PRIMERA PARTE

"EN EL SENO DEL PADRE"

 

1. «El Verbo era Dios» (Jn 1,1)

In nomine Christi. Amen.

Una historia completa de Cristo a buen seguro debería empezar, como empieza el evangelio de San Juan, así: «En el principio era el Verbo».

(Después de escribir esta frase he vuelto atrás y, muy escrupulosamente, he subrayado la palabra «historia», a fin de que en el texto impreso aparezca en cursiva. Las voces en cursiva son términos que hay que tomar con cautela, pues ofrecen un significado algo distinto del usual y ordinario. Efectivamente, la historia en sentido propio no puede abarcar la eternidad, ya que en ésta no hay sucesos, no hay sucesión; pero, si entendemos magnánimamente por historia de Cristo el relato de la existencia entera de Cristo, entonces el vocablo nos sirve.)

Según esto, menester es incluir en la historia de Jesús no sólo su prehistoria—su existencia anterior en las alianzas cósmica y mosaica—y su posthistoria—su pervivencia en la Iglesia—, sino también su metahistoria, aquella vida eterna suya que envuelve, penetra y explica su breve vida mortal. De esta forma, más o menos, habría de proceder quien escribiese una biografía necesitada de biología, o el que compusiera un tratado de geografía a partir de la geología. Es claro, y de todos conocido, que la vida de Cristo se remonta a la eternidad y por siglos sin fin ha de prolongarse. San Juan da fe de ello en el prólogo de su evangelio y a lo largo del Apocalipsis. El Jesús de Nazaret no es otro que el Verbo, el cual existía ya en el principio (Jn 1,1). Es también el mismo que al final de los días aparecerá «semejante a un hijo de hombre, vestido de túnica talar y ceñidos los pechos con un cinturón de oro» (Ap 1,13). Toda duda quedará entonces disipada, pues éste hablará así: «Yo soy el primero y el último, el viviente, que fui muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del infierno» (ib. 18).

Jesús de Nazaret, que es Dios, es «el misterio de Dios» (Col 2,2).

Primer dato para una biografía de Jesús: «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1,1).

Es un dato inapreciable, riquísimo, triple. Primera verdad: la prioridad del Verbo respecto de toda criatura—cotejar con el comienzo paralelo del Génesis: «Al principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gén 1,1)—. Segunda verdad: su existencia en Dios; es decir, en el Padre, como luego más explícita y sabrosamente se dirá: «en el seno del Padre»; su distinción, por consiguiente, de la persona del Padre. Tercera verdad: su divinidad incuestionable.

Después San Juan continúa. Y en docena y media de versículos nos da una síntesis magnífica de la vida de Cristo, pues estos párrafos, que constituyen lo que llamamos prólogo, no son propiamente una introducción al evangelio, sino su resumen más apretado y redondo. Traza el apóstol una curva que primero desciende y luego sube hasta meterse de nuevo en Dios, en el seno de Dios. Cinco escalones de bajada: el Verbo desde siempre en Dios (v.I-2), el Verbo creando (v.3), su donación a los hombres (v.4-5), mensaje del Precursor acerca de la encarnación del Verbo (v.6-8) y descenso del Verbo al mundo (V.9-II). A continuación, un rellano, dos versos que contienen la hermosa noticia de cómo, por el Verbo encarnado, llegan los hombres a ser hijos de Dios (v.12-13). Y en seguida cinco escalones ascendentes, calcados sobre aquellos cinco de bajada: se subraya el acontecimiento de la encarnación (v.14), el Precursor cierra su testimonio (v.15), donación más explicada del Verbo a los hombres (v.16), el Verbo recreando (V.17), el Verbo otra vez, y para siempre, escondido en el Padre (v. i 8). La curva de San Juan es una curva majestuosa.

Desglosando más el suceso de la encarnación, señalaríamos primero la iniciativa del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, aquel proyecto eterno que atañe a la Trinidad entera, ya que Jesús «se ofreció sin mancha por el Espíritu eterno del Padre» (Heb 9,14). En segundo lugar contemplamos la respuesta humana -la "obediencia hasta la muerte" (Flp 2, 8)- que da Cristo al plan del Padre. No tarda en producirse la respuesta divina de éste, agradecida, a tan perfecta obediencia: «por lo cual Dios le glorificó» (Flp 2,9). Más tarde Jesús, glorificado ya y Señor de todas las cosas, al cual todo queda sometido, envía el Espíritu Santo a los hombres, «el espíritu de adopción de los hijos, según el cual decimos: Abba, Padre» (Rom 8,15). Por fin, en quinto y último lugar, «después que todo le fuere sujeto, entonces también el mismo Hijo se someterá al que todo se lo sometió, para que Dios sea todo en todos» (1 Cor 15,28).

Jesús es el Hijo o Verbo de Dios.

Ambos términos coinciden de hecho si entendemos Verbo o Palabra no sólo en su significación oral (palabra pronunciada), sino también y principalmente en su sentido mental y primordial (concepto, pensamiento). Según esto, es Jesús el Verbo ya proferido, encarnado, hecho audible y visible, hiriendo blandamente los oídos de carne, y los ojos, y el corazón de los humanos. Pero este Verbo «que hemos oído, que hemos visto con nuestros ojos, que contemplamos y palparon nuestras manos», este Verbo «era desde el principio» (1 Jn 1,1). El Verbo así entendido ya no es un nombre funcional, válido tan sólo por la resonancia o revelación que al exterior comporta, sino un nombre propio y perdurable, que define la vida eterna de la segunda Persona naciendo eternamente del Padre por vía de operación intelectual. Verbo íntimo y estable, idea que permanece dentro de la cabeza, como indica la misma etimología de la palabra «inteligencia»: intus legere, leer por dentro, leer lo que sin tinta está escrito en la memoria, entender, conocer.

Y porque este Verbo que el Padre conoce no es sino su misma y acabada figura, llámase Hijo y se dice que nace. Nacimiento que nadie sabrá ponderar bastante, pues es singular y excelente por muchas razones. Admira ver, lo primero de todo, lo soberanamente que el Padre engendra: de su misma sustancia y sin terceros, siendo a la vez padre y madre: «Yo te engendré de mi vientre antes que apareciese el lucero» (Sal 109,3). Se trata, además, de una generación que nunca cesa, pues en Dios no hallarás distinción alguna entre acción y aptitud para hacer, es Acto Puro, un «hoy» sin vísperas ni ocaso, sin momentos: «Tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado» (Sal 2,7). Nace, pues, el Hijo incesantemente como de un manantial; así de fresco y de joven y de gozoso es todo en El. Y porque nace siempre, jamás se emancipa de su Padre; antes al contrario, descansa continuamente en sus entrañas; maravilla que, dando como da remedio con su compañía a la soledad, no reporta disgusto alguno de división. «Yo y mi Padre somos uno» (Jn 10,30). Somos: pluralidad de personas; uno: unidad de naturaleza. Son dos para tener compañía, son uno para no tener discordia. Compañía suficiente, puesto que el Hijo es tan grande como el Padre, tiene cuanto el Padre posee, excepto su nuda calidad de Padre.

Es Verbo consustancial, que expresa exhaustivamente toda la esencia divina. Nuestro mísero espíritu revélase incapaz de objetivarse en un solo pensamiento, no por riqueza de contenido, sino por pobreza de medios. Dios, por el contrario, infinito en su esencia, pero infinito también en su potencia de conocimiento, se conoce y se refleja con perfección en ese Hijo «que es la imagen de Dios invisible» (Col 1,15), «esplendor de su gloria e imagen de su sustancia» (Heb 1,3).

Ahora bien, si del poder infinito del Padre se deduce que puede reflejarse por entero y sin sudores en un Hijo, de la infinita receptividad de éste concluimos que necesariamente debe darse un solo Hijo y no más.

Cuando Jesús habla de su filiación divina, no se proclama un hijo de Dios, sino el Hijo. Palabra ésta que ya en el Antiguo Testamento había sonado, preparando de antemano los oídos de los hombres; por ejemplo, cuando el Señor habla de David: «Será para mí un hijo» (2 Sam 7,14), «Me invocará: ¡Tú eres mi padre!» (Sal 89,27). Pero el término tiene aquí una acepción muy reducida y tibia, meramente amorosa, elocuente. En el Nuevo Testamento somos invitados todos a invocar a Dios como Padre, somos incluso persuadidos de que Dios es realmente nuestro Padre, y esto con muchos más motivos y argumentos que los hombres de la antigua alianza. No obstante, también ahora la diferencia entre nuestra filiación y la filiación de Cristo continúa siendo inmensa. Es más, parece como que Cristo tiene a veces interés en recalcar esa distancia: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn 20,17). Nunca dice nuestro Padre, ni siquiera en aquellos textos que de modo explícito tratan de la solidaridad entre el Primogénito y los demás hermanos: «Venid, benditos de mi Padre; tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo; porque tuve hambre y me disteis de comer...» (Mt 25,34); «Yo os digo que no beberé más de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros de nuevo en el reino de mi Padre» (Mt 26,29). Al canonizar los servicios prestados al prójimo como servicios concedidos a su propia persona, al anunciar el banquete celeste que congregará en torno a una misma mesa a todos los que con El hayan triunfado, ¿no eran éstas las ocasiones más señaladas para expresarse mediante el posesivo «nuestro Padre»? No: «mi Padre». Ni siquiera usó el nuestro cuando, dentro de la frase ya mencionada, se proclamaba hermano de los hombres: «Anda, ve a mis hermanos y diles que subo a mi Padre y a vuestro Padre».

Nada de esto, sin embargo, puede desalentar el corazón o empobrecer las nociones. Al decir «mi Padre y vuestro Padre», al emplear dos términos para nombrar una sola realidad, «de tal manera une que distingue, de tal modo distingue que no separa» (SAN AGUSTÍN, In Io. Evang. 21,3: ML 35,1566) Más adelante veremos cómo es de real y no ficticia, y no jurídica, y no literaria, nuestra adopción; veremos también cómo es de familiar el festín de los cielos, cómo será único el vino, única la alegría: «Venid y comed mi pan y bebed mi vino, que para vosotros he mezclado» (Prov 9,5). Ahora se trata sólo de ver lo excelso y particularísimo del Unigénito.

Cristo es «su propio Hijo», palabras un poco redundantes que Pablo utiliza para insistir en la categoría estrictamente única de Jesús Hijo de Dios, precisamente en aquel capítulo en que habla de los designios del Padre sobre su Hijo, enviándolo a este mundo de dolores, «no perdonándolo» (Rom 8,3,32). ¿Y con qué intenciones lo envía? Lo envía para transformar en amigos los que eran «siervos» (Jn 15,15), para convertir en hijos de predilección los que antes eran «hijos de la ira» (Ef 2,3). «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, para que recibiésemos la adopción» (Gál 4, 4-6). En esta última cita pónese de manifiesto la diferencia, adrede subrayada, entre nosotros y el Hijo, entre quienes por necesidad hemos nacido de mujer, bajo la ley, y Aquel que sólo por dignación quiso nacer de esta suerte, la notable diferencia entre los hijos adoptivos y el Hijo natural. Cristo es el Hijo, desde siempre y sin vicisitudes; nosotros somos hechos hijos de Dios, y nuestra filiación es problemática, condicionada: debéis cumplir ciertos requisitos «para que seáis hijos de vuestro Padre» (Mt 5,45). La gracia santificante no hizo a Cristo hijo de Dios, es un mero efecto de su filiación.

Jesús no pertenece al nosotros, ni siquiera cuando rezamos: «Padre nuestro». Del mismo modo que Jesús no tiene fe—no es sujeto de fe, sino objeto de fe—, así tampoco nunca se dirige al Padre desde nosotros, exhortándonos a acompañarle. Más bien nos trae al Padre: «Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9).

Y en la rueda infatigable de su nacimiento, sigue naciendo, naciendo, llenando la eternidad, definiendo la eternidad.

No obstante, aunque su vida sea eterna, hay en ella un instante privilegiado y distinto: el tiempo que transcurre desde la Encarnación hasta la Ascensión. Es casi nada más eso, un instante, una millonésima, lo más fugaz que darse puede: una vida humana. Y su débil figura, un punto en la tierra, un punto casi teórico en la dimensión de los espacios. Es Jesús de Nazaret. Es el protagonista de los Sinópticos. Para Pablo, en cambio, Cristo es enorme y lo abraza todo, tanto el tiempo como el espacio. El tiempo, la sucesión de todas las criaturas, viene a ser nada más un latido, algo más perceptible, de su corazón. Y los espacios infinitos quedan incluidos en esa inmensidad sin igual de Cristo, para cuya descripción todos los números imaginables resultan no sólo insuficientes, sino inadecuados, pues sería como pretender expresar en litros un pensamiento, o pesar un aroma, o humedecer el agua.

Ambas concepciones son lícitas. Ambas son necesarias. Cuando Jesucristo habla de su vida en el mundo, la interpreta como un paso: «Salí del Padre y vine al mundo; otra vez dejo el mundo y vuelvo al Padre» (Jn 16,28). Su aparición en la tierra no fue el comienzo de su existir, sino que, «existiendo en la forma de Dios, no consideró como una presa codiciable mantenerse igual a Dios, antes se anonadó tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres» (Flp 2,6-7). Su ascensión al cielo fue simplemente «subir a donde estaba antes» (Jn 6,62). Su palabra fue rotunda: «Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba» (Jn 8,23).

«He venido». Esta frase supone una preexistencia. «He venido a traer fuego» (Lc 12,49). «El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). «No he venido a traer la paz, sino la espada» (Mt 10,34). «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9,13). «No he venido a destruir la ley o los profetas, sino a darles cumplimiento» (Mt 5,17). He venido, he venido. Mi sitio propio y habitual no es éste. No he empezado como vosotros. No soy de aquí como vosotros. He salido de Dios, he sido enviado por Dios. «Yo he salido y vengo de Dios, pues yo no he venido de mí mismo, sino que es El quien me ha enviado» (Jn 8,42). Esta es toda mi verdad, todo cuanto debéis saber acerca de mí. «Les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado» (Jn 17,8).

Semejante salida y misión de Cristo no entrañan ruptura alguna con su existencia anterior y superior, no significan ninguna desvinculación respecto de Aquel que le confió tal empresa. Efectivamente, «el que me envió está conmigo» (Jn 8,29). «El Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 6, 57).

Sus dos vidas manan por igual del Padre y no se alejan de El.

Su vida eterna es del Padre, porque de El nace; en el Padre, porque la unidad es estrechísima, consustancial; es con el Padre, porque es igual la dignidad. Nace del Padre, descansa en el Padre, se sienta con el Padre.

Su vida temporal es bajo el Padre, porque a El se somete; es por el Padre, ya que por El se mueve y suspira; es del Padre, porque de El viene; es en el Padre, puesto que «viene junto con Aquel de quien procede» 2. Esta vida temporal de Cristo no constituye sino la traducción de su relación eterna con el Padre a escala de vida terrena: refleja visiblemente, quebrándose en plegarias, trabajos, postraciones, aquella actitud suya mantenida durante toda la eternidad.

El Hijo queda definido a lo largo de su vida mortal, no menos que en su vida eterna, como un ser que lo recibe todo

2 SAN AGUSTÍN, In lo. Evang. 42,8: ML 35,1702.

de otro, de su Padre: inteligencia (Jn 3,11), palabra (Jn 3,34; 14, 24), doctrina (Jn 7,16), obra (Jn 14,10), vida (Jn 5,26), gloria (Jn 8,54). «Todo me ha sido entregado por el Padre» (Mt 11,27). No puede hablar por sí (Jn 7,17), no puede obrar nada por sí mismo (Jn 12,49), jamás hace su propia voluntad (Jn 5,30). Sus primeras palabras, las primeras que de El conservamos, demuestran ya bien a las claras cuál es el sentido y esquema de toda su vida: «¿No sabíais que yo tengo que ocuparme en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Y al final, cuando va a morir, recoge de modo emocionante ese sentido y exclama: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Al que todo le ha dado, se lo devuelve todo.

¿Cuál es, en última instancia, el contenido de la existencia terrestre de Cristo? «Yo no busco mi voluntad, sino la de Aquel que me envió» (Jn 5,30). Para eso bajó del cielo (Jn 6,38), ésa fue siempre su comida (Jn 4,34), y sus hermanos y su madre son en realidad aquellos que cumplen la voluntad del Padre (Mt 12,5o).

Este plegarse constantemente a la voluntad paterna tiene otra denominación, más dulce y honda: amor. Por amor obedece: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre y que, según el mandato que me dio el Padre, así obro» (Jn 14,31).

«Todo me ha sido entregado por el Padre». Es decir, nada poseo que proceda de mí mismo. Mas el significado de la frase es también otro: Nada se ha reservado el Padre para sí; todo cuanto es suyo me lo ha dado y me pertenece a mí igualmente. Yo juzgo, yo resucito a quien quiero, yo tengo potestad sobre toda carne. «Todo lo que tiene el Padre es mío» (Jn 16,14). Posesión común, porque existe una posesión mutua, porque yo soy del Padre y el Padre es mío: «Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío» (Jn 17,10). Todo es común, no hay secretos ni mañas: «Mi Padre me conoce y yo conozco a mi Padre» (Jn 10,15).

No hay miedo tampoco de ningún entrometimiento ajeno o usurpación, pues «nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo» (Mt 11,27). Puede darse, sin embargo, una misericordiosa e imprevista apertura de este mundo tan escondido: «nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo». Cristo, que es el único testigo de cuanto acontece en el seno de Dios, puede informarnos, puede «dar testimonio de lo que ha visto y oído» (Jn 3,32). Es el único testigo autorizado, porque es Dios. En Cristo, Dios da testimonio de Dios. «Yo doy testimonio de mí mismo» (Jn 8,18).

La fe entera reposa sobre el testimonio de Cristo, el testigo que está en el mismo plano de aquello que atestigua. Por eso, a menudo las fórmulas de la fe en Cristo se reducen a fórmulas de fe en Dios: «creer en el que Dios envió» (Jn 6,29), «creer en el que lo envió» (5,24; 12,44), «creer que Dios lo envió» (5,36; 11,42); creer en el Hijo y en el Padre, creer en el Hijo del Padre. El Padre acredita al Hijo y el Hijo muestra al Padre.

La gloria del Padre y del Hijo es igualmente común y recíproca. No podemos glorificar al Padre sino con el Hijo y por el Hijo, ya que el Padre envuelve al Hijo en su propia gloria y toda la gloria que recibe le viene del pecho del Hijo, donde nuestra pobre adoración se refugia, se calienta, se consagra.

«Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17,1), suplica Jesús en la oración de la cena, colocando la glorificación del Padre, la difusión de su nombre y reino, como resultado de la glorificación o resurrección del Hijo. Tres versículos más adelante ruega otra vez: «Yo te glorifiqué sobre la tierra consumando la obra que me mandaste ejecutar; ahora glorifícame tú, Padre, cerca de ti con la gloria que yo tenía cerca de ti antes de que el mundo existiese». Aquí la glorificación que Cristo solicita es la recuperación de su antigua gloria, cuya renuncia, tan gustosa como penosa, constituye la medida sin medida de esa gloria que El ha sabido tributar al Padre con su humillación y oscurecimiento. A la hora de la cena, la eterna gloria mutua continúa ininterrumpida: tan sólo, en ese momento, se aproxima una muy peculiar y concreta exaltación del Hijo por el Padre, que lo va a sacar de las tinieblas de la muerte vestido de nuevas luces; tan sólo se acaba ya el matiz doloroso de la alabanza que el Hijo ofrece al Padre «en la obediencia»; tan sólo va a cerrarse una llaga, abierta en la encarnación.

Tres veces deja oír su voz el Padre a lo largo de la vida de Jesús (Mt 3,17; 17,5; Jn 12,28). Y ¿qué es lo que dice? Proclama que Jesús constituye toda su gloria, nos ordena que le escuchemos y promete glorificar su propio nombre mediante la glorificación de su Hijo.

Páginas atrás, al desmontar las distintas fases de la redención, poníamos primero la iniciativa del Padre, en seguida la respuesta del Hijo a esa iniciativa y, a continuación, la contrarrespuesta del Padre. De la misma forma cabe hablar acerca del amor. Mejor dicho, esas etapas no son sino maneras de amor. Cuando Pablo afirma que Dios «no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte en favor de todos nosotros» (Rom 8,32), no sugiere ningún desfallecimiento del amor paterno ni mucho menos una extraña predilección hacia nosotros con menoscabo de la afición debida a su Hijo natural. Si entregó a éste a los tormentos y a la cruz, fue para otorgarle «un nombre sobre todo nombre>) (Flp 2,9), y al hacer esto, lo amaba no sólo más que a todos los hombres, sino por encima de la creación entera. Ni aun esto es exacto, pues habría que decir que, si el Padre nos ama a nosotros, únicamente nos ama en la medida en que somos hijos suyos en su Hijo. Pues sólo Dios es objeto digno del amor de Dios.

 

2. Los advientos

La misa de Nochebuena muestra en sus textos una ambivalencia y como oscilación que, lejos de embarazar el espíritu, lo empapa y trabaja dulcemente para meterlo más pronto en el misterio. Se mezclan en esa liturgia fragmentos bíblicos sobre la Natividad con otros varios alusivos a la generación eterna del Verbo. ¿Con cuál, pues, de los dos nacimientos nos quedamos? ¿Cuál de ellos debemos contemplar? El «hoy» del introito, ¿ha de trasladarnos a aquel preciso día de Belén o más bien traduce el nunc stans de la eternidad? Pero el leve desconcierto que tal cosa pudiera producir deja en seguida paso al atisbo profundo, fecundísimo, de que ambos nacimientos son inseparables, tanto en sí mismos como en la conmemoración cristiana. Así dos mapas de la misma provincia, pero con distintos accidentes, que, al ser superpuestos, se esclarecen el uno al otro y nos entregan de este modo la verdad completa. El alma comprende con gozo que el parto de la Virgen no es sino la réplica en el tiempo de aquella generación que eternamente lleva a cabo el Padre. Comprende esto, y adora.

Adora sin palabras lo que sin palabras le es ofrecido. Pues «¿quién contará su generación?» (Is 53,8). ¿Qué lengua habrá que sepa pronunciar las palabras cabales, las palabras suficientes? «Nadie sabrá jamás hablar de su nacimiento: el del cielo es inefable; el de la tierra, indecible; éste y aquél son inexplicables» 3.

El nacimiento de Cristo es evocado ahora todos los años con gratitud, así como antes era esperado con ansia. Lo que para nosotros es memoria, fue profecía para los antiguos. El Viejo Testamento tiene todo él una interna unidad: queda, de arriba abajo, vertebrado por la esperanza.

El hombre de la antigua alianza gime, se goza, ama, ambiciona, pero, sobre todo y principalmente, espera. Recuerda, sí, también, y repasa acontecimientos pretéritos: «Recordad las maravillas que (Yahvé) ha obrado, sus portentos y las sentencias de su boca» (Sal 105,5). «Trae a las mientes los tiempos pasados, atiende a los años de todas las generaciones; pregunta a tu padre, y te enseñará; a tus ancianos, y te dirán» (Dt 32,7). No sería justo echar en olvido los prodigios tan grandes que Dios realizó en favor de su pueblo: lo liberó de la esclavitud de Egipto y le dio agua en el desierto. Sin embargo, todos estos favores eran tan sólo figura de otras mercedes más eximias que, andando el tiempo, había de otorgarles. Que vivan, pues, sobre todo aguardándolas, que perseveren en la fe, que el recuerdo sirva especialmente para cimentar la esperanza. «No os acordéis más de lo de otras veces, no consideréis las cosas pasadas, que yo voy a hacer una obra nueva que ya está comenzando: ¿no la veis? Voy a poner agua en el desierto, y torrentes en las tierras áridas, para abrevar a mi pueblo, a mi elegido, al pueblo que hice para mí, que cantará mis loores» (Is 43,18-20). El agua del Exodo, el agua de la primitiva peregrinación, apagaba la sed momentáneamente; «mas el que beba del agua que yo le diere, no tendrá ya jamás sed» (Jn 4,14).

Esta agua que la samaritana probó, el agua nueva, novísima, «que salta hasta la vida eterna», es el sueño alucinante de

3 PROCLO DE CONSTANTINOPLA, De Incarn. 4: MG 65,844.

los hebreos que precedieron a Cristo. «Destilad, cielos, de lo alto el rocío; lloved, nubes, al Justo» (Is 45,8). He aquí la plegaria fundamental: «Compadécete, Señor, de nosotros, que te esperamos» (Is 33,2). He aquí su virtud, su mérito específico: «Es nuestro Dios, nosotros lo hemos estado esperando, El nos salvará» (Is 25,9). He aquí su comida y sostén: «IVa a venir, ya no tardará!» (Hab 2,3). He aquí sus grandes metáforas: «el Justo, como la aurora» (Is 62,1), como un germen (Jer 23,5). He aquí su gran adverbio: «Se acerca el día del Señor, ya está cerca» (J1 2,1).

Sobre todo los profetas, sobre todo Isaías es el hombre de la espera. Por eso constituye su libro la lectura preferente del adviento litúrgico. Pero puede afirmarse que el Antiguo Testamento entero, tomado en su conjunto, no es sino el relato de una tremenda expectación. Está redactado todo él dinámicamente, dando el mayor relieve al elemento tiempo, sin detenerse jamás en una descripción estática. Cuando hay que describir algún objeto, no nos ofrece su inmóvil pintura, sino el proceso de su construcción: así el arca de Noé (Gén 6,14-16), así el tabernáculo, con su mesa, candelabro y otros accesorios (Ex 25-27). La misma creación del mundo está concebida en términos de historia incesante; la creación se orienta, al igual que el hombre, hacia el futuro. Quien vuelve su rostro, quien suspira por los bienes idos y reniega de las promesas, queda convertido en estatua de sal.

Los siglos anteriores a Cristo son, de un lado, el tiempo de la esperanza humana, y, del otro, el tiempo de la paciencia divina. Esta paciencia, que ante todo significa <>tolerancia de los pecados pasados, paciencia de Dios para manifestar su justicia en el tiempo presente» (Rom 3,25-26), puede entenderse también cómo un lento habituarse del Verbo a las costumbres y andanzas de los hombres, paralelo a aquella educación gradual con que Dios iba poco a poco modelando a su pueblo, familiarizándolo con las sucesivas y cada vez más explícitas presencias divinas sobre la tierra. Así educaba a su elegido, «llevándole, mediante las cosas secundarias, a las cosas importantes; por medio de las figuras, a las realidades; a través de las cosas temporales, hasta las eternas; por medio de las cosas carnales, a las espirituales, y por las cosas terrenas, hasta las celestes» 4.

Es la Biblia todo lo contrario de una especulación sobre Dios: es la crónica de las intervenciones de Dios. La fe, pues, consistirá en reconocer que Dios interviene en el tiempo de los hombres. El pacto con Abraham, la liberación de Israel, el envío oportuno de los profetas, todos los sucesos de la historia bíblica hasta culminar en la encarnación y resurrección de Jesús, son acontecimientos encadenados por una profunda unidad de designio. Más: es preciso incluir también en la cadena los primeros eslabones, aquellos que no pertenecen al relato exclusivo del pueblo de Dios: la creación y sus más remotas vicisitudes. Entre el diluvio y el descendimiento de Cristo hay un hilo nunca perdido, que va enhebrando el paso del mar Rojo y todas las hazañas y coyunturas intermedias.

Antes de pactar con Abraham, pactó Dios con Noé. La regularidad de las estaciones es el contenido de este inmemorial acuerdo, y el arco iris su señal. Mucho antes de efectuarse la alianza mosaica, existía la alianza cósmica, del mismo modo que la revelación mosaica es posterior a la revelación natural y anterior a la cristiana. Obsérvanse como tres estadios, que todavía hoy, si bien miramos, son perceptibles en algunas fiestas y lugares: Jerusalén es la ciudad del sacrificio de Jesús, pero antes había sido la ciudad elegida de Yahvé (1 Re 11,13; 2 Re 23,27) y, en tiempos todavía más lejanos, el «lugar alto» de los cananeos. Igualmente, nuestra Pascua conmemora el paso de Cristo desde la muerte a la vida; excavando un poco, descubriríamos las reliquias de aquella celebración hebrea que evocaba el paso milagroso de Israel a través de las aguas; y debajo de estas capas subsiste otra, primordial, universal, en la que se hunden las semillas y sus posibilidades de floración, la fiesta agraria de las primaveras.

El hecho de la creación, como más tarde veremos, queda asumido en la historia de la salud, y las sucesivas muestras de su pujanza o decadencia también. Lo cual no es estorbo para que con mucha energía rechacemos cuanto de repetición, de ciclo cerrado, sugiriera una simbólica pagana. Las acciones históricas de Dios no constituyen repeticiones. Puede, no obstante, hablarse de correspondencias, de tipología, de desarro-

4 SAN IRENEO, Adv. haer. 4,14: MG 7, I012.

llo espiral. Así, a la vez que el contenido cósmico de la primera revelación obtiene un sentido histórico, los sucesos de la historia santa quedan configurados como acontecimientos que afectan verdaderamente al cosmos; son sucesos por cuya realización todas las criaturas se afanan, sucesos en los cuales la naturaleza participa, sucesos que repercuten en el mundo material y lo dejan transido, maldito, preñado o glorioso.

El gran acontecimiento, al cual la creación entera se vio ligada, resulta ser la encarnación y resurrección del Verbo. Es siempre la revelación un episodio, y lo es en sumo grado cuando aquello que se revela es Dios mismo, cuando lo que se revela coincide con el que revela. La revelación, mucho más que un puñado de nociones, es un hecho, un «salto de amor»; de ahí la tendencia a considerar hoy preferentemente la cristología como una soteriología, pues los datos bíblicos acerca de las obras de Jesús son muy anteriores, en tiempo y categoría, a las definiciones de los concilios. En este sentido, la teología oriental, tan llena de tensiones, tan dinámica, puede jugar un notable papel. Y si la teología es, más que palabra sobre Dios, comentario a la Palabra viva de Dios, lógicamente la fe habrá de consistir no en la asimilación de unas verdades, sino en la adhesión a la Verdad manifestada en el Verbo hecho carne. La fe constituye la acogida que el corazón dispensa a ese Cristo que ha venido: «los que lo han recibido, los que han creído en su nombre» (Jn 1,12). La fe es hospitalidad: «Quédate con nosotros, Señor, porque anochece» (Lc 24,29).

He aquí lo que forzosamente tiene que resultar locura para los griegos. No la existencia de Dios, sino sus intervenciones concretas y verificables; no la resurrección como concepto, que sería muy admisible en la esfera de los mitos, sino la resurrección ligada a un determinado tiempo y lugar. Al revés de lo que acontece con los orígenes nebulosos de Osiris o de Mitra, el Verbo de Dios bajó al mundo el año 7 antes de nuestra era. («El Verbo se hizo carne»: el aoristo griego marca un comienzo, supone una repentina innovación, mayor de la que pueda expresar nuestro pretérito indefinido comparado con la mansa continuidad del pretérito imperfecto.) El evangelio, a pesar de ser un libro de catequesis más que una historia, relata hechos. Contiene nombres y pormenores comprobables en otras fuentes—el emperador Augusto, el cónsul Quirino, el procurador Poncio Pilato—y demuestra a veces un raro cuidado en puntualizar el tiempo, en valorarlo. Los planes del Padre son minuciosos a este respecto; señalan el día que la salvación tenía que llegar a casa de Zaqueo (Lc 19,5) y a las ciudades de Israel (Lc 4,43), precisan las jornadas de Cristo—«he de andar hoy y mañana, y al día siguiente» (Lc 13,33)—, tienen fijada sobre todo «la hora» (Jn 12,27), la hora de la glorificación de Dios y del poder de las tinieblas, la hora exacta que ni el Hijo puede alterar, ni los enemigos anticipar, ni los amigos retardar. Es una hora precisa, son unos días determinados, son unas situaciones irrepetibles. He aquí el escándalo de los griegos, he aquí también la descalificación de los ciclos griegos. Dios ha venido una vez, no hay retorno, no existe la curva cerrada y monótona, no hay derecho a la melancolía.

Surgen así un pasado y un futuro. Lo que se obtiene es una consagración del tiempo, la cual viene a introducir en éste una modificación cualitativa. Jesús, con «su hora», al recibir el tiempo como misión, al negar la indiferencia del tiempo, lo hace sagrado. Jesús funda propiamente el tiempo y la historia. De esto se hablará más adelante con mayor detenimiento.

Nuestro cómputo de los años—antes y después de Cristo—ilustra debidamente la transformación incalculable que se produjo en el momento de la inserción del Verbo en el tiempo humano. Antes reinaba la muerte, y ahora la vida (1 Cor 15, 21); antes los hombres andaban dispersos, y hoy están congregados (Jn 11,52); antes dominaba el príncipe del mal, y ahora yace sometido (Jn 12,31); antes todo eran tinieblas, y ahora luz en el Señor (Ef 5,8).

Dios es el alfa y omega, principio y fin de todos los tiempos, los cuales se recogen y anulan en su eterno sosiego. Pero Cristo es, además, la omega de un mundo y el alfa de otro, el fundador del tiempo. Elegantemente escribe San Agustín: «Engendrado por su Padre, dispone armoniosamente los días; naciendo de su madre, consagra el día actual» 5.

El Verbo se encarnó «al llegar la plenitud de los tiempos» (Gál 4,4). Es decir, su venida trae consigo la plenitud de los tiempos.

5 Serrm. 194,1: ML 38,1015.

Todas las argumentaciones y congruencias que podamos elaborar en torno a la oportunidad de su venida, si no remiten en último término a la soberana libertad de Dios, serán arbitrarias, y endebles, y hasta encontradas. San Agustín intenta conciliar dos notas bien diversas: la juventud y vejez del mundo cuando el Hijo del hombre lo visitó; «la primera, a causa del ardor; la segunda, a causa de la gravedad» 6.

¿Por qué se retrasó tanto la encarnación? A pesar de que tal demora no modifica en nada los frutos de la redención, pues ésta posee también efecto retroactivo, podemos con todo derecho formular la pregunta y tratar de darle algunas muy simples y toscas respuestas. ¿Tal vez quiso Dios con ello hacer más patente el rigor de su' justicia? ¿Acaso la dignidad excelsa del que iba a llegar exigía una larga etapa de preparación? ¿Hacíase necesaria, por ventura, esta preparación en vista de la infancia y rudeza de todos aquellos que debían recibir a tan alto huésped? Viene a ser esta última solución una solución optimista, más o menos inspirada en San Pablo, el cual habla de los hombres que precedieron a Cristo como de niños menesterosos aun de tutor y pedagogo (Gál 4,1-2). Según los autores que así discurren, fue el hombre perfeccionándose progresivamente, haciéndose en el transcurso de los siglos más capaz de comprender el don de Dios. Contra esta interpretación militan los que aducen una explicación de índole más bien pesimista: era preciso que el hombre, abandonado durante tanto tiempo a sus flacas fuerzas, experimentase vivamente la necesidad de un liberador.

Las dos concepciones se complementan. Puede, en efecto, observarse a lo largo de los siglos una preparación que, desde cierto punto de vista, resulta progresiva, ascendente, mientras que, por otro lado, aparece claramente como regresiva. Ofreciese al hombre, en primer lugar, aquella revelación que la naturaleza, como vestigio de Dios que es, lleva consigo (Sab 13, 4-5); y junto con ella, el discernimiento del bien y del mal sembrado en los corazones (Rom 2,15). Sobreviene luego la ley de Moisés, que interpreta y enriquece esa ley natural. Más tarde, cuando la ley mosaica se vicia, surgen los profetas para enderezar al pueblo y acabar de formar la recta conciencia. No obstante, con todo derecho podemos también pensar al

6 Retract. 1,26: ML 32,626.

revés; podemos pensar igualmente en una paulatina decadencia, paralela a esos intentos sucesivos de educación por parte de Dios: la naturaleza transfórmase en ídolo, la ley se convierte en instrumento de pecado (Rom 5,20; 7,5); los mandamientos otorgados para dar la vida producen la muerte (Rom 7,10); el exterminio de los profetas enciende, finalmente, la cólera divina. ¿No se encuentra el hombre, al cabo de estas fases preparatorias, en peor condición que al principio?

Mas el tiempo no pasa en vano. Y a las angustias personales, al particular adelantamiento o degeneración de cada alma, añadíase la enseñanza tremenda de los antepasados, y la esperanza, para bien y para mal, se iba filtrando a una con la sangre o, junto con ésta, corrompiendo. No transcurre el tiempo en balde. Dios, que en sí carece de tiempo, utiliza el tiempo y gusta de acompasar a él sus pasos. ¿No lo vemos también hoy? De la misma forma que la humanidad creció desde su niñez hasta su mayoría de edad, coincidiendo ésta con la emancipación que Cristo, al encarnarse, otorgó a los hombres, así también el Cristo místico, lentamente, va haciéndose adulto, «hasta la medida de la edad completa de Cristo» (Ef 4,13), la cual coincidirá con el segundo advenimiento del`V'erbo. El tiempo es un requisito capital en la realización de los planes divinos.

La llegada de Cristo al mundo no sólo dio cumplimiento a todo el vasto tiempo que le precedió, sino que dio también sentido al tiempo subsiguiente. La llamada «Historia Sagrada» es tan sólo un primer capítulo, o mejor dicho, es más bien una prehistoria sagrada. En rigor, los siglos posteriores gozan de una categoría más estrictamente santa, pues constituyen el desenvolvimiento del germen cristiano, que en Cristo halló ya su perfecto desarrollo, pero que en sus miembros va poco a poco actualizando sus inmensas virtualidades. Propiamente no existe historia profana; ésta es un mero relato de apariencias. (Tampoco, en cierto sentido, puede hablarse de disciplinas profanas, ya que toda verdad, a cualquier asignatura que pertenezca, es una porción o faceta de la única Verdad.) No es el hombre quien da sentido a la historia, simplemente lo descubre. ¿Acaso daba el profeta sentido a los tiempos de preparación? Se limitaba a revelarlo.

Entender así la historia universal, como una extensión de la historia de Israel, ilustra grandemente. Pacto de Dios con un pueblo elegido, infidelidad del hombre a ese pacto, soberbia y esclavitud, predicación de los profetas, liberación de Israel o retorno a Dios... ¿Quién no reconoce aquí, en círculos concéntricos, la marcha del género humano? ¿Quién no sorprende en estas etapas, mil veces repetidas, su propia biografía personal?

Es necesario advertir que la historia del Antiguo Testamento como expectación de un Mesías liberador quedó ya definitivamente clausurada y que hoy resulta ilícito vivir esperando en la tierra una novedad esencial. Las postrimerías llegaron ya. Sin embargo, el simbolismo de Israel se repite con rigurosa verdad en otro plano: ¿no anunciaba ya el libro del Exodo los pasos de la Iglesia itinerante? «Todas estas cosas sucedieron en figura y fueron escritas para nuestra instrucción» (r Cor io, 11). San Juan superpone estas tres rutas: la del pueblo judío a través del desierto, la de Cristo en marcha hacia su Padre, la de la vida sacramental de la Iglesia.

Ciertamente, entre la creación y la consumación, entre el comienzo del tiempo y su fin, señálanse dos estadios perfectamente delimitados por la encarnación o plenitud de los siglos: el tiempo de Israel y el tiempo de la Iglesia. No obstante, puesto que la parusía ha de suponer una segunda venida de Cristo, ocurre que vivimos nosotros también en un esperanzado adviento, y las realidades sagradas que manejamos no sólo tienen una significación histórica, sino también profética. Se implican las etapas, y se disuelven todas en la mano del Cristo celeste, hurtado ya a la servidumbre del tiempo. Por eso, más que como un puente tendido entre el momento de Cristo sacrificado en la cruz y nuestro momento actual, es menester concebir los sacramentos como un lazo entre la cabeza gloriosa de Cristo y sus miembros pasibles de la tierra. En la eucaristía, las edades se concentran: «Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz (presente), anunciáis la muerte del Señor (pasado) hasta que El venga (futuro) (r Cor 1426). Signo rememorativo, demostrativo y profético, dirá Santo Tomás 7.

7 Suma Teol. 3,60,3.

Todos los misterios de Jesús guardan hoy una innegable actualidad, ya que permanece el mérito, la eficacia, el espíritu y amor que los motivó. La liturgia no sólo conmemora esos misterios, sino que denuncia su perennidad. En el siglo iv después de Cristo osa escribir San Gregorio Nacianceno: «Hoy los ängeles se alegran, hoy los pastores son iluminados, hoy la estrella se dirige desde el oriente hacia la sublime e inaccesible I:uz, hoy los Magos se arrodillan y ofrecen sus regalos» 8.

Este hoy expresa tanto la presencia ininterrumpida de Jesús en la Iglesia como sus incesantes venidas a las almas. Porque no sólo vino y vendrá, sino que viene también todos los días. El es «el que era, el que es y el que vendrá» (Ap 1,8; 4,8). San Bernardo distingue tres descensos del Verbo: a los hombres (encarnación), en los hombres (inhabitación) y contra los hombres (juicio final) 9. Los efectos de la tercera venida dependerán de los resultados obtenidos en la segunda, que es consecuencia de la primera. Aparece así el nexo clarísimo entre estos diversos advenimientos: quienes hayan amado su «epifanía» serán coronados (z Tim 4,8). Por eso en la liturgia de Adviento, destinada a preparar los espíritus para una provechosa celebración de la Navidad, se inserta, como evangelio del primer domingo, el gran texto escatológico. Todos los tiempos del verbo venir tienen su realidad: vino, viene, vendrá. Hay otras formas verbales que son también ciertas, dolorosamente ciertas: vendría, hubiese venido...

La historia de las almas reproduce la historia de la humanidad, algo así como si en biología la filogénesis fuera repitiéndose en toda ontogénesis. El corazón madura al mismo ritmo de la especie. Inversamente, la historia del género humano atraviesa períodos que podrían muy bien denominarse con aquellas palabras que sirven para designar las edades del hombre. Uno y otro proceso mutuamente se esclarecen y confirman. El adviento que cada alma debe vivir está empapado en la típica expectación de Israel, a la vez que anticipa esquemáticamente la larga preparación de la humanidad para la parusía. Todo individuo vive en constante ad-

8 Orat. 19,12: MG 35,1057.
9
De adv. Dni. serm. 3,4: ML 183,45.

viento: quienes todavía no conocen a Jesús, lo esperan sin saberlo, y aquellos a los cuales ya ha descendido, deberán abrir más y más sus senos para recibirle con mayor verdad y hondura. Las civilizaciones ya cristianas habrán de progresar indefinidamente en la asimilación del evangelio, mientras que de esas otras culturas aún no bautizadas esperamos, a la vez que su gozosa apertura al nombre de Jesús, valiosísimas aportaciones, vivencias y estilos inusitados con que nuestro cristianismo, quizá demasiado occidental, tiene el derecho y el deber de enriquecerse.

Vivimos en adviento, aguardando que la nueva alianza, la que sucedió a la antigua, se transforme en alianza celeste. El apóstol de hoy, además de ser «testigo de la resurrección», ha de ser el precursor de los novísimos tiempos, de ese tiempo intemporal que la resurrección del Verbo inauguró; ha de ser el profeta de la nueva creación, cuando la naturaleza quede definitiva e íntimamente circuncidada, desprendida de la vida y muerte biológicas. Encomendamos a los misteriosos designios de Dios el misterioso—nada más lejano de toda previsión humana, nada más inasible a toda exégesis humana—fracaso de estos profetas: «Como sucedió en los días de Noé, así será en los días del Hijo del hombre. Comían y bebían, tomaban mujer los hombres, y las mujeres marido, hasta el día en que Noé entró en el arca, y vino el diluvio y los hizo perecer a todos. Lo mismo en los días de Lot: comían y bebían, compraban y vendían, plantaban y edificaban; pero, en cuanto Lot salió de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre que exterminó a todos. Así será el día en que el Hijo del hombre se revele» (Lc 17,26-30).

Vivimos en el séptimo día, esperando el octavo.

Los tiempos venideros reciben el nombre de día octavo porque sucederán a este tiempo efímero, cuya fugacidad ya desde antiguo viene simbolizada en el número septenario. Llámanse también día primero, puesto que dará comienzo con ellos la nueva y perdurable semana; o más exactamente día uno, sin sucesión, sin medidas cronológicas: ya no existirá la noche como pausa o base para el cómputo. «La ciudad no había menester de sol ni de luna que la iluminasen,rporque la gloria de Dios la iluminaba y su luz era el Cordero» (Ap 21,23).

Esta lumbre clarísima que es el cuerpo del Salvador resucitado, será la luz tranquila, indeficiente, de la nueva edad. Así como el primer día del Génesis Dios hizo la luz, así también los tiempos nuevos han de abrirse con la aparición de la luz. Y porque Cristo resucitó ya, puede y debe decirse que el día uno ha comenzado, que la vida futura se ha hecho presente, que vivimos un tiempo mixto, un tiempo traspasado de eternidad. No hay del todo sucesión estricta entre la actualidad y el porvenir, sino jerarquía entre el devenir terreno y la actual sesión del Hijo a la diestra del Padre, cabeza aureolada y quieta de un cuerpo aún mudable y sacudido por el fluir del tiempo. El nivel del agua es la muerte de cada uno y el cataclismo del universo.

Mirado desde Cristo, el tiempo se condensa en su resurrección; en ésta se contiene ya toda la realidad de la parusía; desde el punto de vista de los hombres, la parusía se realiza progresivamente hasta la perfecta consumación final.

Los dos «siglos» están trabados, y en esto justamente consiste la paradoja cristiana: vivimos dentro y fuera de este mundo (Jn 17,15-16), puesto que, aunque estamos sumergidos en este tiempo mundano y amenazados por su príncipe Satanás (2 Cor 4,4) y su engañosa sabiduría (1 Cor 1,20), Jesús glorioso nos ha sacado ya «del presente siglo malo» (Gál 1,4). Para aquel que sabe interpretar «los signos de los tiempos» (Mt 16,3), «el siglo venidero» se ha instalado ya triunfal y fecundo en los mismos huesos de la pobre historia humana. He aquí la esencia de este segundo y último adviento: la coexistencia de los dos siglos, y, en el fondo de cada corazón, la tensión entre un presente ya superado y un porvenir ya presente. Ambigua situación la del cristiano, que no es sólo esperanza ni sólo posesión: «estamos salvados por la esperanza» (Rom 8,24). San Pablo, genialmente, logró en una sola frase la coyunda de un término de suyo concerniente al futuro—la esperanza—con un modo verbal referido al presente; no dice «seremos salvados», no promete, sino que afirma, atestigua: «estamos ya ahora salvados».

La liturgia explica de manera muy feliz este misterio del tiempo cristiano. Celebra las acciones redentoras de Cristo de dos modos, un poco como consideran la vida de Cristo Juan y Lucas: en conjunto y según su desenvolvimiento histórico. La misa reproduce en núcleo todos los hechos del Salvador, mientras que el año litúrgico, demorándose en la prolija evocación de los pasos evangélicos, no es a la postre sino una gran misa solemnísima. Con el fin de adaptarse mejor a nuestra condición terrenal, la Iglesia descompone e] «siempre» de la actualidad divina imperecedera en sucesivos fragmentos que se repiten al compás de las estaciones. Siempre es adviento, pues esperamos la parusía; siempre es cuaresma, ya que esta vida es «tiempo propicio» para la conversión (2 Cor 6,2); siempre es Pascua, pues hemos resucitado ya con Cristo y vivimos «la nueva vida» (Rom 6,4).

Los años dan vueltas, pero ya no en torno al sol, sino alrededor de ese «Sol invicto» que es Jesús. Vueltas, y vueltas, en un movimiento circular que es lo más parecido a la inmovilidad. El alma que ha recibido ya el anillo de las místicas bodas, intuye estremecida las relaciones que median entre anillo y año —annulus y annus—, entre el banquete eucarístico y el banquete nupcial escatológico, entre su amor matrimonial y el amor de la Trinidad.


3. Primera y segunda creación

Pensaban algunos Padres—con mentalidad que, por ser poética, era más teológica y sagaz: capaz de penetrar en el mundo indispensable de Ios símbolos—que el mundo fue creado en primavera. La tierra, decían, se decora en tales días con sus mejores brillos para festejar su aniversario. Lo que sí ya comúnmente aceptamos todos es que la segunda creación, la encarnación del Verbo, acaeció por esas mismas floridas fechas (no es milagro que a Jesucristo bendito se le llame, donosamente, «nuestra alegre primavera» 10). La liturgia se encargará luego de precisar el día—día 25 de marzo—, contando hacia atrás los nueve meses que exige como preámbulo la natividad.

Incuestionable resulta, por otra parte, que Cristo murió y resucitó en primavera, y a la sombra de esta nueva coindidencia sorprenderían los Padres nuevos y expresivos lazos para anudar más estrechamente—esto es lo único que nos importa

        10 Ps. GREG. TAUMAT., Noel. 4: MG 10,1145.

redención y creación. El «lugar de la calavera» o Calvario alude al cráneo de Adán; el madero de la cruz se relaciona con el árbol del Paraíso y con la madera del arca de Noé...

Por encima y por debajo de toda alegoría, de todo ingenio y composición, interesa retener bien, subrayándola cuanto sea debido, esta admirable continuidad que se da entre creación y redención, sin que ello lastime para nada el abismo o hiato que siempre será preciso reconocer entre lo natural y lo sobrenatural. No sólo de la historia de Israel, sino también de la historia cósmica podría decirse aquello que el Salvador con tanta energía afirmó: «No he venido a abolir, he venido a perfeccionar» (Mt 5,17). ¿No es Dios acaso lo bastante hábil, no está por ventura suficientemente sumergido en la entraña de las cosas para que pueda reparar lo corrompido actuando desde las mismas raíces dañadas? San Agustín atribuye a Cristo unos adjetivos cuyo encadenamiento es bastante elocuente: «formador y reformador, creador y recreador, hacedor y rehacedor» 11.

La continuidad entre creación y salvación se hace explícita ya en las antiguas Escrituras de modo muy persuasivo. Es presentada allí la creación como un acto salvífico (Sal 74,12ss) y los actos salvíficos suelen redactarse según categorías creacionistas (Sal 77,4; 105,9ss; Ez 32,3ss). Yahvé es el Señor que crea y que salva a Israel (Is 44,22). La intervención actual de Dios pertenece aún a su potencia creadora (Is 45,12ss), la cual seguirá empleándose también al fin de los tiempos, en la consumación (Is 27,1).

La exégesis moderna defiende la actualidad permanente del acto creador de Dios. No fue, en efecto, la creación un acto súbito y transitorio que se suspendiese una vez cimentada y poblada la tierra. Este es el error, esta es la concepción pueril que con razón la ciencia se resistía a aceptar. No, la creación continúa; es más, coincide de hecho con la evolución, pues coincide con la idea de tiempo. La evolución no es otra cosa que la misma creación contemplada desde el seno de lo creado; la creación denota esa misma realidad, pero desde el punto de vista de la pujanza creadora. Pues bien, en esta acción incesante de Dios se inserta el designio redentor.

Ya vimos que Juan comienza su evangelio en unos términos

11 In lo. Evang. 39,8: ML 35,1679.

copiados del primer versículo del Génesis: «En el principio...» Lo que luego el Génesis relata por menudo, la aparición de los elementos y de la vida, atribuyéndolo todo al poder del verbo de Dios—«Dijo Dios» (Gén 1,4.6.9.14.20.24)—, Juan lo condensa y resume en una sola frase: «Todo fue hecho por el Verbo» (Jn 1,1). He aquí el arranque poderoso del cuarto evangelio. Después ya no habla del nacimiento de Cristo. ,No será que la encarnación de la Palabra comenzó ya en la creación?

Por su parte, Pablo—en aquel himno a Cristo de su carta a los Colosenses, que tantos puntos de contacto ofrece con el himno al Verbo del prólogo de Juan—afirma que «todo ha sido creado por El y para El, El es antes que todo y todo subsiste en El» (Col 6); pero un momento antes ha dicho que «en El tenemos la salvación y el perdón de los pecados» (Col 1,14). Esta estrecha alianza la tiene Pablo muy delante de sus ojos cuando llama a la redención «nueva creación» (Gál 6,14; 2 Cor 5,1.7). Y la creación, en la mente de los Padres, sobre todo de los teólogos alejandrinos, suele ser como un anticipo de la gracia redentora.

Del mismo modo que el episodio de la creación se incluye, como en lugar muy propio y adecuado, dentro del evangelio, así también encontramos en el Antiguo Testamento, ya en el primer libro, noticia muy estimable acerca de la redención: es lo que se ha convenido en llamar protoevangelio, página donde se anuncia la enemistad entre la serpiente y la Mujer. Adán es «figura del que vendrá» (Rom 5,14), Jesús es «el segundo Adán» (1 Cor 15,45). San Ambrosio señalaba una jugosa analogía entre Adán y Cristo: éste nació de Dios y de madre virgen, aquél nació de Dios y de tierra virgen 12.

Dios creó y no descansó, sino que siguió creando. Contra aquella mentalidad judía, tan estricta, acerca del reposo divino, se alza Jesús afirmando rotundamente: «Mi Padre continúa obrando, y por eso obro yo también» (Jn 5,17). El descanso de Dios no empieza sino después de la muerte del Hijo, tras haber consumado la segunda creación. Este es el verdadero reposo al cual nosotros también nos sentimos invitados: «Queda otro descanso para el pueblo de Dios; y el que ha entrado en este descanso de Dios, descansa él también de sus obras como Dios de las suyas» (Heb 4,9-Jo). En sustitución del sábado

12 Exp. in Le. 4,7: ML 15,1614.

hebreo, que conmemoraba el descanso de Dios tras haber creado el mundo, nosotros celebramos el domingo, día en que el Verbo resucitó y rubricó su trabajosa misión.

«Como baja la lluvia y la nieve de las alturas del cielo y no vuelven allá sin haber empapado y fertilizado la tierra y haberla hecho germinar, dando la semilla para la siembra y el pan para la comida, así tampoco la Palabra que sale de mi boca no vuelve a mí vacía, sino que hace lo que yo quiero y cumple su cometido» (Is 55,io-11). La Palabra de Dios fue fecunda cuando, primero, «separó la luz de las tinieblas» (Gén 1,4) y cuando, después, «nos sacó de las tinieblas a su admirable luz» (1 Pe 2,9). Verdaderamente, «su mano no se ha abreviado» (Is 50,2).

La segunda creación supone la intromisión del pecado en la historia, esa «nada» peculiar y terrible de la cual iba a ser recreado el corazón del hombre.

He aquí la segunda acción del Verbo, la obra del Verbo encarnado. «Naciendo de su Padre, es principio de vida; naciendo de su madre, es el término de la muerte» 13. Ya la historia de la humanidad, más que como historia de hombres pecadores, debe ser concebida, en un plano más hondo, como la historia de Dios buscando a los hombres en su pecado. Semejante historia se centra en el Cristo crucificado y glorioso, el Cristo hecho pecado (2 Cor 5,21) y vencedor del pecado (Heb 9,26). El que, por la creación, fue principio de vida para todas las criaturas, iba a ser luego, por su obra redentora, principio de recapitulación. El volvería a juntar lo disperso, a sanar lo que estaba viciado, a rehacer lo deshecho.

Y los efectos no se limitan a la restauración del hombre en cuanto tal, sino que afectan a la creación entera. Porque si «en El fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles» (Col 1,16), después, al llegar la plenitud de los días, fueron en El congregadas todas (Ef 1,1o). En el centro de la historia del universo, no menos que al comienzo y al fin, está Cristo. La primera creación empieza con la formación del mundo material, continúa con la plasmación del hombre y halla su cúspide en la humanidad joven de Jesucristo, desde la cual la segunda creación se expande a todos los hombres, almas y cuerpos, hasta llegar a los confines últimos de

13 SAN AGUSTÍN, Serm. 194,1: ML 38,1015.

las cosas. Cristo y su cuerpo son el quicio, la clave, el lugar de sutura, el punto de contacto de los dos conos, segundo Adán que recoge de María la viejísima sangre que las generaciones transmitieron y Adán nuevo que introduce en la humanidad un nuevo principio de vida.

El pecado nos obliga a hablar de segunda creación y no de una creación tranquilamente, homogéneamente continuada. Es el pecado lo que explica, junto a las armonías de las primeras páginas del Antiguo y Nuevo Testamento, sus violentos contrastes, su juego de luz y sombras. El paralelismo entre la anunciación a la Virgen y el diálogo de Eva se halla pespunteado por una serie de contraposiciones bien expresivas. En ambas ocasiones conversan una mujer y un ángel. La táctica del ángel malo es insinuar la duda despreciando la palabra de Dios: «No, no moriréis, seréis como Dios» (Gén 3,4-5); el ángel bueno, por el contrario, hace una limpia apelación a la fe: «Nada hay imposible para Dios» (Lc 1,37). Eva prefiere las apariencias, María cree. Consiguientemente, Eva desobedece, María se entrega. ¡Seréis como Dios! El resultado se nos describe en términos irónicos: « ¡Pues bien, he ahí al hombre hecho como uno de nosotros!» (Gén 3,22). La anunciación, por el contrario, terminará con la humanización de Dios, que equivale a la divinización del hombre—«Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios» 14—. ¿Y el paraíso? «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). El querubín que hasta ese momento impedía la entrada, envainó su espada de fuego.

Para que el hombre pudiera tener acceso al paraíso fue necesario que el Hijo de Dios se marchara al destierro. Para que el hombre pudiese escuchar palabras tan dulces fue preciso que Cristo las pronunciara con labios exangües. La elevación del hombre es proporcional al descenso de Dios. En la primera creación, Dios sacó las cosas de la nada. Se trataba de una nada simple, una inocente lámina en blanco, una nada buena. La nada, en cambio, que había de ser punto de partida para la nueva creación era la nada del horror y la oscuridad, compacta, sofocante. Y Dios bajó a esta nada: «se anonadó» (Flp 2,7).

Y si la labor redentora es una correspondencia más labo-

14 SAN AGUSTÍN, Serm. suppos. 128: ML 39,1997.

riosa de la labor creadora, no hay duda de que los efectos allí y aquí alcanzados mantienen también idéntica proporción: a la bondad del primer mundo sucede la superior excelencia del segundo. La fórmula litúrgica utiliza dos adverbios de ponderación progresiva: mirabiliter, mirabilius, maravillosamente y más maravillosamente.

Parecida gradación puede apreciarse entre el tono general de las relaciones que Dios sostiene en el Antiguo Testamento con los hombres y el diferente estilo, más tierno y entrañable, que preside esas mismas relaciones a lo largo del evangelio.

Es verdad que la actitud íntima de Dios respecto del hombre y de todas sus criaturas nunca puede alterarse, pero no es menos cierto que el Señor usa siempre de una pedagogía adaptada a cada concreta situación y que sus eternos propósitos van realizándose en el tiempo de manera ingeniosa y ordenada. «Muchas veces y en varias formas habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos tiempos, nos habló por medio de su Hijo» (Heb 1,1-2). La forma de hablar en una y otra ocasión fue diversa en extremo, y diversas las reacciones que se pretendieron y de hecho se suscitaron. «Vosotros no os habéis acercado a un monte material, al fuego encendido, al torbellino, a la oscuridad, a la tormenta, al sonido de las trompetas y al fragor de las palabras, que quienes las oyeron rogaron que no se les hablase más porque no podían oírlas sin temblor... Vosotros habéis llegado al monte de Sión, a la ciudad de Dios vivo, a la Jerusalén celestial» (Heb 12,18-22). «Que no nos hable Dios—suplicaban atemorizados los judíos de antaño—, no sea que muramos» (Ex 20,19); sus descendientes escucharon con gusto al Verbo, que precisamente había dado en encarnarse para comunicar la vida (1 Jn 4,9). El Verbo encarnado habló a todos, sin excepción, abiertamente (Jn 18,2o), el mismo que antes con mucho secreto se había dirigido a Moisés después de haberle ordenado: «Baja y prohibe terminantemente al pueblo que traspase la línea marcada con la intención de acercarse a Yahvé y ver, no vayan a perecer muchos de ellos» (Ex 19,21).

Aunque el contenido de los mensajes no pudo en el fondo ser diferente, varió, sin duda, el texto desde el momento en que cambió el contexto, la luz, la entonación, el mensajero sobre todo. No es bastante explicar la diferencia recurriendo a la distinta psicología de la mano que redactaba esos libros y al grado de madurez, tan diverso, de los destinatarios que los recibían. Existe un viraje demasiado profundo, una óptica en extremo diferente. ¿Qué significa, por ejemplo, la paternidad de Dios antes y después? En la antigua alianza se menciona ya a Dios como padre, ciertamente; pero allí padre apenas quiere decir otra cosa sino creador: «¿No es Dios tu padre, que te creó, que por sí mismo te hizo y te formó?» (Dt 32,6). « ¡Oh Dios!, tú eres nuestro padre: nosotros somos la arcilla y tú el alfarero, todos somos obra de tus manos» (Is 64,8). ¡Las manos de Dios que modelan! Había de transcurrir mucho tiempo antes de que se hablara, en sentido propio y estrictísimo, del seno de Dios que nos engendra (1 Sant 1,18). ¿Y cuál es la condición o respuesta que de aquellos hijos andaba buscando Dios? «Como un padre es benigno para sus hijos, así es benigno Dios para los que le temen» (Sal 103,13).

El temor subsite en la predicación evangélica, incluso como requisito de un amor verdadero. No obstante, la tonalidad ha mudado, el eje ha cambiado de sitio. Al temor amoroso ha reemplazado un amor temeroso. El temor no ha desaparecido, simplemente ha cobrado una importancia adjetiva. Esto, que podría observarse mediante un cotejo estadístico de textos, no significa sino la respuesta adecuada del hombre a ese Dios que queda ya en el Nuevo Testamento nítida y exhaustivamente definido como amor (1 Jn 4,16).

La primera creación constituyó una obra de amor. Su por qué fue el amor, y su para qué también. El motivo radical se hunde en la esencia amorosa de Dios, el cual, por ser el sumo bien, es sumamente difusivo; y ya no nos es posible buscar ulteriores razones, puesto que hemos dado con la naturaleza del ser. Las naturalezas no son explicables, las naturalezas son. ¿Acaso intentamos explicar por qué es frío el hielo, por qué es cálido el fuego? La finalidad sólo pudo ser asimismo el amor. ¿Para qué creó Dios el mundo? Ciertamente, «todo lo ha hecho Yahvé para sus fines» (Prov 16,4), para sí mismo, «para su alabanza, para su nombre y para su gloria» (Dt 26,19); mas de sobra sabemos que esta gloria extrínseca nada agrega a Dios, como tampoco una adición añadiría nada al infinito. Unicamente para las criaturas puede ser provechosa la creación.

La segunda creación tiene también como fin último e irrenunciable «la alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6). Pero este objetivo postrero, ¿cómo se alcanzará? Justamente mediante la serie de preciosas ganancias que el hombre va obteniendo, y que el mismo Pablo enumera a renglón seguido: «la redención por la virtud de su sangre, la remisión de los pecados, según las riquezas de su gracia, que sobreabundantemente derramó sobre nosotros». Todos los nombres técnicos que la redención recibe en teología manifiestan estos provechos y los publican y vocean: restauración, porque levantó de nuevo al hombre; iluminación, porque lo sacó de sus errores e ignorancias; satisfacción, porque reparó la ofensa que él había cometido contra Dios; cancelación, porque pagó su deuda; liberación, porque lo libró de su cautividad; sanación, porque curó sus enfermedades; reconciliación, porque dio fin al estado de enemistad entre el hombre y Dios. Con razón concluye San Agustín: « ¿Qué otra causa mayor tuvo el advenimiento del Señor sino el mostrarnos Dios su amor?» 15.

El amor aparece mucho más evidente, mucho más irresistible a lo largo de la segunda creación, en una medida antes imprevista e incluso inconcebible: «hasta la muerte» (Jn 13,1). ¿Es posible un amor más manifiesto, un amor mayor? «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por los que ama» (Jn 15,13).

Sin la segunda creación, la primera no hubiese fracasado, ya que en esa ruina de la criatura abandonada a sus miserias habría seguido brillando la soberanía del Señor, su gloria singular, y su ausencia hubiese proclamado a grandes y tristísimas voces la imperiosa necesidad que el hombre tiene de su presencia. Ni éste podía exigir a Dios que restableciese su amor, ni Dios estaba obligado a hacerlo. Sin embargo, nos parece una buena razón—razón congruente—del decreto redentor la perseverancia de Dios en aquella línea amorosa iniciada ya en los albores del mundo.

Así, el mundo surge de la unidad y regresa a la unidad. Todo procede de Dios (1 Cor 8,6) y un día tornará todo a Dios

15 De catech. rud. 4: ML 40,314.

(1 Cor 15,28). Todo ha sido creado por Cristo y para Cristo (Col 1,16). Cristo es el instrumento de la unidad, «todo subsiste en El» (Col 1,17). Entre la unidad restaurada y la unidad original hay correspondencia, pero no identidad. «Maravillosamente, más maravillosamente»... Caminamos hacia un paraíso que Adán no conoció: «ni el ojo vio, ni la oreja oyó, ni vino jamás a la mente del hombre lo que Dios tiene preparado para aquellos que le aman» (1 Cor 2,9). Nada vale la nostalgia del paraíso junto a su promesa, el Génesis al lado del Apocalipsis, los frutos del primer jardín comparados con las uvas del cielo: cada cepa tendrá diez mil sarmientos, en cada sarmiento habrá diez mil renuevos, cada renuevo tendrá diez mil racimos, cada racimo tendrá diez mil granos de uva, y cada grano de uva dará veinticinco metretas de vino.

 

4. Conveniencia suma de la encarnación

Imaginad dos amigos. Se trata de un amor claro, tranquilo. Pero un buen día sucede algo: uno de ellos ofende al otro. ¿Qué ocurre entonces? Que la amistad se enfría y acaba extinguiéndose. Pero imaginad que el ofendido no se resigna a ello y quiere, a pesar de todo, mantener el antiguo amor. ¿Qué hará? ¿Aparentará acaso ignorar la afrenta? No, esto es imposible. Semejante actitud sólo serviría para defender una vana apariencia; la verdadera intimidad habría desaparecido. Unicamente asumiendo la injuria en el fondo del alma y perdonándola, únicamente convocando al ofensor a un nivel de reconciliación más hondo, sería la amistad capaz de perdurar. La ofensa levantó un obstáculo, un tropiezo; para conservar las buenas maneras exteriores bastaría rodear ese obstáculo, esquivarlo, no mencionarlo; pero, si se desea restablecer una auténtica compenetración, menester es que el afecto disuelva esa piedra, lo cual sólo es posible considerando juntos lo que ha ocurrido, mostrando su pesar el ofensor y concediendo su perdón el agraviado. Entonces el amor se profundiza.

Se profundiza si esos dos corazones poseen la suficiente riqueza y energía: si quien cometió el ultraje quiere, muy pesaroso, reconocer su yerro, y si el ultrajado es lo bastante fuerte para eliminar toda raíz de rencor.

Por fortuna, Dios es así, lo bastante poderoso para crear una nueva situación al amor, más sólida y entrañable. Su misericordia representa la prueba más augusta de su inmenso poder. Sólo por esto nos es posible hablar de la felix culpa.

Evidentemente, los sentimientos del corazón de Dios no son los sentimientos del más noble corazón humano transportados a una escala infinita. Lo primero que exige el respeto debido hacia todo lo divino es que no atribuyamos ligeramente a Dios nuestros estilos y pensamientos. Sin embargo, nos ha sido ordenado creer que podemos adquirir algún conocimiento de Dios; ahora bien, para ello no disponemos de otra base distinta de esa que hallamos en las criaturas y de esa que nos ha sido por El revelada de un modo al fin y al cabo adecuado a la receptividad de las criaturas. Por eso nos es lícito discurrir humanamente y tratar de comprender algo de lo que fue el decreto de la redención.

En la Edad Media, tiempo de caballerías, tiempo en que el «honor» tuvo su calificación máxima, se pensó más bien que era el honor de Dios lo que impedía el restablecimiento de las relaciones divino-humanas si antes no mediaba alguna explicación o vindicación consiguiente al pecado del hombre. Hoy preferimos hablar de amor, servirnos de la analogía de este amor que contemplamos sobre la tierra, como de cosa más sabida y simple. No es que hoy el ejercicio puro del amor sea algo mucho más frecuente que el celo por la defensa del honor, pero nos parece al menos que situar las cosas en la esfera del amor es más propio de la doctrina que poseemos acerca de lo divino.

La criatura que ha ultrajado a Dios es citada al campo del honor para responder de su villanía, y el honor que a sí mismo se debe Dios, presupuestos ciertos propósitos, le obliga a reclamar alguna satisfacción; he aquí una manera de pensar irreprochable. Preferimos, no obstante, esta otra: Dios quiere a toda costa salvar al hombre, seguir amándolo, y arbitra para ello la más perfecta y conmovedora solución.

Con todo, es imposible sustraerse por completo al vocabulario de la justicia.

¿Fue necesaria la encarnación? No; en absoluto. Es decir, no absolutamente. Dios no hubiese sido en manera alguna injusto negándose a restaurar al hombre. Mejor dicho, no restaurándolo, puesto que, si decimos que se negaba, que contradecía algún presunto plan suyo de llevar a cabo dicha restauración, ya estamos prejuzgando una hipótesis que es en sí misma manifiestamente imposible. Hablamos de simple necesidad, y decimos que esa necesidad no existió. Sigamos adelante. Dios no necesitó encarnarse para cumplir ninguna justicia: no haciéndolo, no violaba la justicia debida al hombre, ya que éste carece de derechos ante Dios; ni lesionaba tampoco, al perdonar al hombre sin requisito ni satisfacción alguna, la justicia que a sí mismo se debe, pues El es Señor soberano que a nadie tiene que rendir cuenta de sus actos. Un juez de la tierra que gratuitamente dejara impune un crimen, sería injusto: él no es dueño, sino administrador de la justicia. Dios, por el contrario, es el Señor absoluto; más, se identifica El mismo con la justicia, o la justicia pura no es otra cosa que Dios. Por consiguiente, las acciones divinas no son justas porque se acomoden a una etérea y universal justicia que abarcase en sus exigencias tanto al Creador como a la criatura, sino tan sólo porque son acciones divinas. (Del mismo modo, lo que dice el Verbo no es verdad porque responda a la realidad; antes por el contrario, esa realidad es verdadera porque se adapta a la imagen que de ella reside en el Verbo.) Así, pues, carece de sentido afirmar que Dios es más justo que los hombres, que es justísimo o muy justo. ¿Osaríamos decir que la circunferencia es muy circular? La circunferencia es simplemente circular, Dios es simplemente justo. Si no procediese del buen ánimo de ponderar más y más—Dionisio habla, por ejemplo, de la eucaristía «divinísima» 16—, sería una expresión irreverente la de «Dios justísimo», puesto que este superlativo entraña una comparación que es ya ofensiva.

Dios hubiese sido justo al perdonar, sin más, a los hombres. Alguien a estas horas, ya que no una Vida de Jesús, estaría escribiendo un tratado sobre Dios para explicar cómo El procedió de modo justo al borrar el pecado humano desde la suprema indiferencia de su trono, al darlo por no existente. Sin embargo, ¿no tendemos involuntariamente a pensar que eso hubiese sido demasiado fácil o que hubiera engendrado,

16 Eccles. hier. 3,2: MG 3,425.

como en el caso de los dos amigos, un secreto e indecible distanciamiento?

Cualquier forma de misericordia divina es, en todo caso, superación de la justicia, no violación de la justicia. Pero, si por justicia entendemos una especie de justicia basada en reparación estricta, inspirada en la equivalencia de lo debido y lo pagado, del ofensor y el ofendido, entonces hay que concluir que la encarnación de Dios era necesaria.

Daríase una cierta justicia imperfecta cuando el hombre devolviera a Dios lo que éste previamente le había dado. Así, por ejemplo, merecemos en estado de gracia: nuestros méritos, nuestra satisfacción, se fundan en la gracia que de balde y con antelación hemos recibido. Puede darse una igualdad proporcional entre lo que debemos y lo que satisfacemos. Mas nunca se produciría de este modo la justicia perfecta, la satisfacción condigna, pues falta la igualdad entre el acreedor y el que paga la deuda. Para ello es menester que la deuda sea satisfecha por el mismo Dios: por un Dios encarnado. Es decir, por alguien que descienda del género humano a fin de que pueda representarlo sin mentira, y que a la vez posea un infinito poder e inocencia, para que pueda redimirlo sin trampa.

He aquí la solución más completa, la más generosa e impresionante: Dios hecho hombre.

La encarnación del Verbo castiga, por un lado, la presunción humana al dársenos la gracia en Cristo sin ningún mérito por nuestra parte. De otro lado, levanta al hombre hasta las más altas cimas. «Es muy humano», decimos cuando queremos excusar alguna debilidad. Pero ¿no son humanas también las obras, tan excelentes y esforzadas y ricas, de Jesús? Dios nos ha mostrado—escribe San Agustín—, al hacerse hombre, «el lugar excelso que ocupa la naturaleza humana entre las demás criaturas» 17. El demonio, espíritu puro, saca de ello la mayor confusión y sonrojo, pues ha sido vencido por aquella misma naturaleza que él primero derrotó. Los ángeles se postran y adoran a un hombre. En el seno de la Trinidad, un cuerpo humano ha sido colocado como un raro árbol lleno de delicias.

La encarnación del Verbo fortalece todas nuestras virtu-

17 De vera relig. 16: ML 34,135.

des, y las facilita. Creemos mejor, porque es Dios mismo quien habla, y se menea, y come y bebe, y pasa por nuestros mismos trabajos, y nos mira con los mismos ojos de los seres que mucho nos aman. La esperanza se hace ciertísima, pues es una única cosa el objeto que esperamos y el motivo por el cual esperamos: «Cristo es nuestra esperanza« (i Tim I,1). La caridad, casi sin querer, se nos enciende viendo tanta condescendencia en el Señor, y el corazón ama más suelto y sin reparos contestando a ese otro corazón, organizado igual que el nuestro, con el cual Dios nos ama.

La encarnación del Verbo conviene sumamente a Dios, ya que con ella éste obtiene la máxima difusión de su bien. Y porque en ella todos los atributos divinos brillan con fulgor desacostumbrado: su potencia, más infinita que nunca al juntar lo infinito con lo finito; su misericordia, al abajarse tanto y al hacer cosas tan hermosamente innecesarias; su justicia, al exigir y lograr con tanta perfección la igualdad de lo debido y lo devuelto; su sabiduría, al poner de misterioso acuerdo semejante misericordia y semejante justicia. Ninguna desventaja, por otra parte, ni estrechamiento supuso para Dios el hecho de encarnarse. Se encarna, pero no se reduce. ¿Acaso disminuye el estruendo de la mar porque haya allí un navegante que lo recoge en sus oídos?

La encarnación del Verbo fue además conveniente por otros muchos capítulos que el humano entendimiento jamás podrá alcanzar. ¿Qué sabemos nosotros de la Trinidad? ¿Qué sabemos de su trato y afecto, de lo que sucedió y sucede en lo escondido de sus entrañas? Poned juntos todos los libros de los teólogos, las experiencias y datos de los místicos; sumad la visión de los bienaventurados del cielo; añadid, si podéis, todo lo que Nuestra Señora conoce ya acerca del Señor. Pues bien, todo esto es aún mucho menos que el retrato que de su madre haría con tiza un huerfanillo de tres años comparado con la hermosura del rostro que se imagina.

Fue más conveniente que Dios se encarnara. Sin que por eso fuese inconveniente el que no se encarnara...

Y de las tres divinas Personas, fue más conveniente que se hiciera hombre el Hijo. El es el arquetipo de todo cuanto existe, y guarda por eso con las criaturas una suerte de especial semejanza y parentesco. Particularmente con los hombres, cuya naturaleza consiste en ser racionales, cosa que atañe al Verbo o Sabiduría. Sobre todo, ¿quién mejor que el Hijo para encarnarse, si el fin de la encarnación era hacer hijos?

La encarnación fue negocio de amor, de un amor sin límites, de un amor inexplicable. Espanta, pero no hay más remedio que confesarlo: hasta ese punto ama Dios al hombre. Pues ¿qué es el hombre? Cabe, es verdad, la tentación de que el hombre se engría con tal noticia. Sin embargo, quizá sea más peligroso y más nocivo que el hombre, por humildad, se juzgue tan indigno de ser amado que llegue a creer a Dios incapaz de amarlo.