Cuarta meditación

Pedro y María


«A este respecto, es sugestiva la página neotestamentaria que presenta a María con los Apóstoles, en el Cenáculo, en espera orante del Espíritu Santo (cf. Hch 1,13-14). Aquí se puede ver una imagen viva de la Iglesia-Esposa, atenta a las señales del Esposo y preparada para acoger su don.

En Pedro y en los demás apóstoles emerge sobre todo la dimensión de la fecundidad, como se manifiesta en el ministerio eclesial, que se hace instrumento del Espíritu para la generación de nuevos hijos mediante el anuncio de la Palabra, la celebración de los Sacramentos y la atención pastoral. En María está particularmente viva la dimensión de la acogida esponsal, con la que la Iglesia hace fructificar en sí misma la vida divina a través de su amor total de virgen» (VC, 34).

El n. 34 de la Exhortación apostólica plantea bien el tema de la doble dimensión: «petrina» y «mariana», de la Iglesia. También esta pareja es célebre en la tradición: Pedro y María muestran otros dos aspectos complementarios del riquísimo misterio de la Iglesia. En algunas regiones de Alemania, en las iglesias parroquiales existen, junto al altar mayor, otros dos laterales dedicados respectivamente a Pedro y a María. Esta celebérrima pareja tuvo su origen en el Cenáculo, en la espera del Espíritu Santo. Pedro representaba allí el vértice de la Iglesia-ministerio; María, en cambio, el vértice de la Iglesia-Esposa. En estos últimos años se ha intensificado la reflexión sobre la dimensión petrina y la dimensión mariana de la Iglesia, incluso en obras de grandes teólogos como Urs von Balthasar.

El mismo Santo Padre ha hablado de ello en muchas ocasiones, especialmente en Mulieris Dignitatem (n. 22), pero también, dirigiéndose al colegio cardenalicio (22 de diciembre 1987), ha afirmado: «El perfil mariano es tan fundamental y específico para la Iglesia –si no más– como el perfil apostólico y petrino, al que está íntimamente unido G.)». La dimensión mariana de la Iglesia antecede a la dimensión petrina, aunque está estrechamente unida a ella y es complementaria. María, la Inmaculada, precede a todos los demás y, obviamente, al mismo Pedro y a los apóstoles: no sólo porque Pedro y los apóstoles, proviniendo de la masa del género humano nacido en el pecado, forman parte de la Iglesia «sancta ex peccatoribus», sino porque su triple encargo no tiene más objetivo que configurar la Iglesia según el ideal de santidad que está ya anticipado y prefigurado en María. Como Urs von Balthasar ha comentado acertadamente, «María es reina de los apóstoles, sin pretender para sí los poderes apostólicos. Ella tiene otro y mayor».

Los tres estados de vida

El icono que presenta a Pedro y a María unidos cierra la sección dedicada en la Exhortación apostólica a los estados de vida en la Iglesia (VC, 29-34). Conviene hacer una referencia a cómo trata la Exhortación apostólica esta temática discutida y relevante.

Tres son los estados de vida en la Iglesia, queridos por el Señor Jesús: los laicos, los ministros ordenados y las personas consagradas. Los laicos están consagrados por el bautismo y la confirmación; los ministros ordenados y las personas consagradas reciben una consagración especial para servir mejor al pueblo de Dios: «Los ministros ordenados reciben la consagración de la ordenación para continuar en el tiempo el ministerio apostólico», y las personas consagradas «reciben una nueva y especial consagración que las compromete a abrazar la forma de vida practicada personalmente por Jesús» (VC, 31). «Los laicos tienen como aspecto peculiar, si bien no exclusivo, el carácter secular, los pastores el carácter ministerial y los consagrados la especial conformación con Cristo virgen, pobre y obediente» (VC, 31).

Si a los laicos les compete la misión de «buscar el reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios» y de «anunciar el evangelio en medio de las realidades temporales», al ministerio apostólico le corresponde la enseñanza de la Palabra, la administración de los sacramentos y conducir el pueblo de Dios (VC, 31 y 32). Y es propio de la vida consagrada «responder con la santidad de la vida» (VC, 33).

De esta manera, el pueblo de Dios recibe el doble servicio que procede de las dos consagraciones especiales: del orden sagrado le viene el don de la gracia y de la Palabra, sin las cuales no puede brotar la Iglesia. El orden sagrado, Pedro, expresa que en la Iglesia todo es don, que la salvación viene de lo alto, que la salvación nos llega a través del ministerio apostólico. Pedro simboliza el don que desciende de lo alto.

La vida consagrada se coloca en la otra vertiente, en la de la respuesta al don, en la ladera del momento ascendente, del retorno, del «dar fruto». Efectivamente, a todo don corresponde una obligación, a todo talento, el deber de hacerle fructificar. En esta vertiente, la de la respuesta, la de la Palabra que es escuchada en terreno bueno y da fruto, en este espacio de concentración en el don de Dios para hacerlo fructificar, es donde se coloca la vida consagrada, siguiendo la huella y el ejemplo de María: «La vida consagrada ha sido siempre vista prevalentemente en María, la Virgen esposa. De ese amor virginal procede una fecundidad particular, que contribuye al nacimiento y crecimiento de la vida divina en los corazones» (VC, 34). «Por su parte, el pueblo cristiano encuentra en el ministerio ordenado los medios de la salvación, y en la vida consagrada el impulso para una respuesta de amor plena en todas las diversas formas de diaconía» (VC, 34). Si Pedro preside los «medios de salvación», María se pone al frente del servicio para que todos los consagrados por el bautismo pasen de la consagración sacramental a la «consagración de la vida», «de la santidad comunicada por los sacramentos a la santidad de la vida cotidiana» (VC, 33).

Y así, junto a María, la vida consagrada, «con su misma presencia en la Iglesia, se pone al servicio de la consagración de la vida de cada fiel, laico o clérigo», haciendo «continuamente avivar en la conciencia del pueblo de Dios la exigencia de responder con la santidad de la vida al amor de Dios derramado en los corazones por el Espíritu Santo» (VC, 33).

Si se quisiera ir más allá de las figuras de Pedro y María, para llegar al corazón de la cuestión, se podría afirmar que, mientras el orden sagrado sirve al pueblo de Dios representando a Cristo cabeza y pastor, la vida consagrada lo sirve representando la forma de vida de Cristo virgen, pobre y obediente. Son dos facetas complementarias del único misterio de Cristo, que nos hablan de la necesidad de mantener estrechamente unida la dimensión petrina con la dimensión mariana, y viceversa, pues son dos dimensiones del mismo y único misterio de Cristo. Y, además, porque ambas son queridas por el Señor Jesús y, por tanto, las dos son de origen divino.

Esta afirmación no debe sorprender a nadie, porque es una de las más claras de toda la Exhortación: «Jesús mismo, llamando a algunas personas a dejarlo todo para seguirlo, inauguró este género de vida que, bajo la acción del Espíritu, se ha desarrollado progresivamente a lo largo de los siglos en las diversas formas de la vida consagrada. El concepto de una Iglesia formada únicamente por ministros sagrados y laicos no corresponde, por tanto, a las intenciones de su divino Fundador tal y como resulta de los evangelios y de los demás escritos neotestamentarios» (VC, 29).

Se puede decir que la Exhortación apostólica hace dar un paso adelante a la eclesiología, tanto al subrayar la dimensión mariana como la peculiar ejemplaridad de María para la vida consagrada. Aquí tienen los teólogos un buen trabajo que realizar en el futuro, en pro de una eclesiología que integre «la obra del Espíritu, que es la variedad de formas. El constituye la Iglesia como una comunión orgánica en la diversidad de vocaciones, carismas y ministerios» (VC, 31).

Pero también nosotros hemos de tomar conciencia de este altísimo y comprometido cometido que el Santo Padre nos ha confiado como personas consagradas, siguiendo las indicaciones del Sínodo. En efecto, el primer cometido de la vida consagrada no es principalmente una misión, sino una «conformación» con Cristo en su total expropiación-disponibilidad al Padre y a los hermanos. Conviene recordarlo una vez más: toda la acción de la Iglesia tiende a que ella sea, lo más posible, Iglesia disponible para realizar su vocación a la santidad, según el modelo de la Virgen María, la cual, más que ningún otro, se dejó modelar por la acción de Dios. En este dinamismo, al ponerla junto a María, la vida consagrada es situada en primera línea.

María y la dimensión esponsal de la vida consagrada

«Importancia particular tiene el significado esponsal de la vida consagrada, que hace referencia a la exigencia de la Iglesia de vivir en la entrega plena y exclusiva a su Esposo, del cual recibe todo bien. (...)

En María está particularmente viva la dimensión de la acogida esponsal, con la que la Iglesia hace fructificar en sí misma la vida divina a través de su amor total de virgen» (VC, 34). La Iglesia-Esposa encuentra en la Virgen María su punto de mayor elevación y su realización más completa, como en la vida consagrada encuentra una intención de esponsalidad y una realización particularmente significativa.

En el Sínodo, el relator, cardenal Hume, había afirmado: «El amor esponsal es el corazón de la vida consagrada y la fuente de su energía». Y la Exhortación avanza en esta dirección con numerosas afirmaciones:

a) La vida consagrada femenina siente y vive con especial intensidad esta dimensión: «En esta dimensión esponsal, propia de la vida consagrada, es sobre todo la mujer la que se ve singularmente reflejada, como descubriendo la índole especial de su relación con el Señor» (VC, 34). Son innumerables las expresiones «esponsales» contenidas en siglos de estupendas páginas de la literatura mística femenina; se puede decir que, al menos en los siglos pasados, es la dimensión predilecta, aunque no exclusiva, del «genio» religioso femenino. Y no se pueden invocar solamente las motivaciones culturales y sociales, que han existido y a veces con mucho peso, para explicar este exuberante y sorprendente fenómeno. También el papa cita a santa Teresa del Niño Jesús, como una especie de síntesis de siglos de «mística femenina», proyectada hacia la fecundidad apostólica: «Ser tu esposa, Jesús, para ser madre de las almas». El tema de la «esposa de Cristo» ha sido sentido por igual en ambientes femeninos contemplativos y no contemplativos: la virgen consagrada siempre ha sido vista como la «esposa de Cristo», entregada por entero a El.

Pero tampoco la vida consagrada masculina, aunque con matices psicológicos diferentes, es ajena a esta temática y a esta realidad, ya que Cristo es el Esposo de toda la Iglesia integrada por mujeres y hombres. Baste recordar a los grandes comentaristas del «Cantar de los Cantares», desde Orígenes a Gregorio de Niza y desde san Bernardo a santo Tomás: todos viven intensamente la dimensión de la entrega total en nombre de un amor absoluto. Porque, en definitiva, esto es lo que quiere decir la esponsalidad.

En la esponsalidad, en efecto, se realiza la íntima vocación de la Iglesia, el deseo de pertenecer totalmente a su Esposo, de entregarse por completo a El. Cristo es todo para la Iglesia, y la Iglesia es toda de Cristo. La Iglesia es más Iglesia en la medida en que se dedica apasionada y, devotamente a las cosas de Cristo. Al entregarse a El, con amor de esposa, se va haciendo cada vez más bella. Mirando al «más bello de los hijos del hombre», ella misma se va aproximando al ideal de convertirse, gracias a la acción del Amor y a su respuesta, en la «esposa bella, sin arrugas ni manchas», mientras espera las «nupcias eternas», la unión definitiva y beatificante.

b) De ahí que sorprenda un cierto silencio de la literatura actual, al menos la más divulgada, sobre este tema tan vital. ¿Se debe quizás al temor de ponerse al servicio de la «sublimación del eros»?; ¿al miedo a fomentar una visión sentimental que alejaría del control de la racionalidad?; ¿al miedo a aparecer poco feministas por subrayar una dimensión tradicional de la mujer?; ¿al miedo a la totalidad?; ¿al miedo a la especificidad de la vida consagrada? Estas y otras motivaciones no pueden o, al menos, no deberían cancelar la categoría fundamental de la esponsalidad ni esta dimensión tan significativa para la «vida» de la vida consagrada. La cual es fruto de un «amor mayor» que llama y de un «amor mayor que responde».

Sin esta dimensión «afectiva», «cordial» y, digámoslo también, «mística», la vida consagrada no sólo se hace árida, sino que, además, se apaga: ¿cómo puede llevarse adelante un matrimonio sin amor? ¿No es ésta quizás una de las debilidades de la vida consagrada de estos años? ¿No ha prevalecido durante un cierto tiempo un modo de acercarse a ella preferentemente racional, que ha terminado por menospreciar o minusvalorar o silenciar su dimensión esponsal, afectiva y totalizante? Si la vida consagrada es «vida», ésta no puede ser alimentada solamente en su aspecto racional, aun siendo necesario. Se la sostiene lanzándola al «horno» del fuego del Amor que vence todo otro amor, que quema toda escoria, que caldea la vida diaria acorralada por los helados vientos del secularismo.

c) Conviene hacer aquí una anotación: para comprender la Exhortación apostólica y, mejor aún, para comprender la misma vida consagrada, son necesarios una mirada y un corazón contemplativos, un corazón que no esté apagado ni reseco. El Papa se dirige a las personas consagradas para que miren a lo alto para elevarse y poder así elevar a los demás. El misterio cristiano, del que forma parte el misterio de la vida consagrada, hay que contemplarlo, tomarlo en lo que es, hay que transformarlo en una vida entusiasta y entusiasmante.

En este contexto, la dimensión esponsal expresa el deseo del corazón de la persona humana, de la Iglesia, de la persona consagrada, de descansar en Dios y de llevar a muchos hermanos y hermanas a encontrar acogida y consuelo en Dios. La esponsalidad fuerte, sentida y cultivada, será la que hará posible mantenerse firmes en el amor de Cristo, servir al mundo con su corazón y no dejarse arrastrar hacia abajo.

Todo esto puede parecer un discurso retórico a quien afronta la realidad cristiana desde un punto de vista distinto del amor de Dios. Pero, para quien está «enamorado» de Dios, de Cristo, está muy lejos de ser algo abstracto, es el motor principal de todo: «dame un corazón que sepa amar y entenderá lo que digo», decía san Agustín.

Esto es para ayudarnos a abrir los ojos y ver el gran empobrecimiento al que estamos abocados cuando desaparece la dimensión de la esponsalidad. Por eso, oportunamente nuestro documento la reclama y la pone en primer plano, no por deseo de recuperar un tema de un pasado glorioso, sino para dar de nuevo frescura y vitalidad a las vidas consagradas, que, posiblemente en nombre de compromisos incluso gravosos y generosos, pueden haber olvidado las raíces místicas y apasionantes de la entrega a Cristo Esposo.

Esponsalidad y deseo de Dios

Vale la pena retomar, al menos un poco más y en este contexto, en el tema de la divina belleza tan presente en todo este documento.

a) «La persona (seducida por la divina belleza) es conducida progresivamente a la plena configuración con Cristo y en su peregrinar terreno camina hacia la Fuente inagotable de la luz» (VC, 19). Es aquí donde se inserta el deseo de Dios, que introduce y hace seguir adelante en el camino espiritual, a lo largo del cual se pasa y se sube de gloria en gloria, de belleza en belleza, de luz en luz. Es la belleza divina la que alimenta el deseo de Dios; es su atractivo discreto e irresistible el que empuja por el camino que lleva a conocerlo cada vez mejor, a poseerlo cada vez más, a reflejar algún rayo de su esplendor.

Pero la divina belleza queda siempre, y por fortuna, más allá de nuestros límites. San Gregorio de Niza afirma por experiencia: «Dios llena, pero no sacia. Llena y acrecienta la sed, para que lo puedas seguir buscando».

«Esto le sucede a quien dirige su mirada a la belleza divina ilimitada: lo que descubre continuamente se le manifiesta como algo absolutamente nuevo y sorprendente en relación con lo ya conocido. De esta manera, no cesa de seguir deseando, porque lo que espera es aún más extraordinario y divino que lo ya visto». Gregorio de Niza ofrece una visión amplia y animante del camino espiritual, bajo la enseña de la filocalia, del amor por la divina belleza que despierta el deseo, hace caminar y tiende hacia «el más», «de belleza en belleza». Es el maestro del deseo de Dios en Oriente, como Agustín y Gregorio Magno lo son en Occidente. Por lo demás, tiene el coraje de afirmar que se considera «segundo en todo», respecto del gran hermano Basilio, «menos en el deseo de Dios». Para Gregorio, el deseo dilata el corazón y lo hace siempre más y más capaz de Dios. Hay que notar que esta tensión hacia Dios no le impidió ser suave y amable con los hombres. Su programa era: «Deseo de Dios sin medida, y medida en todo lo relacionado con los hombres». Este programa permitió a Gregorio entrar en la oscuridad de Dios y aportar luz a los hombres.

Se puede formular aquí una pregunta: ¿Adónde llega nuestro deseo de Dios? ¿Sabemos compendiar y orientar los otros deseos en el único verdadero deseo de Dios? ¿Sabemos estar delante de la divina belleza para que nuestro deseo de Dios salga vencedor de todos los demás deseos? Don Barsotti tiene una página muy bella que encaja aquí perfectamente: «Mientras la verdad y el bien no llegan a ser belleza, se muestran de alguna manera extraños al hombre, se imponen desde fuera. El hombre se adhiere a ellos, pero no los posee. Exigen de él una obediencia que, de un modo u otro, le mortifica. Pero cuando aparecen como belleza, entonces su posesión es pacífica y plena. Entonces toda mortificación disminuye y todo esfuerzo se amortigua. Entonces toda la vida del hombre no es más que un testimonio y una revelación de la perfección alcanzada. Esta riqueza es belleza».

b) «De este modo, la vida consagrada es una expresión particularmente profunda de la Iglesia-Esposa, la cual, conducida por el Espíritu a reproducir en sí los rasgos del Esposo, se presenta ante él resplandeciente, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada (cf. Ef 5,27)» (VC, 19). El camino espiritual hace bella a la esposa, porque ella refleja la belleza del Esposo. Y esto se dice de la vida consagrada, en cuanto expresión particularmente apropiada de la Iglesia que toma en serio el camino, o la carrera, de acercamiento al Esposo. En la esponsalidad, hecha «bella» por el amor y la creciente cercanía del Esposo, la vida consagrada y la Iglesia se aproximan y se necesitan.

La vida consagrada. Hay que descubrir y redescubrir continuamente la belleza de este género de vida que se concentra en la profundidad de la realidad cristiana, en los dones recibidos. Es decir, por ejemplificar: una vocación que permite concentrarse en las «cosas del Señor», la fortuna de haber tenido una formación espiritual que ha afinado la sensibilidad para las realidades de Dios, una tradición espiritual rica en santidad, una organización del tiempo en la que hay espacios para la búsqueda de Dios, la posibilidad de una intensa vida sacramental, el programa de una entrega a Dios y a los hermanos, una fraternidad que, en conjunto, sostiene el camino... son sólo algunos motivos de acción de gracias por las oportunidades que brinda la vida consagrada. Unas oportunidades que agilizan el avanzar hacia el esplendor del misterio inalcanzable y luminoso de Dios, en el seguimiento de Cristo, aun en medio de las oscuridades de la vida diaria, en la fuerza y la consolación del Espíritu Santo.

El Santo Padre nos invita a abrir los ojos a las maravillas en las que estamos inmersos. Nos invita a tener los mismos ojos de la Virgen María en el momento de cantar el Magníficat. No cantaba nada humanamente extraordinario, al menos en cuanto podía aparecer a la mirada de los hombres y mujeres de su tiempo. María cantaba lo que su mirada de fe descubría más allá de las cosas «ordinarias», cantaba a Dios por lo que había hecho en ella y en su pueblo, al Dios presente, al Dios que no se olvida de su sierva y de su pueblo.

El Papa nos invita a ver la realidad como la veían los santos, como la veían nuestros fundadores y fundadoras. Las pequeñas miserias diarias, las mezquindades, la rutina de todos los días, la repetición... no pueden obnubilar nuestra mirada sobre el camino «bello» y hacia la Belleza, el camino típico de nuestro itinerario espiritual. Es típico de la vida consagrada saber rescatar el momento presente viéndolo como uno de los pasos de nuestro camino de luz.

La Iglesia es la esposa bella y, como tal, hay que estimarla y amarla. Estamos llamados a descubrir, contemplar y vivir su belleza con una mirada perspicaz y con un corazón agradecido. Es en la Iglesia y de la Iglesia donde hemos recibido todo cuanto somos y poseemos, desde el bautismo y la vocación a la dirección de nuestro camino, desde las promesas de Cristo a las maravillas de la vida con El, esposo y amigo.

Sin embargo, todavía permanecen vivos, dentro de la vida consagrada, focos de desconfianza o contestación, más o menos adormecidos, respecto de la Iglesia, por sus objetivas o presuntas deficiencias. No me refiero con esto a la profecía que en algunas ocasiones es un deber de la vida consagrada y que puede resultar «molesta» tanto para la misma vida consagrada como para otros miembros de la Iglesia. La profecía, en todo caso, se inspira en el amor, no en la desconfianza ni en distanciamiento alguno basado en prejuicios o en apartamiento de todo lo que «está arriba».

Probablemente hemos de volver al amor (¡y a las motivaciones!) que los Padres tenían para con la Iglesia, fruto de un verdadero asombro provocado por la contemplación de las maravillas que el Señor realizaba (¡y sigue realizando!) en ella. Ellos reconocían con lucidez sus deficiencias, incluso graves. La consideraban incluso «meretriz», una pecadora, pero que ha sido redimida, embellecida y santificada por la sangre de Cristo: «casta meretriz». En la Iglesia, la belleza dada por Cristo está muy por encima de sus miserias, y la hace maravillosa.

«En este contexto de amor a la santa Iglesia, "columna y fundamento de la verdad" (1 Tim 3,15), se comprenden bien la devoción de Francisco de Asís por el "Señor Papa", el filial atrevimiento de Catalina de Siena hacia quien ella llama "dulce Cristo en la tierra", la obediencia apostólica y el sentir con la Iglesia de Ignacio de Loyola, la gozosa profesión de fe de Teresa de Jesús: "Soy hija de la Iglesia" (...). Son ejemplos en los que deben fijarse de continuo las personas consagradas, para resistir a las fuerzas centrífugas y disgregadoras, particularmente activas en nuestros días» (VC, 46).

c) Probablemente debemos hacernos «poetas» de las cosas de Dios, para poderlas vivir y luego ser capaces de ofrecerlas al mundo desorientado. Debemos recuperar el asombro por el misterio de Dios que nos rodea, la admiración por la elevada y exaltante vocación a la que hemos sido llamados, el aprecio por la salvación que el Señor ofrece al mundo a través de su Iglesia, el mundo invisible que nos envuelve, nos ciñe, nos conforta, nos madura, nos transfigura... A veces se tiene la impresión de que la poca estima a la Iglesia dimana de las dificultades que se tienen con el mundo. Ante un mundo ausente y desinteresado, parece más fácil inculpar a la madre, que lo único que hace es representar la voluntad del Señor. ¿Y qué otra cosa podría hacer?

Pero si no ven lo positivo quienes «saborean» diariamente el pan de la Palabra y el alimento de la Vida, quienes están, a través de la oración, en contacto frecuente con el Padre dador de todo bien, ¿quién podrá entonces animar y sostener al pueblo cristiano?

d) Pedro y María son dos dimensiones, pero no opuestas, sino complementarias. La vida divina crece en el mundo, bien por la siembra, bien por la acogida y por la respuesta ejemplar. La Iglesia es una, aunque su misterio permite diversas aproximaciones y puntos de vista. Las dimensiones se armonizan en la comunión eclesial, en la pasión por la unidad, en el considerarnos y sentirnos un único cuerpo, un único templo, un único pueblo.

A veces, escuchando las querellas entre religiosos y clero diocesano, entre obispos y religiosos, entre religiosos y laicos, se tiene la impresión de que uno de los problemas más acuciantes hoy es conseguir un acuerdo entre los distintos componentes de la Iglesia. Las dificultades existen, es cierto. Y para facilitar su solución se ha publicado el documento Mutuae Relationes, que no necesita tanto ser revisado cuanto ser practicado.

Pero el problema parece bastante más profundo: mientras no se convenzan todos los componentes de la Iglesia de su complementariedad, y no de su presunta superioridad, el mundo eclesiástico seguirá pareciendo siempre un pequeño campo de batalla. El verdadero problema es convencerse de que el Espíritu desciende cuando Pedro y María están unidos en la oración y en la búsqueda de la voluntad de Dios. El Espíritu y la «dynamis» para la misión descienden sobre la Iglesia cuando está unida en la comunión. La «espiritualidad de comunión» se convierte, por tanto, en una de las dimensiones fuertes de la espiritualidad de la vida cristiana. Y se practica también aquí, en ese mantener unidos a María y a Pedro.

Tanto más cuanto que frecuentemente, sobre todo en la vida apostólica activa, la vida consagrada participa también de la dimensión de Pedro: piénsese en los religiosos sacerdotes comprometidos en el ministerio. En ellos conviven las dos dimensiones, la petrina y la mariana. En ellos se unen Pedro y María, en ellos la generación de la vida divina en el mundo se lleva a cabo tanto con la acción y la transmisión de la gracia como con la respuesta ejemplar, tanto con la participación en Cristo pastor como con la participación en la forma de vida de Cristo.

María en la vida consagrada

En el bello número dedicado a María se conjugan todos los temas que acabamos de señalar: su belleza única que «con mayor perfección refleja la divina belleza», apoyo para quien ha sido llamado a ser un reflejo particularmente transparente de la forma de vida de su Hijo, que luego es también su forma de vida. María es la esposa perfecta por ser «ejemplo sublime de perfecta consagración». María sostiene en el camino de cada día mediante su especial ternura maternal. Está muy atenta a ayudar a los que han ofrecido a Cristo su amor. «Por eso, la relación filial con María es el camino privilegiado para la fidelidad a la vocación recibida y una ayuda eficacísima para avanzar en ella y vivirla en plenitud» (VC, 28).

Se comprende ahora la invitación del Papa «a renovar cotidianamente, según las propias tradiciones, su unión espiritual con la Virgen María, recorriendo con ella los misterios del Hijo, particularmente con el rezo del santo rosario» (VC, 95). La invitación al rosario es una llamada a una forma simple, familiar y filial de entrega confiada en las manos de quien, después de su Hijo, es modelo de vida consagrada.

¿Y qué decir de la magnífica oración conclusiva, dirigida a María? María es invocada como la Virgen de la Visitación, a la que el Santo Padre confía a las personas consagradas, «para que sepan acudir a las necesidades humanas con el fin de socorrerlas, pero sobre todo para lleven a Jesús». María está «disponible en la obediencia, intrépida en la pobreza y acogedora en la virginidad fecunda», capaz de obtener de su divino Hijo que «cuantos han recibido el don de seguirlo en la vida consagrada sepan testimoniarlo con una existencia transfigurada, caminando gozosamente, junto con todos los otros hermanos y hermanas, hacia la patria celestial y la luz que no tiene ocaso» (VC, 112).

«Yo deseo, oh Theótokos, que tu icono
se refleje en el espejo de las almas
y las conserves puras hasta el fin de los siglos.
Tú levantas a los que se curvan hacia la tierra
y das esperanza a quienes aman
e imitan al eterno modelo de la Belleza»

(Dionisio pseudo-Areopagita).