Introducción

Diez iconos de la vida consagrada


Los iconos han tenido gran importancia en la pastoral y la espiritualidad orientales. El icono «no sólo expresa la semejanza de los rasgos externos de quien está representado, sino que nos lo hace presente a través de esa semejanza» (T. Spidlik). Tiene un valor cuasi-sacramental, porque nos hace entrever el misterio de Dios y nos ayuda a penetrar en él. A través del icono, algún rayo del misterio de Dios llega a tocar el corazón.

En la actualidad, y muy especialmente en el mundo occidental, parece urgente recuperar la presencia de lo divino para superar las tentativas de reducción a lo meramente humano, que a la larga, e infructuosamente, parece estar cerrándose sobre sí mismo. Quizá por ello asistimos hoy a un redescubrimiento de los iconos, sean originales, sean reproducciones mejor o peor conseguidas, o imitaciones más o menos acertadas. Se está produciendo también un retorno al icono bíblico, a un pasaje que se concentra en uno o varios personajes que evocan figurativamente realidades salvíficas y mensajes de los que el hombre y la sociedad moderna tienen particular necesidad.

«El redescubrimiento del icono cristiano ayudará a tomar conciencia de la urgente necesidad de reaccionar ante los efectos despersonalizadores y a menudo degradantes que condicionan nuestra vida», afirma el papa Juan Pablo H.

También la Exhortación apostólica Vita Consecrata da la impresión de estar estructurada en torno a iconos, para transmitir mejor su mensaje. Esta opción no parece ser una concesión a la tendencia actual, sino más bien una indicación del objetivo del documento: en un momento en que la vida consagrada pasa por una delicada etapa de su larga historia —etapa situada entre una herencia gloriosa y un futuro que parece pedirle que escriba páginas nuevas— entre los intentos por encontrar una solución que acentúe su humanización o que, por el contrario, se afiance renovadamente en la «divinización», la Exhortación apostólica hace una opción nítida.

Su opción, podemos decir, es la de los iconos: partiendo de la inmersión en el mundo divino es como la vida consagrada puede encontrar, incluso en nuestro tiempo, la energía y la fantasía creativa para servir al ser humano y «humanizar a la persona y la sociedad» conforme a las nuevas exigencias de los tiempos.

La vida consagrada, según el papa, está llamada a ser un icono para el hombre de hoy: un instrumento, un signo significativo y eficaz de la presencia del misterio de Dios, el único que puede humanizar y salvar a los seres humanos.

Por todo ello, hemos seleccionado unos iconos, entre los más significativos, para meditar sobre algunos contenidos que consideramos de particular importancia para el momento actual. Son páginas que han nacido de meditaciones hechas con ocasión de diversos encuentros; páginas que —espero— puedan servir para la reflexión y para una renovada motivación de la vida consagrada ante los desafíos de nuestro tiempo.

Tengo en este momento un recuerdo especial para los misioneros javerianos del Japón; un recuerdo que se convierte en agradecimiento por su testimonio del Señor Jesús.

 

Primera meditación

La transfiguración

Al comienzo de la primera parte de la Exhortación apostólica Vita consecrata (VC) —podría decirse «in capite libri», («en el encabezamiento del libro»)— se presenta el episodio de la Transfiguración, el cual dominará prácticamente todo el documento. Se trata, por tanto, de un icono programático: Cristo aparece, sobre todo, como «el más hermoso de los hijos del hombre», como la clave para comprender toda vocación particular, basada en la misteriosa y extraordinaria «seducción» ejercida por su «divina belleza».

Al comienzo de la Exhortación apostólica —como, por lo demás, en el inicio de toda decisión concreta de asumir la forma de vida típica de la vida consagrada—no hay una reflexión ni una elevada consideración teológica ni una intuición genial, sino la presencia de Cristo en todo su esplendor de Hijo de Dios, de «uno de la Trinidad», con su fascinación única e indecible, expresión de su divina humanidad.

1. La transfiguración

En los relatos sinópticos, la transfiguración parece tener dos significados fundamentales: el primero es introducir en el afrontamiento del misterio de la cruz, disponer el ánimo para el escándalo de la cruz. Es el punto de vista preferido en Occidente: El segundo, más propio del Oriente, es mostrar la verdad divina de la existencia terrena de Jesús: Jesús no fue sólo un

profeta desdichado que al final de su vida fue aprobado y reconocido por Dios como auténtico profeta, sino que toda su vida humana debe tenerse como revelación de Dios, porque a lo largo de toda su existencia estuvo «habitado por Dios», fue Dios entre nosotros.

Toda la vida de Cristo, por tanto, ha de considerarse un «sacramento», una ocultación y una revelación, simultáneamente, del Dios inmenso e ilimitado, que al fin ha desvelado su rostro. Ese rostro –tan buscado por los más grandes espíritus de la humanidad y de la historia hebrea, comenzando por Moisés y Elías, los dos profetas más grandes, tan deseosos ambos de poder contemplarlo– por fin se deja ver. La Transfiguración abre una insólita brecha en ese misterio único: el Dios oculto irrumpe, deja caer por un momento el velo que lo cubre, y manifiesta algo de la profunda e invisible realidad del hombre Jesús. Oriente habla de epifanía de la divina humanidad de Cristo. Y quien es sumergido en esa maravillosa epifanía queda para siempre fascinado por ella.

Si es así, si Dios «habita» en Cristo, si es verdad que Cristo es el «Hijo predilecto al que hay que escuchar», entonces todo lo de Cristo es revelación de Dios: también, y muy principalmente, su forma de vida virgen, pobre y obediente.

Conocemos perfectamente la perplejidad que provocaba concretamente el modo de ser de Cristo, especialmente en quienes tenían en su mente el esplendor del reinado de David. Se decían: ahí tenéis, en vez de un rey, un humilde siervo, un profeta desarmado y obediente; en vez de un hombre lleno de riquezas, signo de la bendición de Dios, un pobre que no tiene dónde reposar su cabeza; en vez de alguien capaz de restaurar la «casa de David» con su abundante descendencia, un célibe sin familia y «sin hogar».

Esta forma de vida es reveladora de una diversidad en el modo de ver la existencia humana, de una concepción muy distinta de la salvación y de una divergencia de planes en cuanto a lo que normalmente podía esperarse. Dice algo muy importante sobre la misión del Mesías, revelador de Dios, y sobre su acción en el mundo.

Su asunción –tan sencilla e inesperada– de esta forma de vida como siervo de Dios y de los hermanos, quiere significar que la venida de Dios en medio de nosotros precisamente de un modo tan insólito y sorprendente para los parámetros que el hombre aplicó siempre a lo divino, quiere ser una revelación de su ser de Hijo, de su «estar ante el Padre y ante los hombres»; y no podemos dejarla de lado ni considerarla como secundaria o de escaso valor.

Muy distinto es el pensamiento y el imaginario del hombre sobre las eventuales apariciones divinas, que deberían caracterizarse por el poder y el triunfo. Cuando los hombres nos ponemos a pensar en las manifestaciones de Dios, en las teofanías, se apoderan de nosotros el estupor y el miedo: el infinito que se revela al finito no puede dejar de conturbamos.

Con Jesús, nada de esto ha sucedido. El Hijo coeterno con el Padre ha venido a habitar entre nosotros humildísimo, «casto, pobre, obediente, orante y misionero» (VC, 77), sin ningún signo personal de esplendor, salvo el destello revelador de la Transfiguración durante su vida terrena, y luego el de la gloria de su Resurrección.

Comienza, pues, el documento con la presentación de la exclusividad de Jesús, el Hijo, en su ser revelación a través de toda su existencia.

La tradición (desde Ireneo hasta Orígenes, y desde Agustín hasta Crisóstomo y Teilhard de Chardin) ha afrontado desde diversos puntos de vista este «misterio», partiendo de las aproximaciones más contemplativas hasta otras más activas y apostólicas. Es particularmente interesante el enfoque de Orígenes, que ve en esto un caso de «polimorfismo» del Verbo: el Verbo se revela de diversas formas y a diversas categorías de personas, según sea su capacidad de comprensión. Se revela a la multitud como hacedor de milagros y, a través de las parábolas, como mensajero del Reino; ante los discípulos aparece como el Maestro que explica los misterios del Reino; y a los tres –Pedro, Santiago y Juan– a quienes lleva consigo a la montaña se les revela como el Hijo, el «esplendor del Padre».

El conocimiento del misterio de Cristo, como los mismos niveles de iniciación a este misterio, son un don, concedido según las preferencias de Cristo: es El quien llama «a quien quiere» a subir al monte. Hay un único Cristo, pero existen diversos niveles de conocimiento de su misterio, y el mismo grado o nivel de conciencia es un don que Cristo concede a aquellos que El elige personalmente.

2. En la exhortación apostólica

En la exhortación apostólica la Transfiguración adquiere muchos significados:

a) Se afirma claramente que en el origen de toda vocación especial está el don de una comprensión peculiar del misterio de Cristo. A algunos se les concede el don de comprender el misterio de Cristo bajo una luz muy especial: Cristo se les muestra en todo su esplendor del «más hermoso de los hijos del hombre», como «el único». Estamos, en este caso, en presencia como de una fulguración, de un destello divino que llega a las raíces del ser y a las profundidades del corazón de algunos, llamados a subir a la montaña santa.

Todo «sígueme», toda vocación que requiera la renuncia de todas las demás cosas, que exija inequívocamente «dejarlo todo» e implique la entrega absoluta, presupone que el que lo pide todo se manifiesta antes en lo que El mismo es, para convencerme de quesus pretensiones no están fuera de lugar, es decir, que El «merece» mi renuncia a todo por El.

En el origen de una forma especial de vida cristiana, cual es la vida consagrada, puede haber unas palabras determinadas de Jesús; pero esas palabras tienen un peso único, sobre todo porque El se muestra, casi por experiencia inmediata, como el Único, el incomparable, la imagen del Dios invisible, la Palabra que se ha hecho hombre. ¡Las palabras adquieren densidad y fuerza porque son pronunciadas por la Palabra!

Las palabras de Jesús cobran valor porque las ha dicho El, «el Hijo del Dios vivo», quien «me ha seducido el corazón». En la auténtica vocación a la vida consagrada se desencadena la misma lógica que en el enamoramiento: la persona de Jesús me seduce, y todo cuanto dice adquiere un valor único para mí. Jesús, el incomparable, puede pedirme todo lo que quiera. Ninguna otra palabra puede resistir una confrontación con la suya, porque ninguna otra persona puede resistir una confrontación con su persona.

Así pues, Jesús se manifiesta a algunas personas realmente como «el resplandor ante el cual cualquier otra luz languidece, la infinita belleza que, sola, puede satisfacer totalmente el corazón humano» (VC, 16). Cristo es percibido como la luz para los ojos, como la dulzura del corazón, como la alegría del universo, como el esplendor divino que hace bella y digna de ser vivida la existencia humana. Cristo, en su esplendor, hace exclamar a Pedro: «Señor, bueno es estamos aquí» (Mt 17,4): «Estas palabras muestran la orientación cristocéntrica de toda la vida cristiana. Sin embargo, expresan con particular elocuencia el carácter absoluto que constituye el dinamismo profundo de la vocación a la vida consagrada: ¡qué hermoso es estar contigo, dedicarnos a ti, concentrar de modo exclusivo nuestra existencia en Ti! En efecto, quien ha recibido la gracia de esta especial comunión de amor con Cristo, se siente como seducido por su fulgor. El es "el más hermoso de los hijos de Adán" (Sal 45,3), el Incomparable» (VC, 15).

Y así es como la persona consagrada es íntimamente atraída no sólo a seguir a Cristo, sino también a reproducir su peculiar forma de vida, reconociéndolo así de forma muy concreta como su Señor: «¡Confesión del Hijo!» La forma de vida de Cristo, que vino a estar entre nosotros virgen, pobre, obediente –merece la pena repetirlo– no tiene nada de accidental o secundario, porque en el misterio de Cristo todo es revelación. No son sólo sus palabras las que iluminan los enigmas de la vida, sino que es la misma persona de Cristo, su modo de ser, el que arroja luz divina sobre el misterio del ser humano. Tan verdad es esto que san Francisco escribió en su primera regla: «La regla y vida de los frailes es seguir la doctrina y las huellas de Nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad». La forma de vida virgen, pobre y casta fue abrazada por el Hijo de Dios y tiene un valor de revelación y salvación: no se la puede dejar desaparecer, no nos puede dejar indiferentes. Hay que escrutarla con reverencia, como parte constitutiva del misterio de Cristo.

Se comprende, pues, que toda la Exhortación apostólica esté penetrada por esta afirmación: el primer cometido de la vida consagrada es representar la forma de vida de Cristo virgen, pobre y obediente. Baste citar el primer número: «Con la profesión de los consejos evangélicos los rasgos característicos de Jesús –virgen, pobre y obediente– tienen una típica y permanente "visibilidad" en medio del mundo» (VC, 1).

b) Cristo transfigurado introduce en el misterio de la Trinidad: «Reconoce a Cristo y, a través del hombre Jesús, salta a Dios, ya que con nuestras propias fuerzas no lograremos alcanzarlo» (san Agustín). Desde la Transfiguración se nos conduce a ascender a la Trinidad, no sólo porque en ese misterio están presentes los «Tres», sino porque Jesús nos ayuda a penetrar en el misterio de su relación filial con el Padre y a comprender su profunda y misteriosa realidad de Hijo. Y nos ayuda también a iluminar cosas importantes del misterio del ser humano.

Podemos atrevemos a afirmar, con la Exhortación, que Jesús se presentó en medio de nosotros virgen, porque tenía que revelar que el Padre es su único Amor y que su familia es la del cielo, junto al Padre y al Espíritu Santo. Pero también para decimos que todo ser humano debe considerar al Padre como su amor, primero y último, como el criterio de todos los demás amores.

Jesús apareció pobre, porque tenía que revelar que el Padre es su única riqueza. El no va tras las riquezas humanas, porque sabe dónde está la verdadera riqueza. Sabe particularmente que todo lo recibe de Dios. Pero también para decimos que todo ser humano debe tener al Padre como su verdadero tesoro, su tesoro primero y último.

Jesús vino a estar en medio de nosotros como siervo obediente, para revelar, incluso de forma dramática, que deja al cuidado del Padre su propia realización. No busca ni quiere recompensas y honores humanos, porque sabe que su felicidad está en cumplir la voluntad del Padre. Pero también para que todo ser humano pueda considerar a Dios como la fuente y la realización definitiva de todos los deseos de felicidad que lleva inscritos en el corazón.

Jesús cumplió hondamente el mandamiento supremo: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas» (Dt 6,5). El corazón de Jesús le pertenece por completo al Padre, pues es «una misma cosa con El». Las fuerzas de Jesús se orientan todas ellas hacia el Padre, pues el Padre es el manantial de donde todas ellas y su propio ser brotan. El alma de Jesús es toda entera del Padre, ya que el Padre es el inicio y el cumplimiento de sus deseos. Nadie ha amado nunca al Padre de esta manera, nadie ha mostrado nunca, con una vida de hijo, de pobre, de siervo, el esplendor y la totalidad del amor de Dios por el hombre y del hombre por Dios, de su ser entero en favor del hombre.

A quien pudiera dudar de la oportunidad de estas consideraciones, convendría proponerle algunas preguntas que, a primera vista, podrían parecer intempestivas y hasta irreverentes: ¿podemos imaginarnos un Jesús mendigando un amor humano o dedicándose a acumular dinero o a buscar su éxito personal? La conciencia cristiana se rebela con sólo pensarlo. Efectivamente, en Jesús se da una entrega tan absoluta al Padre que instintivamente sentimos que está muy lejos de la búsqueda de los normales amores humanos, de los negocios comunes, del querer sobresalir por encima de los demás. Su existencia es «sentida» por la conciencia cristiana como puesta totalmente al servicio del Padre, de la revelación del Padre, y de su propia revelación como Hijo Unigénito, Uno con el Padre.

Él es el Hijo «predilecto», el único, precisamente porque considera al Padre como su Todo, en todos los aspectos, empezando por los que se corresponden con los dinamismos más profundos de la persona humana, como son el deseo y la necesidad de amar, el deseo y la necesidad de poseer, el deseo y la necesidad de decidir. Y eso es lo que revela a los hombres con sus palabras, con sus comportamientos y opciones, con su misma forma de vida. Todo ello para expresar lo que El es y para iluminar cuál debe ser la actitud de fondo de todo «hombre que viene a este mundo» cuando afronta el misterio de Dios y el misterio de la existencia; para que todas las personas humanas puedan descubrir quién es en verdad el Padre: no un ser lejano ni un enigma, sino un amor que crea y espera, un tesoro que nunca se apolilla, una felicidad que nunca defrauda.

La persona consagrada, que recibe la gracia de comprender este misterio, es llevada al monte santo y allí es iniciada en esta realidad para revivirla en sí misma, para representarla y testimoniarla con todo su ser. Comprende, por puro don, que el modo más perfecto de aceptar a Dios y reconocerlo como Padre es el del Hijo «predilecto»: abrazando la forma de vida de Cristo virgen, pobre y obediente, la persona consagrada reconoce que Dios es todo para la persona humana, porque para todos sus hijos El es el Amor, es la Riqueza, es la Realización cumplida de toda aspiración. ¡Confesión del Padre!

Al mismo tiempo se da cuenta de que esto sólo es posible por una iluminación inmerecida, es decir, por la intervención del Espíritu Santo que hace sentir esas realidades como verdaderas, que hace sentir a Cristo no como una realidad lejana, sino como el modelo siempre actual y siempre presente; que hace percibir al Padre de Jesucristo como la realidad primera y última. Y, después de haber sido introducidos en este altísimo misterio, se les concede también la gracia de meterse en esta aventura como por connaturalidad, «llenos de alegría y de Espíritu Santo»: ¡Confesión del Espíritu Santo!

La vida consagrada se convierte, gracias a representar la forma de vida del Hijo virgen, pobre y obediente, en una confesión de la Trinidad, en un reconocimiento, agradecido y elocuente, del Padre que llama para reservarse una persona para sí y para la causa de su Reino; en una proclamación del Hijo, en cuyo seguimiento nos ponemos para llegar al Padre; en una alabanza al poder del Espíritu Santo, «maravillosamente activo», que nos introduce, mediante alguno de sus carismas, en una misión concreta y en un particular proyecto apostólico representado por un Instituto.

c) «Jesús solo»: de pronto, después de la Transfiguración, «alzaron los ojos y no vieron más que a Jesús solo» (Mt 17,8).

Jesús solo es cuanto le queda a la persona consagrada después de su gozosa experiencia inicial;

Jesús solo, porque Él es quien fundamenta y expresa, en su propia persona, el género de vida casto, pobre y obediente, habiéndolo abrazado y propuesto desde el principio a quienes le eran más queridos, empezando por María y José;

Jesús solo, porque a los que nos preguntan por qué hemos elegido una vida tan insólita y más bien extraña para nuestro tiempo, considerada por muchos hasta arcaica, tan típica de civilizaciones que hoy parecen ya superadas, se les puede contestar que el motivo único y suficiente es Jesús, el Hijo de Dios, el único modelo y criterio de vida, válido «ayer, hoy y siempre»;

Jesús solo, porque representarlo muy en concreto, tal y como El vivió, significa ir al corazón de la misión, que consiste en testimoniar que «Jesús es el Señor», que es «el Padre quien lo ha enviado» y que sólo en El hay salvación;

Jesús solo, porque, en medio de tantas ofertas de salvación, la persona consagrada quiere afirmar, primero con su forma de vida, luego con sus obras y finalmente con sus palabras, que Jesús es el único. Es la única explicación de su vida y la única meta de las existencias de «cuantos vienen a este mundo»;

Jesús solo, porque Él es el modelo de cómo agradar a Dios y ser útiles a los hermanos;

Jesús solo, porque Él solo basta a la persona consagrada, pues El es su Esposo, su Amigo, su Hermano, el Deseado de su corazón;

Jesús solo, porque su forma de vida es el «modo divino» de vivir la existencia humana;

Jesús solo: por ello, la Exhortación ofrece una «cristología fuerte» para fundamentar la vida consagrada. ¡El nexo vital entre Jesús y la vida consagrada es verdaderamente único!

Jesús solo: aquí tenemos por qué la Exhortación presenta la vida consagrada como entrega prioritaria y exclusiva a la persona de Jesús. ¡Todo lo tengo por basura –decía Pablo– en comparación con el conocimiento del Señor Jesús!

Jesús sólo: es la razón de que la Exhortación apostólica hable de «orientación cristocéntrica» (VC, 15), de «adhesión conformadora con Cristo de toda la existencia», de «adhesión conformadora» a Cristo (VC, 16), de una espiritualidad totalizadora y exclusiva;

Jesús solo, porque Él es la belleza del mundo, que hace a la vida digna de ser vivida; El es el tesoro del mundo, que proporciona a la vida humana toda su riqueza; El es el corazón del mundo, que hace dulce la fatiga humana; El es la luz del mundo, que da sentido y dirección a la aventura humana.

Volveremos más adelante sobre estos temas, pero es bueno enfocarlos desde el principio para subrayar lo más decisivo de la vida consagrada.

d) Un camino con la enseña de la «divina belleza»: de la centralidad de la Transfiguración, donde Jesús aparece como el Hijo y como «el más hermoso de los hijos del hombre», se deriva que la persona que es llamada a reproducirlo hasta en su forma visible de vida, está llamada a encaminarse por la senda de la «divina belleza».

«Con intuición profunda, los Padres de la Iglesia han calificado este camino espiritual como filocalia, es decir, amor por la belleza divina [...]. La persona, que por el poder del Espíritu Santo es conducida progresivamente a la plena configuración con Cristo, refleja en sí misma un rayo de la luz inaccesible y en su peregrinar terreno camina hacia la Fuente inagotable de la luz» (VC, 19).

Hay en estas líneas un eco de la espléndida tradición espiritual del Oriente, que ve la vida espiritual como una progresiva divinización, un constante subir hacia lo más alto para configurarse cada vez más según la naturaleza divina y participar cada vez más de ella. Con la consecuencia de entrar progresivamente en su reino de Luz, en su esplendor, en su belleza.

La tradición occidental se fija más en la belleza «cristiforme», es decir, en los destellos de la divina belleza que provienen de la imitación de Cristo. No en vano la Exhortación apostólica cita a Agustín, que invita a adquirir la divina belleza operativamente y, en concreto, a «llegar, por el brillo y hermosura de las obras hechas en caridad, a poseer eso que simbolizan los blancos vestidos del Señor» (VC, 75).

Con esto no se trata solamente de introducir una categoría estética, ya casi olvidada pero muy presente en la Tradición (¡baste pensar en Gregorio de Niza y Agustín!), sino de recuperar una dimensión necesaria para comprender el mensaje cristiano, que es una apremiante invitación a «pasar de las tinieblas a la luz», a sumergirse «en su Reino de luz inextinguible», a descubrir la belleza del Dios de Jesucristo, que ha venido para introducirnos en la compresión del Dios de toda belleza, creador de todas las cosas bellas, infinitamente superior a todas sus criaturas... ¡Ojalá seamos capaces de tener los ojos de María para ver las «maravillas» de Dios, sus obras «admirables y bellas», para cantar todos los días, por motivos siempre renovados, su «Magníficat» y el nuestro!

3. Para la vida de todos los días

Pero, ¿no chocan estas realidades con la cotidianidad, con su trivialidad y su monotonía? ¿Cómo incorporar a la vida de todos los días estas realidades, indudablemente bellas en sí mismas, pero lejanas de la aridez de nuestro mundo, del asedio de las imágenes, de las preocupaciones absorbentes? ¿No se muestran muy diferentes las vivencias de nuestro día a día? Además, ¿por qué no todos parecen estar de acuerdo sobre el acento puesto en estas realidades estimulantes? La misma Exhortación, que no ha sido escrita para las gentes de la Edad Media y que incluso da pruebas de haber tenido muy presentes y de conocer perfectamente las debilidades y las virtudes de la vida consagrada de nuestros días, ofrece algunas indicaciones concretas y precisas sobre estos interrogantes.

a) Estas «elevadas y atractivas» páginas, que ocupan prácticamente la primera parte, se han de leer con asombro y admiración. Se han de «contemplar» y asimilar lentamente, repasándolas con calma una y otra vez, hasta que el texto nos lleve a una espontánea «doxología», a una explosión de «acción de gracias», a un himno de reconocimiento. Es necesario llegar, como por espontánea autocombustión, a sentimientos semejantes a los de Simeón, el nuevo teólogo, un poeta y místico de gran talento, de hace mil años, que exclama: «Veo la belleza de tu gracia, contemplo su fulgor y reflejo su luz; me arrebata su esplendor indescriptible, soy empujado fuera de mí mientras pienso en mí mismo; veo cómo era y qué soy ahora. ¡Oh prodigio! Estoy atento, lleno de respeto hacia mí mismo, de reverencia y de temor, como si fuera ante Ti; no sé qué hacer porque la timidez me domina; no sé dónde sentarme, adónde acercarme, dónde reclinar estos miembros que son tuyos; en qué obras ocupar estas sorprendentes maravillas divinas» (VC, 20).

Son sentimientos que surgen en todo cristiano consciente de su dignidad, pero que son cultivados y acariciados con particularísima participación por quien, como Cristo, ha ofrecido a Dios «sus miembros», todo su ser y toda su vida.

b) Para llegar a comprender el misterio de la vida consagrada parece absolutamente necesario redescubrir la función insustituible de la contemplación. Tiene acceso a ella, en primer lugar, quien tiene un corazón purificado: «dichosos los limpios de corazón, porque ésos van a ver a Dios». La gran tradición espiritual hace del corazón purificado el órgano del conocimiento de las realidades divinas, es decir, de la contemplación.

Quien aspira a la contemplación, al «conocimiento de Dios», ha de entregarse a purificar su propio corazón. El gustar las cosas de Dios se le otorga a quien se empeña en este camino. Es importante recordar esta premisa «cognoscitiva». No sólo para la contemplación en sí misma, sino también para comprender no pocas páginas de la Exhortación apostólica que pueden quedar oscuras y bajo sello para algunos lectores acelerados y distraídos.

La contemplación requiere además silencio, desprendimiento: «Debemos confesar que todos tenemos necesidad de este silencio cargado de presencia adorada: la teología, para poder valorizar plenamente su propia alma sapiencial y espiritual; la oración, para que no se olvide nunca de que ver a Dios significa bajar del monte con un rostro tan radiante que obligue a cubrirlo con un velo (cf. Ex 34,33) [...]; el compromiso, para renunciar a encerrarse en una lucha sin amor y perdón» (VC, 38).

Se puede afirmar enseguida que la Exhortación ofrece una visión fundamentalmente «mística» de la vida consagrada. Mística no quiere decir «mistificadora», como alguien podría sentirse tentado a pensar. Mística significa sencillamente la capacidad de enamorarse de Dios; es tensión hacia el Todo, hacia el Eterno. Mística es considerar a Dios más real que las cosas visibles y, por tanto, más digno de amor que ninguna otra realidad, más deseable que cualquier otra persona o cosa, más «bello» que todas las bellezas creadas.

La vida consagrada se sostiene o desaparece si existe o no existe esta contemplación. Sin contemplación, toda la primera parte de la Exhortación apostólica corre el peligro de parecer retórica eclesiástica y, por tanto, superflua e ilusoria. Y no falta quien ha pensado que así es. Sin esta dimensión, todo esto parece un vago espiritualismo, un cúmulo de afirmaciones sin consistencia, idóneas, todo lo más, para llenar las horas vacías de cualquier alma piadosa; semejante escepticismo es la postura más eficaz para vaciar de todo contenido real no sólo la Exhortación, sino la misma vida consagrada. Por lo demás, sin estos contenidos fuertes, la vida consagrada es barrida por el secularismo que despiadadamente está arreciando sobre todas las plazas, está atravesando, gélido, todas las calles, y está llegando a entrar, si no por otras vías al menos por los medios de comunicación, hasta en las casas más herméticamente cerradas.

Mientras esta primera parte del documento nos parezca «lejana», podemos presagiar que está cerca la decadencia de la vida consagrada. Paradójicamente, debemos decir que el problema no está tanto en el «cómo» hacer pasar estas realidades a la vida, sino en el «qué», es decir, en su asimilación para que lleguen a ser realidades atractivas y no absorbidas hasta su disolución, realidades que nos eleven hacia la divina belleza y no se vean arrastradas por el polvo de las realidades cotidianas.

c) Ante este planteamiento, hay quienes hablan de una «monaquización» de la vida consagrada: este «punto de partida» contemplativo sería todavía tributario de una visión monástica, poco o nada adaptada a determinados contextos que exigirían una mentalidad más apostólica y más encarnada. En otras palabras, ¿quiere el Santo Padre «monastizar» todas las formas de vida consagrada, desea transformar en contemplativas a todas las personas consagradas? La respuesta es positiva si con esto se intenta dar a toda la vida consagrada una base contemplativa, puesto que toda forma de vida consagrada, incluso la más activa y comprometida en los campos más seculares, tiene necesidad absoluta de «contemplación». Desde este punto de vista, es clara la deuda de gratitud que toda vida consagrada tiene con el monacato.

En cambio, la respuesta es indudablemente negativa si se pretende cambiar el propio estilo de vida, para hacer a todos monjes o contemplativos. La cuestión es comprender lo que significa «contemplar», que es «sumergimos en el misterio cristiano»; se trata de una «inmersión total en el misterio de Cristo», de quedar fascinados por el «sublime conocimiento de Cristo» y prendidos de su ser y de su vida; se trata, en una palabra, de «vivir en Cristo» como premisa para «actuar como El».

La prueba la tenemos precisamente en el hecho de que sea la Transfiguración la que sirve de fundamento de la actividad apostólica. Se sube al monte para ser capaces de servir mejor. La tercera parte de la Exhortación trata de la misión, pero su fundamento más sólido está en esta primera parte. Se sube al monte de la contemplación para adquirir el coraje de la «libertad», del testimonio franco y libre. Y según todas las señales, también de esto parece haber necesidad hoy en día.

Es interesante un comentario del Crisóstomo a la Transfiguración. Se fija en Moisés y Elías, apoyándose sin duda en su experiencia, más bien atormentada, de pastor: «Cada uno de estos dos profetas había perdido su alma y la había recuperado. Ambos se habían presentado valientemente delante de los príncipes desalmados, del Faraón y de Acab. Ambos se habían expuesto hablando en favor de un pueblo desobediente y rebelde, que, después de haber sido liberado de una tiranía insoportable, descargaría seguidamente su furia contra sus propios liberadores. Ambos se habían propuesto apartar al pueblo de la idolatría».

Todo el que sube al monte de la contemplación se encuentra en compañía de grandes hombres de acción,de profetas valientes, de pastores que han tenido que afrontar las incomprensiones y las ofensas de su propio pueblo. ¡Todo lo contrario de cualquier tipo de «alienación contemplativa»!

d) Importancia de los consejos evangélicos: la forma de vida de Cristo está representada en el compromiso de asumir los tres consejos evangélicos. Estos están presentes en todo el documento, de forma transversal, como se dice hoy, y se tratan desde diferentes puntos de vista, unos tradicionales y otros más innovadores. Obviamente, el contenido de los consejos no cambia, pero los motivos y las perspectivas se enriquecen. Se puede decir que la teología de los consejos evangélicos se enriquece notablemente en este documento.

En primer lugar, se presentan como un don de la bienaventurada Trinidad: nadie puede pensar en asumir los consejos evangélicos «si el Padre no lo atrae hacia sí», si el Espíritu no hace brillar en lo profundo de su corazón la belleza y la posibilidad de imitar «más de cerca» la forma peculiar de vida del Señor Jesús. Por eso, la forma de vida configurada según los consejos evangélicos no habla, en primer lugar, de la capacidad de la persona humana o de sus méritos, sino de «la maravillosa grandeza de la fuerza de Cristo que reina y del infinito poder del Espíritu Santo que actúa de modo tan admirable» (LG, 44). Confiesan, por tanto, la capacidad de Dios, afirman que Dios sigue actuando en la historia, que el «brazo de Dios no se ha retraído» y que sabe extraer hasta de las piedras un imitador de Cristo. Se comprende que la Exhortación pueda decir que la vida consagrada es «una de las huellas concretas que la Trinidad deja en la historia, para que los hombres puedan descubrir el atractivo y la nostalgia de la belleza divina» (VC, 20).

Pero esto acrecienta también la responsabilidad. Si los consejos son un don, se han de suplicar, se han de «implorar». Si tienen en la Iglesia y en la sociedad una función tan alta, han de ser aceptados «con temor y temblor». Su papel de signo y su vinculación con la Trinidad han de ser vivenciados con sentido de gran responsabilidad. ¿Podemos imaginarnos a Jesús, sólo a modo de ejemplo, buscando puestos de mayor prestigio y rehusando, quizás en nombre de los derechos humanos, acatar mandatos desagradables? Pero Jesús vive en nuestro tiempo, en y mediante esta forma de vida que, por el mismo hecho de «existir», está diciendo que Dios solo basta, que «nada nos separará del amor de Cristo», que el alimento más verdadero del ser humano es hacer la voluntad del Padre.

La forma de vida de Cristo quiere expresar y testimoniar que es posible y bello dedicarse a los asuntos del Padre y al servicio de los hermanos; pero si esto no es percibido y recordado constantemente como un deber prioritario por parte de la persona consagrada, si no lo cultiva y defiende, si no vuelve a ello tras las inevitables caídas de la naturaleza humana, la vida consagrada pierde su sabor, su belleza y su fuerza de significación.

Una vez más se nos invita a «volar alto», para no caer en las innumerables trampas que la naturaleza humana y el mundo preparan a quien se resiste a plegarse a los determinismos o a los condicionamientos, y para mantener la libertad de los hijos de Dios, tal como la vivió, practicó y propuso el Hijo de Dios.

e) Existen algunas tenaces resistencias a ver las cosas con los ojos de la Exhortación apostólica: en nombre de la legítima preocupación por que todo cristiano sea «cristiforme», se llega a poner en duda el sentido propio de la vida consagrada, tal como el Santo Padre lo presenta. En nombre de que la forma de vida de Cristo está constituida por muchos elementos, como «la forma de siervo», la «kénosis», la entrega total, el servicio a la causa del hombre, se quiere subestimar la peculiar forma de vida caracterizada por los consejos evangélicos. Pero nadie, y menos la Exhortación apostólica, pretende negar que la vida de todo cristiano debe ser cristiforme, que todo bautizado debe seguir a Cristo, debe reproducir «sus sentimientos y sus actitudes».

Pero también es claro que a algunas personas se les pide reproducir aquellos aspectos de la forma de vivir de Cristo que sintetizan elocuentemente su total dedicación al Padre y a los hermanos: en su virginidad, pobreza y obediencia, Cristo realiza una verdadera «kénosis», un verdadero anonadamiento de sí mismo. De esa forma puede anunciar a los hermanos, abierta y libremente, la bondad del Padre y hacer reverdecer la esperanza en el corazón de los hermanos y hermanas. La representación de la peculiar forma de vida de Cristo, mediante los consejos evangélicos, precisamente porque lleva consigo una total dedicación a Dios y a los hermanos, no es principalmente una ostentación de perfección personal o de «excelencia», sino que se pone, sobre todo, al servicio del crecimiento de la vida cristiforme de todos y cada uno de los fieles.

Así lo entiende la Exhortación apostólica y también la gran tradición de la Iglesia, que siempre vio en la vida consagrada, comenzando ya en las «vírgenes» y los «ascetas», un estímulo, una provocación, un interrogante orientado al crecimiento de la vida «cristiana» o «cristiforme» en el mundo. Y también una gloria para toda la Iglesia. Gregorio Magno ya afirmaba en su tiempo: «La gracia del Espíritu Santo se ha derramado y estamos viendo una multitud de elegidos que llevan impresa en sí mismos la imagen del Redentor. Renunciando a todo lo terreno, absteniéndose de los placeres de la carne, abandonando sus pertenencias, brillan con un prestigio tan elevado como nunca lo tuvo la Iglesia en tiempos anteriores» (Comentario al Primer Libro de los Reyes 1, 86).

Conclusión

«En el monte Athos, tierra sagrada de los monjes orientales, había en el pasado una escuela de pintores dedicada a pintar iconos. La preparación era larga: teológico-litúrgica, espiritual, técnica. Al término de ella se realizaba una especie de examen de madurez. El candidato no tenía que pintar un icono cualquiera, sino uno muy determinado: el de la Transfiguración de Cristo en el monte Tabor. El pintor sagrado debía ser capaz de contemplar el mundo con los ojos de fe con que lo vieron los apóstoles en el momento de la Transfiguración; es decir, con los ojos de una fe que ha crecido hasta llegar al estado de visión espiritual, de pregustación de la visión beatífica de la vida futura. El pintor sagrado, por tanto, se distingue esencialmente del pintor profano, que se mantiene vinculado a las sensaciones de los sentidos y es, por ello, incapaz de dar testimonio del sentido espiritual de la realidad» (P.T. Spidlik).

Hoy, también nosotros escuchamos la invitación del Señor: «¡Venid, subamos al monte del Señor!» Subamos para sumergimos en la luz del Tabor, para contemplar la realidad transfigurada, para hacer de nuestra breve existencia una obra sagrada, un icono viviente del Señor que transfigura todas las cosas.