SEGUNDA PARTE

"SALI DEL PADRE"
 

CAPÍTULO I

LA TIERRA
 

1. Genealogía

Cristo vino del Padre (Jn 16,28), pero Cristo nació de una mujer (Gál 4,4).

Ya los textos proféticos expresaban esta dualidad, estos dos orígenes. El Esperado había de descender del cielo, igual que la lluvia, y había de surgir de la tierra lo mismo que un germen (Is 44,8). Será «el Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz», pero será también «un niño, un hijo» (Is 9,6). Será «el fruto de la tierra» no menos que «el renuevo de Yahvé» (Is 4,2). Los evangelios recogerán después esta oscilación y destacarán alternativamente una y otra cara. Jesús es el Christos, rey mesiánico del mundo, y el Kirios, Señor de los cielos; es el verdadero Israel en quien Dios se complace y el Dios que pone su tienda en medio de Israel. De sí mismo dice Jesús que «vino de arriba» (Jn 8,23), mientras Pablo asegura, con no menor verdad, que «nació de la semilla de David» (Rom 1,4).

«Brotará una vara del tronco de Jesé, y retoñará de sus raíces un vástago» (Is 11,1). Nacerá de la tierra, de esta tierra terrena. «Cristo de mi tierra, tierra, tierra». Cuando una y otra vez se repite la expresión, y se le da vueltas, para mejor familiarizarnos con su verdad, aún es mayor el asombro que nos sobrecoge. Cristo de la tierra. ¿Es posible? Sí, brotará como una flor, una pequeña flor nutrida de los zumos del suelo. Llevará la misma sangre de la tierra, su oscura composición.

El libro de los evangelios se abre con la genealogía de Cristo. Manera muy semítica de empezar. Tenían en mucho los hebreos su ascendencia, y la fecundidad era para ellos la mayor bendición de Yahvé (Dt 7,12-13); la esterilidad, por el contrario, constituía la maldición más dura (Is 5,5-6) y se consideraba unánimemente como castigo de algún ignominioso pecado (Lev 20,20). Cuando Isabel, tantos años estéril, concibió por fin, alabó al Señor «por haber borrado su oprobio» (Lc 1,25) y los vecinos vinieron a felicitarla (Lc 1,58). Era el hijo la principal alegría de sus padres (Prov 23,24-25), y aquella mujer que, al presenciar las maravillas de Jesús, alabó «el vientre que le llevó y los pechos que le amamantaron» (Lc 11,27), hacíase eco de la mentalidad de toda su raza.

No obstante, la infecundidad representaba a veces también un misterioso y piadoso designio de Dios: «Alégrate, estéril; prorrumpe en gritos, tú que no conoces los dolores del parto, porque serán más numerosos los hijos de la abandonada que los hijos de la que tiene marido» (Is 54,1). San Pablo acabará dándonos más tarde la interpretación de este pasaje (Gál 4, 26-28), y bien claro denunciará, a fin de exaltar la omnipotencia del Señor, la sistemática predilección de éste por todo cuanto a los ojos del mundo es flaco y despreciado (2 Cor 12,9). Cristo mismo se sirvió de la debilidad del Apóstol para obrar inusitados portentos, igual que hizo antes valiéndose del pueblo más humillado y flojo de la tierra, o de la mujer más insignificante de ese pueblo, de su misma virginidad.

Para que entendiéramos bien que no necesita de nosotros, tuvo Dios buen cuidado en nacer de una virgen. Para que nos convenciésemos de que quiso necesitar de nosotros, nació de una mujer. Y si bien es verdad que esta mujer, por ser virgen e inmaculada, actuó como filtro de la revuelta y accidentada sangre de los humanos, también es cierto que aquella sangre que a su hijo transmitió no por eso dejaba de ser sangre de Adán, sangre de la tierra.

Sangre de Adán, de Farés, de Salomón... ¿Nos hemos percatado de que Cristo desciende, no sólo de pecadores, sino hasta de enlaces ilegítimos? Farés fue un hijo incestuoso de Judá, Salomón fue el hijo adulterino de David. Cristo desciende de ellos, Cristo desciende de bastardos. No tiene Mateo pudor alguno en decirlo, y en dejar registrado el nombre de Urías como esposo escarnecido por David al engendrar éste a Salomón. Lucas, en cambio, silencia semejante detalle, así como también omite los nombres de otros reconocidos pecadores. ¿Por qué? Se trata de dos genealogías. Pero, a la hora de buscar «el consuelo de las Escrituras» (Rom 15,4), preferimos acogernos a una explicación mística, maravillosamente cálida y fértil, como casi todas las de los Padres: la genealogía de Mateo, que es descendente, dibuja la marcha de Dios hacia el hombre para cargar con sus pecados; Lucas, por el contrario, traza su genealogía en sentido opuesto, ascendente, y por eso sus omisiones reflejan la eliminación de los pecados que Cristo con el derramamiento de su sangre obtuvo, y termina en Dios, señalando así también a nuestros ojos y a nuestro corazón cuál ha de ser nuestra última meta, nuestro último reposo.

Aquel esmero con que los judíos retenían la lista de sus antepasados era fruto de su conciencia de pueblo elegido y se debía, sin duda, a una clara inspiración divina. Habían recibido la promesa del Mesías, el cual tenía que nacer del tronco deAbraham. Formaban, pues, un pueblo de predilección, un pueblo aparte. «Porque, si bien a Yahvé, tu Dios, pertenecen los cielos de los cielos, la tierra y cuanto en ella se contiene, sin embargo sólo a tus padres inclinó su corazón por amor, y después a ti, su descendencia, escogió entre todas las naciones» (Dt 10,14-15). Aunque en la nueva humanidad fundada en Cristo no hay distinción entre judíos y gentiles (Gál 3,28), éstos no pasan de ser sarmientos silvestres que hubieron de ser injertados en la cepa de Israel (Rom 11,16-2o). A nuestro criterio actual, tan hostil a toda suerte de racismo, cuesta trabajo admitir esto, pero debemos reconocer la necesidad de que así fuera para salvar la integridad de la encarnación.

Exigía la encarnación una selección previa de tronco y ramas, un muy preciso camino desde la tierra a la flor. A fin de que así la flor arraigase en la tierra, a fin de que la encarnación se realizara verdaderamente en la carne.

«El Verbo se hizo carne». Verbum caro: ¿caben dos palabras más antitéticas? En hebreo, carne significaba normalmente hombre; Isaías, según esta acepción, promete que toda carne verá la gloria de Yahvé (Is 40,5). Pero ¿no andaría Juan deliberadamente buscando ese contraste violentísimo que las dos palabras implican? La carne es la parte visible y frágil del hombre, lo más opuesto al Dios trascendente e invulnerable. El mismo Isaías, en el verso siguiente, nos asegura que «la carne es como hierba».

Decir «carne» por «hombre» es lo que en preceptiva literaria denominamos sinécdoque: nombrar el todo mediante una de sus partes. Pero no es sólo eso. Es, para el escritor que intenta inculcarnos que Dios se hizo hombre, señalar su aspecto más ostensible y verificable. Es también subrayar ese ínfimo nivel al que nuestro Señor descendió, alabando así su mucha piedad, pues no evitó los defectos y ataduras que la misma palabra carne sugiere. Decir «carne» en vez de «hombre» es también un aviso, significa advertir que ahí se esconde la gran piedra de toque de la fe: «Podéis conocer el espíritu de Dios en esto: todo espíritu que confiese que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios» (1 Jn 4,2). Poco tiempo después constatará con dolor cómo se ha extendido ya la infidelidad: «Se han levantado ahora en el mundo seductores que niegan que Jesucristo ha venido en carne; esa gente es el seductor y el anticristo» (2 Jn 7). Los anatemas se irán sucediendo, y las amonestaciones y decretos, a lo largo de la historia de la Iglesia. Los valdenses en su día tendrán que suscribir, a menos que prefieran ser arrancados del cuerpo de los fieles, un manifiesto en el que terminantemente, con una insistencia y precisión bien significativas, se protesta que Jesús «tuvo verdadera carne del vientre de una madre... y nació con verdadero nacimiento de carne» 1. Cristo poseyó un verdadero cuerpo, y es anatema todo el que crea que «su cuerpo fue celeste y que pasó por el seno de la Virgen nada más que como el agua pasa por un acueducto» 2. Nada ha cuidado con tanto celo la Esposa como la verdad de la carne de su Esposo.

Pablo, contraponiéndolo al Adán terreno, nos habla del Cristo celeste (1 Cor 15,47). Pero este adjetivo únicamente se refiere a su naturaleza divina o, a lo sumo, a la peculiar generación de su naturaleza humana, formada en las entrañas de María no por concurso viril, sino por la virtud celeste del Espíritu Santo. El cuerpo de Jesús fue ciertamente carnal, pasible, mortal, a fin de que todas las acciones redentoras, su pasión y su muerte, fueran verdaderas. ¿Cómo suponer que Dios nos condujera a engaño? «Siendo la Verdad—deduce San-

1 Denz. 422.
2
Denz. 710.

to Tomás—, no es conveniente que en su obra haya nada de ficción» 3.

Después de resucitado Cristo, como se moviera con tan milagrosa independencia y agilidad y se apareciese de modo tan inexplicable, llegaron los apóstoles a sospechar que se trataba de un fantasma; mas El mismo disipó todas sus dudas incitándoles a que le tocaran: «Palpad y ved; porque los espíritus no tienen carne y huesos como veis que yo tengo» (Le 24,31). A continuación «le dieron un trozo de pez asado, y, tomándolo, comió delante de ellos».

Juan estaba presente, y le vio comer, como tantas veces le había visto antes. Ya jamás le abandonó la certeza abrumadora de esa carne «que hemos visto con nuestros propios ojos, que contemplamos y tocaron nuestras manos» (1 Jn 1,1). Y escribió un evangelio que, siendo como es el más espiritual y místico de los cuatro, es también el que con mayor realismo trata del cuerpo de Jesús. Todo el libro es una sinfonía a base de esas dos únicas notas del Verbum caro, repetidas y combinadas en mil diversos acordes. No son nunca dos notas sueltas: la carne es siempre carne de Dios, y nuestra alma no tiene otro acceso a Dios que a través de esa carne: sólo comiéndola podemos vivir (Jn 6,54-55); sólo por el bautismo nos incorporamos al reino, pero el bautismo no es sino el torrente que brota de esa carne abierta (Jn 7,38). «En su sangre» desaparecieron nuestros pecados (Ap 1,5; 22,14). Unicamente podemos adorar a Dios cobijados dentro del templo que es el cuerpo de Cristo, en sustitución del antiguo y ya inservible templo de piedra (Jn 2,19-21).

Esta tan sincera e indudable encarnación ha tenido consecuencias enormes. Por la apropiación de una carne, habita Dios ahora en el interior de toda carne.

Habitaba ya antes, por ser Dios. La presencia divina en las cosas es lo que les permite subsistir, moverse, tenerse en pie. Si levantamos una piedra, allí está Dios; si partimos en dos una manzana, allí dentro está Dios; si abrimos el corazón de un hombre, leeremos el nombre de Dios. Dios es inmenso y penetra todas las esencias. Lo abarca todo y es inabarcable. Al lado de El, el mundo es «como una gota de agua que cae

3 Suma Teol. 3,5,1.

sobre la tierra» (Sab 11,23). Pero, al encarnarse el Verbo, adquirió un modo de presencia muy particular, una presencia ceñida a la carne humana, la cual toda ella ha quedado «verbificada» 4.

Asumiendo una naturaleza, se ha unido en potencia a todas las naturalezas humanas, unión que se verificará en cada caso cuando cada naturaleza se disponga gentilmente a ello. La humanidad es la masa llamada a dejarse fermentar por el Verbo, que es la levadura. Y esta unión del Verbo con los hombres viene a ser como un inefable desenvolvimiento de su unión hipostática. Dios se ha mezclado—dice San Gregorio Niceno—con nuestra naturaleza a fin de que, merced a su mezcla con lo divino, nuestra naturaleza llegue a ser divina 5.

En la eucaristía alcanzan estas impresionantes verdades una ilustración puntual y deliciosa. La «gota de agua» que, según la expresión bíblica, es el símbolo de la inanidad de nuestro mundo, incorpórase a la sangre de Cristo. El ofertorio deberá consistir en eso, en ofrecernos a nosotros mismos en conformidad con el Hijo. La comunión nos permitirá luego realizar esa conformidad, esa fusión.

¿Qué podemos ofrecer nosotros a la divinidad? «Mías son todas las bestias de los bosques y los miles de animales de los montes. En mi mano están todas las aves del cielo y todos los animales del campo. Si tuviera hambre, no te lo diría a ti, porque mío es el mundo y cuanto lo llena» (Sal 50,10-12). No obstante, llegará un día en que Dios nos confiese que tiene hambre, que tiene sed. El sitio del Calvario expresa esa sed del Hijo, la sed de nuestra «gota de agua» (la sed de nuestra sed: sitit sitiri Deus). Y el Padre, que ninguna necesidad de agua padece, pues «domina de mar a mar, desde el río hasta los extremos de la tierra» (Sal 72,8), comienza a experimentar la sed de esa agua cuando el agua se convierte en sangre de su Hijo. Eternamente la desea y la bebe, sin ansiedad ni hartura.

El Padre predestinó a los hombres «a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). He aquí que nosotros llegamos a ser

4 SAN ATANASIO, Contra Arian. 3,34: MG 26,397
5
Or. Cat. 25: MG 45,65-66.

hijos del Padre por ser hermanos del Hijo, no al revés. Tenemos con éste relaciones que no poseemos respecto de las demás personas de la Trinidad. La gracia conferida hoy al hombre no es meramente «gracia de Dios», como aquella que adornó el alma de Adán, sino, en sentido verdadero y propio, «gracia de Cristo». Dios es el «Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Col 1,3) y el Espíritu Santo es el «Espíritu de Cristo» (Rom 8,9; 1 Pe 1,11), el «Espíritu de Jesús» (Act 16,7), el «Espíritu de Jesucristo» (F1p 1,19).

Ni el Padre ni el Espíritu Santo podían haber pronunciado las palabras que Jesús, con la entonación triunfal y tierna que sólo El tenía derecho a usar, dirigió a la Magdalena después de haber resucitado: «Anda, ve a mis hermanos y diles...» (Jn 20,17). Verdad es que, como páginas atrás advertimos, señala luego la diferencia entre «mi Padre y vuestro Padre»; pero nada de esto refuta o entibia cuanto venimos diciendo.

También Pablo utiliza una frase que es a primera vista decepcionante: el Hijo de Dios se hizo «semejante a los hombres» (F1p 2,7). ¿Semejante tan sólo? La más elemental exégesis sale al paso: no se trata de una semejanza similitudinaria, sino real. El mismo Pablo se apresura a explicarlo a continuación: «se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz». ¿Cómo iba a morir, cómo iba a ser crucificado desprovisto de verdadera carne? ¿Cómo iba a representar a los hombres en su sacrificio, si El no era hombre cabal? En la encarnación, Dios sacó, de un vencido, un vencedor 6. El primer Adán fue vencido, el segundo Adán venció. Ambos pertenecen a la misma estirpe. «El que santifica y los santificados son de un mismo linaje» (Heb 2,11). A Cristo pueden con toda exactitud aplicarse aquellos dos ablativos que el autor de la carta a los Hebreos usa para definir al sacerdote (Heb 5,1): «en favor de los hombres», pues toda la existencia del Verbo encarnado está configurada por el propter nos homines, y «de entre los hombres», entresacado de ellos, procedente de ellos.

Con mucho éxito desarrolla Pablo el tema de «Cristo, nuevo Adán». No creáis que usa este título por la figura de Adán en sí misma, para cantar las perfecciones del hombre original, ni tampoco para exaltar, tras la comparación de Cristo con nuestro primer padre, la superioridad y preeminencia de aquél.

6 SAN JUAN DAMASCENO, De fide orth. 3,1: MG 94,984.

Lo hace sólo para poner de relieve la obra de Jesús, al mismo tiempo opuesta y semejante a aquella que el primer hombre llevó a cabo. En su carta a los Romanos contrapone la obediencia de Cristo a la desobeciencia de Adán (5,12-21). Mas no en un sentido puramente moral o pedagógico, sino soteriológico. La obediencia causó la salud, igual que la desobediencia produjo la ruina. Después, en la primera carta que escribió a los Corintios (15,45-49), expone el paralelo entre Adán, «alma viviente», y Cristo, «espíritu vivificante»; paralelo y contraste, ya que, mientras del primer hombre heredamos una vida «carnal» traspasada de corrupción, Cristo nos lega la vida de la salud, la vida «espiritual», inaccesible a los vejámenes del tiempo y al aguijón de los malos ángeles.

Esta vivificación se realizó asumiendo el Verbo la carne de Adán, pues «lo que no fue asumido, no fue sanado» 7.

Somos hermanos de Cristo. No sólo sobrenaturalmente, en cuanto que vivimos con aquella misma vida sobrenatural con la cual vive El, sino también naturalmente: tan de verdad somos hermanos de Cristo en Adán como los patriarcas fueron sus padres o María fue su madre.

Antes hemos dicho que nuestra afinidad con el Hijo, no así con el Padre o el Espíritu Santo, es peculiar. Del mismo modo resalta sobremanera esta peculiaridad si los tratos y relaciones que Jesucristo mantiene con la especie humana los comparamos con aquellos otros que dedica al resto de la creación.

Cristo es, por supuesto, el soberano del universo; lo llena todo (Ef 4,10). Es la cabeza de los príncipes celestes (Col 2,12), no menos que la cabeza de la humanidad (Col 1,18). Es «el primogénito de toda criatura» (1,15), anterior a todas ellas (Col 1,17) y causa de ellas, «tanto las del cielo como las de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades» (Col 1,16). Hemos de añadir, no obstante, que el Verbo encarnado goza sobre los hombres de una soberanía muy singular. «A El sujetó todas las cosas bajo sus pies y (especialmente) le puso por cabeza de todas las cosas en la Iglesia, que es su cuerpo» (Ef 1,22).

¿Por qué? Porque Cristo llegó a ser centro del mundo sólo

7 SAN GREGORIO NACIANCENO, Epist. IOI : MG 37,181.

después de haber terminado su sacrificio, «pacificando por la sangre de su cruz todas las cosas, así las de la tierra romo las del cielo» (Col 1,20). Ahora bien, este sacrificio suyo lo llevó a cabo en carne humana mortal. Mientras no lo hubo consumado, hallábase abatido por debajo de los ángeles (Heb 2,7), capaz de ser consolado por ellos (Le 22,43); sólo después de resucitar «fue constituido mayor que los ángeles» (Heb 1,4).

Entre todas las especies creadas, es la humanidad quien tiene vínculos más estrechos, y muy particulares, con el Hijo de Dios. «Pues, como es sabido, no socorrió a los ángeles, sino a la descendencia de Abraham» (Heb 2,16). Cuando Santo Tomás trata de probar que la naturaleza humana fue más apta que cualquier otra para ser asumida por el Verbo, se funda en dos razones: su mayor dignidad y su mayor necesidad 8. La dignidad del hombre, por esa condición intelectual suya que lo habilita para conocer y amar despierto a Dios, resulta ser muy superior a la de todos los irracionales; por otra parte, su necesidad de reparación la hacía preferible a la naturaleza de los ángeles, «ya que, si bien la naturaleza angélica en algunos de sus miembros está sometida al pecado, éste es en ellos irremediable».

También los ángeles confiesan con júbilo que «Jesucristo es el Señor» (F1p 2,11). Pero ¿cuál de ellos puede llamarle «hermano»? Unicamente el hombre ha sido autorizado para hospedar en su casa, en el destartalado refugio de su corazón, a aquella que, siendo Reina de los ángeles, es hija de Eva.

Dios hizo un día al hombre a su imagen y semejanza (Gén 1,27). Muchos siglos más tarde, Dios se hizo «en todo a semejanza nuestra» (Heb 4,15). Se transformó el modelo en copia, y la copia en modelo. Dios se hizo uno de nosotros. Su inteligencia, sus sentimientos, su sensibilidad, funcionaban lo mismo que los nuestros; su bendito cuerpo, a lo largo de nueve meses de gestación, durante treinta y tantos años de vida, fue dócilmente siguiendo la curva común impuesta a todo cuerpo humano. Fue Cristo un hombre, un hombre individual, con madre y patria, con sus costumbres propias, con sus fatigas y preferencias particulares; un hombre concreto, «este Jesús» (Act 2,32). Pero, al mismo tiempo, dada la trascendencia de su divina persona, pudo y puede acoger en

8 Suma Teol. 3,4,1.

sí todo lo humano, todo cuanto en la generalidad de los hombres se halla disperso y es asumible. No hay en nosotros un solo pensamiento o sentimiento bueno que El no pueda hacer suyo, no existe ningún pensamiento o sentimiento suyo que no debamos nosotros esforzarnos en asimilar. Aseguraba Pascal que Jesús sufrió en Getsemaní todas las angustias y tribulaciones de todos los hombres, y Pablo decía que llevaba las heridas de Cristo en su propio cuerpo (Gál 6,16). Esta condición del Verbo encarnado, infinitamente receptiva y comunicable, hace de El la cifra posible de esa imposible intimidad que el corazón aquí con tantas ansias persigue, cansado ya de intentar vanamente una perfecta compenetración con los seres a quienes ama.

Nada más inútil y más pernicioso que esa tendencia a mantener a Dios y al hombre en dos mundos aparte, esa tendencia a evitar a toda costa cualquier aproximación o trasiego. Se pretende que la idea del hombre no contamine la idea de Dios, que lo sobrenatural sea puro sobrenatural; que la idea de Dios no trastorne tampoco la autonomía de los órdenes humanos, que lo natural sea puro natural... Nada más irrealizable de hecho, nada más ofensivo, como principio, a la encarnación.

El Verbo se hizo hombre. Mas no por eso dejó de ser Dios. Jesús era una persona divina. Mas no por eso la divinidad llegó nunca a abrasar la tierna flor de su humanidad. Jesús de Nazaret fue verdadero Dios y verdadero hombre. Totus in suis, totus in nostris.

Sabido es, a este respecto, que las herejías han sido innumerables; todas las posibilidades de error fueron ya tentadas y agotadas. Hubo herejes que rechazaron la divinidad de Cristo; otros pusieron en duda su humanidad, bien sea en lo relativo al alma o al cuerpo. Hubo quienes se negaron a admitir en El unidad de personas, partiéndolo y deshaciéndolo en dos, y otros que de tal forma se extralimitaron en la defensa de esa unidad, que llegaron a negar la dualidad de sus naturalezas.

Nosotros sabemos que las naturalezas de Cristo siguieron siempre siendo dos. Su humanidad, a pesar de ser tan menuda y débil cosa, no se disolvió en naturaleza divina (así desaparece, según la célebre imagen de Eutiques, una gota de vinagre en la inmensidad de la mar). Humanidad y divinidad no se juntaron tampoco en el Verbo encarnado como dos realidades primeramente perfectas, pero transmutadas luego al efectu irse la unión, a la manera de lo que sucede con el oxígeno y el/hidrógeno cuando se combinan para formar el agua: el agúia no es ya ni oxígeno ni hidrógeno, y Cristo ¿no es Dios ni es/hombre? Resulta inimaginable un tertium quid; el centauro, a fuerza de ser a un tiempo caballo y hombre, no es una cosa ni otra, y a fuerza de no ser ni hombre ni caballo, es nada más una exangüe fantasía. Por otra parte, en la naturaleza divina, tan intocable, tan superior, se hace inconcebible cualquier transformación o mudanza: ni ella puede convertirse en otra cosa ni otra cosa en ella. ¿Habrá que pensar, entonces, en alguna forma de unión entre ambas naturalezas tan respetuosa que equivalga a mera cortesía, a convivencia pacífica, a íntimo alejamiento? Mas tampoco la encarnación consiste en el enlace de dos realidades perfectas que luego, una vez puesta la una cabe la otra, continuasen en sí mismas sueltas e independientes, tal como vemos que acontece en una pared hecha de varias piedras: tal unión sería demasiado artificial y exterior. Ni vale, por último, hablar tampoco—con el fin de respetar a un tiempo la íntima fusión y la no transmutación de los elementos, según se observa en nuestra naturaleza, compuesta de cuerpo y alma—de elementos imperfectos: ¿acaso no son en Jesucristo perfectas, y enteras, y cabales, tanto su humanidad como su divinidad?

La humanidad de Jesús, aunque subsistiera en una persona divina, era del todo perfecta. Simplemente ocurrió que en ella fue impedido ese efecto natural de la «subsistencia en sí» que emana de toda naturaleza: sólo así podía evitarse que se erigiera en persona distinta de la divina, lo cual vendría a incapacitarla para la unión personal con el Verbo. Tal represión, sin embargo, o extinción no empobrecía en absoluto dicha humanidad, ya que se le otorgaba el privilegio, mucho mayor, de subsistir en la persona del Hijo de Dios; ¿no supone esto una muy grande ventaja? De esta forma, el hombre Cristo es el Hombre ideal.

Entonces ¿cómo entender semejante unión de naturalezas?
Tenemos a mano analogías que pueden ilustrarla. Pero recordad que toda analogía consiste en una semejanza desemejante; es, por tanto, un buen medio de comprensión hasta cierto límite, hasta donde llega la similitud, pasado el cual conviértese en piedra de tropiezo y error. De estas analogías o imágenes, las hay más y menos afortunadas. Suelen citarse el hierro candente, el cristal atravesado por un rayo de sol, el hombre perito a la vez en medicina y en leyes. Y es verdad: Cristo también es hombre y Dios a un tiempo, sin mitades; su humanidad está imbuida de divinidad, lo mismo que el hierro o el vidrio están traspasados de fuego o de sol. Pero advirtamos: todas estas comparaciones son accidentales. Accidental es también el vestido, esa otra imagen tan usual. En efecto, aunque el vestido adviene a la persona ya constituida, como la naturaleza humana se allega al Verbo divino, sólo extrínsecamente y de muy floja manera se une al hombre que con él se cubre. ¿Qué decir del injerto? El injerto, sí, se une al árbol con más fuerza, se une físicamente, y, según ello, daría más acabada cuenta de lo que queremos explicar; no obstante, vemos que no se une a todo el tronco, y, en cambio, la naturaleza humana se une a toda la persona divina; no olvidemos asimismo que el injerto tenía una existencia propia antes de ser injertado, en contraste con la naturaleza humana de Cristo, inexistente por completo antes de su unión con el Verbo.

Ya veis cómo son de pobres, e inservibles, todas las analogías. ¿No sería mejor hablar de amor? Quien ama sale de sí y se dirige al amado, en él luego se instala, y su yo es configurado por el tú. No de otro modo, en el Verbo encarnado, la naturaleza humana es como arrancada de su propio centro y mantillo, y ya no pertenece más a ella, sino al Yo del Verbo. Pero ¿acaso esto nos viene a iluminar mucho más? Probablemente, no. ¿Tenemos tal vez alguna experiencia del amor puro? ¿Hemos salido alguna vez realmente de nosotros mismos?

Quizá la comparación de la palabra nos resulte más persuasiva. Hay palabras que tienen un inmenso poder, trastornan, conmueven, son capaces de hacer que renazcan los espíritus. La palabra de Dios principalmente, que sacudía y enajenaba a los profetas. Ya no hablaban ellos; era Dios quien hablaba a través de ellos. ¿Qué ocurriría cuando, no ya las palabras de Dios, sino su Palabra se apoderase de una naturaleza de hombre?

¿Qué más podemos agregar? Sucede que así como hay cosas más fáciles de describir que de definir— ¿quién sería capaz de definir el «duende» de Andalucía o el hechizo que despedía el Poverello?—, otras veces sucede al revés. Se puede dar la fórmula científica, exacta, de la luz, pero no se puede describir o pintar sino reflejada, es decir, más o menos negada. Igualmente, la encarnación es susceptible de una definición intachable: la unión de la naturaleza divina con la humana en la persona del Verbo. Pero, si queremos describirla, habremos de recurrir a analogías, es decir, a imágenes que a la vez afirman y niegan.

En resumen, no es la encarnación una unión metafórica, externa, accidental. Es una unión real, intrínseca, sustancial. Réstanos aún otro par de adjetivos, los que añadió con una gloriosa fatiga San Cirilo de Alejandría en su carta a Nestorio: «inefable e inexplicable...» 9

La encarnación ha recibido muchos nombres, pero todos ellos pueden distribuirse en dos grupos: los que subrayan el lado divino del misterio, tal como «asunción» o «epifanía», y aquellos otros que tienden a destacar lo humano sin más—«humanización», «inhumación»—o lo enfáticamente humano: «encarnación». Esta es la voz que más ha prosperado, a causa de su egregia cuna.

Resulta curioso comprobar cómo Juan, que tanto insistió en la «carne» de Jesús, tiene un concepto esplendoroso de la vida de éste. A diferencia de Pablo, para el cual lo humano en Cristo era un terrible contraste, y la encarnación un «anonadamiento» (F1p 2,7), Juan concibe aquello como una transparencia y ésta como una manifestación de gloria: «El Verbo se encarnó, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria» (Jn 1,14). Pondera constantemente su visión de Jesús hombre, mientras el Apóstol de los gentiles no quiere saber nada sino del Cristo celeste (2 Cor 5,16). Vive en un presente transido ya de gloria y beatitud. No necesita esperar para que la gloria de Dios se le revele en Cristo. Por eso, en lugar del discurso escatológico que nos dan los Sinópticos, él copió el discurso de la cena. Ver a Cristo: he aquí el objeto de la esperanza de Pablo; haber visto a Cristo: he aquí la razón de la esperanza de Juan.

Con todo, aquella «gloria» que Juan vio y celebró hallábase demasiado oculta para neutralizar por completo el espectáculo

9 Epist. 4: MG 77,45.

de sujeción y pobreza que toda vida humana dispensa; estaba también lo bastante inactiva, misteriosamente ligada, como para suprimir ninguna de las penosas dependencias que la encarnación suponía. Jesús se sometió a nacer del tronco de Adán; aceptó tener, junto a la relación filial para con su Padre eterno, otra relación filial hacia una criatura. «Nació de mujer», dice Pablo; y añade: «nacido bajo la ley» (Gál 4,4). Es decir, no sólo penetró en la historia, sino en esta historia precisa, la historia manchada y azarosa de una humanidad en estado de esclavitud. He aquí la aportación específicamente cristiana a la noción de Dios. Todos sus atributos estaban ya explorados; todas sus dimensiones, registradas como ilimitadamente abiertas. Todas menos una: la de su posible humillación por amor.

Su humillación... Pero ¿no es esto inverosímil, no es absurdo?

«Bienaventurado el que no se escandalizare de mí» (Mt 11,6). ¿De qué escándalo se trata? Simplemente, del escándalo de la encarnación. Por fuerza representaba ésta una locura para los griegos, una hybris que su entendimiento pulcro y discriminador negábase tenazmente a aceptar. También los judíos rechazaron la encarnación: atentaba, según ellos, contra la trascendencia de Dios, era un antropomorfismo insoportable.

Es bien fácil escandalizarse de Jesús. Hasta es fácil hacerlo desde una actitud pretendidamente religiosa. ¿Un Dios hecho hombre? ¿Un Dios crucificado? ¿Cómo pensar semejantes cosas de Dios? ¡Nos parecería un ultraje a su dignidad! ¡No podemos admitir un Dios pasible!

Pero ¿por qué? ¿Por qué nos resistimos a admitir un Dios humillado? En el fondo, y no hay otra razón, porque todo esto viene a humillar nuestro entendimiento, porque nos obliga a reconocer cuán frágiles y provisionales son nuestros conceptos sobre las cosas y principalmente sobre Dios. Negarse uno a aceptar que el tres veces santo se encarne, no es precisamente indicio de poseer una noción muy alta de Dios, sino más bien de estar muy orgullosamente aferrado a las propias ideas. Nos ponemos a pleitear con el Señor acerca de cuanto El debe y no debe hacer. Pero «mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni mis caminos los vuestros, dice Yahvé» (Is 55,8). En definitiva, al discurrir como discurrimos, lejos de mantener a Dios en su soberana altura, lo que hacemos es rebajarlo indeciblemente: meterlo en la más menguada horma, en el estrechísimo ámbito de nuestras nociones.

Quienes rasgan hoy sus vestiduras ante la idea de un Dios encarnado hállanse en la misma línea en que se situaron un día los fariseos, escandalizados de que Cristo alterase su concepto de la santidad cuando lo veían quebrantar la ley del sábado o sentarse a la mesa con publicanos y pecadores. Pero ¿es verdaderamente sólo nuestros esquemas lo que nos empeñamos en defender? ¿No se tratará, sobre todo, de nuestra rebeldía ante el Dios vivo, imprevisible, que irrumpe aquí abajo cuando quiere y como quiere?

 

2. «El hombre Jesucristo» (i Tim 2,5)

Pero el escándalo y la negación respecto de Cristo reviste dos modalidades bien distintas. No sólo cabe decir: Cristo no es Dios, es imposible que sea Dios un individuo que nace y muere, que tiene hambre y sed, que anda mendigando el cariño de las gentes. Cabe decir también: Cristo no es hombre; aquel que vieron los habitantes de Palestina al comienzo de nuestra era, este en quien nosotros creemos, no es ningún hombre; resulta absurdo que sea hombre alguien que nace de una virgen y, tres días después de desaparecer, resucita; uno que sin recursos da de comer a las multitudes y proporciona a las almas el agua que salta hasta la vida eterna; este que a lo largo de la historia ha arrebatado millones de corazones, enamorados de El hasta la locura.

El monofisitismo vino a perfilarse bien pronto dentro de la Iglesia como pensamiento que se resistía a admitir en Cristo una verdadera naturaleza humana. Fue inmediatamente condenado como herejía, y todos sus secuaces tratados como proscritos. Pero no podemos olvidar que, junto a las herejías del pensamiento, brotan y se extienden unas como herejías del sentimiento, vagas y enmascaradas, de impecable ortodoxia al parecer, tan imposibles de precisar como perniciosas en sus efectos. ¿No arrastra hoy, por ejemplo, la Iglesia, en amplios sectores del pueblo, una grave tara de jansenismo? ¿Y no es acaso de raíz monofisita cierta repugnancia de muchas almas a aceptar el Cristo íntegro de los evangelios, a la vez que acogen con gusto las portentosas narraciones de los apócrifos? Se admite fácilmente que los espinos quedaban cubiertos de flores cuando la Virgen retiraba de ellos los pañales del Niño, pero la gente sabe muy poco acerca del desamparo del Hijo del hombre en la cruz. Y no es sólo la gente ruda y sencilla la que se encuentra afectada de semejante mal, la que tiene del Salvador una idea tan unilateral y pobre—tratándose de la vida de Jesús, la más brillante imaginación humana resulta muchísimo más pobre que la realidad desnuda y sin afeites—. Son también a veces los hombres de letras, algunos especialistas de la doctrina cristiana quienes, al parecer, se espantan de la verdad, y la componen y aliñan, y la encubren con expresiones a su juicio más adecuadas, pero en el fondo infieles. ¿Por qué, cuando Marcos dice que el Maestro «no podía» (6,5; cf. Jn 7,1), Taciano y tantas versiones traducen «no quería»? ¿Por qué insisten tanto en la sobrentendida omnipotencia del Hijo de Dios y tan poco en su flaqueza manifiesta? ¿Por qué nos ocultan que aquella omnipotencia hallábase en El misteriosamente encadenada? ¿Por qué esa facilidad en atribuir a Cristo más y más perfecciones, mientras se silencia su mayor perfección: «la obediencia que aprendió entre gemidos» (Heb 5,8)?

Hora es ya—son demasiados siglos ya—de que abandonemos estas malas reliquias que la lucha antiarriana nos legó.

Y, sin embargo, el Hijo de Dios «se anonadó, tomando la forma de esclavo y haciéndose como los demás hombres» (Flp 2,7). En El, humillado y después glorificado, radica nuestra salud y la ruina de los demonios, el designio salvador del Padre y la esencia de nuestra religión.

Porque el cristianismo no es una suma de verdades ni un conjunto de leyes: es El, simplemente. En consecuencia, la respuesta cristiana del hombre no consistirá en conocer ciertas verdades, ni siquiera en cumplir determinados preceptos, sino en salir al encuentro de El, entregarse a El, amarlo con pasión. ¡Amar el Amor! El amor de Cristo, al revés de ese amor nuestro que es ansia de adquirir y allegar, significa un amor dadivoso, una entrega infinita. He aquí el amor cristiano o el amor de Dios manifestado en Cristo, amor que da y prodiga. ¿Qué nos ha dado Dios? «Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único» (Jn 3,16). De mil maneras puede exponerse el mensaje cristiano, reflejando este o aquel aspecto, esta o aquella luz; pero su núcleo y pensamiento capital será siempre idéntico: el engarce de la idea y del suceso en una persona, el «Dios es amor» realizado en la encarnación del Verbo. «El amor de Dios hacia nosotros se ha manifestado en que Dios ha enviado a su Hijo único al mundo» (1 Jn 4,9).

Es el Salvador la cifra del amor divino hacia los hombres, y su amor humano no es otra cosa que la forma humana del amor divino. Este resplandece y se expresa en Cristo y por Cristo. Con sus palabras fue mostrándonos Jesús que el amor de Dios es semejante al de un esposo que ama sin desmayo a su mujer, semejante también al amor de un padre, que jamás dará una piedra al hijo que le pide un pan; un padre que recibe con los brazos de par en par abiertos al hijo que un día abandonó la casa y dilapidó la herencia. Pero son sus obras, principalmente, las que publican a los cuatro vientos el inmenso amor de Dios. Sus obras, resumidas en su obra: su encarnación redentora. Lo mismo que la figura del árbol con ramas se repite en cada una de sus ramas, así el amor general de la encarnación se hace visible siempre que el Verbo encarnado cura a un paralítico o perdona a un pecador.

La encarnación es la prueba máxima del poder divino. «¿Qué otra cosa hay, en efecto, mayor que el que todo un Dios se haga hombre?» 10 Pero es, sobre todo, la más eximia muestra de su amor (al fin y al cabo, ¿qué significa el poder de Dios sino la suma de posibilidades de que dispone su amor?). Amor madrugador, amor ilustre que decretó la encarnación; amor sin ocaso, amor de inconmovible firmeza, que supo sobrevivir a aquella respuesta tan decepcionante que los hombres dieron a semejante prueba de caridad. «Hombres fueron—escribe Santo Tomás—los que dieron muerte a Cristo, como fue hombre Cristo, que sufrió la muerte; mas, como fue mayor el amor de Cristo paciente que la iniquidad de quienes le dieron muerte, la pasión de Cristo tuvo más poder para reconciliar con Dios todo el género humano que para provocarle a ira» 11.

Ya no es lícito andar imaginándose libremente a Dios. ¿Cómo es Dios? Cada pueblo, según su clima mental, tiene

10 SAN JUAN DAMASCENO. De fide orth. 3,1: MG 94,984.
11 Suma Teol. 3,49,5 ad 3
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presta y a punto su idea de Dios. Los egipcios lo pintaron como un sol fecundando la tierra; los griegos preferían verlo filosofar, impasible, sapientísimo, mesurado e irónico; para los romanos era el gran césar que somete el mundo entero a orden y ley. Cada pueblo tiende a concebir a Dios, y cada individuo también, según su infancia o según las urgentes necesidades de su corazón. Nada de esto es hoy tolerable para quien ha conocido a Jesús. Dios es como es Cristo. Cristo es Dios mostrándose visiblemente y dejándose tocar.

Y ¿cómo fue el hombre Cristo? Un hombre completo, del cual los evangelios nos cuentan que ejercitó todas las pasiones: amor (Jn 13,1) y odio (Mt 4,10), deseo (Lc 22,15) y fuga (Jn 6,15), esperanza (Mt 26,39) y temor (Mc 14,33), ira (Mc 3,5) y audacia (Lc 13,32), alegría (Lc 10,21) y tristeza (Mt 26,37).

Claro está que sus pasiones distaron mucho de lo que hoy comúnmente se conoce con tal hombre, estas pasiones nuestras sacadas del cuadro teórico y neutro que ofrecen los tratados de psicología y cargadas a la vez con ese tinte peyorativo que el constante y desarreglado uso de los hombres les ha adjudicado. De ahí que, en teología, las pasiones de Jesús se denominen con el excepcional título de pro pasiones. Explicando la tristeza de Getsemaní, afirma San Jerónimo que «nuestro Señor, para demostrar que era verdadero hombre, experimentó realmente la tristeza; mas, como esta pasión no le dominó el espíritu, dice el evangelio que sólo comenzó a entristecerse, declarándonos así que se trataba de una propasión» 12. Comenzó la tristeza, y no cesó hasta el fin de su vida; comenzó, y llegó en su intensidad a un límite que por sí misma pudo ocasionarle la muerte (Mt 26,38). La única restricción es ésta: comenzó en la parte inferior de su alma, en el apetito sensitivo, pero no continuó creciendo hacia arriba, hasta desbordarse en su mente y apoderarse de ella, sino que supo mantenerla a raya, bien sujeta.

Por esto, porque jamás las pasiones alteraron el uso de su razón, ni previnieron su juicio, ni le condujeron a objetivos no santos, vémonos obligados a llamarlas pro pasiones, no pasiones simplemente. Cuando el significado recto de una palabra ha degenerado, es menester sustituir esta palabra por alguna otra cada vez que queremos nombrar aquello que to-

12 In Mt. Evang. 4,26: ML 26,197.

davía responde al sentido prístino del vocablo. ¿Quién llama ría hoy petimetre al «pequeño maestro» que da clases particulares?

Mas tampoco es suficiente, para pintar un retrato de Jesús, referirnos a la más extrema pureza de las nociones de psicología. Como ya dijimos, El desborda toda posible psicología. Podemos aprehender un gesto suyo, tratar de medirlo y sopesarlo, pero en seguida vemos que ese rasgo se nos escapa, rebelde a todo análisis, a todo esquematismo. ¿Por qué? Nuestros medios son demasiado toscos para captar lo que de más decisivo tienen las acciones aparentemente triviales de Cristo, aquellas correspondencias indescifrables de todo lo que en El es humano con el secreto permanente de su personalidad divina. Porque en El no hay actos puramente humanos; los hay puramente divinos y los hay humano-divinos, teándricos. Todos ellos son realizados por la persona del Verbo.

Siempre que se estudian los hechos y dichos de Jesús, álzase un muro ante el pensamiento que tiene la pretensión de pe netrar en ellos; una invencible fuerza obliga a descalzarse a quien quiera llegar hasta la zarza incandescente.

Jesús amaba, sin duda, a Ios hombres concretos de su tiempo, a todos cuantos encontró en su camino; los socorrió en innumerables ocasiones. Pero también es cierto que otras veces bien a las claras demost no interesarse demasiado por la felicidad terrena de ellos; ésta sólo le importaba en orden al establecimiento del reino, Cristo no se dedicó a la filantropía. No era tampoco un genio. Sus palabras no alcanzan el insólito vigor que, desde un punto de vista literario, muestra un Isaías, un San Juan de la Cruz, un Pascal. ¿Qué deducir de todo ello? Que, mientras no sobrepasemos el nivel de lo puramente humano, ese mundo inferior de los valores humanos, jamás se nos revelará el verdadero semblante de Jesucristo. El no fue un genio, ni un héroe, ni. un reformador social. Fue un Dios humillado por amor.

Fue a la vez un hombre, y en eso consistió su humillación y la prueba incontrastable de su caridad. Pero un hombre que, a fuer de divino, más que coronar la cima de los hombres, los congrega y recapitula: Ecce homo. «Por un mismo y solo acto —dice Santo Tomás—hemos sido predestinados Cristo y nosotros» 13. Nuestra historia y la de Jesús forman una trama inextricable. ¿Quién podrá separar los hilos?

El hombre y Cristo: uno y otro vienen a ser como la pregunta y la respuesta. En Cristo logran perfecto cumplimiento los dos propósitos de la predestinación: la naturaleza humana es levantada hasta Dios en su forma más perfecta, y Dios es glorificado por la naturaleza humana del modo más acabado. Ya lo más propio del hombre, lo que más íntimamente le define, no es su flaqueza, su pecado o desfallecimiento, sino su plenitud en Cristo. Conclúyese de ahí que sólo quien es cristiano ha llegado a ser enteramente humano. Y si es verdad que el hombre no es, sino que se hace, esto resulta mucho más irrefutable en el plano sobrenatural. Nuestra conformidad con Cristo—único programa impuesto a la humana naturaleza—debe ser progresiva a lo largo de esta existencia terrestre. Únicamente al fin de la vida nos realizamos por completo: «entonces seremos semejantes a El« (1 Jn 3,2). San Ignacio de Antioquía, sin querer, traduce casi literalmente: «Llegado allí, seré de verdad hombre» 14•

Con todo, se dan ya aquí abajo, en las almas, momentos de especial madurez. ¿Cuándo llega uno en la tierra a ser verdaderamente hombre? En verdad que esto no ocurre a la hora en que uno triunfa y domina, y se admira luego en silencio a sí mismo. Mas tampoco—aunque esto represente un estadio más alto—cuando uno al fin fracasa, e interiormente se desprecia, y balbucea en su rincón: «Soy un pobre hombre». La madurez llega aquel día en que el hombre se encuentra de verdad frente al Hijo del hombre, y lo cree Cabeza y Primogénito y Redentor, y a sí mismo se reconoce miembro y hermano y redimido—pecador redimido, vano triunfador vencido y rescatado—y, con muy humilde admiración, acaba enterándose de lo maravilloso que es eso de ser hombre.

Y, como aquel que al final de una carta se permitiera una frase de ternura, quiero llenar la media cuartilla que aún me queda antes de cerrar el capítulo con una muy afectuosa alusión a nuestra Señora.

Dice San Agustín hermosamente que «nuestra leche es el

13 Suma Teol. 3,24,4.
14
Ad Rom. 6,2: MG 5,692.

Cristo humilde, y nuestro pan el Cristo igual al Padre» 15, Pues bien, la Virgen es quien nos transformó el pan en leche, el Verbo en Jesús de Nazaret, lo que nuestras débiles cabezas no podían asimilar en anécdotas sencillas que los niños con gozo y provecho escuchan. Del pecho de Santa María recibimos tan deleitoso y fácil alimento, con los ojos cerrados, con mucha fe.

Para su pecho, la rosa.

        15 In Epist. Io. 3,1: ML 35,1998.