Quinta meditación

La lucha de Jacob


En todo proceso espiritual no pueden faltar las pruebas, incluso las más despiadadas. En este contexto nos encontramos con uno de los pasajes bíblicos más antiguos y misteriosos, pero muy famoso: el de la lucha de Jacob, icono de la lucha de Dios con el hombre, de una lucha desigual, pero necesaria.

He aquí cómo encuadra la Exhortación este icono al final del complejo y rico n. 38: «El camino que conduce a la santidad conlleva, pues, la aceptación del combate espiritual. Se trata de un dato exigente al que hoy no siempre se dedica la atención necesaria. La tradición ha visto con frecuencia representado el comba-te espiritual en la lucha de Jacob con el misterio de Dios, que él afrontó para acceder a su bendición y a su visión (cf. Gn 32,23-31). En esta narración de los principios de la historia bíblica, las personas consagradas pueden ver el símbolo del empeño ascético necesario para dilatar el corazón y abrirlo a la acogida del Señor y de los hermanos».

El episodio es oscuro exegéticamente, pero ha sido fuente inagotable de inspiración para la tradición espiritual.

La tradición hebrea ha visto en él la redención de la figura ambigua de Jacob, hombre astuto y hombre de fe simultáneamente. Aquí emerge el hombre de fe que no tiene miedo a medirse con Dios. Filón, y con él todos los alejandrinos, prefiere ver en Jacob al luchador: el ejemplo del hombre que sabe luchar contra los vicios y así obtiene la bendición. Y yendo más lejos todavía: «Jacob es el nombre del compromiso y del progreso gracias al empeño de las fuerzas del hombre (la ascética), mientras que "Israel" es el nombre de la perfección y la mística, pues significa "visión de Dios". Quien vence en la lucha contra las pasiones puede ver a Dios».

Los autores cristianos siguen dos lineas de interpretación: la alejandrina, que ve en Jacob un maestro de fortaleza por su lucha contra las pasiones, y la agustiniana, que ve en la lucha una prefiguración de la agonía de Cristo. También son interesantes las dos interpretaciones «marianas» que hacen san Bernardo y san Buenaventura.

Los autores de nuestro siglo consideran el episodio o como un arquetipo de las noches interiores y de las angustias del hombre moderno en lucha con su soledad, o como un ejemplo de las dificultades del cristiano implicado en la lucha con los problemas de la existencia cristiana, con su dramaticidad, en un mundo en el que Dios parece ausente.

La Exhortación ve este episodio sobre todo como un ejemplo típico del hombre «en lucha con el misterio de Dios», que es necesario afrontar «para acceder a su bendición y a su visión» (VC, 38).

Nosotros, dentro de esta línea, nos vamos a detener en ese momento peculiar de maduración espiritual que representa la «noche», la crisis, la dura confrontación con el misterio de Dios, que conducen a comprenderlo en profundidad.

La noche

Jacob «todavía de noche, se levantó, tomó a las dos mujeres, las dos siervas y los once hijos y cruzó el vado de Yaboc; pasó con ellos el torrente e hizo pasar todas sus posesiones. Y él se quedó solo. Un hombre peleó con él hasta la aurora, y viendo que no le podía, le tocó la articulación del muslo y se la dejó tiesa mientras peleaba con él. Y le dijo:

Respondió:

Y le preguntó:

— "¿Cómo te llamas?".

Contestó:

Le replicó:

Jacob, a su vez, preguntó:

 — "Dime tu nombre".

Respondió:

Jacob llamó aquel lugar Penuel, diciendo:

  • — "He visto a Dios cara a cara y he vencido"» (Gn 32,23-31).

  • Jacob está volviendo a su país después de un período de trabajo y de fortuna; vuelve rico y con abundante familia. Pero teme el encuentro con su hermano Esaú. Aquella noche podía perfectamente ser la última de su vida. Al día siguiente podría perderlo todo. Es una noche dramática. Se retira y se queda solo para reflexionar y buscar luz y consuelo en Dios. Pero Dios, en vez de confortarlo, lo asalta y se convierte en su enemigo, un enemigo más, el enemigo más insidioso.

    a) Las situaciones de noche son de lo más variado y las desencadenan las más variadas motivaciones.

    Pueden ser factores externos que nos sumergen en el abatimiento: un cambio de trabajo, vivido como particularmente dificultoso, los frutos escasos o nulos en la actividad apostólica, la vivencia del fracaso o de la inutilidad, el sentirse rechazado, la soledad y el aislamiento, la incomprensión y la ingratitud, la absoluta indiferencia de los otros ante las cosas que para nosotros son muy valiosas... Y también el silencio de Dios o su ausencia en el mundo de hoy, un silencio y una ausencia que parecen una pesadilla o tan penosos que hacen que uno se sienta irrelevante.

    Otras veces son factores internos: una grave enfermedad física o psíquica o duelos y penas que uno siente que le desgarran. Situaciones que hacen que todo se hunda a tu alrededor. Y con ello la aridez: Dios ya no te dice nada, mientras que las cosas «gritan». Son momentos en los que sientes a Dios como enemigo de tu felicidad, como un «no» continuo a tus deseos. Sin contar los cortes que conllevan las crisis afectivas y el consiguiente vacío y la oscuridad en que te confinan. En otros momentos aparece el tedio por las cosas de Dios, que puede convertirse en repugnancia, especialmente cuando Dios parece ir en contra de tus planes, y tú ya no encuentras ningún gusto en sus cosas ni ningún sentido a lo que estás haciendo.

    Es bueno tomar conciencia de que cada cual tiene sus noches oscuras, dolorosas, no siempre contables. Pueden ser escasas, pero también pueden ser frecuentes; pueden sorprenderte de improviso y desaparecer enseguida; pueden atormentarte durante largos periodos de tiempo o pueden ser breves pero intensas. Cada uno es probado de una forma distinta y con diferente intensidad. Lo constante es que, en la noche, Dios se convierte en tu adversario, en quien se opone a lo que te gusta o te hace carente de sentido la vida con El. Un adversario que a menudo te arranca y te roba lo que tú más quieres.

    b) La noche es inevitable, porque es un paso obligado para llegar al alba, para recibir un nombre nuevo y para recibir la tierra como don. Es necesaria, aunque tenga unos perfiles horribles. Es la prueba de las pruebas, es la muerte antes de la muerte; una prueba que deja en una situación muchas veces insostenible. Los místicos, que no sólo han experimentado esta situación, sino que también la han descrito, han penetrado en profundidad en el significado de algunos salmos: «Tus torrentes y tus olas me han arrollado» (Sal 42), «Me ha abrumado tu terror» (Sal 88). Quienes se han atrevido a describir esos momentos han hablado de aniquilación de lo humano, de lucha inhumana contra un enemigo inhumano, de lucha incomprensible, irracional, encarnizada. Pero, mirando luego hacia atrás, la han considerado fecunda, porque han visto en ella una oportunidad de pasar de la «nada» al «todo».

    En efecto, sólo atravesando nuestra realidad más profunda, nuestra nada, es posible llegar al todo, a la realidad de Dios. Pero atravesar la nada es realmente espantoso.

    Para entrar en el «misterio de la luz infinita» es necesario sumergirse en la propia tiniebla. Y la tiniebla es envolvente y turbadora. Para ser «hombres de Dios –dice esta noche– lo humano demasiado humano» debe quedar destruido. Para ayudar a otros a entrar en la tierra prometida es necesario captar toda la grandeza y gratuidad del don. Para recibir el nombre nuevo, Israel, hay que olvidarse del nombre viejo, Jacob. Para construir el hombre nuevo es necesario destruir el viejo, ése que eres. Para ayudar a entrar en el mundo de Dios es necesario haber sido renovados por la bendición de Dios. Para llegar a la resurrección no se puede evitar la agonía de Getsemaní y la lucha de la Pasión.

    c) La noche es necesaria. En la historia de la salvación, la noche siempre tiene una misteriosa fecundidad: de la noche inicial del Génesis es de donde brota la luz; de la larga noche de Abrahán es de donde le llega la bendición; de la noche del éxodo es de donde viene la liberación; de la noche de Yaboc es de donde le viene la posibilidad de entrar y de introducir a otros en la tierra prometida; y de la noche del Getsemaní es de donde se deriva la noche de la resurrección.

    El hombre se reconstruye manteniéndose firme, resistiendo ante Dios en la prueba de la noche. El apóstol se construye entrando en el misterio de Dios, resistiendo ante El, dejándose purificar por El. Son pruebas duras, pero necesarias: «Tenían que (¡el «dei» griego¡) atravesar muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios» (Hch 14,22). La tribulación indica la enorme distancia que existe entre el finito y el infinito, entre el mundo de la lejanía de Dios y el de su cercanía.

    d) Las condiciones para la fecundidad de la noche son, al menos, dos:

    La primera es la perseverancia. Es necesario no huir de la prueba, no evadirse, no alienarse en la TV, en el teléfono, en la botella (esto también se da), no volverse a las «esposas» ni a los «hijos», es decir, a las compensaciones más o menos afectivas ni a la actividad febril. Si Jacob hubiera vuelto sobre sus pasos, alejándose otra vez del Yaboc, no habría estado en condiciones de entrar en la tierra prometida ni de introducir en ella a su familia y a las sucesivas generaciones, ni habría recibido un nombre nuevo. Quien no tiene el coraje de «mantenerse» ante Dios en la aridez y en la soledad, se aliena fácilmente o cae en la amargura y en la inquietud, en la insatisfacción con sus prójimos (¡los superiores!), en la búsqueda de los reconocimientos humanos, en el escepticismo ante las propuestas «espirituales».

    Pero la diferencia entre el activista pastoral y el apóstol consiste sobre todo en esto: el «técnico» de pastoral no acepta necesariamente la oscuridad y sabe cómo llenar la noche. Tiene sus propios remedios y sus propios refugios. El apóstol resiste con paciencia y espera la aurora, porque sabe que es del silencio de donde brota la Palabra creadora, que es del desierto de donde viene la profecía y que es del misterio oscuro de Dios de donde viene la luz para el mundo.

    La segunda condición es la oración, la actividad por la que Jacob llegó a ser Israel, el arma con la que es posible luchar con Dios, la fuerza con la que se le puede arrancar la bendición. Pero, si hay algo difícil en estas circunstancias, es precisamente la oración, porque entonces se nos muestra como inútil, insípida, sin sentido y hasta repugnante. Pero es en ella en la que hay que resistir y mantenerse firme, porque verdaderamente es la última trinchera decisiva. Es en ella, como dice el libro de la Sabiduría (10,9-12), donde Dios «le dio la victoria en la dura batalla, para que supiera que la piedad es más fuerte que todo lo demás».

    El mundo de nuestros hermanos mayores, los hebreos, ha dado un magnífico testimonio de este tipo de oración, especialmente en la última guerra mundial, en los campos de exterminio. En no pocos de ellos, efectivamente, ocurrieron episodios de horrenda crueldad, de tal naturaleza que impulsaron a nuestros hermanos a clamar desafiantemente al Señor: «¡Oh Señor, has hecho todo lo posible para que vacilase nuestra fe en ti, para que perdiésemos nuestra confianza en ti; pero no lo has conseguido! ¡Nosotros seguimos creyendo en ti! ¡Nosotros no cedemos! ¡Nosotros creemos en ti!».

    Notamos el tono desafiante de la oración que ha asimilado la lección de la lucha de Jacob. Es la oración extremosa, que se descubre para los momentos extremos. Porque es en esas situaciones en las que el Señor desea justamente oír esas palabras para bendecimos. A veces, semejante oración, que podría rozar la blasfemia, puede venir de una situación dramática de pecado. Además de recordar a Jacob, conviene también recordar a san Benito: «¡Y nunca desesperar de la misericordia de Dios!».

    El apóstol, con su capacidad para introducir en la «tierra de Dios», se construye ahí, en la confrontación tenaz con el misterio de Dios. Porque en esta lucha Dios toma el volante de la vida, es El quien te pide de pronto que sueltes las manos de la guía de tu existencia y manifiesta su voluntad de llevarla por sus caminos, con sus criterios y con su sabiduría. Dios no es entonces la mera y simple culminación de nuestros sueños, de nuestras metas y de nuestros deseos, sino el protagonista con el que es necesario sincronizamos.

    Él nos golpea y nos hace cojear: pero es mejor ir cojeando detrás de Dios que ir a la carrera por nuestros senderos más o menos pronosticados. El apóstol es uno que cojea por los caminos de Dios, pero que es capaz de introducir a otros en el camino que conduce a la tierra de los vivientes. Se podría decir, con otras palabras, que la noche representa el paso del antropocentrismo al teocentrismo. La Exhortación habla del esfuerzo necesario «para dilatar el corazón y abrirlo a la acogida del Señor y de los hermanos».

    e) Partícipes de la agonía de Cristo. En el momento de la prueba conviene no olvidar que se está participando en la agonía del Señor en este mundo. Y también en su petición de ayuda: «¿No habéis podido velar ni una hora conmigo?» (Mt 26,40). También a nosotros nos es lícito pedir ayuda como la pidió El: Jesús busca que le conforten sus amigos, desea gozar de la cercanía y el consuelo de los hermanos y hermanas que son capaces de sostenerlo en los momentos de oscuridad y confusión.

    Conviene recordar aquí una dimensión y un aspecto muy relevante: hay que prestar atención fraterna a quien busca ayuda, captar sus demandas silenciosas de apoyo, percibir el drama, muchas veces oculto y no expresado, de quien está atravesando momentos de lucha, para ponerse discretamente a su lado y hacerle sentir que quien se encuentra en la noche no está solo, que el hermano o la hermana puede ser un valioso apoyo para él.

    Pero es necesario no «dormirse» ni encerrarse en la propia concha, sino «estar atento» a las dificultades del hermano, no para juzgarlo, sino para hacerle vivir la cercanía humana y espiritual; en el convencimiento de que sufrir por pruebas de este género no deriva de una falta de fe. Es un proceso de crecimiento en el misterio de Dios, en la aceptación de Su voluntad salvífica, como lo fue la agonía de Cristo en el Huerto de los Olivos. No se puede dejar solos a los que viven cerca de nosotros y comparten nuestra pasión por la causa del Reino, en un mundo en el que ese Reino lo perciben como algo escasamente importante, cuando no como irrelevante del todo. La comunión con los sufrimientos de los hermanos obligados a «sufrir con Cristo, en un mundo sin Dios», es uno de los gestos más apostólicos que pueden practicarse hoy en la vida consagrada y en la Iglesia. Sufrir con quien sufre, sobrellevar los unos las cargas de los otros, sobre todo la carga de la causa de Dios, de su presencia y de su acción sanante y misericordiosa: ¡esto sí que es una verdadera puesta en práctica de la fraternidad cristiana!

    f) Con María. San Bernardo y san Buenaventura tienen su original interpretación mariana del episodio de la lucha de Jacob: María está presente en esa lucha con maternal solicitud por quien ha optado por seguir a su Hijo. San Buenaventura observa que Jacob recibió la bendición al llegar la aurora. Y añade: «Quien invoca devotamente a María, la Aurora, no queda defraudado». Es un toque de ternura, de humanidad y consuelo en un combate que en algunos momentos puede resultar realmente inhumano sin la presencia maternal de María.

    «La persona consagrada –dice la Exhortación–encuentra, además, en la Virgen una Madre por título muy especial. En efecto, si la nueva maternidad dada a María en el Calvario es un don a todos los cristianos, adquiere un valor específico para quien ha consagrado plenamente la propia vida a Cristo. "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19,27): las palabras de Jesús al discípulo "a quien amaba" (Jn 19,26) asumen una profundidad particular en la vida de la persona consagrada (...). La Virgen le comunica aquel amor que permite ofrecer cada día la vida por Cristo, cooperando con El en la salvación del mundo. Por eso, la relación filial con María es el camino privilegiado para la fidelidad a la vocación recibida y una ayuda eficacísima para avanzar en ella y vivirla en plenitud» (VC, 28).

    g) El sentido del combate quizás nunca haya sido expuesto de forma tan sintética, expresiva y elegante como lo hizo san Francisco de Sales, el santo del optimismo cristiano: «Nunca lucha Dios con nosotros si no es para rendirse a nosotros y bendecimos». Su sabiduría permite esta prueba para que podamos ser bendecidos por El, para decirnos que quien ha vencido a Dios no ha de tener miedo a nadie. Los demás enemigos son irrisorios y las demás dificultades, secundarias. La lucha con Dios prepara para los otros combates. La victoria con Dios es la premisa de todas las demás victorias. Consuela saber que Dios lo único que quiere es rendirse a nosotros; que precisamente El, que en ciertos momentos quiere aparecer como el enemigo, es en realidad el amigo más cordial que desea darnos la alegría de haberle vencido y de haberle arrancado la bendición de la misteriosa fecundidad apostólica.

    Las tentaciones

    El n. 38 de la Exhortación nos recuerda también la necesaria vigilancia frente a algunas tentaciones típicas de estos años.

    a) En primer lugar, «las grandes tentaciones»: «Es necesario también reconocer y superar algunas tentaciones que a veces, por insidia del Diablo, se presentan bajo la apariencia de bien».

    Hay que notar que es la única vez que se recuerda la acción del demonio, presentado como el mentiroso, el que tiñe de bien el mal, el que presenta como totalidad lo que en verdad es sólo una parte.

    Si Dios lucha contigo para hacerte crecer y poder bendecirte, el demonio te ronda para hacer que pierdas la ruta del servicio de Dios. El demonio se presenta como el amigo y el aliado de tus buenas intenciones, las secunda, las muestra como legítimas, las absolutiza de tal manera que tú puedas concentrarte en ellas y olvidarte de que no estás solamente al servicio de la causa del hombre, sino que estás sobre todo al servicio de la causa de Dios. La cual, por lo demás y en definitiva, es el fundamento más sólido de la misma causa del hombre.

    Nuestro documento selecciona algunas tentaciones principales. No parecen referirse tanto a la persona consagrada individual cuanto a algunas tendencias generales aparecidas en algunos sectores o en algunas áreas geográficas. En realidad, la lista de las posibles desviaciones es la lista de las unilateralidades de estos años. La lista se refiere sobre todo a las «desviaciones colectivas», a las orientaciones culturales que pueden haber contribuido a hacer opciones que posiblemente han sido capaces de satisfacer, en un primer momento, pero luego se manifiestan inevitablemente como insuficientes y desilusionantes.

    Es un verdadero examen de conciencia, hecho de forma elegante y «caritativa» (alguien ha comentado que el Santo Padre nos ha tratado demasiado bien). En la práctica, esas opciones son consecuencia de una «apertura al mundo» un poco ingenua, que ha llevado a subrayar unilateralmente el conocimiento de la sociedad, el aprecio por la profesionalidad, la inculturación y la participación en los problemas de la justicia, dejando a un lado y en la sombra la vigilancia sobre uno mismo, un cierto distanciamiento de los valores puramente mundanos y la dimensión trascendente y espiritual.

    En concreto se señalan las unilateralidades en las que muchos cristianos se han implicado, la mayoría de las veces de buena fe, abandonando una parte notable del mensaje cristiano y que han comprometido con particular intensidad la vida consagrada. La tentación consiste, al parecer, en tomar la parte por el todo, en confundir un aspecto positivo con toda la realidad de la vida y del compromiso del consagrado. El texto es una ayuda para discernir estos «engaños» que, por lo que parece, están siempre al acecho: confundir el reino del hombre con el reino de Dios.

    Pero tampoco conviene olvidar el engaño opuesto, siempre al acecho, y no sólo en el pasado: pensar en promover el reino de Dios sin prestar ninguna atención a los problemas del reino del hombre. Son dos tentaciones de signo contrario, pero fruto del mismo «engaño diabólico», siempre simplificador, siempre dirigido a separar los dos aspectos del único mandamiento del Amor, alimentando la ilusión de que se puede amar a Dios sin amar al próximo o amar el prójimo sin amar a Dios.

    b) La cotidianidad: En este contexto se nos recuerdan oportunamente los medios tradicionales: el silencio adorante, «la fidelidad a la oración litúrgica y personal, a los tiempos dedicados a la oración mental y a la contemplación, a la adoración eucarística, los retiros mensuales y los ejercicios espirituales. Es necesario también tener presentes los medios ascéticos típicos de la tradición espiritual de la Iglesia y del propio Instituto» (VC, 38).

    Se trata de la llamada, sobria y esencial, a la vigilancia frente a los engaños más comunes y corrientes que pueden venir del día a día. La Exhortación no se fija sólo en los grandes combates, que afortunadamente no son frecuentes, sino que señala también la necesidad del combate diario, de la pequeña lucha de cada día, la presencia atenta a lo que algunos autores espirituales han llamado la «trilogía maléfica», es decir, el mundo, el demonio y la carne.

    La visión más bien optimista del Santo Padre y la impostación positiva del documento, que resalta más la luz que la sombra, así como el tono estimulante que marca las metas más que los peligros, no hacen superflua, sin embargo, una indicación, aunque sea rápida, de las trampas de la vida diaria, puestas por la mentalidad en curso, por la misma debilidad humana o por un tentador siempre en activo.

    Tal indicación da un toque de realismo a un documento que no trata sólo de las «estructuras supremas», sino que quiere ayudar concretamente a las personas consagradas a caminar hacia Dios, también en nuestro tiempo marcado por el poder del Espíritu, pero también por la presencia del príncipe de este mundo; caracterizado por las fuerzas del bien, pero influenciado también por los poderes del mal.

    Basta esta sugerencia para que nos sintamos reenviados a la constante tradición espiritual, ascética y mística, que ha llevado a tantas personas a la perfección cristiana, dentro y fuera de la vida consagrada.