Novena meditación

Elías, profeta audaz
y amigo de Dios


Elías, el «profeta audaz y amigo de Dios, vivía en su presencia y contemplaba en silencio su paso, intercedía por el pueblo y proclamaba con valentía su voluntad, defendía los derechos de Dios y se erguía en defensa de los pobres contra los poderosos del mundo (cf. 1 Re 18-19)» (VC, 84). La presentación de Elías como icono de la profecía de la vida consagrada es muy oportuna y estimulante, no sólo porque tiene raíces profundas en la tradición bíblica y eclesial, sino también por su analogía con situaciones que se repiten en nuestro tiempo. Elías es el profeta que luchó vigorosamente en dos frentes: en defensa de la unicidad de Dios contra la idolatría expansiva y el sincretismo y en defensa del pobre y oprimido contra los poderosos de la tierra.

La Exhortación apostólica, como ya hemos indicado, ha elegido la figura del profeta Elías como figura emblemática de la profecía de la vida religiosa, precisamente para sintetizar los dos aspectos de la profecía, tal como aparecieron en el Sínodo de los obispos: el aspecto más típico de los países pobres del Tercer Mundo y el más típico de los países ricos de Occidente. En los primeros se considera a la profecía ante todo como vinculada a los pobres; en los segundos, la profecía es anuncio de la primacía de Dios, más aún, de la realidad de Dios, del Dios de Jesucristo, del único Dios vivo y verdadero.

Queremos detenemos en la profecía en nuestro mundo occidental, en el que hay que discernir los signos de la acción y de las demandas del Espíritu para responder a ellas, pero en el que también hay que ofrecer los «signos de la vida nueva», presentar la «sal del evangelio» y proporcionar «la medicina de la enseñanza divina». Es necesario, en una cultura cada vez más refinada y compleja, ofrecer algo limpiamente evangélico, legible al menos por los hombres de buena voluntad, algo que resulte «profético».

En nuestro contexto occidental

«En nuestro mundo, en el que parece haberse perdido el rastro de Dios, es urgente un audaz testimonio profético por parte de las personas consagradas. Un testimonio ante todo de la afirmación de la primacía de Dios y de los bienes futuros, como se desprende del seguimiento y de la imitación de Cristo casto, pobre y obediente, totalmente entregado a la gloria del Padre y al amor de los hermanos y hermanas. La misma vida fraterna es un acto profético, en una sociedad en la que se esconde, a veces sin darse cuenta, un profundo anhelo de fraternidad sin fronteras. La fidelidad al propio carisma conduce a las personas consagradas a dar por doquier un testimonio cualificado, con la lealtad del profeta que no teme arriesgar incluso la propia vida» (VC, 85).

Y además: «el cometido profético de la vida consagrada surge de tres desafíos principales dirigidos a la Iglesia misma: son desafíos de siempre, que la sociedad contemporánea, al menos en algunas partes del mundo, lanza con formas nuevas y tal vez más radicales. Atañen directamente a los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, y alientan a la Iglesia, y especialmente a las personas consagradas, a clarificar y dar testimonio de su profundo significado antropológico.

En efecto, la elección de estos consejos, lejos de ser un empobrecimiento de los valores auténticamente humanos, se presenta más bien como una transfiguración de los mismos. Los consejos evangélicos no han de ser considerados como una negación de los valores inherentes a la sexualidad, al legítimo deseo de disponer de los bienes materiales, y de decidir autónomamente respecto de sí mismo. Estas inclinaciones, en cuanto fundadas en la naturaleza, son buenas en sí mismas. La criatura humana, no obstante, al estar debilitada por el pecado original, corre el peligro de secundarlas de manera desordenada. La profesión de castidad, pobreza y obediencia supone una voz de alerta para no infravalorar las heridas producidas por el pecado original, al mismo tiempo que, aun afirmando el valor de los bienes creados, los relativiza, presentando a Dios como el bien absoluto.

Así, aquellos que siguen los consejos evangélicos, al mismo tiempo que buscan la propia santificación, proponen, por así decirlo, una "terapia espiritual" para la humanidad, puesto que rechazan la idolatría de las criaturas y hacen visible de algún modo al Dios viviente. La vida consagrada, especialmente en los momentos de dificultad, es una bendición para la vida humana y para la misma vida eclesial» (VC, 87).

La Exhortación apostólica pasa luego a examinar las tres grandes tendencias, retos o provocaciones, que siempre están presentes en el mundo, pero que quizás hoy se sientan particularmente, porque se han convertido en «cultura» y «hábito»:

– La primera es la cultura hedonística, «que deslinda la sexualidad de cualquier norma moral objetiva, reduciéndola frecuentemente a mero juego y objeto de consumo, transigiendo, con la complicidad de los medios de comunicación social, con una especie de idolatría del instinto» (VC, 88).

– La segunda es «la de un materialismo ávido de poseer, desinteresado de las exigencias y los sufrimientos de los más débiles y carente de cualquier consideración por el mismo equilibrio de los recursos de la naturaleza» (VC, 89).

– La tercera «proviene de aquellas concepciones de la libertad que, en esta fundamental prerrogativa humana, prescinden de su relación constitutiva con la verdad y con la norma moral (...). ¿Cómo no ver las terribles consecuencias de injusticia e incluso de violencia a las que conduce, en la vida de las personas y de los pueblos, el uso deformado de la libertad?» (VC, 91).

Como puede constatarse, aquí la vida consagrada se ve envuelta y retada en sus tres elementos esenciales, los tres consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. Los cuales, viene bien repetirlo, no sólo tienen una dimensión «ad infra» (hacia dentro), sino que se proyectan «ad extra» (hacia fuera), hacia la sociedad, con una precisa propuesta de reconstrucción y con un intrínseco dinamismo misionero. En consecuencia, la vida consagrada es invitada a convertirse en contraofensiva, a intervenir como «terapia» de y en nuestra sociedad, a empezar a construir una contracultura, a partir precisamente de cada uno de estos ejes de su existencia.

Y esto al menos en tres niveles: el del testimonio de una vida realizada según los consejos evangélicos; el de la crítica y la denuncia de las distorsiones y sufrimientos provocados por la idolatría; y el de la propuesta de una contracultura evangélica capaz de humanizar la sociedad de hoy.

Intentamos examinar con un poco de atención estos niveles del fundamental testimonio profético, característico de la vida consagrada. Además, ésta es una de las partes más originales y prometedoras de toda la Exhortación, precursora de nuevos e interesantes desarrollos. Es obvio que los consejos no agotan el cometido profético de la vida consagrada, aunque forman parte de su núcleo más íntimo.

Cada uno de los desafíos proféticos de la vida consagrada

a) El desafío de la castidad consagrada

La cultura hedonística, en buena parte fruto de la revolución sexual de estos últimos años, que magnifica la total libertad sexual, está marcando en profundidad el comportamiento y, puede afirmarse, el inconsciente colectivo de nuestra sociedad, produciendo uno de los cambios de mentalidad más radicales. Las cuestiones referentes a la sexualidad están tomando, en la mentalidad de la gente, una orientación muy alejada de las orientaciones de la Iglesia y de la tradición cristiana, que son rechazadas a veces expresamente como trasnochadas. En este campo parece que el sentido del pecado se ha debilitado, casi lo ha vuelto del revés una lenta y enervante erosión hedonística. Se abren paso en este terreno nuevos «gurus» que dan versiones muy edulcorantes y recetas mucho más tolerantes y «progresistas» que las típicas de las rigurosas tradiciones cristianas. El desafío es grave. ¿Cuál puede ser la contraofensiva de la vida consagrada?

aa) La primera «respuesta consiste ante todo en la práctica gozosa de la castidad perfecta, como testimonio de la fuerza del amor de Dios en la fragilidad de la condición humana (...). Es necesario que la vida consagrada presente al mundo de hoy ejemplos de una castidad vivida por hombres y mujeres que demuestren equilibrio, dominio de sí mismos, iniciativa, madurez psicológica y afectiva» (VC, 88). Y, ante todo, independencia de los modelos de los medios de comunicación que de ordinario difieren considerablemente de la propuesta cristiana, sobre todo en el tema de la libertad sexual.

Es oportuno insistir en la alegría, ya que ha de aparecer con claridad que la vida consagrada, antes de ser una cuestión ascética o de esfuerzo ímprobo para el dominio de sí y para ir contracorriente, es una historiade amor. Y no una historia de un amor cualquiera, sino «la» historia de amor por excelencia, la decisiva, la que responde a la historia de amor del Creador con la criatura, la que brota antes del origen del mundo y está destinada a no acabar jamás, a no deteriorarse nunca y a vivir en una perenne frescura en la eternidad feliz. Si se toma conciencia de esta historia, de su excelencia, de su trascendencia, entonces se puede entender que pueda decirse que las personas consagradas deben ser las personas más felices del mundo.

Si la nuestra es la más sorprendente historia de amor posible en este mundo, ¿por qué, observa cualquiera, no brilla la alegría? Quienes normal y habitualmente no están serenos y alegres dan la impresión de que su celibato, en lugar de ser una suavísima carga, se les ha convertido en camisa de fuerza. Es verdad que las dificultades no faltan, ya que somos seres humanos y no ángeles del cielo, pero ¿se deja quizá ahogar el Amor por las «riadas impetuosas»?, ¿es más débil el Amor que las «grandes dificultades»?

Y además está la fidelidad, el difícil y entusiasta testimonio de fidelidad en un tiempo de perseverancias débiles, de frágiles compromisos, de una creciente convicción de que la fidelidad es sólo una «vacía ilusión». La fidelidad, en este sector que arrastra muchos sentimientos mutables y los movimientos erráticos del corazón humano, es un testimonio relevante de la potencia del Amor fiel de Dios, de la posibilidad de reemprender el camino, de restañar las heridas con el perdón y de despertar a una nueva vida un amor que languidece. Quien experimenta en la propia vida la fidelidad del infatigable Amor de Dios no puede dejar de convertirse en testigo de una fuerza pacífica y pacificadora como ésta.

ab) La intervención crítica puede partir de concretar específicamente el mar de sufrimientos que surge de la disgregación de la familia, de los sentimientos conculcados, de los esposos abandonados, de los hijos enfrentados o dejados solos, de la dignidad de la persona humana humillada, del embrutecimiento de la pornografía y de la vergüenza de la prostitución infantil, de una sociedad que llega a «no tener corazón» (cf. Rom 1,31) por la exaltación del placer libre e insensible a los sufrimientos de los demás.

Hay que mostrar que la «castidad es una virtud social», según la acertada expresión de Lacordaire. No en vano una de las batallas más firmes planteadas por la Iglesia contra el paganismo fue la emprendida, desde su comienzo, en este campo, cuando ensalzó a la vez la santidad tanto del matrimonio como de la virginidad.

Batalla también hoy necesaria, incluso en el plano cultural, para desautorizar los prejuicios deterministas. Batalla todavía más urgente, si se piensa que la cultura dominante reacciona con histerismo siempre que se intenta impulsar programas educativos, incluso como prevención de espantosas enfermedades, programas basados en la castidad prematrimonial y en la fidelidad conyugal, calificándolos de «irresponsables», en nombre de la liberación de toda «represión».

Es importante resaltar que, después de los horribles sucesos de violencia contra la infancia que conmovieron a Bélgica y al mundo entero, el cardenal Danneels intervino con la misma argumentación que desarrolló en el Sínodo sobre la vida consagrada. Después de destacar cómo la Iglesia es criticada cuando invita al dominio de sí y a asumir el sentido moral, afirma: «Existen vías de comunicación subterráneas entre las tres grandes pulsiones del ser humano: el amor, el sexo y el poder. Estas pulsiones son las tres ramas de un mismo tronco, por el que circula una savia que da la vida, la savia del amor, y otra, la del egoísmo, que genera el cáncer. Estas tres pulsiones, –sexo, tener, poder– pueden ser, por tanto, constructivas o destructivas. No es extraño ver que la mafia del sexo, la sed de dinero y el instinto de poder están unidos. Muchas personas que apetecen el poder terminanparticipando en "corrupciones". Una verdadera idolatría del cuerpo está en la base de este caos: el cuerpo domina al alma. Y el dinero domina al cuerpo».

Y podemos recordar también que Dom Dossetti, pocos meses antes de su muerte, hizo sobre este tema algunas pertinentes observaciones críticas: «El acto sexual tiende cada vez más a separarse de toda norma, buscando exclusivamente un placer cada vez más autónomo y sofisticado, hasta en sus formas más perversas, como ha sucedido siempre en los períodos de decadencia de los pueblos y de una grave pérdida de cultura. Por lo demás, esta obsesión del placer sexual, como puerta a una continua estimulación del instinto natural, lo debilita en sus mismas potencialidades naturales (son notables los altos porcentajes de esta decadencia). Y lleva también (con otros factores concomitantes, como el exceso furibundo de imágenes mediáticas), lleva, digo, a entorpecer las facultades superiores de la inteligencia, es decir, la creatividad, la contemplación natural, el discernimiento, por falta de habilidad para mantener la atención y la confrontación y, en consecuencia, la elemental capacidad crítica».

ac) La propuesta cultural no puede dejar de partir de la experiencia del amor del Señor por parte de la persona consagrada, experiencia que permite desvelar el motivo último y principal de toda existencia humana llamada a celebrar las bodas con Dios y explicar la saludable inquietud presente en el corazón del hombre, oculta hasta en los afectos humanos más intensos, como señal del origen y destino divinos del hombre. El Todo de Dios no sólo dice muchas cosas, sino que también puede llenar toda la persona humana.

Es necesario, consecuentemente, educar en la admiración por las cosas del Espíritu, en la sensibilidad a la belleza y a la limpieza interior, en la fascinación por esa libertad del corazón que, desde la certeza del amor recibido, conduce a la opción por el amor entregado. Educar en la necesidad y en la dignidad del empeño en el control de uno mismo y en la opción por una disciplina inteligente para vivir castos de mente y de corazón y para no caer en la esclavitud de los sentidos y de los instintos.

Sobre todo en este terreno, la oferta se hace creíble por el testimonio personal: «Sí, ¡en Cristo es posible amar a Dios con todo el corazón, poniéndolo por encima de cualquier otro amor, y amar así con la libertad de Dios a todas las criaturas! Este testimonio es necesario hoy más que nunca, precisamente porque es algo casi incomprensible en nuestro mundo. Es un testimonio que se ofrece a cada persona –a los jóvenes, a los novios, a los esposos y a las familias cristianas– para manifestar que la fuerza del amor de Dios puede obrar grandes cosas precisamente en las vicisitudes del amor humano, que trata de satisfacer una creciente necesidad de trasparencia interior en las relaciones humanas» (VC, 88).

Se necesitan trovadores del Amor de Dios, poetas de la maravillosa aventura de poder amar al propio Creador, nuevos cantores de un nuevo "Cantar de los Cantares", que narre, en la época de la revolución sexual, los dolores y las dulzuras del amor de Dios, la aventura tan humana e indecible del eros divino.

Conviene recordar, como conclusión de esta parte, que la presencia crítico-propositiva en este terreno ha sido particularmente débil o latente en estos decenios: ¿temor a recaer en el moralismo de marchamo puritano de años pasados en algunas partes del mundo?; ¿sumisión ante la nueva mentalidad permisiva?; ¿incapacidad ante los poderosos medios de comunicación social?; ¿duda de comprometerse en un terreno en el que uno se considera irremediablemente superado?; ¿pobreza de argumentos adecuados?...

Una realidad se impone: es un tema sobre el que estamos llamados a reflexionar, a dialogar y a hacer propuestas valientes, especialmente cuando se tienen responsabilidades educativas, incluso para vigorizar las fuerzas positivas que pretenden frenar una moda pasajera que nada bueno promete a la juventud de hoy y a la sociedad de mañana.

Y tampoco promete nada bueno a las vocaciones, porque una juventud muy trastornada en este terreno y sumida en un ambiente erotizado, difícilmente percibe el atractivo de una vida tan distinta de la habitual, como lo es la que propone el Señor Jesús, y más difícilmente todavía estará disponible para aceptar la exigente invitación a imitar al Salvador en su vida entregada totalmente a los demás. Salvo, naturalmente, intervenciones milagrosas que no son ni imposibles ni muy raras.

b) El desafío de la pobreza

ba) El testimonio de la pobreza evangélica reviste diversas formas que van desde el compromiso para desarraigar la pobreza a poner todos los bienes a disposición de la causa evangélica; desde llevar una vida sobria a compartir la vida de los más pobres. Cada Instituto tiene su forma de pobreza. Lo importante es que no sea sólo decorativa o de sólo palabras, sino que se caracterice por la entrega y la austeridad personal.

En el Sínodo impresionó la intervención del japonés monseñor Soto, que confesó cándidamente que había comprendido a fondo el valor de la pobreza leyendo la frase de santa Clara: «Amo la pobreza, porque fue amada por Jesús». Ahí reside la esencia del significado de la pobreza religiosa.

Recordemos aquí que la pobreza religiosa ha asumido diversas modalidades, de acuerdo con las diversas misiones y que, por eso, asume diversos significados y diversos «contenidos proféticos».

bb) La crítica frente a las injusticias ha sido en este campo la más practicada en estos años, Hasta dar la impresión, en algunas naciones, de que la vida consagrada estaba comprometida toda ella y exclusivamente en el frente de la pobreza. ¿Quién no ha hablado de estos temas? ¿Quién no ha intentado responder a las «nuevas pobrezas»?

Hoy el problema más llamativo es el robustecimiento, seguro y ufano, del economicismo, el cual, en nombre de la globalización de la economía, lleva a cabo drásticas reestructuraciones y corre el riesgo de producir, especialmente en los países ricos, sectores cada vez más extensos de pobres. ¿Es posible oponerse a este utilitarismo tan extremo que mira decididamente más a los beneficios que al empleo? Es una pregunta que exige una respuesta, pero ésta no puede venir de una vida consagrada aislada, sino de una vida consagrada que sepa reflexionar y trabajar junto a otras personas sensibles y específicamente competentes que, desde diversos puntos de vista, afronten esta compleja, pero ineludible cuestión.

bc) La reflexión cultural debería partir precisamente de la conciencia de que la sobriedad es un correctivo saludable para una mentalidad que parece preocuparse poco del mañana. No son pocos los que sostienen que nuestra generación está dilapidando el ahorro de las generaciones pasadas y despilfarrando los recursos del mañana, cargando así sobre las generaciones futuras los costos de la sociedad del bienestar. «Pero justamente por esto, la pobreza evangélica contesta enérgicamente a la idolatría del dinero, presentándose como voz profética en una sociedad que, en tantas zonas del mundo del bienestar, corre el peligro de perder el sentido de la medida y hasta el significado mismo de las cosas. Por este motivo, hoy más que en otros tiempos, esta voz atrae la atención de aquellos que, conscientes de los limitados recursos de nuestro planeta, propugnan el respeto y la defensa de la naturaleza creada, mediante la reducción del consumo, la sobriedad y una obligada moderación de los propios apetitos» (VC, 90).

Una observación sobre este tema, que tiene un amplísimo campo de aplicación y presupone un notable conocimiento de los mecanismos de la economía mundial: la intervención en los delicados y complejos mecanismos de la sociedad contemporánea hay que hacerla con sentido profético, pero también con humildad y con sentido de la complejidad de los problemas económicos y sociales. En nombre de una cierta superficialidad de análisis, se puede comprometer y neutralizar la causa sacrosanta de la defensa y del servicio a los pobres. Es éste un sector que exige a quien interviene, especialmente cuando quiere descender a cuestiones concretas económicas y políticas, una preparación específica, so pena de producir la irrelevancia y la irrisión sobre los «profetas fáciles» y, por tanto, inocuos. Esta invitación a una «cauta sabiduría» no debe hacer olvidar que es precisamente en esta sociedad, con sus fragilidades e incertidumbres, sobre todo de orden económico y social, donde estamos llamados a ofrecer la medicina que viene del «agape» divino, del amor de Dios por el hombre, particularmente por los más pobres y por los últimos. Y que hacer oír la propia voz, especialmente si va acompañada de intervenciones personales creíbles, pertenece a la profecía perenne de la vida consagrada.

c) El desafio de la libertad en la obediencia

ca) En una sociedad dominada para bien y para mal por el individualismo, «una respuesta eficaz a esta situación es la obediencia que caracteriza la vida consagrada» (VC, 91). La sociedad occidental se ha construido sobre el principio del respeto a la persona y a sus derechos humanos. Y esto es positivo. Pero este principio, «llevado al extremo», puede conducir al individualismo erigido en idolatría, por desinteresarse de toda exigencia de solidaridad y de responsabilidad.

Desde el punto de vista antropológico, en un mundo sin puntos precisos de referencia, y muchas veces a causa de su multiplicidad, la vida consagrada quiere afirmar que Cristo es la norma objetiva, la fuente del sentido y la fuerza de unificación de los pensamientos y de las actitudes fundamentales, a través de los cuales la persona humana crece en su semejanza con Dios.

La obediencia religiosa «hace presente de modo particularmente vivo la obediencia de Cristo al Padre y, precisamente basándose en este misterio, testimonia que no hay contradicción entre obediencia y libertad» (VC, 91). Se trata, en otras palabras, de revivir y volver a presentar el misterio de la libertad de Cristo, el Hijo, que, justamente por ser Hijo, es capaz de ser libre y del sumo acto de libertad que consiste en obedecer a Dios, su Padre, hasta las últimas consecuencias.

La participación en la obediencia del Hijo desvela el misterio de la libertad humana como camino de liberación interior de todo enraizamiento egoísta, para estar en condiciones de prestar una gozosa obediencia a la voluntad del Padre que sabe cómo realizar plenamente a sus hijos y que quiere realizarlos así. Y, al mismo tiempo, desvela el misterio de la obediencia como camino que lleva a la libertad, en la capacidad del don de sí y en la disponibilidad al servicio. Se trata de expresar la propia libertad en la disponibilidad y en la capacidad de servicio, a la manera de Cristo.

Por otra parte, es necesario recordar que si para mejorar el mundo basta emplear la razón, para salvarlo es indispensable participar en la obediencia del Hijo, vivida en «espíritu de fe y de amor» (cf. PC, 14). La obediencia es siempre el medio escogido para la reconstrucción del mundo, si damos crédito a san Pablo: Adán pecó por su desobediencia y Cristo fue exaltado por su obediencia. El mundo decayó en Adán e inició su reconstrucción y rehabilitación en Cristo obediente.

Si la vida consagrada quiere participar en la misión y en el destino de Cristo, debe ocuparse de la salvación del mundo. Aunque el tema se ha marginado unpoco en estos años, la salvación definitiva es el objetivo primario de la acción de Cristo, del cristiano y de la vida consagrada, y esa salvación siempre se ha visto asociada íntimamente a la acción de Cristo.

Salvación que no viene al mundo primeramente por nuestra actividad, sino por nuestra conformidad al plan salvífico del Padre, en sintonía con la obediencia de Cristo. Es éste uno de los puntos sobre los que el examen de conciencia debería ser más lúcido y sincero, puesto que la búsqueda de la eficacia ha privilegiado con demasiada frecuencia las soluciones racionales, dejando a veces entre paréntesis la fuerza salvífica que viene de la obediencia. Como hay que reconocer también que la promoción de los derechos de la persona humana dentro de la vida consagrada ha postergado en ocasiones el sentido de la confianza en Dios y en su voluntad, única fuente de salvación.

cb) La función crítica: no es necesario recordar que el éxito de las «revoluciones por la libertad» (desde la de 1789 a la de 1989), además de a conquistas indiscutibles e irrenunciables de Occidente, también ha llevado a la ilusión de la absoluta independencia de la persona humana.

El hombre occidental, partiendo de la justa libertad conquistada y pacíficamente reconocida en muchos ámbitos de la vida civil (político, económico y cultural), se siente, con todo, tentado a extender esa libertad a otros campos, en los que hay «datos» de naturaleza (y de ley divina) que respetar.

Se incluye a menudo en esta libertad, «ley en sí misma», la búsqueda exasperada del poder, raíz no infrecuente de buena parte de los avasallamientos, de la afirmación de la ley del más fuerte y del oscurecimiento de la ética. «En la cultura contemporánea, junto a maravillosos progresos, se dan lamentables excesos que parecen indicar un doloroso retorno a la barbarie» (Del mensaje del Sínodo, VI). Hay barbarie cuando la sociedad pierde la lógica del bien común y ningún motivo es capaz ya de aunar los ánimos y de enderezar los esfuerzos hacia la construcción de la «casa común».

Hay, por tanto, una rebelión que llevar a cabo frente a la libertad selvática, por su distanciamiento cada vez mayor de la solidaridad; frente a una libertad que se convierte en justificación del egoísmo y de la ceguera para con las necesidades de los más pobres y de los más débiles; frente a una libertad que es un pretexto para justificar la excesiva desigualdad entre las enormes fortunas y el despilfarro de unos pocos y las condiciones de mera supervivencia de masas de personas; frente a una libertad que pone en el mismo plano el bien y el mal.

Jesús fue obediente hasta la cruz, pero era un «obediente rebelde». «Obedecía al Padre y a su proyecto de amor, que quería una vida plena para todos. Rebelde frente a todo y a todos aquellos que actuaban contra este proyecto» (A.P. Spieler). Hay que ser rebeldes frente a una cultura que está alejándose del proyecto de Dios y está creándose ídolos sustitutivos, que «se está construyendo cisternas agrietadas» y se olvida de la fuente de agua viva.

cc) La propuesta cultural debería recorrer la doble vía de la responsabilidad personal y de la corresponsabilidad. La cultura dominante en los últimos decenios ha intentado marginar prácticamente el sentido de la responsabilidad personal. La responsabilidad ha sido imputada habitualmente a la sociedad, con el consecuente debilitamiento de la idea del «deber» personal, de la «conciencia» que asume sus responsabilidades, del respeto a la «naturaleza de las cosas» y a su Creador.

Cuanto más se acentúe el derecho subjetivo a vivir libres, más necesario se hace el discurso sobre la necesidad de la responsabilidad. La libertad, en una palabra, no debe convertirse en libertinaje y relativismo, incluso porque en ese caso sería una obediencia práctica a las leyes de este mundo, que conceden la máxima importancia a los bienes materiales, al placer y al prestigio personal.

La corresponsabilidad se mantiene viva por la vida fraterna en común, en la que «la obediencia, vivificada por la caridad, une a los miembros de un Instituto en un mismo testimonio y en una misma misión, aun respetando la propia individualidad y la diversidad de dones. En la fraternidad animada por el Espíritu, cada uno entabla con el otro un diálogo precioso para descubrir la voluntad del Padre» (VC, 92).

Es interesante, además de útil, recordar lo que dice al respecto el documento sobre la vida fraterna en comunidad, «Congregavit nos in unum»: «La obediencia liga y une las diversas voluntades en una misma comunidad fraterna, encargada de una misión específica que cumplir en la Iglesia. La obediencia es un "sí" al plan de Dios que ha puesto en manos de un grupo de personas un peculiar encargo. Comporta un vínculo con la misión, pero también con la comunidad que debe realizar, en común, aquí y ahora, su servicio; exige también una mirada lúcida de fe para con sus superiores, los cuales "desempeñan su cometido de servicio y de guía". Y así, en comunión con ellos, debe realizarse la divina voluntad, la única que puede salvar» (n. 44). La comunidad religiosa es educadora de estas actitudes, necesarias para crear la cultura alternativa a los aspectos «bárbaros» de la sociedad actual.

En este tiempo nuestro marcado por el pluralismo, sólo una búsqueda común y una común realización de la voluntad de Dios pueden ayudar a reconocer la auténtica voz de Dios, en medio de las otras muchas existentes, para producir una «presencia profética».

De la vida fraterna en común puede derivarse también, y como consecuencia, una reflexión concreta y fecunda sobre la solidaridad, sobre las leyes de una convivencia humana constructiva, sobre la necesidad de contribuir todos y cada uno a la búsqueda del bien común y a su realización en la prosecución de un proyecto elaborado corresponsablemente.

Sabemos lo arduo que es todo esto ya en nuestras propias comunidades y, por tanto, cuánto más lo es en la sociedad civil, donde intereses mucho más rígidos e incluso a veces feroces obstaculizan el mismo perseguir el objetivo del bien común. Pero el evangelio es «buena noticia» precisamente porque permite entrever y seguir nuevos caminos allí donde la vista normal sólo ve caminos cortados y bloqueos insuperables.

Conclusión

No parece nada fácil vivir y ofrecer aquí, en Occidente, la profecía de la vida consagrada, que deriva de los valores de fondo que ella profesa, ya que todo cuanto se dice y se hace parece resbalar por una superficie lisa, dejando a cada cual la libertad de expresar sus convicciones, sus manías y sus «rarezas».

Pero, a decir verdad, la presencia de la vida consagrada no se muestra finalmente tan obvia y normal, es decir, catalogable entre las manifestaciones de rarezas personales: algunas de sus anomalías o comportamientos atípicos e insólitos empiezan de nuevo a llamar la atención y a suscitar interrogantes.

Pero, sea que el mundo esté ciego, sea que quiera ver, la dimensión profética de la vida consagrada no puede faltar, su testimonio profético no debe sepultarse; no sólo por el deber misionero de la vida consagrada, sino por nuestra misma sociedad, en la que viven nuestros hermanos y hermanas, víctimas muchas veces de una mentalidad dominante que se va deslizando hacia la idolatría paganizante.

Conviene recordar que el profeta Elías también se quedó solo, que tuvo que huir y esconderse y que pasó por momentos de desánimo, de miedo y de nausea. Después llegó su momento de influencia pública, de acción eficaz e incisiva y de relevancia profética.

Tampoco la vida consagrada debe perder la paciencia y la confianza en cultivar las grandes orientaciones vitales, críticas y propositivas, que son consecuencia de su género de vida, aunque en algunas ocasiones parezca que caen en el vacío. Siempre llega un momento en el que la profecía está destinada a explotar, a tocar la mente y el corazón, a provocar conmociones, a incidir, en una palabra, en la vida de la gente. Lo único que tiene que hacer es no desnaturalizarse; de lo contrario ya no podrá salar ni podrá «traspasar el corazón» La perseverancia y la confianza en el propio género de vida, el empeño en desplegar todas sus posibilidades proféticas, no pueden dejar de convertir la vida consagrada en un aguijón profético en el flanco de nuestra sociedad, para invitarla a despertar de su sueño, para incitarla, al menos en algunos de los hermanos, a «levantar la mirada hacia el monte de donde viene la salvación».