Décima meditación

La unción en Betania


«No son pocos los que hoy se preguntan con perplejidad: ¿Para qué sirve la vida consagrada? ¿Por qué abrazar este género de vida cuando hay tantas necesidades en el campo de la caridad y de la misma evangelización a las que se puede responder también sin asumir los compromisos peculiares de la vida consagrada? ¿No representa quizás la vida consagrada una especie de "despilfarro" de energías humanas que estarían mejor utilizadas, según un criterio de eficiencia, en bienes más provechosos para la humanidad y la Iglesia?

Estas preguntas son más frecuentes en nuestro tiempo, avivadas por una cultura utilitarista y tecnocrática que tiende a valorar la importancia de las cosas y de las mismas personas en relación con su "funcionalidad" inmediata. Pero interrogantes semejantes han existido siempre, como demuestra elocuentemente el episodio evangélico de la unción de Betania: "María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume" (Jn 12,3). A Judas, que con el pretexto de las necesidades de los pobres se lamentaba de tanto derroche, Jesús le responde: "Déjala" (Jn 12,7). Esta es la respuesta siempre válida a la pregunta que tantos, aun de buena fe, se plantean sobre la actualidad de la vida consagrada. ¿No se podría dedicar la existencia de manera más eficiente y racional para mejorar la sociedad? He aquí la respuesta de Jesús: "Déjala".

A quien se le concede el don inestimable de seguir más de cerca al Señor Jesús, le resulta obvio que El puede y debe ser amado con corazón indiviso, que se puede entregar a El toda la vida, y no sólo algunos gestos, momentos o ciertas actividades. El ungüento precioso derramado como puro acto de amor, más allá de cualquier consideración "utilitarista", es signo de una sobreabundancia de gratuidad, tal como se manifiesta en una vida gastada en amar y servir al Señor, para dedicarse a su persona y a su Cuerpo Místico. De esta vida "derramada" sin escatimar nada se difunde el aroma que llena toda la casa. La casa de Dios, la Iglesia, hoy como ayer, está adornada y embellecida por la presencia de la vida consagrada.

Lo que a los ojos de los hombres puede parecer un despilfarro, para la persona seducida en el secreto de su corazón por la belleza y la bondad del Señor es una respuesta obvia de amor, exultante de gratitud por haber sido admitida de manera totalmente particular al conocimiento del Hijo y a la participación en su misión divina en el mundo.

"Si un hijo de Dios conociera y gustara el amor divino, Dios increado, Dios encarnado, Dios que padece la pasión, que es el sumo bien, le daría todo; no sólo dejaría las otras criaturas, sino a sí mismo, y con todo su ser amaría este Dios de amor hasta transformarse totalmente en el ,Dios-hombre, que es el sumamente Amado" (Beata Angela de Foligno)» (VC, 104).

¿Para qué la vida consagrada?

Este icono, puesto para concluir la Exhortación apostólica, afronta con valentía un tema omnipresente, más o menos explícitamente y de una forma más o menos sinuosa, y que se convierte cada vez más en una pregunta de rasgos en ocasiones dramáticos, especialmente en Occidente, en estos momentos de dificultades vocacionales: ¿para qué la vida consagrada?

A la pregunta de «para qué» se han consagrado al Señor, algunos podrían responder espontáneamente: para hacer el bien; otros, para santificarse; unos terceros, para servir al prójimo; y aun otros más, para poder ir a misiones. Y se podría continuar con respuestas parecidas, sinceras y verdaderas; pero que han de profundizarse ulteriormente. Baste reflexionar en el hecho de que, particularmente hoy, se puede hacer el bien sin necesidad de asumir las «complicaciones» de la vida consagrada. Si en el siglo pasado la vida religiosa parecía garantizar el máximo de eficacia en el servicio al prójimo, hoy pueden alcanzarse magníficos niveles de servicio humano y cristiano en cualquier condición de vida.

Respecto a los caminos de santidad, podemos constatar afortunadamente que existen hoy movimientos laicales que cuidan en grado sumo el camino de fe, la práctica de las virtudes cristianas, muchas veces de un modo más visible e incisivo que el que, al parecer, pueda ofrecer la vida consagrada. Con el Concilio, además, y con el descubrimiento del laicado, a algunos les parece que la «vía regia» del servicio al Señor es la del compromiso en el mundo, en las nuevas formas que sólo los laicos pueden asegurar.

Son constataciones, todas ellas, que ayudan a repensar en profundidad las motivaciones de la vida consagrada, la cual sólo en la entrega total y exclusiva al Señor Jesús puede encontrar su «porqué», la razón de su existir. La continua radicación cristológica de la vida consagrada, hecha por el Santo Padre en toda la Exhortación, encuentra aquí una ulterior confirmación. Si, respecto al servicio al prójimo, la vida consagrada ha sido desbancada, y lo podrá seguir siendo cada vez más, por otras formas de servicio que han alcanzado gran eficiencia, su justificación verdadera y última la debe encontrar en otro lugar: la vida consagrada se explica en el plano de la entrega personal al Señor Jesús, una entrega tan absoluta que puede llegar hasta el «dispendio».

La unción de Betania nos dice que la vida consagrada no es primariamente dedicación a un ideal de perfección, compromiso en un proyecto de servicio generoso o desgaste en una misión particularmente dificultosa. Antes que todo eso es una entrega a la persona divino-humana del Señor Jesús. Se necesita haber comprendido quién es Jesús, para entregarse a El. Se necesita haber quedado sorprendidos, maravillados, asombrados, sacudidos, profundamente impresionados por la vida del Señor Jesús, para dejarse llevar por la loca decisión de entregarle la vida a El y de entregarla por El.

Es muy acertada la cita de Ángela de Foligno: «Si un hijo de Dios conociera y gustara el amor de Dios increado, Dios encarnado, Dios que ha sufrido la pasión..., le daría todo». En la vida consagrada se entrega todo a Quien entregó todo. Se entrega uno mismo por entero a Quien, siendo Dios, entregó por entero todo su ser. A quien comprende la enorme distancia existente entre el Todo de Dios y la nada de la criatura, a quien ha vislumbrado, aunque sólo sea por vaga intuición, el abismo existente entre el Eterno y el tiempo, entre el Omnipotente y la fragilidad de la carne, y considera que el Señor de todas las cosas se hizo siervo, se hizo pequeño, padeció, fue rechazado... todo se le hace posible.

El dispendio de una vida

Pero es persistente la mentalidad eficiente y práctica de hoy y de siempre: ¿para qué el «dispendio» de una vida? También aquí, para dar con una respuesta, hay que entrar en la economía del Reino de Dios. Porque la economía del Reino de Dios consiste en no tener economía.

La economía del amor consiste en no tener medida. Dios manifiesta ser Dios, precisamente porque no parece economizar. Las galaxias muestran que en el cosmos se da un dispendio de materia y energía: miles de millones de galaxias, formada cada una de ellas por miles de millones de estrellas mucho más grandes que la tierra. Y, por lo que parece, estamos sólo al comienzo de la exploración del cosmos, cuya observación nos reserva cada día sorpresas mayores: «¡Señor, Dios nuestro, qué grande es tu nombre en toda la tierra!» «¡Los cielos y las estrellas cantan tu gloria!» Dios hace las cosas a lo grande, actúa con una sorprendente amplitud de medios, para decirnos que nada es imposible para El, que todo es juego, que todo es sobreabundancia. Aunque el conjunto, el todo, para mentes fríamente calculadoras, puede aparecer como un dispendio sin un significado definido: «¿A qué viene tanto esplendor?».

Y cuando «Aquel por quien todo fue creado» habitó entre nosotros, utilizó los mismos criterios de esa extraña economía, la misma sobreabundancia, más aún, el mismo dispendio: podía habernos salvado con una palabra, pero quiso tocar nuestro corazón con el exceso y el dispendio de la cruz.

Si la inmensidad de los cielos sobrecoge vertiginosamente nuestra mente, la inmensidad del amor de la cruz nos arrebata irresistiblemente el corazón. A un Dios inmenso, que ama de un modo tan conmovedor, no se le puede regatear la vida, aunque a veces la pida de una forma bastante perturbadora.

La vida consagrada puede aparecer realmente, con más frecuencia de lo que parece, como un dispendio. La persona que hace este gesto incomprensible e insólito de elegir este género de vida resulta realmente extraña. Debe parecer o loca o enamorada. En esta línea de provocación es donde se sitúa frecuentemente la persona que se consagra a Dios. Lo mismo que Jesús se derrochó, con una vida comprometida y dramática, para hacer creíble el amor de Dios, así la vida consagrada se derrocha ahora para dar credibilidad al amor de Jesús por todos los hombres.

Pero la sensación de dispendio no sólo la perciben la gente, los otros y los que observan desde fuera. También la tienen las personas consagradas, a veces a su propia costa: hay momentos de vacío, llegan horas y días en los que se tiene la sensación de perder el propio tiempo, de meter en el frigorífico «posibilidades no bien invertidas», «de malgastarse en situaciones absurdas» que podrían manejarse con mucho más fruto. Pero justo en esas situaciones es donde se nos da la posibilidad de manifestar que hay un Amor que ha de vivirse y testimoniarse siempre y de todas las formas; que esos momentos que parecen vacíos, son en realidad los verdaderos momentos de sabia-locura, lúcida y consciente, que acercan e introducen en la comprensión y, por tanto, en la representación de la misma locura de Cristo. Y en estos momentos es cuando el frasco de nuestra existencia se rompe y perfuma la casa.

El aroma que invade la casa

Teresa de Lisieux, una de las santas más citadas en la Exhortación, tiene una feliz y aguda intuición: «Los cristianos más perfectos, los sacerdotes, piensan que somos exageradas, que deberíamos servir como Marta, en vez de consagrar a Jesús los frascos de nuestra vida, con el perfume que encierran. Pero ¿qué importancia tiene que nuestros tarros se rompan si Jesús es consolado? El mundo, muy a pesar suyo, se ve obligado a percibir los aromas que exhalan y sirven para purificar el aire contaminado que no deja de respirar». Aunque esta reflexión se dirige más específicamente a la vida de clausura, vale también para las otras modalidades de vida consagrada que participan de la misma situación «derrochada» y misionera simultáneamente.

El mismo hecho de «existir» es, en sí, una misión. Guste o no guste a las personas, la presencia de vidas consagradas es una realidad que llena la Iglesia y la sociedad de un perfume absolutamente insólito, el «buen olor de Cristo», justamente porque esa presencia es una memoria viva de su acción, de su amor, de su perenne presencia y de su actualidad.

Los exegetas han hecho notar la vinculación existente entre el pasaje de Juan y el Cantar de los Cantares: «Mientras el rey estaba en su diván, mi nardo despedía su perfume» (1,12), «Tu nombre es como un bálsamo fragante, y de ti se enamoran las doncellas» (1,3).

Jesús es el amado, cuyo perfume embriaga y enamora, que invita a responder con el perfume de la propia vida: sí, una vida que se entrega para agradar al Amado se convierte en una vida de amor intensamente vivida, se transforma en misión, se convierte en misión viviente, puesto que no puede mantenerse oculta ni puede tenerse en secreto, pues está destinada, de un modo u otro, a entregarse, a aparecer, a perfumar el ambiente que, quiérase o no, entra en contacto con esa historia de amor insólita pero decisiva.

Insólita y decisiva porque pertenece al núcleo profundo de la misma historia de la salvación, una historia emblemática que envuelve a todos, por ser la historia de un Amor que está en el origen de todas las cosas, una historia que un día todos vivirán gozosamente, que suscita el asombro y que puede provocar interrogantes, inducir a un serio examen de los fundamentos de la propia existencia. Tú que derrochas tu vida, que rompes tu frasco y dejas salir el perfume de Cristo, tú eres la Esposa que proclama incansable y gozosamente toda la importancia, la belleza y la exclusividad del Esposo.

Para la sepultura

«Ha hecho esto para el día de mi sepultura»: el dispendio de una vida puede suscitar en algunos estupor, pero también compasión. ¿Por qué entretenerse todavía en cosas del pasado? «Dejad que los muertos entierren a sus muertos». ¿Por qué retomar un pasado que está destinado irremediablemente a ser sepultado? En efecto, no son pocos los que piensan que Jesús está muerto y con El los cristianos, que están en las últimas. «Un oasis para los últimos cristianos»: es la definición que un semanario alemán de gran tirada hace de la Iglesia, haciéndose eco de los que piensan ya en el inexorable ocaso del cristianismo.

Pero mientras exista alguien que, como María de Betania con su gesto provocador, es decir, con una vida «extraña», diga: «Aunque todos te abandonen, yo no te abandonaré; aunque todos te crean muerto, acabado, derrotado, sepultado, yo sé que eres el más vivo de todos y te proclamo vivo, más aún, el Viviente», el perfume que alegra la Iglesia y la sociedad no desaparecerá.

¡Y esto también ante ciertas desolaciones apostólicas, ante impresionantes apostasías de adultos y de jóvenes, ante ciertas soledades, incluso en medio del buen pueblo cristiano más o menos distraído o interesado, cuando a uno le parece que se queda «solo con El solo»! Ni entonces hay que tener miedo, porque Jesús es el viviente: el abandono de los hombres no es prueba de la escasa actualidad de Jesús, sino de la carencia de sabiduría del corazón humano, de su ceguera, de su eterna tendencia a la «esclerocardía», al endurecimiento del corazón, a la incorregible superficialidad del ser humano. El cual, cuando está rodeado de algunos bienes, siente la tentación de abandonar al Dador; cuando es gratificado por alguna criatura, es tentado a olvidar al Creador; cuando una luz fatua lo deslumbra, le tienta dejar de mirar el firmamento; cuando siente que la vida late en él, es inducido a pensar que el Autor de la vida se ha eclipsado y se ha adormecido en el sepulcro.

Pero es entonces, en medio precisamente de esta dramática tentación de ceguera, cuando hay que estar al lado de Jesús para reconocerlo y proclamarlo como el viviente, el dador de todo bien y de toda felicidad, como la verdadera alegría del corazón humano. ¡ Señor, ten piedad de los que te creen sepultado! ¡Señor, ten piedad de mí, cuando no te siento como el viviente, el dador de toda vida!

El cuerpo de Cristo

María de Betania manifiesta una atención particular al cuerpo de Jesús, un cuerpo que iba a sufrir, que iba a «entregarse» y a ser entregado «por la vida del mundo». También la vida consagrada ama ese cuerpo, vehículo de la divinidad, imagen del Dios invisible, el más bello de entre los hijos de los hombres, instrumento de la salvación, esplendor de la creación, alegría del corazón de todo ser viviente. Por tanto, podríamos hablar aquí de un cuádruple cuerpo de Cristo al que dedicarnos con María de Betania y como ella.

a) El cuerpo de Cristo histórico, su humanidad

La vida consagrada, especialmente la occidental, se ha fijado con gusto en la humanidad del Señor Jesús, ha contemplado sus misterios, sus opciones y decisiones, se ha conmovido ante sus humillaciones y dolores, se ha sumergido en sus lágrimas, ha recorrido los pasos de su vida desde el pesebre a la pasión y la resurrección. La Exhortación estimula este «cristocentrismo» basado en la divino-humanidad de Jesús, un cristocentrismo cualificado por la imitación de la forma de vida de Cristo casto, pobre y obediente.

La «devoción» a la humanidad de Jesús, con el amor y la sensibilidad de María de Betania, con la mirada maravillada y conmovida de los santos, con el deseo ardiente de una «adhesión configuradora» para hacerlo presente de nuevo en este mundo, es una garantía de la autenticidad de la vida consagrada, que, de esa forma, se mantiene lejos de las tentaciones: tanto de las de un espiritualismo evanescente, como lo sonlas nuevas formas de religiosidad, como de las de un materialismo sin apertura a lo trascendente, como puede inocular el clima secularista. Conviene recordar siempre que la humanidad de Jesús es el camino a la divinización, a la introducción real en el impenetrable mundo divino, suprema aspiración de todo ser humano.

b) El cuerpo místico que es la Iglesia

No se puede amar a Cristo si no se ama su cuerpo, que es la Iglesia. Esta Iglesia concreta, este pueblo santo y pecador, regido por estos pastores, esta Iglesia con sus virtudes y defectos. La Exhortación evoca el amor de los fundadores «por el señor Papa», por el «dulce Cristo en la tierra». Recuerda su empeño por «sentir con la Iglesia», por considerarse «hijos de la Iglesia». Recuerda también el estrecho vínculo con Pedro y con su ministerio de unidad. Es necesario reconocer que necesitamos asegurar y reforzar este amor.

Venimos, en efecto, de unos años turbulentos y difíciles; de períodos de cambios promovidos por las bases que no siempre se sentían comprendidas por el vértice; de un debilitamiento de la visión mistérica de la Iglesia debido, entre otras cosas, a una excesiva presentación de la dimensión sociológica y a visiones individualistas que prevalecían por encima de las visiones solidarias orientadas al bien común; y también, es bueno decirlo, de una perspectiva de fe bastante disminuida.

Todo esto ha contribuido a debilitar, incluso en personas consagradas, el amor a la Iglesia tal cual es en su propia realidad. Pero el amor a la Iglesia es el amor puro y sincero a la «Esposa bella», a la que la sangre de Cristo ha hecho resplandeciente, «sin arrugas ni manchas», porque el amor del Esposo la rejuvenece continuamente. Este amor se pone de manifiesto, hoy sobre todo, a través de la preocupación por su difusión y por su permanencia.

Por su difusión, con una recuperación del entusiasmo por la «missio ad gentes»: es inútil negar que en estos últimos años se ha producido una disminución de la pasión misionera por difundir el cuerpo de Cristo en todas las partes de la tierra y por su crecimiento en el corazón de los hombres y de su cultura. A la vida consagrada también le compete, y de una manera especial, mantener viva esta pasión, dado que las más grandiosas empresas misioneras han sido su orgullo, dado que se han debido a su coraje y a su pasión (cf. VC, 77 y 78).

Por su permanencia, con la participación en la nueva evangelización (VC, 81), en un momento particularmente delicado para la vieja Europa y para el Mundo occidental en general. «Vivo en la angustia de ver desaparecer la persona de Cristo del horizonte de la humanidad. Es lo más grave que puede suceder, porque Jesús es, más que ningún otro ser humano, el único camino de verdad y de vida», decía recientemente un cristiano francés. Jesús corre el peligro de desaparecer de la memoria de muchos hombres de nuestro tiempo.

También el debilitamiento de la Iglesia institución lleva consigo inevitablemente la disminución de la «memoria de Cristo». Descubrimos, o redescubrimos, cada vez más y mejor, que la institución no es sólo un «velo» del misterio, sino también una forma necesaria, aunque imperfecta, de su presencia. ¿No acontece también en este «medio imperfecto» la ley de la encarnación, haciéndolo vehículo necesario de lo más perfecto?

También aquí se nos presenta el problema de la visibilidad, no sólo de la Iglesia, sino también de la vida consagrada. ¿Hemos optado por todos los mimetismos sólo con vistas a un mejor testimonio u ocultan, en el fondo, un debilitamiento de la «parresia», es decir, del valor y de la libertad de hacer patente la pertenencia al Señor Jesús?

c) El cuerpo de Cristo pobre y sufriente

«Tuve hambre y me disteis de comer». Jesús es amado y servido también en el pobre y en el que sufre. Es un dato sobre el que, en los decenios pasados, no se ha dejado de reflexionar, de mostrar interés, de reaccionar y de actuar. La Exhortación es un eco fiel, no solamente de esos decenios en los que se ha agudizado la «pasión por los pobres», sino también de la amplia historia de servicio de la vida consagrada al Cristo presente en el pobre y en el que sufre (VC, 82 y 83). Se puede afirmar con toda tranquilidad que uno de sus cometidos en este período, en el que se habla mucho de servicio, pero de una forma cada vez más ambigua y hasta instrumental, es precisamente mantener viva entre los cristianos la gran dignidad del servicio, cuyo fundamento reside en el servicio que se hace a Cristo.

En esta dimensión se comprende cuanto se dice en el n. 75: «La búsqueda de la belleza divina (que es Cristo) mueve a las personas consagradas a velar por la imagen divina deformada en los rostros desfigurados por el hambre; rostros desilusionados por promesas políticas; rostros humillados de quien ve despreciada su propia cultura; rostros aterrorizados por la violencia diaria e indiscriminada; rostros angustiados de menores; rostros de mujeres ofendidas y humilladas, rostros cansados de emigrantes que no encuentran digna acogida; rostros de ancianos sin las mínimas condiciones para una vida digna».

Sin la referencia explícita a Cristo a quien hay que servir siempre y en todos, servir con todo entusiasmo y entrega al pobre y al que sufre es realmente una tarea ímproba y ardua. También en esto la vida consagrada recuerda la necesidad de poner a Cristo en el centro, porque es a El a quien hay que amar y servir, es El quien justifica todo servicio.

d) El cuerpo eucarístico

La vida consagrada se ha construido, sobre todo en el segundo milenio, en torno a la eucaristía. La mayoría de los fundadores sintieron verdadera pasión por la eucaristía, en su doble dimensión de celebración y de presencia real. Si hoy la celebración eucarística se ha revalorizado, la adoración eucarística parece merecer mayor atención y más frecuente. Es ante el Cuerpo vivo y verdadero de Cristo donde se han resuelto muchas dificultades; es ante la eucaristía, en prolongados e íntimos diálogos, donde se deshacen nudos intrincados, se fortalecen rodillas vacilantes, se reemprenden caminos, se producen relanzamientos a acciones más comprometidas, se superan alergias y repugnancias, se maduran las grandes decisiones y se vencen los pequeños y grandes combates espirituales. ¡Quien ama la eucaristía difícilmente se desviará del camino justo!

María de Betania

Quien unge los pies y los seca con los cabellos («Con tus trenzas cautivas al rey», Cantar 7,6), es una mujer. Los otros evangelistas también tienen un episodio semejante, pero esta unción de Betania se contiene en un evangelio, el de Juan, que da a las mujeres mucho espacio y protagonismo. Marta y María tienen un papel peculiar en Juan y hablan. La Samaritana es una evangelizadora. La Magdalena es la primera en ver al Señor, es la «oveja» que reconoce la voz del Pastor y la evangelizadora de los apóstoles.

Se ha dicho que difícilmente se habría pronunciado en las comunidades de Juan la expresión: «las mujeres callen en la asamblea». En las comunidades joánicas se hacía realidad el ideal de Pablo, que quedó «incompleto»; pues Pablo, aunque había afirmado la igualdad de hombres y mujeres, tuvo que plegarse a los condicionamientos culturales de su tiempo. Las mujeres en el evangelio de Juan se acercan al ideal del discípulo amado, del discípulo que es tal porque es amado y ama mucho. Y en esto encuentra su dignidad de discípulo y su consistencia.

María, junto a las otras mujeres y junto a la Madre de Jesús, tiene un papel importante porque sobresale en el amor, y el amor es el que constituye al verdadero discípulo. El amor es lo que las permite ser las primeras en intuir la presencia del Señor, ser profetas, presagiar y barruntar. El papel de María de Betania es el papel profético de intuir la tragedia, ya próxima, de la pasión y muerte de Jesús; pero ver en Jesús, no al derrotado, sino al vencedor; intuir, en medio del grito de odio de los enemigos, su serena respuesta silenciosa, es decir, el canto de amor del Esposo; vislumbrar, entre las tinieblas que estaban espesándose, la luz de un Amor que brilla soberano y victorioso por encima de toda barbarie.

María cree en el amor, cree en el Amor hecho carne en Jesús, en su poder desarmado capaz de atraer a sí los corazones en el mismo momento en que los poderosos lo consideran acabado. María cree en el poder regenerador del Amor, en su fuerza, en su capacidad de resistir las grandes riadas, en su vitalidad capaz de vencer hasta a la muerte. Y lo cree porque el amor tiene un nombre: Jesús, el que acaba de resucitar a su hermano Lázaro, el que, pese a todo, es pagado con un odio que lo quiere borrar de la tierra.

María es la profecía de la fuerza suprema del amor, más fuerte que el mal, más potente que la muerte, más hermoso que toda humana falta de nobleza. María es la personificación de la fe en Jesús, de la esperanza en su capacidad de superar todo obstáculo, del amor que socorre a quien es maltratado y despreciado por los demás. María es el icono de la vida consagrada, que no en vano encuentra entre sus filas numerosas mujeres que son como ella, como María de Betania, y están dispuestas a estar cerca de Jesús en las buenas circunstancias y en las malas, a consolarlo en los que lloran, a perfumarlo en los que son despreciados, a expresarle todo su amor en los que están abandonados. María, gracias a Dios, vuelve a vivir en miles de millones de mujeres consagradas que expresan incesante y elocuentemente su amor a Jesús con su vida y su entrega total.

María y las mujeres consagradas, hoy

María de Betania comprendió mucho del misterio de Cristo, mucho más que las otras mujeres y los otros hombres que allí estaban. Su gesto pone de manifiesto las extraordinarias aportaciones que el genio femenino ha dado y puede dar a la Iglesia del futuro.

María —retornando al contenido de la Exhortación— es el corifeo de «las mujeres consagradas, llamadas a ser, de una manera muy especial y a través de su dedicación vivida con plenitud y con alegría, un signo de la ternura de Dios hacia el género humano y un testimonio singular del misterio de la Iglesia, la cual es virgen, esposa y madre» (VC, 57).

Su presencia «ayuda también a los hombres a revisar sus esquemas mentales, su manera de autocomprenderse, de situarse en la historia e interpretarla y de organizar la vida social, política, económica, religiosa y eclesial». «En este contexto, la mujer consagrada, a partir de su experiencia de Iglesia y de mujer en la Iglesia, puede contribuir a eliminar ciertas visiones unilaterales, que no se ajustan al pleno reconocimiento de su dignidad, de su aportación específica a la vida y a la acción pastoral y misionera de la Iglesia. Por ello, es legítimo que la mujer consagrada aspire a ver reconocida más claramente su identidad, su capacidad, su misión y su responsabilidad, tanto en la conciencia eclesial como en la vida cotidiana» (VC, 57).

Conviene releer todo el n. 58, en el que se habla de un futuro que prevé una más generosa acogida a todos los carismas de la mujer consagrada en la Iglesia:«Urge, por tanto, dar algunos pasos concretos, comenzando por abrir espacios de participación a las mujeres en diversos sectores y a todos los niveles, incluidos aquellos procesos en que se elaboran las decisiones, especialmente en los asuntos que las conciernen más directamente». Y además: «Hay motivos para esperar que un reconocimiento más hondo de la misión de la mujer suscitará cada vez más en la vida consagrada femenina una mayor conciencia del propio papel, y una creciente dedicación a la causa del Reino de Dios».

¿Qué sería del mundo sin religiosos?

«¿Qué sería del mundo si no existieran los religiosos?», decía Jesús a santa Teresa de Avila. Pablo vi inició ya una respuesta: «sin este signo concreto, la caridad que anima la Iglesia entera correría el peligro de enfriarse, la paradoja salvífica del evangelio se edulcoraría, la sal de la fe se diluiría en un mundo en vías de secularización» (Evangelica Testificatio). «La Iglesia no puede renunciar absolutamente a la vida consagrada, porque expresa de manera elocuente su íntima esencia "esponsal". En ella encuentra nuevo impulso y fuerza el anuncio del evangelio a todo el mundo. En efecto, se necesitan personas que representen el rostro paterno de Dios y el rostro materno de la Iglesia, que se jueguen la vida para que los otros tengan vida y esperanza. La Iglesia tiene necesidad de personas consagradas que, aún antes de comprometerse en una u otra noble causa, se dejen transformar por la gracia de Dios y se conformen plenamente al evangelio» (VC, 105).

Por eso, «el derroche» de la vida consagrada debe ser comprendido y promovido por todos con la «estima, la oración, y la invitación explícita a aceptarlo». Por eso, «es importante que los obispos, presbíteros y diáconos, convencidos de la excelencia evangélica de este género de vida, trabajen para descubrir y apoyar los gérmenes de vocación con la predicación, el discernimiento y un competente acompañamiento espiritual. (...) Toda la comunidad cristiana –pastores, laicos y personas consagradas– es responsable de la vida consagrada, de la acogida y del apoyo que se han de ofrecer a las nuevas vocaciones» (VC, 105). Son palabras que recogen el eco de las que se pronunciaron repetidas veces en el Sínodo: «De re nostra agitur», se trata de cosas que nos conciernen, que atañen a toda la Iglesia, que exigen el esfuerzo de todos.

Porque, si llegaran a faltar las personas consagradas, ¿quién impulsaría a pensar que Dios es simplemente Todo y que a El se le puede dar todo?

¿Quien induciría a pensar, incluso en forma de desafío, que amar y servir al Señor es y sigue siendo lo más bello que una persona puede hacer en este mundo pasajero y la forma más perfecta de vivir esta vida que se nos escapa?

 

Conclusión

El hilo del itinerario


Al comienzo del camino espiritual de la persona consagrada está, por tanto, la seducción de Dios (Transfiguración), que pone en contacto con la belleza y el amor de Cristo, imagen del Dios invisible. Pero cuál es el género de la belleza y del amor divinos sólo se comprende estando a los pies de la cruz (María y Juan). El amor ofrecido, que se ha de vivir y testimoniar, es eterno y para toda la eternidad: la vida consagrada debe recordarlo (Pedro y Juan).

Este amor es total y totalizante, es un amor esponsal (Pedro y María). Para comprenderlo es necesario confrontarse con Dios (lucha de Jacob), vivir como hermanos (la comunidad de Jerusalén), servir con humilde entrega (lavatorio de los pies), anunciarlo con el coraje de los profetas (Elías), arrostrar la incomprensión de los hombres para estar contentos de poder servir siempre y del modo que sea al muy amado Señor Jesús (Betania).

Éste es el hilo conductor del itinerario que merece una atenta consideración, dada su riqueza tan sugestiva.