Sexta meditación

La comunidad apostólica


«Después de la Ascensión, gracias al don del Espíritu, se constituyó en tomo a los Apóstoles una comunidad fraterna, unida en la alabanza a Dios y en una concreta experiencia de comunión (cf. Hch 2,42-47; 4,32-35). La vida de esta comunidad y, sobre todo, la experiencia de la plena participación en el misterio vivida por los Doce, han sido el modelo en el que la Iglesia se ha inspirado
siempre que ha querido revivir el fervor de los orígenes y reanudar su camino en la historia con un renovado vigor evangélico» (VC, 41).

Dos observaciones preliminares: En primer lugar, el icono de la comunidad apostólica, fruto del don del Espíritu, es «un lugar obligado» para quien quiera hablar de la vida comunitaria. Todas o casi todas las iniciativas de reforma en la historia de la Iglesia y de la vida religiosa han partido de volver a visitar ese «lugar teológico», aunque las vías de aplicación que se han extraído de él han tomado muchas direcciones.

En segundo lugar, la comunidad de los Doce en torno a Jesús se ha visto más como ejemplo de la intimidad de Jesús con sus discípulos que como modelo de comunidad fraterna. Más como ejemplo del esfuerzo educativo del Señor para con los discípulos que de los resultados inmediatos alcanzados con ese esfuerzo. Parecía demasiado imperfecto ese «grupo» como para ser modelo de una comunidad fraterna: demasiada confrontación y competitividad entre los Doce, excesivas perspectivas todavía «humanas, demasiado humanas», como para ser considerados modelo de fraternidad. En efecto, aún no habían recibido el don del Espíritu y estaban todavía en fase de «formación»: los frutos vendrían después de Pentecostés.

El modelo privilegiado e indiscutido de la fraternidad cristiana siempre ha sido, por tanto, la comunidad post-pascual de Jerusalén, constituida después de la venida del Espíritu, que se inspira en las enseñanzas del Señor Jesús, formada ante todo gracias a su enseñanza, a su ejemplo, a su oración y a su presencia en medio de los suyos en la «fracción del pan».

En la vida consagrada, la contemplación frecuente del «icono de la comunidad de Jerusalén» ha sido casi un lugar común, salvo algunas excepciones, debidas más a contingencias históricas que a descuido. Es interesante, en este sentido, el caso de san Francisco de Asís que, aun siendo uno de los promotores más convencidos de la fraternidad, «olvida» la comunidad de Jerusalén, seguramente debido también al uso «instrumental» que de ella hacían las diversas formas de vida consagrada (monjes y canónigos regulares), que la convertían en fuente de su específica forma de vida. Y el «Poverello» no quería entrar en polémica ni competir con nadie.

A imagen de la comunidad apostólica

Merece la pena citar todo el n. 45 por su riqueza expresada con sobriedad y de forma completa:

«La vida fraterna tiene un papel fundamental en el camino espiritual de las personas consagradas, sea para su renovación constante, sea para el cumplimiento de su misión en el mundo. Esto se deduce de las motivaciones teológicas que la fundamentan, y la misma experiencia lo confirma con creces. Exhorto, por tanto, a los consagrados y consagradas a cultivarla con tesón, siguiendo el ejemplo de los primeros cristianos de Jerusalén, que eran asiduos en la escucha de las enseñanzas de los Apóstoles, en la oración común, en la participación en la eucaristía, y en el compartir los bienes de la naturaleza y de la gracia (cf. Hch 2, 42-47). Exhorto sobre todo a los religiosos, a las religiosas y a los miembros de las Sociedades de vida apostólica, a vivir sin reservas el amor mutuo y a manifestarlo de la manera más adecuada a la naturaleza del propio Instituto, para que cada comunidad se muestre como signo luminoso de la nueva Jerusalén, "morada de Dios con los hombres" (Ap 21,3). En efecto, toda la Iglesia espera mucho del testimonio de comunidades ricas "de gozo y del Espíritu Santo" (Hch 13,52). Desea poner ante el mundo el ejemplo de comunidades en las que la atención recíproca ayuda a superar la soledad, y la comunicación contribuye a que todos se sientan corresponsables; en las que el perdón cicatriza las heridas, reforzando en cada uno el propósito de la comunión. En comunidades de este tipo la naturaleza del carisma encauza las energías, sostiene la fidelidad y orienta el trabajo apostólico de todos hacia la única misión. Para presentar a la humanidad de hoy su verdadero rostro, la Iglesia tiene urgente necesidad de semejantes comunidades fraternas. Su misma existencia representa una contribución a la nueva evangelización, puesto que muestra de manera fehaciente y concreta los frutos del "mandamiento nuevo"».

Es un párrafo hermoso que rescata cierta escasez de tratamiento del tema de la comunidad en la Exhortación; escasez comprensible, ya que toda esta materia queda remitida al documento sobre «la vida fraterna en comunidad», publicado poco antes del Sínodo con el título Congregavit nos in unum. Se puede decir con razón que todo este documento ha sido prácticamente recibido por la Exhortación, tanto que se le debe considerar como un anejo necesario para comprender adecuadamente la segunda parte dedicada a la fraternidad y que lleva por título, significativamente, Signum fraternitatis. Así que, para un tratamiento que refleje el espíritu de esta segunda parte de la Exhortación, es necesario referirse también al documento «anejo».

Para presentar el verdadero rostro de la Iglesia

El verdadero rostro de la Iglesia se presenta en la segunda parte de la Exhortación como el de una comunidad de hermanos. A la primera comunidad de Jerusalén la describe Lucas, en efecto, como la realización de la humanidad nueva, fraterna y pacífica, solidaria y gozosa, reconstruida por la acción de Cristo y hecha posible por la venida del Espíritu. Lucas dice también claramente que la nueva humanidad, que tiene en la fraternidad su elemento visible más convincente, una humanidad que es presentada como anticipación de la nueva Jerusalén, sólo es posible gracias a la acción del Espíritu.

Si las comunidades humanas se construyen generalmente sobre la competitividad, sobre el dominio del más fuerte sobre el más débil o, al menos, sobre el conflicto de intereses, la comunidad de Jerusalén, que realiza el «sueño» o el proyecto de Dios, es tal porque la ha hecho posible el Espíritu Santo, que es la Ley nueva, el vínculo que aúna los corazones entre sí. Esta unión crea fraternidad, produce hombres y mujeres «llenos de gozo y de Espíritu Santo», personas renovadas capaces de superar el espíritu de posesión y competitividad que desacredita la mayoría de las convivencias humanas.

La comunidad religiosa, formada por personas consagradas que se dedican enteramente a las cosas de Dios, es prolongación de la primera comunidad y se convierte en una realización visible, aunque obviamente imperfecta, de la nueva humanidad y es, por tanto, una visibilización del verdadero rostro de la Iglesia. El esfuerzo por construir una comunidad fraterna es, pues, una obligación importante incluso desde el punto de vista apostólico, dado que «la Iglesia tiene urgente necesidad de semejantes comunidades fraternas. Su misma existencia representa una contribución a la nueva evangelización» (VC, 45). Por eso, la construcción de comunidades fraternas forma parte de la misión de la vida religiosa y es uno de los elementos que, junto a la consagración y a la misión específica, constituyen la misión de la vida religiosa.

Pero el Espíritu Santo, que hace posible una vida fraterna de este tipo, es un don que viene de lo alto y semejante «don del Altísimo» se ha de pedir. La consecuencia de esto es simple y comprometedora: para ser hermano hay que pedir este don en intensa oración. La Iglesia, como toda comunidad, para ser fraterna debe pedir el don del Espíritu «con perseverancia y con unidad de objetivos», como constantemente dice Lucas. La primera condición para realizar una comunidad fraterna es, en consecuencia, la oración incesante y unánime.

Todo esto nos transporta a un clima «teologal» que es el que nos permite entrar en el misterio de la comunidad religiosa. Para acercarnos al misterio de la fraternidad cristiana hemos de adquirir, por tanto, una mirada teologal, es decir, penetrada de fe, esperanza y caridad.

Una mirada teologal

Mirada de fe: mis hermanos y hermanas, esos que con sus rostros concretos, sus limitaciones, sus pequeñas manías y sus virtudes viven a mi lado y comparten conmigo la existencia, han sido amados por Cristo con amor particular, son «convocados» por el amor de Cristo, han respondido a ese amor y llevan consigo la gran dignidad de personas elegidas y predilectas del Señor Jesús: «Venerad en vosotros el templo de Dios» afirmaba san Agustín, contemplando las maravillas que el Señor realiza en los hermanos. ¡En estas personas está la acción del Espíritu, que es el vínculo del Amor que une al Padre y al Hijo, que une a cada una de ellas con el Padre y el Hijo y que las une entre sí! En las personas y en la comunidad actúa el Espíritu que distribuye la diversidad, para hacer a su Iglesia diversa y bella, preparada para toda obra buena y para cualquier servicio.

¿Cómo no superar las naturales dificultades si contemplamos los dones del Espíritu y la presencia del amor de Cristo, siempre activo en nuestra comunidad? La mirada de fe lee en profundidad las maravillas que realiza el Señor, más allá de las limitaciones de toda criatura, y sabe dar gracias y alegrarse por el don de hermanos y hermanas que han sido motivados por el mismo amor.

Mirada de esperanza: los resultados del esfuerzo por construir la fraternidad no siempre son visibles y palpables. Siempre hay en la comunidad algo de «incompleto», siempre hay alguna carencia, a pesar de todo el esfuerzo que se ponga. Nosotros querríamos una comunidad bella, luminosa, para «descansar en su seno y ser nutridos por ella»; pero hemos de aceptar la actual «economía de la salvación», que está marcada por el sello de la gradualidad y de la espera de los tiempos de Dios.

Por este motivo, el esfuerzo por construir la comunidad debe ser incesante, no debe dejarse debilitar por los no siempre brillantes resultados inmediatos, porque el estatuto normal de toda realidad humana es siempre lo inacabado y remite siempre al «todavía no». La comunidad verdadera y perfecta será, de hecho, la definitiva, la escatológica, la que tendremos con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. De ahí la seguridad de que todo esfuerzo favorable a la construcción de la fraternidad no es esfuerzo perdido.

Desde este punto de vista, dos son los principales enemigos de la comunidad: el perfeccionismo y la resignación.

El perfeccionismo rigorista tiende a presentar modelos de vida fraterna irrealizables, como si la fraternidad fuera una realidad geométrica, programable racionalmente, realizada por robots, en la que no tendría lugar la persona real, de carne y hueso, con virtudes y defectos. Compararse continuamente con un ideal abstracto de comunidad perfecta, construido muchas veces según los propios cánones, es altamente desanimante cuando se echa una mirada a las realizaciones del día a día.

El segundo es la resignación a una situación que se considera irremediable e irreversiblemente inmodificable. Con esta postura uno se conforma, se acomoda, deja de introducir gérmenes de mejora y vive en el escepticismo que no produce nada positivo. Nuestras comunidades siempre serán realizaciones imperfectas e incompletas de un gran ideal: así se podrá desear con rigurosa sinceridad la comunidad perfecta, la definitiva, la que tendrá lugar en la comunión dichosa con la feliz y felicitante Trinidad y con los ángeles y santos del cielo.

La esperanza nos dice que ningún esfuerzo emprendido para construir una comunidad se pierde y que la Iglesia necesita nuestras comunidades, aunque nunca sean como las deseamos.

Mirada de caridad: la vida religiosa siempre se ha considerado una «escuela de amor», una elevada forma establecida en la que se aprende a amar a Dios, a los hermanos, a las hermanas y a la humanidad. Esto implica un itinerario, un aprendizaje progresivo, un crecimiento, el paso de una capacidad de amar menos perfecta a otra cada vez más perfecta. Y aquí conviene advertir que también en la vida consagrada la caridad tiene la primacía sobre cualquier otra realidad; «es lo primero» que hay que aprender «lo primero». Lo absoluto no son los resultados, aunque sean necesarios (pero no a cualquier precio), sino el amor que ponemos en lo que hacemos; este amor sí es siempre necesario (¡y a cualquier precio!). Esto no significa una descalificación de la profesionalidad ni de la eficiencia, sino una llamada a lo esencial de la vida cristiana.

Crecer en el amor es el «primum propter quod», la primera finalidad del vivir juntos, es la primera razón del vivir como cristianos. Olvidar esto es olvidar la vida cristiana. Tanto más, es olvidar la vida consagrada a Dios, que es Padre de todos. Una de las expresiones de este amor es su capacidad de perdón y reconciliación, la disponibilidad a dejarse perdonar: «el perdón cicatriza las heridas» dice el n. 45 de la Exhortación, siguiendo la huella de innumerables experiencias.

Un fraudulento enemigo de la caridad es el idealismo respecto a las expectativas sobre nuestros hermanos y hermanas de Instituto. Hay que aceptarlos como son y no confrontarlos con lo que deberían ser, la mayoría de las veces según la proyección de nuestros propios deseos.

Amiga de la caridad es la alegría, que procede de la gratitud y del agradecimiento por el don de la vocación, de un corazón libre de trabas que me permite considerar a mi comunidad concreta como «mi» familia a construir día a día. Una familia de la que soy más «constructor» que «consumidor».

Amiga de la caridad es la atención a la soledad de quien se encuentra cerca de nosotros, a sus dificultades, a las causas de su tristeza y sus silencios.

Amiga de la caridad es la humildad, es decir, el conocimiento de la propia realidad personal, que está hecha de limitaciones y defectos, de omisiones y roces, incluso involuntarios, y que es la conciencia de que mientras yo me juzgo por la bondad de mis intenciones, los demás me valoran por la consistencia objetiva de mis acciones.

Sin humildad es difícil aceptar las humillaciones que voluntaria o involuntariamente los demás te infligen: los malos humores, las tosquedades, las dificultades interiores, las revanchas y los resentimientos siempre hieren. Pero el humilde no se sorprende: recuerda más bien que «soportar el peso los unos de los otros es cumplir la ley de Cristo» (cf. Gal 6,2), es ser su discípulo y crecer en la fraternidad y construir la comunidad.

Y todo sazonado por el buen humor, por la capacidad de desdramatizar, por la tendencia a descubrir y resaltar más los aspectos positivos que los negativos, por el empeño por acrecentar el buen carácter, por procurar no ser una carga para los demás y, si es posible, sazonado todo ello por el humor, ¡principalmente para con nosotros mismos!

Una mirada sobre las propias responsabilidades

Del don del Espíritu se deriva la obligación del compromiso por construir la fraternidad. Después de la mirada teologal es necesario también aguzar la vista sobre la propia responsabilidad, es decir, sobre lo que en otro tiempo se llamaba la dimensión ascética. «Una comunidad sin mística es un cuerpo sin alma, pero sin ascética es un "alma sin cuerpo"», lo dice «Congregavit nos in unum». De ahí la exigencia de subrayar la necesidad de mirar dentro, de suscitar la responsabilidad personal en la construcción de la comunidad, la cual nunca es una «hipóstasis» que vive por sí misma, sino algo que depende también de mí.

Esto quiere decir que la santidad personal de una persona consagrada, que vive en comunidad, pasa también por la construcción de la fraternidad. Por lo demás, la santidad cristiana nunca es un camino solamente individual: siempre tiene una dimensión comunitaria, fraterna, puesto que nadie es una isla en la Iglesia, nadie en ella puede fingir que no existen los hermanos y hermanas a su lado, con sus necesidades, sus exigencias más o menos implícitas y sus demandas. Con mayor razón vale esto para quien vive en comunidad.

En nuestro mundo occidental es demasiado evidente que el obstáculo principal a la fraternidad es el individualismo, con sus disfraces y metamorfosis, tales «como la necesidad de protagonismo y la insistencia exagerada en el propio bienestar físico, psíquico y profesional, la preferencia por el trabajo por cuenta propia o por el trabajo prestigioso y avalado por la firma y la prioridad absoluta que se da a las aspiraciones personales y al propio camino individual sin preocupación alguna por los demás y sin atención a la comunidad»: así de claro se pronuncia el documento «Congregavit nos in unum» en su n. 39.

Es necesario asumir un camino serio de liberación que nos haga pasar del hombre viejo, incurvado sobre sí mismo, al hombre nuevo, abierto a los demás, de nuestras cosas a las de Cristo, del yo al nosotros, en una perspectiva pascual de tránsito del narcisismo al interés por el bien común. Y así sucesivamente concretando situaciones.

Podemos remontarnos a las «virtudes cardinales» que tenemos que cultivar para acrecentar la fraternidad:

La fortaleza: es quizá la virtud que hoy más ha desaparecido de las comunidades, ya que se han hecho, al menos por lo que parece, «incapaces de tolerar la más mínima molestia», propensas a lamentarse, a recriminar, a mostrarse incapaces de soportar la más pequeña contrariedad y dificultad. Pero san Bernardo, ya entonces, llamaba a los que vivían en comunidad «genus fortissimum», raza particularmente fuerte y robusta, capaz de superar generosamente los pequeños y grandes conflictos diarios. Sin tomar en cuenta los inconvenientes y la monotonía de la continua y gris convivencia.

El desgaste de la vida en común requiere considerables recursos internos: y por eso, la fortaleza se convierte en mansedumbre. Efectivamente, la mansedumbre es la expresión más alta de fortaleza según la Nueva Ley. A estas «personas mansas de gran fortaleza» se les ha dado la «posesión de la tierra», es decir, la conquista pacífica y amable del corazón de los hermanos. Dichosos los mansos porque poseerán la tierra, es decir, el corazón de los hermanos, contribuyendo a construir una comunidad fraterna.

La prudencia: para una vida fraterna es necesario también descubrir las virtudes humanas, o «las cualidades exigidas en todas las relaciones humanas: educación, respeto, sinceridad, dominio de sí, delicadeza (...), alegre simplicidad, la transparencia y la mutua confianza, la capacidad de diálogo, la adhesión sincera a una benéfica disciplina comunitaria» (Congregavit nos in unum, n. 27).

Y conviene recordar también la alegría, vivida y testimoniada: «es muy importante cultivar esa alegría en la comunidad religiosa; el mucho trabajo la puede sofocar, el celo excesivo por algunas causas la puede olvidar, el interrogarse continuamente acerca de la propia identidad y el propio futuro la puede nublar. Pero el divertirse juntos, el permitirse momentos de descanso personales y comunitarios, el alejarse de vez en cuando del trabajo, el alegrarse con la alegría de los hermanos y hermanas, la entrega confiada al trabajo apostólico, el afrontar con misericordia las situaciones, el ir al encuentro del Señor en el futuro con la esperanza de encontrarlo siempre y de cualquier manera; todo esto potencia la serenidad, la paz y la alegría. La alegría es un magnífico testimonio de la calidad evangélica de una comunidad religiosa, meta de un camino no exento de tribulaciones, pero alcanzable por la ayuda de la oración: "Alegraos con la esperanza, sed pacientes en el sufrimiento, persistentes en la oración" (Rom 12,12)» («Congregavir nos in umnum», n. 28).

La justicia: es fácil que en la vida consagrada haya también alguien que sea «más igual que otros». En nombre de cometidos especiales, alguien puede disponer de forma desigual e irritante de medios no estrictamente necesarios y condicionar el nivel de vida de los demás. Esta desigualdad daña la comunidad: «la posibilidad de disponer de dinero, como si fuera propio, ya sea para sí o para los propios familiares, y un estilo de vida demasiado diferente del de los hermanos y de la sociedad pobre en que muchas veces se vive, hieren y debilitan la vida fraterna» («Congregavit... », n. 44).

Pero también existe la justicia para con la propia identidad carismática y para con las obligaciones comunitarias. Hay situaciones que representan una falta de justicia respecto del deber de cultivar una identidad clara; así «la tendencia a lo genérico» en el modo de insertarse en la Iglesia local, de dejarse atraer por movimientos eclesiales que exponen al peligro de la «doble pertenencia» y de adaptarse al estilo de vida laical «confundiéndose con los laicos, asumiendo su modo de ver y de actuar y limitando la aportación de la propia consagración» («Congregavit... », n. 46).

La templanza: hay que practicarla respecto de los propios deseos desmesurados de autoafirmación, de autoestima demasiado elevada y, en consecuencia, de reconocimiento por cada cosa que se hace. ¡Incluso para evitar las frustraciones y los malos humores que se desatan por no verse reconocido como se quisiera! Existe también el problema de la libertad afectiva, «gracias a la cual la persona consagrada ama su vocación y ama según su vocación. Es precisamente esta libertad y madurez la que ayuda a vivir bien la afectividad dentro y fuera de la comunidad. Amar según la propia vocación es amar con el estilo de quien desea ser en toda relación humana signo claro del amor de Dios, de quien ni invade, ni se apropia, sino que respeta y desea el bien del otro con la misma benevolencia de Dios» («Congregavit... », n. 37). Es importante que exista una rica y cordial vida fraterna que asista al hermano necesitado de ayuda: «Si para vivir en comunidad es necesaria cierta madurez, para la madurez del religioso es necesaria una cordial vida fraterna, con un amor que comparta los miedos y los gozos, las dificultades y las esperanzas, con el calor propio de un corazón nuevo que sabe acoger a la persona entera» («Congregavit... », n. 37).

Una vida fraterna, construida por el Espíritu Santo y la buena voluntad, en la que las dimensiones teológica y antropológica se dan la mano en una eficaz sinergia «teándrica», o sea, divino-humana, añade nuevos elementos a la «confesión de la Trinidad» en que consiste la vida consagrada: «la vida fraterna, en virtud de la cual las personas consagradas se esfuerzan por vivir en Cristo con "un solo corazón y una sola alma" (Hch 4,32), se propone como elocuente manifestación trinitaria. La vida fraterna manifiesta al Padre, que quiere hacer de todos los hombres una sola familia; manifiesta al Hijo encarnado, que reúne a los redimidos en la unidad, mostrando el camino con su ejemplo, su oración, sus palabras y, sobre todo, con su muerte, fuente de reconciliación para los hombres divididos y dispersos; manifiesta al Espíritu Santo como principio de unidad en la Iglesia, donde no cesa de suscitar familias espirituales y comunidades fraternas» (VC, 21).

Una mirada eclesial

Según el testimonio de Santa Catalina de Siena, el Señor le habría dicho: «Yo habría podido crear a los seres humanos de manera que todos gozaran de todo, pero he preferido dar dones distintos a personas diversas, para que así todos tuvieran necesidad unos de otros». Ya san Gregorio Magno había escrito: «Dios ha creado a los hombres como a las naciones de la tierra. El habría podido conceder a todas las naciones todos los frutos, pero si una nación no tuviera necesidad de los frutos de la otra, no se establecería ninguna comunión entre ellas. Lo que tiene sentido para las naciones de la tierra, lo tiene mucho más para los hombres, que, intercambiando lo que han recibido como hacen las naciones con los productos de la tierra, tienden a encontrarse en la nueva caridad» (Comentario a Ezequiel).

La vida consagrada no vive aislada, es parte de la Iglesia, vive dentro de ella junto a los otros componentes eclesiales. A ella se le confía la tarea de mantener viva la conciencia de la mutua dependencia, de la necesidad de integración, de la conciencia de los propios dones que han de ponerse en común y de las propias limitaciones que piden la ayuda de los demás: «A la vida consagrada se le asigna también un papel importante a la luz de la doctrina sobre la Iglesia-comunión, propuesta con tanto énfasis por el concilio Vaticano H. Se pide a las personas consagradas que sean verdaderamente expertas en comunión, que vivan la respectiva espiritualidad como "testigos y artífices de aquel proyecto de comunión que constituye la cima de la historia del hombre según Dios". El sentido de la comunión eclesial, al desarrollarse como una espiritualidad de comunión, promueve un modo de pensar, decir y obrar, que hace crecer la Iglesia en hondura y en extensión» (VC, 46).

Si la comunión es la realidad que ha de salir a la luz para dar el sentido de lo que es la Iglesia en su realidad más profunda y misteriosa, la vida consagrada recibe la función de mantener viva esa dimensión con la fuerza que dimana del testimonio de sus comunidades, donde no sólo se comparten los fines, sino también la propia existencia.

Se puede tener hasta un poco de miedo viendo honestamente este panorama programático, en especial si vemos el retraso en este terreno de algunas (¿todavía demasiadas?) comunidades. «Comprometidos en el diálogo con todos», reza el título de una de las secciones de la tercera parte de la Exhortación: lo exige la espiritualidad de comunión, lo exige la Iglesia por sus responsabilidades misioneras, lo exige la misma naturaleza de la vida fraterna, el gran ideal de los fundadores, ideal continuamente asumido y buscado por las sucesivas generaciones, símbolo de un gran sueño enraizado en el secreto del corazón humano, a saber, el sueño de una humanidad fraterna y solidaria.

Una mirada a la sociedad

El cometido de hacer crecer la espiritualidad de la comunión es particularmente urgente allí «donde el mundo de hoy está desgarrado por el odio étnico o las locuras homicidas. (...) Las comunidades de vida consagrada son enviadas a anunciar con el testimonio de la propia vida el valor de la fraternidad cristiana y la fuerza transformadora de la buena nueva» (VC, 51). Y viene a continuación una indicación bastante concreta que hemos de tener presente constantemente: «Particularmente los institutos internacionales, en esta época caracterizada por la dimensión mundial de los problemas y, al mismo tiempo, por el retorno de los ídolos del nacionalismo, tienen el cometido de dar testimonio y de mantener siempre vivo el sentido de la comunión entre los pueblos, las razas y las culturas. En un clima de fraternidad, la apertura a la dimensión mundial de los problemas no ahogará la riqueza de los dones particulares, y la afirmación de una característica particular no creará contrastes con las otras ni atentará a la unidad. Los Institutos internacionales pueden hacer esto con eficacia, al tener ellos mismos que enfrentarse creativamente al reto de la inculturación y conservar al mismo tiempo su propia identidad» (VC, 51).

No puede decirse que el Papa no estime la vida consagrada. Contenta por tanto aprecio, ella sólo puede sentir la necesidad de someterse a algunas revisiones necesarias para no defraudar unas expectativas tan decisivas y comprometedoras.

Un solo corazón

Gregorio de Niza esboza un breve y convincente perfil de la vida fraterna: «Entre todas las palabras que Jesús dirige al Padre y las gracias que concede, hay una que es la más importante y que resume todas. Aquella con la que Cristo llama a todos los suyos a que estén siempre unidos en la solución de los problemas y en la determinación del bien que ha de hacerse; a considerarse un solo corazón y una sola alma y a valorar esta unión como el único y solo bien; a fusionarse en la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz; a formar un solo cuerpo y un solo espíritu; a responder a una única vocación, animados por una misma esperanza» (Comentario al Cantar de los cantares).