Octava meditación

El lavatorio de los pies


«Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena (...) se levantó de la mesa (...) se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido» (Jn 13,1 — 2,4-5)» (VC, 75).

Del texto de la Exhortación se desprenden algunos elementos importantes para la reflexión de fe y para la vida diaria.

En primer lugar, el gesto de lavar Jesús los pies es revelador de la realidad de Dios, un Dios que está a disposición de los hombres. No revela solamente a Jesús como Siervo de Dios que ha venido a servir al Padre y a los hermanos, sino que revela además el rostro del Dios «filántropo», amante de los hombres: «¡en Jesús, Dios mismo se pone al servicio de los hombres!» (VC, 75).

Por tanto, no es solamente un acto de humildad, un «buen ejemplo», sino la revelación de quién es nuestro Dios tal y como lo ha dado a conocer Jesús. Jesús se hizo siervo para revelar el verdadero rostro de Dios, su realidad íntima, un Dios siempre a disposición de los hombres, un Dios que no quiere condenar a su criatura o anularla, sino socorrerla, servirla y salir al encuentro de sus hijos. Una primera consecuencia de esto, simple y obvia, es que servir es algo divino.

En segundo lugar. «Él revela al mismo tiempo el sentido de la vida cristiana y, con mayor motivo, de la vida consagrada, que es vida de amor oblativo, de concreto y generoso servicio. Siguiendo los pasos del Hijo del hombre, que "no ha venido a ser servido, sino a servir" (Mt 20,28), la vida consagrada, al menos en los mejores períodos de su larga historia, se ha caracterizado por este "lavar los pies", es decir, por el servicio, especialmente a los más pobres y necesitados» (VC, 75). La vida consagrada, así pues, se ha caracterizado por esta atención privilegiada al servicio. En ciertas épocas, el «lavar los pies» se tomó al pie de la letra, cuando a los enfermos, a los peregrinos y a los pobres en general se les lavaban y besaban los pies, porque esas personas representaban a Jesús. Los pobres y los últimos eran considerados «los vicarios de Cristo».

En tercer lugar, la vida consagrada, a través del servicio desinteresado y generoso, mientras realiza un acto de caridad revela, en las diversas circunstancias y en los distintos tiempos, el verdadero rostro del Dios de Jesucristo, un rostro paternal y maternal, rostro de un amor que acoge todas las miserias y se inclina sobre el dolor humano. El servicio desinteresado es posible, así pues, gracias al «agape» divino del que se deriva una revelación particularmente eficaz.

De aquí emerge el valor «misionero» de la caridad desinteresada, la cual realiza hechos concretos, hechos que hablan con la fuerza de las cosas que muestran la eficacia de cuanto se anuncia.

Siguiendo el texto de la Exhortación, se pueden presentar algunas líneas de una espiritualidad del servicio particularmente actuales para la vida consagrada apostólica o activa.

Las raíces patrísticas de la espiritualidad del servicio

En la Exhortación se citan, explícita o implícitamente, algunos textos patrísticos que merecen especial atención. Si la principal preocupación de nuestros contemporáneos se centra en la eficacia del servicio, en sus condiciones objetivas para que alcance su finalidad, los Padres, en general, prefieren interesarse por las condiciones interiores o subjetivas del servicio. La pregunta que se hacían los Padres era: ¿cómo puede una actividad llegar a ser servicio, es decir, manifestación de la acción del Señor Jesús y del «agape» divino? ¿Cuáles son las condiciones del servicio cristiano? La primera respuesta, común a todos, era la siguiente: no hay servicio cristiano si no va precedido de la contemplación. Podemos partir de los textos de san Agustín, presentes en la Exhortación apostólica:

a) La escala de Jacob, por la que los ángeles suben y bajan, indicando así los dos sentidos o los dos momentos de la mística cristiana. El primer momento, para Agustín, es el «ascensus ad Deum» (la subida a Dios), la contemplación, la comprensión espiritual de la Escritura; y el segundo es el «descensus ad hominem» (el descenso al hombre), que es el momento del servicio. Al final de la subida se encuentran las sublimes páginas de Juan: «Al principio ya existía la Palabra», se encuentra la vertiginosa contemplación del Dios trinitario, el esplendor de la vida divina. Pero inmediatamente después se lee: «y la Palabra se hizo hombre», descendió, se hizo siervo.

De ahí la primera consecuencia: el cristiano sube para bajar. Comprende lo que es el servicio después de haber contemplado a Quien bajó para servir. Si el Verbo ha descendido, quiere decir que rebajarse para servir es cosa divina. La contemplación es necesaria para comprender que Aquel que se hizo siervo es «Aquel por cuyo medio todas las cosas fueron creadas». Así es como el cristiano abraza el servicio, no se avergüenza de servir y se alegra de imitar a su Señor en su «kénosis» (anonadamiento). Es lo que se sugiere en el n. 75 de la Exhortación: «Si, por una parte, la vida consagrada contempla el misterio sublime del Verbo en el seno del Padre (cf. Jn 1,1), por otra, sigue al mismo Verbo que se hace carne (cf. Jn 1,14), se abaja, se humilla para servir a los hombres». Para descender de verdad es necesario subir a lo alto en la contemplación: ésta es la primera lección de los Padres, recogida por la Exhortación apostólica.

b) La segunda lección se presenta unas líneas más abajo de este mismo n. 75, en las que el servicio se vuelve a ilustrar como fruto de la contemplación, partiendo de la experiencia de la transfiguración. Esta vez la cita de Agustín es explícita: «A Pedro que, extasiado ante la luz de la Transfiguración, exclama: "Señor, bueno es estarnos aquí'' (Mt 17,4), le invita a volver a los caminos del mundo para continuar sirviendo al reino de Dios: "Desciende, Pedro; tú, que deseabas descansar en el monte, desciende y predica la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye y exhorta, increpa con toda longanimidad y doctrina. Trabaja, suda, padece algunos tormentos, a fin de llegar, por el brillo y hermosura de las obras hechas en caridad, a poseer lo que los blancos vestidos del Señor simbolizan"».

Aquí termina la cita de la Exhortación, pero Agustín en su comentario sigue: «El cumplimiento de tu deseo, Pedro, se te reservaba para después de la muerte. Pero ahora el mismo Señor te dice: baja a la tierra a trabajar, a servir, a ser despreciado y crucificado. La vida ha descendido para que la maten, el pan para padecer hambre, quien era la vida ha descendido para someterse al cansancio en el camino y la fuente para padecer sed, ¿y tú rehusas trabajar? No busques tu interés. Ten caridad. Proclama la verdad; así llegarás a aquella eternidad en la que encontrarás la paz». El fruto de la contemplación auténtica es, por tanto, el servicio desinteresado.

c) Y hay un tercer texto de Agustín que se refiere a mancharse los pies, un texto que puede ayudarnos a avanzar en la comprensión de la espiritualidad del servicio. El santo doctor, comentando el lavatorio de los pies, llega al momento en que Jesús responde a Pedro: «el que se ha bañado, no necesita lavarse más que los pies, pues el resto está limpio». Aquí le viene a la mente un tema análogo, presente en el Cantar de los Cantares, cuando el amado llama de noche a la puerta de la amada y le dice: «Ábreme, amiga mía, amada mía, paloma mía». Pero ella no quiere abrir, y pone el pretexto de que no quiere mancharse los pies: «Yo duermo, he lavado ya mis pies». «Quien llama –comenta Agustín– es Cristo que replica: "Tú te entregas a la contemplación, pero me cierras tu puerta. Tú buscas tu comodidad, mientras fuera el mal se expande en abundante cizaña y enfría el amor de mucha gente". Por tanto, Cristo llama para sacudir la tranquilidad y grita "ábreme y anúnciame" (Aperi mihi y praedica me). Cierto, quien abre a Cristo y se dedica afuera, en medio de los hombres, al trabajo apostólico, a la fuerza ha de mancharse los pies. Pero se los mancha por amor a Cristo, que espera, al otro lado de la puerta, a muchos, a los que sólo es posible llegar por el camino que pasa a través de la suciedad del mundo».

Mancharse los pies: la espiritualidad del servicio puede parecer menos noble, menos aristocrática, poco «refinada», quizás más basta y menos «elegante» que otras formas de espiritualidad. Pero es una inmersión en la realidad de cada día, allí donde no bastan las bellas palabras que a veces expresan un espiritualismo desencarnado, porque hay que verificarlas, mezclándose muchas veces con la miseria del mundo. Es fácil, por ejemplo, creerse virtuosos cuando no hay ocasiones de practicar la paciencia puesta a dura prueba por la terquedad, la ignorancia o la altanería de otros. En una palabra, es fácil imaginarse ser virtuoso cuando se vive en una fortaleza bien protegida.

La espiritualidad del servicio, el mancharse los pies, reclama también, por otra parte, la necesidad de las duras mediaciones exigidas por tantas formas de apostolado; mediaciones que obligan a mezclarse en muchas situaciones complejas y problemáticas y que parecen alejar del mundo de las «almas nobles». Mancharse los pies, de un modo o de otro, es inevitable, por ejemplo, en la difícil tarea de llevar adelante algunas pesadas actividades que implican problemas organizativos, jurídicos, financieros, sindicales, fiscales, profesionales y otros más, que pueden dar la impresión de hacer más laborioso el camino espiritual y menos «sublime».

¡Cuántas personas consagradas se santifican en un trabajo oscuro y envuelto en los problemas de la moderna cotidianidad, con la impresión de estar engolfadas en las «cosas materiales»! Pero la orientación del corazón es lo que cuenta, lo que redime y ennoblece. Hay pocos vuelos en esta espiritualidad de la cotidianidad, donde el peso de la «obligación de sacar adelante las cosas», la mayoría de las veces penosa y obscuramente, tiene de ordinario poco de poético y de gratificante. La sensación «gratificadora» de estar en un camino de santidad es escasa cuando se está sometido continuamente a solicitaciones de todo tipo que tienden a rebajar el tono y a cubrir de polvo nuestros pies.

Pero un fruto verdadero de una verdadera contemplación es el coraje de sumergirse y perseverar en el duro servicio cotidiano, a imitación del Señor Jesús, que «no se echó para atrás», sino que lo «afrontó con firmeza» y, por ello, tampoco nos ahorra a nosotros las dificultades que se derivan de la inmersión en este mundo, y quiere que también nosotros, como El, pasemos a través de las tribulaciones y las crucifixiones, para resucitarnos con El.

Ser testigos de Cristo siervo en un mundo pobre de Dios, en un mundo que posiblemente no comprende los «signos» que intentamos poner: he aquí otra de las formas más seguras y sólidas de la espiritualidad del servicio, también porque tiene escasa resonancia ypocas satisfacciones que puedan conducir a la autocomplacencia.

Si no se asciende a la contemplación, no se puede descender «como cristianos» a servir; pero, si no se sirve, de nada vale haber subido. Esta es la lección de los Padres, que se trasluce de las líneas sobrias pero densas de nuestra Exhortación.

d) Finalmente, hay otro texto de san Gregorio Magno que completa la visión patrística de la espiritualidad del servicio. Se encuentra al final del n. 82, como a modo de conclusión de esta sección: «Cuando uno se abaja a lo más bajo de sus prójimos, entonces se eleva admirablemente a la más alta caridad, ya que si con benignidad desciende a lo inferior, vigorosamente alza de nuevo el vuelo a lo superior».

Es un texto importante, porque «cierra el círculo»: el servicio no encierra «abajo», sino que capacita para ascender; «discendite ut ascendatis» (descended para que ascendáis); hay que descender para poder ascender. Cuanto más se inclina uno a servir a las necesidades más ínfimas, mayor capacidad e impulso se adquieren para elevarse a Dios. Para conocer a Dios, no hay nada mejor que el servicio. Solamente si te abajas, podrás levantarte a un conocimiento cada vez más verdadero y auténtico de Dios. El «agape» te lleva cada vez más alto cuanto más desciendes para servir. El «retorno a Dios» alcanza su cumplimiento no huyendo de la inmersión en las cosas de este mundo, rehuyendo la «secularidad», se diría hoy, sino introduciéndose en ella cada vez más profundamente.

Aquí, contemplación y servicio se funden; aquí, contemplación y servicio son los dos movimientos indispensables para servir como Cristo y para retornar al Padre como Cristo. Para comprender cada vez mejor el misterio inefable de Dios son necesarios la contemplación y el servicio: los dos movimientos unidos, las dos direcciones y dimensiones juntas, introducen cada vez más y mejor en la comprensión del Misterio que todo lo envuelve y todo lo ilumina.

Las aportaciones modernas a la espiritualidad del servicio

En la Exhortación se exponen también las aportaciones «modernas» a la espiritualidad del servicio, hechas, sobre todo, por dos grandes maestros indiscutibles: san Ignacio de Loyola y san Vicente de Paúl. Toda la riqueza de la historia de la espiritualidad es recordada y presentada en pocos rasgos pertinentes y esenciales.

1. San Ignacio de Loyola está presente, de forma anónima pero perceptible, un poco por todas partes en toda la tercera parte del documento. Su genio espiritual ha dejado una profunda huella en los temas relacionados con la misión. Debemos decir que Ignacio nos ayuda a examinar también las situaciones objetivas de la espiritualidad del servicio.

Si los Padres se habían centrado principalmente en la interioridad, en las condiciones subjetivas para que pudiera darse un verdadero servicio cristiano, y por ello examinaron las relaciones entre contemplación y acción, Ignacio, por el contrario, llama la atención sobre la objetividad del servicio: no basta tener una correcta actitud interior, es necesaria también una postura correcta en relación con la actividad de Dios en el mundo. Estos son algunos elementos, los principales, que están presentes en la Exhortación:

a) El discernimiento está continuamente citado, en más de una parte; esto significa que se presupone que Dios actúa en la historia, que «mi Padre sigue trabajando», como dice el evangelio de Juan. Conviene una vez más dedicar alguna palabra a este tema, ya expuesto, dada su importancia para las tareas que se refieren a la misión en el inmediato futuro.

Hablar de discernimiento significa dar importancia a la historia, prestar atención a los hechos, que han de ser examinados, a los «signos de los tiempos», que han de ser escrutados. Significa practicar una «pedagogía de los signos de los tiempos», de las grandes tendencias de nuestro tiempo, precisamente para realizar un buen servicio.

Que el Papa hable a menudo de discernimiento nos ayuda a comprender que vivimos momentos de plena evolución, en los que las soluciones de otro tiempo ya no se pueden ofrecer. Significa también que el Espíritu está impulsando hacia lo desconocido, probablemente del todo imprevisible, y que para afrontarlo no bastan las soluciones ya conocidas. Quiere decir que no es tiempo de «respuestas prefabricadas» para todas las situaciones, sino de soluciones adaptadas a las diversas circunstancias. El discernimiento en sus diversos momentos (personal, comunitario, del Instituto, y el realizado con toda la Iglesia), según el documento, es el gran instrumento para conocer los caminos, a través de los cuales es posible encontrar al Señor que viene a nuestro encuentro. Para servir es necesario saber «dónde» desea el Señor ser servido: de ahí la importancia del discernimiento.

Se puede afirmar que el futuro de muchas formas de presencia va a depender de la capacidad de discernimiento de los distintos Institutos y de las personas consagradas. El discernimiento es uno de los instrumentos decisivos para la misión y la espiritualidad del futuro. Un instrumento tan decisivo como delicado, porque no es fácil comprenderlo y menos aún utilizarlo. La impresión es que se habla de él más de lo que realmente se le conoce. De ahí la necesidad de conocerlo y usarlo correctamente, para no caer en fantasías de bulto, una de las cuales es ciertamente substituir la voluntad de Dios por la propia o por los propios deseos.

b) Espiritualidad de la acción: «Los Institutos comprometidos en una u otra modalidad de servicio apostólico han de cultivar, en fin, una sólida espiritualidad de la acción, viendo a Dios en todas las cosas, y todas las cosas en Dios» (VC, 74). Si Dios actúa y está presente en todas las cosas, hay que ser, entonces, «contemplativos en la acción», intentar continuamente «verlo en todas las cosas» e interpretarlo todo a su luz.

Se es «contemplativo en la acción» no sólo por estar subjetivamente en contacto con el Señor, sino también por estar en condiciones de descubrir, de «contemplar», su voluntad en la trama de los acontecimientos. También aquí es necesaria una atención a la realidad objetiva, sea para comprender la gran dignidad de los hechos y de la historia, sea para responder a ellos con dignidad: «el bien hecho bien» tiene su origen en la conciencia de la dignidad de la realidad, es decir, de la creación y, por tanto, del respeto a sus leyes, vistas como expresión de una intrínseca voluntad del Creador.

También la laboriosidad es respuesta a Dios que sigue trabajando, es colaboración con su actividad, toma de conciencia de que el Señor nos responsabiliza, de que también depende de nosotros que las cosas vayan a mejor, de que estamos invitados a sacar a la luz todos los talentos que tenemos para ponerlos al servicio del Reino, de que el servicio exige profesionalidad, competencia y preparación específica, además de la entrega y la unión con Dios. Es todo un hermoso ejemplo de humanismo cristiano. «Nihil intentatum», nada ha de omitirse cuando se trata de hacer el bien. Aunque después, como sugiere el mismo san Ignacio, hay que dejar actuar al Señor: todo como si dependiese de nosotros, y todos los resultados como si dependieran del Señor. Máximo esfuerzo en la ejecución y máxima indiferencia respecto de los resultados.

Se comprende qué gran desprendimiento requiere la auténtica espiritualidad de la acción.

c) Se retoma aquí el tema de la «fidelidad creativa», tan importante para un servicio eficaz e incisivo. La Exhortación habla de él en el n. 36, donde trata sobre todo de «la fidelidad al carisma fundacional y al consiguiente patrimonio espiritual de cada Instituto», y luego en el n. 37, donde se subraya la necesidad de la creatividad: «Los institutos, así pues, son invitados a reproducir con valor la audacia, la creatividad, y la santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy (...). Es también llamada a buscar la competencia en el propio trabajo y a cultivar una fidelidad dinámica a la propia misión, adaptando sus formas, cuando es necesario, a las nuevas situaciones y a las diversas necesidades».

Fidelidad y creatividad son dos hermosas indicaciones; pero ¡qué difíciles de conjugar en la práctica! La tan extendida expresión «fidelidad creativa» es una paradoja, una difícil figura, bella literariamente, pero expresión de las tensiones de lo real; figura en la que se intenta conjugar los contrarios de que casi siempre se compone lo real y realizar una casi milagrosa «coincidencia oppositorum».

Conjugar la mirada al pasado, cosa implícita en la fidelidad, con la proyección al futuro, cosa implícita en la creatividad, es una tarea ardua, como conoce bien quien ha participado en capítulos provinciales o generales, donde con frecuencia quien mira a las raíces choca con quien mira a las ramas que han de extenderse. Pero es el reto que nos lanza el Espíritu, para ponernos en condiciones de afrontar los nuevos tiempos y las nuevas situaciones. Por lo demás, la vida consagrada nunca ha sido fácil, sea por sus peculiaridades, sea por las opciones implícitas en sus diversas misiones específicas.

d) Siempre conviene recordar algunas expresiones de san Ignacio: «Nuestro Señor llama a todos y dice: quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo, para que siguiéndome en la pena, me siga también en la gloria». «El amor se ha de poner más en las obras que en las palabras». «El verdadero amor a Dios se manifiesta asumiendo el duro trabajo por el progreso de su Reino».

Por este tipo de espiritualidad, por tanto, la vida espiritual alcanza su cumbre cuando crea hombres y mujeres apostólicos, entregados por entero al servicio de Dios: todas las energías de la persona humana se van empeñando lo mejor posible en favor de la misión. En esto consiste la santificación.

2. San Vicente de Paúl es otro santo moderno citado a propósito de la espiritualidad del servicio (VC, 75 y 82). En este caso la atención se pone en el servicio al pobre, mejor en Cristo presente en el pobre: «El espíritu de la Sociedad consiste en entregarse a Dios para amar a Nuestro Señor y servirlo material y espiritualmente en las personas de los pobres».

La Exhortación trata en diversos lugares y de diversas formas del servicio a los pobres: ésta ha sido una «gloria» de las más constantes de la vida consagrada, además de haber sido abordada frecuentemente desde diversos puntos de vista en estos años de verdadera pasión por las cuestiones relacionadas con la pobreza.

a) La opción preferencial por los pobres es tratada sobre todo en el n. 82. Aparecen en este número, más allá de cierto lenguaje prudencial, los frutos de la reflexión y, mejor aún, de la praxis de estos años de amor auténtico y no retórico a los pobres; amor que ha comprometido profundamente a la vida consagrada en todas las latitudes. No se mira sólo la pobreza material, sino cualquier forma de pobreza, a «cuantos se encuentran en una situación de mayor debilidad y, por tanto, de más grave necesidad. "Pobres", en las múltiples dimensiones de la pobreza, son los oprimidos, los marginados, los ancianos, los enfermos, los pequeños y cuantos son considerados y tratados como los "últimos" en la sociedad». Y esta opción lleva a las personas consagradas a «vivir como pobres y abrazar la causa de los pobres. Esto comporta para cada Instituto, según su carisma específico, la adopción de un estilo de vida humilde y austero».

La alusión al carisma es muy oportuna para no convertir este tema en uno de los motivos más propicios a divisiones. Existen de hecho diversas «espiritualidades de la pobreza», que se derivan de las diversas misiones y de los diversos carismas.

En los nn. 89 y 90 se habla en concreto de tres tipos de pobreza, cada uno con un tipo propio de servicio y, por consiguiente, de espiritualidad:

La primera es la pobreza promocional, típica de los Institutos que tienen una tarea de promoción. En este caso, la pobreza consiste en poner al servicio de la misión todos los bienes que se poseen. El ideal aquí no consiste en carecer de bienes, sino en destinarlos a conseguir los objetivos apostólicos o promocionales. Se trata, por tanto, de conjugar el desprendimiento y la austeridad personal con la posibilidad de disponer de los bienes necesarios para ser capaces de realizar cumplidamente los compromisos asumidos.

La segunda es la pobreza testimoniada como un valor en sí misma, en cuanto se presenta como imitación de Cristo pobre y como confesión de «Dios como la verdadera riqueza del corazón humano». Por eso precisamente, este tipo de pobreza contesta enérgicamente la idolatría del dinero, proponiéndose como voz profética frente a una sociedad que, en tantas zonas del mundo del bienestar, corre el peligro de perder el sentido de la medida y hasta el significado mismo de las cosas. Por este motivo, hoy, más que en otros tiempos, esta voz atrae la atención de aquellos que, conscientes de los limitados recursos de nuestro planeta, propugnan el respeto y la salvaguarda de la naturaleza creada, mediante la reducción del consumo, la sobriedad y la puesta en práctica de un obligado freno a los propios apetitos.

La tercera consiste en compartir las condiciones de vida de los más desheredados. «No son pocas las comunidades que viven y trabajan entre los pobres y los marginados, compartiendo su condición y participando de sus sufrimientos, problemas y peligros». Se trata aquí, sobre todo, de las tan conocidas «comunidades de inserción», que tanto han dado que hablar en estos decenios y tanta admiración han despertado en muchos de nuestros contemporáneos.

Estamos ante diversas formas de servir a los pobres, ante diversas modalidades de «estar con ellos» y, consecuentemente, ante diversos modos de vivir la pobreza. Es consolador leer el párrafo conclusivo del n. 90, que representa un reconocimiento (¡y una invitación!) al servicio de los pobres: «Páginas importantes de la historia de la solidaridad evangélica y de la entrega heroica han sido escritas por personas consagradas en estos años de cambios profundos y de grandes injusticias, de esperanzas y desilusiones, de importantes conquistas y de amargas derrotas. Otras páginas no menos significativas han sido y están siendo escritas aún hoy por innumerables personas consagradas que viven plenamente su vida "oculta con Cristo en Dios" (Col 3,3) para la salvación del mundo, bajo el signo de la gratuidad, de la entrega de la propia vida a causas poco reconocidas y aún menos vitoreadas. A través de estas formas, diversas y complementarias, la vida consagrada participa de la extrema pobreza abrazada por el Señor, y desempeña su papel específico en el misterio salvífico de su encarnación y de su muerte redentora».

b) Es competencia de la vida consagrada «servir a Cristo en el pobre»: una visión que hay que mantenerviva y lúcida, por cuestión de fe y también para garantizar la calidad del servicio. La vida consagrada es y ha de ser, como lo fue la vida de no pocos fundadores y fundadoras, una exégesis viva de Mateo 25: «Tuve hambre y me disteis de comer», y de lo demás que sigue. San Vicente de Paúl es un guía particularmente ejemplar en esta modalidad «erística» de servicio a los pobres: no sólo estamos invitados a servir a los pobres como Cristo, sino a servir a Cristo en los pobres. En un siglo «de invasión mística», en el que se contemplaban e imitaban «los estados interiores del Verbo», Vicente lleva esa imitación a las calles enfangadas, a las casas miserables y a los hospitales, donde la más negra e inhumana pobreza y el sufrimiento más atroz manifestaban concretamente la humillación y el sufrimiento de Cristo. Vicente es un maestro de concreción, mejor de «concreción mística», de la mística del servicio, allí donde el Señor quiere ser servido y amado.

Los amó hasta el extremo

El lavatorio de los pies está introducido por una anotación: «Jesús, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1-2). Hay en el servicio, característico de la vida consagrada, una exigencia de totalidad que lo asemeja al modo de amar de Jesús y que, en cierto sentido, hace presente su «totalidad» en la entrega de amor y de servicio.

Las expresiones que muestran totalidad de entrega, vida gastada sin reservas y otras parecidas, son numerosas y están esparcidas por toda la Exhortación. Se lee, por ejemplo, en el n. 76, que la aportación típica de la vida consagrada a la evangelización consiste, ante todo, en el «testimonio de una vida totalmente entregada a Dios y a los hermanos, a imitación del Salvador que, por amor del hombre, se hizo siervo».

a) Tal «totalidad» de amor y de disponibilidad al servicio llega a sus últimas consecuencias allí donde se habla del martirio y se alude a las magníficas páginas escritas, incluso en estos últimos años, por el martirio de personas consagradas: «En este siglo, como en otras épocas de la historia, hombres y mujeres consagrados han dado testimonio de Cristo, el Señor, con la entrega de la propia vida. Son miles los que, obligados a vivir en clandestinidad por regímenes totalitarios o grupos violentos, obstaculizados en las actividades misioneras, en la ayuda a los pobres, en la asistencia a los enfermos y marginados, han vivido y viven su consagración con largos y heroicos padecimientos, llegando frecuentemente a dar su sangre, en perfecta conformación con Cristo crucificado. La Iglesia ha reconocido ya oficialmente la santidad de algunos de ellos y los honra como mártires de Cristo, que nos iluminan con su ejemplo, interceden por nuestra fidelidad y nos esperan en la gloria» (VC, 86).

b) En nuestra sociedad actual, sin embargo, el servicio parece haber perdido algo de su atractivo. Se cuestiona, a veces incluso dentro de la vida consagrada, el significado y el contenido del servicio. Conviene concluir con una reflexión suplementaria para los ambientes más «evolucionados» y problemáticos.

No es difícil comprender lo que se entiende hoy por servicio: basta hacer lo que hizo Jesús. El no buscó los primeros puestos, se puso a disposición de las necesidades de la gente, estuvo, lo primero de todo, abierto a la Palabra del Padre y la anunció como siervo fiel, aunque por ello se hizo muy pronto impopular y llegó a ser rechazado y condenado. Se declaró pobre y fue pobre de hecho, no tuvo su propio proyecto, contento con servir al proyecto de Dios. Se olvidó de su dignísimo origen para ganarse «sobre el terreno» el título y los méritos de siervo obediente. Sintetizó en el gesto del lavatorio de los pies el sentido de su vida. Servir es relativamente fácil, también hoy: basta conhacer lo que hizo Jesús, el Siervo de Dios y el servidor de los hombres.

Sin embargo, hoy parecen circular más declaraciones de servicio que verdaderos servidores. Hay quien dice que sirve a Dios y luego no sirve a los hermanos; hay quien sirve a los hermanos y luego se olvida de servir a Dios. Hay quien habla de la dignidad del servicio cuando está en el poder, y quien, por el contrario, habla de la dignidad de la persona humana para quedar exonerado de servicios «poco dignos». En estos tiempos de eficacismo, por último, se prefiere hablar de «liderazgo» y, si se habla de servicio, se entiende como el servicio de la dirección, del testimonio de una vida superior y de la necesidad de aventajar a todos en todo.

Pero el siervo, por el contrario, es simplemente aquel que hace lo que le dicen que haga, el que hace lo que a la mayoría no le gusta hacer, el que en su interior no se considera digno de aplausos o de agradecimientos, porque sabe que está aún demasiado lejos del ejemplo de su Señor. Siervo es aquel que hace todo lo que debe hacer hasta la extenuación y luego no pretende nada, diciendo y pensando única y simplemente que «él es sólo un siervo».

Y si luego, después de que te has agotado por hacer lo mejor posible un trabajo largo, oscuro y penoso, si luego como recompensa te dicen que eres un arribista o un incapaz o un iluso o cualquier otra maldad, y tú permaneces sereno y saboreas en tu corazón una «perfecta alegría» y sientes el gozo de poder ser asociado a la suerte de tu Señor, entonces estás cerca, en certeza interior, de escuchar las palabras de tu Señor, el único al que has servido: muy bien, siervo fiel y cumplidor, entra en la fiesta de tu Señor, porque no has buscado más que servirme en mi Palabra y en mis hermanos. Entra en la fiesta de tu Señor.