CAPÍTULO II

LA VARA

 

1. Anunciación

La Virgen tendría entonces trece o catorce años.

Lo único que acerca de ella sabemos es que se llamaba María. Al conjuro de este nombre, los ángeles se alborozan, el corazón humano se alivia, las cabezas de los oficiantes litúrgicos se inclinan con veneración. Todos los autores espirituales se han empeñado largamente en sacarle brillo a este nombre, se han afanado en buscarle muy honrosas cunas, han desprendido de él las lecciones más varias y edificantes. «Estrella del mar», «Señora», «Luminosa», «Bella», «Amada de Yahvé»...

Pero una cosa parece la más cierta de todas: tal nombre era en Palestina enteramente ordinario y vulgar. Con seguridad existirían en el mismo Nazaret otras mujeres que llevasen ese nombre. Pues bien, lo que más nos desconcierta es que el único dato que sobre María nos suministra el evangelio sea éste, que se llamaba María (Lc 1,26). Por el contrario, acerca de Zacarías la información es mucho más precisa y rica: dícese de él que era miembro de la clase sacerdotal de Abía y que su mujer, Isabel, descendía de Aarón (Lc 1,5). El contraste entre ambas narraciones—la anunciación a la Virgen y la anunciación a Zacarías—no puede ser más significativo.

En una y otra el mensajero es el mismo, el arcángel Gabriel. Pero las circunstancias y pormenores son bien diversos. Encontrábase a la sazón Zacarías en el templo, un día en que tenía que ofrecer el incienso, en el momento más importante de su vida sacerdotal. María habitaba en Nazaret, una aldehuela que jamás en la Biblia había sido citada hasta entonces, muy lejos del centro judío, en tierra apartada y casi extranjera, «Galilea de los gentiles» (1 Mac 5,15). Se hallaba en su casa, y era un día cualquiera, a una hora que no se determina. El ángel «entró donde ella estaba» (Lc 1,z8). A Zacarías, en cambio, se le apareció después que éste entró en el santuario (Lc 1,9). Todos estos detalles, ¿no revelan de algún modo el cambio tan profundo que va a`producirse entre el Antiguo y el Nuevo Testamento? Dos innovaciones al menos quedan insinuadas: la nueva economía del Señor no se liga ya al templo ni siquiera completamente a Israel; Dios ya no espera tampoco que el hombre acuda a su presencia; es El quien se adelanta y va en busca del hombre.

Podemos observar también un tercer contraste. De Zacarías y de su esposa nos traza el evangelista una rápida pero valiosa alabanza: «los dos eran justos ante Dios, pues cumplían sin una falta todos sus mandamientos y preceptos» (Lc 1,6). Ningún elogio, por el contrario, nos hace de la Virgen; simplemente nos dice que se llamaba María. Y mientras a ésta el ángel le habla de gracia, de benevolencia, de puro favor, la merced que al sacerdote anuncia es presentada como fruto de sus oraciones. ¿No será por ventura una forma de advertirnos que el magno acontecimiento reservado a María nada tiene que ver con sus méritos y plegarias, sino que se debe exclusivamente a la libre voluntad divina? Es tan grande y soberano y desacostumbrado lo que Dios va a realizar, que nunca pudo caber en la esperanza ni en el deseo de los hombres, mucho menos en sus merecimientos.

El ángel dijo a la doncella: «Alégrate, llena de gracia; el Señor es contigo» (Lc 1,28).

Alégrate con aquella alegría mesiánica, específica, a la cual ya exhortaron hace mucho tiempo los profetas. Lo que en boca de ellos fue tan sólo una lejana invitación, adquiere hoy una urgencia, una densidad sin igual, pues lo que ellos vaticinaban para un futuro inescrutable se hace ya noticia y revelación en labios de Gabriel.

Alégrate, porque «el Señor es contigo». A Isaac y a Jacob, a Moisés y a Josué les había prometido Dios: «Yo estaré contigo» (Gén 26,3; 31,3; Ex 3,12; Jos 1,5), y quería significarles con ello su especial asistencia para que pudieran sin tropiezos llegar a la tierra prometida y posesionarse de ella. Ahora alégrate tú, María, porque el Señor está contigo y te introduce ya en una tierra que mana leche y miel.

Constituye la Virgen en este instante el más feliz prototipo de la alianza antigua, la concentración acabada de todas las esperanzas, lo que debía haber sido el destino ideal del pueblo elegido: gratia plena, un alma madura ya con ese género de santidad que es preparación perfecta, un alma orientada por completo hacia el que ha de venir y colmada con su venida. La Virgen representa la madurez justa y cabal del Antiguo Testamento. Todos los símbolos que éste había reunido le son aplicables: la zarza ardiente de Moisés, la rama florida de Aarón, el árbol del Paraíso, y aquel otro árbol inmenso que Nabucodonosor vio en sueños, la Casa construída en la cumbre de los montes, la Mujer fuerte de los Proverbios, la Mujer enemiga de la serpiente, la Esposa engalanada para comparecer ante el Esposo, el rico trono de Salomón, el vellocino de Gedeón cubierto de rocío. Todas las mujeres que le han precedido han trabajado para ella, han suspirado oscuramente por su llegada y le prestan hoy, junto con su acumulada capacidad maternal, sus mil atributos. En la iglesia de la Dormición, alrededor del altar de Santa María, hay pintados seis medallones: Eva con una manzana, la hermana de Moisés con un tambor, Jael con un martillo, Judit con una cabeza ensangrentada, Rut con una gavilla, Ester con un cetro.

La Iglesia canta su gloria con aquellas mismas palabras que celebran a la muy santa y dichosa Jerusalén: «El rey está prendado de tu hermosura. Pues él es tu señor, sírvele a él. Los tirios vienen con dones, los ricos del pueblo buscarán tu favor. La hija del rey se halla resplandeciente, su vestido está tejido de oro. Cubierta de diversos colores es llevada al rey; detrás de ella, las vírgenes, sus amigas. Acompañadas de música y júbilo, entran en el palacio real. A tus padres sucederán tus hijos, los nombrarás príncipes por toda la tierra. Se cantó tu loor por generaciones y generaciones. « ¡Alábente, pues, las naciones por los siglos de los siglos!» (Sal 45,12-18).

Ella se turbó al oír tales palabras y discurría qué podría significar aquella salutación. El ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin. Dijo María al ángel: ¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón? El ángel le contestó y dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios. E Isabel, tu pariente, también ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el mes sexto de la que era estéril, porque nada hay imposible para Dios. Dijo María: He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra. Y se fue de ella el ángel (Lc 1,29-38).

Dios no impone a María su voluntad: le permite elegir.

¿Conocía ella el verdadero destino del Mesías? ¿Tenía acerca de éste la misma mentalidad—no decimos las mismas bastardas aspiraciones—que demostraron los apóstoles, suponiéndolo un caudillo glorioso que restauraría la casa de Israel y extendería su dominación hasta los últimos confines? ¿Entendió acaso en sentido material las palabras del ángel relativas al «trono de David»? ¿O más bien estaba ya familiarizada con aquellos vaticinios de Isaías que prenunciaban un «varón de dolores» (Is 53,3)?

Dios nunca hace trampa. Dios no oculta nada a la hora de pedir al hombre una respuesta. Sin duda que María no ignoró por completo la pesadumbre de la misión que en aquel instante se le brindaba. Nada podía saber con exactitud, pero es de suponer que, cuando pocos meses después Simeón le habló de una cruel espada que atravesaría su corazón, estas palabras vinieron a enlazarse fácilmente con el presentimiento que ella ya tenía y con las innegables luces que recibió del Señor antes de pronunciarse afirmativamente ante el ángel.

Pudo muy bien haber rehusado lo que se le proponía. Los teólogos hablan de una santificación primera, que databa de su concepción sin mancha, y de una segunda o plena santificación causada por el descenso del Verbo a su seno. Absolutamente, aún era libre de elegir... No pudo ser negado a la segunda Eva aquello que a la primera mujer fue concedido: la posibilidad de decir sí o no. ¿Quién será capaz de introducirse en un alma tan singular y adivinar sus movimientos? Sólo una certeza poseemos: que jamás consintió María en la más pequeña imperfección. Pero desconocemos la historia interior de tan absoluta pureza, las vicisitudes de su libertad, las opciones ante las cuales se halló, las tentaciones que hubo de soportar. Ningún escándalo puede producir esta palabra en quienes están ya debidamente informados sobre las tentaciones de Jesús. Y cuantos recuerden el emocionante clamor de Getsemaní carecerán de motivos para descartar como improcedente la sospecha de una secreta angustia en la Virgen a la hora de aceptar el cáliz de su tremenda maternidad. El cuadro de la anunciación es tan dulce y tranquilo, tan azul, tan tradicionalmente orlado de palomas y arbustos, que casi por instinto alejamos de él toda idea de sufrimiento, de lucha e incertidumbre. El evangelio, es verdad, nada dice acerca de todo esto; pero la teología, ni aun la más denodada defensora de los privilegios marianos, puede prohibirnos que lo pensemos.

Tras el ofrecimiento de Gabriel, hubo un corto silencio. El tiempo suficientemente largo para que quedara en suspenso la suerte del Creador y de toda la creación, el tiempo suficientemente breve para que no se alterara—no ya en dirección, pero ni siquiera en ritmo—la ininterrumpida entrega a Dios de aquella criatura excepcional.

Y luego dijo que sí. O mejor, dijo fiat, hágase. No es el fiat del Génesis, cuando el Señor decía «hágase la luz, hágase la tierra». Es un fiat que da comienzo a la segunda creación, pero pronunciado esta vez con labios humanos, con muy frágil garganta. Por eso no es una iniciativa, sino una contestación; no es ninguna orden, es un acatamiento. Es un fiat humilde. Decir sí quizá hubiese sido menos delicado: como si todo no hubiese estado ya misteriosamente resuelto...

Su fiat, tanto como la fórmula de una decisión personal, constituyó la expresión de su fe en el poder y amor insondables del Señor. La fe es la primera forma de colaboración que Dios pide a sus hijos, y fue lo primero que la Virgen otorgó.

Fiat, y la luz fue hecha, y el Verbo se hizo carne. Al ecce ancilla de la criatura siguió inmediatamente el ecce venio del Salvador.

«Nada hay imposible para Dios»: ni la fecundación del vientre árido de Isabel, ni tampoco la encarnación del Verbo.

¿Dios encarnado? Sí. Ello no repugna a su infinitud: aunque la divinidad envuelva y empape a la humanidad, aquélla permanece inabarcable e impenetrable, metafísicamente inaccesible a toda naturaleza creada. Por el hecho de encarnarse, Dios no se deprime en mayor medida de lo que se oscurece el sol por el hecho de iluminar la tierra. Tampoco repugna a la característica simpicidad del Unico, ya que la naturaleza humana no entra como componente de la divina para completarla; no la hace mayor, ni siquiera más amable, pues era ya infinita en todas sus dimensiones. Y, después de encarnado, el Inmutable no ha experimentado cambio alguno en su esencia; lo ocurrido afecta únicamente a la existencia. ¿Acaso modifícase algo la naturaleza de mi pensamiento cuando lo transmito al papel?

 

2. La Virgen

«He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo» (Is 7,14).

¿Está bien traducida así la frase de Isaías? ¿Es correcto sustituir el almah hebreo por virgen? Es correcto por lo menos en la misma medida en que sería acertado decir «Hijo de Dios» allí donde el texto original dijese «Jesús de Nazaret». Pero lo que es suplantación legítima en el orden de la realidad, quizá no lo sea tanto en la simple línea del idioma. Parece ser, a juicio de algunos, que almah significa nada más «muchacha», sin ulterior calificación. Ahora bien, puesto que esa muchacha a la que Isaías alude concibió sin mengua de su entereza, suelen las traducciones usar la voz «virgen», sin que por ello sufra lo más mínimo la verdad de lo que allí se cuenta. Es, pues, una versión a posteriori, y sería absurdo pensar que la afirmación cristiana de una madre virgen se apoya en la profecía de Isaías; muy por el contrario, el sentido de la profecía ha venido a esclarecerse después con el testimonio de los hechos.

No obstante, aunque el simple vocablo almah no anticipase ninguna idea de virginidad, todo cuanto rodea a esta frase permite pensar que ahí se habla de una virgen. Lo que no expresa el texto, el contexto lo sugiere.

Isaías relata en ese capítulo los apuros de Ajaz, rey de Judá, asediado por las huestes de Siria y Efraím. Le promete Yahvé eficaz ayuda, pero tiene buen cuidado en advertirle que será esta ayuda lo que salve al pueblo, y no las fuerzas humanas con que Ajaz pueda colaborar. Que no atribuya, pues, luego a su propio brazo la victoria, ya que ésta se deberá exclusivamente al socorro del cielo: vendrán las moscas de Egipto y las abejas de Asiria, convocadas por el silbo de Yahvé, y exterminarán a los enemigos. Aquí precisamente, en esta promesa de asistencia divina, es donde se inserta el vaticinio de la singular concepción. Se trata, por tanto, de afirmar y subrayar que todas las grandes obras tienen a Dios por autor, el cual «eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes, y lo que no tiene nombre, lo que el mundo desprecia, lo que es nada, lo eligió para destruir lo que es, a fin de que nadie pueda gloriarse delante de Dios» (I Cor 1,27-29).

Este es, a nuestro entender, el sentido principal de la virginidad de María: el que la define en su esencia íntima de «pobre de Yahvé».

La esterilidad viene a ser una de las notas descollantes de esa situación característica, menospreciada por el mundo y con más ganas amada por Dios, que las Escrituras suelen llamar «pobreza». Es vida de opresión; por consiguiente, vida de esperanza en lo alto; de ahí que sea una vida de entrega y disponibilidad. El Señor se ha servido siempre, para sus mayores intervenciones, de estas oscuras existencias abandonadas a El. Desde la estéril Sara, madre de Isaac—pasando por la estéril Ana, madre de Samuel, y la estéril Isabel, madre de Juan Bautista—, hasta la estéril María, madre de Jesús, es la historia de Israel la historia de las acciones misteriosas de Dios, cumplidas con los medios humanamente más inadecuados.

Pero apresurémonos a anotar una diferencia de gran tomo: aquello que en las otras mujeres era involuntario y como impuesto, en María constituyó una libre ofrenda, una voluntaria dedicación: el voto de virginidad. Su floración perfecta, incluso antes de fructificar, suponía ya una gracia cristiana. Por eso afirma San Agustín que «la dignidad virginal comenzó con la madre de Dios» 1.

Y comenzó precisamente porque ella fue la madre de Dios. Lejos de significar dos cosas incompatibles, virginidad y maternidad se implican y se dan abrazo estrechísimo. Veámoslo.

Estrictamente, según su significación más excelsa, la virginidad no fue inaugurada por María. «La primera virgen es la santa Trinidad» 2. Dios es Padre que no necesitó de cooperación ninguna para engendrar, como tampoco hubo menester de materia previa para crear; y la generación del Hijo no supuso menoscabo alguno para su ser. Por eso Cristo es hijo de una doble virginidad: «Dios sin madre, hombre sin padre» 3. Mejor que decir que Cristo procede de la virginidad de María, habría que decir que la virginidad de María procede de Cristo. «¿Quién negará que este género de vida ha bajado de los cielos y que en la tierra sólo lo hallamos fácilmente después que Dios tuvo a bien encarnarse» 4. La virginidad de la tierra es una réplica o copia de aquella que tiene arriba su mansión y primer esplendor; representa más bien una disposición a la virginidad, que se transforma en virginidad efectiva y verdadera cuando el Señor la consagra con su visita.

Porque la virginidad es cosa muy distinta de la esterilidad. Esta, concepto meramente negativo, significa tan sólo ausencia de hijos carnales, mientras aquélla, junto con la renuncia a estos hijos, supone ya un estado de elevación sobre la tierra, justamente un estado nupcial y maternal adscrito a la gloria. Nupcial, porque el alma celebra con Dios desposorios; maternal, porque concibe y alumbra a Jesucristo.

El Padre es Dios por excelencia, sin principio. María es la criatura por excelencia, voluntariamente vaciada de sus fuerzas personales, en total sujeción respecto del Creador. Ahora bien, esta su condición virginal le permite llegar a ser madre con una plenitud que ninguna madre del mundo ha conocido nunca: Jesús es humanamente hijo de ella y de nadie más. Criatura por completo abierta y disponible para Dios,

1 Serm. 51,16: ML 38,348.
2 SAN GREGORIO NACIANCENO, Carm. in laud. virg. 1,20: MG
37,523.
3 SAN LEÓN MAGNO, Serm. 28,2: ML 54,222.
4 SAN AMBROSIO, De virg. 1,11: ML 16,192.

María es visitada por éste y regalada con el máximo don. Toda madre lo es por comunicación del padre, porque acoge el don del padre. Toda maternidad, según esto, supone una dependencia, bien sea del varón, bien sea de Dios. Por eso la Virgen, criatura dependiente por antonomasia, llega a ser la madre por excelencia. Si la paternidad o iniciativa fecundante es lo peculiar de Dios, la maternidad es lo propio de la criatura (mejor dicho, la «maternalidad», la capacidad de ser fecundados).

Esta maternalidad denuncia la esencia de la virginidad como apertura, como oblación. Por eso, cuando María llegó a ser madre, no dejó de ser virgen: porque su renunciamiento no había estado inspirado en el deseo egoísta de permanecer libre de esa alienación en que consiste el hecho de ser esposa y madre. Lejos de ello, su actitud fue de pura entrega, de pasividad expectante, de limpia e intensa fe.

Virginidad y maternidad son compatibles, desde el punto de vista de Dios, merced a la infinita potencia de éste—la virtud divina no está constreñida a un efecto ni a una manera de producirlo—. Desde el punto de vista de la criatura, logran una y otra concertarse en el seno de la fe: aquella tan recia confianza en Dios, implícita en el voto de virginidad que María había formulado, hizo que desapareciera por completo el impedimento que para una presunta maternidad suponía dicho voto. María creyó que todo era posible para el Altísimo. Su fe actuó como capacidad, esa específica capacidad de la criatura. Y ya el Señor no esperó más para hacer brotar su germen en aquellas entrañas tan libres, tan francamente abiertas.

Dios pide de sus criaturas, sobre todo, fe. Abraham tuvo un hijo cuando creyó de veras en la palabra de Dios, a pesar de su ancianidad; y alcanzó la máxima bendición cuando, por orden de Dios, se dispuso a sacrificarlo, es decir, cuando su fe se demostró adulta, victoriosa de todas las apariencias.

«Abrase la tierra y produzca al Salvador». Bastará que la tierra se abra por sí sola, no habrá necesidad de azada ni agricultura.

El paralelismo entre Isaías (45,8) y Lucas (1,35) es notable: «Enviad, cielos, desde arriba, el rocío.—El Espíritu Santo vendrá sobre ti». «Que se extiendan las nubes.—La virtud de lo ato te hará sombra». «Abrase la tierra y produzca al Salvador. —Lo que nacerá de ti será santo y será llamado Hijo de Dios».

Cabe ahora preguntarse por qué eligió Dios este modo de nacer, por qué quiso nacer de una madre virgen. Desde luego, podía muy bien haber nacido, si ésa era su voluntad, del enlace común de una mujer y un hombre.

Creo que conviene, lo primero de todo, rechazar aquellas pretendidas explicaciones que suponen alguna desestima de la sexualidad. Resultan improcedentes, indebidamente fundadas. Responden a una época en que todo lo concerniente al sexo era más o menos reputado inmundo, cuando casi el único bien que al matrimonio se reconocía era el de poder engendrar vírgenes. No es ésta una recta apreciación de las realidades carnales ni tampoco el mejor camino para exaltar el estado de virginidad. El Hijo de Dios podía haber sido concebido de mañera ordinaria sin que en sus orígenes hubiera por eso nada indigno o vergonzoso. Suponer lo contrario equivaldría a pronunciar un juicio de condenación sobre algo que ha sido elevado a categoría sacramental. El matrimonio santifica el estado de los esposos y, en primer lugar, sus más específicas realizaciones. El uso de la carne puede estar ungido de gracia; querer descriminar en él un margen natural y otro sobrenatural sería ofensivo al poder de impregnación que la gracia posee. La consigna de Jesús: «El hombre no separe lo que Dios ha unido» (Mt 19,6), sigue siendo válida en ese profundo nivel.

Tampoco puede hallarse verdadera dificultad, como Santo Tomás pretende 5, en que un hombre compartiese con Dios el título de padre sobre el mismo hijo. ¿No comparte el Hijo su filiación? ¿Por qué no había de compartir el Padre su paternidad? De hecho no la compartiría: se trata de dos órdenes esencialmente diversos.

¿Por qué, sin embargo, a pesar de no hallarse desdoro ninguno en todo esto, prefirió Jesús nacer de una doncella?

¿No habrá pretendido quizá con ello subrayar la absoluta gratuidad de la encarnación? Ninguna iniciativa incumbe aquí al hombre; éste únicamente puede ofrecer su docilidad, sus brazos abiertos, sus manos vacías en actitud de ser colmadas desde lo alto.

Asimismo es posible observar, en la concepción del Primogénito, el modelo de esa gestación virginal que diariamente

5 Suma Teol. 3,28,1.

lleva a cabo la Iglesia. Esta es virgen por su fe 6, y justamente por esa integridad de su fe se mantiene como fiel esposa, ilimitadamente fecunda.

La razón última por la que el Hijo de Dios quiso nacer de madre virgen no debe de andar desconectada de las razones que presiden el nacimiento de los cristianos. La modalidad de la encarnación tiene que guardar, a nuestro entender, relación muy estrecha con los fines de la encarnación. Ahora bien, ésta se efectuó para que en Cristo quedase recapitulada la humanidad entera. Cristo no es el segundo Adán en el sentido de un nuevo principio capaz de multiplicarse indefinidamente como el primero. Más bien habría que llamarlo el último Adán, en cuanto que en El vienen a congregarse, como en un solo hombre perfecto (Ef 4,13), todos los humanos. El sentido de la generación carnal es la multiplicación numérica. Esta dispersión inevitable, que, a la vez que propaga la vida, es un símbolo de su parcelamiento, indigencia y extinción, queda súbitamente corregida cuando en el seno de la humanidad se introduce aquel soberano principio de cohesión que es el Unico, el Cristo virginal nacido de una virgen. En lugar de multiplicar—por tanto, de dividir—, Cristo reúne, convoca, recapitula. Así lo entendió ya San Agustín: «Lo que María mereció según la carne, posee la Iglesia según el espíritu: María engendró al Unico; la Iglesia engendra a muchos, que por el Unico se hacen uno» 7.

Pero la virgen de Isaías no sólo concebirá, sino que también «parirá un hijo».

Si no hubo detrimento de su doncellez en la concepción, tampoco lo habrá en el parto.

¿Se corrompe acaso nuestra mente cuando el pensamiento es proferido en palabras? ¿Mancha el sol el cristal que atraviesa? Lo mismo que salió del sepulcro sin abrir la piedra, lo mismo que entró en el cenáculo después de resucitar, sin agujerear las paredes, así nació Jesús del vientre de su madre, sin lastimarlo. Así echa de sí la flor su perfume, sin perder el candor.

Virgen antes del parto, en el parto y después del parto.«Dijo Yahvé: Esta puerta quedará cerrada, no se abrirá ya ni

6 SAN AGUSTÍN, Enarr. in Ps. 147,I0: ML 37,1920.
7 SAN AGUSTÍN, Serm. 195,2: ML 38,I018.

entrará por ella hombre alguno, pues ha entrado por ella Yahvé, Dios de Israel; por tanto, ha de quedar cerrada» (Ez 44,2).

Todo aquello que en los evangelios pueda leerse como refutación de esta perseverante virginidad debe ser entendido en su recta acepción hebraica. El «hijo primogénito» (Lc 2,7) no implica que luego nacieran otros. Si José no cohabitó con María «hasta que ésta dio a luz a su hijo» (Mt 1,25), tampoco se sigue que después lo hiciera. Por lo que respecta a los «hermanos» de Jesús (Mt 13,54-56; Act 1,14), ya se sabe que esta denominación tiene en hebreo un ámbito mucho más amplio, que abarca a todos los primos. Los más recientes estudios sobre el idioma vienen a corroborar esta interpretación tradicional.

Incidentalmente hemos dado por supuesto que María había hecho propósito de virginidad. Suposición impugnable para algunos, pero aceptada por la mayoría de los exegetas.

Negar que la Virgen tuviese, antes de la anunciación, una decidida voluntad de permanecer en dicho estado, no va contra ningún dogma, pero sí contra el más directo significado de las palabras que cruzó con el ángel. Efectivamente, no tendría sentido su pregunta: «¿Cómo sucederá esto, pues no conozco varón?» Su asombro, su interrogación acerca de cómo podía llegar a ser madre nace de aquella resolución que había adoptado de ignorar por completo las relaciones maritales.

Dice, es verdad, «no conozco varón»; no dice «no conoceré». Sin embargo, a nadie se le oculta que es de uso cotidiano emplear el presente con sentido proyectado al futuro: «Yo no hago esto» manifiesta mi voluntad de no hacerlo nunca. Además, hablar en futuro hubiera sido en aquel momento una expresión demasiado enérgica. ¿No se le pedía, sobre todo, docilidad? Pues más vale abandonarse a los designios del Señor. Ciertamente, su contestación no es: «Pues Dios quiere que sea madre, conoceré varón». Ello supondría dar a las palabras del ángel un sentido que éste no había querido imponer; ¿y no sería también contradecir, más que su voluntad personal de seguir virgen, aquella antigua intuición, concedida por Dios, de que jamás había de dejar de serlo? No obstante, tampoco dice lo contrario. Usa de una fórmula que hoy nos parece la única posible por estar ya muy habituados a su lectura, pero que, bien mirada, entraña un raro equilibrio, un prodigio de bien hablar.

Nada arguye, por otra parte, contra este voto su matrimonio con José. Aunque últimamente, sobre todo a raíz de los descubrimientos de Qumran, se ha averiguado que la virginidad tenía en Palestina una existencia más o menos sancionada, no hay duda que la solución ideal para que María pudiese entonces defender su tesoro era unirse a un hombre animado de idénticos propósitos. Tal matrimonio nos resulta, ciertamente, demasiado singular y peregrino. Pero ¿acaso lo era menos el mismo voto de castidad? Y, sobre todo, ¿acaso lo era menos el alma, rigurosamente única, de la Inmaculada?

«Tres cosas me parecen asombrosas, y una cuarta no llego a entender: el rastro del águila en el aire, el rastro de la culebra sobre la roca, el rastro de la nave en medio de la mar, el rastro del varón en una virgen» (Prov 3o,18-I9).

 

3. «José, el esposo de María» (Mt 1,16)

Hemos dicho que el matrimonio con José no entorpecía —antes al contrario, lo hacía más fácil y seguro—el mantenimiento de aquel voto de virginidad que María había formulado. Réstanos decir ahora que tampoco este voto debilitaba lo más mínimo el vínculo matrimonial.

Exteriormente, el enlace era válido, y su fruto, reconocido como legítimo. Durante el proceso de su pasión fue Jesús citado ante el sanedrín: esto constituía un derecho exclusivo de aquellos judíos sobre cuyos orígenes no existía sospecha alguna (Dt 23,2).

Ningún reparo de orden jurídico puede oponerse a semejante matrimonio. El objeto del contrato matrimonial son los derechos que recíprocamente los esposos se otorgan sobre sus cuerpos en orden a la generación. Estos derechos existían en la unión de María y José, por más que ellos, de mutuo acuerdo, hubiesen renunciado a su ejercicio. Ciertamente, la exclusión de los derechos habría anulado el matrimonio, mas no el propósito de no usar de tales derechos.

Y si legalmente era posible compaginar matrimonio verdadero con virginidad estricta, no lo era menos desde un punto de vista psicológico. En sus corazones existió amor, y se guardaron mutua fidelidad exquisita. Es para nosotros difícil de concebir entre marido y mujer una afición que jamás proceda de la carne ni en ella repercuta. Sin embargo, lo que naturalmente resulta improbable hácese realidad cuando Dios lo quiere. Y no debemos en modo alguno despojar de su matiz específicamente conyugal al afecto que medió entre ambos. La costumbre de pintar un San José casi anciano podrá ser altamente catequística para demostrar que no experimentó ninguna turbia emoción en presencia de su esposa, pero revela su falta de ulterior pedagogía cuando queremos—porque así lo debemos hacer—explicar el limpio ardor de su corazón y la respuesta adecuada con que el corazón de la Virgen tuvo forzosamente que retribuirle. José no fue un mero protector de María, sino su esposo. Lo sencillo, lo no rebuscado, es pensar, con arreglo a las costumbres de su raza, que tuviera de dieciocho a veintidós años cuando se casó.

Se suelen a veces citar los grandes devotos de Nuestra Señora: San Bernardo, San Germán, San Luis María Grignion de Montfort, San Alfonso María de Ligorio... Personalmente creo que no ha habido nadie en el mundo que amase con mayor fervor a la Virgen que su propio marido. Esto, por supuesto, no se puede probar; pero lo lógico es que antes, en buena ley, habría que demostrar lo contrario.

Cualquier otro santo posee su individualidad propia en función de alguna cualidad personal, o de alguna especial dedicación apostólica, o del cultivo particular de cierta virtud sobresaliente. San Juan de la Cruz era un excelso temperamento místico, San Francisco Javier descuella por sus asombrosas acciones misioneras, San Vicente de Paúl se especializó en la caridad hacia los menesterosos. ¿Cuál fue la nota distintiva del santo José? Mateo nos la revela: «José, el esposo de María» (I, i 6). Esto no significa sólo un dato para definirlo históricamente: es, sobre todo, una razón eximia de santidad. Si en el resto de los bienaventurados su devoción a la Virgen puede compararse, más o menos, con esa valiosa añadidura que para cualquier cuadro supone un buen marco, para José, en cambio, viene a ser como la misma tela en que el cuadro está pintado, la única posible consistencia de sus colores y argumento.

El evangelio—el de Mateo, que es el que trata especialmente de José, mientras el de Lucas atiende con preferencia a la Virgen—tan sólo dos pinceladas nos ha trazado, dos únicos rasgos: era el esposo de María y «era justo» (1,19). Pero ¿no fue justo precisamente para ser el esposo de María y por ser el esposo de María?

Guitton dice una vez admirablemente que María virginizó a José, lo mismo que había de hacerlo después, a lo largo de la historia, con tantas y tantas almas acogidas en sus luchas a tan alto patrocinio. La pureza y sosiego de aquella unión debió de ser como un trasunto de la primera pareja antes de pecar. Con la particularidad de que, al revés de lo que aconteció en el paraíso, parecía más bien el varón haberse desprendido de la mujer, de algún sueño suyo inefable. Estaba hecho a su semejanza.

José, virgen por la Virgen, custodió delicadamente esta flor sin par. «En lugar de arrebatarle con violencia aquello de que había hecho voto, se lo defendió contra los violentos» 8.

Santo Tomás, un poco casi con el deseo expreso de agotar las razones, nos da nada menos que doce motivos por los cuales convenía que la Virgen estuviera casada con José 9:

a) Para que Jesús no fuese desechado por los infieles como hijo ilegítimo.

b) Para que, según el uso, pudiera ser redactada su genealogía a partir del padre.

c) Para que fuera oculta al diablo su verdadera concepción.

d) Para que pudiera ser alimentado por un padre putativo.

e) Para que María no fuera apedreada por los judíos como adúltera.

f) Para evitar su infamia.

g) Para que encontrara en José su apoyo.

h) Para que, merced al testimonio de José, se probase el nacimiento virginal.

i) Para que fuese más creíble el testimonio de la esposa que el de una soltera encinta.

j) Para quitar toda excusa a las doncellas casquivanas que no evitan su deshonor.

8 SAN AGUSTÍN, De sancta virg. 1,4: ML 40,398.
9
Suma Teol. 3,29,1.

k) Para que en ello se viera significada la Iglesia, esposa virginal de un solo varón.

l) Para que en María fuesen honrados a la vez el matrimonio y la virginidad.

Pero, mientras tanto, en ese tiempo que medió entre el día en que se hizo ya ostensible el embarazo de la Virgen y el día en que el ángel dio a José la explicación del suceso, ¿qué pensó éste acerca de su mujer?

¿Llegó a creer que era culpable? Pero ¿quién iba a sospechar tal acción en ella? ¿Y quién es capaz de atribuir semejante suspicacia a José? Podía haber ocurrido otra cosa: su mujer había sido víctima de un atropello. El entonces se reprocharía haberla dejado partir sola hacia el lejano pueblo de Isabel. Mas, si así era, ¿por qué no había dicho ella nada?

¿O juzgó José que aquello que su esposa llevaba en las entrañas era el fruto de alguna portentosa intervención divina? Quizá por eso determinó alejarse de ella, embargado por el respetuoso temor que la presencia de lo sagrado suele siempre suscitar. Así obró el centurión cuando rogó a Jesús que no entrase en su casa (Mt 8,8); la misma reacción tuvo Pedro el día de la pesca milagrosa: «Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador» (Lc 5,8). ¿Supo incluso José toda la verdad de su esposa y se sintió indigno de vivir junto a ella? No parece probable, pues en tal caso holgaba la explicación nocturna del ángel: «José, hijo de David, no temas retener a María, tu esposa, porque lo que ella' ha concebido es del Espíritu Santo» (Mt 1,20).

¿Qué pensó, pues, aquel hombre desconcertado? ¿Qué presentimientos tuvo? ¿Qué angustias le torturaron? Sin duda que no llegó a dar cabida en su alma a ninguna sospecha infamante, sin duda que no puso nunca en cuestión la fidelidad de su mujer, ni siquiera tal vez su mera castidad física. Pero ¿cómo compaginar esto con el espectáculo ofrecido a sus ojos? He aquí la probable desazón de José: el no saber concertar una cosa con la otra.

Entonces tomó en la oscuridad la humilde decisión de apartarse de allí. No denunciaría a su mujer; no la repudiaría. Y esto no por condescendiente benevolencia, sino porque «era justo». El justo no juzga; el justo no administra justicia, simplemente vive en ella.

Había otra razón indudablemente, aparte de aquella manifiesta pureza que irradiaba el cuerpo de la Virgen, para que José no abrigara escrúpulo alguno respecto del honor de su tálamo: era el profundo, tierno, leal amor, que ella no cesó de manifestarle.

Ahora bien, lo que representaba una razón de consuelo, de consoladora certidumbre, era al mismo tiempo un obstáculo para la explicación satisfactoria. ¿Cómo permitía ella, la muy amorosa y solícita, que José se debatiese tanto, padeciese tanto a causa de su silencio? Unas pocas palabras hubiesen bastado para disipar toda congoja, para restaurar el plácido amor sin nubes de antaño.

He aquí la otra cara del misterio: el mutismo de María. Pues ella no sufría menos: se trataba de su reputación y, mucho más, de la ternura de aquel hombre tan querido. Valoraba demasiado ese amor para que mirase con indiferencia la más mínima grieta que pudiera comprometerlo. ¿Por qué, no obstante, calló?

No fue por pudor. ¿Le faltaban acaso a ella, a la Purísima, palabras limpias, intactas, para contar lo que había pasado? No fue tampoco porque desconfiase de la fuerza de su propio testimonio: José creería incluso que los bueyes de Abiatar habían emprendido el vuelo antes que dudar de una sola palabra pronunciada por su mujer. Si María guardó silencio, no fue por nada de esto. Fue por un impulso de sutil docilidad al Señor. El ángel, durante su mensaje, no había aludido para nada a José. Nada había explicado acerca de la nueva situación que se creaba para la pareja. La concepción milagrosa del hijo, ¿ratificaba su relación matrimonial o la ponía en entredicho? ¿Qué actitud debían tomar ante lo ocurrido? Gabriel no lo dijo. Dios no había dicho nada. No había dicho nada todavía:.. ¿No era preferible esperar y, mientras tanto, abandonarse a El? En sus manos lo dejaba todo.

Por fin, José obtuvo del cielo la explicación que su corazón urgentemente necesitaba. Quedó satisfecho, pero abrumado; casi asustado, pero muy contento. Pensando ya en cómo había de gastar su vida, qué gozosamente, para sostener la vida de aquella mujer y de aquel Niño. Imaginando ya, con alegría ingenua, las pequeñas mejoras que pronto llevaría a cabo en la casa...

 

4. La visitación

El silencio que María observó ante José adquiere un mayor relieve, y desconcierta más, si acudimos a contrastarlo con la confidencia que, de labios de su prima, recibió muy pronto Isabel.

¿Por qué a su prima sí, por qué a su esposo no? Traigamos a la memoria el texto de la anunciación: allí donde no se nombra siquiera a José, se habla con detalle de Isabel y de su embarazo. Y no precisamente de modo incidental, sino como un dato bien pertinente y considerable, que es menester situar en la misma línea de operaciones salvíficas de Yahvé, en conexión muy estrecha con el contenido de la anunciación. Isabel entra, pues, de algún modo en los planes de Dios sobre María.

Su prima, según le ha dicho Gabriel, se halla preñada. Conviene ir a asistirla. Conviene, sobre todo, dejarse llevar por el Señor para la puntual realización de los designios eternos. La madre del Redentor tiene que visitar a la madre del Precursor a fin de que, esta vez también, «se cumpla toda justicia» (Mt 3,15).

María había sido convidada al gozo mesiánico: « ¡Alégrate!» Nada se nos dice acerca del modo como se sometió a tan saludable invitación. Después de partir el ángel, el relato se cierra súbitamente, sin agregar una sola palabra. ¿Cómo quedaría la Virgen? Grávida de Dios. Llena de gozo, sin duda. Lo que en esa primera narración se nos oculta, va a ser revelado en la página siguiente: «Mi espíritu se estremeció de alegría en Dios mi Salvador» (Lc 1,47).

«En aquellos días se levantó María y marchó con presteza a la montaña, a una ciudad de Judá» (Lc 1,39).

Cuatro días de viaje, seguramente. Montes de Djebel el-Qafse, llanura de Esdrelón, valles hondos entre los montes de Hebal y Garizim... María caminaba con presteza. Nunca un cervatillo tuvo más ligero andar. Era el primer apóstol, el primer enviado; era el primer evangelista, el primer nuncio de la buena nueva. « ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que te trae la buena nueva, que pregona la salud, que dice a Sión: Tu Dios reina!» (Is 52,7). Isaías había atisbado, a través de los cerros abruptos, a través de los siglos, a través de los dolores de su propio corazón expectante, la belleza sin igual de estos pies que perfumaban los caminos de Galilea, Samaria y Judea; los pies que más adelante habían de tener por escabel la luna.

Isabel, la prima estéril y ya encinta, es la primera evangelizada. Y la santificación de su hijo viene a ser la consecuencia de este primer apostolado. «Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas escuchó Isabel el saludo de María, saltó el niño en su seno, e Isabel fue llena del Espíritu Santo, y exclamó con gran voz diciendo: Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. Y ¿cómo así que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas la voz de tu saludo llegó a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. ¡Feliz la que creyó que se cumplirían las cosas que le fueron anunciadas de parte del Señor» (Lc 1,40-45).

Sucedía esto en Ain-Karim, siete kilómetros al sudoeste de Jerusalén.

La Virgen respondió:

Mi alma magnifica al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador (46-47). Es como un prólogo. Como quien templa las cuerdas antes de tañer. Lo que a continuación va a decir es una música que llena aún los cielos. Quizá sea la letra para cuyo acompañamiento compuso Dios la música de las esferas celestes.

Es alabada la gracia de Yahvé: Porque ha mirado la pequeñez de su sierva; por eso todas las generaciones me llamarán bienaventurada; porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso, cuyo nombre es santo. Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen (48-50).

Es alabado luego el poder de Yahvé: Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes. A los hambrientos los llenó de bienes y a los ricos los despidió vacíos (51-53).

Es alabada, por fin, la fidelidad de Yahvé hacia Israel:

Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia, según lo que había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para siempre (54-55).

Es, todo el himno, la alabanza perfecta de Yahvé. El resumen limpio y exacto de esa gloria que la creación entera tributa a su Dios. Cada vez que nosotros le glorificamos, nos valemos de alguna sílaba de este canto sin igual. Repetirlo muchas veces, repetirlo cada mañana y cada noche, es un poco poner el corazón al ritmo de la creación completa, de la creación sumisa, de la creación que cumple su oficio, de la creación que tiene en Nuestra Señora su compendio mejor, su flor en la cima.

Los exegetas miran con lupa cada una de sus palabras. Las aíslan, las vuelven a engarzar. Las emparentan con las de otros himnos bíblicos; con el de Ana, madre de Samuel, sobre todo. Dicen que el elogio que ésta hace de Yahvé, quebrantador de los arcos de los potentes, dador de la muerte y de la vida, resuena de modo insistente en el Magnificat. Sin embargo, dicen a continuación que en este cántico se hallan acentos que es imposible en absoluto encontrar en el resto de la Biblia. También insinúan que una mujer israelita podía con facilidad improvisar en cualquier instante unas laudes admirablemente rimadas.

Pero lo que acaso María repentizó en un momento habíase ido gestando lentamente en su alma a lo largo de la vida. Junto a la nota grandiosa, épica, del que canta las hazañas de Dios, de un Dios que abate y ensalza a quien quiere, percibimos la nota lírica del alma que canta algo muy personal y señalado, que celebra la elevación de que ha sido objeto; suena, inconfundible, la voz de la mujer que ha sido levantada por encima de todos los coros, la voz singularísima de aquella que fue como nadie consciente de su propia pobreza nativa.

Hemos traducido por «pequeñez» el humilitatem de la Vulgata. Podría traducirse también por pobreza, esa categoría o condición que define a los «pobres de Yahvé», los pobres de espíritu que un día verán a Dios. Al fin y al cabo, así como Jesús se encontraba a la sazón dentro del seno de María, ¿no estaban acaso también las bienaventuranzas como en potencia, igual que el almendro en la almendra, en los versos del Magnificat? Se trata, no hay duda, a la vez que de exaltar el poder de Dios, de proclamar la gratuidad absoluta de todo favor y misericordia.

No parece, en efecto, que María se refiriese a la humildad como virtud. El término original griego desaconseja esta interpretación. Además, ¿cómo concebir una humildad que a sí misma anda alabándose? ¿No significaría esto el peor orgullo? Lejos del ánimo de María el querer publicar y enaltecer su propia humildad. (Muchos comentaristas de la anunciación explican la turbación de la Virgen invocando su modestia, conmovida, dicen, con los elogios que allí le dirige el ángel.) No se trata, pues, de su virtud, sino de su estatura. Nadie osa proponerse como modelo. Incluso aquella célebre frase de San Pablo: «Sed mis imitadores como yo lo soy de Cristo» (i Cor 4,16), ya va siendo traducida de esta otra forma, más comprensible, más concorde sin duda con el sentir del Apóstol: «Sed mis compañeros de imitación».

Puede, sin embargo, pensarse que la Virgen pertenecía a un rango tan extraordinario, que todas esas virtudes que en nuestra alma se dan con mucho trabajo, pleiteando y en tensión—humildad y magnanimidad, por ejemplo—, en ella no se daban así; en ella se abrazaban gustosas y tranquilas. Puede pensarse que la Madre de Dios era capaz de hablar de su humildad sin riesgo alguno, como hablaría cualquiera de la humildad de un amigo.

Quiero copiar un párrafo escrito por Santa Teresa de Lissieux: «Soy demasiado pequeña para sentir ahora vanidad. Soy demasiado pequeña también para tergiversar bellamente las frases a fin de haceros creer que tengo mucha humildad. Prefiero convenir con sencillez en que el Todopoderoso ha'obrado grandes cosas en el alma de la hija de su divina Madre; y la más grande de todas es precisamente la de haberle dado a conocer su pequeñez y su impotencia» 10. Creo que es un párrafo maravilloso y de mucha luz. Pues bien, es tan sólo la mitad de un asterisco de un Magnificat.

10 Manuscrito dirigido a la Madre María de Gonzaga, Obras completas (Archivo Silveriano, Burgos 596o) p.368.

 

5. El encuentro de los amores

Durante la conversación que el ángel sostuvo con José para informarle acerca del hijo concebido por su esposa, nombra a éste con dos títulos: Jesús y Emmanuel. «Jesús, porque salvará al pueblo de sus pecados» (Mt 1,21); «Emmanuel, que quiere decir Dios con nosotros» (1,23).

Aunque en el fondo ambas denominaciones signifiquen la misma cosa, bien podemos parar nuestra atención por separado en ellas y tomarlas ahora como punto de partida para una provechosa excursión de la mente. ¿Decretó Dios la encarnación en previsión del pecado o más bien toleró el pecado bajo la previsión de la encarnación? ¿Qué es antes, «Jesús» o «Emmanuel»?

En otras palabras: ¿se hubiera encarnado el Hijo de Dios si no hubiese existido el pecado?

Los textos bíblicos que ponen como motivo expreso de esta encarnación la redención del pecado son numerosos y nítidos; parecen recomendar una respuesta negativa. ¿Para qué bajó a la tierra el Verbo? «Para redimir a los que estaban bajo la ley» (Gál 4,5), «para salvar a los pecadores» (1 Tim 1,15), «para dar su vida en redención de muchos» (Mt 20,28), «para salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). Toda su vida la tiene orientada hacia la cruz, hacia «su hora».

No obstante, aquellos textos que, según vimos ya en un capítulo anterior, hacen de Cristo el recapitulador de la creación, son asimismo copiosos y sugieren la posibilidad de un Verbo encarnado al margen de todo propósito redentor. Cristo es el fruto para cuyo nacimiento fueron todas las cosas enderezadas, no de otra manera que, como acontece en un árbol, las raíces y las ramas, las hojas y la flor, van dirigidas, como a su blanco propio, a la producción del fruto. ¿Puede acaso esta grandiosa concepción depender de la anécdota del pecado? No parece posible que la encarnación, negocio tan soberano y excelente, constituya una mera consecuencia de la caída del hombre, de tal forma que Cristo haya venido al mundo únicamente para reparar un desorden que muy bien pudo no haberse producido. Se daría entonces una desproporción demasiado notable entre los medios y el fin, y hasta alguna inversión o desconcierto, ya que Dios no obra el bien por el mal, sino que, al revés, permite el mal por el bien. No está el bien al servicio del mal, para su exclusivo remedio; es el mal el que queda puesto siempre al servicio del bien. Debemos tener del Cristo mediador ideas amplias y profundas, no ideas ruines que hagan de su mediación una pura función reconciliadora. La reconciliación es nada más un momento de esa mediación, la cual no significa sólo la supresión de la distancia religiosa entre el Señor ofendido y el hombre pecador, sino también, y por encima de todo, la abolición de esa otra distancia, distancia ontológica, que se da entre el Creador y la criatura.

Los partidarios de la primera respuesta discurren así: Dios creó al hombre; el hombre pecó; Dios le prometió un Redentor; vino el Redentor y lo salvó. Quienes prefieren la segunda solución establecen estos otros pasos: Dios creó al hombre a fin de hallar en él un adorador adecuado, capaz de conocerle y amarle; un adorador infinito para su ser infinitamente adorable; según esto, decretó que su Hijo se hiciera hombre; pero he aquí que el primer hombre pecó; por tanto, cuando el Hijo llegó a hacerse hombre, hízose a la vez redentor de los otros hombres.

Aquélla es una manera de concebir las cosas más histórica, más lineal. Esta es, en cambio, más redonda, y coloca el plan divino bajo una luz más radiante.

Sea cual fuere la precisa contestación que se dé a la pregunta precisa, lo cierto es que, de un modo u otro, el motivo de la encarnación resultó ser el amor, independientemente de la consideración de fines mediatos o inmediatos que a tal amor se adjudiquen.

La encarnación, en efecto, arranca del amor dadivoso y conduce al amor oblativo; y, puesto que de hecho es una encarnación redentora, se realiza en el amor doliente y victorioso del Hijo de Dios. A todas luces aparece que la causa de tal encarnación fue el amor y que su efecto no es otro que el amor. Podría aplicarse aquí la inolvidable frase de Jesús: «Yo doy mi vida para volverla a tomar» (Jn 10,17). Es, pues, totalmente legítimo afirmar que el motivo de la encarnación a esto se redujo, a querer juntar en Cristo los dos amores: el amor de Dios al hombre y el amor del hombre a Dios. Juan asegura que por la encarnación del Verbo «hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tiene» (i Jn 4,16); y en seguida concluye: «por tanto, amemos nosotros a Dios, ya que El nos amó primero» (v.19).

Sabido es que el Padre nos ama en el Hijo y que nosotros le amamos en el Hijo. La encarnación en cuanto descendimiento nos revela el misterio de Dios, y la ascensión—ascensión del Primogénito y de todos los hombres, pues El subió a la gloria «como precursor» (Heb 6,2o)—nos descubre el misterio del hombre. El misterio de Dios es su humanización; el misterio del hombre es su divinización. Todo esto, ciertamente, implica la destrucción del pecado, pero no en un sentido superior al que diariamente observamos cuando amanece: la llegada de la luz trae consigo la huida de la noche. Es decir, no se levanta el sol para ahuyentar las tinieblas, sino más bien éstas desaparecen porque aparece el sol.

El hecho de que la encarnación haya sido redentora añade, es verdad, algo muy concreto que no podemos nosotros menospreciar o pasar por alto, ya que eso precisamente ha servido para hacernos su amor más explícito y persuasivo. ¿Dónde entender mejor el amor de Dios que a los pies de un crucifijo? Y no es sólo pedagógica tanta diferencia: la gracia ha sido otorgada no ya simplemente a quienes no la merecían, como en el caso de Adán, sino a cuantos eran positivamente indignos de ella.

La encarnación por «anonadamiento», asumiendo la «forma de esclavo», incluye otro matiz del amor muy elocuente. El amor, según un viejo axioma, o supone iguales a los que entre sí enlaza, o los hace iguales. Por eso se hizo Pablo «judío con los judíos..., débil con los débiles» (1 Cor 9,20-22). Por eso mismo Cristo, en lugar de retener avariciosamente su forma divina, se hizo «en todo semejante a nosotros» (Heb 4,15), con el fin de que nosotros fuésemos un día semejantes a El (1 Jn 3,2).

Por encima de toda modalidad—encarnación de hecho redentora—, por encima de toda implicación—la gracia implica el exterminio del pecado—, la causa o motivo de la encarnación viene a quedar magníficamente expuesto en esta frase de San Agustín: «Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios» 11. Humanización de Dios: en Cristo «habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 1,19); divinización del hombre: «de su plenitud, todos hemos recibido» (Jn 1,16).

He aquí, en resumen, en sencillo análisis gramatical, nuestra opinión. Encarnación redentora: encarnación, nombre sustantivo; redentora, adjetivo calificativo.

Finalmente, a ese amor de Dios en el cual hemos dicho se funda todo, nos interesa también atribuirle un último adjetivo.

Semejante amor, ¿por qué no nos enamora del todo, en seguida y para siempre? Parece fácil la respuesta: porque el pecado persiste todavía en nosotros. Sin embargo, esta respuesta no es satisfactoria; lo único que hace es retrotraer la cuestión. Efectivamente, podemos preguntarnos todavía: ¿y por qué ese amor, tan poderoso como es, no acaba de extirpar nuestro pecado? ¿Es que Dios no puede de un golpe abrasar nuestras malas raíces, no puede inspirarnos tal aborrecimiento del mal que caigamos de bruces a sus pies, traspasados de contrición?

La respuesta tiene por fuerza que referirse al misterio de nuestra libertad, al hecho de que Dios voluntariamente nos ha querido libres. Ahora bien, este designio de Dios presupone una ulterior calificación para su amor: se trata de un amor despojado de toda violencia; un amor que no se apodera de nada: lo mendiga todo; un amor que no arrebata: solicita.

Un amor en sí mismo poderoso, desde luego, todopoderoso. Pero un amor que merece—¿no es su mayor mérito?—el adjetivo de humilde.

11 SAN AGUSTÍN, Serm. 128: ML 39,1997.