Séptima meditación

Jesús en la sinagoga de Nazaret


«En los comienzos de su ministerio, Jesús proclama, en la sinagoga de Nazaret, que el Espíritu lo ha consagrado para llevar a los pobres la buena nueva, para anunciar la liberación a los cautivos, restituir la vista a los ciegos, dar la libertad a los oprimidos, y predicar un año de gracia del Señor (cf. Lc 4,16-19), Haciendo propia la misión del Señor, la Iglesia anuncia el evangelio a todos los hombres y mujeres, para su salvación integral» (VC, 82).

«A imagen de Jesús, el Hijo predilecto "a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo" (Jn 10,36), también aquellos a quienes Dios llama para que le sigan son consagrados y enviados al mundo para imitar su ejemplo y continuar su misión. Esto vale fundamentalmente para todo discípulo. Pero es válido en especial para cuantos son llamados a seguir a Cristo "más de cerca" en la forma característica de la vida consagrada, haciendo de El el "todo" de su existencia. En su llamada está incluida, por tanto, la tarea de dedicarse totalmente a la misión; más aún, la misma vida consagrada, bajo la acción del Espíritu Santo, que es la fuente de toda vocación y de todo carisma, se hace misión, como lo ha sido la vida entera de Jesús» (VC, 72).

Consagrados y enviados al mundo

Podemos hacer aquí una breve llamada de atención sobre cómo la Exhortación ve la misión. La misión de la vida consagrada consta de tres elementos: la consagración, la misión específica y, como cosa propia de la vida religiosa, la vida fraterna en comunidad. Esta visión está destinada a superar muchas tensiones y concepciones unilaterales, además de a dar una identidad bien definida a la misión de la vida consagrada.

La consagración es, pues, el primer elemento constitutivo de la misión. Si es verdad que la «nueva y peculiar consagración» permite reproducir la forma de vida de Cristo, entonces la misma consagración, por el hecho de representar a Cristo «casto, pobre, obediente, orante y misionero», se convierte en el primer elemento constitutivo de la misión. Ser como Jesús en medio de este mundo, que en más de un lugar lo está olvidando, contribuye a mantener viva su memoria y es ya en sí un anuncio fuerte de su permanente presencia, anuncio que a veces puede resultar provocativo. Esta forma de vida tan insólita para los criterios habituales de realización personal, tan extraña a los ideales dominantes y tan lejana de los objetivos que la sociedad actual persigue ordinariamente, induce, sin duda alguna más que cualquier otra palabra o forma de propaganda, e inducirá cada vez más, a hacerse y a hacer preguntas.

Una existencia auténtica, insólita y alegre, tanto más cuanto más indiscutiblemente pueda presentarse como tal, es como una credencial sólida para la misión. En esto el tiempo hace justicia: las formas más marcadamente publicitarias, aunque pueden impresionar al momento, difícilmente resisten el desgaste de la verificación cotidiana.

En el evangelio de Juan (20,22), Jesús envía a los discípulos (y no sólo a los apóstoles, a los Doce): «Igual que el Padre me ha enviado a mí, os envío yo también a vosotros». Brown comenta: «Es un mandato en gran manera comparable al mandato apostólico dirigido a los Doce, que describe el evangelio de Lucas (24,46-49). Por este mandato, en Juan, es paradigmático el envío de Jesús por el Padre con todas las finalidades implícitas en él, por ejemplo, comunicar vida, luz y verdad. Lo mismo que el Padre estaba presente en el Hijo durante su misión ("quien me ve a mí ve al que me ha enviado", 12,45), así también ahora los discípulos deben manifestar en su misión la presencia de Jesús, hasta el punto de que pueda decirse que quien ve a los discípulos ve a Jesús que los ha enviado». Los discípulos consiguen esto haciendo lo que hizo Jesús, reproduciendo sus sentimientos, sus actitudes, diciendo sus palabras, imitando sus gestos, pero también y de manera vigorosa haciendo presente su peculiar «forma de vida», plasmada en los consejos, los cuales no son más que una expresión concreta y tangible de su total entrega al Padre y a los hermanos.

Hay que notar que la «forma de vida casta, pobre y obediente» no se entiende como una realización ascética, sino más bien como el modo más elevado y completo de expresar la entrega a la misión, es decir, de dedicar la propia vida «a Dios y a los hermanos». Efectivamente, si los consejos evangélicos hacen referencia a Dios, también están referidos, y con no menor elocuencia, a los hermanos, puesto que de hecho capacitan para servir mejor tanto a Dios como a los hermanos. «No se puede negar, además, que la práctica de los consejos evangélicos sea un modo particularmente íntimo y fecundo de participar también en la misión de Cristo, siguiendo el ejemplo de María de Nazaret, primera discípula, la cual aceptó ponerse al servicio del plan divino en la donación total de sí misma. Toda misión comienza con la misma actitud manifestada por María en la anunciación: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38)» (VC, 18).

La historia ha demostrado con los hechos cuántas energías ha liberado para la misión la consagración religiosa: quien no tiene que pensar en una familia propia, quien no va tras su promoción personal o una profesión retribuida, está en las mejores condicionespara dedicarse a las causas más nobles y menos apreciadas, es decir, aquellas que la gran mayoría apetece menos. Tiene la posibilidad de estar disponible para la misión. Si luego no lo hace, es un «mendacium in re», una mentira en contraste con su ser. Estar consagrados significa objetivamente estar disponibles a tope para la misión: los testimonios de la historia pasada y presente son, sobre este punto, incontables. Así pues, tanto por motivos teológicos como por motivos de eficiencia apostólica, la misión encuentra en la consagración una inmensa reserva de energías.

Un segundo elemento constitutivo de la misión de la vida consagrada es la misión específica que caracteriza a cada Instituto. Si la consagración religiosa distingue la misión de las personas consagradas de la misión de los laicos, la misión específica distingue un Instituto de otro. Mejor aún: si la consagración religiosa hace presente la forma de vida de Cristo, la misión específica hace presente un peculiar «misterio de Cristo», una «especificación de Cristo», gracias a un «carisma» peculiar. Con esto retomamos la enseñanza conciliar, según la cual las formas concretas de vida religiosa prolongan los misterios de Cristo: «Pongan, pues, especial solicitud los religiosos en que, por ellos, la Iglesia muestre mejor cada día a fieles e infieles, el Cristo, ya sea entregado a la contemplación en el monte, ya sea anunciando el Reino de Dios a las turbas, sanando enfermos y heridos, convirtiendo los pecadores a una vida correcta, bendiciendo a los niños, haciendo el bien a todos, siempre obediente a la voluntad del Padre que le envió» (LG, 46).

La Exhortación subraya muchas veces la necesidad de la fidelidad a la misión específica, tanto por motivos teológicos como por motivos misioneros: la Iglesia, en efecto, tiene necesidad de cuerpos especializados, no de un indistinto universo de personas «genéricas». El Santo Padre no impulsa en absoluto ningún tipo de «genericismo». Precisamente para estar en condiciones de afrontar los retos de nuestro tiempo, la Iglesia ve la necesidad de especializaciones, de profesionalidad, de creatividad lúcida y competente o, como se ha dicho en más de una parte, de fidelidad dinámica y creativa al propio carisma. Se incluye aquí la necesidad de una sólida espiritualidad de la acción y de una específica espiritualidad del servicio.

Un tercer elemento de la misión de la vida consagrada religiosa es la vida fraterna en comunidad que, como ya hemos visto, no es algo accesorio, sino un elemento esencial de la vida religiosa, sobre todo por su gran fuerza testimonial. Pero también, hay que añadir, por su no irrelevante contribución a la perseverancia de las personas consagradas, enviadas a un mundo o a unos ambientes y circunstancias cada vez menos propicios para sostenerlas en su papel comprometido de ser signos vivos de Cristo vivo: «La vida religiosa será, pues, tanto más apostólica, cuanto más íntima sea la entrega al Señor Jesús, más fraterna la vida comunitaria y más ardiente el compromiso en la misión específica del Instituto» (VC, 72).

Esta visión global o, como hoy se la llama, «holística», de la misión impide, por una parte, ver la misión sólo en el hacer y, por otra parte, impide considerar la consagración como algo reservado sólo a la dimensión espiritual o a la vida contemplativa o al «ser»: «Se debe, pues, afirmar que la misión es esencial para cada Instituto, no solamente en los de vida apostólica activa, sino también en los de vida contemplativa. En efecto, antes que en las obras exteriores, la misión se lleva a cabo en el hacer presente a Cristo en el mundo mediante el testimonio personal. Cuanto más se deja conformar a Cristo, más lo hace presente y operante en el mundo para la salvación de los hombres» (VC, 72).

Una feliz síntesis de estos elementos aparece ya en la primera parte de la Exhortación: «La vida consagrada "imita más de cerca y hace presente continuamente en la Iglesia", por impulso del Espíritu Santo, la forma de vida que Jesús, supremo consagrado y misionero del Padre para su Reino, abrazó y propuso a los discípulos que lo seguían (cf. Mt 4,18-22; Mc 1,16-20; Lc 5,10-11; Jn 15,16). A la luz de la consagración de Jesús, es posible descubrir en la iniciativa del Padre, fuente de toda santidad, el principio originario de la vida consagrada. En efecto, Jesús mismo es aquel que Dios "ungió con el Espíritu Santo y con poder" (Hch 10,38), "aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo" (Jn 10,36). Acogiendo la consagración del Padre, el Hijo a su vez se consagra a El por la humanidad (cf. Jn 17,19). (...) Verdaderamente la vida consagrada es memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos. Es tradición viviente de la vida y del mensaje del Salvador» (VC, 22).

Ante los desafíos de nuestro tiempo

«La vida consagrada tiene la misión profética de recordar y servir el designio de Dios sobre los hombres, tal como ha sido anunciado por las Escrituras y como se desprende de una atenta lectura de los signos de la acción providencial de Dios en la historia» (VC, 73). Estamos aquí ante el gran interrogante de la misión actual: «¿Qué hacer?» ¿Cómo estar en misión en este tiempo nuestro tan difícil de captar en muchos aspectos? Nuestro texto comienza a dar una primera respuesta, que sitúa el problema en sus términos exactos, afirmando las dos obligaciones fundamentales: anunciar el designio de Dios y discernir los signos de los tiempos.

a) Anunciar el designio de Dios

El primer anuncio, por tanto, lo hace la vida consagrada con su misma existencia, con la misión específica y con la vida fraterna: esto es constitutivo de su mismo ser y de su actuar. Nada es tan elocuente como una vida que se gasta alegre y tranquilamente para hacer presente al Señor Jesús en medio de nuestro mundo. Esto exige muchas veces coraje, «parresía», para ir contra corriente y no dejarse arrastrar por la realidad mundana, la mayoría de las veces sofisticada, y que se cree progresista porque piensa que ha superado el cristianismo y ha alcanzado una forma más madura de auto-conciencia y de existencia. Con una liberación de los modelos tradicionales y, tantas veces, con un gran vacío en el corazón.

Mantenerse fiel a la propia forma de vida es ya un acto de amor a Jesucristo, es una proclamación de que «Cristo es todo para nosotros». Pero vale la pena hacemos ahora unas preguntas: ¿tenemos todavía la pasión por «expresar» a Jesús, por explicitar y anunciar que El es el Salvador, que la fe en El no sólo es necesaria, sino dulce y suave, que hace más amable la existencia, que no existen concepciones del mundo que puedan sustituirlo, que El es el amor mismo de Dios hecho visible? ¿Nos sirven las dificultades del anuncio de impedimento, nos frenan o, por el contrario, refuerzan nuestro compromiso y estimulan nuestra creatividad?

Debemos no olvidar que en la base de la misión está esa pasión, ese deseo ardiente de dar a conocer a Jesucristo y de hacerlo amar. En el origen de las grandes empresas misioneras, como de sus grandes proyectos, hay un incontenible amor por el Señor, para que sea conocido y amado.

Siempre está latente, en nuestra sociedad y en nuestro tiempo, y en nosotros que vivimos en ellos, el peligro de que las comodidades debiliten ese ímpetu, las dificultades del anuncio lo frenen, la desaparición de algunas formas tradicionales lo aminoren, las muchas ocupaciones pongan sordina al «¡Ay de mí si no evangelizo!» Pueden existir muchas motivaciones que, en determinadas circunstancias, nos hagan sercautos en el anuncio, pero no hay motivación alguna que justifique la carencia de un deseo ardiente de poder anunciar a «Jesús»: ni el rechazo ni la indiferencia ni la sonrisita compasiva ni los fracasos en más de una iniciativa ni ninguna otra causa.

Todo cuanto hay que hacer hoy en términos de diálogo, inculturación, escucha y atención al otro, arranca del presupuesto de que anunciar al Señor Jesús es esencial y necesario. Esta llama ardiente, este deseo inquietante, no puede apagarse, porque desaparecería la misma razón de ser de la vida consagrada, que quedaría reducida a ser un grupo de personas más o menos homogéneas culturalmente. ¿Es imaginable una vida consagrada sin pasión por el anuncio misionero? ¿Es posible vivir para Jesús y no desear ardientemente pronunciar su nombre? Este deseo es el que hace posible el servicio de dar a conocer «el proyecto de una humanidad salvada y reconciliada».

b) Ante los desafíos de nuestro tiempo

Los signos de los tiempos, las grandes tendencias de nuestra sociedad, los acontecimientos históricos más relevantes, los presenta la Exhortación bajo el nombre de «desafíos». Es un modo de acercarse a ellos más bien positivo, bastante semejante al de Gaudium et Spes: «En los acontecimientos históricos se oculta muchas veces la llamada de Dios a trabajar según sus planes con una inserción activa y fecunda en las vicisitudes de nuestro tiempo». Dios, así pues, actúa en la historia, y su acción hay que buscarla diligentemente, ya que los acontecimientos no son sólo hechos relevantes sociológicamente, sino que hay que «escrutarlos» para captar su «sentido teológico profundo, mediante el discernimiento hecho con la ayuda del Espíritu».

Aparece aquí, cada vez con mayor frecuencia, la palabra «discernimiento». Es un término bastante conocido que expresa con frecuencia una realidad bastante poco conocida. El discernimiento no es una realidad fácil ni de todos los días.

El discernimiento comunitario, por otra parte, sigue siendo todavía más raro de lo que se piensa, ya que presupone unas realidades, que ni son fáciles ni muy frecuentes, tales como el desapego de sí y la sincera y desinteresada búsqueda de la voluntad de Dios por encima de las propias ideas y de la propia voluntad. Además, no habría que generalizar el discernimiento, reservándolo para las grandes decisiones, por el simple motivo de que no se puede vivir en perenne búsqueda de lo que se ha de hacer. Y también porque la vida consagrada conoce y debe practicar la obediencia que da a la persona consagrada seguridad interior y serenidad. Una premisa para el discernimiento es la habitual y cultivada docilidad a la acción del Espíritu, que supone, a su vez, una familiaridad orante a su presencia y a su acción, una atención a sus inspiraciones y una habitual vida interior de diálogo con el «dulce huésped del alma».

Pero el discernimiento comporta también una atención a la historia, para que se «pueda responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la mutua relación de ambas» (GS, 4). «Es necesario, pues, estar abiertos a la voz interior del Espíritu que invita a acoler en lo más hondo los designios de la Providencia. El llama a la vida consagrada para que elabore nuevas respuestas a los nuevos problemas del mundo de hoy. Son un reclamo divino que sólo las almas habituadas a buscar en todo la voluntad de Dios saben percibir con nitidez y traducir después con valentía en opciones coherentes, tanto con el carisma original, como con las exigencias de la situación histórica concreta» (VC, 73).

c) En diálogo con las otras instancias eclesiales

«Se ha de hacer todo en comunión y en diálogo con las otras instancias eclesiales» (VC, 74). A continuación se hacen algunas afirmaciones dignas de tenerse en cuenta:

«Los retos de la misión son de tal envergadura que no pueden ser acometidos eficazmente sin la colaboración, tanto en el discernimiento como en la acción, de todos los miembros de la Iglesia. Difícilmente los individuos aislados tienen una respuesta completa: ésta puede surgir normalmente de la confrontación y del diálogo. En particular, la comunión operativa entre los diversos carismas asegurará, además de un enriquecimiento recíproco, una eficacia más incisiva en la misión. La experiencia de estos años confirma sobradamente que "el diálogo es el nuevo nombre de la caridad", especialmente de la caridad eclesial; el diálogo ayuda a ver los problemas en sus dimensiones reales y permite abordarlos con mayores esperanzas de éxito. La vida consagrada, por el hecho de cultivar el valor de la vida fraterna, representa una privilegiada experiencia de diálogo. Por eso puede contribuir a crear un clima de aceptación recíproca, en el que los diversos sujetos eclesiales, al sentirse valorizados por lo que son, confluyan con mayor convencimiento en la comunión eclesial, encaminada a la gran misión universal» (VC, 74).

En resumen: la vida consagrada ha de promover el diálogo a todos los niveles, precisamente con vistas a un discernimiento coral para la misión, ya que nadie tiene hoy la respuesta definitiva a los problemas misioneros. Ante un mundo diversificado, son necesarias respuestas diversificadas. Ante un mundo plural, se necesita pluralidad de respuestas. Ante un mundo complejo, son necesarias respuestas no simplistas.

Todos y cada uno pueden y deben dar su respuesta, pero en el ámbito de un gran discernimiento eclesial. Se trata, también en este caso, de participar en el espíritu del ministerio petrino de la unidad, creando un espíritu de comunión, una praxis de diálogo que favorezca la participación y la mutua confianza. Para la vida consagrada, es un motivo más para cultivar la espiritualidad de comunión, para convertirnos de verdad en «expertos en comunión», para examinarnos con lucidez y ver hasta qué punto estamos cultivando ese espíritu, dentro y fuera de la comunidad y para fomentar la coralidad de la misión.

d) Según el propio carisma

«Ante los numerosos problemas y urgencias que en ocasiones parecen comprometer y avasallar incluso la vida consagrada, los llamados sienten la exigencia de llevar en el corazón y en la oración las muchas necesidades del mundo entero, actuando con audacia en los campos respectivos del propio carisma fundacional» (VC, 73). Si las personas consagradas deben estar informadas de los grandes problemas de la Iglesia y del mundo, no por eso han de responder a todos. Esto, además de ser imposible, sería caer en la tendencia a la generalización y en el diletantismo. Si no se canoniza la ignorancia, no por eso es recomendable un celo indiscriminado y poco lúcido. Cada Instituto está llamado a responder a los diversos desafíos según su propio carisma. Mejor: con una fidelidad creativa al propio carisma.

Es una puntualización importante, precisamente para impedir tanto el desaliento ante la enormidad de las urgencias, como el intervencionismo que favorece inevitablemente el diletantismo, en un tiempo en que se propaga y aprecia la profesionalidad. Hay que conocer los retos, llevarlos en el corazón, es decir, llevarlos a la oración, pero responder a aquellos que interpelan al propio carisma. «De este modo, la vida consagrada no se limitará a leer los signos de los tiempos, sino que contribuirá también a elaborar y llevar a cabo nuevos proyectos de evangelización para las situaciones actuales. Todo esto con la certeza, basada en la fe de que el Espíritu sabe dar las respuestas más apropiadas incluso a las más espinosas cuestiones. Será bueno a este respecto recordar algo que han enseñado siempre los grandes protagonistas del apostolado: hay que confiar en Dios como si todo dependiese de El y, al mismo tiempo, empeñarse con toda generosidad como si todo dependiera de nosotros» (VC, 73). La alusión a san Ignacio de Loyola es aquí clarísima, puesto que él usaba esa expresión y la inculcaba con frecuencia a los suyos. Y, después de él, la han seguido repitiendo los santos de la acción.

Las principales áreas de la misión

«Las personas consagradas hacen visible, en su consagración y total entrega, la presencia amorosa y salvadora de Cristo, el consagrado del Padre, enviado en misión. Ellas, dejándose conquistar por El (cf. Flp 3,12), se disponen para convertirse, en cierto modo, en una prolongación de su humanidad. La vida consagrada es una prueba elocuente de que, cuanto más se vive de Cristo, tanto mejor se le puede servir en los demás, llegando hasta las avanzadillas de la misión y aceptando los mayores riesgos» (VC, 76).

El Santo Padre no se cansa de recordar la referencia cristológica de la vida consagrada en todas sus dimensiones, incluida la misión. Como Cristo es el consagrado y el enviado, así sucede también con la persona que es «consagrada y enviada». Las dos dimensiones constituyen la misión en su conjunto: reservados por Dios para su misión en el mundo, siguiendo las huellas de Cristo. De las muchas áreas que la Exhortación recuerda, indicamos algunas:

a) Ad gentes (a los gentiles): todos los Institutos están invitados a llevar en su corazón el primer anuncio de Cristo «para hacer presente también entre los no cristianos a Cristo casto, pobre, obediente, orante y misionero», siguiendo el impulso misionero «de innumerables almas santas» (VC, 77). La invitación se hace aquí a todos los Institutos, en la línea de la Redemptoris missio.

Un subrayado importante mira a la presencia de la vida consagrada en los «países donde tienen amplia raigambre religiones no cristianas, tanto con actividades educativas, caritativas y culturales, como con el signo de la vida contemplativa». Detrás de estas indicaciones están apasionadas intervenciones sinodales, que veían en esos modos de presencia un primer anuncio de la fuerza humanizadora y transformadora del evangelio. En definitiva, una invitación a no abandonar campos difíciles, hecha, además, en un tiempo con dificultades vocacionales en los países tradicionalmente fecundos en vocaciones misioneras. Y por eso, «también los institutos que surgen y que operan en Iglesias jóvenes están invitados a abrirse a la misión entre los no cristianos, dentro y fuera de su patria» (VC, 78). En este contexto es en el que se trata de la inculturación, un proceso que exige una especial sensibilidad y preparación, además de una peculiar espiritualidad.

b) La nueva evangelización: el Sínodo no había dado muchas indicaciones al respecto, y también la Exhortación es más bien sobria. Sobria, pero esencial: «se requiere que la vida consagrada se deje interpelar continuamente por la Palabra revelada y por los signos de los tiempos» (VC, 81). ¿Puede verse aquí una velada alusión a la postura de los que consideran que la vida consagrada es «débil espiritualmente y poco imaginativa apostólicamente»? La desconfianza de algunos respecto del porvenir de la vida consagrada no proviene solamente de la elocuencia de los números, de su declive numérico en los países occidentales, sino también de juzgar que es escasa su incisividad apostólica, y que esto es debido también a una vida espiritual no lo suficientemente fuerte como para sostenerla en las actuales circunstancias.

Ante la vitalidad de las nuevas formas de vida y el dinamismo de algunos movimientos eclesiales, la vida consagrada tradicional, en ciertos lugares, parece ir tirando nada más y tener poco que decir a nuestros contemporáneos. También en el Sínodo se alzaron voces en este sentido, más o menos explícitas, más o menos pesimistas sobre el futuro de esta forma de vida. El Santo Padre no comparte este pesimismo, sino que «apuesta al alza» y desea relanzar la vida consagrada, no por motivos de estrategia eclesial o eclesiástica, sino por su intrínseca valencia cristológica: una forma de vida con tal «densidad cristológica» no puede dejar de tener una gran incisividad apostólica, una vez que haya reconquistado su identidad plena de vida y de acción.

Se trata de superar este momento difícil, que quizás verá la vida consagrada todavía más debilitada numéricamente; pero se trata sobre todo de reconquistar el brillo de sus mejores tiempos, la vitalidad de los orígenes, la sensibilidad a los retos de los tiempos, el amor por la causa de Cristo. Tarea no imposible, si la vida consagrada no se abandona al desánimo, si no mira sólo a la gloriosa historia del pasado, sino que es consciente «de una historia a construir», si tiene confianza en lo que es, en su vocación y misión, en su fuerza única de significación e irradiación evangélica. Se trata de repensarse, de reprogramarse, de dejarse introducir en el curso de la historia de la salvación, abandonados a la acción del Espíritu.

c) La opción preferencial por los pobres es un tema que ha sido muy querido, sobre todo en América Latina y en no pocos países del tercer mundo, azotados por la miseria y sumidos en un mar de sufrimientos. Que las polémicas de los años pasados en tomo a la teología de la liberación se hayan calmado no quiere decir que sobre esta área y sobre estos problemas deba caer ahora el silencio.

El fin del miedo al comunismo ha hecho disminuir ya el flujo de ayudas a los países pobres, en otro tiempo apremiados entre dos sistemas mundiales. Los medios de comunicación social también están bastante menos interesados al respecto que en años anteriores. Hoy nuestros países europeos se confrontan más con los parámetros de Maastrich que con los parámetros del mínimo de supervivencia de demasiados países.

Pero, gracias a Dios, el interés por los más pobres del mundo no se ha producido en estos años únicamente por el miedo a la expansión del comunismo: la caridad cristiana ha estado siempre muy atenta e incluso ha alcanzado en estos años una conciencia más aguda de las causas estructurales de la pobreza.

La Exhortación invita al compromiso para con todas las formas de pobreza: «la Iglesia se dirige a quienes se encuentran en una situación de mayor debilidad y, por tanto, de más grave necesidad. Pobres, en las múltiples dimensiones de la pobreza, son los oprimidos, los marginados, los ancianos, los enfermos, los pequeños y cuantos son considerados y tratados como los "últimos" en la sociedad» (VC, 82). «¿Cómo podría ser de otro modo, desde el momento en que el Cristo descubierto en la contemplación es el mismo que vive y sufre en los pobres?».

Naturalmente, cada Instituto es invitado a servir a los pobres según sus propias modalidades, pero también a «conducir sus efectivos a vivir como pobres y abrazar la causa de los pobres», y a «comprometerse en la promoción de la justicia en el ambiente social» en el que actúa. El interés de la vida consagrada por la pobreza no está motivado por miedos a posibles movilizaciones sociales alentadas por la indignación de los pobres, o por seguir modas, sino porque la caridad que lo impulsa «es gloria de la Iglesia y signo de su fidelidad al Señor» (VC, 82).

d) En el mundo de la atención a los enfermos y de la educación de los jóvenes. En algunos países, dos sectores han estado, estos años, entre los más discutidos: el de los enfermos y el de los jóvenes; sobre todo por los ingentes recursos que exigen y por la participación del Estado en ellos, que es cada vez más masiva. Eran motivos que producían perplejidad respecto a un compromiso fuerte en estos sectores.

En nombre del fin de la era «de suplencia», más de uno había teorizado el dejar al Estado, o al menos a los laicos, esos sectores, para dedicarse a las «nuevas pobrezas», a las que, por lo demás, se sentirían más llamados los jóvenes. Pero la Exhortación revalida la importancia de ambas presencias tradicionales (VC, 83 y 96-97), ofreciendo renovadas motivaciones y ampliando, además, el campo de acción.

Respecto de la educación recuerda que «el Sínodo ha exhortado insistentemente a las personas consagradas a que asuman con renovada entrega la misión educativa, allí donde sea posible, con escuelas de todo tipo y nivel» (VC, 97).

Naturalmente, campos tan comprometedores como son la sanidad y la educación exigen una más estrecha y renovada colaboración con los laicos, colaboración que es considerada «un nuevo capítulo, rico de esperanzas, en la historia de las relaciones entre las personas consagradas y el laicado» (VC, 54).

Capítulo nuevo, con la condición de que se renueven las mentalidades, las perspectivas, las actitudes y la espiritualidad. Una vez más se nos remite a la «espiritualidad de comunión», es decir, a la capacidad de convivir con puntos de vista diversos y a la actitud de hacer de la diversidad no un obstáculo a la colaboración, sino una ocasión de enriquecimiento. Es un verdadero reto para la presencia en el campo de la salud y la educación. Pero es un reto también para otras áreas, en las que en adelante la presencia de la vida consagrada debe integrarse, con convicción y magnanimidad, en una mayor aportación de fuerzas laicas y de nuevas competencias para la misión.

Probablemente, siguiendo estas nuevas modalidades será como las personas consagradas podrán desarrollar el programa expuesto por Jesús en su pueblo de Nazaret: «llevar a los pobres la buena noticia, anunciar la libertad a los cautivos, restituir la vista a los ciegos y poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor»; es decir, siendo fieles a la propia misión, haciéndola eficaz en nuestro tiempo, y mostrándose convencidos promotores de la integración en sus obras de las fuerzas de los laicos.

La misión es demasiado vasta para realizarla solos. Demasiado importante cada uno de los carismas para ser conjugados sólo por las personas consagradas. Demasiado necesaria para toda la Iglesia la espiritualidad de comunión para vivirla sólo dentro de un Instituto. Toda la misión en su conjunto está ya abierta a estas vastísimas perspectivas, que están exigiendo un modo diferente de situarse ante el propio carisma y ante el laicado. Pero «el Espíritu del Señor» está sobre las personas consagradas de buena voluntad, para que puedan, junto a los demás componentes eclesiales, proseguir el programa de Nazaret, también en ayuda de nuestros tiempos.