosamente.

Simeón los bendijo, y dijo a María, su madre: Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para blanco de contradicción.

Lucas será con frecuencia quien subraye y pregone esas antítesis que el advenimiento de Jesús ha traído al mundo. Ya en el Magnificat contrapone los orgullosos abatidos a los humildes ensalzados (1,51-53). A las cuatro bienaventuranzas opondrá luego, como contrapartida, cuatro maldiciones (6,24-26). Frente a la cruz del buen ladrón señalará la presencia del ladrón inicuo (23,39-43). A menudo ha de insistir en esa pugna ejemplar que se da entre el publicano enaltecido y el fariseo reprobado (7,29-30; 15,1-r2; 16,14-15; 18,9-14). Pero no es únicamente Lucas el que señala esta disyuntiva constante y trágica. La «piedra de tropiezo» es argumento ordinario de predicación (z Pe 2,8; Rom 9,33). Cambiarán las antítesis de nombre, pero siempre se reducirán a lo mismo, a esa lucha terrible y sin cuartel que Cristo ha venido a desencadenar. Si las categorías de Juan son la caridad, la vida y la verdad en contra del mundo, las tinieblas y la mentira, Pablo prefiere estas otras: fe, espíritu y justicia en oposición a pecado, carne y ley. Mudará el nombre, pero la contienda nunca falta.

Y tales textos no reflejan únicamente aquel estado concreto de cosas que, mientras fueron escritos, tenían los apóstoles ante los ojos. Se refieren a todos los tiempos venideros. Pensad cómo el cristianismo no trajo la pacificación del mundo, sino la división de los espíritus. Es fuego y sal, y raya de separación.

Siempre suscitará Jesucristo encontrados deseos. La historia entera girará en torno de El. Progresivamente irá perfilándose como la única bandera que agrupe a los escogidos, como el único Nombre. No es temerario esperar que los dos bandos vayan haciéndose cada vez más netos, menos subdivididos: los que crean en Dios creerán en Jesús, y los que rechacen a éste dejarán de creer en Dios. ¿No es poderoso motivo para creer en Cristo el que Dios haya apoyado más y más la expansión de su cruz? ¿No será una buena razón para dejar de creer en Dios—a quien se supone providente y veraz—el ver cómo ha permitido durante tantos siglos el engaño de generaciones y generaciones, adictas a un miserable ajusticiado?

El Apocalipsis describe la condensación máxima de estas dos fuerzas al fin de los días.

Dirigiéndose a María, Simeón añade: Y una espada atravesará tu alma.

La conexión de estas palabras con las anteriores a nadie se le oculta. El sufrimiento de la Madre tendrá como motivo único los dolores del Hijo, su persecución, su muerte, todo aquello que va a ocasionar «la ruina de muchos». Junto a la pasión, la compasión.

El destino de la Virgen está calcado sobre el de Jesús, en función de éste, sin otra íntima razón de ser. Su purificación en cuanto ceremonia se liga a la presentación de ese niño que cuarenta días antes alumbró. Y el significado hondo de la purificación no puede ser distinto de ese que inspira su actitud de ofrenda al presentar al Hijo: para ella, incapaz de la menor mancilla, purificarse suponía nada más despojarse de Jesús, ofrecérselo al Padre para el sacrificio. Nunca el más inmolado sacerdote estuvo tan identificado con su hostia como Nuestra Señora en el momento de este tremendo ofertorio.

Ser madre del Mesías acarreaba muchos desvelos y tribulaciones. El que había de ser luz de los gentiles y gloria de Israel era, justamente en la misma lección de Isaías, «el siervo de Yahvé», azotado y escarnecido, cubierto de oprobios.

Esta será la espada: la condolencia de María con los acerbos dolores de Cristo, su adhesión inalterable al Salvador crucificado. Y la espada será también esa separación gradual que entre Madre e Hijo irá provocando el oficio redentor de éste. La palabra de Dios, «que es más eficaz e incisiva que una espada de dos filos y penetra hasta la disección del alma y del espíritu, de las articulaciones y las medulas» (Heb 4,12), esa palabra tan inapelable, ha destinado al Verbo a morir entre gemidos. Pero es también la misma palabra de quien afirmó haber bajado al mundo «para separar al hombre de su padre, a la hija de su madre» (Mt 10,35).

La espada atravesará igualmente esa parte del corazón maternal donde anidan los deseos de posesión, las dulzuras de la intimidad compartida. Esa porción del alma quedará en la Virgen minuciosamente sacrificada.

 

4. Oro, incienso y mirra

A la hora en que Simeón, con el Salvador en brazos, profetizaba la iluminación de los gentiles, ya venía a adorar a Jesús una caravana de extranjeros, guiada por los resplandores de una rara estrella.

¿De dónde venían? ¿De Siria? ¿De Mesopotamia? ¿De Persia quizá? Sólo se sabe que venían «de Oriente». El término es muy amplio y designa vagamente aquellas tierras que se hallan al otro lado del Jordán.

Tal vez atravesaron el río después de haber acampado una noche en las faldas del monte Nebo. Allí mismo, con la Tierra Prometida ante los ojos, pero sin que le fuese permitido pisarla, murió Moisés. Aunque sea de más fácil acceso y de no menos radiante espectáculo la carretera del Scopus, este viejo camino de Madaba suscita mayores resonancias en el corazón. Moisés, con las rodillas vacilantes, después de muy recios trabajos, pudo llegar hasta allí, hasta la misma cresta del Nebo. Balcón privilegiado para mirar, para esperar o desesperar. El espectáculo se graba a fuego en el alma, y tal vez en nuestra agonía, que es momento muy a propósito, volvamos a contemplarlo, sujeta la tela por manos de ángeles y demonios. Brilla abajo cegadoramente el mar Muerto; tras unos planos intermedios de masas ocres y malvas, los planos que corresponden al desierto de Judá, álzase en el horizonte, como una casa nativa hace tiempo abandonada, la ciudad de Jerusalén. Con un poco de adivinación, si la tarde es clara, si el deseo es ardiente, podemos distinguir las dos torres cimeras, la del monasterio de monjas rusas y la del hospital Augusta Victoria. Vale la pena detenerse aquí un rato antes de entrar en la Ciudad Santa; y rezar, por ejemplo, las oraciones preparatorias de la comunión. O cualquiera de esos salmos llamados «de las Subidas», del 120 al 134, los salmos que alaban a Sión, que cantan la belleza de sus edificaciones, que expresan la nostalgia lacerante de quien se encuentra lejos de sus muros. Moisés desfalleció sin haber podido pisar la ciudad de sus afanes. Llevaba cuarenta años andando, suspirando por llegar. Murió, sin embargo, «en tierra extraña» (Sal 136,4).

Los Magos, que acaso hicieron sus últimas etapas sobre las huellas doloridas del gran caudillo, tuvieron mejor fortuna. Llegaron a la Tierra de Promisión y se postraron ante su Soberano. ¿Quiénes eran? Sin fundamento alguno, quiere la tradición popular que sean reyes. Parece ser que se trataba simplemente de unos magos, estudiosos de la naturaleza, unos sabios. Muchos siglos antes había acudido también desde Oriente una reina fastuosa, con ricos obsequios, para conocer a otro rey judío, un rey de tan notable sabiduría que su fama había desbordado todas las fronteras del orbe.

El rey que los Magos encuentran es un recién nacido incapaz de pronunciar sentencias profundas. Pero sabrá un día confundir a los grandes de la tierra y someterá la ciencia del mundo a su cetro: a su martillo, a su caña, a su báculo. Es, además, un rey al parecer destronado, sin palacio ni corte. El oro que le traen le vendrá bien, sin duda, para restaurar algo su dignidad... No obstante, este rey sin corona ha de coronar a todos sus súbditos.

Eran los Magos sabios dedicados a la astronomía. Habían descubierto en el cielo una estrella singular, que venía a dar cumplimiento a su larga expectación. Recientes estudios han averiguado la existencia de cierta tradición que por aquellos años andaba muy viva en Persia, referente a la aparición de un salvador.

La estrella los condujo hasta la presencia de Jesús, al cual hallaron junto con María, su madre. San Buenaventura, a este respecto, y para adoctrinar a los fieles en vísperas de la Epifanía, habla de una estrella externa, que todos debemos escrutar, y que es la Sagrada Biblia; de una estrella superior, que es la Virgen Madre; de una estrella interior, que es la gracia del Espíritu 5. De la mano de estas tres estrellas hemos de llegar hasta Jesucristo para ofrecerle nuestros dones.

«Abrieron sus tesoros y le presentaron los obsequios: oro, incienso y mirra» (Mt 2,11). Los simbolismos de estos regalos son bien justos, y se entrecruzan para definir de muy galana manera la verdad de Cristo. Oro, porque es rey; incienso, porque es Dios; mirra, porque es hombre. Y, puesto que es rey en cuanto Dios y en cuanto hombre, la ofrenda de la mirra y del incienso a una misma persona viene a denotar sus dos inseparables y distintas naturalezas. Por la entrega del oro es proclamado rey del universo; al ofrecerle la mirra, reconocemos en público que el Hijo de Dios se ha unido verdaderamente a una naturaleza humana; y cuando delante de El se quema el incienso, confesamos expresamente que este Hijo es igual a su Padre en majestad.

Todos estos dones fueron aceptados por el Señor con viva complacencia. Ya no volverá a recibirlos hasta sus días postreros, cuando una mujer quiebre para El el vaso de los perfumes y su cuerpo yerto sea embalsamado con cien libras de áloe. Entre un extremo y otro de su vida, no habrá ninguna glorificación más de esta índole. Las muestras de particular homenaje son para sus dos grandes humillaciones, para su cuna y su sepulcro.

Insistentemente nos exhortan los Magos a presentar ante Jesucristo el incienso de nuestra adoración, el oro de nuestra

5 In Epiph. Dni.: o.c., p.46o-466.

gratitud y la mirra de nuestro arrepentimiento. En una palabra, nuestra fe viva y operante en sus dos naturalezas.

No parece lógico que a la hora de pedir algo a los Reyes Magos—porque se les puede pedir ciertamente, no menos que a cualquier otro santo del cielo—, les pidamos oro, incienso o mirra para nosotros; más bien pidámosles nos enseñen el camino de Cristo para ir nosotros también a llevarle nuestro oro, nuestro incienso y nuestra mirra.

 

5. Los Inocentes

«Esa tristeza que adivinamos en todos sus actos, ¿no era la melancolía incurable de quien escuchaba por las noches la voz de Raquel, que gemía por sus hijos y rechazaba todo consuelo? La queja se elevaba en la noche. Raquel llamaba a sus hijos asesinados por causa de él, ¡y él estaba vivo!»

Camus describe así, en La caída 6, en una página cualquiera, dentro de un contexto trágicamente frívolo, los remordimientos de Jesús al pensar en aquellos inocentes que fueron un día sacrificados por su causa mientras El era puesto a buen recaudo, lejos de Herodes y sus esbirros. Para Albert Camus fue siempre el dolor de los justos su piedra de tropiezo en el camino hacia la fe. Nunca pudo comprender por qué permite Dios que en las pestes mueran también los niños. Su admiración hacia Cristo se entibiaba toda vez que traía a su recuerdo la matanza de Herodes. Según él, sólo cuando fue crucificado expió Jesús de Nazaret aquella su huida a Egipto, que tan cara costó, pues costó la vida a decenas de niños de Belén y sus alrededores.

No es fácil de entender, confesémoslo, el sufrimiento de los inocentes. Se necesita estar muy familiarizado con la noción de misterio, es preciso tener fe. Todos los argumentos en favor de una superior armonía, conseguida mediante la concordancia de pequeñas desarmonías, no pueden tranquilizar el ánimo de quien por instinto rechaza, como aquel famoso personaje de Dostoiewski, el mundo más perfecto, redondo y bello, si es que tanta perfección hay que obtenerla a costa de una lágrima humana. Es menester creer con firmeza en una

6 La caída (Edit. Losada, Bs. As. 196o) p.95.

vida ulterior donde esa sangre, gratuitamente vertida, sea al fin vengada.

No puede el clamor de esa sangre apagarse con sutiles consideraciones. Todos cuantos sin motivo han padecido persecución y muerte siguen gritando a grandes voces: « ¿Hasta cuándo, Señor, Santo, Verdadero, no juzgarás y vengarás nuestra sangre en los que moran sobre la tierra?» (Ap 6,10). Toda esa sangre forma un río impetuoso cuyo fragor impide el sueño, «desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías» (Mt 23,35).

Pero semejante clamor, ¿a quién va dirigido? No va, en verdad, al pecho de la raza herida, no apela a los hermanos que podrían aún ejercer la venganza. El clamor sube a los cielos, allí donde únicamente puede encontrar adecuada reparación. Porque los hermanos de las víctimas tienen las manos igualmente sucias; ellos también andan comprometidos en una oscura complicidad, esa complicidad inevitable que liga a todos los hombres nacidos de mujer. Todos somos responsables de todo. Sólo el puro puede vengar. Además, una vida humana no es propiedad de la tribu, ni de la familia, ni de la patria, ni tampoco de ese equívoco círculo de quienes se erigen como hombres mansos a ultranza y custodios celosísimos de su prójimo. La vida pertenece al «Dios vengador» (Sal 94,1); toda sangre es del Señor y a El únicamente clama. «La voz de la sangre de tu hermano Abel está clamando a mí desde la tierra» (Gén 4,10).

Sólo quien posee los títulos y a la vez se ha guardado de toda iniquidad, sólo ése tiene el derecho de vindicación. Cristo es el Señor de la vida y el hombre de manos limpias. Huyó, sí, de Herodes y salvó la piel, consintiendo que otros murieran en su lugar; mas, si así obró, fue precisamente para luego ejercer aquella magnífica y eficaz venganza que daría respuesta cumplida no sólo a esas muertes, sino a todas cuantas en el mundo han sido y serán. Pero, en vez de vengarse matando a los criminales, se vengó muriendo por ellos y por sus víctimas. Su venganza fue la expiación, y «la aspersión de su sangre cubre la sangre de Abel» (Heb 12,24).

No vengó el crimen, sino que lo expió. No castigó al culpable, lo puso a salvo. Conduciéndonos así al corazón del misterio, explicándonos todo dolor humano como reparación de culpas—ajenas, si no propias—y colaboración con el Redentor. «El dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (r Jn 3,16).

En los días consecutivos al nacimiento celebramos la memoria de «los compañeros de Cristo»: Esteban, mártir en el deseo y en la realidad; Juan, mártir en el deseo, pero no en la realidad; los Santos Inocentes, mártires en la realidad, pero no en el deseo. No sólo forman el más inmediato cortejo del Cordero degollado, sino que son sus cooperadores en la eficacia victimal.

He aquí que la sangre de Abel, mezclada con la de Jesús, ya no clama contra Caín, sino en favor de Caín. La sangre de los inocentes de Belén ya no sube al cielo gritando contra Herodes; sube, como la fragancia de un holocausto pacífico, en defensa de Herodes. El olor de esa sangre intercede asimismo en favor de aquellos otros judíos coetáneos suyos que, por hallarse algo alejados del lugar donde se sospechaba que andaría Cristo, no dieron entonces su vida por El, sino que, al revés, treinta años más tarde fueron ellos quienes llevaron a Cristo al martirio. Las quejas de Raquel, madre de las víctimas, se han transformado en los gemidos suplicantes de la Dolorosa, madre común de víctimas y verdugos.

Herodes había encomendado con insistencia a los Magos que, al volver de adorar al nuevo Rey, no dejaran de pasar por su palacio para darle amplia información, puesto que él también quería marchar a adorarle. Dijo esto con el propósito traidor de averiguar dónde se hallaba el que podía poner en peligro su trono e inmediatamente exterminarlo. Pero los Magos, advertidos por un ángel de tales proyectos, regresaron por otro carnino a su país. Simultáneamente, José recibió en sueños el mismo aviso, con el encargo de que tomara al Niño y a su madre y huyesen a Egipto.

«Entonces Herodes, viéndose burlado por los Magos, se irritó sobremanera y mandó matar a todos los niños que había en Belén y en sus términos de dos años para abajo, según el tiempo que con diligencia había inquirido de los Magos. Entonces se cumplió la palabra del profeta Jeremías, que dice: Una voz se oye en Ramá, lamentación y gemido grande; es Raquel, que llora a sus hijos, y rehúsa ser consolada porque no existen» (Mt 2,16-18).

Pero los clamores de Raquel no llegaban a oídos de Herodes. Acababa de retirarse, presa de terrible enfermedad, a las caldas de Callirhoe, junto al mar Muerto. Su corazón, además, no era sensible a clamores de esa naturaleza. ¿Qué podía importarle a él la muerte de veinte o treinta hijos de pastores sin nombre? La ejecutoria de su reinado se compone, sobre todo, de hazañas criminales. Apenas conquistó Jerusalén y se instaló allí como rey, ordenó matar a cuarenta y cinco partidarios de Antígono, su contendiente. Mató a su cuñado Aristóbulo, a los dos esposos de su hermana Salomé, a su propia suegra Alejandra, a su mujer Marianne, a sus hijos Alejandro y Aristóbulo. A sabiendas del terror y hostilidad que su persona despertaba, con el fin de evitar la alegría del pueblo én el momento de su muerte, ordenó a sus más íntimos colaboradores que, cuando él muriera, pasaran por las armas a incontables judíos ilustres que previamente habían sido concentrados en el hipódromo de Jericó.

¿Qué suponía para este monarca, sanguinario como nadie, la sangre de treinta niños? Quizá, verdaderamente, supuso mucho. ¿Para bien o para mal? Los más sagaces historiadores, que quizá descubran aún nuevos crímenes a cuenta del famoso rey, no podrán jamás revelarnos los últimos minutos de aquella vida atroz, sus últimos segundos...

Su cadáver, con grandes pompas, fue trasladado hasta el mausoleo del Herodium, el actual Djebel Fureidis, un inmenso cono de tierra dura, pelado por los vientos. Al noroeste, a unos seis kilómetros de distancia, se halla Belén y los huesos ya pulverizados de los Santos Inocentes.

Jesús, María y José tomaron presurosos el camino de Egipto. Después, nada se sabe. El viento borró sus huellas.

En un esmalte lemosín, conservado en el museo de Cluny, podemos contemplar un encantador episodio que los apócrifos consignaron: cuando huía a través del desierto la Sagrada Familia, extenuada por el hambre y la sed, es socorrida por dos salteadores de caminos; uno de estos bandidos será, con el tiempo, el buen ladrón, al cual Jesús, en recompensa por su antigua obra de caridad, ha de prometer el paraíso.

Como índice de esa larga repercusión que nuestras buenas y malas obras poseen, me parece una ilustración venerable. Como anécdota con pretensiones de historia, carece, naturalmente, de todo fundamento. Ya sabemos cómo los evangelios apócrifos se dedicaron a cubrir con profusión las lagunas de los evangelios canónicos, y casi siempre relatando milagros poéticos, que servían para dulcificar y prestigiar la vida de Jesús Niño.

Hay que reconocer que entre ambas series de evangelios existe una diferencia demasiado marcada. Aseguran los apócrifos que, al paso de María y José, las palmeras se inclinaban para ofrecer gentilmente sus dátiles a tan ilustres viajeros. Mateo, en cambio, dice exclusivamente que éstos salieron de Belén hacia Egipto porque José había recibido de un ángel la orden de partir. Sin duda que a los apócrifos les hubiese gustado contar otras cosas: contar, por ejemplo, en el límite máximo de lo deseable y lo inverosímil, que el Niño no huyó y que, cuando iba a ser atravesado por la espada, el brazo de quien lo blandía quedó seco y, acto seguido, recompuesto por virtud divina, lo cual sirvió para que toda la cohorte se convirtiera al cristianismo.

La verdad de aquella peregrinación por tierras extranjeras debió de ser muy otra; las penalidades, muy graves; y la inquietud de los fugitivos, muy angustiosa. ¿Y no suponía acaso motivo de tentación para su fe el ver cómo el «Hijo de Dios» tenía que escapar precipitadamente de las asechanzas de un reyezuelo indigno?

El camino no fue fácil. Tomarían primero el sendero de Hebrón; marcharían hasta Gaza, donde empalmaban con la «vía del mar», itinerario común de las caravanas y los ejércitos. En Rhinocolura, término de la dominación de Herodes, se les ensancharía el ánimo; pero los días que aún les quedaban de viaje por las arenas eran muchos, y la sed se haría un tormento creciente.

¿Por qué inventar arroyos, por qué alfombrar de césped la ruta del desierto? El único dato cierto y seguro es el siguiente: Dios, que podía haber dado muerte fulminante a Herodes o podía haber mudado de repente su corazón y convertirlo en sincero adorador del Mesías, prefirió usar, para salvar a su Hijo, de vías más ordinarias.

Añadir ahora milagros sería como poner galones de fino terciopelo a la humilde vestidura de un pobre. O, mejor aún, equivaldría a pretender vestir con nuestras telas, siempre míseras, al Señor de majestad que se cubre con un manto de sol.

 

6. Perdido y hallado en el templo

Muerto ya Herodes, el ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: Levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel, porque son muertos los que atentaban contra la vida del niño. Levantándose, tomó al niño y a su madre y partió para la tierra de Israel. Mas, habiendo oído que en Judea reinaba Arquelao en lugar de su padre Herodes, temió ir allá y, advertido en sueños, se retiró a la región de Galilea, yendo á habitar en una ciudad llamada Nazaret, para que se cumpliese lo dicho por los profetas, que sería llamado Nazareno (Mt 2,19-33).

Siguen a continuación los años oscuros de Jesús, los años de esa vida que con razón es llamada «vida oculta». Nada de extraordinario ocurre en ella. Sólo una vez descorre el evangelio la cortina: episodio del Niño perdido y hallado en el templo.

Sus padres iban cada año a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando era ya de doce años, al subir sus padres, según el rito festivo, y volverse ellos, acabados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo echasen de ver. Pensando que estaba en la caravana, anduvieron camino de un día. Buscáronle entre parientes y conocidos, y, al no hallarle, se volvieron a Jerusalén en busca suya. Al cabo de tres días le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores, oyéndolos y preguntándoles. Cuantos le oían quedaban estupefactos de su inteligencia y sus respuestas. Cuando sus padres le vieron, se maravillaron, y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué has hecho esto con nosotros? Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos buscándote. Y El les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre? Ellos no entendieron lo que les decía (Lc 2,41-50).

No deja de sorprendernos la conducta de Jesús: se queda rezagado en Jerusalén, dejando partir a sus padres sin previo aviso, a sabiendas del vivo dolor que les afligiría en cuanto notasen su ausencia. Nos asombra igualmente ese diálogo que entre la madre y el hijo se cruza.

«Hijo, ¿por qué has hecho esto con nosotros?» Estas palabras, evidentemente, no contienen reproche alguno, pero demuestran algo más que dolor: demuestran una dolorosa sorpresa. La respuesta de Jesús todavía pone más desconcierto en nuestra alma: « por qué me buscabais?» Pero ¿es que preferías que no te buscaran? ¿O concebías, al menos, la posibilidad de que no anduvieran en tu busca? Esa frase, por supuesto, tampoco encierra ningún reproche, pero denota algo más que un deseo de justificar su comportamiento: denota la voluntad de manifestar bien a las claras su independencia. «¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre?» Una raya gruesa queda aquí para siempre trazada. Queda definitivamente eliminado, no ya cualquier entrometimiento indiscreto en sus planes divinos, sino incluso toda posibilidad de establecer relaciones mutuas a cierto nivel.

José debió de recordar en aquel momento que él no era en realidad su padre... Las palabras «tu padre» que la Virgen pronuncia y las otras de Jesús, «mi Padre», hállanse entre sí demasiado próximas para que no se note en éstas, si no una corrección, sí al menos una aclaración. El puro texto, desde luego, es incapaz de ofrecernos la precisa entonación con que tales frases fueron pronunciadas, la dulzura que emanaba de la voz de Cristo, nunca ciego para los generosos oficios que sus padres de la tierra le prestaban ni tampoco insensible entonces a la angustia de aquel hombre y aquella mujer que durante tres días lo habían estado afanosamente buscando. Sin embargo, las palabras son nítidas, taxativas; es imposible encontrar en ellas una significación diferente.

Comprendió José que su papel de custodio del Niño había que volver a plantearlo con humildad. María comprendió que el «Padre» al cual aludía su hijo sostenía con éste una correspondencia infinitamente superior a la que su maternidad carnal establecía. No obstante, si las palabras de Jesús parecen alejar a María de sus secretos programas personales, lo que con ellas éste pretendió y consiguió era sin duda asociarla más estrechamente a su tarea mesiánica. Más estrechamente, aunque no en el plano de la intimidad humana. El dolor que este suceso había infligido a la madre servía para que comenzase a ejercer ya su título de corredentora. Aquel apartamiento que exteriormente se subrayaba contribuía a unirlos en un estrato más hondo. Así se separan los mangos de dos layas gemelas hincadas en tierra, mientras sus horquillas se aproximan por abajo más y más para levantar el mismo tormo.

Lo que parecía un obstáculo—esto mismo ocurrió con su virginidad a la hora de llegar a ser madre—venía a ser en realidad un excepcional medio de llevar a cabo la obra. Toda la vida de Cristo se halla entre dos extremos por El mismo definidos: «Vine del Padre y vuelvo al Padre». María, que tan insustituible colaboración le había prestado para que descendiera al mundo, había también de cooperar con El para que retornara al Padre después de cumplir felizmente su misión. Esta vuelta al Padre se halla admirablemente simbolizada en el episodio del templo, acontecimiento que no significa el principio de una emancipación coincidente con la mayoría de edad de Jesús—éste iba a volver en seguida a Nazaret y continuaría durante largos años sometido a la tutela de sus padres terrenales—, sino el signo de una independencia interna, esencial, perdurable, que jamás se había visto interrumpida.

¿Por qué me buscabais?

¿Había en estas palabras una tenue censura? De María sabemos que nunca pecó. No nos consta, en cambio, lo mismo de José. Acaso la frase de Jesús entrañaba una tierna reprobación de aquella ansiedad, tal vez demasiado humana, con que el desolado padre lo había estado buscando. Probablemente, ni eso siquiera. Dichas palabras se enlazan simplemente con las que siguen, para resaltar la divina trascendencia que Cristo tuvo a bien entonces proclamar por vez primera en su vida.

Ninguna culpa existió, a buen seguro, en sus andanzas buscando al Niño, como tampoco había habido culpa, por parte de nadie, en el hecho de que éste se perdiera. Semejante sufrimiento, lo mismo que aquella enfermedad del hombre que un día Jesús curó, estaba ordenado «para que se manifestasen en él las obras de Dios» (Jn 9,3).

El Señor se retira del alma—no retira su gracia, sino únicamente su presencia sensible—siempre que le place y es de su gusto. Actúa como el viento: «sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va» (Jn 3,8).

Es muy dueño de hacerlo. No se liga a nada ni a nadie, excepto a la voluntad paterna. Mas nunca hay que temer de El una volubilidad que nos dañe, pues la voluntad del Padre coincide con el bien supremo de nuestros corazones. «Nadie, Señor, te pierde sino el que te deja» 7. Su bondad es tan grande que parece mostrar más interés en permanecer con nosotros que nosotros en buscarle a El: «Yo he estado a disposición de los que no me consultaban, pude ser hallado por quienes no me buscaban; yo decía: heme aquí, heme aquí, a aquellos que no invocaban mi nombre» (Is 65,1). ¿Cómo va a querer El marcharse, si «su gozo es estar con los hijos de los hombres»? (Prov 8,31).

No obstante, aun teniéndolo, es posible y conveniente buscarlo sin desmayo. Su trascendencia aliada a su inmanencia, su inmenso poder colaborando con su amor, hacen que este dinamismo enamorado, que El sabe provocar en nuestra alma, rinda muy estimables frutos. «Busquemos para encontrarlo; sigamos buscándolo una vez encontrado; para que le busquemos y le encontremos, se oculta; para que le sigamos buscando una vez encontrado, es inmenso. En el que le ha encontrado, produce una mayor capacidad, para que desee volver a llenarla desde el mismo momento en que se le ha ensanchado» 8.

Es ya indicio de haberle hallado la voluntad de andar tras El, así como también toda oración—«buscar a Dios» o «buscar su faz» son sinónimos de oración (Sal 24,6)—supone haber recibido una gracia previa, anterior a aquella otra que en la plegaria se suplica. Nuestra búsqueda no es, en fin de cuentas, sino la respuesta que damos a esa intervención de Dios en nosotros, que ha descendido para buscarnos.

«El Hijo del hombre vino a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). Su actitud es siempre la misma del pastor que persigue a una oveja descarriada. He aquí la novedad que el judeo-cristianismo aporta a la historia de las religiones: la afirmación de las acciones divinas en el tiempo. Si cualquier concepción religiosa incluye la búsqueda de Dios por parte de los humanos, lo específico de la religión cristiana consiste en esa revelación que poco a poco va manifestando las gestio-

7 SAN AGUSTÍN, Confes. 4,9,14: ML 32,699.
8
SAN AGUSTÍN, Tract. 63 in lo. Evang.: ML 35,1803.

nes progresivas de Dios en busca del hombre y que culminan con el advenimiento del Verbo.

Cristo es el nudo de caminos que describen todo cuanto Dios y el hombre han hecho buscándose mutuamente. En El «todo el que busca, encuentra» (Mt 7,8).

¿Por qué me buscabais?

¿Por qué me buscabais, si, en vuestro dolor, me teníais más cerca que nunca?

Es inevitable pensar también en el dolor de Jesús. Su naturaleza divina no le impedía sufrir las tribulaciones que en su carne y en su alma se cebaban. Es de suponer que tampoco su condición de Hijo de Dios le era un estorbo para sentir vivamente aquellos dolores que todo hijo experimenta al ver sufrir a sus padres. Y así como tampoco la visión divina de las cosas—visión perfecta y simultánea de causas y efectos—no häcía inútiles los conocimientos que, como hombre, gradualmente iba alcanzando, así su visión redentora—y aquella certeza suya de que los trabajos de los hombres en esta vida obtienen después inapreciables recompensas—tampoco lo incapacitaba para distinguir y compartir las sucesivas fases del dolor y la alegría en los corazones que amaba.

Era, además, manifestarles a ellos su propia pena la mejor manera de consolarlos, una manera lícita de estrechar sus manos en la oscuridad. Que comprendieran ya que también para El resulta a veces terrible «ocuparse en las cosas de su Padre».

Y, juntos de nuevo, regresaron a Nazaret.