Tercera meditación

Pedro y Juan


Después de la pareja María y Juan, nos encontramos ante otra también célebre: Pedro y Juan. Es un icono del que no se habla expresamente en la Exhortación apostólica, pero que subyace en varias de sus reflexiones. Lo consideramos como icono representativo de algunas dimensiones de la vida consagrada, de acuerdo con una consolidada tradición. Los Padres y los autores espirituales han comentado en muchas ocasiones esta pareja, también porque su «constante asociación» es típica del evangelio de Juan.

En Juan, su unión no es ocasional. El «discípulo amado», al que una ininterrumpida tradición identifica con Juan, aparece siempre junto a Pedro, como si nos quisiera decir que la Iglesia es a la vez misterio de ministerio-autoridad y misterio de amor. Hasta se podría decir que el cuarto evangelio da la «primacía» al amor, pues reafirma continuamente el «antes» del discípulo amado. Es llamado, junto a Andrés, «antes» que Pedro (Jn 1,40-41). En la última cena se reclina en el pecho de Jesús, y Pedro tiene que dirigirse al Señor a través de él (Jn 13,24). Entra en el atrio del sumo sacerdote, mientras que Pedro se queda fuera en el vestíbulo (Jn 18,15-16). El discípulo amado está al pie de la cruz, mientras que Pedro no aparece. Llega al sepulcro vacío «antes» que Pedro y deja que éste entre delante de él (Jn 20,4-8). Es el «primero» en reconocer al Señor en la pesca milagrosa, y luego Pedro se echa al mar (Jn 21,8). El debe permanecer, mientras que a Pedro se le dice «Sígueme» (Jn 21,23-24).

Es una serie impresionante de textos que a lo largo de los siglos pasados no ha pasado desapercibida a la meditación y a la reflexión creyente. Lo menos que puede decirse es que el cuarto evangelio afirma la primacía del amor en todas las circunstancias: el amor es capaz de todo, es el primero en comprender, llega antes a la comprensión de las realidades definitivas, y la autoridad en la Iglesia debe hacerse disponible al amor. Algunos exegetas ven en el capítulo 21 del evangelio de Juan la «recuperación de Pedro», es decir, de la autoridad en la Iglesia, a través del amor: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres más que éstos?» (Jn 21,15).

La tradición

La pareja Pedro y Juan ha sido ampliamente comentada por diversos autores, hasta convertirse en uno de los temas obligados de la eclesiología, al menos mientras ésta era estudiada en el ámbito del comentario de la Sagrada Escritura. Vamos a recordar tres interpretaciones particularmente importantes, que pueden ayudarnos a penetrar en algunas páginas sugerentes de la Exhortación apostólica.

a) Agustín ve en Pedro y Juan dos dimensiones constantes y constitutivas de la Iglesia y de la historia de la salvación. Pedro es la vida activa, la vida de aquí abajo, mientras que Juan es la vida futura, la vida de la visión beatífica, la vida definitiva. Juan es la Iglesia que tiende hacia su plena realización, hacia la realidad definitiva. Es la Iglesia en su dimensión y en su tensión escatológica. Juan, el discípulo que amaba el Señor, recibe el don de centrarse en lo esencial, en lo que siempre permanece.

Pedro, por su parte, es la vida que debe afanarse aquí abajo, pero que tampoco puede dejar de pensar en su cumplimiento definitivo. Por eso lleva siempre a su lado a Juan, que corre al sepulcro y a la realidad definitiva, animando y sosteniendo a Pedro en la carrera, manteniendo de esta forma en la Iglesia la vigilancia escatológica. «En el plano simbólico, Pedro seguía, Juan se quedaba a la espera. En el plano de la experiencia de fe, los dos soportaban los sufrimientos presentes de este mundo caduco y esperaban los bienes futuros de la felicidad eterna». La Iglesia vive de estas dos dimensiones permanentes e insustituibles. «Dos vidas, por tanto, simbolizadas por dos apóstoles, Pedro y Juan, cada uno de los cuales representa un solo tipo de vida, aunque ambos vivieron la vida temporal en la fe y ambos gozarán la otra vida en visión».

b) Gregorio Magno ve en Juan la profecía, la intuición de las cosas de Dios y la clarividencia de las realidades divinas. Pedro es el ministerio, el gobierno, ocupado en muchas cosas. Y el Papa Gregorio se atreve a decir, haciéndose eco de su experiencia: «Cuando se está ocupado en muchas cosas, se pierde la clarividencia sobre cada una de ellas. Cuando se está ocupa-do en las cosas visibles, se pierde la sensibilidad por las cosas invisibles». Entonces, Pedro ha de aprender a confesar que puede existir alguien que le enseñe las cosas de Dios. Ese es Juan, que está junto a él. Juan es la profecía que tiene ojos penetrantes para intuir y sugerir las cosas que miran directamente a Dios. «La finalidad específica de la profecía no es predecir el futuro, sino revelar lo que está oculto» (Comentario a Ezequiel).

Ruperto de Deutz, célebre abad que vivió a caballo entre los siglos once y doce y fue un eminente representante de la teología monástica, ve en nuestros dos personajes dos categorías de personas existentes en la Iglesia: Pedro es el orden sagrado, y Juan es el monaquismo, es el conjunto de personas comprometidas por voto con la virginidad, es la categoría de las personas que se dedican por entero a las cosas de Dios. Siendo virgen, puede centrarse mejor en las cosas de Dios, puede ser un testigo privilegiado de las realidades definitivas y centrarse en la historia de la salvación que opera en el mundo.

Esta interpretación se puede comprender perfectamente teniendo en cuenta la situación eclesiástica de aquel momento. Se caracterizaba por un considerable reforzamiento de la institución y del aspecto jurídico del aparato eclesiástico, al que iba aparejado el peligro. de mundanización. De ahí la necesidad del contrapeso del monaquismo como llamada constante a las realidades últimas, a la necesidad de no dejarse atrapar por las cosas de este mundo, a no perder el sentido y sensibilidad de la primacía de las realidades definitivas. De esta forma, el tema de Pedro y Juan, que en los Padres se ponía en relación con dos dimensiones de la Iglesia, vividas por todos los cristianos con diversa intensidad, se convierte en este autor en el símbolo de dos categorías distintas de personas: la jerarquía y la vida monástica, sin llegar a la contraposición entre institución y carisma.

El tema de Pedro y Juan, considerado sobre todo cuando corren al sepulcro, ha conocido por lo general mucha fortuna, independientemente de las situaciones contingentes de la vida de la Iglesia: la vida consagrada cumple en la Iglesia la función insustituible de ser reclamo escatológico. Por eso no puede desfallecer, como jamás desfallecerá Juan, pese a que haya quienes no comprendan enteramente su función: «Si quiero que se quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?».

La vida consagrada, también por esto, pertenece, inseparable e indiscutiblemente, a la vida y a la santidad de la Iglesia. La Iglesia no puede restar importancia al «aguijón escatológico», a los que se consagran a las cosas de Dios y aman apasionadamente al Señor hasta el punto de defender la absoluta primacía del amor a El, hasta el punto de reproducir amorosamente su forma de vida.

Reflexionemos sobre los dos principales significados de Juan: la dimensión escatológica, de impronta agustiniana, y la dimensión profética, de impronta gregoriana, considerando a Juan «tipo» de la vida centrada en Dios y dedicada por completo a su Hijo con amor exclusivo, y a Pedro «tipo» de la Iglesia implicada en las vicisitudes, frecuentemente turbulentas, de este mundo.

La dimensión escatológica

Nos fijamos en lo que representa Juan en la Iglesia desde la dimensión escatológica, es decir, desde la tensión a la posesión plena del Señor. Es fácil apreciar que estamos ante un déficit del sentido escatológico en los cristianos de hoy. El «aquí y ahora» parece absorber la mayor parte de los intereses de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Es fácil notar también un déficit de reflexión sobre la «limitación de la vida humana». Si ayer las ideologías absorbían las energías y secularizaban la escatología, hoy se nos aturde fácilmente con lo efímero, marginando la reflexión sobre el límite de la vida, sobre la finitud de toda realidad creada y sobre la insensatez de una vida encerrada en sí misma y destinada irremediablemente a la muerte. Y cuando reaparece el pensamiento de la muerte, reaparece sin esperanza.

El cristiano no puede participar, sin sentido crítico, en el rito social de «exorcización de la muerte», tan ampliamente difundido, porque la muerte forma parte de la vida, es puerta de la vida, aunque la mayor parte de las personas la vean llegar inexorablemente, con su crueldad y con los interrogantes que plantea: ¡pese a todo, uno se muere!

Todo acaba y, si no hay resurrección, este mundo se convierte en algo terriblemente insensato y cruel, por el simple hecho de que, en definitiva, se muestra como el reino de la muerte y del mal. Y la muerte se muestra más fuerte que la vida, y el mal más fuerte que el bien. Como le gustaba recordar repetidamente a Soloviev, si todo el progreso del ser humano acaba con la muerte, nada tiene sentido: el progreso y la cultura para nada sirven. El límite del hombre y de su historia, y el de toda la existencia del universo, emerge inevitablemente, antes o después. Por eso, es necesario retomar vigorosamente el anuncio de la resurrección y del mundo definitivo, el único en el que todo cobra sentido.

La Exhortación apostólica, recogiendo el eco de una constante tradición, enriquecida por la valiosa teología del Vaticano u , dedica a este tema dos densos números, el 26 y el 27, además de otras muchas referencias esparcidas por todo el documento. Es interesante cómo introduce su tratamiento: «Debido a que hoy las preocupaciones apostólicas son cada vez más urgentes y la dedicación a las cosas de este mundo corre el riesgo de ser siempre más absorbente, es particularmente oportuno llamar la atención sobre la naturaleza escatológica de la vida consagrada» (VC, 26).

El texto parece partir de tres invocaciones, de tres «Ven, Señor Jesús», particularmente sentidas por la vida consagrada.

a) «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20): es la expresión del deseo de Dios, de estar finalmente con El, de vivir en su presencia: «Las personas que han dedicado su vida a Cristo viven necesariamente con el deseo de encontrarlo para estar finalmente y para siempre con El. De aquí la ardiente espera, el deseo de "sumergirse en el Fuego de amor que arde en ellas y que no es otro que el Espíritu Santo"» (VC, 26). En efecto, «donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,21): el deseo de poseer a Dios alimenta la espera, y la espera sostiene el testimonió y el compromiso. «En la Iglesia primitiva la espera de la venida del Señor se vivía de un modo particularmente intenso... En este horizonte (de la espera) es donde mejor se comprende el papel de "signo escatológico" propio de la vida consagrada. En efecto, es constante la doctrina que la presenta como anticipación del Reino futuro» (VC, 26).

Si todo esto es verdad, es bueno entonces preguntarse cómo es posible que las personas consagradas, a veces o con frecuencia, no parezcan estar muy comprometidas con este papel, ni deseosas de estarlo. ¿Es que la tierra ha llegado a ser realmente ese «valle de lágrimas en el que se llora con gusto» o ese lugar conocido que ha de preferirse, a fin de cuentas, a otro desconocido?

Probablemente hay que volver a aprender a ver la realidad «Sub specie aeternitatis» (bajo la luz de la eternidad); la vida consagrada ha vivido siempre con fina perspicacia el sentido del «pasa la representación de este mundo» (1 Cor 7,31; cf. 1 Pe 1,3-6), de la «infinita vanidad de todo», del «pulcherrimum nihil», de la bellísima nada que constituye cuanto nos rodea, de la suprema realidad del «siglo futuro», de la realidad definitiva de Dios, del deseo de «estar siempre con el Señor».

La vida presente se ha experimentado, y aun ahora debe ser reconocida, como tiempo de preparación a la «plenitud de vida», que sólo poseemos «cuando estemos siempre con el Señor»: «Ha pasado el invierno... ¡levántate, amada mía y ven!». «¡Mira, llega el Esposo: vayamos al encuentro de Jesucristo el Señor!». «¡Ven, Esposa de Cristo, recibe la corona que el Señor te ha preparado desde la eternidad!».

«El Oriente cristiano destaca esta dimensión cuando considera a los monjes como ángeles de Dios sobre la tierra, que anuncian la renovación del mundo en Cristo. En Occidente, el monacato es celebración de memoria y vigilia: memoria de las maravillas obradas por Dios, vigilia del cumplimiento último de la esperanza. El mensaje del monacato y de la vida contemplativa repite incesantemente que la primacía de Dios es plenitud de sentido y de alegría para la existencia humana, porque el hombre ha sido hecho para Dios, y su corazón estará inquieto hasta que descanse en él» (VC, 27).

Son dimensiones de una realidad que afecta, aunque en distinta medida, a toda la vida consagrada: una vida consagrada en tensión hacia lo esencial y, por eso, no sin memoria del destino final, deseosa de Dios, siempre orientada explícitamente a El, también y muy particularmente, en medio de las vicisitudes de este mundo. Quizás hoy este «deseo de Dios», en la sociedad de la abundancia, es menos espontáneo y menos inmediato. Necesita, por eso, un suplemento de reflexión y de contemplación, apoyo que no puede faltar, so pena de que se debilite uno de los «porqués» fundamentales de la vida consagrada.

Cuando la Exhortación apostólica afirma que la vida consagrada «preanuncia ya la resurrección futura y la gloria del reino de los cielos», añade: «esto lo realiza sobre todo, la opción por la virginidad, entendida siempre por la tradición como una anticipación del mundo definitivo, que ya desde ahora actúa y transforma al hombre en su totalidad». En el Sínodo se citaba explícitamente a Agustín, que ve en la virginidad una incesante reflexión sobre nuestra incorruptibilidad, mientras vivimos en un cuerpo corruptible («In carne corruptibili, incorruptionis perpetuae meditado»).

Lo incompleto del celibato proyecta hacia lo completo, alimenta el anhelo de las bodas eternas, sostiene el ardiente deseo de encontrar al Dios que nos ha seducido, al que nos hemos entregado y al que hemos dejado todo el espacio de nuestro corazón para que sea Él quien lo posea sin limitación alguna. «Fijos los ojos en el Señor, la persona recuerda que "no tenemos aquí ciudad permanente" (Heb 13,14), porque "nuestra patria es el cielo" (Flp 3,20)» (VC, 26).

Lo incompleto es también purificación del deseo: «La esposa, anhelante por el deseo de su Esposo, exclama: "En mi cama, por la noche, buscaba el amor de mi alma; lo busqué y no lo encontré". El Esposo se esconde cuando la esposa lo busca, con el propósito de que, al no encontrarlo, lo siga buscando con renovado entusiasmo. En su búsqueda, la esposa sufre un retraso, y esto le sucede para que, capacitándose mejor por ese mismo retraso, encuentre finalmente, de forma más completa, a quien buscaba» (Gregorio Magno, Comentario a Job).

b) «¡Ven, Señor Jesús!»: un deseo operativo. «Esta espera es lo más opuesto a la inercia: aunque dirigida al Reino futuro, se traduce en trabajo y misión» (VC, 27). Si el primer «ven» podía ser considerado como más típico de la vida monástica y contemplativa, aunque no exclusivo de ella, este segundo «ven» aparece más próximo a la vida activa. «Esto lo ha demostrado ampliamente la historia de la vida consagrada, que siempre ha producido frutos abundantes también para el mundo. (...) La tensión escatológica se convierte en misión, para que el Reino se afirme de modo creciente aquí y ahora. A la súplica: "¡Ven, Señor Jesús!", se une otra invocación: "¡Venga tu Reino!" (Mt 6,10)» (VC, 27). Ya Agustín afirmaba que a la contemplación se llega a través de la acción. Es evidente que la actividad de la vida consagrada está ligada a las realidades definitivas. Una vez más, es bueno volver a reclamar a las personas consagradas la necesidad de que aprendan de nuevo a ver la realidad «bajo la luz de la eternidad», incluso para mantener vigorosamente, en momentos de especial dificultad, su presencia y su actividad en este mundo.

Cuando los santos de la vida activa exclamaban: «Paraíso, Paraíso», no era ciertamente para huir de sus responsabilidades, sino para tener el coraje de asumirlas y responder a ellas. «Hay que mirar a los jóvenes y al Paraíso», repetía san Juan Bosco, precisamente para infundir valentía y ánimo a quienes se dedicaban a la difícil tarea de la educación de la juventud. La vida apostólica activa alcanza el cielo a través del servicio característico del propio Instituto, asumido con la mirada vuelta al cielo. El cielo: ¡cosa bien distinta a cualquier tipo de «alienación»!

Además, no son pocas las veces que hay que vencer el «Síndrome de Jonás», los miedos que se apoderan del corazón ante las ingentes obligaciones de la misión, para superar las recurrentes desconfianzas sobre el propio trabajo, las incertidumbres sobre el propio Instituto, los obstáculos al anuncio, las angustias que parecen venir del futuro... Para vencer, en suma, al «horno pavidus», proclive a renunciar y huir, al pequeño Jonás que habita dentro de nosotros. Quien tiene puesta su mirada en las realidades que no pasan supera con mayor facilidad las dificultades que ponen las cosas pasajeras. Quien mira a la meta de la Tierra prometida soporta mejor la aridez del desierto. Quien conoce el valor único del Reino acepta más serenamente «las tribulaciones por las que hay que pasar» (cf. Hch 14,22) para alcanzarlo.

c) «¡Ven, Señor Jesús»: el cometido de infundir esperanza. «Quien espera vigilante el cumplimiento de las promesas de Cristo es capaz de infundir también esperanza entre sus hermanos y hermanas, con frecuencia desconfiados y pesimistas respecto al futuro» (VC, 27).

Actualmente existe una especial dificultad en consolar y en dejarse consolar: la fuerza del mundo secularizado está en lograr que aparezca irreal o evanescente el mundo de la fe y, en consecuencia, las realidades futuras. Pero sin el «futuro de Dios», el presente se hace difícil de llevar adelante y de sobrellevar. Si, por una parte, aumenta la demanda de sentido, de una palabra esperanzadora sobre el futuro, por la otra, el debilitamiento de la plausibilidad de la vida eterna, en las conversaciones ordinarias, en la prensa y en las chácharas de televisión, que crean opinión, hace difícil la tarea de sembrar una esperanza fuerte, un horizonte luminoso y tranquilizador sobre el futuro.

Quien está inmerso, y frecuentemente abismado, en la realidad definitiva, en el mundo futuro, en el reino de la esperanza, indudablemente tiene más probabilidades y posibilidades de decir una palabra que llegue a tocar el corazón. Quien habla «como Si viera lo invisible» (Hb 11,27), tiene más fuerza para superar las corazas del escepticismo y del pesimismo. Quien se inclina, como Juan, del lado del mundo de la resurrección, quien corre hacia ese mundo, quien muestra que corre, porque ha puesto ahí todo su tesoro, tiene más posibilidades de arrastrar consigo a otros en su carrera. El entusiasmo de Juan es contagioso: con él corre Pedro, es decir, todo el pueblo de Dios, posiblemente más lento para moverse porque está implicado en «muchos asuntos», menos diligente para ponerse en camino porque no siempre comprende su sentido, y a veces poco disponible para desentenderse de sus cosas con el fin de reunirse con el Señor de la vida.

Se trata de un gran servicio a desplegar en la Iglesia y por la Iglesia: inclinarse del lado del mundo de la resurrección, mostrar que se cree tanto en él que uno se lo juega todo a esa carta, para que la propia carrera sacuda las conciencias adormiladas, las atenciones distraídas y los ánimos emperezados por las ocupaciones y por las preocupaciones, por las «orgías» y por los sinsabores, por una vida que sólo ve la crónica y no la historia.

El papa, en su primera encíclica Redemptor hominis, presentó la «vida como una peregrinación a la casa del Padre». Peregrinación que «implica en primer lugar lo más profundo de la persona, extendiéndose luego a la comunidad de los creyentes, hasta alcanzar a toda la humanidad». La carrera de Juan mantiene viva la necesidad de esta carrera a la casa del Padre y es un estímulo para toda la comunidad creyente, para que también ella pueda, a su vez, ser provocación e invitación a «mirar hacia adelante». La carrera de Juan sostiene la de Pedro, y la de ambos es un potente «signo» misionero para los no creyentes o para los que «tienen sus esperanzas sólo en esta vida», para inducirles a que se interroguen sobre la plausibilidad de «esperar en las promesas de Cristo» y sobre la fuerza humanizadora que se deriva de esa mirada dirigida al Futuro de Dios.

Ayudar a leer la «crónica» de cada día a la luz y en el horizonte de un drama más amplio, en el que luchan tinieblas y luces, mostrar que en los acontecimientos diarios se juega el destino eterno, situar la realidad secular en el «ámbito divino», en el que queda redimida la vanidad, todo esto es también ayudar a dar su proyección hacia lo eterno al momento presente y es educar en la escatología. Es ayudar a leer la realidad como don de Dios y también como premisa de un don mucho mayor: «¡Oh Dios que maravillosamente creaste todas las cosas y más maravillosamente las has restaurado!» («¡Deus qui mirabiliter condidisti et mirabilius reformasti!»): hay que valorar el momento presente, el suceso que se produce aquí y ahora, pero hay que añadir con fuerza el mejor todavía, lo definitivo, que el Señor ha reconstruido y preparado para sus hijos.

La dimensión profética

Hay que reconocer que no era nada fácil hablar de «profecía», dado que en estos años han circulado, incluso dentro de la vida consagrada, «profetas fáciles» o versiones por lo menos inciertas y discutibles de la profecía. La Exhortación apostólica dedica, sin embargo, una sección entera a la profecía de la vida consagrada: «Un testimonio profético ante los grandes retos» (VC, 84-95).

Estas densas páginas son un eco del «notable relieve» que se dio en el Sínodo al carácter profético de la vida consagrada. Esta profecía consiste en que en la vida consagrada «no se puede anteponer nada al amor personal por Cristo y por los pobres en los que él vive» (VC, 84). E inmediatamente después se cita oportunamente a Elías, que «defendía los derechos de Dios y se erguía en defensa de los pobres contra los poderosos del mundo» (VC, 84).

Resumiendo y esquematizando lo más posible, se puede afirmar que en el Sínodo surgieron de hecho dos aspectos de la profecía: en los países subdesarrollados prevalecía el hacer frente a los problemas inherentes a la pobreza en todas sus formas, a partir del factor económico (defensa de los derechos de los pobres, compartir su vida, una vida gastada al servicio de los pobres, en su favor y con ellos); en los países del Occidente secularizado prevalecía la dimensión de la afirmación de la primacía de Dios, de la defensa de los valores del Evangelio, de la reconstrucción espiritual del ser humano y de la sociedad. La figura de Elías funde muy bien, en sí misma, ambos contenidos, o mejor, los dos acentos de la profecía.

a) Mirando a la tradición y de un modo particular a Gregorio Magno, que interpretó a Juan como el portador privilegiado de la profecía, se aprecia una consonancia de sus intuiciones con las afirmaciones de la Exhortación apostólica.

«La finalidad específica de la profecía, afirma el santo doctor, no es predecir el futuro, sino revelar lo que está oculto» (Comentario a Ezequiel 1,1,1).

Juan, por haber reclinado la cabeza en el pecho de Jesús, puede comprender en profundidad muchas de sus palabras. Y no sólo eso: llega primero al sepulcro e intuye antes que los demás la presencia del Señor en la pesca del Tiberíades: «¡Es el Señor!». De esa manera puede «revelar lo que está oculto», puede ser «profeta», precisamente porque goza de una intimidad particular con el Señor.

La figura de Juan, con todos sus matices, incluida su fidelidad durante la pasión y su presencia a los pies de la cruz, está bien sintetizada por la Exhortación apostólica cuando afirma: «la verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con El, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la historia. El profeta siente arder en su corazón la pasión por la santidad de Dios y, tras haber acogido la palabra en el diálogo de la oración, la proclama con la vida, con los labios y con los hechos, haciéndose portavoz de Dios contra el mal y contra el pecado» (VC, 84).

No hay profecía sin contemplación, sin «constante y apasionada búsqueda de la voluntad de Dios». El verdadero profeta, movido por la ardiente pasión de hacer presente la voluntad de Dios, no se pliega fácilmente a la mentalidad dominante, no acepta pasivamente que el pueblo se aleje de Dios, rechaza en su corazón y públicamente llamar bien al mal y mal al bien, es capaz de salir de su cueva para enfrentarse a los poderosos, ofrece resistencia a las imposiciones del poder político, no se unce al carro del vencedor y es capaz de «revelar lo que está oculto»: la verdad del Dios vivo y verdadero, que no puede confundirse con los ídolos, en medio de una sociedad que parece encaminada a hacerse sincretista y, por tanto, idólatra. Y, sobre todo, tiene el valor de arriesgarse personalmente, entregándose a la defensa de los más débiles y no tiene miedo a correr el riesgo del aislamiento y el ridículo, afirmando, la mayoría de las veces a contracorriente, la realidad del Dios de Jesucristo.

Esta postura provoca con frecuencia aislamiento y hostilidad y puede dar la impresión de ser totalmente inútil para nuestro testimonio. Sin embargo, ahí está el desafío: en comprender que nuestro deber no es necesariamente el éxito, sino «mantener fija la mirada en Jesús», como dice la carta a los Hebreos, estando dispuestos a pagar el precio del profeta, es decir, a ser rechazados y tratados con manifiesta ironía incluso por los que nos son más queridos.

El profeta puede verse dominado por el desánimo, porque difícilmente tiene una «compensación» objetiva a su actividad. Su deber, sin embargo, no es ser eficaz, sino ser testigo de las «realidades invisibles». La eficacia es obligación de quien gobierna; pero el profeta casi siempre tiene que abandonar los esquemas habituales para afirmar realidades concretas, aunque invisibles, como son el mundo de Dios y de la resurrección, realidades que son fundamentales, pero no verificables, al menos según los criterios humanos al uso. De ahí la dureza de su tarea y de su responsabilidad.

La verdadera profecía siempre tiene, en la realidad, un precio elevado. Y quizás, hoy, su precio más pesado le viene de la necesidad de superar el desánimo: es un esfuerzo de fe y esperanza que hacemos también por nuestros hermanos cristianos laicos, posiblemente más expuestos diariamente al rechazo y a la irrisión. Nuestra perseverancia en la carrera, «tensos a lo invisible», sostiene la marcha de nuestros hermanos para quienes el testimonio en medio de un mundo entenebrecido es un difícil problema cotidiano. El programa de la vida consagrada podría ser: nunca dejar de correr para que los demás, al menos, no se cansen de andar.

b) Es cierto que no todos tienen el mismo temple de profeta o no poseen las mismas aptitudes para la profecía. Hay quien está más capacitado para la profecía pública y hay quien lo está para la profecía más privada o hecha en voz baja. Lo indicaba ya Gregorio Magno, hablando de Isaías y Jeremías: «Uno se ofrece espontáneamente para ser enviado a predicar; el otro, lleno de miedo, se resiste. Isaías, se ofrece por propia iniciativa al Señor que andaba buscando a quién enviar, diciendo: "Aquí estoy, mándame" (Is 6,8). Jeremías, por el contrario, es llamado y, pese a ello, se resiste con humildad, para no ser enviado, diciendo: "¡Ay Señor mío! Mira que no sé hablar, que soy un muchacho" (Jr 1,6). Isaías, ansioso por ayudar al prójimo con la vida activa, aspira al oficio de la predicación, mientras que Jeremías, deseando unirse sinceramente al amor del Creador mediante la contemplación, se opone a que se le envíe a predicar.

Por tanto, uno aspiró laudablemente a lo que al otro, también laudablemente, le daba miedo; éste no quería echar a perder, a base de hablar, los frutos de su silenciosa contemplación; aquél no quería experimentar, a base de callar, los daños de una actividad nutrida exclusivamente por el deseo. Con todo, hay que penetrar sutilmente en el espíritu de ambos y darse cuenta de que quien rehusó no llevó su resistencia hasta el final, y de que quien quiso ser enviado se vio purificado antes por las ascuas encendidas. Con esto se nos da a entender que nadie debe acercarse a los misterios sagrados sin ser purificado, y también que el escogido por la gracia celestial no debe oponerse soberbiamente so pretexto de humildad».

Las formas de la profecía son diversas, como diversos son los profetas, diversos los temperamentos y diversas las vocaciones. Lo importante es no substraerse a la dura tarea de profeta, cuando el Señor llama y envía.

c) Por otra parte, la vida consagrada, precisamente por ser representación de la forma de vida de Cristo y de su coraje profético, puede ser, dentro de la Iglesia, apoyo y estímulo para todos sus miembros, incluso zarandeándolos, en caso de ser necesario, y quizás resultando incómoda y hasta sospechosa.

Cuando en la Iglesia alguien se adormece, se aburguesa o se burocratiza, conviene que la profecía resuene con fuerza y de forma que se oiga, aunque no siempre guste. La unión de la pareja inseparable, constituida por Pedro y Juan, quiere decir exactamente que «en la historia de la Iglesia, junto con otros cristianos, no han faltado hombres y mujeres consagrados a Dios que, por un singular don del Espíritu, han ejercido un auténtico ministerio profético, hablando a todos en nombre de Dios, incluso a los Pastores de la Iglesia» (VC, 84).

Esta unión y complementariedad parece particularmente necesaria en este tiempo, caracterizado, por una parte, por el retorno de lo sagrado y de la religiosidad y, por otra, por el distanciamiento del pueblo de la Iglesia como institución, vista generalmente como fuente de prohibiciones y obstáculos para una expresión libre del sentimiento religioso y de las «potencialidades» humanas. Se echan en falta lugares de escucha y diálogo, lugares y ocasiones de encuentro donde se tiendan puentes y se adelanten propuestas nuevas, donde las personas más decididas y creativas tengan un espacio y puedan ser escuchadas, donde se prepare un futuro en el que la Palabra del Señor pueda caer en un terreno mejor preparado. La Exhortación dedica su n. 103 a esta labor; vale la pena meditarlo atentamente, por ver si hay en él resquicios que nos permitan algunas realizaciones concretas.

d) Además, como Juan expresa la primacía del amor al Señor, así también el «testimonio profético será ante todo afirmación de la primacía de Dios y de los bienes futuros» (VC, 85). Como Juan es el cantor del amor fraterno, así también «la vida fraterna es un acto profético de una fraternidad sin fronteras» (VC, 85). Como Juan tiene el coraje de exponerse, estando junto a la cruz, así también las personas consagradas ofrecen su testimonio «con la lealtad del profeta que no teme arriesgar incluso la propia vida» (VC, 85). Como Juan no se considera un elegido, sino un servidor, dejando pasar delante a Pedro en el sepulcro, así también la persona consagrada «en plena sintonía con el Magisterio y la disciplina de la Iglesia» hará brillar «la acción del Espíritu Santo que une la Iglesia en la comunión y el servicio» (VC, 85).

Y, podemos añadir, lo mismo que Juan es el evangelista de la «vida», mejor aún de la «plenitud de vida», así también la vida consagrada ha de mostrarse experta y enamorada de esa «plenitud de vida» que trae el Señor Jesús. Y esto precisamente en medio de las personas que parecen aferrarse a porciones de vida con tanta tenacidad que comprometen la misma vida.

e) El punto más elevado del testimonio profético es el martirio: «Son miles los que obligados a vivir en clandestinidad por regímenes totalitarios o grupos violentos, obstaculizados en las actividades misioneras, en la ayuda a los pobres, en la asistencia a los enfermos y marginados, han vivido y viven su consagración con largos y heroicos padecimientos, llegando frecuentemente a dar su sangre, en perfecta conformidad con Cristo crucificado» (VC, 86). Se percibe aquí la experiencia del martirio por la que han pasado muchas personas consagradas, en estos años de regímenes totalitarios, pero también la experiencia de la persecución que se deriva de la defensa heroica de los derechos elementales de los pobres y de la denuncia de las injusticias y de haberse pasado, en una palabra, al lado de los pobres. En estos años, el martirologio se ha ampliado, y en primera fila están las personas consagradas, que han puesto de manifiesto que consagrarse a Cristo significa también servir al hombre hasta «la entrega de la propia vida» (cf. VC, 86).

Conclusión

La figura simbólica de Juan expresa perfectamente, por tanto, la dimensión escatológica y profética de la vida consagrada. Hay todavía otra indicación que podemos hacer: la vida consagrada está destinada a permanecer en la Iglesia «hasta el retorno del Señor», pero no siempre es bien comprendida ni valorada por lo que significa. No pocos piensan en términos de «dos estados», considerando secundario y superfluo el «tercer estado», el de la vida consagrada. Otros la ven en el marco de las manifestaciones históricas de la piedad, como uno de los fenómenos, aunque de los más vistosos, que podría estar o no estar en la Iglesia. Hay también quienes anuncian su desaparición en el próximo milenio, que sería el milenio de los laicos. Otros ni siquiera caen en la cuenta de su existencia, advirtiendo sólo su utilidad cuando su presencia desaparece en alguna localidad. Están también los que la valoran por su utilidad inmediata en la pastoral parroquial y diocesana, considerando elucubraciones todas las reflexiones sobre una presunta teología específica de la vida consagrada.

La vida consagrada sabe todo esto. Pero no se preocupa, ni debe preocuparse. Desde sus orígenes ha sido así, unas veces más, otras menos. La vida consagrada siempre ha sido un enigma para el mundo e incluso para algunos de dentro de la Iglesia. ¿A qué nos hemos de atener? A Pedro que, caminando con el Señor después del mandato, había advertido que «le seguía el discípulo» predilecto y que expresó un cierto asombro diciendo «Señor, ¿y de éste qué?», Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?». A los que se esfuerzan por encuadrar y comprender el verdadero significado de la vida consagrada, Jesús podría darles la misma respuesta «Si quiero que se quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?». El discípulo permanece hasta la vuelta del Señor y por voluntad del Señor. La vida consagrada permanece para mantener viva la espera del Señor, para ser profecía de la realidad más profunda de la Iglesia, es decir, que «no se puede anteponer nada al amor personal por Cristo y por los pobres en los que El vive» (VC, 84).

Esta es una parte relevante de la misión de la vida consagrada, lo mismo si es comprendida que si no es apreciada. A los ojos humanos siempre aparecerá como algo enigmático; incluso dentro de la Iglesia siempre habrá estimadores tímidos. Pero esto forma parte del destino de los seguidores de Cristo y de los que centran en El toda su existencia a la espera de que «El vuelva». «Si quiero que se quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?» «Tú, sígueme», y comprenderás más en profundidad el misterio del Amor de Dios, por sus mil resonancias y sus mil manifestaciones.