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LA MUERTE DE JESÚS 

 

 

ES EVIDENTE que la pasión y la muerte de Jesús ocupan un lugar importante en la vida de muchos cristianos. ¿Quién no tiene un crucifijo en su casa? ¿Quién no se ha sentido conmovido ante un paso de semana santa con el Cristo agonizante tenuemente iluminado por los cirios que le acompañan? ¿Quién no ha experimentado una cierta emoción religiosa al pensar en las escenas de la pasión y muerte de Jesús? Todo esto es bastante conocido y nos resulta incluso familiar. Prueba evidente de que, en efecto, la pasión y la muerte de Cristo ocupan un lugar de primera importancia en la vida de los cristianos.

Sin embargo, a poco que se piense en este asunto, enseguida se comprende que aquí falla algo. ¿Cómo es posible que la pasión y la muerte de Cristo sean cosas tan importantes para mucha gente, pero luego resulta que eso no se nota en la vida de tantas personas? Veneramos el crucifijo, contemplamos con devoción el paso de semana santa, leemos con respeto las escenas de la pasión; pero luego, a la hora de la verdad, nada de eso transforma nuestra vida y nos hace mejores. ¿Qué falla aquí?

Hay una cosa evidente: nosotros hemos sacralizado la cruz, es decir, la hemos convertido en un objeto sagrado, que merece todo nuestro respeto y nuestra mayor veneración. Sin embargo, originalmente la cruz no fue algo sagrado o religioso. La cruz era, en tiempos de Jesús, el tormento, la humillación y la vergüenza que sufrían los esclavos, los delincuentes más peligrosos, los revolucionarios y subversivos que se rebelaban contra el Estado. Cicerón dijo: "Todo lo que tenga que ver con la cruz debe mantenerse lejos de los ciudadanos romanos, no sólo de sus cuerpos, sino hasta de sus pensamientos, ojos y oídos". Por eso iba contra las buenas costumbres el hablar en presencia de gente decente de una muerte de esclavos tan repugnante y es que, en realidad, la cruz era "la más vergonzosa de las penas". Pero hay más, porque para los judíos no sólo se trataba de un tormento espantoso, sino que además era una maldición divina: "Maldito el que cuelga del madero" (Gál 3,13; Dt 21,23). Apartado de entre los vivos y de la comunión con Dios, el que moría en la cruz sólo podía ser un blasfemo indeseable, que merecía semejante reprobación y desprecio. Esto era la cruz en tiempos de Jesús. Y así la sufrió él, gritando en el momento final: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27,46; Mc 15,34). Y sin embargo, nosotros hemos convertido la cruz en una reliquia santa y sagrada, la hemos metido en los templos, la hemos colocado sobre los altares y de esa manera le hemos quitado toda su fuerza subversiva y revolucionaria. Es más, nosotros hemos hecho de la cruz un objeto de honor y prestigio, la hemos puesto coronando nuestras majestuosas catedrales, sobre el pecho de los grandes de este mundo y hasta como condecoración de dictadores y tiranos. De esta manera la cruz ha venido a perder su significación original. De un instrumento de tortura y reprobación hemos hecho un distintivo de honor, grandeza y poder. Por eso, la cruz nos inspira respeto y veneración, pero ya no significa para nosotros lo que de hecho fue para Jesús y para los primeros cristianos. Para Jesús la cruz fue el destino de muerte y fracaso al que le llevó su forma de entender la vida y su comportamiento ante los grandes de este mundo. Para los primeros cristianos la cruz fue un escándalo y una locura (1Cor 1,18-25). Pero después, con el paso del tiempo, esa misma cruz se ha convertido en el adorno más precioso que remata la corona de los emperadores. He ahí el indicio más patente de la perversión radical que ha sufrido el cristianismo en la conciencia de muchas personas.

Pero hay más. Porque no sólo hemos sacralizado la cruz. Además de eso, la hemos manipulado en beneficio de los instalados y poderosos. Como se ha dicho muy bien, pocos temas de la teología han sido tan manipulados y tergiversados en su interpretación como el de la cruz y la muerte de Jesús. Especialmente, las clases opulentas y poderosas han utilizado el símbolo de la cruz y el hecho de la muerte redentora de Cristo para justificar la necesidad del sufrimiento y de la muerte en el horizonte de la vida humana. Así, oímos decir, piadosa y resignadamente, que cada uno debe cargar con sus cruces de cada día, que lo importante es vivir con paciencia y resignación y, lo que es más, que por la cruz llegamos a la luz y reparamos la infinita majestad de Dios, ofendida por nuestros pecados y los del mundo. De esta manera se ha desarrollado, dentro del cristianismo, una mística de la cruz que, en definitiva, ha dado pie para considerar a la religión como "opio del pueblo". No cabe duda que esta falsa mística de la cruz ha hecho mucho daño en la Iglesia. Se ha abusado mucho de la teología de la cruz y la mística del sufrimiento por parte de la Iglesia en interés de aquellos que han causado el sufrimiento. Con demasiada frecuencia se exhortó a los campesinos, los indios y los esclavos negros a aceptar el sufrimiento como "su cruz" y a no rebelarse contra él. Por eso se comprende que Marx llegara a decir: "La religión es el gemido de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación carente de espíritu". Es la consecuencia inevitable de una mística de la cruz radicalmente desorientada y desorientadora.

Por eso es necesario analizar con alguna detención el sentido y el significado de la pasión y la muerte de Jesús. ¿Por qué anunció Jesús su muerte y qué es lo que eso nos quiere decir? ¿Cuáles fueron los motivos por los que Jesús llegó a terminar su vida como de hecho terminó? ¿Qué sentido tiene para los cristianos la muerte de Jesús? He aquí las cuestiones que vamos a tratar en el presente capitulo.

 

1. Jesús anuncia su muerte

 

Los evangelios sinópticos dicen que Jesús anunció tres veces lo que le iba a pasar al final de su vida (Mc 8,31 par; 9,31 par; 10,33s par). Por lo tanto, según los evangelios, Jesús sabía de antemano lo que le iba a suceder. Ahora bien, aquí se plantea un problema: ¿Sabía Jesús efectivamente todo eso de antemano y con tanto detalle?, ¿o no será, más bien, que los cristianos, al saber todo lo que había pasado, después de la muerte y resurrección de Jesús pusieron en boca del propio Jesús todo lo que iba a pasar, para ensalzar la figura del maestro?

En principio, no hay que extrañarse de estas preguntas. En el capítulo 7 vamos a ver hasta qué punto Jesús era un hombre como los demás. En todo igual a los demás hombres, menos en el pecado. Por lo tanto, Jesús tenía las limitaciones propias de la condición humana. Y una de esas limitaciones es no saber de antemano lo que nos va a suceder en el futuro. Por consiguiente, tiene pleno sentido la pregunta que antes he planteado: ¿Sabía Jesús realmente el final que le esperaba?

Leyendo los evangelios, se advierte una cosa que en ellos queda muy clara: el curso exterior de su ministerio tuvo que obligar a Jesús a contar con una muerte violenta. Es decir, tal como fueron ocurriendo las cosas, Jesús se tuvo que dar cuenta de que su vida terminaba mal. Hubiera sido un ingenuo si no advierte que esto, más que una probabilidad, era un final irremediable. Como se ha dicho muy bien, no hacía falta que Jesús fuera el Hijo de Dios para que pudiera tener conciencia de la inevitabilidad de su muerte. En realidad, si Cristo era un hombre medianamente inteligente y sensible, podía prever con bastante seguridad la posibilidad de su muerte violenta. Todos los datos coincidían en la predicción: por un lado, el testimonio de los profetas del Antiguo Testamento, la misma muerte de Juan Bautista, la creciente violencia de las autoridades con las que se enfrenta y que en repetidas ocasiones quieren agredirle y capturarle, la reflexión veterotestamentaria sobre el justo oprimido y el siervo sufriente, que tan viva estaba en el pueblo desde el exilio (sobre todo desde el tiempo de los Macabeos) 8 Todo esto eran datos coincidentes que venían a confirmar el destino de muerte que le aguardaba a Jesús.

Pero veamos las cosas más de cerca. Me refiero a que la conducta de Jesús fue de tal manera provocativa, que en repetidas ocasiones se puso al margen de la ley, y por cierto de una ley cuya violación se sancionaba con la pena de muerte. Cuando a Jesús se le hace el reproche de que con ayuda de Belcebú expulsa los demonios (Mt 12,24 par), quiere decir que está practicando la magia y que ha merecido la lapidación. Cuando se le acusa de que está blasfemando contra Dios (Mc 2,7), de que es falso profeta (Mc 14,65 par), de que es un hijo rebelde (Mt 11,19 par; véase Dt 21,20s), de que deliberadamente quebranta el sábado, cada uno de estos reproches está mencionando un delito que era castigado con la pena de muerte.

Merece aquí especial atención la violación del sábado. Ya hemos hablado de este asunto en el capítulo anterior. Pero hay algo más concreto que debe retener nuestra atención. Tenemos numerosos ejemplos de que Jesús quebrantó el sábado (Mc 2,23-28 par; Lc 13,10-17; 14,1-6; Jn 5,1-18; 9,141; cf. Lc 6,5)10. Para comprender la situación hay que tener en cuenta que un crimen capital no llegaba a ser objeto de juicio sino después que el autor había sido advertido notoriamente ante testigos. Y entonces, si reincidía, era condenado a muerte. Porque así se sabia que el delincuente obraba deliberadamente  Bueno, pues esto justamente es lo que se cuenta ya en los primeros capítulos del evangelio de Marcos. Cuando los discípulos arrancan espigas en sábado, Jesús es advertido públicamente de la falta (Mc 2,24; cf. Jn 5,10), a lo que Jesús respondió que lo hacía por convicción (Mc 2,25-28). Pero, casi a renglón seguido, Jesús vuelve a quebrantar el sábado cuando cura, en plena sinagoga, al hombre del brazo atrofiado (Mc 3,1-6). Por eso se dice que los dirigentes, que estaban al acecho (Mc 3,2), enseguida decretaron su muerte (Mc 3,6). Además, hay que tener en cuenta que esto ocurrió en Galilea, donde el rey Herodes podía ejecutar sentencias de muerte, como se ve por el asesinato de Juan el Bautista (Mt 14,9-11 par). Por consiguiente, hay que tomar muy en serio la advertencia que le hacen a Jesús: "Herodes quiere matarte" (Lc 13,31).

Estando así las cosas, merece especial atención el gesto de cuando expulsó a los comerciantes del templo (Mc 11,15-16 par). Sin duda alguna, este hecho fue visto como lo más grave que realizó contra las instituciones judías. De hecho a eso se redujo la acusación definitiva que aportaron contra él en el juicio (Mc 14,58 par), así como las cosas que le echan en cara cuando estaba en la cruz (Mc 15,29-30 par). Es evidente que Jesús, al realizar el gesto simbólico del templo, se estaba jugando la vida.

Por lo tanto, la cosa está clara: Jesús había perdido, por muchos conceptos, el derecho a la vida; se veía constantemente amenazado, de tal manera que sin cesar debía tener presente que su muerte habría de ser una muerte violenta. Hasta eso llegó la conducta de Jesús. De ahí el riesgo en que puso su vida. La libertad de Jesús fue provocadora. Y así terminó. Como tenía que terminar un hombre que se comportaba de aquella manera.

 

  2. Por qué lo mataron

 

  a) El fracaso de Jesús

En contra de lo que algunos se imaginan, la predicación y la actividad de Jesús en Galilea no terminaron en un éxito, sino más bien en un fracaso, por lo menos en el sentido de que su mensaje no fue aceptado 5. Es verdad que al principio del ministerio en Galilea los evangelios hablan con frecuencia de un gran éxito de la predicación de Jesús (Mc 1,33-34.38; 2,1.12.13; 3,7-11.20; 4,1; 5,21.24; 6,6.12.33-34.44.55-56). Pero también es cierto que a partir del capítulo 7 de Marcos estas alusiones a la gran afluencia de gente empiezan a disminuir (Mc 7,37; 8,1.4; 9,14.15; 10,1.46; 11,8-10.18) 16 Se nota que la popularidad de Jesús va decreciendo. De tal manera que se tiene la impresión de que él se centra cada vez más no en la atención a las masas, sino en la formación de su comunidad de discípulos. Por eso les insiste en que se retiren a descansar (Mc 6,30-31), lejos de la multitud (Mt 14,22; Mc 6,45).

En realidad, ¿qué ocurrió allí? Hay una palabra del propio Jesús que nos pone en la pista de lo que allí pasó: "Dichoso el que no se escandaliza de mí" (Mt 11,6; Lc 7,23). Esto supone que había gente que se escandalizaba de Jesús, de lo que decía y hacia (cf. Mt 13,57; 15,12; 17,27; 26,31.33; Mc 6,3; 14,27.29; Jn 6,61; 16,1). Lo cual no nos debe sorprender. La amistad de Jesús con publicanos, pecadores y gente de mal vivir tenía que ser una cosa escandalosa para aquella sociedad. Y sobre todo las repetidas violaciones de la ley tenían que hacer de Jesús un sujeto sospechoso desde muchos puntos de vista.

Por eso, en torno a la persona y la obra de Jesús llegó a provocarse una pregunta tremenda: la pregunta de si Jesús traía salvación o más bien tenía un demonio dentro (Lc 11,14-23; Mt 12,22-23; cf. Mc 3,2; Jn 7,11; 8,48; 10,20)17 De ahí que hubo ciudades enteras (Corozain, Cafarnaún, Betsaida) que rechazaron el mensaje de Jesús, como se ve por la lamentación que el propio Jesús hizo de aquellas ciudades (Lc 10,13-15; Mt 11,20-24). Y de ahí que el mismo Jesús llegó a confesar que ningún profeta es aceptado en su tierra (Mc 6,4; Mt 13,57; Lc 4,24; Jn 4,44). Además, sabemos que las cosas llegaron a ponerse de tal manera, que un día el propio Jesús hizo esta pregunta a sus discípulos más íntimos: "¿También ustedes quieren marcharse?" (Jn 6,67). Señal inequívoca de que incluso los seguidores más cercanos a Jesús tuvieron la tentación de abandonarlo definitivamente.

¿Qué nos viene a decir todo esto? La respuesta parece clara: durante el ministerio público de Jesús no todo fueron éxitos populares. Más bien hay que decir que allí se produjeron conflictos y enfrentamientos, de manera que paulatinamente las grandes masas fueron abandonando a Jesús, hasta el punto de que incluso sus discípulos más íntimos llegaron a tener la tentación de abandonar el camino emprendido junto al maestro. La pasión y la muerte de Jesús fueron el resultado del conflicto que provocó su vida. Este conflicto se apunta ya en su relación con la gente en general. Pero, sobre todo, se puso de manifiesto en su enfrentamiento con los dirigentes y autoridades.

 

b)           El enfrentamiento Con los dirigentes

Ya hemos visto que los enfrentamientos con los dirigentes judíos se produjeron relativamente pronto. El evangelio de Marcos dice que, apenas Jesús había quebrantado el sábado por segunda vez, los fariseos y los del partido de Herodes se pusieron a hacer planes para ver cómo lo podían matar (Mc 3,6). Además, sabemos que la policía de Herodes andaba buscando a Jesús "para matarlo" (Lc 13,31). Por lo tanto, las cosas se pusieron bastante feas para Jesús casi desde el primer momento. Pero lo peor del caso es que esta tensión, en vez de disminuir, fue en aumento. Cada vez más problemas, de manera que el ambiente se fue poniendo cada vez más difícil. Un día Jesús preguntó claramente a los dirigentes: "¿Por qué quieren ustedes matarme?" (Jn 7,19). Y aunque ellos respondieron que estaba loco y que no querían matarlo (Jn 7,20), el hecho es que algo después por poco lo meten en la cárcel (Jn 7,44) y en otro momento faltó casi nada para que lo mataran apedreándolo (Jn 8,59), cosa que se volvió a repetir poco después (Jn 10,31), de manera que a duras penas pudo escapar con vida (Jn 10,39).

Por consiguiente, está claro que la vida de Jesús se veía cada día más amenazada, en mayor peligro. Y si no lo mataron antes es porque todavía una parte del pueblo estaba con él y los dirigentes no querían provocar un levantamiento popular (Mc 11,18; 12,12, 14,2; Lc 20,19; 22,2).

Ahora bien, estando así las cosas, lo más impresionante, en todo este asunto, es que Jesús se dirige a la capital, Jerusalén, muy consciente de lo que le iba a pasar (Mc 8,31 par; 9,31 par; 10,33s par), y allí se pone a hacer las denuncias más fuertes que uno pueda imaginarse contra las autoridades centrales. Les dice que el templo es una cueva de bandidos (Mt 21,13 par), les echa en cara que sólo buscan su propio provecho (Mt 23,5-7) y que se comen los bienes de los pobres con el cuento de que rezan mucho (Mc 12,40). Les llama en público asesinos y malvados (Mt 21,33-46 par) y les anuncia que Dios les va a quitar todos sus privilegios (Mt 21,43 par). Jesús no pudo estar más duro con aquella gente. Por eso aquello terminó como tenía que terminar: la condena y la muerte de Jesús fueron el resultado de su vida. Es decir, Jesús se comportó de tal manera que acabó como tenía que acabar una persona que adoptaba semejante comportamiento.

A veces se dice que Jesús murió en la cruz porque eso era la voluntad del Padre, porque Dios necesitaba ser aplacado en su ira contra los pecadores mediante la sangre de su hijo. Es verdad que frases de ese tipo pueden tener un cierto sentido verdadero, como vamos a ver en la última parte de este capitulo. Pero hay que tener mucho cuidado con esas afirmaciones. Porque fácilmente podemos dar una imagen de Dios que resulte inaceptable y hasta blasfema. Porque, en realidad, ¿qué es lo que Dios quiso? Dios no podía querer el sufrimiento y la muerte de su hijo. Ningún padre quiere eso. Lo que Dios quiso es que Jesús se comportara como de hecho se comportó. Aunque eso le tuviera que acarrear el enfrentamiento y la muerte. Así, sí. Entonces la muerte de Jesús no es el resultado de una decisión del Padre (¡cosa espantosa!), sino la consecuencia de una forma de vida, la consecuencia de su ministerio y de su libertad; en definitiva, la resultante de un comportamiento de compromiso incondicional en favor del hombre. Como se ha dicho muy bien, Dios no quería la muerte de Jesús. Dios no es ni un ser vengativo que exige una víctima por el pecado del hombre, ni un padre despiadado que condena a su propio hijo, ni una divinidad fatídica que establece una ley histórica que tiene que cumplirse inexorablemente y que lleva a Cristo a someterse ante su destino. Ninguna de esas presentaciones de Dios son compatibles con la imagen que Jesús nos ofrece del Padre y con la significación que el mismo Jesús da a su muerte. Dios no desea la pasión y la muerte de Jesús, sino que, por el contrario, busca que el pueblo se convierta y que escuche su mensaje. Dios no quiere ese final, pero lo acepta y asume como la respuesta del hombre al ofrecimiento que él hace en su hijo.

 

c) La razón de la condena

A Jesús le hicieron un doble juicio: el religioso y el civil. Y en cada uno de ellos se dio una razón distinta de la condena a muerte. Por eso los vamos a analizar por separado.

En cuanto al juicio religioso, está claro que la condena se produjo desde el momento en que Jesús afirmó que él era el mesías, el Hijo de Dios bendito (Mc 14,61-62 par). Los dirigentes religiosos interpretaron esas palabras de Jesús como una auténtica blasfemia (Mc 14,63-64 par). Pero el fondo de la cuestión estaba en otra cosa. Al decir esas palabras, Jesús estaba afirmando que Dios estaba de su parte y que le daba la razón a él. Y, por tanto, estaba afirmando que les quitaba la razón a los dirigentes. Ahora bien, eso es lo que aquellos dirigentes no pudieron soportar. El verse descalificados como representantes de Dios fue lo que les impulsó a condenar a Jesús

Pero la cuestión es más complicada. Porque hoy no son pocos los exegetas que afirman que seguramente las palabras de Jesús yo soy el mesías, el Hijo de Dios bendito' (Mc 14,61-62) son una añadidura, puesta por los cristianos después de la resurrección para enaltecer a Jesús 19 Y entonces, lo que tenemos es que Jesús, ante el interrogatorio solemne del sumo sacerdote (Mc 14,60 par), se quedó callado y no respondió nada (Mc 14,61 par). Ahora bien, ¿por qué lo condenaron si la cosa sucedió así? La respuesta parece estar en lo siguiente: los judíos tenían una ley según la cual "el que por arrogancia no escuche al sacerdote puesto al servicio del Señor, tu Dios, ni acepte su sentencia, morirá" (Dt 17,12)20. Esto quería decir que resistirse al sumo sacerdote en el ejercicio de su función judicial se castigaba en Israel con la pena de muerte Por lo tanto, el desacato a la autoridad, sobre todo cuando ésta examinaba la ortodoxia de los "maestros de Israel", era un motivo jurídico para condenar a muerte. Sin embargo, eso justamente parece ser lo que ocurrió allí. El silencio de Jesús ante el interrogatorio del sumo sacerdote fue una postura crítica ante el tribunal que, según la ley, tenía la facultad de juzgar su doctrina y su vida Jesús rehusa someter su doctrina y su vida a la autoridad judía. Guarda silencio. Esto cae evidentemente bajo la sentencia de Dt 17,12. Por consiguiente, Jesús se negó a someter a la autoridad judía la cuestión de su misión y su actividad. Y ése parece que fue el motivo por el que los dirigentes religiosos de Israel condenaron, en último término, a Jesús a muerte.

Después vino el juicio político. Pero ahí la cosa está más clara. Por lo que pusieron en el letrero de la cruz, sabemos que a Jesús lo condenaron por una causa política: por haberse proclamado rey de los judíos (Mt 27,38 par; Jn 19,19). Pero aquí es importante tener en cuenta que el gobernador militar confesó que no veía motivo para matar a Jesús (Le 23,13-16) y además declaró que era inocente (Lc 23,4). Por otra parte, Jesús explicó ante el gobernador que su reinado no era como los reinos de este mundo (Jn 18,39; 19,4.6). En realidad, el gobernador militar dio la sentencia de muerte porque los dirigentes religiosos lo amenazaron con denunciarlo al emperador (Jn 19,12).

 

3. Significado teológico

 

a) El profeta mártir

En el Nuevo Testamento hay tres corrientes de pensamiento cuando se trata de interpretar teológicamente la muerte de Jesús. La primera de esas corrientes es la que se refiere al profeta mártir. Esta interpretación aparece principalmente en Hch 4,10 y, ya mezclada con otros motivos, en Hch 2,22-24; 5,30-31; 10,40. También aparece en la tradición propia de Lucas, concretamente en Lc 13,31-33; 11,47-48.49ss.

¿Qué nos quiere decir esta interpretación? Para responder a esta pregunta, conviene recordar, ante todo, que Jesús fue considerado como profeta durante su ministerio público (Mt 13,57; 21,11.46; 26,68; Mc 6,4.15; 14,65; Lc 4,24; 7,16.39; 13,33; 22,64; 24,19; Jn 4,19.44; 7,52; 9,17). Es más, él fue tenido como el profeta definitivo, el que tenía que venir para poner las cosas en orden (Jn 6,14; 7,40; Hch 3,23; 7,37). Pero, por otra parte, se tenía también el convencimiento de que "Israel mata a sus profetas" (Mt 5,11-12; Lc 6,22-23; Mt 23,29-36; Lc 11,47-51; 13,31-33.34-35; Mt 23,37-39; Lc 11,49ss). Por consiguiente, desde este punto de vista, Jesús fue considerado por las primeras comunidades cristianas como el último y definitivo profeta que Dios había enviado al mundo, y que, al igual que los demás, fue asesinado por la maldad de Israel.

Pero, en realidad, la cosa resultó más problemática. Porque también es cierto que Jesús fue considerado como el "gran adversario", el falso profeta, que engañaba a la gente. Había quienes decían que Jesús era un seductor (Mt 27,62-64; Jn 7,12), que además "blasfemaba contra Dios" (cf. Mc 14,64; Le 5,21; 22,65). Lo cual quiere decir que la vida de Jesús tuvo un sentido ambivalente, positivo y negativo al mismo tiempo. Por eso a partir de la resurrección Jesús fue presentado como el verdadero profeta, el auténtico enviado por Dios, el mensajero fidedigno.

A la vista de esta interpretación, se trata de comprender lo siguiente: Jesús es el que enseña el camino de Dios y, por eso, es la solución que Dios ofrece a los problemas de la vida. Por consiguiente, para estar con Dios hay que estar con Jesús. Porque, hay que decirlo con toda claridad, el conflicto que planteó la vida de Jesús sigue hoy planteado. Y por eso hoy también nos vemos abocados a la opción: o tener a Jesús por un seductor o tenerlo por el verdadero profeta de Dios, el verdadero camino, la auténtica solución. Teniendo en cuenta que esta solución es tanto más arriesgada cuanto que se trata de la solución que ofrece un crucificado, es decir, un perseguido, un calumniado, un condenado, un ajusticiado. Pero ahí, precisamente en eso, se manifiesta la sabiduría de Dios y el poder de Dios (1Cor 1,18-31).

 

b)           El plan divino de salvación

Una segunda corriente de pensamiento en el Nuevo Testamento, interpreta la muerte de Jesús desde el punto de vista del plan divino de la salvación. Aquí no se trata ya de una descripción de los hechos, tal como ocurrieron, sino de una reflexión de los primeros cristianos sobre lo que había ocurrido para dar una explicación de ello.

¿Por qué era necesaria esta explicación? Por una razón que se comprende enseguida: en el Antiguo Testamento se dice que "ser crucificado es una maldición divina" (Dt 21,23; cf. Gál 3,13). Por consiguiente, los primeros cristianos tuvieron que demostrar que Jesús, a pesar de ser un crucificado, no era un maldito. Ahora bien, para llegar a esa demostración echaron mano del siguiente argumento: la muerte de Jesús en la cruz responde al plan divino de la salvación; es decir, se trata de que Dios mismo ha sido quien ha querido y quien ha dispuesto que las cosas sucedieran como de hecho sucedieron. Pero aquí  hay que decirlo otra vez  ya no se trata de una descripción de los hechos tal como ocurrieron, sino que se trata de una interpretación o explicación teológica que los primeros cristianos encontraron para esos hechos.

Esta corriente de pensamiento tiene su palabra clave en la expresión "debía" suceder así. Es decir, la muerte de Jesús "debía" suceder como de hecho sucedió. Esto se encuentra en dos series de textos 23:

a) Mc 8,31; 9,12; Lc 17,25. La forma original de esta tradición es: "Este hombre tiene que padecer mucho y así ser glorificado". Lo esencial, para esta tradición, es "padecer mucho" y "ser glorificado". Aquí Jesús aparece, por decirlo así, pasivo entre dos sujetos agentes: los judíos y Dios.

b) Mc 9,31; 14,41; Lc 27,9. Aquí la expresión es: "Este hombre va a ser entregado en manos de los hijos de los hombres". Aquí Jesús no está ya entre dos sujetos, sino que la acción parte exclusivamente de Dios. Es Dios mismo quien entrega a Jesús a la muerte.

Así pues, la pasión y la muerte de Jesús se interpretan, en esta corriente de pensamiento, como un hecho que Dios mismo puso en movimiento y en el que es perceptible la intervención divina. Por otra parte, aquí los hombres aparecen no como los destinatarios o beneficiarios de la muerte de Jesús, sino como aquellos en cuyas manos es entregado el mismo Jesús.

En definitiva, ¿qué es lo que todo esto nos viene a decir? Para responder a esta pregunta hay que tener en cuenta lo que, en aquel tiempo y en aquella sociedad tuvo que significar y representar la muerte de Jesús, tal como ocurrió. Para aquellas gentes, un crucificado era un maldito, un condenado, un desautorizado total por parte de Dios y de sus representantes en este mundo. Y Jesús murió así. Para nosotros hoy esto representa un heroísmo supremo. Pero entonces no era así. Representaba, por el contrario, el fracaso y la reprobación más absoluta. Por eso se imponía la necesidad urgente de demostrar que tal fracaso y tal reprobación significaban paradójicamente para los cristianos un "acontecimiento querido por Dios". Y un acontecimiento, además, que los creyentes tenían que imitar (Mc 14,27.38.66-72).

La cuestión ahora está en comprender que, en el fondo, a nosotros nos sigue pasando exactamente lo mismo que a las gentes del siglo 1. Nosotros tenemos un crucifijo en casa o lo llevamos en el pecho. Pero, a la hora de la verdad, reaccionamos ante el crucificado, es decir, ante el sufrimiento y el fracaso, como las gentes de entonces. "Ser crucificado" es lo mismo que "sufrir y morir por el pueblo", estar dispuesto a ser tenido por un maldito y un condenado por la sociedad. Y entonces reaccionar con el convencimiento de que "eso es lo que Dios quiere". Porque los caminos de la liberación del hombre pasan inevitablemente por el sufrimiento que nos acarrea el enfrentamiento con los poderes de este mundo.

 

c)           La muerte expiatoria

La tercera corriente de pensamiento que hay en el Nuevo Testamento sobre la muerte de Jesús interpreta este hecho como una muerte expiatoria en favor de los hombres; es decir, como un sacrificio que Jesús sufrió en lugar de los demás, para salvarlos y redimirlos a todos.

Esta corriente de pensamiento se basa en las fórmulas que, en griego, utilizan la preposición hyper (por, en favor de): muerto "por" nosotros, "por" nuestros pecados. Los textos en los que esto aparece son los siguientes: Gál 1,4; Rom 4,25; 5,8; 8,32; Ef 5,2; 1Cor 15,3-5; Mc 10,45; 14,24; 1Pe 2,2l-24. Esta interpretación supone que el hombre se encuentra, de una manera inevitable, en una situación de desgracia y de perdición, que se debe a la propia condición humana (lo que se llama teológicamente el "pecado original") y al pecado personal, en cuanto que es ruptura con Dios. Ahora bien, esta situación sólo puede ser remediada por Dios mismo, que en Jesucristo se hace como uno de nosotros, y mediante su entrega total a Dios en la muerte hace posible lo que para el solo hombre era imposible: el acercamiento a Dios, la participación de su vida divina, la superación de la muerte y el destino feliz para siempre.

Pero aquí es fundamental tener en cuenta que todo esto es el resultado de la reflexión cristiana sobre lo que fue de hecho e históricamente la muerte de Jesús. Es más, los exegetas del Nuevo Testamento suelen decir que esta tercera interpretación es un desarrollo secundario en el conjunto de la doctrina del Nuevo Testamento sobre la muerte de Jesús 25 Se trata, por tanto, de una manera de considerar la muerte de Jesús que pertenece al conjunto de la fe cristiana, pero que es secundaria con respecto al hecho principal: la muerte del profeta mártir tal como ya ha sido explicada.

 

4. El camino de Dios

 

Dios no quiere el sufrimiento humano. Dios no quiere que el hombre fracase y se vea machacado, literalmente triturado. Dios es Padre de todos los hombres. Y eso quiere decir que Dios quiere la felicidad y la realización plena del hombre, de cualquier hombre. Lo que pasa es que Dios quiere esa felicidad y esa realización del hombre en una sociedad en la que unos hombres atropellan a otros y los esclavizan. Y entonces, precisamente porque Dios no quiere el sufrimiento humano, por eso exactamente él quiere que todo hombre se revuelva contra la opresión, el atropello y la esclavitud. Pero de sobra sabemos que, en este mundo, luchar contra la opresión y la esclavitud es caer inevitablemente en el conflicto y en la contradicción. Porque los que oprimen y esclavizan no están dispuestos a soltar su presa, lo mismo cuando se trata de pueblos enteros que cuando los opresores y esclavizadores son individuos o grupos sociales. Ahora bien, es desde este planteamiento desde donde hay que entender el sentido histórico y concreto que tiene la cruz de Cristo, el destino y la muerte de Jesús. Por eso seguir a Jesús es ir derechamente a la cruz, como tendremos ocasión de ver mas adelante. Por eso el camino de Dios es el camino de la cruz.

Esto quiere decir que soportar la cruz no es aguantar con paciencia y resignación la injusticia de este mundo, sino que es rebelarse contra esa injusticia. Para que en el mundo no haya más atropellos ni más esclavitudes. Ahora bien, esto quiere decir que existe una relación esencial entre la cruz de Cristo y la situación de todos los crucificados de esta tierra: los pobres, los oprimidos, los marginados y los humillados. Optar por la cruz es optar por esas personas, es ponerse de parte de ellas, colocarse a su lado, para que su situación cambie. En definitiva, para que en este mundo haya paz, solidaridad y amor.

Por eso comprendemos ahora que se adultera la cruz de Cristo cuando se hace de ella un instrumento de resignación y paciencia ante los males que aquejan al mundo; La cruz es todo lo contrario. Porque es el signo de la más sagrada rebeldía contra el sufrimiento que unos hombres imponen a otros. La cruz no puede ser nunca la condecoración que lucen en su pecho los satisfechos y los arrogantes. La cruz es el símbolo de los que luchan para que en esta tierra haya más igualdad entre todos, más solidaridad con los crucificados de la historia y más fraternidad entre todos los hijos de Dios.