LAS MANOS VACÍAS

P. Conrad de Meester, ocd

 

Cap. III. DIOS TOMA EL ASUNTO EN SUS MANOS. 

1. Pequeña teología de la misericordia de Dios   

2. Remembranza del pasado                    

3.En los brazos de Dios                           

4.Luz y oscuridad                                     

5.La Carta Magna                                     

6.El mensaje

 

 

Henos ya en 1895.  Un año maravilloso para la joven carmelita.  A la luz del reciente descubrimiento, todo lo ve bañado ahora por un océano de misericordia. le resulta evidente que el verdadero tema de los recuerdos de juventud que se apresta a poner por escrito ha de ser sustituido por «¡¡¡las Misericordias del Señor!!!.,.» Los tres entusiásticos puntos exclamativos, seguidos de otros tres suspensivos, quieren decir que Dios es mucho más grande y mejor que todo lo que podemos decir y escribir sobre él.

 

 

1. PEQUEÑA TEOLOGIA DE LA MISERICORDIA DE DIOS

 

En esta profunda meditación que es el prólogo de su autobiografía (Ms A, 1-4rº), Teresa contempla su vida como objeto de un «misterio».  No de un misterio duro e impenetrable, sino de un misterio pleno de dulzura, que la envuelve y oculta como en casa propia.  El misterio incide en ella, sin que pueda ni pretenderlo ni entenderlo.  Porque no se trata de «ser digna» ni de merecerlo, escribe Teresa, sino de ser objeto de la benevolencia gratuita de Alguien.  Lo confirma por la Escritura: «Dios tiene compasión de quien quiere y usa de misericordia con quien quiere ser misericordioso.  No es, pues, obra ni del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que usa de misericordia»» (Rom 9, 15-16).

¿Por qué este misterio? ¿A qué se debe que algunos se benefician de él más que otros? ¿Por qué esta asombrosa misericordia para con san Pablo, san Agustín (y Teresa podría ponerse en su compañía, pero ni una sola brizna de su ser sueña con hacerlo), mientras que otros seres no pueden nunca experimentar -favores extraordinarios» de este género? ¿De dónde vienen estas aparentes -preferencias. en el corazón de Dios?

«Durante mucho tiempo» esta predestinación ha constituido un problema para la contemplativa.  Ahora ha recibido luces que la satisfacen algún tanto.  El Señor la ha instruido con «el libro de la naturaleza».  Teresa escribía un día a Celina: «Sí en la naturaleza Jesús se complace en sembrar a nuestros pies maravillas tan encantadoras, no es sino para ayudarnos a adivinar los misterios, más ocultos y de un orden superior, que él obra a veces en las almas... » (CT 113).  De nuevo ha sido la naturaleza la que le ha revelado algo sobre las profundidades de Dios.  En la variedad del mundo de las flores ha visto una imagen de la voluntad salvífica de Dios para con los hombres.  Grandes y pequeños, cada cual a su manera, deben concurrir a glorificar y a realizar el conjunto de su plan divino.  Si los pequeños son menos favorecidos exteriormente, no son por eso menos perfectos.  Deben ser ellos mismos, y entonces son buenos, enteramente igual que las flores, que cada una es bella.  Porque, según la magistral definición de Teresa: «la perfección consiste (...) en ser lo que él [Dios] quiere que seamos, y por tanto, también, en llegar a ser finalmente lo que él quiere que seamos finalmente. No es posible proclamarlo más claramente. ¡Desde hace poco, la santidad se ha desnudado de todo problema!

Todavía hay una segunda respuesta más profunda, más teresiana, a este problema.  Los pequeños tienen la vocación de hacer brillar, de una manera todavía más luminosa, la bondad de Dios.  Esta es su misión específica.  Dios puede conceder iguales gracias al más pobre qué al más favorecido, a condición de que siga abriéndose a él. «Comprendí (... ) que el amor de nuestro Señor se revela lo mismo en el alma más sencilla que no opone resistencia alguna a su gracia, (¡y ésta es la condición!), que en el alma más sublime.» ¡Sin los pequeños, Dios aparecería demasiado grande a nuestros ojos! «Dios no se abaja (ría) demasiado.» Mientras que abajándose profundamente, por ejemplo hasta el niño y el hombre salvaje, «Dios muestra su grandeza infinita».  El hombre más pobre puede, abriéndose totalmente a Dios, recibir de Dios las más profundas gracias, aunque de momento no tenga conciencia de ellas. «Así como el sol alumbra a los cedros y al mismo tiempo a cada florecilla en particular, como si sola ella existiese en la tierra, del mismo modo se ocupa nuestro Señor particularmente dé cada alma, como si no hubiera otras.  Y así como en la naturaleza todas las estaciones del año están ordenadas a decidir en el momento preciso la abertura de la más humilde margarita, así está ordenado todo al bien de cada alma.» ¡He aquí unas afirmaciones atrevidas!  Se las puede comparar con la declaración de san Pablo: «Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rom 8, 28).  En la óptica de Dios, que es Amor, el «ojo sano» (Mt 6, 22) de la santa en la que Teresa está a punto de convertirse comienza a percibirlo todo como gracia: «Todo es gracia» (CA 5.6.4).

Después de haber expuesto su teoría sobre la predestinación, Teresa vuelve a su vida.  Escribir su autobiografía no puede ser otra cosa que contar los -dones- del Señor, «hacer públicas las delicadezas, enteramente gratuitas, de Jesús.. No existe en ella el reflejo elemental de poner en cuenta su propia colaboración.  Toda contabilidad le parece impropia.  Desde que juega a la banca del amor, ya no hay ni registro ni asiento de cuentas. «Reconoce que nada había en ella capaz de atraer sobre sí (las) divinas miradas, y que sólo su misericordia [la misericordia de Dios] ha obrado todo lo bueno que hay en ella... »

El nuevo acercamiento del amor aparece expresado en estas palabras de Teresa: «Es propio del amor abajarse». Esto no se hace verdad en todo amor.  Por ejemplo, en nuestro amor o afecto hacia un amigo no hay abajamiento alguno.  Estamos al mismo nivel.  Por el contrario, la admiración nos hace levantar los ojos hacia él.  Una actitud de condescendencia haría e amistad añicos la amistad.  Igualmente, el amor d que une a las Tres Divinas Personas en las profundidades de DIOS está exento de todo abajamiento.  Pero cuando Dios ama al hombre, que es en lo que piensa Teresa, entonces se trata de un amor entre desiguales, en el que el más Grande tiende la mano al más pequeño.  Es Dios quien se une al hombre y hace posible la reciprocidad del amor.

 

 

2. REMEMBRANZA DEL PASADO

 

 

En toda vida, hay circunstancias en las que no se reconoce de inmediato su carácter de gracia.  Sólo con el transcurso del tiempo y gracias a una Iluminación interior percibimos, en situaciones y acontecimientos ordinarios o penosos, la manera con que Dios obra amorosamente en el hombre.  Es como una coloración más profunda que aparece, tras largo tiempo, a través de la capa superior.  El pasado puede cobrar un viso diferente.  Nadie conoce su pasado de una manera definitiva.  La experiencia del presente puede dar al pasado otra luz y otra claridad, y permitir leerlo en profundidad.

Así es cómo las cosas pasadas se asientan para Sor Teresa, mientras escribe, en una conciencia más profunda acerca de la manera con que toda su vida ha sido conducida por Dios.  El hecho mismo de que ella haya podido escoger a Dios se constituye en un don gratuito «sin mérito alguno por (su) parte» (Ms C, 35rº).

Esta opción por Dios se encarna para la religiosa en la vida contemplativo, consagrada enteramente al honor y al amor de Dios, y llamada a provocar en este único amor la eclosión de cualquier otro amor a los hombres o a las cosas.  Vistas concretamente, la amistad humana y la alegría terrena podían entrañar para Teresa el riesgo de aminorar su amor.  Hay un pasaje en sus escritos en el que expresa tener conciencia de tal peligro.  A propósito de su «presentación» en sociedad, en Alençon, escribe: «Todo era alegría, felicidad en torno de mí.  Me veía festejada, mimada, admirada. (…) Confieso que aquella vida no carecía de encantos para mí. (…) El corazón se deja fácilmente deslumbrar». (Ms A, 32vº.) Y a propósito de sus amistades: «Si mi corazón, sensible y amoroso, hubiera encontrado un corazón capaz de comprenderlo, se habría entregado a él fácilmente. ( ) Con un corazón como el mío, se hubiera dejado prender y cortar las alas... » (Ms A, 38rº.) Mientras san Agustín se dirigía con una cierta melancolía a la Belleza Suprema diciendo: «Tarde te amé», Teresa reconoce que su corazón ha sido «dirigido hacia Dios desde su primer despertar ... » (Ms A, 4Orº.) Su vocación le parece una elección cumplida por el Señor mismo, una confirmación de las palabras de Jesús: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Jn 15, 16).  Ahora ella está consagrada al Señor en su vocación al Carmelo, y esta vocación constituye la felicidad de su vida.

Desde otro punto de vista todavía, Teresa ve su vocación como un favor de pura misericordia.  Con la sensiblería involuntario, pero insuperable, de su temperamento, se veía a los catorce años todavía «en los pañales de la niñez»: «Era necesario que Dios obrase un pequeño milagro para hacerme crecer en un momento. (Ms A, 44vº).  En la autobiografía hallamos una verdadera y literaria puesta en escena, tal vez inconsciente, destinada a conducir el espíritu hacia la liberadora «gracia de Navidad.. Una multitud de detalles ponen de relieve la lamentable hipersensibilidad que hace a la niña derramar lágrimas a raudales. ¡Entonces es cuando se realiza la liberación! «La obra que yo no había conseguido realizar en diez años, Jesús la consumó en un instante, contentándose con mi buena voluntad, que, por cierto, nunca me había faltado.» (Ms A, 45vº.) La existencia de esta buena voluntad era, en verdad, importante, era como una especie de rescate: «Tenía que comprar, por decirlo así, con mis deseos esta gracia inestimable.. (Ms A, 43vº.) Pero ¡qué desproporción entre esta buena voluntad y la liberación efectiva! ¡Entre esos «diez años» y «un instante»! Teresa subraya que no ha hablado aquí más que de la sola misericordia de Dios, que trasciende todos los méritos.  Y esta etapa de su pasado es un punto de apoyo para su futuro.

De todas estas gracias, Teresa ha hecho una exposición condensada en sus consideraciones sobre la figura de Magdalena (Ms A, 38v-39rº).  En lo más íntimo de sí misma, se siente emparentado con esta figura típica.  Escribe: «¡No es mérito mío alguno el no haberme entregado al amor de las criaturas, puesto que fue la misericordia de Dios la que me preservó de hacerlo!... Si el Señor me hubiera faltado, reconozco que habría podido caer tan bajo como santa Magdalena, y las profundas palabras de nuestro Señor a Simón resuenan con gran dulzura .en mi alma... Lo sé: "aquél a quien menos se le perdona, menos AMA".  Pero sé también que Jesús me ha perdonado a mí más que a santa Magdalena, puesto que me ha perdonado prevenientemente, impidiéndome caer».  Teresa piensa, en efecto, que hay mayor misericordia en retirar del camino una piedra con la que se puede tropezar que ayudar a levantarse a quien ha tropezado y caído.  Por eso se considera ella más amada por Cristo, que no vino a rescatar a los justos, sino a los pecadores. ¿Y qué conclusión saca? «El quiere que yo le ame, porque me ha perdonado, no mucho, sino TODO.  No ha esperado a que le ame mucho como santa Magdalena, sino que ¡ha querido HACERME SABER con qué amor de inefable prevención me ha amado él, a fin de que yo ahora le ame con locura!... He oído decir que no se ha encontrado todavía un alma pura que haya amado más que un alma arrepentida. ¡Ah, cuánto me gustaría desmentir estas palabras!...» ¡Un conocimiento intuitivo de esta misericordia de Dios, misericordia que contiene a Dios enteramente, ha desenmascarado un gran sofisma!  Su pureza de corazón la hace al mismo tiempo pobre de espíritu, consciente de que todo lo ha recibido.

Teresa prosigue su relato.  Revive su pasado, y este pasado la lanza al entusiasmo y a la gratitud.  En el diálogo con su propia experiencia, escucha la voz de Dios.  Es una larga y fructuosa meditación por escrito.  Así se comprende mejor cómo, después de cerca de cinco meses de redacción, un día siente «mas que nunca» el Amor misericordioso de Dios y se ofrece a él como víctima. ¡El año de 1895 es realmente para ella el año de la Misericordia!  La ofrenda de sí misma al Amor es un punto culminante y, al mismo tiempo, el principio de un nuevo crecimiento.

 

 

3. EN LOS BRAZOS DE DIOS

 

 

9 de junio de 1895.  Domingo.  Fiesta de la Santísima Trinidad.  Radiante mañana de primavera.  En el corazón de Teresa se realiza, durante la celebración de la Eucaristía, un maravilloso encuentro con el Dios del Amor.  Jesús le concede «la gracia de comprender más que nunca cuánto desea Jesús ser amado. (Ms A, 84rº).  Esta luz es de una intensidad deslumbradora.

«Cuánto desea Jesús ser amado.» El giro pasivo de la expresión reserva, a quien lo estudia más de cerca, una sorpresa: este deseo de ser amado se presenta, en primer lugar, como la acción de alguien que ama (activamente).  Es Dios quien toma la iniciativa.  Y amar a Jesús (activamente) se revela como ser amado por él (pasivamente), corno dejarse amar Por él, como abrirse a las oleadas de su amor.

«Pensaba -escribe ella- en las almas que se ofrecen como víctimas a la justicia de Dios a fin de desviar y atraer sobre sí los castigos reservados a los culpables.» La estricta justicia de Dios está, en efecto, en muy alto honor en este tiempo teñido de jansenismo.  Un libro sobre la espiritualidad carmelitana, que lleva el dudoso título de Tesoro del Carmelo, llega a ver en la ofrenda de sí como víctima a la Justicia uno de los fines de la Orden. (El P. Piat decía, muy justamente, de este libro, que de ciertos pasajes del mismo emanaba una atmósfera rigorista y aterrorizante.) Y porque Teresa, esa mañana, se siente interiormente urgida a darse más intensamente a Dios, tal vez, en un primer reflejo, piensa en este género de ofrenda.  Sea de ello lo que fuere, la verdad es que Teresa no siente simpatía alguna hacia este género de ofrenda. ¿Cómo podría ella, pobre pequeño ser, echarse sobre sus frágiles espaldas tan aplastante carga?

Además, la luz que la inunda y penetra es una luz suavísima.  En esta mañana de primavera, lo ilumina y esclarece y calienta todo el sol de la misericordia de Dios, que Teresa ve alzarse cada vez más alto desde hace meses.  En una arrebatada súplica, exclama: «¡Oh, Dios mío!, (...) ¿sólo vuestra justicia recibirá almas que se inmolan como víctimas?... ¿No tiene también vuestro amor misericordioso necesidad de ellas?... En todas las partes es desconocido, rechazado.  Los corazones a los que deseáis prodigárselo se vuelven hacia las criaturas, mendigando en su miserable afecto la felicidad, en lugar de arrojarse en vuestros brazos y aceptar vuestro amor infinito...

¡Oh, Dios mío! ¿Deberá vuestro amor despreciado quedarse encerrado en vuestro corazón?  Creo que si encontraseis almas que se ofrecieran como víctimas de holocausto a vuestro amor, las consumaríais rápidamente.  Creo que os sentiríais dichoso de no veros obligado a reprimir las oleadas de infinita ternura que hay en vos... ¡Oh, Jesús mío, que sea yo esa víctima feliz, consumad vuestro holocausto con el fuego de vuestro divino amor!... » (Ms A, 84rº.)

Terminada la celebración de la Eucaristía, Teresa empieza a redactar un «Acto de ofrenda de sí misma». ¡Este detalle de tiempo revela cuán serio es lo que va a hacer! ¡Se trata de una donación o entrega definitivas!  El hecho de que el texto sea escrito nos garantiza, por lo demás, una expresión fiel de sus ideas.  Este documento, que fija un momento privilegiado de su itinerario interior, se ha conservado.

La unidad de su Acto de ofrenda con el «caminito de infancia» es patente.  No se puede decir: la infancia espiritual es una cosa, la ofrenda al Amor misericordioso es otra.  A partir de ahora, una profunda coherencia reina en la vida de Teresa, todo gira en torno a un eje único y definitivo.  La ofrenda encaja perfectamente en lo más íntimo del trazado del caminito.  Sin embargo, el revestimiento simbólico es diferente y hay en él un crecimiento intensivo.

Examinemos más de cerca este «acto».  Comienza así: «¡Oh, Dios mío, Trinidad bienaventurada, deseo amaros y haceros amar... (...) Deseo cumplir perfectamente vuestra voluntad y llegar al grado de gloria que me habéis preparado en vuestro reino.  En una palabra, deseo ser santa, pero siento mi impotencia, y os pido, ¡oh, Dios mío!, que vos mismo seáis mi santidad».  El fin (la santidad), la situación de hecho (la impotencia), la solución (la actividad santificadora de Dios mismo) no son aquí cosas nuevas.

Luego, Teresa habla de lo que fundamenta su petición llena de confianza.  Son los méritos de la humanidad de Jesús.  Es la promesa que él mismo hizo de que todo lo que pidiéramos al Padre en su nombre nos sería concedido (cf.  Jn 16, 23).  Mirando seguidamente las cosas de una manera más psicológica, vemos que la carmelita apoya su atrevida esperanza sobre el hecho de que siente dentro de su corazón un gran deseo.  Como anteriormente, pero con mayor intensidad después de tantas luces, está convencida de que Dios no puede inspirar deseos irrealizables.  Ahora dice, citando a san Juan de la Cruz: «Cuanto más queréis dar, tanto más hacéis desear».

Tras una digresión, Teresa afirma su antiguo proyecto de vivir en una total dependencia respecto a la misericordia de Dios que la atrae, y a la que ella se confía como un pobre.  Formula como una especie de voto de pobreza espiritual: «No quiero amontonar méritos para el cielo; quiero trabajar sólo por vuestro amor, con el único fin de complacemos, de consolar vuestro Sagrado Corazón y de salvar almas que os amen eternamente.  En la tarde de esta vida, compareceré delante de vos con las manos vacías, pues no os pido, Señor, que contéis mis obras.  Todas nuestras justicias tienen manchas a vuestros ojos.  Quiero, por eso, revestirme de vuestra propia justicia, y recibir de vuestro amor la posesión eterna de vos mismo.  No quiero otro trono ni otra corona que a vos, ¡oh Amado mío!... » Sor Teresa sabe muy bien que Jesús va mucho más allá de nuestros esfuerzos: «Podéis (...) en un instante prepararme a comparecer delante de vos...

Sigue ahora la ofrenda propiamente dicha.  Teresa se entrega a sí misma amorosamente en un acto de súplica.  Es el movimiento lógico del hombre que ha logrado penetrar en las profundidades del Amor misericordioso de Dios. «A fin de vivir en un acto de perfecto amor, YO ME OFREZCO COMO VICTIMA DE HOLOCAUSTO A VUESTRO AMOR MISERICORDIOSO, suplicándoos que me consumáis sin cesar, dejando que se desborden en mi alma las olas de ternura infinita que están encerradas en vos, para que así llegue yo a ser mártir de vuestro amor, ¡oh, Dios mío.... Que este martirio, después de haberme preparado a comparecer delante de vos, me haga por fin morir, y que mi alma se lance sin demora al eterno abrazo de vuestro misericordioso amor... Quiero, ¡oh Amado mío!, renovaras esta ofrenda a cada latido de mi corazón, un número infinito de veces, hasta que habiéndose desvanecido las sombras, ¡pueda yo repetiros mi amor en un cara a cara eterno!... » Pasando más allá de los límites de la pobreza y del tiempo, Teresa se establece en el corazón del Santísimo, que está pronto a llenar todas las manos vacías que se le tienden y abren con plena esperanza.

En cierto modo, el «caminito» exigía también esta «ofrenda».  Esta viene a ser como el corazón del «caminito», es su expresión en forma de súplica, es su deducción lógica.  Puede hablarse perfectamente de progreso respecto a la «Ofrenda», que es el fruto de una experiencia más íntima.  Han pasado ya seis meses.  Teresa ve ahora «más que nunca» ;la misericordia de Dios y se entrega a ella con una intensidad más acrecentada aún.  Es un movimiento interior de cada instante.

Es verdad que el material simbólico es muy diferente en el «caminito» y en la «Ofrenda».  En el «caminito» Teresa emplea las imágenes del grano de arena, de la montaña, del niño, del ascensor, de los brazos que llevan.  A excepción de la imagen de los brazos (que en el segundo caso ya no llevan sino acogen), estos símbolos ya no aparecen en la «Ofrenda».  Aquí se habla de olas que se desbordan y de holocausto que el fuego consume; interviene, además, el revestimiento de la justicia que envolverá a Teresa.  Pero el contenido es el mismo.

Añadamos todavía algunas observaciones.  En la mente y en el corazón de Teresa, la «Ofrenda a la misericordia de Dios» no constituye en manera alguna una especie de talismán. ¡No se trata de un pequeño «truco» espiritual!  Ciertamente, no basta pronunciar el «acto» una vez para siempre.  Debe convertirse en algo vital, en algo que surja desde lo más íntimo «a cada latido del corazón., como dice Teresa.  Más que con las palabras, esta ofrenda suplicante ha de ser renovada, revitalizada, con la vida misma.  Insiste en apoyarse incansablemente en la confianza.

La «Ofrenda» tampoco conduce a la pura pasividad.  Por lo demás, un estado de exclusiva receptividad es extremadamente raro en la vida espiritual.  Debe mantenerse el alma abierta a la acción de Dios, aplicándose fielmente, en pobreza, al cumplimiento en ella de la voluntad de Dios.

Para terminar, una observación de vocabulario.  En lo sucesivo, a los ojos de Teresa, el amor de Dios es misericordia por constitución, y, a la inversa, la misericordia está totalmente impregnada de amor.  Vemos que la expresión «Amor misericordioso» ya no aparece apenas en el quehacer de su pluma.  Le parece algo así como un pleonasmo: decir en dos palabras lo que se puede decir en una.  Una sola palabra basta: «amor», muy corta.  Y cuando Teresa, al final de su primer manuscrito autobiográfico, redacta una pequeña lista de las fechas memorables de su vida, llama simplemente al 9 de junio: ofrenda de sí misma al «Amor».

 

 

4. LUZ Y OSCURIDAD

 

 

El 9 de junio de 1895 ha puesto en libertad muchas cosas en el corazón de Teresa.  Realmente, los diques se han roto, y las olas del amor de Dios, que ella ha invocado en su ardiente súplica, inundan ya el campo de su alma.  Es un período de fiesta interior, resplandeciente de vida, una invasión de alegría y de experiencia de Dios.  Nunca la contemplativo se había sentido tan invadida por el sentimiento de Dios.  El desierto de otros tiempos se ha convertido en una nueva creación: «Yo haré brotar manantiales en las alturas peladas, y fuentes en medio de los valles.  Tornaré el desierto en estanque, y la tierra seca en corrientes de aguas» (ls 41, 18).  Por el corazón de Teresa corren a oleadas «ríos de agua viva», como lo había prometido Jesús haciendo alusión al Espíritu (cf.  Jn 7, 38-39).  Como en el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz (canción 15), el Esposo se ha convertido para la pequeña esposa en -los levantes de la aurora, en música callada, en soledad sonora, en cena que recrea y enamora».

Este período tiene un carácter netamente místico.  Seis meses después de la consagración a la Misericordia, la carmelita evoca éstas nuevas olas y oleadas: «Madre mía querida conocéis los ríos, o mejor, los océanos de gracias que han venido a inundar mi alma... ¡Ah!  Desde aquel día feliz me parece que el amor me penetra y rodea, me parece que ese amor misericordioso me renueva a cada instante, purifica mi alma y no deja en ella huella alguna de pecado» (Ms A, 84rº.) Es un tiempo en que vive de la mano de Dios: «Ahora, no tengo ya ningún deseo, si no es el de amar a Jesús con locura... » (Ms A, 82vº.) ¡Pero cómo ha logrado este deseo desembarazarse de toda ambición y de todo plan personal!  Ahora, el camino de la santidad es claro como el sol: «Sigo sintiendo la misma confianza audaz de llegar a ser una gran santa, pues no me apoyo en mis méritos, no tengo ninguno, sino en aquél que es la Virtud, la Santidad misma.  El solo, contentándose con mis débiles esfuerzos, me elevará hasta sí, y, cubriéndome con sus méritos, me hará santa» (Ms A, 32vº). ¡Cómo se ha convertido ahora su esperanza en teologal, apoyada no en sí misma, sino en el amor de Jesús hacia los hombres, de este Jesús de quien nos viene, como un don, toda la fuerza, y que se halla en estado de trasformar nuestras lagunas en espacios abiertos a sus larguezas! «No deseo tampoco ni el sufrimiento ni la muerte, aunque sigo amándolos a los dos; pero es el amor el único que me atrae.. . (...) ¡Ahora, sólo el abandono me guía, no tengo otra brújula!... Ya no puedo pedir nada con ardor excepto el cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios sobre mi alma, sin que las criaturas logren ponerle obstáculos.» (Ms A, 83rº.)

Este estado dura hasta la Pascua de 1896. «Gozaba por entonces de una fe tan viva, tan clara, que el pensamiento del cielo constituía toda mi felicidad» (Ms C, 5rº).  Su primer vómito de sangre, el Viernes Santo, le produce un gozo intenso, como si escuchara ya la señal de la próxima llegada del Esposo (cf.  Ms C, 5 rº).

Pero la esposa no está totalmente preparada todavía.  El sufrimiento debe reanudar su actividad purificadora.  El sol desaparece del cielo.  Cae la noche y hunde la fe de Teresa en espantosas tinieblas.  Mientras sube hacia el cielo en el ascensor, según expresión suya, la luz se apaga repentinamente en la caja del ascensor: no sabe ya dónde se encuentra, ni cuánto tiempo durará el apagón, ni si será todavía posible un salvamento.  No queda más que la pura fe y la confianza ciega en la omnipotencia de Dios salvador.  Obrando como pedagogo avisado, el Señor le ha concedido al principio unos meses de alegría desbordante: esta profunda experiencia de la Misericordia de Dios deberá sostener y mantener ahora a Teresa en su fe desnuda.

Se realiza ahora la salida de sí misma a lo largo de «un sombrío túnel».  Es un «país triste».  Una «densa bruma» reina en él.  Es como si nunca antes se hubiera visto el sol. las tinieblas hablan con una voz burlona que grita: «Sueñas con la luz, (...) Sueñas con la posesión eterna del Creador de todas estas maravillas.  Crees poder salir un día de las brumas que te rodean. ¡Adelante! ¡Adelante!  Gózate de la muerte, que te dará, no lo que tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada». Y la pequeña sor Teresa queda aterrada ante la idea de proseguir en su descripción: «Temería blasfemar(Ms C, 5vº-7rº).

La fe ahora no es ya un ligero «velo».  Es un «muro que se alza hasta los cielos y cubre el firmamento estrellado». ¡Mas nunca ha vivido tan intensamente de la fe! «Aun no gozando de la alegría de la fe, procuro al menos realizar sus obras.  Creo haber hecho más actos de fe de un año a esta parte que en toda mi vida.- A pesar de todo, gracias a su confianza ciega, a su abandono, puede exclamar: «Señor, me colmáis de ALEGRIA con TODO lo que hacéis».  Hoy, se halla en estado de comprender que existan ateos.  En otro tiempo «(le) parecía que hablaban en contradicción con sus convicciones íntimas al negar la existencia del cielo».  Ahora, lo sabe: la fe es una gracia a la que nuestra alma debe permanecer siempre abierta.  Percibe con agudeza la importancia que tiene la oración hecha en favor de los demás.  Fija objetivos a su sufrimiento.  Lo ofrece por los incrédulos y los pecadores.  Contemplando su propia pobreza, se siente solidaria.  Sabe que está sentada «a la mesa de los pecadores».  Como una buena ama de casa, quiere comer con ellos «el pan del dolor».

El Nuevo Catecismo holandés contiene a este respecto el bello pasaje que sigue: «Teresa hubo de conocer y sufrir terribles dudas contra la fe, antes de morir a los veinticuatro años en su Convento.  Nada quedaba de su fe fuera de su postrer abandono: quiero creer, ven en ayuda de mi poca fe.  Esta joven se convertía, así, en una santa digna de ocupar un lugar entre los héroes citados en Hebreos 11.  En medio de la gran crisis de fe que sus contemporáneos en Europa -tanto intelectuales como obreros- estaban atravesando, ella soportó este sufrimiento con ellos, sumida en el más extremo abandono al amor durante dieciocho meses. ¡Cuántas vidas han hallado ahí su nacimiento!» (p. 346, ed. francesa.)

Algunas veces, es verdad «un pequeño rayito de sol» traspasa las nubes, pero se trata de un rayo fugitivo como un relámpago: «Entonces la prueba cesa por un instante.  Pero luego, el recuerdo de este rayo de luz, en lugar de causarme gozo, hace más densas mis tinieblas».  Uno de estos pequeños rayos de luz ha debido de ser el sueño del 10 de mayo de 1896, durante el cual Teresa se encuentra con la Venerable Ana de Jesús, que trasplantó de España a Francia y a Bélgica la reforma teresiana (cf.  Ms B, 2rº).  Otro momento de gran felicidad es aquél en que, durante su oración interior, recibe una respuesta a los deseos apostólicos que la atormentan: una comprensión deslumbradora del valor que tiene el amor.  Teresa conoce aquí definitivamente su lugar, el que debe ocupar: en el corazón del Cuerpo Místico que es la Iglesia, Teresa será el amor.  Estas dos experiencias quedan relatadas en el que se ha llamado Manuscrito B, la segunda parte de la autobiografía.  Este pequeño tratado -originalmente una carta a su hermana sor María del Sagrado Corazón- es un documento de un valor inmortal y la Carta Magna de su doctrina sobre la infancia espiritual.

 

 

5. LA CARTA MAGNA

 

 

Tenemos que hacer algunas observaciones previas acerca de la estructura externa y material de esta carta, que tiene una historia bastante singular.  Teresa empieza por tomar dos grandes folios de papel de cartas, los pliega en dos y los llena completamente: éstos por tanto, hacen ocho páginas.  Luego toma un nuevo pliego grande, lo dobla en dos a guisa de cubiertas para los dos folios ya escritos, y se encuentra por consiguiente ante una nueva primera página, que llena igualmente.  Lo que actualmente figura como primera parte del Manuscrito B en la edición francesa en facsímil y en la edición francesa impresa [y en la española], no fue escrito de hecho, cronológicamente, sino como segunda parte.  Por consiguiente, en este orden hemos de leer el manuscrito, pues las primeras páginas sintetizan y esclarecen a las siguientes.

La carta es depositada entonces a la puerta de María.  Pero María no comprende.  El centro y fondo de su contenido escapan a su comprensión.  Abre asombrada los ojos ante los deseos impetuosos de su joven hermana, -¡la más joven!-, se desanima, y termina por pedir explicaciones más precisas.  Estas llegan inmediatamente: es la carta del 17 de septiembre de 1896, que viene a ser corno la tercera parte del Manuscrito B: una nueva tentativa para poner en su punto la esencia de la «pequeña doctrina» (ésta es la expresión misma de Teresa).  No podemos exponer aquí más que las líneas maestras de estas páginas, que pertenecen a lo que hay de más sublime en la historia de la literatura espiritual.

El relato de] sueño alentador del 10 de mayo es, según Teresa, un bello preludio a lo que a continuación expone.  En el curso de su sueño, emerge del inconsciente -¡Teresa está, pues, en él profundamente viva!- la pregunta: «¿Acaso Dios no me pide algo más que mis pobres pequeñas acciones y mis deseos? ¿Está él contento de mí?» Y recibe una respuesta afirmativa.  La alegría despierta a Teresa.  Este sueño quedará grabado para siempre en su corazón, y siempre verá en él una señal del Señor en medio de la oscura prueba en que se halla inmersa, una garantía de que su camino es recto.  Precisamente porque en esto ve ella resumido su «caminito»: hacer todo lo que pueda con sus «pobres pequeñas acciones» y, en cuanto a lo demás, con sus «deseos»; confiar en que el Señor se contente con su impotencia y que te dé lo que ella no puede adquirir por sí mismaDe ahí que este relato constituya una introducción ideal a la «pequeña doctrina» de Teresa.

Prestemos atención, por un instante, a estas palabras: «pobres pequeñas. acciones.  En Teresa, no son éstas palabras vacías, diminutivos corrientes, con el fin de presentar más graciosamente las cosas. ¡Esta gran contemplativa carga de sentido las fórmulas que emplea!  Cree lo que dice y está convencidísima de su pobreza y de sus limitaciones.  En esta línea hemos de interpretar el frecuente uso de la palabra pequeño en el Manuscrito B. La pequeñez es el clima vital de Teresa, pero adivinamos cuánta nobleza se esconde en esa palabra-clima.  Pequeñez es aquí hondura de humildad, olvido de sí, espacio libre para ese Dios infinitamente más grande que ella, verdad, libertad para el servicio.  Estos son los pobres, los pequeños a los que Jesús declaró bienaventurados en el Sermón de la montaña.  Teresa se cuenta resueltamente en su número y compañía.  Mira a las «almas pequeñas" como amigos privilegiados de Jesús, y aun propiamente hablando, como la única clase de amigos a los que él ama. quien no se hiciere como niño, no obtendrá el Reino de los cielos, dice Jesús a todos los hombres (cf.  Mt 18, 3).

Teresa quiere evitar toda perspectiva de grandeza.  Recuerda sus «infidelidades», sus «flaquezas», sus «faltas».  En ningún momento se coloca al lado de los perfectos.  Resulta típico ver cómo en esta carta subraya incansablemente la expresión «almas pequeñas»: ¡hasta siete veces!  Es ahí, entre ellas, donde se sitúa. ¡Para ellas escribe su pequeña doctrina! Sabe que esas almas son legión.  En el fondo, describe el camino que todo hombre debe seguir.

Es pequeñez no se opone en nada a la magnanimidad. Esto se prueba por los «inmensos deseos» que describe la carmelita (Ms B, 2vº-3rº).  Con el ahondamiento de su fe en el Amor misericordioso de Dios, su ardor apostólico y su espíritu de fraternidad universal han crecido vigorosamente. Su responsabilidad espiritual le inspira vehementes aspiraciones.  De tal modo, que llegan a constituir para ella «un verdadero martirio», el martirio del amor, el que ha pedido en la Ofrenda.  El tormento de este fuego consiste en que sus múltiples deseos no pueden, aparentemente, conciliarse ni armonizarse.  Quiere amar sin límites en una vida limitada.  Son deseos «que rayan en lo Infinito». Teresa «desvaría», está fuera de sí, muy por encima de lo razonable.  Ningún ser humano puede hacer realidad ese abanico de deseos, ancho en su abertura como el mundo.  Entre el sueño y el límite hay una tensión insoportable.  Ese es el sufrimiento del gran amor.

Sin embargo, a través de las reflexiones que hace sobre 1Cor 12 y 13, el Espíritu da luz y paz a Teresa.  Comprende cómo, en la comunidad eclesial, es el amor la fuerza motriz, todo como en el cuerpo físico, que depende en su vitalidad del impulso que le da el corazón.  El amor es el don divino que en la Iglesia da vida a la palabra y a la doctrina: «Comprendí que sólo el amor era el que ponía en movimiento a los miembros de la Iglesia; que si el amor llegara a apagarse, los apóstoles no anunciarían ya el Evangelio, los mártires se negarían a derramar su sangre... Comprendí que el AMOR ENCERRABA TODAS LAS VOCACIONES, QUE EL AMOR LO ERA TODO, QUE EL AMOR LO ERA TODO, QUE EL AMOR ABARCABA TODOS LOS TIEMPOS Y TODOS LOS LUGARES... EN UNA PALABRA, ¡QUE EL AMOR ES ETERNO!... Entonces, en el exceso de mi alegría delirante, exclamé: ¡Oh, Jesús, amor mío!... Por fin, he hallado mi vocación, ¡Mi VOCACION ES EL AMOR!... Sí, he hallado mi puesto en la Iglesia, y ese puesto, ¡oh, Dios mío!, vos mismo me lo habéis dado ... ; ¡en el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor!... ¡¡¡Así lo seré todo..., así mi sueño se verá realizado!!!. (Ms B, 3vº.)

Se trata siempre del primer ideal: la plenitud del amor, el perfecto don de sí, la santidad a la que ella tiende.  Pero ese amor cobra aquí una plenitud apostólica.  Experimenta un crecimiento en sus dimensiones sociales y colectivas.  Se hace profundo como el mar y ancho como la playa.  Como antes, ese amor es la respuesta, pero comprendida de una manera nueva, con una significación cada vez más rica en profundidad y en matices.

¿No será que Teresa quiere abarcar demasiado?  Cuando más alta se alza la cima de la montaña, ¿cómo un ser pequeño e impotente podrá alcanzarla? ¿Qué hará para lograrlo?  La respuesta del Manuscrito B es una apelación más intensa al camino ya descubierto de la total confianza en Dios, que nos eleva, él mismo, hasta la cumbre.  El «secreto» de Teresa para conseguir el éxito de su empresa es su actitud, plenamente vivida, de radical receptividad.

Efectivamente, de nuevo se ofrece llena de esperanza al Misericordioso: «No soy más que una niña, impotente y débil.  No obstante, es esta mi misma debilidad la que me inspira la audacia de ofrecerme como víctima a tu amor, ¡oh, Jesús!» (Ms 8, 3v".) y el recuerdo de que la Nueva Alianza es una economía de misericordia.

Habla entonces de la actividad del amor que quiere desarrollar, y que, a pesar de toda su radicalidad, muestra siempre un semblante modesto y ordinario.  Bajo el símbolo del pajarillo, expone más detalladamente la actitud llena de confianza que adopta en medio de la debilidad y de la prueba, e impresiona constatar en este ambiente interior la presencia de la paz, de la alegría y de la fidelidad en la fe, así como la ausencia de temor, de tristeza y de renunciación (fc.  B, 4vº-5rº).

El conjunto del texto está escrito en forma de súplica, pero la invocación a Jesús cobra, hacia el final, una intensidad de maravillosa belleza.  Sus pensamientos giran y se desarrollan en torno al eje misericordia-conflanza.  Citemos todavía lo que sigue: «¡Oh, Jesús, déjame que te diga, en el exceso de mi gratitud, déjame que te diga que tu amor llega hasta la locura!... ¿Cómo quieres que ante esta locura mi corazón no se lance hacia ti? ¿Cómo habría de tener límites mi confianza?...(…) Soy demasiado pequeña para hacer grandes cosas y mi locura consiste en esperar que tu amor me acepte como víctima... (…) Un día, yo lo espero, vendrás, Aguila adorada, a buscar a tu pajarillo; y remontándose con él hasta el Foco del amor, te hundirás por toda la eternidad en el ardiente abismo de ese amor, al cual se ofrece, él mismo como víctima (…) ¡Cuán inefable es tu condescendencia!... Siento que si, por un imposible, encontrases a un alma más débil, más pequeña que la mía, te complacerías en colmarla de favores mayores todavía, con tal que ella se abandonara con entera confianza a tu misericordia infinita. (Ms B, 5vº).

A continuación, como ya lo hemos explicado, Teresa escribe las páginas que figuran actualmente como las dos primeras.  Estas constituyen un esclarecimiento de lo que ya ha escrito.  Subrayan una nueva fe: de una parte, por el fin que domina su vida («la ciencia del amor», que vale más que todos los tesoros y es la sola cosa que merece codiciarse); de otra, por la actitud que debe adaptarse para recibir el amor. «Jesús se complace en enseñarme el único camino que conduce a esta divina hoguera.  Este camino es el abandono del niñito que se duerme sin miedo en los brazos de su padre... » Y aquí, de nuevo, invoca los textos escriturísticos que forman la base de su camino de infancia (Ms B, 1rº).

La carta del 17 de septiembre a María (CT 176) trata a su vez de aclarar su pensamiento.  Teresa manifiesta que sus deseos impetuosos de martirio no son nada, no son, en manera alguna, el fundamento de su confianza sin límites.  Pueden un día convertirse en «riquezas espirituales (…) que hacen a uno injusto cuando se descansa en ellas». «¡Ah, sé que no es esto, en manera alguna, lo que agrada a Dios en mi pequeña alma! Lo que le agrada es verme amar mi pequeñez y mi pobreza es la esperanza ciega que tengo en su misericordia ...» Y trata todavía, y siempre, de hacer más claro su pensamiento: «Comprended que para amar a Jesús, para ser su víctima de amor, cuanto más débil se es, sin deseos ni virtudes, tanto más cerca se está de las operaciones de este amor consumidor y transformante.  El solo deseo de ser víctima basta, pero es necesario consentir en permanecer siempre pobres y sin fuerzas, y he ahí lo difícil...» Finalmente, en un último esfuerzo de claridad, Teresa llega a esta fórmula magnífica, profunda en su sencillez: «La confianza, y nada más que la confianza, es la que debe conducirnos al amor».

Hace seis años, en 1890, la novicia Teresa había escrito a María Guérin otra carta sobre el amor.  La fórmula entonces era muy diferente: «En cuanto a mí, no conozco otro medio para llegar a la perfección que el amor» (CT 87).  Se hallaba entonces encendida en ardor espiritual.  Se apoyaba todavía en la persuasión inexpresada de que lograría realizar este sueño de amor con sus muy generosas fuerzas personales.  Años de impotencia -pese a toda su generosidad- y una oleada inmensa de luz divina habían de sucederse antes de que la carmelita llegara a su nueva visión.  Su experiencia refleja, tal vez, la de todo cristiano que busca a Dios seriamente en la perfección del amor.

 

 

6. EL MENSAJE

 

 

Una de las tareas a que se entrega Teresa durante los últimos meses de su vida consiste en esbozar y formular su doctrina de manera que pueda comunicársela al mundo en términos concentrados, resumidos, y por lo tanto sencillos. Así, encontramos en sus cartas toda clase de definiciones lapidarias y de descripciones, en las que desarrolla su pensamiento sobre la santidad. Sus opiniones forman un todo coherente: una «pequeña doctrina». Hay algo que le es propio: «mi camino», «mi manera». Teresa comprende que se trata de algo que no es ordinario, de algo especial, diferente de otros acercamientos a la santidad. 

Se emplea ahora frecuentemente toda clase de símbolos característicos.  Por ejemplo, la imagen de Dios Padre, a la que Teresa da con frecuencia la coloración de su experiencia personal con el buenísimo y comprensivo Sr.  Martin. O la imagen del niño, del que habla como visto a través de los recuerdos de su propia y ejemplarísima juventud.  Sin embargo, no hay que pensar por eso que la piedad de Teresa no sea absolutamente cristocéntrica.  Cristo es para ella el centro.  Cristo es el Esposo, pero un esposo que se muestra muy paternal hacia ella, que se reviste de atributos paternales.  Teresa es la esposa, pero una esposa que día a día se hace más como una niña. Además, hay imágenes que sugieren la idea de ser llevada, en oposición a la de moverse por sí misma: los brazos del Señor, el ascensor, el águila que la eleva y la lleva sobre sus alas, etc.

A estas formulaciones han contribuido ciertos factores. Ante todo, la noche del sufrimiento espiritual, y muy pronto la del sufrimiento físico, en las que vivió Teresa. En su sufrimiento, se agarra a sus convicciones de fe, se las formula, se las justifica a sí misma. Aquí, la experiencia da vida a la doctrina.

Está luego la conciencia carismática, que germina en ella, de tener una misión de cara al mundo (cf. CA 16.7.2). Formula esta misión especialmente en las conversaciones que sostiene, en su lecho de enferma,  con sus hermanas.

Finalmente, su actividad de educadora.  Desde marzo de 1896, lleva la carga -sin el título, ¡que   retiene María de Gonzaga!- de unas novicias ávidas de saber.  Tiene que ayudarlas, animarlas, aconsejarlas, responder a sus preguntas, resolver sus dificultades, iniciarlas en la vida espiritual.  Ella les formula sus propias convicciones.

¡Aun fuera de los muros de su convento tiene discípulos!  Por ejemplo, el misionero Roulland, por quien ella ora y a quien escribe.  Es escribiéndole a él, precisamente, cuando Teresa logra exponer mejor sus ideas sobre la armonía entre la misericordia y la justicia de Dios (cf.  CT 203).  Luego, su propia hermana Leonia, que ha fracasado ya tres veces en sus tentativas de vida religiosa y tiene gran necesidad de ayuda y de aliento.  Es un modelo típico de «pequeña alma»: débil, mas inmediatamente de nuevo con buena voluntad.  Queda, por fin, el seminarista Belliére, con quien Teresa se escribe.  Es joven, entrega toda su confianza a la hermana enclaustrada, es muy afectivo, incluso sentimental (ha carecido de padre en su educación), y, por añadidura, se encuentra hundido en múltiples complejos de culpabilidad.  Teresa le abre todas las esclusas de su doctrina sobre la confianza.  Las cartas a Belliére nos dan un conjunto superabundante de los pensamientos de Teresa.