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LA TAREA DE JESÚS

 

 

 

AL FINAL del capítulo anterior ha quedado pendiente una pregunta fundamental: ¿Cómo es realmente posible llevar a efecto la nueva sociedad que Jesús anuncia en su proyecto, el proyecto del reinado de Dios? Ya he dicho que eso no es posible si se pretende implantar a nivel de toda la sociedad. Porque eso seña lo mismo que caer en el totalitarismo y en la represión. Hacer que toda la sociedad viva el ideal utópico del Reino no seña posible sino a base de la imposición colectiva. Y eso ya no sería el reino de Dios, sino la dictadura de los hombres. Por eso, la pregunta que aquí nos planteamos equivale a lo siguiente: ¿Qué hizo Jesús para que el reinado de Dios no fuera sólo un ideal predicado, sino además una realidad divina?

Nos planteamos así cuál fue la tarea de Jesús. Es decir, no nos interesa solamente lo que Jesús dijo, sino además lo que él hizo. Ahora bien, desde esta perspectiva, lo primero que salta a la vista es la sorprendente originalidad de Jesús. En aquel tiempo había diversas respuestas a la cuestión de cómo acercarse a Dios: los saduceos (clero y gente del establishment) se dedicaban al culto y a las obras de la religión; los fariseos ponían todo su empeño en la fiel observancia de la ley religiosa; los esenios se entregaban a la ascesis y a la piedad individual; los zelotas, por último, practicaban la revolución violenta, porque sólo de esa manera creían que se podía remediar la situación. Pues bien, Jesús no echó por ninguno de esos caminos. Él, en efecto, no fue un sacerdote dedicado al culto del templo y a las obras religiosas. Tampoco fue un fariseo moralista que predicaba la observancia de la ley religiosa. Menos aún se entregó a una vida ascética en la soledad del desierto o en la comunidad de Qumrán. Y, por último tampoco fue un revolucionario violento y nacionalista, es decir, un zelota o un sicario. Como se ha dicho muy bien, Jesús salta por encima de todos los esquemas, tanto de la derecha como de la izquierda, de una forma provocadora; está más cerca de Dios que los sacerdotes y más libre ante el mundo que los ascetas, es más moral que los moralistas y más revolucionario que los revolucionarios; ha venido a cumplir la voluntad de Dios, norma suprema e inmediata. Y ¿cuál es la voluntad de Dios? Para Jesús la respuesta es bien clara: el bien de los hombres.

Pero ¿cómo se procura, en concreto, este bien del hombre? respuesta está en lo que fue la tarea fundamental de Jesús.

 

1.            Lo primero que hizo Jesús

 

Leyendo los evangelios, enseguida se comprende un hecho que en ellos está muy claro: lo primero que hizo Jesús, en cuanto empezó su ministerio apostólico, fue reunir una comunidad, es decir, un grupo de personas que iban siempre con él y vivían como él. Así aparece claramente tanto en los evangelios sinópticos (Mt 4,18-25; Mc 1,16-20; Lc 5,1-11) como en el evangelio de Juan (Jn 1,35-51). Por eso se comprende la extraordinaria frecuencia con que la palabra "discípulo" (mazetés) aparece en los cuatro evangelios: 73 veces en Mateo; 46 en Marcos; 37 en Lucas y 70 en Juan. Concretamente, por lo que se refiere a Marcos, tenemos el siguiente dato estadístico: de los 671 versículos que cuenta el escrito de su evangelio, 498 (el 76 por 100 del escrito) relatan palabras y hechos de Jesús en que los discípulos están presentes 2 y se debe tener en cuenta que siempre que se habla de los discípulos, en realidad de lo que se está hablando es de la comunidad que Jesús reunió en torno a sí. Se puede, por tanto, concluir que el hecho de la comunidad de discípulos que Jesús reunió constituye un dato de importancia decisiva para la inteligencia del evangelio.

Esta comunidad de discípulos, tal como aparece en los evangelios, era un grupo relativamente amplio. Es decir, no se limitaba sólo a "los doce". Así consta expresamente en Mt 8,21 y 27,57. Lo mismo en Mc 4,10 y 10,32. Es más, se puede afirmar que fue un grupo numeroso: setenta y dos de ellos fueron enviados por Jesús a una misión especial (Lc 10,1.17); en otras ocasiones se habla de un grupo abundante (Lc 6,17; 19,37; Jn 6,60), muchos de los cuales se echaron atrás y dejaron de seguir a Jesús (Jn 6,66). En el grupo había varones, como Leví, el hijo de Alfeo (Mc 2,14); José, apellidado Barsabá, y Matías (Hch 1,23); también había mujeres (Lc 8,1-3; Mc 15,40-41), seguramente viudas, ya que disponían de sus bienes.

En repetidas ocasiones, los evangelios distinguen netamente al grupo de la gente en general (Mt 9,10; 14,22; Mc 2,15; 3,9; 5,31; 6,45; 8,34; 9,14; 10,46). Se trataba, por tanto, de un bloque de personas, diferenciadas del resto de la población, con unos vínculos que les unían muy estrechamente, como enseguida vamos a ver. Se puede, por consiguiente, hablar de una comunidad. Como sabemos, Jesús escogió a doce de entre los miembros de esta comunidad (Mt 10,1-2; 11,1;20,17; 26,20; Mc 3,14-16;4,10;6,7; 9,35; 10,32; Lc 6,13; 8,1; 9,1; 18,31; Jn 6,67-71; 20,24). A estos doce discípulos les confió una misión y unos poderes especiales (Mt 10,7; Mc 1,22.37; 2,10; 11,28-29.33). A ellos les comunicó el Espíritu (Hch 2,1ss), que el resucitado les había prometido (Lc 24,49; Hch 1,5.8), para que fueran "testigos" de Jesús en todo el mundo (Hch 1,8). De hecho, estos "doce" desempeñaron una función de primera importancia en la constitución de la Iglesia (cf. 1Cor 15,5; Ap 21,14). Pero conviene hacer una advertencia, que a veces no se tiene en cuenta cuando se habla de la comunidad de discípulos que Jesús organizó. Los "doce", además de la función histórica que desempeñaron en la organización y estructuración de la Iglesia, tenían evidentemente una dimensión simbólica: ellos representaban a las "doce tribus" de Israel (Mt 19,28; Ap 21,14.20), es decir, simbolizaban la plenitud del nuevo pueblo de Dios. Dicho más claramente, de la misma manera que el pueblo de Israel había sido como la posteridad, la expansión y la multiplicación de los doce hijos de Jacob, así la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, no era otra cosa que la posteridad y el desarrollo de los doce apóstoles.

De lo dicho se sigue una conclusión: la intención fundamental de Jesús fue constituir una comunidad. Dentro de esta comunidad los doce desempeñaron una misión particular. Pero debe quedar muy claro que lo primordial y básico en la Iglesia es la comunidad toda entera. Los doce no son anteriores y exteriores a la comunidad, sino que surgen dentro de ella y al servicio de ella. La tarea principal de Jesús fue, por tanto, formar una comunidad de discípulos.

 

2.  Una comunidad, ¿para qué?

 

La incorporación a esta comunidad no es presentada por los evangelios como algo necesario para obtener la salvación eterna. Es decir, la función del grupo cristiano o comunidad no consiste en asegurar la salvación para la otra vida. Esto se ve claramente en el pasaje del joven rico (Mt 19,16-29 par). A la pregunta del joven, "Qué tengo que hacer para conseguir la vida eterna?" (Mt 19,16 par) 8, Jesús contesta: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos" (Mt 19,17). La respuesta, por lo tanto, no se refiere a la necesidad de entrar a formar parte de la comunidad para obtener la salvación eterna; esa salvación es fruto de la observancia de los mandamientos. En definitiva, lo que Jesús le quiere decir al joven es esto: tú eres judío; y según tu religión judía, lo que hay que hacer para salvarse es observar los mandamientos. Pues bien, haz eso y conseguirás la salvación eterna. Hasta ahora, Jesús no le ha dicho nada de entrar en la comunidad. Eso vendrá después, cuando el muchacho diga que quiere algo más. Entonces es cuando Jesús le habla del "seguimiento" (Mt 19,21 par). Por consiguiente, la entrada en la comunidad no es para conseguir la vida eterna, sino para otra cosa, de la que hablaremos enseguida.

La misma conclusión se deduce del relato en que aquel letrado planteó la cuestión: "¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?" (Lc 10,25). La respuesta de Jesús es exactamente paralela a la que dio al joven rico: "¿Qué está escrito en la ley... Haz eso y tendrás la vida" (Lc 10,26-28). Y más claramente aún se advierte este mismo planteamiento  aunque desde otro punto de vista en el juicio final, el juicio de las naciones (Mt 25,3146). La cuestión decisiva, que en aquel momento se va a plantear, no se refiere ni a la fe ni a la pertenencia a la comunidad de Jesús. Es decir, lo que va a decidir el destino definitivo de unos y de otros es el comportamiento del hombre con el hombre, especialmente con el pobre, con el que sufre y con el perseguido (Mt 25,35-36.4243), lo cual, de alguna manera, ya existía en el judaísmo y en religiones extrabíblicas, concretamente en Egipto.

Por lo demás, este planteamiento no contradice la afirmación de Jesús, según la cual él renegará ante el Padre de aquellos de sus discípulos que le hayan negado en vida (Mt 10,32-33); como tampoco contradice la sentencia de condenación que sobrevendrá a quienes se hayan negado a creer (Mc 16,16). Evidentemente, en estos dos casos se trata de hombres cuya situación religiosa está esencialmente condicionada por la oferta exigente de la fe y por la resistencia consciente ante el don de Dios. En tal situación, la condena es el resultado inevitable del rechazo deliberado que el hombre adopta ante Dios mismo.

El concilio Vaticano II se sitúa en esta misma línea de pensamiento. Porque, en definitiva, lo que decide el destino último del hombre es la aceptación o el rechazo, según la propia conciencia, de la gracia salvadora de Dios. Y eso se puede dar tanto dentro como fuera de la Iglesia.

Ahora bien, supuesto todo lo que acabo de explicar, se plantea una pregunta: Si el fin de la comunidad no es asegurar la salvación para la otra vida, puesto que eso depende, en última instancia, de la fidelidad del hombre a su propia conciencia y de acuerdo con la exigencia de Dios tal como se le manifiesta a él, entonces, ¿qué pretendió Jesús al formar la comunidad que constituyó en torno a sí?; ¿a qué se orientó, por tanto, la tarea de Jesús? Para responder a estas preguntas voy a explicar tres puntos que me parecen decisivos en todo este asunto: 1) la condición de admisión en la comunidad; 2) el programa de vida y acción que se le plantea al grupo; 3) la actitud básica y fundamental que debe reinar en la comunidad.

 

3.            La condición de admisión en la comunidad

 

Está claro en los relatos evangélicos que la condición indispensable, absolutamente necesaria, para entrar a formar parte del grupo o comunidad es la renuncia al dinero y, en general, a todo lo que se tiene. Así, en efecto, plantea Jesús el ingreso en el grupo desde el primer momento, cuando empieza a reunir discípulos en torno a sí: Pedro y Andrés "dejaron inmediatamente las redes y lo siguieron" (Mt 4,20 par); los hijos de Zebedeo "dejaron inmediatamente la barca y a su padre y lo siguieron" (Mt 4,22 par). Al letrado que le pidió entrar en el grupo, Jesús le respondió: "Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero este hombre no tiene donde reclinar la cabeza" (Mt 8,19-20 par) 14 Mateo dejó al momento su negocio de impuestos y lo siguió (Mt 9,9 par). Y conviene observar que en todos estos casos lo que realmente ocurrió es que aquellos hombres abandonaron efectivamente todo lo que poseían. Así lo reconoció Pedro más tarde, en nombre de los demás: "Nosotros ya lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19,27 par). El acento no se pone en el desprendimiento afectivo, sino en el despojo efectivo. Aquellos hombres, efectivamente, se quedaron sin nada.

La misma exigencia inicial de despojo total vuelve a aparecer cuando Jesús envía a los discípulos a misionar, tanto en el caso de los doce (Mt 10,5) como cuando mandó a un grupo más numeroso, los setenta y dos (Lc 10,1). Las palabras de Jesús son tajantes: "No busquen oro, ni plata, ni calderilla para llevarla en la faja, ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón" (Mt l0,910); "no lleven bolsa, ni alforja, ni sandalias" (Lc 10,4).

Pero sin duda alguna donde aparece con más evidencia esta condición indispensable de admisión en la comunidad es en el caso del joven rico: el primer paso que se le exige para seguir a Jesús y entrar en el grupo es vender todo lo que tiene y dárselo a los pobres (Mt 19,21). Aquí conviene notar que esta exigencia de renunciar a todo es condición necesaria no para heredar la vida eterna, sino para entrar en el reino de Dios, que es lo que Jesús dice cuando afirma: "Más fácil es que entre un camello por el ojo de una aguja que no que entre un rico en el reino de Dios" (Mt 19,24). O sea, es imposible que un rico, uno que sirve al dinero (Mt 6,24), entre en la comunidad.

Este ideal de pobreza no consistía en el solo hecho de la renuncia por la renuncia, como un valor ascético aceptable por sí mismo. Consistía más bien en el ideal de compartir lo que se tiene con los que no tienen, sean o no sean del grupo. Por lo demás, sabemos que en la comunidad de Jesús había bolsa común (Jn 12,6). Como también sabemos que Jesús educó a los discípulos en esta nueva mentalidad. Así se advierte claramente en el relato de la multiplicación de los panes (Mc 6,30-46 par). La reacción, humanamente lógica, de los discípulos ante una masa enorme de gente hambrienta es mandar a todo aquel gentío que se vayan a comprar para comer (Mc 6,36). Es decir, se trata, como es natural, del dinero como medio de subsistencia. Frente a eso, lo que Jesús propone es: "denle ustedes de comer" (Mc 6,37). O sea, compartid con ellos lo poco que tenéis. Y a partir de ahí, mediante ese gesto, se produjo el milagro de la abundancia, hasta saciarse todos y sobrar en exceso (Mc 6,42-44). El mismo hecho se vuelve a repetir poco después (Mc 8,1-10; Mt l5,32-39).

En resumen, la condición indispensable de admisión en el grupo cristiano es la renuncia al dinero y a toda atadura humana. Porque la comunidad de Jesús se construye sobre la base del compartir. Sólo a partir de esta base se puede construir la comunidad cristiana. En ella el proyecto de compartir tiene que sustituir al proyecto humano de poseer. Por consiguiente, Jesús quiere una sociedad nueva y distinta, asentada sobre otras bases. De ello hablaremos más adelante.

 

4.            El programa de vida

 

Jesús presenta al grupo cristiano un programa de vida y acción. Se trata de las bienaventuranzas (Mt 5,3-12; Lc 6,20-26). Tanto Mateo como Lucas sitúan esta proclamación programática de Jesús, dirigida a los discípulos (Mt 5,1; Lc 6,20), en contextos muy significativos: Mateo inmediatamente después de la convocación de los primeros seguidores (Mt 4,18-25) y en el comienzo del gran discurso de proclamación del reino de Dios (Mt 5-7); Lucas a continuación de la elección de los doce (Lc 6,12-16) y cuando Jesús se reúne con otro buen número de discípulos (Lc 6,17). Se trata, por tanto, del programa básico que Jesús presenta a la comunidad.

Ahora bien, lo primero que aparece en este programa es que Jesús promete a sus discípulos la felicidad I9 Una felicidad que no proviene de los valores que el mundo considera necesarios para ser feliz, sino exactamente de todo lo contrario. Por consiguiente, el programa del grupo cristiano comporta una transmutación de valores. La tarea de Jesús se encamina, ante todo y sobre todo, a rehacer al hombre, devolviéndole la dicha y la paz.

Más adelante tendremos ocasión de analizar detenidamente el contenido de las bienaventuranzas. De momento, como resumen sintético, podemos decir lo siguiente: el programa de vida que Jesús propone a su comunidad consiste, ante todo, en elegir ser pobres (primera bienaventuranza: Mt 5,3; Lc 6,20), para tener de verdad solamente a Dios por rey. Se trata de la condición de admisión en el grupo cristiano. Jesús acepta entre los suyos solamente a quienes no reconocen como absolutos ni al poder, ni al dinero, ni al prestigio, sino únicamente a Dios.

De este planteamiento de base se siguen tres consecuencias: en primer lugar, los que sufren van a dejar de sufrir (segunda bienaventuranza: Mt 5,4; Lc 6,21); en segundo lugar, los sometidos van a salir de su situación humillante y humillada (tercera bienaventuranza: Mt 5,5); en tercer lugar, los que tienen hambre y sed de justicia van a ser saciados (cuarta bienaventuranza: Mt 5,6). Estas promesas de Jesús expresan la abundancia mesiánica, que colma las aspiraciones del hombre hasta rebosar.

Las tres bienaventuranzas siguientes exponen las razones profundas de esta situación desconcertante. Ante todo, lo que se dice en la quinta bienaventuranza: "Dichosos los que prestan ayuda, porque ésos van a recibir ayuda" (Mt 5,7). En la comunidad de Jesús a nadie le va a faltar nada, porque todo va a estar a disposición de todos. Y más en el fondo, la causa que aduce la sexta bienaventuranza: en la comunidad todos serán personas de un corazón limpio (Mt 5,8), es decir, gente sin mala intención, sin ideas torcidas, incapaces de traicionar. Por eso tales personas "van a ver a Dios". Esta expresión –que es netamente cultual– quiere decir que los miembros de la comunidad van a ser personas que existen para servir a los demás.

En la séptima bienaventuranza, Jesús elogia a los miembros de la comunidad porque van a trabajar por la paz (Mt 5,9). La comunidad cristiana va a ser una fuente de reconciliación y de armonía entre los hombres, de tal manera que así se va a instaurar un orden nuevo, no basado en la represión y la competitividad, sino en la igualdad y en la aceptación incondicional del otro. Aquí se trata de la actividad del grupo en la sociedad ambiente, no sólo a nivel interpersonal (reconciliar a los individuos entre sí), sino además en el ámbito de lo social y político, que tan fuertemente condiciona la convivencia humana.

Finalmente, la última bienaventuranza elogia a los que "viven perseguidos por su fidelidad" (Mt 5,10). La razón de esta persecución está en que el orden presente (el "mundo") no tolera de ninguna manera el programa de vida y acción que la comunidad vive. Ponerse a practicar el programa de la comunidad de Jesús es una cosa que no se puede hacer impunemente. El sistema establecido se siente amenazado por unas personas que comunitariamente no aceptan el dinero, el poder y el prestigio como bases de la organización social.

 

5.            La actitud básica en la comunidad

 

En la comunidad de Jesús se exige una actitud fundamental: el servicio. Concretamente, el servicio a los demás. La afirmación de Jesús en este sentido es tajante: "Saben que los jefes de las naciones las tiranizan y que los grandes las oprimen. No será así entre ustedes. Al contrario, el que quiera subir, sea servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, sea esclavo suyo. Igual que este hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir y dar su vida en rescate por todos" (Mt 20,25-28 par).

El tema del servicio aparece aquí en un contexto doblemente polémico: el servicio de Jesús y de sus discípulos se opone a una doble dominación, la política y la religiosa. Es decir, se trata no sólo de rechazar el estilo y la forma de dominación política, sino también la ambición y el autoritarismo de los líderes religiosos. Porque en realidad ambas cosas se daban en el sistema político-religioso del pueblo judío.

En contraste con lo que pasaba en la sociedad ambiente, y en contraste también con lo que sigue pasando en nuestros días, Jesús no tolera que nadie se imponga a nadie en la comunidad. Todo lo contrario, en el Reino que predica Jesús es condición básica ponerse el último: "Les aseguro que si no cambian y se hacen como estos niños, no entrarán en el reino de Dios; o sea, cualquiera que se haga tan poca cosa como el niño este, ése es el más grande en el reino de Dios" (Mt 18,3-5 par). En la sociedad judía del tiempo de Jesús, el niño es el ser que no cuenta, el que no tiene ninguna importancia, de tal manera que se alineaba con los sordomudos y los idiotas. Por lo tanto, Jesús afirma que en la comunidad los primeros tienen que ser los más despreciados, los que no sirven para nada.

Por consiguiente, en la comunidad de Jesús no puede haber ni ambición ni deseo de poder o dominación. Por eso Jesús prohibe a los suyos la utilización de títulos honoríficos. Y así, "padre", "abad", "papa" (es la misma palabra en tres lenguas distintas) están prohibidos en Mt 23,9; "maestro", prohibido en Mt 23,8; "doctor", en Mt 23,10; "señor"; y lógicamente también "monseñor", en Lc 22,25; "excelencia" y "eminencia" no cuadran con Mt 20,26-27; 23,11; Mc 9,35; 10,43-44; Lc 22,25; Jn 15,131524 Por el contrario, en la comunidad, dice Jesús, "todos ustedes son hermanos" (Mt 23,9) y "el más grande de ustedes será servidor suyo" (Mt 23,11). De ahí que en el grupo cristiano tiene que reinar la más absoluta igualdad, hasta el punto que ni siquiera Jesús se comporta como "Señor" (Jn 13,13) y llama a los discípulos "amigos" (Lc 12,4; Jn 15,15) y "hermanos" (Mt 28,10; Jn 20,17). Se trata de la igualdad absoluta, de la que luego Pablo va a hablar en términos elocuentes (1Cor 3,21-23; Rom 14,7-9; Gál 3,27; Col 3,11).

 

6.            La comunidad como alternativa

 

Resumiendo lo que se ha dicho hasta aquí, resulta lo siguiente: el grupo o comunidad que forma Jesús no está pensado primordialmente para asegurar la salvación de las almas en la otra vida, puesto que eso se puede conseguir, y de hecho se consigue, también fuera de la comunidad. Tampoco la comunidad se organizó para santificar a las almas, mediante la conversión individual e interior de los corazones. La conversión de los individuos fue ya el resultado de la predicación de Juan Bautista (Mc 1,5). Pero tal conversión no fue suficiente. Por eso hizo falta la venida de otro "más fuerte" (Mc 1,7).

Este otro "más fuerte" fue Jesús. Más fuerte no sólo porque era superior a Juan Bautista, sino además porque su mensaje y su proyecto tenían una fuerza muy superior a todo lo que hizo y dijo el Bautista. En efecto, Jesús no se limitó a convertir a los individuos, sino que desde el primer momento se dedicó a formar un grupo de discípulos a los que, cada vez más y más, dirigió su atención y su mensaje. En el grupo se vivió el despojo total de los bienes, se compartió lo que cada uno tenía, se procuró a toda costa que nadie se impusiera a los demás, se convivió con Jesús, con su estilo y su forma de comportarse ante los ricos y ante los pobres, ante los dominadores y los dominados, ante la religión establecida y ante los poderes públicos.

¿Qué pretendió Jesús con todo esto? Sencillamente, ofrecer una alternativa al modelo de convivencia y de sociedad en que vivimos. Frente a la convivencia y a la sociedad basadas en el tener, el poder y el subir, Jesús ofrece la alternativa de la comunidad cristiana, basada en el compartir, el servicio y la solidaridad. Por supuesto, la pequeña comunidad cristiana no puede ser una alternativa al conjunto de la sociedad en cuanto tal. Porque para eso hace falta la mediación política, tema del que hablaremos más adelante, en otro capítulo. Pero la comunidad cristiana tiene que ser una alternativa válida a los principios y valores sobre los que se asienta la sociedad y el sistema vigente. A partir de los principios y valores que propugna la comunidad cristiana, se debe organizar la actuación política de los cristianos. Pero de eso hablaremos en su momento.

Por consiguiente, queda claro que la tarea fundamental de Jesús consistió en la formación de la comunidad. Esto quiere decir, obviamente, que Jesús vio claramente, desde el primer momento, que lo más urgente para la implantación del reino de Dios es la existencia de la comunidad cristiana. Ni las prácticas religiosas por sí solas, ni la observancia de la ley por sí sola, ni la ascesis individual por sí sola, ni tampoco la revolución violenta por sí sola son instrumentos adecuados para la implantación del reinado de Dios. Sólo cuando los hombres se ponen a hacer comunidad, reproduciendo el modelo de la comunidad de Jesús, se puede decir que estamos construyendo el reino de Dios. He ahí lo que debe constituir la tarea fundamental de todo cristiano.

 

7.            La denuncia

 

La tarea de Jesús no se redujo solamente a formar el grupo cristiano, la nueva comunidad de salvación. Su actividad fue mucho más lejos. Él sabía perfectamente que el enemigo número uno de su ni proyecto, el proyecto del reino de Dios, es el sistema establecido sobre el dinero, el poder y el prestigio. Y sabía también que los dirigentes del sistema son, y tienen que ser, los más encarnizados enemigos de su proyecto y de su comunidad. Por todo ello, los enfrentamientos entre Jesús y los dirigentes no tardaron en venir, es decir, se produjeron apenas Jesús empezó a predicar y a poner en acción su proyecto. De ello nos ha dejado buena muestra el evangelio de Marcos: los conflictos empiezan casi desde el primer momento (Mc 2,1-12.13-17.23-28; 3,1-6; 8,11-12 par).

Pero interesa ver todo esto más de cerca. Es verdad que todos tenemos una cierta idea de los ataques de Jesús contra los judíos, contra los fariseos y contra los sacerdotes. Pero seguramente nunca nos hemos parado a reflexionar seriamente sobre este asunto. Por eso interesa hacer aquí una enumeración de las cosas que dijo Jesús contra los dirigentes. La lista de ataques y hasta de insultos resulta impresionante: Jesús los llama asesinos (Mc 12,1-12) y les dice que Dios les ha quitado el Reino (Mt 21,3346); compara a los dirigentes con unos chiquillos insensatos e inconsecuentes (Mt 11,16-19; Lc 7,31-35); les dice que son una "camada de víboras" y malas personas (Mt 12,34)26; los llama "gente perversa e idólatra" (Mt 12,39); les echa en cara constantemente que son unos hipócritas (Mt 6,1-6.16-18; 15,7; 23,13.15.23.25.29; Lc 13,15) y que su levadura es la hipocresía (Lc 12,2); los llama ciegos y guías de ciegos (Mt 15,14; 23,16.19.24); les dice que son unos necios (Mt 23,17) y unos "sepulcros blanqueados" (Mt 23,27) o "tumbas sin señal" (Lc 11,44), insensatos llenos de robos y maldades (Lc 11,3941) y que además son incorregibles (Mt 19,8), que el culto que practican es inútil (Mt 15,8-9), asegura que los publicanos y las prostitutas son mejores que los dirigentes (Mt 21,31-32) y que pasan por alto la justicia y el amor de Dios (Lc 11,42); a los juristas les echa en cara que abruman a la gente con cargas insoportables, mientras ellos ni las rozan con el dedo (Lc 11,46); y denuncia que han guardado la llave del saber engañando al pueblo (Lc 11,52); pone en ridículo a los fariseos y su piedad (Lc 18,9-14), lo mismo que ridiculiza al clero, que queda por debajo de un hereje samaritano (Lc 10,30-37); desacredita a los letrados ante el pueblo, echándoles en cara que "se comen los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos" (Lc 20,45-47); denuncia que los saduceos no entienden las Escrituras (Mc 12,24); amenaza a los ricos, a los satisfechos y a los que ríen (Lc 6,24-26). En el evangelio de Juan, los enfrentamientos entre Jesús y los dirigentes judíos se repiten constantemente. Es verdad que Juan no especifica, como lo hacen los sinópticos, a que grupos dirigentes se dirige Jesús en sus repetidos ataques. Pero hay que tener presente que cuando Jesús habla de los "judíos", se refiere a los dirigentes, a no ser que el contexto indique otra cosa. Pues bien, a esos dirigentes les dice Jesús que ni escuchan a Dios ni observan su mensaje (Jn 5,38); les echa en cara que sólo buscan honores y no llevan dentro el amor de Dios (Jn 5,4144); los llama idólatras, lo que ellos interpretan como si les llamara hijos de mala madre (Jn 8,41); les dice que no conocen a Dios (Jn 8,54-55) y los califica de ladrones y bandidos (Jn 10,8).

Es claro que si todas estas cosas no estuvieran en los evangelios, nos resultaría casi imposible creerlas. Nadie se imagina a Jesús hablando de esta manera, porque la imagen que de él nos ha ofrecido la predicación y la literatura religiosa es completamente distinta. Sin embargo, ahí están los testimonios de los cuatro evangelios, para decirnos hasta qué punto la imagen usual de Jesús, como una persona dulce y bonachona, es completamente falsa. Por otra parte, es evidente que si quitamos de los evangelios todo lo que se refiere a los enfrentamientos de Jesús con los dirigentes, mutilamos esencialmente lo que el mensaje del Nuevo Testamento nos quiere transmitir. Y lo que nos quiere transmitir es muy claro: que Jesús fue el más radical de todos los profetas, porque no transigió con la injusticia y la opresión que las clases dirigentes ejercían sobre el pueblo, falseando de esa manera el significado de la religión.