Segunda meditación

María y Juan ante la Cruz


Los nn. 23 y 24 de la Exhortación apostólica hablan del segundo icono y hacen referencia al pasaje del evangelio de Juan 19,26-27. Este icono viene inmediatamente después del icono de la Transfiguración por diversos motivos, entre los cuales no es el de menor importancia hacer desaparecer toda apariencia de «platonismo» o de «esteticismo» del primer icono.

Si Jesús atrae hacia sí por su divina belleza, es porque quiere introducimos en la suprema belleza del «agape», del amor que se entrega, que sabe darse para revelar la plenitud del amor del Dios de Jesucristo. Porque ésta es la verdadera novedad de la revelación cristiana, su gloria y la superioridad de su belleza. No estamos aquí puramente en el noble mundo de la estética helénica o simplemente humana, sino en el de la estética «divina» que alcanza su máxima expresión en el rostro desfigurado de Cristo en la cruz (cf. Is 52, 13 – 53,13).

La Exhortación nos invita a recorrer el mismo difícil camino que Jesús hizo realizar a sus discípulos: el camino de la cruz; la fatigosa pero indispensable iniciación en la misteriosa y escandalosa manifestación de su «gloria» en la derrota, y de la potencia victoriosa de su amor en el momento del triunfo del odio y de las más abyectas motivaciones humanas.

Conviene proceder por pasos para recoger hasta el más pequeño detalle del rico contenido que este icono tiene para nuestra vida diaria. Seleccionamos cinco pasos:

1. La Transfiguración está en función de la cruz

El acontecimiento fulgurante de la Transfiguración prepara el hecho trágico, pero no menos glorioso, del calvario. Pedro, Santiago y Juan contemplan al Señor Jesús, junto a Moisés y Elías, con quienes –según el evangelista Lucas– hablaba «de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén» (VC, 23).

La cruz necesita ser preparada, porque para el hombre era y es un absurdo: la dificultad que la naturaleza humana tiene para comprender la cruz siempre ha sido grande y sigue siéndolo tanto en los tiempos de Jesús como en los nuestros. Y especialmente para quien ha de soportar una cruz muy pesada o se encuentra desconcertado ante las innumerables cruces que machacan a tantos hermanos.

En una sociedad como la nuestra, que corre tras el éxito, la predicación de la cruz acrecienta las dimensiones de su «inaceptabilidad» y su menguadísima capacidad de ser propuesta. Basta pensar en qué lejos están de esta realidad de la cruz las diferentes formas del «resurgir de lo sagrado». ¿Cómo se puede proponer, por ejemplo, a un occidental o a un japonés, inmersos en el mito de la eficacia y del éxito, una religión cuyo origen es un «evidente fracaso»?

El absurdo de la cruz reside también en que es un testimonio escandaloso y una declaración de la derrota del bien y de la victoria del mal: la cruz evidencia el escándalo del poder terrible y victorioso del mal en este mundo. La cruz evidencia con la fuerza de los hechos la debilidad del bien en este mundo y el poder frecuentemente victorioso de la inmoralidad y de la maldad. Pone ante los ojos, como en un horrible y descorazonador símbolo negativo, la constatación perturbadora de que, en la pugna entre las razones de la justicia y la ceguera de la violencia irracional, es ésta última la destinada a salir ganando la mayor parte de las veces. El justo, como Jesús, es un «cordero en mediode lobos», un derrotado desde el punto de partida: ¡y ahí está el escándalo! ¿Quién puede querer seguir los pasos de un derrotado?

Sin embargo, y ya desde el principio, los cristianos han luchado por ser libres para creer y proclamar este escándalo. Pablo tuvo que luchar contra los que eliminaban la cruz con la loable intención de «defender el honor de Dios»: los judíos rechazaban la cruz porque se sentían obligados a defender al Dios «poderoso», al Dios «hacedor de prodigios». Por otra parte, los griegos no podían admitir la centralidad argumentativa de la cruz, es decir, que un hecho, y no una idea, y encima un hecho tan brutal como la cruz, pudiese competir con el Dios de toda sabiduría, y menos todavía como la suprema manifestación de la sabiduría que gobierna el mundo. ¿Cómo «un Dios que se respete a sí mismo» puede tener que ver con el hecho de la cruz y, menos aún, «terminar de esa manera»?

La cruz parece exactamente la negación del Dios todopoderoso y del Dios de la razón, del logos, del creador y ordenador de todas las cosas. La cruz es la impotencia, la derrota, el desorden, el absurdo, la subversión de toda lógica. Si Dios es omnipotente, no puede permitir nada de eso, no puede terminar así: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz y te creeremos». Si Dios es quien pone en orden todas las cosas, no puede permitir tanto desorden ni un absurdo de semejante naturaleza: ¿Por qué el inocente y el justo han de sufrir? Para ser más creíbles, ¿por qué no poner entre paréntesis la cruz que hace brotar tanta perplejidad?

Pero Pablo no es de esa opinión: la cruz es contestación de toda idea «humana» de Dios, es revelación de lo que Dios es, es expresión de su «poder» y de su «sabiduría», tan absolutamente diferentes del poder y de la sabiduría humanos, precisamente porque son poder y sabiduría divinos. En la cruz aparece el abismo que separa «los caminos de Dios» de los «caminos del hombre». En la cruz, Dios se nos muestra en verdad «totalmente otro». Y, como dice Moltman, «si queremos saber quién es Dios y quién es el hombre, hemos de arrodillamos al pie de la cruz».

A este hecho de la cruz hemos de referimos necesariamente, y de forma especial cuando nuestro género de vida es tenido como «otro», como diferente, diverso, inconcebible o difícilmente comprensible para nuestra sociedad y, tal vez, hasta para nosotros mismos. En los momentos duros, que nunca faltan, la mirada a la cruz es la que nos vincula con la «sabiduría de Dios», la que conforta e ilumina lo insostenible de una situación cuando se la interpreta con ojos meramente humanos: «¡mis caminos no son vuestros caminos!».

También en nuestros días, y en distintas áreas, tenemos reflejos de esas dificultades y del malestar subsiguiente:

a) En el campo de la teología tropezamos con la dificultad de encontrar su lugar adecuado a la «teología de la cruz» dentro del redescubrimiento de la «teología de la creación» o del valor de las realidades creadas. Si todo lo creado es bueno, ¿por qué renunciar a ello y por qué desconfiar tanto de ello?

b) En el ámbito del mismo redescubrimiento de la «cruz», asistimos a un creciente aprecio «horizontal» de ella, basado en sus efectos positivos socialmente relevantes: la cruz vista como el ejemplo supremo de «entrega a los demás», que con frecuencia fundamenta el compromiso en muchas obras humanitarias de estos decenios. Esto es algo muy positivo, desde luego. Incluso algunos «laicos» llegan a afirmar que es la cruz la que ha hecho posible que el cristianismo no se quede en mera asociación filosófica ni reducido a una de las muchas doctrinas morales, y que sea capaz de sostener las mayores decisiones en favor de los demás hasta perder la propia vida por ellos y de ayudar a superar las seducciones del poder.

La cruz sería, en definitiva, una gran «potencia ejemplar», la fuerza moral del cristianismo y su vitalidad: Decir esto es ya un hermoso reconocimiento (¡sobre todo después de estos años!). Pero no es todo. En el fondo también Pelagio sostenía esta postura.

c) Pero también dentro de la vida consagrada ha habido y sigue habiendo cierto recelo por «un uso inadecuado de la cruz». Hay quien recuerda todavía, y con disgusto, aquellos años en los que se imponían, en nombre de la cruz, sacrificios exagerados a las religiosas y religiosos; cuando se difundía una concepción dolorista de la vida cristiana; cuando se propugnaba una visión «servil» de la obediencia y de la humildad; cuando la vida religiosa era el lugar donde no pocas personas consagradas se veían constreñidas, en la práctica, a enterrar sus talentos.

La Exhortación apostólica evita estas insidias, presentando la Transfiguración como componente esencial de la vida consagrada: la entrega a Dios es porque El es el Todo, porque Jesús es «el más hermoso de los hijos del hombre», porque el corazón intuye que ahí está todo cuanto el ser humano puede desear y esperar. En el origen de todo está la visión luminosa de Cristo que quiere atraemos a El para hacemos semejantes a El, para que podamos gozar de su misterioso esplendor, para que podamos reproducir algún destello de su luz divina en medio de las gentes de nuestro tiempo.

¡Nada de una visión tenebrosa, pesimista y dominada por lo negativo de la historia ni por el pecado! ¡Pese a que el mal y el pecado existen y se dejan sentir gravosamente por todas partes, antes que todo, por encima de todo, más potente que cualquier otra realidad, está Cristo espléndido y triunfante, más poderoso que ninguna otra realidad; está Cristo que es el corazón del mundo, el Hijo unigénito, el modelo y el Salvador! ¡Está Cristo, que es el deleite del universo y la alegría de toda criatura!

Pero al creer y decir esto no pretendemos negar ni vaciar de contenido la cruz: en medio de la vida cristiana se alza la cruz que hemos de contemplar, adorar y llevar. El Jesús que amamos y al que nos hemos entregado es el Resucitado, y el Resucitado es el Crucificado que padeció, murió y ahora vive glorioso. El reclamo constante a la divina belleza, meta última y a la vez cotidiana realidad, se nos hace para animarnos a afrontar esta ineliminable y, en definitiva, amable realidad.

La Exhortación apostólica quiere así ayudarnos a redescubrir y a resituar la cruz en el lugar que le corresponde en la vida consagrada, para que sea testigo de la fuerza de la resurrección en las diversas cruces, para que haga resplandecer la belleza divina allí donde la mirada humana sólo ve fealdad y dolor, para que siga siendo, una y otra vez, manifestación de la sobreabundante fuerza de Dios en la debilidad de la criatura humana.

2. En la cruz el Hijo manifiesta su realidad de Hijo

a) La Exhortación, fijándose en la cruz, ve que no sólo nos dice: «Así ha amado Dios al mundo», sino también: «Así el Hijo ha amado al Padre». Lo ha amado mediante su entrega a la persona y a la voluntad del Padre y mediante su fidelidad incondicional a su misión hasta la muerte. Si en la Transfiguración se subrayaba principalmente el don de Dios —el Dios que se manifiesta—, aquí, en la cruz, se destaca en primer lugar la respuesta del Hijo al amor de Dios, la respuesta de amor del hombre al Amor de Dios.

Estamos en el centro de la perspectiva propia de san Juan: la cruz es la suprema revelación del amor del Padre y simultáneamente la suprema revelación del amor del Hijo. Si la Exhortación apostólica se detiene,en este icono, en el segundo aspecto, es porque quiere hacernos notar que a todo don debe corresponder un compromiso, y a todo gesto de amor una respuesta de amor. La respuesta de amor, particularmente radical, es, en efecto, uno de los principales compromisos de la vida consagrada.

b) Al amor sin límites del Padre corresponde el amor sin límites del Hijo. El Hijo ama de tal manera al Padre que da la vida por ese amor total y totalizante, mediante un amor virginal incondicionado, un amor indiviso, un amor absoluto y trascendente. «Tu amor vale más que la vida», dice Jesús en la cruz; este amor vale más que cualquier otra realidad, que cualquier otra criatura: «su amor virginal por el Padre y por todos los hombres alcanzará allí su máxima expresión» (VC, 23).

El Hijo considera que el Padre es, tan nítidamente, la fuente de todo bien y de su mismo ser que pierde de hecho su vida para no separarse de la fuente del ser. Se queda sin ninguna cosa creada para no perder la fuente increada y perenne del ser: «su pobreza llegará al despojo de todo» (VC, 23).

El Hijo está tan convencido de que la vida consiste en cumplir la voluntad del Padre que pierde «esta vida» con tal de no separarse de la Vida que viene del Padre: «su obediencia llegará hasta la entrega de la vida» (VC, 23).

El Hijo revela en la cruz el valor único y absoluto del Padre que El manifiesta como su amor, su riqueza, su propia vida. Pero también nos revela que si vivimos estas realidades hasta el fondo, nos hacemos capaces de imprimir una especial fuerza reveladora a nuestra propia existencia. La vinculación con la peculiar forma de vida de Cristo virgen, pobre y obediente, no es extrínseca, como una imposición, sino que expresa la totalidad de cuanto una criatura puede dar a Dios. Nos dice que no pocas veces los consejos llevan a la cruz y pueden ser crucificadores, precisamente porque reproducen la fidelidad del Hijo al Padre. No hay que olvidar este doloroso momento que nos «configura» con Cristo en su acto de entregarse, de «desgastarse», para expresar al Padre todo su amor obediente de hijo.

c) Los consejos evangélicos, cuando exigen mucho, cuando «ponen en cruz», cuando son exigentes y crucificadores, es cuando revelan la verdad y la fuerza de nuestro amor a Dios y a los hermanos. Los momentos en que el corazón sangra a causa de una renuncia que se considera necesaria, los momentos en que el cuerpo padece por cualquier privación aceptada por amor a la pobreza, los momentos en que hay que dejar o interrumpir una actividad por obediencia, son los momentos en que nos hacemos más «hijos en el Hijo», en los que mejor se pone de manifiesto nuestro amor a Dios y a nuestros hermanos.

No en vano decimos que en la muerte es donde los consejos evangélicos se viven plenamente, incluso en su fuerza reveladora: ¿quién sabe mejor que una persona consagrada que, aunque la muerte nos corta de todos los afectos humanos, nos permite en cambio el encuentro con el Esposo tan esperado? Y, si la muerte nos quita todos los bienes, ¿no es ella, pese a todo, la que nos abre las puertas a los tesoros del cielo, mejor aún al Dios que es fuente de todo bien? Y, si puede ser duro acatar la muerte, ¿no es cierto que es ella la que nos introduce en la voluntad portadora de felicidad de Dios que goza dando a sus hijos su misma felicidad? ¿Quién puede testimoniar esta realidad profunda y positiva de la muerte sino quienes «han muerto con Cristo», día a día, para que el poder divino pudiera manifestarse mejor?

d) Desde la «belleza estética» de la Transfiguración se nos invita, por tanto, a pasar a la «belleza del amor» de la cruz. De la belleza del esplendor de Cristo que atrae a sí, seduciendo como supremo «eros» divino, se nos invita en este icono a contemplar la belleza del amor que se entrega. Esta belleza se alcanza y se da testimonio de ella no tanto desde el escenario, entre los reconocimientos y los aplausos, cuanto, la mayoría de las veces, en la soledad y en el silencio, en la incomprensión, en el rechazo, en el desprecio y en el desinterés.

Del rostro transfigurado del «más hermoso de los hijos del hombre» al rostro desfigurado de Cristo en cruz, «tan afeado que induce a los presentes a cubrirse el rostro»: el camino puede parecer largo y contradictorio, pero es necesario recorrerlo para entrar en el misterio de Cristo y en el secreto de la vida cristiana.

«Precisamente en la Cruz se manifiestan en plenitud la belleza y el poder del amor de Dios. San Agustín lo canta así: "Es hermoso en el cielo y es hermoso en la tierra; hermoso en el seno, hermoso en los brazos de sus padres, hermoso en los milagros, hermoso en los azotes; hermoso invitando a la vida, hermoso no preocupándose de la muerte, hermoso dando la vida, hermoso tomándola; hermoso en la cruz, hermoso en el sepulcro y hermoso en el cielo. Oíd entendiendo el cántico, y la flaqueza de su carne no aparte de vuestros ojos el esplendor de su hermosura"» (VC, 24). La alusión a la flaqueza de la carne es una llamada de atención a la constante tentación de «cubrirse el rostro» delante de la cruz, de fingir no verla, de rehuirla, de minimizarla.

No se trata, ciertamente, de negar lo dramático y el horror de la cruz. Basta pensar en las horribles masacres, en «las limpiezas étnicas», en los genocidios, en las torturas, en las persecuciones de que están llenas las crónicas de nuestro tiempo: ¡nada hay en todo esto de bello ni estético! Pero a la luz de la Pasión y la Muerte del Hijo del hombre, alguna claridad se abre paso en medio de esos horrores: Dios no está ausente; antes, al contrario, está cerca e incluso se identifica con esas víctimas. Y el cristiano y la persona consagrada no sólo se conmueven, sino que acuden presurosos a llevar auxilio y consuelo a su Señor presente y crucificado una vez más en ese calvario, añadiendo así otro poco de luz en medio de tan amargas tinieblas.

e) La vida consagrada, situada bajo la cruz, sabe perder «en esplendor humano»; el «look» de la vida consagrada no aparece como muy fascinante a los ojos de nuestros contemporáneos. Quien pone su empeño en hacer carrera, quien busca la ostentación y quiere sobresalir, abandona el campo y los ambientes de la vida consagrada. Son cosas muy distintas las que actualmente hacen «abrir los ojos» para atraer la atención de los demás.

Y, sin embargo, persiste y emerge la «fascinación discreta» e irresistible del «agape», del amor que se entrega, un amor que, a largo plazo, se muestra como realmente victorioso. Si la cruz, para una mirada puramente humana, es la síntesis de la derrota del bien y de la victoria del absurdo, a ojos de los evangelistas y de todo creyente resulta ser «la fuerza de Dios», la suprema victoria del amor, la proclamación de que la última palabra le corresponde al amor: quien ama podrá cantar victoria. Porque eso es lo que Dios valora. Si deja que el mal domine, sólo lo hace hasta el «tercer día», para manifestar después lo que a El le gusta de verdad, es decir, lo que construye la historia.

Existe un esplendor oculto en la vida de entrega a Dios y a los hermanos, que no puede dejar de revelarse en lo profundo de las personas, porque es la fuerza secreta del «agape», la gloria de la Iglesia y la más eficaz de las misiones, lo que construye los fundamentos del mundo. Basta pensar en la madre Teresa de Calcuta y en tantas otras personas que son recordadas como una bendición por cuanto han realizado en humilde y desinteresado servicio.

3. Una invitación a ponerse bajo la cruz

«La persona consagrada experimenta la verdad de Dios-Amor de un modo tanto más inmediato y profundo cuanto más se coloca bajo la Cruz de Cristo» (VC, 24). «Es lo que testimonian continuamente y con un valor digno de profunda admiración un gran número de personas consagradas, que con frecuencia viven en situaciones difíciles, incluso de persecución y martirio. Su fidelidad al único Amor se manifiesta y se fortalece en la humildad de una vida oculta, en la aceptación de los sufrimientos para completar en la propia carne lo que "falta a las tribulaciones de Cristo" (Col 1,24), en el sacrificio silencioso, en el abandono a la santa voluntad de Dios, en la serena fidelidad incluso ante el declive de las fuerzas y del propio ascendiente» (VC, 24).

a) En el sínodo de los obispos, los únicos aplausos que se oyeron estuvieron reservados a los «liberados» de los lugares de martirio y persecución. ¡Y en estos años ha sido grande el número de los mártires! Sus testimonios aparecían como las más bellas páginas escritas en estos años por la vida consagrada. Y no sólo esto, se vio también que en esas situaciones extremas experimentaron la fuerza de la cruz y se les concedió ver brillar en todo su fulgor la grandeza y la belleza de la vida consagrada que sabe entregarse. En el sínodo se pronunciaron palabras sublimes y convincentes sobre el poder y la fuerza de la cruz. Y se oyeron espléndidos testimonios sobre la fecundidad que resulta de participar con el propio ser en el misterio de la cruz. La vida consagrada «goza de buena salud» cuando está bajo la cruz de Cristo. E incluso florece aun numéricamente. ¡ Ay del querer librarse de la cruz en que el Señor nos pone!: puede convertirse en esterilidad y en alejamiento del lugar donde el Señor quiere encontrarse con nosotros en intimidad y en fecundidad.

Nunca faltaron en el sínodo quienes hacían reflexionar sobre la tentación del «éxito». Ante la tentación de medir el éxito de la vida consagrada en términos numéricos, de sus obras y vocaciones, de su prestigio, poder e influencia, como signo de una bendición especial del Señor, un obispo japonés recordó que la suprema bendición vino al mundo por el fracaso más dramático, el de la cruz. Esto debe hacernos reflexionar todas y cada una de las veces que sentimos la tentación de desánimo ante el hecho de que en algunas zonas del mundo la vida religiosa no aparezca como apetecible para la juventud; como tampoco tiene por qué crear euforia el hecho de que en otras partes del mundo se la vea renacer vistosamente: el valor de la vida consagrada está en su fidelidad al Señor, en ser memoria viviente del Señor, sea por su forma de vida sea por su misericordiosa presencia sanante en cualquier clase de sociedad; también, y sobre todo, cuando esto cuesta y puede conducir «a la cruz». La cruz es el criterio para calibrar la calidad de la vida consagrada y, por tanto, de la bendición que de ella puede brotar para el mundo.

b) Tenemos que volver a descubrir, por tanto, la importante tradición de «devoción a la pasión» de Cristo, típica de Occidente, tal como aparece, por ejemplo, en el libro de la Imitación de Cristo, en otros tiempos tan extendida. Ante las contradicciones con que se encuentra el testimonio cristiano en general y el de la vida consagrada en particular, algunas páginas de la Imitación de Cristo nos ofrecen eficaces sugerencias: «Si te refugiaras con espíritu devoto en las heridas y en las preciosas llagas de Jesús, sentirías un gran consuelo en las tribulaciones y no harías mucho caso del desprecio de los hombres, sobrellevando así con facilidad todo cuanto se dice contra ti».

Santa Teresa de Jesús, con mayor profundidad, nos invita a ponernos a los pies de la cruz para espolearnos, animarnos y no dejarnos absorber o anestesiar porla realidad de cada día. San Buenaventura quería entrar en la «caverna de la pasión» para encontrar luz, alimento, fuerza, conmoción, ternura y conversión interior. Es una invitación a reasumir la «pasión por la pasión», para vivir apasionadamente nuestra consagración, que exige mucha fuerza, sobre todo para perseverar con alegría en este tiempo de «irrelevancia» y de aparente inutilidad de nuestro género de vida. Dicho más teológicamente todavía: es necesario ponerse bajo la cruz para recibir el Espíritu de Aquel que supo entregarse hasta el final. ¿Cómo es posible llegar hasta donde El llegó sin la fuerza y la consolación de su Espíritu?

4. La cruz es el «más de Dios» en este mundo

a) «De este modo, la vida consagrada contribuye a mantener viva en la Iglesia la conciencia de que la Cruz es la sobreabundancia del amor de Dios que se derrama sobre este mundo» (VC, 24). La cruz es un escándalo, y este escándalo se hace presente por la elección de una vida humilde y poco estimada, aceptada y querida libre y conscientemente, y por la adopción de un estilo de vida que no busca las alegrías, legítimas por lo demás, del amor humano ni el uso normal de los bienes ni el reconocimiento de los propios méritos.

Es una renuncia que, cuando se hace en serio y serenamente, «escandaliza», «provoca», hace pensar, induce a entrever algo del misterio de las bienaventuranzas, siempre dentro de la lógica revolucionaria de la cruz, que es una lógica de «contrarios»: del «menos» de plenitud humana brota el «más» de Dios. Del «menos» de bienes, de reconocimiento, de cosas, de comodidades, emana la felicidad de Dios. Aceptar, más aún abrazar programáticamente y como plan de vida, la entera existencia bajo la luz de las bienaventuranzas indica que se acepta un «menos» humano para que brille el «más» de Dios. Es la revelación de que los «vacíos» de la existencia pueden ser los «plenos» de Dios, de que allí donde sólo parecen existir tinieblas puede brillar la luz de Dios con particular intensidad. El desastre humano puede ser el lugar del triunfo de Dios, lo mismo que en la desesperación humana puede llegar la consolación de Dios.

Todo esto se ve, naturalmente, a la luz de la resurrección. Cristo ha resucitado de los muertos, el Viviente lleva la señal de los clavos, su exaltación proviene de su humillación. Esto significa que estos «menos» y estos «vacíos» serán un día transformados y colmados; pero esta certeza de una plenitud escatológica ayuda a encontrar, ya desde ahora, una «anticipación», una «pregustación», una «plenitud de vida» que dimana de confiar la propia vida a Quien resucita a los muertos, sana las heridas, colma los vacíos y está cerca de quien intenta reproducir el camino y la existencia del Señor Jesús.

La vida consagrada rememora todo esto cuando se mantiene perseverante bajo la cruz, es decir, cuando persevera en medio de las dificultades del momento presente sin buscarse alternativas «mundanas», sin idear soluciones que aumenten su prestigio sólo humano y cuando renuncia a renovar su imagen externa por miedo a pasar inadvertida.

La vida consagrada acepta las dificultades del momento presente sabiendo que, admitiendo su indudable debilidad, deja espacio a la acción de Dios, a su «más», a su posibilidad de salvación. A nosotros, en definitiva, se nos pide la fidelidad, que no implica necesariamente el éxito. Mejor aún: nuestra fidelidad permite a Dios construir y cosechar «su» éxito, que naturalmente es el que cuenta también para nosotros.

b) «En la contemplación de Cristo crucificado se inspiran todas las vocaciones; en ella tienen su origen, con el don fundamental del Espíritu, todos los dones y en particular el don de la vida consagrada» (VC, 23).

A corroborarlo viene la experiencia constante de los santos y los fundadores, cuya santidad maduró permaneciendo fielmente bajo la cruz. Es una indicación que sigue siendo válida también para nosotros. Y también es una provocación y un interrogante: ¿cuánto tiempo dedico yo a la contemplación del Crucificado? Es El quien hace posible afrontar algunas duras realidades cotidianas. Es El quien motiva en profundidad a perseverar. Es El quien me habla de una eficiencia distinta de la puramente humana. ¿Lo veo como «mi» Señor? ¿Como quien se ha tomado tremendamente en serio la salvación de la humanidad? Cuando pienso en las vocaciones, ¿pienso en primer lugar en los problemas de mi Instituto o parto de la consideración de que pocos, demasiado pocos todavía, conocen y se benefician de un Amor tan grande? De esta pasión por el Amor, de amar intensamente y de hacer amar, es de la que se puede esperar ver florecer o reflorecer tantas casas religiosas carentes de juventud.

5. Juan y María

a) Entre las personas que están a los pies de la cruz, «destacan» dos personas «vírgenes» que amaron a Jesús hasta el punto de entregarse sólo a El: «Después de María, Madre de Jesús, Juan, el discípulo que Jesús amaba, el testigo que junto con María estuvo a los pies de la cruz (cf. Jn 19,26-27), recibió este don. Su decisión de consagración total es fruto del amor divino que lo envuelve, lo sostiene y le llena el corazón» (VC, 23).

El don de la vida consagrada brota del contacto con Cristo crucificado, ya sea porque de la cruz, junto al don del Espíritu, proceden todos los dones «y en particular el de la vida consagrada», ya sea porque en ella se comprende la fuerza y las exigencias del amor divino que seduce y conduce a las grandes decisiones.

La Exhortación quiere decir que la más profunda y auténtica comprensión del misterio de la vida consagrada se produce en la contemplación del misterio de la cruz. En ella se comprende lo que significa amar a las personas humanas con el corazón de Dios y amar a Dios con el corazón humano de Cristo. No sin razón son María y Juan los presentados como prototipos de la vida consagrada. Ambos estuvieron impulsados por un amor exclusivo a Jesús, ambos fueron capaces de seguirlo hasta los pies de la cruz, ambos estuvieron en condiciones de comprender las últimas implicaciones del amor divino.

La conclusión es que la virginidad nace de la comprensión de esta simple realidad: el modo más elevado de responder al don del amor de Dios es el de la totalidad del don de sí. Es interesante notar que el documento ofrece aquí, con la cita del Apocalipsis 14,1-5, una buen fundamento bíblico a la vida consagrada.

b) «Juan, al lado de María, está entre los primeros de la larga serie de hombres y mujeres que, desde los inicios de la Iglesia hasta el final, tocados por el amor de Dios, se sienten llamados a seguir al Cordero inmolado y viviente, dondequiera que vaya» (cf. Ap 14,1-5). En este texto, el Apocalipsis habla de los 144.000, a los que podemos considerar como representantes de las personas consagradas. Tienen, efectivamente, tres características: son vírgenes, siguen al Cordero dondequiera que va y no hay mentira en su boca.

U. Vani, exegeta particularmente competente en este texto, comenta:

«En primer lugar, tienen el carisma de la virginidad, porque, como diría san Pablo, "pertenecen a Dios sin dispersiones" (1 Cor 7,35), lo mismo que María y Juan; en segundo lugar, "siguen al Cordero dondequiera va ", se colocan bajo la cruz y en la cruz con El, símbolo de la dedicación apostólica y de la disponibilidad sin límites; en tercer lugar, "participan de laverdad de Cristo" , sin mentira ni reticencias, sin inclinarse ante los ídolos, y confiesan a Cristo total y absolutamente, porque El es el único Señor».

María y Juan, bajo la cruz, ocupan los primeros puestos de esa larga serie de personas que consagrarán a Dios su vida en la virginidad, se dedicarán total y exclusivamente al servicio del Reino y confesarán con su vida, con sus palabras y obras, que Jesús es el Señor.

Es interesante notar la estrecha vinculación existente, en esta forma de ver las cosas, entre virginidad y disponibilidad apostólica o, en otros términos, entre consagración y misión, entre vida consagrada y capacidad de confesar «íntegramente» la verdad del Señor Jesús. Es de la concentración de la atención, del corazón y de la vida en el Cordero inmolado de donde provienen el coraje y la capacidad de seguir y testimoniar «con todo el corazón, con todas las fuerzas y con toda el alma» la unicidad de Jesús como Señor.

Cruz, virginidad, dedicación apostólica y confesión valiente de fe con la totalidad de la existencia están íntimamente vinculadas y provienen de la contemplación del extraordinario amor de Dios que nos envuelve. Una vez más: la vida consagrada está vinculada a la gracia de comprender de una forma peculiar el misterio del amor de Dios que da todo y pide todo.

c) La virginidad, o el celibato consagrado, como síntesis interpretativa de la vida consagrada, perdura o decae con el misterio de la cruz. Al margen de la cruz, una vida consagrada, interpretada y leída en términos puramente antropológicos, no resiste por mucho tiempo. La virginidad es en realidad fiarse, ofrecerse a Dios, de la misma manera que el Señor se ofreció por entero al Padre, aún a costa de no ser comprendido, de ser incluso ridiculizado, como de hecho lo fue en la cruz. El «esplendor» de la virginidad no es algo fácilmente asible. Es Dios quien le da su esplendor, cuando mejor le parece, la mayoría de las veces en las circunstancias menos pensadas y buscadas.

Quien sigue este camino ha de creer en la fecundidad de su género de vida, quizá «en contra» de todas las evidencias: la «virginidad fecunda» es tal porque es Dios quien «llena de hijos la casa de la estéril». La virginidad es sinónimo de pobreza, de renuncia a ver los frutos del propio trabajo, a ver reconocido el propio cansancio, a ver una recompensa humana a la propia acción. Es ponerse en manos de Dios, fiarse de El, dedicar toda la vida a su causa y no estar angustiados por la eventual «esterilidad». La virginidad deja todos los resultados a la sabiduría y al poder del Esposo. Su objetivo es agradarle a El, por lo que El es y por lo que hace: los frutos se los deja a El, con ese gesto de absoluta confianza que sólo un amor total es capaz de hacer.

d) No extraña entonces que de la virginidad consagrada brote el peculiar sentido misionero de la vida consagrada: «En la medida en que el consagrado vive una vida únicamente entregada al Padre (cf. Lc 2,49; Jn 4,34), sostenida por Cristo (cf. Jn 15,16; Gál 1,15-16), animada por el Espíritu (cf. Lc 24,49; Hch 1,8; 2,4), coopera eficazmente a la misión del Señor Jesús (cf. Jn 20,21). (...) De este modo se anuncia al mundo la paz que desciende del Padre, la entrega que el Hijo testimonia y la alegría que es fruto del Espíritu Santo» (VC, 25). «Su testimonio ayuda a toda la Iglesia a recordar que en primer lugar está el servicio gratuito a Dios, hecho posible por la gracia de Cristo, comunicada al creyente mediante el don del Espíritu» (VC, 25).

María y Juan recibieron la gracia de comprender que el amor de Dios es total y totalizante. Por eso ofrecieron lo suyo, lo «privado» y lo «público», su vida y su actividad. Con ellos y como ellos una serie inmensa de personas han recibido esa gracia y mantienen viva en la Iglesia la consciencia de que «lo que se hace por amor de Dios nunca es demasiado», de que por ese amor vale la pena entregar el propio ser y el propio actuar, de que el mejor modo de anunciarlo a los demás es ser testigos transparentes y alegres, incluso en medio de las incomprensiones y el rechazo. Esto es lo que significa, para la Exhortación apostólica, el estar a los pies de la cruz, como María y Juan.