LADISLAUS BOROS

SOBRE LA ORACIÓN CRISTIANA

EDICIONES SÍGUEME - SALAMANCA - 1976

 

INTRODUCCIÓN

Este escrito sobre la oración cristiana es un «esbozo». No pretende ser exhaustivo, sino presentar algunos puntos de arranque tomados de la realidad diaria. Con demasiada frecuencia se ha hecho de la doctrina de la oración una colección de normas y métodos, has reflexiones aquí apuntadas intentan más bien resaltar la grandeva y la belleza de la oración. Y, para empegar, séame permitido afirmar algo que muchos ponen hoy en duda: la oración es fácil. En realidad no es tanto una actividad cuanto un estado. Al orar no necesitamos propiamente «esforzarnos», sino experimentar en nuestro interior la dinámica del Espíritu santo.

Ya el título lo indica: este escrito no trata de la oración en general, sino tan sólo de la oración cristiana. Ruego, sin embargo a mis lectores, que no saquen conclusiones indebidas de esta limitación. De ningún modo quiero poner en duda el alto valor de la «oración no cristiana». Muy al contrario. Existen numerosas obras, muchas de ellas excelentes, que se ocupan de la oración en general. Nuestra tarea es más modesta y acaso por ello más difícil. Sólo intentamos una respuesta a la siguiente pregunta: ¿en qué sentido es verdad que la oración pertenece a la esencia de cristianismo?

No utilizamos aquí la expresión «oración cristiana» para designar una determinada actividad (junto a otras actividades), sino una actitud fundamental que ha de penetrar todas las acciones del cristiano. En este sentido, la oración cristiana sería un abrirse del cristiano a Dios, esto es, aquella cualidad fundamental de nuestra vida que hace que nuestra existencia sea «abierta a Dios».

Esto requiere una breve aclaración; la humanidad de hoy, tal como ha ido evolucionando históricamente, ya no vive en una apertura universal a Dios, ya no sigue en aquella situación en la que podía sentir la cercanía de Dios en todas las cosas y acontecimientos, ya no va «mano a mana» con su creador. Se ha arrojado (dónde, cuándo y cómo, no podemos analizarlo aquí con detalle) en una situación en la que Dios ya no está presente en todos los procesos de la vida. Por ello debe el hombre «romper» su marco vital habitual para poder acercarse a Dios, al más allá.

Pero, por otro lado, la oración no surge únicamente como una necesidad. Es al mismo tiempo una bendición. El cristiano abre su existencia concreta al Dios omnipresente, aunque todavía oculto. Y así toma conciencia de que está «expuesto» a Dios en todos los rasgos de su vida.

A pesar de la mencionada dificultad de abrirse a Dios en el mundo moderno, la oración cristiana es saludable y fácil. No se trata de una imposición pesada, sino de un suave deber. Lo mismo ocurre con la amistad y el amor: debemos luchar por ellos, y sin embargo nos vienen como un regalo. En la existencia cristiana todo ocurre como un regalo. Ella misma es un don que recibimos agradecidos. Y esta recepción es aquella apertura del corazón de la que vamos a hablar.

La existencia cristiana se encuentra siempre en la misma tensión de la oración: es al mismo tiempo esfuerzo y regalo.. Por un lado se conquista, pero por otro se recibe. Necesitamos, por tanto, de una clarificación de la existencia cristiana para comprender internamente por qué la oración nos es necesaria como fundamento esencial. Por ello no quiero entrar aquí en controversias y opiniones de escuela, y tampoco voy a presentar investigaciones históricas. Los diversos apartados de este escrito royarán unas y otras, pero no son el objeto de esta exposición.

Con ello estaría esbozada claramente mi tarea aquí. Desearía mostrar cómo surge a partir de la oración la existencia cristiana. A. través del propio esfuerzo, y como don gratuito, la oración restaura aquel estado original que Dios nos asignó al principio: la cercanía de Dios. No creo que sea una arrogancia acudir interiormente a Cristo y formularle el ruego que él concedió en aquel tiempo a sus discípulos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).

 

1. Requisitos

Antes de tratar de los requisitos de la oración cristiana debemos trazar la situación de la oración hoy. Pero esto no sistemáticamente, sino en síntesis, mediante dos experiencias.

La dificultad, mencionada en la introducción, con que se encuentra hoy la oración corresponde exactamente a una situación que estamos experimentando: Dios se ha vuelto más silencioso. No quiero decir con ello que Dios no interviene con su palabra poderosa en la confusión de nuestro tiempo. Ese no es su estilo. Pero hay una cosa que todos sabemos y que a todos nos inquieta a veces de un modo indecible: Dios lo ve todo, lo oye todo, lo sabe todo... y calla. ¡Cuánto desearían aquellas personas pacíficas que, en su entrega, en la monotonía de su vida, realizan innumerables obras buenas, oír siquiera una vez la voz de Dios, reconociendo el bien y animando a los suyos! Pero Dios calla. Vidas torturadas claman pidiendo ayuda en la soledad que los oprime. Y con frecuencia Dios no da ninguna señal de su cercanía, sino que permanece mudo.

En la antigua alianza hallamos por doquier los lamentos de los que están en la prueba: «A ti clamo, Señor. Tú eres mi roca. No te desentiendas de mí, pues dejándome tú, vendría a ser como los que bajan al sepulcro» (Sal 28, 1). O también: «¿No lo ves, Señor? ¡No calles! Dios mío, no te alejes de mí!» (Sal 35, 22). Los ejemplos se podrían multiplicar.

Y un día apareció el hijo de Dios. Y sus enemigos lo acusaron, lo condenaron y lo ejecutaron. Y Dios también calló entonces. En la cruz, Cristo oraba con «gran voz». Su grito desgarrado era una señal de angustia: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mc 15. 34). Incluso entonces calló Dios. La realidad del silencio de Dios no es algo nuevo. Pero hoy parece oprimirnos más, porque en nuestro tiempo ha llegado a un punto crítico. Hoy más que nunca tienen los hombres que enfrentarse con este misterio. De ahí nace la temerosa pregunta de nuestra incapacidad: ¿Tiene acaso algún sentido todavía la oración, hablarle a un Dios que calla?

El temor ante una supuesta «ausencia de Dios», la incomprensibilidad de su silencio, que experimentamos hoy con dolor, nos hacen sentir lo que sabíamos de siempre, pero que acaso no tomábamos lo bastante en serio: que Dios está indeciblemente por encima de todo cuanto existe fuera de él y puede ser pensado fuera de él. A esta cuestión no voy a darle aún ninguna respuesta por el momento. Espero que en el curso de estas reflexiones encuentre una aclaración progresiva.

Pero hay otro hecho que se inserta también en la situación de nuestra oración: a pesar del angustioso silencio de Dios, el cristiano recibe la invitación de orar. Por muy abierta que esté la vida del cristiano a la iglesia y al mundo, por mucho bien que haga, por muchas necesidades que alivie, por muy desinteresada que sea su entrega en este mundo, si no está abierta a Dios le falta algo esencial. Por mucho que se esfuerce el cristiano, y aunque las ventanas de su existencia estén abiertas en todas direcciones, sus acciones nunca llegan a la luz, no consiguen constancia y perfil, no pueden hacer plenamente visibles su belleza y luminosidad. Todo esto sólo puede prestárselo a sus acciones la «luz de arriba», la entrega a un poder y a una dimensión supraterrenales.

El fallo está a menudo en que el cristiano, en todo su esfuerzo, por intenso y amplio que sea, permanece en sí mismo, en un espacio que, por desgracia, está cerrado precisamente para arriba, de donde no recibe ninguna luz y hacia donde no alza la mirada. En última instancia no se sabe muy bien de quién quiere dar testimonio, a quién quiere consagrar en el fondo su existencia.

Después de mencionar estas dos experiencias fundamentales (el silencio de Dios y la necesidad de la oración para el cristiano), vamos a entrar en la cuestión propiamente dicha: ¿cuál es la oración a la que Dios sólo suele responder con el silencio y a la que está llamado el cristiano? Apuntaré aquí sólo algunos «requisitos» o presupuestos de la oración cristiana.

El asombro

El «asombro» surge cuando alguien se tropieza con algo que hasta entonces no ha presenciado, que le resulta insólito, extraño y nuevo, y cuyo sentido y origen no sabe explicarse. Pero el asombro frente al hecho cristiano no es un suceso pasajero. La existencia cristiana nunca se libra del asombro, e incluso éste va creciendo en la medida que el hombre se adentra en su propia realidad cristiana. El cristiano que se avergüence de que su propia existencia nunca llega a estar en clara, debería dejar de ser cristiano. Los milagros aparecen en la Biblia como «signos» o «señales de alerta»: lo que viene con ellos no es continuación de lo que antes precedió, sino principio de un nuevo acontecimiento. Éste estado de alerta es precisamente el que debería sentir el cristiano frente a su propia existencia.

Pero los milagros son también al mismo tiempo sucesos de ayuda y consuelo. En ellos siempre tiene lugar una radical transformación salvadora del curso amenazador de las cosas. Y los milagros también son siempre promesa y anuncio de un mundo redimido, en el que ya no habrá sufrimiento, dolor ni muerte.

Pero lo más decisivamente nuevo, el milagro de todos los milagros, es Cristo mismo, cuyo encuentro y llamada no cesa de experimentar el cristiano. Aquellos a quienes les es dado asombrarse ante Cristo se convierten en algo nuevo, desconocido. ¿Cómo podría ser nunca su existencia algo corriente y familiar para ellos? Ser cristiano es siempre, por consiguiente, algo sorprendente, algo ante lo cual ha de inclinarse el hombre con asombro.

El interés

La existencia cristiana no puede quedarse, de ninguna forma, en el mero asombro o en una simple admiración. Dios, al suscitar del modo descrito el asombro y al hacer del cristiano un hombre sorprendido, al mismo tiempo lo reclama, hace de él un hombre interesado por Dios.

Con el asombro, el cristiano se «introduce» a Dios. Dios lo invade, lo toca, lo toma. Ya no hay vuelta atrás. Yo, en cuanto individuo concreto, con este carácter, con mi corazón a veces obstinado o asustado, en mi situación histórica, soy llamado personalmente por mi Dios. La existencia cristiana es, en primer lugar, la propia vida personal del individuo cristiano. Se trata de su llamada, de su elección y santificación, de su alegría y su dolor, se trata del hecho único de su corta vida y de su muerte. Ser cristiano afecta a todo el hombre.

Pero el ser cristiano no sólo exige el interés del cristiano por su propia vida privada, sino además por la cristiandad. Le afecta el juicio que hace Dios de la comunidad de los cristianos, como también le estimula la promesa que Dios ha hecho a esta comunidad. Todo cuanto ocurre o deja de ocurrir en la vida del pueblo de Dios, sea bueno o malo, le concierne, en cuanto cristiano, directamente y le afecta como cosa propia.

Y finalmente: toda la historia moderna del mundo es un tiempo de gracia de nuestro Dios. Y aunque todos los hombres se desentiendan del destino de la humanidad actual (de esta humanidad que existe hoy, europeos y africanos, americanos y asiáticos, creyentes y ateos, comunistas y anticomunistas), el cristiano no puede hacerlo, pues a él le ha tocado poder y deber entregarse a Dios íntegramente. Y este Dios dice «sí» a todo el género humano. El cristiano existe inmerso en el mundo actual, interpelado por él y preocupado por él. «Oyéndolo, sintieron compungirse sus corazones, y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿qué es lo que debemos hacer, hermanos?» (Hech 2, 37).

El compromiso

La actitud interior de asombro e interés da lugar en el cristiano a una esfera existencial de desafío. Es algo muy hermoso ser llamados así por Dios, pero también supone un compromiso muy estricto y casi temible. Es verdad que en la revelación existen también verdades «periféricas» que no constituyen tal compromiso para un cristiano, aunque tampoco carecen de su valor específico. Pero lo que obliga incondicionadamente a un cristiano es la plenitud de Dios y su llamada. El cristiano debería congregar su existencia en torno al centro de la fe, y juzgarlo todo a partir de ahí.

De ahí que, por un lado, no le esté permitido prescindir de ningún punto de la «periferia», y, por otro lado, tampoco deba constituirse a sí mismo en un «segundo centro», ni concentrar en los detalles su ansia de devoción. Tan sólo Cristo es el centro unificador de nuestra fe, y el que no recoge con él, desparrama. Llamarse cristiano en el sentido más esencial de la palabra supone realizar ambas cosas en la vida: respetarlo todo, por secundario que parezca, y al mismo tiempo sólo comprometerse con el único centro, Cristo. Todo lo demás es, a lo sumo, simple devoción (quizás bienintencionada), pero no tiene nada que ver con el núcleo del cristianismo. Sólo en este equilibrio que resulta de una fe vivida, y a veces también sufrida, con honradez, puede y debe el cristiano ser un hombre feliz. Es un hombre «satisfecho», en el sentido básico del término: ha encontrado su satisfacción. Sabe de qué se trata en la vida, qué importa en último término. Se sabe a merced de Dios, refugiado en su misericordia, escogido por él para una eterna alabanza en una felicidad sin fin. Por ello, si no en la superficie, al menos en su íntimo ser es siempre un hombre satisfecho, y un hombre que irradia satisfacción en el mundo.

La soledad

En el mundo, un cristiano vive como un solitario, y no sólo por la fuerza de las circunstancias, sino esencialmente. Y no siempre es cosa fácil sobrellevar con dignidad y alegría este aislamiento. Ser cristiano no es desde luego ser huraño, pero en el fondo es algo crítico, y un revolucionario. El que se entrega a ser cristiano debe contar con que se encontrará en medio de una minoría. Esta soledad hay que soportarla con la mayor ecuanimidad, sin dar pie al desaliento ni al despecho.

Es probable que un cristiano, precisamente por vivir como cristiano, apenas será popular nunca, sobre todo entre los llamados «hijos del mundo» y también entre los «devotos». El que se decide a ser cristiano, si lo hace en serio, debe llevar la soledad con tranquilidad y comprensión.

Pablo aludió claramente a ello. En el segundo capítulo de su primera carta a los corintios explica lo que significa llevar en nosotros el pensamiento de Cristo, haber recibido el espíritu de Dios. Este «hombre espiritual», el cristiano, es un misterio. El mundo no lo comprende. Lo cual no significa que sea superior, más inteligente, más independiente. Pero sí es capaz de juzgar al mundo, porque está enraizado en la libertad de Cristo, y ello le da un distanciamiento del mundo que ningún otro puede conseguir en el mundo, ni siquiera los más dotados. Y precisamente por este estar enraizado en Cristo, el cristiano es y será siempre un solitario.

La duda

Esta quinta condición de la oración cristiana es tanto más amenazadora cuanto que no viene de fuera, sino que se desarrolla en nuestro interior.

No debería haber ningún cristiano, sea joven o viejo, fiel o menos fiel, probado o aún no probado, que dude que él mismo es, no importa por qué motivos o hasta qué punto, un escéptico, uno que nunca deja ni dejará nunca de dudar. Antes podría poner en duda que él es un pobre pecador. Pero el cristiano no ha de desesperar a la vista de sus dudas, por radicales que sean. Sobre todo porque, en el plan salvífico de Dios, su duda forma parte de la fe, e incluso es condición de posibilidad de la fe.

La fe genuina sólo puede aparecer como duda superada. La oración del cristiano ha de ser siempre el humilde: «creo, ayuda a mi incredulidad» (Mc 9, 24). Por ello, el cristiano no debe asustarse ante las dudas de fe, y sobre todo no tomarlas como «ateísmo». Pertenecen por esencia al proceso de maduración de la existencia cristiana.

La tentacion

Toda existencia cristiana está continuamente puesta a prueba, para revelar si está construida con «oro, plata y piedras preciosas o madera, heno y paja» (1 Cor 3, 12). Lo peor sería que no se diera cuenta, o que olvidara una y otra vez, que es una empresa amenazada, en constante peligro.

Karl Barth aplicó una vez a los teólogos el célebre pasaje del libro de Amos (capítulo 5) de la siguiente Forma: Odio y aborrezco vuestras conferencias y seminarios, vuestras prédicas, disertaciones y estudios bíblicos, y no me complazco en vuestros coloquios, congresos y asambleas. Y si me ofrecéis vuestros conocimientos hermenéuticos, dogmáticos, éticos y pastorales, no los recibiré ni pondré mis ojos en vuestras cebadas víctimas. Lejos de mí la gritería que organizáis, vosotros los viejos con vuestras gruesos libros, y vosotros los jóvenes con vuestras discusiones. No prestaré oídos a las reseñas que publicáis en vuestros periódicos, revistas y gacetas.

Pero esto vale también para toda la existencia cristiana, con las debidas modificaciones. Lo más terrible sería que el cristiano no se diera cuenta, e incluso no pareciera sospechar, que su propia existencia está puesta a prueba por Dios, sin ninguna excepción. El cristiano sólo puede tener a Dios a su favor si está dispuesto a tenerlo también en contra.

La más difícil tentación de la existencia cristiana hay que buscarla quizás en el ámbito del segundo y tercer mandamientos. Al parecer no es posible librarnos del culto de nuestras ideas y de la profanación del nombre de Dios. El cristiano cae una y otra vez en la tentación prometeica de elevar sus conceptos, sus esquemas y modos de hablar hasta el trono de Dios, hasta llegar a endiosarlos. Semejante tentativa da lugar, necesariamente, a una identificación entre el verdadero Dios y aquello

que los cristianos imaginan poder afirmar sobre él. Pero Dios no puede permitir esta confusión y sólo puede estar en contra de quienes caen en ese supuesto cristianismo.

Otra tentación, bastante sutil, que parece acometer precisamente a los cristianos más destacados es la tergiversación. ¿No es deprimente comprobar cómo hasta los mayores y más reconocidos teólogos, incluso un Atanasio, o Agustín, o Tomás de Aquino, un Lutero, Calvino o Zwinglio, han dejado tras sí, junto a aportaciones de positivo valor, también rastros verdaderamente funestos? Esa es una amenaza bajo la que se encuentra siempre el cristianismo. Y ningún cristiano podría vivir sin la misericordia de Dios.

La esperanza

No quiero atenuar las palabras precedentes, ni retirar nada de ellas. Muy al contrario. Las reitero, y aun afirmo: la base de la existencia de la oración es el «a pesar de todo» de la esperanza. Ser cristiano significa proyectarse hacia un futuro que va a paso muy lento, y que se llama simplemente «cielo».

Cuanto de soledad, de duda y de tentación ha de soportar el cristiano, sabrá sobrellevarlo con valor, movido por los signos de la esperanza y por la alegría del Espíritu santo, con una actitud que finalmente hará saltar aquella cáscara superficial. En la teología medieval, alacritas, hilaritas y laetitia spiritualis (alegría, jovialidad y gozo espiritual) eran notas esenciales de la existencia cristiana.

Sin embargo, el cristianismo debe recordar siempre que su júbilo interior es el misterio del don de Dios realizado en el Gólgota: la redención del hombre del pecado, la creación de un hombre nuevo, liberado, respondiendo a la fidelidad de Dios con igual fidelidad y viviendo en paz con Dios y para su gloria. Así, y sólo así, puede el cristiano levantar también la cabeza ante Cristo. «Si hemos muerto con Cristo, tenemos confianza en que viviremos también con él» (Rom 6, 8). El juicio se cumplió ya sobre Cristo, al superar él la soledad y la tentación, que nunca cayeron de modo tan radical sobre ningún otro antes o después de él. Y él lo ha transformado todo en gracia, que es siempre promesa, revelación de la esperanza.

El silencio

Todos estamos de algún modo atados. Ninguno de nosotros es del todo dúctil y flexible en las manos de Dios. Por ello debemos implorarle: Señor, no pases de largo, no te vayas hasta que me haya dado cuenta de tu llegada. Señor, no dejes de llamar a mi puerta, golpea una y otra vez hasta que te abra.

Esa es la actitud de un hombre dispuesto. Todo su ser es un «sí» a Dios, en silencio. Los hombres más fecundos y arrebatadores son siempre los más callados, aquellos que han aprendido a escuchar a Dios.

A lo más íntimo de la existencia cristiana no se llega cuando se habla, sino sólo cuando se calla. Cuando el hombre se recoge, cuando su corazón se abre y se manifiesta en él la presencia del Espíritu. Pero este estar callado hay que aprenderlo. Debemos alzarnos contra el interminable parloteo que se extiende por el mundo. Pero el ruido exterior sólo es una cara del problema, y quizá ni siquiera sea la peor. La otra cara es la agitación interior: el revuelo de los pensamientos, el torbellino de los sentidos, los temores y deseos. Una vida bien ordenada ha de incluir el ejercicio de aprender a callar. Hay que empezar por cerrar la boca siempre que lo requieran el deber profesional, la confianza de otras personas o el respeto a las vidas ajenas. Pero eso sólo es el comienzo: deberíamos acostumbrarnos a callar incluso cuando podríamos hablar, esforzarnos en superar las ganas de hablar. ¡Cuántas cosas superficiales decimos a lo largo del día, y cuántas tonterías! Debemos comprender que el silencio es bello, que no es algo vacío, sino fecundo y auténtico.

Pero eso aún no lo es todo. El silencio exterior no basta. Debemos adquirir el silencio interior, la callada atención ante una cuestión importante, ante una tarea seria, ante el pensamiento de una persona allegada. Así descubriremos que existe un mundo interior en el hombre y que es posible profundizar cada vez más en él.

Y finalmente, el silencio ante Dios. Ante él, que lo supera todo, que rebasa toda capacidad de nuestra mente y de nuestro sentir, todas las ideas enmudecen.

«El Señor está en su santo templo. Calle ante él toda la tierra», nos exhorta el profeta (Hab 2, 20). «Silencio ante Yahvé, el Señor. Pues está cerca el día de Yahvé» (Sof 1, 7). «Oídme, islas, en silencio. Renovad, ¡oh pueblos! vuestras fuerzas» (Is 41, 1). «Calle toda carne ante Yahvé, que se ha alzado de su santa morada» (Zac 2, 17). Así anunciaban los profetas la venida del redentor. Y cuando por fin apareció Cristo, ocurrió en medio de la noche, en silencio, ante la adoración de los pastores.

También la prometida eternidad ha de estar llena de un eterno descanso (Heb 3, 7-4, 11), que desde luego no hemos de tomar como «inactividad», sino «posesión de la plenitud y gozo en silencio».

Aún se podrían decir más cosas, algunas importantes, sobre al silencio en cuanto «acto de oración» especial. Pero aquí nos toca esbozar los rasgos de actitud interior que son necesarios para que surja la oración expresa.

Así queda resumido el fundamento de existencia cristiana del que nace la oración: nuestra oración cristiana es suscitada por el asombro y el interés; trae consigo el compromiso y la soledad; ha de arrostrar la duda y la tentación; pero en ella brilla siempre la esperanza y el silencio.

Estas llamadas «condiciones de posibilidad» de la oración cristiana se dan en toda oración que se realice al modo cristiano, aunque en la oración concreta unas veces sobresale uno de los requisitos, y otras veces otro, presentándose todos con diversos matices a la conciencia de cada cristiano que ora.

Una cosa al menos ha de quedar clara: la estructura de nuestra existencia está circundada por el misterio. No por la oscuridad, sino por una luz cuyo resplandor ciega nuestros ojos y hace enmudecer nuestra boca. En este sentido se podrían analizar dos sentencias de Tomás de Aquino aplicándolas a la oración, pero no me detendré en comentarlas, sino que las propondré simplemente a una callada consideración:

El escalón más elevado de toda la creación lo ocupa el alma humana. Hacia ella tiende la materia como hacia su forma. El hombre es la meta de toda la creación (Summa contra gentes, 3, 22)...

Dios es venerado mediante el silencio. No porque no tengamos nada que saber o decir sobre él, sino porque sabemos que somos impotentes para comprenderlo» (De Trinitate 2, 1 ad 6).

2. Apertura a Dios

Hemos intentado caracterizar la oración cristiana como una «apertura del cristiano a Dios», como aquella cualidad fundamental que hace que nuestra existencia esté «abierta a Dios» en todas sus dimensiones.

Pero ¿qué significa este «yo» del que hablamos? Seamos plenamente sinceros aquí, especialmente al comienzo de nuestras reflexiones sobre la oración. En lo profundo de este «yo» que quisiera estar abierto a Dios, dominan en primer lugar los impulsos, el ansia de poder, el deseo de estima, la sed de placer, el miedo, la frustración. El hombre, en sus más hondos niveles, sólo parece ser a veces un caos evidente, en el que él mismo sólo sería últimamente el punto de intersección de oscuras tendencias. ¿Sabe el hombre de hoy sobre sí mismo otra cosa sino que su propia existencia es un interrogante, una incógnita que quizá no tiene aclaración? Esto y muchas cosas más se podrían decir cuando nos ponemos a hablar de los tenebrosos misterios de nuestra alma.

¿Hasta qué punto es semejante existencia capaz de la oración? Para este hombre, y para ningún otro, tiene valor la advertencia del Señor: «debéis orar siempre y no desfallecer jamás» (Lc 18, 1), que Pablo nos ha transmitido como: «orad sin cesar» (1 Tes 5, 17).

La oración originaria

La base de toda oración concreta es la presencia del Espíritu santo en el alma humana. En la carta a los Romanos, Pablo dice que el Espíritu santo ora incesantemente en nuestro interior con palabras inenarrables (cf. Rom 8, 26-27; 8, 15-18; Gal 4, 6; Cor 3, 16; 2, 10-13; Rom 5, 5).

Por ello se puede y se debe decir que nuestra propia existencia ora sin parar. Toda oración concreta, toda apertura a Dios, es tan sólo una manifestación articulada de esta oración originaria. Y por ello es infinitamente valiosa y fecunda toda oración. Incluso nuestro torpe balbuceo, nuestro esfuerzo desmoralizado por las dificultades. El Espíritu santo es la comunidad personal con Dios, o, expresado en términos humanos, su eterno diálogo consigo mismo. Este «diálogo de Dios» es, en el estado de gracia santificante, la realidad más real de nuestro ser. El ser cristiano es un ser orante por esencia.

A menudo sólo nos damos cuenta de que esta oración originaria está realmente viva en nosotros gracias a la inquietud del corazón, que nos impulsa continuamente hacia Dios. Con frecuencia opera en nosotros un sentimiento de insatisfacción, de descontento y decepción ante lo ya alcanzado. Entre Dios y nosotros sólo se alza una delgada pared. Y en ocasiones se rompe: de repente está Dios ahí, se acerca a nosotros y desaparece de nuevo. Como Cristo resucitado en el camino de Emaús.

En la realidad de la que vengo hablando, faltan a menudo el pensamiento y el sentimiento expresos. Y cuando se dejan sentir, tales experiencias pertenecen claramente al terreno de la mística. En mi opinión, la mística tiene lugar en toda existencia cristiana vivida con seriedad. Lo que quiero decir con ello es: la forma mística de la oración es, esencialmente, una consecuencia de la vida cristiana. Es cierto que esto no trae consigo necesariamente la conciencia expresa de que se es un místico,

pero, en el sentido apuntado, que desarrollaremos al final de este apartado, en todo cristiano está viva una gracia, que puede, y aún debe, hacerse operante en cada fase de desarrollo de la oración originaria.

Teresa de Avila escribió, a propósito de esto, en su Camino de perfección:

Conozco a muchas personas que rezan en voz alta y a quienes Dios ha elevado a una alta contemplación, sin que ellas sepan cómo. Conozco a alguien que nunca ha orado de otro modo. Y cuando no rezaba oralmente, su espíritu divagaba de tal forma que era un tormento. ¡Ojalá todos tuviéramos una oración interior tan perfecta como la oración vocal de este hombre! El mismo estaba desesperado un día porque no era capaz de rezar en silencio. Le pedí que recitara una oración, y me di cuenta de que, mientras pronunciaba el padrenuestro, había llegado a una oración puramente contemplativa.

La oración esencial

El segundo paso, que podríamos llamar la oración esencial, no es otra cosa que la conciencia de la oración originaria, el darse cuenta del Espíritu santo que habla en nosotros. Es un abrirse en silencio a su presencia activa. Se podría practicar esta oración varias veces al día deteniéndose durante un momento; no hay que decir nada, simplemente hacer descansar la mirada en Dios. Se trata sólo de que el hombre esté ante Dios: es un saberse cobijado en su presencia, una adoración jubilosa en la proximidad de Dios. Se escucha manar la fuente de la que brota toda vida. Y es también ya una visión profética de lo que habrá de ser algún día.

Este breve detenerse y abrirse en silencio a Dios debería constituir el ejercicio inicial de toda oración. Habrá de realizarse sin esfuerzo, y en las más diversas circunstancias de la vida diaria: en el trabajo, en el estudio, en el descanso, al viajar, al divertirse, hasta en los momentos más cotidianos y triviales. Dios está simplemente allí, como la luz que ilumina los objetos, como el aire que respiramos. Y notaremos de repente que ya no necesitamos ninguna otra introducción a la oración, sino que hemos entrado en oración real de un modo fácil y natural. Además, incluso los hechos más banales de nuestra vida diaria pueden ser transformados en una oración así. Karl Rahner trató en sus meditaciones teológicas sobre las «cosas cotidianas» y sobre los misterios que se encierran en el simple transcurso de la vida diaria: al trabajar, al andar, al estar sentado, al mirar, al reír, al comer, al dormir. Con ello ha abierto de nuevo un antiguo tema de la teología, adaptándolo a las circunstancias modernas. Al final habla de la experiencia de la gracia en la vida diaria:

¿Nos hemos callado alguna vez cuando se nos ha tratado mal y queríamos defendernos? ¿hemos perdonado alguna vez a pesar de que no ganaríamos nada con ello y de que se tomaría nuestro silencio como una cosa lógica? ¿hemos escuchado alguna vez, no porque no tuviéramos más remedio y para no ser desagradables, sino por amor a aquel ser misterioso, silencioso e inefable que llamamos Dios? ¿nos hemos sacrificado alguna vez, sin recibir las gracias, el reconocimiento, y ni siquiera el sentimiento de satisfacción interna? ¿estuvimos alguna vez tranquilos estando solos ? ¿nos hemos decidido alguna vez a algo obedeciendo puramente al estímulo de la conciencia, cuando nadie podía saberlo ni podíamos decírselo a nadie, cuando estábamos totalmente solos y sabíamos que tomábamos una decisión que ningún otro podía tomar por nosotros, y de la que tendríamos que responder para siempre? ¿hemos intentado amar a Dios en los momentos en que no nos impulsaba ninguna ola de entusiasmo, en los momentos en que no podíamos confundir con Dios nuestro estado de ánimo? ¿hemos intentado amar a Dios cuando ese amor se nos presentaba como la muerte y la abnegación más absoluta, cuando uno creía estar al parecer en el vacío y en un mundo completamente extraño, cuando el amor a Dios nos parecía un salto mortal en el vacío, cuando todo se nos presentaba incomprensible y sin sentido? ¿hemos cumplido alguna vez una obligación cuando al parecer sólo podíamos hacerlo con un terrible sentimiento de estar negándonos y borrándonos a nosotros mismos, cuando ello suponía al parecer realizar una solemne tontería que nadie nos la iba a agradecer? ¿fuimos alguna vez buenos con alguien cuando no esperábamos ningún eco de agradecimiento y comprensión, y tampoco sentíamos la satisfacción de haber sido generosos, considerados, etc?... ¡Busquemos la experiencia de la gracia en la reflexión sobre nuestra propia vida!

El que considera su vida diaria en el marco de la eternidad, que llevamos ya con nosotros, notará enseguida que incluso las cosas pequeñas son mensajeros de la eternidad y tienen una indecible profundidad. Cuando realizamos esa experiencia, como dice Karl Rahner sin cesar, ya hemos experimentado de hecho lo sobrenatural y ya está actuando en nosotros el Espíritu santo.

Aún hoy, acaso más que nunca, tiene valor el intento de Romano Guardini por considerar los «símbolos sagrados» como formación litúrgica. El camino de la vida litúrgica no discurre por la mera teoría, sino ante todo por la acción. «Acción» es algo elemental, algo en lo cual se manifiesta el hombre entero. Ha de ser una realidad viva, un experimentar, coger y contemplar. Guardini reflexionó, en breves análisis, sobre los misterios que se esconden en los símbolos más sencillos de la liturgia: en el signo de la cruz, en la mano, en el cirio, en la llama, en el cáliz, en las campanas y en otros más. Recomiendo ese breve estudio, a pesar de su carácter incompleto, pues la idea sigue teniendo valor y porque no encuentro en la literatura litúrgica que ha aparecido hasta ahora nada que interprete y exponga mejor los «símbolos sagrados».

Para completar esto, o mejor, para aclararlo, quiero presentar la leyenda del «danzarín de nuestra Señora», de la colección de relatos devotos del siglo xiii titulada Vida de los padres. Narraré brevemente la leyenda:

Un juglar había estado recorriendo el mundo durante muchos años, yendo de un lado para otro, sin poder hallar sosiego, de modo que al final todo cuanto encontraba le dejaba insatisfecho. Entonces decidió abandonar la vida del siglo y acudió al monasterio que lleva el nombre de Claraval. Allí lo recibió amablemente el abad y lo aceptó en la comunidad de los hermanos. Al poco tiempo de estar en este lugar, echó de ver que no tenía ninguna habilidad que pudiera ejercer allí. No había aprendido a leer, no sabía cantar el padrenuestro, o el credo o las oraciones del coro. Y en el monasterio no podía aprovechar sus artes como danzarín y prestidigitador.

Pero un día que estaba muy apenado, mientras los frailes estaban cantando en el coro, se puso ante una imagen de la virgen y, postrándose humildemente, dijo: «Noble Señora, entrego a tu servicio mi cuerpo y mi alma. No desprecies lo único que sé hacer. No soy capaz de honrarte con himnos y cánticos como los hermanos. Por eso haré como los corderitos que brincan ante su madre. ¡Oh dulce Señora! Baja tus ojos a tu siervo».

Y entonces empezó su representación, con ágiles y graciosos saltos, a la derecha y a la izquierda, ya a lo alto ya a lo largo. Así sirvió el juglar a María día tras día, y esto colmó de tal forma su corazón que no pensaba ni deseaba otra cosa. El sólo temía que se descubriera su secreto, pues entonces creía que lo echarían del monasterio. Una vez vino el abad con un fraile a la cripta donde brincaba el juglar y, viéndolo, se ocultaron cerca del altar para observarlo sin ser vistos. Contemplaron las evoluciones, saltos e inclinaciones que hacía ante la imagen de la virgen, hasta que sus miembros ya no le obedecían y caía agotado al suelo. Pero mientras yacía así en tierra notaron cómo desde la bóveda descendía una figura maravillosa. Era tan bella como nunca persona alguna pudo imaginar. La acompañaban un séquito de ángeles y arcángeles, que bajaban a aliviar y confortar al juglar, en tanto que ella lo bendecía, y se volvía una y otra vez hacia él, cuando ya se marchaba, con amable semblante.

Esto lo presenciaron el abad y el otro fraile muchas veces, y sus corazones se llenaron de alegría ante semejante milagro. Pero el juglar se iba agotando con ello de tal forma que al cabo de algunos años perdió la fuerza de sus miembros y finalmente hubo de recluirse en el lecho para morir. Mas cuando su alma se separó del cuerpo, la recibió nuestra Señora en sus brazos. Los ángeles la alzaron junto con el alma del juglar, a la vista de todos los frailes, y la llevaron al cielo. Los frailes dieron sepultura al cuerpo con grandes honores en el claustro del monasterio. Y su tumba fue venerada durante mucho tiempo como un lugar sagrado.

Esta leyenda nos enseña mucho más sobre la «oración esencial» que las más brillantes disquisiciones. Lo que «cuenta» verdadera y realmente en la oración no son las palabras, ni las formas y métodos de hacerla, sino la entrega y pureza de corazón. Entonces, cualquiera acción, incluso la danza, se puede convertir en oración.

La oración vocal

En la siguiente etapa, la presencia callada ante Dios se desarrolla en un hablar sencillo, en la oración vocal. Con ello se robustecen nuestras emociones interiores. Pero una cosa hay que observar: lo dicho es siempre más pobre y más árido que lo sentido. Al avanzar desde la oración esencial hacia la vocal, comprobamos que las palabras son insuficientes e inferiores.

Acaso la expresión más bella de oración oral sea la fórmula que hallamos en los Relatos de un peregrino ruso: «Señor Jesús, compadécete de mí». Esta forma de oración es tan simple que aun el peor orante puede cultivarla, pero al mismo tiempo es tan profunda que puede conducirnos hasta las cimas de la vida contemplativa.

Lo mismo se puede decir del rezo del rosario. Pero contra él existe un cierto prejuicio entre muchos cristianos de hoy. En mi opinión, esta aversión se debe a un malentendido. El «elemento material» tan sólo proporciona un espacio sagrado en el que se entra para orar. Las palabras del avemaría, repetidas una y otra vez hacen que nos detengamos y que nuestras fuerzas espirituales queden libres para poder contemplar la figura y la vida de Jesús. Es muy posible llegar desde el simple rosario hasta una verdadera contemplación.

Pero no deberían considerarse siempre los mismos «misterios», ya preestablecidos, al rezar el rosario. Con frecuencia es muy útil que uno mismo formule para sí los misterios de la vida de Jesús, tan abundante en material. Por ejemplo: «Tú que le devolviste a una pobre viuda de Naim su hijo único...», «tú que tanto gustabas de estar con tus amigos...», «tú que en las bodas de Cana sacaste vino del agua...», y otros muchos más posibles.

Pero no es indispensable que sean precisamente oraciones lo que pronunciemos oralmente para abrirnos a la presencia de Dios. También pueden servir, por ejemplo, textos de la sagrada Escritura, como el Magníficat de María, la oración de Zacarías o la del anciano Simeón. Igualmente se pueden usar otros textos bíblicos para la oración oral, tales como la resurrección del amigo de Jesús, Lázaro, el prólogo del evangelio de Juan, o cualquier otro pasaje que haya conmovido especialmente nuestro espíritu.

También son útiles los escritos y oraciones de personas especialmente dotadas, que se pueden hallar fácilmente en diversas colecciones. Ahí encontraremos grandes tesoros espirituales, que, ya que vivimos en la comunión de los santos, podemos apropiarnos y asimilarlos con gran provecho. Pero por encima de todas las otras oraciones vocales está aquélla que el mismo Jesús nos enseñó, el padrenuestro.

Debemos esforzarnos en pronunciar lentamente la oración vocal. Hasta la más simple oración se carga de sentido si hacemos una pausa tras cada palabra o después de cada pensamiento, para dejar que el texto actúe sobre nosotros. Este ejercicio de la oración vocal reposada nos conduce por sí mismo al cuarto estadio de la oración: la meditación.

La oración de meditación

Esta forma de oración, como también todas las otras formas, es una actividad del todo personal. Es cierto que hay determinados estilos y métodos de meditación, pero cada persona debe escoger el que le resulte más adecuado. Lo esencial es para mí lo siguiente: en la meditación se recoge el hombre sobre su centro interior dejando de lado la vida exterior con todas sus preocupaciones y futilidades. Más allá de todos los sistemas, escuelas y opiniones, el hombre descubre de nuevo el sentido de la vida, recoge el interior de las cosas y se siente unido a ellas. Incluso en lo imperceptible encuentra un misterio, y se fija en las cosas más pequeñas. Adivina que todo lo conseguido y alcanzado carece, en el fondo, de importancia. Sólo lo único y necesario cuenta realmente.

Pero hay que notar que la apertura interior al absoluto se realiza en una existencia abierta interiormente, de ahí que el asombro, la duda y la tentación sean también elementos esenciales de la meditación. También el hombre que medita ve consumarse su vida en la inseguridad. Toda la multitud de cosas se reduce finalmente a una correcta meditación sobre nuestra actitud para con Cristo. Pienso que va descaminada una meditación en la que no se dirige uno nunca familiarmente a Cristo. Pero cuando esto último se ha conseguido hay que callar: estamos por fin con el Señor.

La finalidad de la meditación es desarrollar, según las propias fuerzas interiores, lo contenido ya en las etapas anteriores de la oración, y llenar de Dios la existencia. La meditación produce una completa transformación del pensamiento, de la voluntad, del modo de valorar las cosas, y de los sentimientos. En ella nace la «conciencia cristiana».

Pero preguntémonos ahora en concreto: ¿cómo debemos meditar? De los distintos tipos de meditación expuestos por las diversas «escuelas de oración», analizaré aquí una «forma fundamental» que es común a todos.

a) Preparación

Es quizás lo más importante en la meditación. Si es posible, se debe meditar por la mañana. Ya sé muy bien que la meditación de la mañana es mucho más difícil que la de la tarde. Nuestro ser no está aún «en forma», y nos encontramos pesados y torpes. Pero estos inconvenientes están de sobra compensados, si se los compara con los de la meditación de la tarde. Por la tarde, los pensamientos corren como por sí mismos, y se siente una facilidad engañosa: creemos haber llegado al fondo cuando, con frecuencia, sólo hemos experimentado el juego armónico de las ideas y los sentimientos. La indigencia interior de la oración matutina, hecha con perseverancia y fidelidad, se transforma en una mayor profundidad de la oración: en ella aprendemos la sencillez, la perseverancia, la concentración en lo esencial. Pero la preparación de la meditación conviene hacerla por la tarde.

Se escoge un texto adecuado y se ordena la «materia», fijándola en unos puntos. Lo mismo puede ser un suceso de la vida de Jesús, que un dicho suyo, o incluso un discurso, o algo de las epístolas de los apóstoles. Inmediatamente antes de dormirse, se repasa mentalmente la materia preparada. Sin hacer esfuerzo, de otro modo no conseguiríamos dormirnos, sino suavemente y por encima. Entramos en el sueño con el hecho o la verdad sagrados en la mente, y así las fuerzas e imágenes inconscientes del alma se congregan en torno a lo sagrado. Aunque bien puede ocurrir lo que describe Charles Péguy en El misterio de los santos inocentes: que revolvamos los puntos de la meditación. Al dormirnos somos todos como niños:

Nada hay tan bello, dice Dios, como un niño cuando se duerme. Yo os lo digo, nada hay tan bello en el mundo. Y eso que he visto muchas cosas bellas. Yo me entiendo. No conozco nada más hermoso en el mundo que un pequeño al dormirse en la cama sonriendo a los ángeles mientras viene el sueño. Todo lo revuelve y ya no entiende nada. E invierte las palabras del padrenuestro, unas en lugar de otras, confundiéndolas con las del avemaría, mientras que un velo se extiende sobre sus párpados, el velo de la noche sobre su mirada y sobre su voz. Yo he visto los mayores santos, dice Dios. Pues bien, yo os digo que nunca he visto nada tan agradable y no conozco nada más bello en el mundo... Y este es un punto en el que también la madre de Dios es enteramente de mi opinión. Y puedo decir que es el único punto en que ambos tenemos la misma opinión. Porque la mayoría de las veces somos de distinta opinión, pues ella siempre está en favor de la misericordia y yo me veo obligado a defender la justicia.

En consecuencia: se debe llevar la materia de la meditación en la mente hasta que venga el sueño, para que siga actuando en ella latentemente. A la mañana siguiente viene la meditación propiamente dicha. A ser posible, hay que realizarla en completa tranquilidad, y antes de cualquier otra actividad. Ignacio de Loyola opinaba que un cuarto de hora de meditación al día sería suficiente para un cristiano serio. Lo importante es que la duración de la meditación esté fijada de antemano. No debemos acortarla en tiempos de vacío interior, y tampoco alargarla en épocas de exaltación interior. Como cristianos, debemos ser libres en nuestra oración y no dejarnos influenciar por los caprichos del momento presente.

Los cuatro puntos siguientes son comunes a todos los tipos de meditación.

b) Recogimiento ante Dios

Todo el hombre, tanto exterior como interiormente, se coloca en un lugar en que pueda suprimir realmente el ruido exterior e intentar hacerse presente a Dios. Este recogimiento hace posible que nada ni nadie se interponga ya entre el hombre y Dios. No importa que este momento de recogimiento deba prolongarse y quizás incluso ocupar la mayor parte del tiempo de la meditación. Este será también una magnifica meditación.

c) Introducción

Una vez realizado este recogimiento interior, podemos empezar leyendo todo el texto, procurando representárnoslo lo más vivamente posible, si se trata de un hecho. Debemos imaginárnoslo todo como si realmente hubiéramos estado «allí». A continuación reflexionamos sobre lo leído, considerando los motivos, buscando el por qué y el para qué, y tratamos de compararlos con nuestros propios motivos al actuar y hablar, sacando las oportunas consecuencias.

Al mismo tiempo irán surgiendo los sentimientos. Sentiremos adhesión, o deseos, o satisfacción, o arrepentimiento. Pero hay que tener en cuenta que no es preciso recorrer todo el texto preparado. La meditación no son unos «deberes». Si nos sentimos especialmente movidos por un pasaje, una expresión, un suceso, debemos detenernos tranquilamente, contemplándolo sin prisas. En la meditación se trata de asimilar interiormente la verdad de Dios, de apropiárnosla con fe.

d) Coloquio

Al final de la meditación, las ideas, reflexiones y decisiones deben dejar de ocupar nuestra atención, para volvernos, sin violencia, hacia la persona de Cristo y tratar con él sobre lo que hemos meditado, de modo que vayamos asumiendo en nosotros la experiencia interior de nuestra participación en Cristo.

e) Oración final

Finalmente ponemos término a la meditación con una oración, recitada, a ser posible, despacio y mentalmente. Tal puede ser un simple «amén», o la señal de la cruz, o un padrenuestro, o también una oración propia. Y al salir del lugar de la meditación, nos decimos mentalmente: ahora empieza otra cosa. La meditación no debe ser prolongada a través de las cosas del día, sino que hay que empezarla y acabarla dentro de sus límites.

Cristo ha venido a nosotros y nos ha enseñado a ver correctamente el mundo. Como hijo de Dios, él conoció a Dios como ningún otro. Y como hijo del hombre supo más que nadie sobre el mundo y sobre la vida humana. Así pudo trazar él el intrépido puente entre ambas orillas, entre Dios y el hombre, como pontífice. El vio el mundo de nuevo como imagen de Dios. Pues también el cristiano está colocado entre ambos mundos, como mediador, en la meditación. Por ello, la oración del cristiano es algo más que un simple ejercicio de devoción. Es una actividad que posee dimensiones cósmicas: en su oración, el cristiano celebra la «liturgia cósmica».

ha oración de la simplicidad

Si se practica correctamente la oración de meditación, antes o después surge la tendencia a simplificarla. Las reflexiones, los sentimientos y las ideas disminuyen en número, pero crecen en profundidad y fecundidad. A esta etapa de la oración la llamaría «oración de simplicidad». Cuanto más experimentamos lo «inefable» e «impensable» de Dios, tanto más se reduce nuestra oración hacia el silencio. Este silencio es la más alta actividad del que ora. El hombre resume toda su existencia en un «sí». Y este «ejercicio» se introduce en toda nuestra vida. La apertura a lo definitivo coincide con un enmudecer ante el misterio.

Sólo ocasionalmente resuena aún, en voz baja, una única palabra, apenas perceptible: sí. Esta palabra anticipa ya lo que el hombre ha de pronunciar en el momento de su muerte, y en ella está ya contenida toda su eternidad.

Los místicos llaman con frecuencia a Dios «el sin nombre». Y lo que eran capaces de expresar además de eso eran las «palabras» de su propia expectación ante Dios. Esta expectación muestra todo lo que era para ellos este «sin nombre».

En esta oración de simplicidad, la existencia entera se concentra en un punto único en el que todo confluye y se une. A veces llaman los que oran a este punto «la punta del alma», otras veces también «el centro del alma», o «el fondo del alma». Para mí es sencillamente imposible decir nada más sobre la oración de simplicidad. Ya Platón aludió a ello cuando se lamentó: «no hay manera de expresar lo decisivo».

La oración mística

Para acabar, trataré brevemente sobre la oración mística, y expondré mi opinión. Debo subrayar con gran insistencia que el cristiano en cuanto cristiano (e incluso podríamos decir el hombre en cuanto hombre) sólo alcanza su perfección y sólo se realiza a sí mismo en la mística. El «hombre no místico» vive una vida de apariencias en un mundo de apariencias. La mística no es una huida de las imágenes y representaciones, sino su transformación. Sí, incluso se podría decir que el conocimiento místico es la perfección del conocimiento como tal. La definición de mística como «experiencia de la unión con Dios» no es sólo lógicamente consecuente, sino también iluminadora. El camino del místico es el camino hacia la culminación de la existencia humana.

Con ello, la oración mística no sería un paso más allá de los otros ejercicios de oración: en cada etapa de la oración se puede realizar la mística. En consecuencia hay también una mística específica propia de cada edad, e incluso (o sobre todo) de la infancia. En ese sentido habría que interpretar quizás las palabras de Jesús sobre los niños, dándole un sentido propio al «hacerse como niños».

La mística no significa otra cosa que la transformación de toda nuestra concepción del mundo. Para el místico, lo espiritual es el verdadero ser. Para el hombre corriente, lo material se presenta como el verdadero ser. Por consiguiente, ser místico significa transformar nuestra visión corriente. Quizás no tanto en su esencia, cuanto en su «gusto», en su escala de valores. El hombre alcanza en su vida una concordancia completa con el mundo y consigo mismo, siendo la mística la culminación del poder ser del hombre.

La perfección en la oración significa fundamentalmente estar determinado por el modo de pensar y de ser de Dios, aun en medio de las tribulaciones de la vida. Esta es, y sólo ésta, la victoria del cristiano sobre el mundo. Una brillante victoria. Pero una victoria en el abismo de la contingencia humana.

3. Actos fundamentales

Si queremos ahora clasificar la oración cristiana según su valor y significación, debemos hallar ante todo una norma para tal división. La norma suprema en la vida humana la veo yo en el desinterés. Esta idea puede parecer chocante a primera vista. Sin embargo, la vida diaria la experimentamos de ordinario como una lucha de intereses. Con frecuencia, no nos relacionamos con los demás con una simple disposición, sino que siempre «queremos» algo: hacer buena impresión, ser envidiados, conseguir ventajas, prosperar. Rara vez tiene lugar un modo simple de tratarnos, en que se realice lo específico de las relaciones humanas.

Y un buen número de las relaciones humanas se basan en la dependencia y la finalidad, de modo que es no sólo justo, sino simplemente necesario que intentemos conseguir con ellas lo que necesitamos, y debemos tomar conciencia de ello. Esto debería inculcarnos una gran modestia, haciéndonos conscientes de nuestra contingencia.

Pero existe también otro tipo de relación interpersonal, que se basa en un encuentro abierto de hombre a hombre. Cuando entonces dominan el interés y la finalidad, todo se echa a perder. Hay que dejar los intereses propios a un lado siempre que queremos realizar las relaciones esencialmente humanas de un «yo» con un «tú». Sólo a partir del desinterés es posible la grandeza del hombre, la verdadera amistad, el amor auténtico, la ayuda sincera en la necesidad. La fuerza de la personalidad es tanto mayor cuanto menos intereses hay en juego.

Esta «fuerza de la persona» proviene de la autenticidad de la vida, de la verdad del pensamiento, de la claridad de la voluntad y del sentimiento, de la pureza de intención. El santo es quizás aquél en quien el «verdadero yo» se ha liberado, superando al «falso yo», que trata siempre de sacar provecho de todo y sólo quiere dominar, gozar e imponerse a los demás. El santo está ahí sin imponerse, es fuerte sin esforzarse, ya no tiene miedo, sino que irradia.

Para decirlo llanamente: en el desinterés, el hombre se abre a Dios. Se convierte en «puerta» por la que el poder de Dios entra en el mundo. Cuando actúa, no está vuelto hacia sí mismo, no pretende hacerse valer sólo a sí mismo, ni busca sus propios intereses, sino que se interesa sencillamente por los demás.

Ese es quizás también el secreto de la creatividad divina: Dios mismo nos ha creado por puro desinterés, por la alegría de ser. Y también la historia del mundo la guía de ese modo. Su providencia no conoce intereses, sino que es la sabiduría divina que sostiene la bóveda del universo. Esta sabiduría hace que las cosas no se resuelvan en un tumulto caótico, sino que nuestro mundo sea realmente un «cosmos», ordenado y con sentido.

De estas reflexiones se deduce que el auténtico ser se realiza en el desinterés. Y también debemos aplicar la norma del desinterés a la oración cristiana. Al hacerlo, resultan los siguientes grados de oración: adoración, alabanza, acción de gracias y súplica.

Adoración

En la adoración, el hombre se inclina ante la grandeza de Dios. Y ello especialmente en el marco de la oración.

Y no sólo hasta un cierto grado, sino total y definitivamente. Entonces empezamos a vislumbrar lo que significa la palabra «Dios», que pronunciamos con tanta frecuencia y a veces tan a la ligera: lo que sencillamente es sin poder dejar de ser, el Dios vivo. Y este Dios no necesita de nada. Dios lo es todo en sí mismo: vida, verdad y amor. Si faltara el mundo, en el fondo no faltaría nada esencial. Habría Dios, y eso sería del todo suficiente.

Pero en la aceptación humilde de nuestra condición de criaturas se abre ante nosotros un mundo completamente nuevo; entonces observamos que todo vive como idea e imagen de Dios. Llevamos en nosotros el esplendor de la divinidad, simplemente por haber sido creados.

Y con este esplendor albergamos también en nosotros la dignidad de Dios.

Por consiguiente, la adoración no significa únicamente inclinarse ante la grandeza de Dios, sino también entregarse con alegría interior a la dignidad de Dios, como lo expresa la gran visión del Apocalipsis: los veinticuatro ancianos, los últimos representantes de la humanidad, deponen sus coronas ante aquel que está sentado en el trono e, inclinándose, proclaman: «Digno eres, Señor Dios nuestro, de recibir la alabanza, el honor y el poder» (Ap 4, 11).

Tal adoración es el fundamento y la esencia de toda sabiduría: que Dios es Dios, y el hombre es hombre.

Y es también garantía de nuestra salud espiritual. Pero podemos preguntarnos: ¿cómo puede enfermar el espíritu? Romano Guardini hace, a este respecto, unas observaciones muy acertadas:

Enfermedad del espíritu no es lo que vulgarmente se entiende como tal. Eso es enfermedad de los nervios, o del ánimo. Una enfermedad del espíritu en cuanto tal sólo puede venir de allí de donde procede su salud: de la verdad y la justicia. El espíritu enferma cuando se aparta de la verdad; entonces se pone en peligro, pero se recupera por el arrepentimiento, y se restablece al recuperar la buena voluntad. En cambio, cuando se opone a la verdad, cuando no quiere saber nada más de ella, despreciándola y usándola como instrumento para sus propios fines, cuando la verdad ya no es para el espíritu lo serio e importante que debe ser, entonces el espíritu está enfermo, pero no necesariamente en el sentido corriente del término. Puede incluso parecer inteligente y eficaz, pero sus órdenes están trastorcados, la escala de valores con que juzga las cosas está invertida. Ya no ve lo que es un medio y lo que es un fin. Ya no diferencia la meta y el camino. Ya no tiene la seguridad de la rectitud interior. No encuentra ya respuesta a las últimas cuestiones del por qué y del para qué. Y eso le afecta a todo su ser. ¿Y qué tiene que ver esto con la adoración? Mucho, porque el hombre que adora a Dios no se desvía nunca del todo de su buen funcionamiento. El que adora a Dios, interiormente y también, en cuanto puede, expresamente, está protegido por la verdad. Por muchos errores que cometa, por desorientado y turbado que se sienta, la dirección y el orden de su ser están seguros en última instancia.

Peter Lippert, un hombre que encontraba formulaciones muy acertadas para los temas que trataba, aludió una vez a la fuente existencial de la adoración, dándole el nombre de «sed de ser». Trató sobre ello en una oración:

Me agarro al ser porque lo veo amenazado, porque no está fijo en mí como tu ser descansa en tu necesidad, seguro y fuera de peligro. Tú puedes estar realmente tranquilo. ¡Qué grandioso sería ser como tú, tan firme, tan seguro, tan inagotable, tan fecundo! Pero yo soy miserable; en mí, el ser está siempre amenazado por un odioso ladrón, la muerte. El poquito de ser que tengo se me hace pesado por el sufrimiento, el miedo, las preocupaciones, el cansancio, la enfermedad, la debilidad.

Pero querría tener y gozar del ser con incontenible fuerza, gritar de júbilo de tanto ser... Quisiera ser un grito de victoria que lo dominara todo. Por eso me acerco a ti todo lo que puedo. Pero ¡ay!, siempre estoy infinitamente lejos de ti, y mi ser me llega desde ti como un largo y estrecho río. |Con qué facilidad se podría romper! Tú estás en la fuente, tú eres la fuente. Yo, en cambio, sólo recibo la gota que me salta desde ti. Gota a gota recibo de ti el ser. Y cualquiera podría ser la última. Tú no tienes que ir a ningún sitio a buscar el ser, lo tienes en ti mismo, lo eres tú mismo. Y aun cuando no hubiera ya ser en ningún lugar, todavía estaría siempre en ti. No se puede acabar, porque tú lo eres. Por eso no puede ocurrir que todo muera y caiga en la nada. Eso es imposible, porque tú existes. Tú sólo bastas para todo. Por eso me alegro y me enorgullezco de mi pobre gotita de ser, pues viene de un océano inagotable que existe realmente y siempre existirá.

Por toda la Biblia se extienden las citas de la adoración de Dios: Ezequiel ante el señorío de Dios (Ez 1, 28), Saúl ante la aparición del Resucitado, caen al suelo como anonadados. La santidad, la grandeza y la dignidad de Dios son algo aplastante para las criaturas.

En la antigua alianza, esta actitud de adoración se expresó mediante dos acciones simbólicas: la postración y el beso. Yahvé es el poder y el señorío, está elevado sobre todas las cosas como Señor (1 Crón 29, 11); por ello deben postrarse ante él todos los pueblos (Sal 99, 1-5) y debe adorarle toda la tierra (Sal 96, 9). El beso añade el matiz de la adhesión y del amor (cf. Ex 18, 7; 1 Sam 10, 1). En la postración y en el beso se manifiesta la actitud del hombre ante Dios: es cierto que nos separa de él un abismo, pero sin embargo nos sentimos atraídos hacia él.

En la nueva alianza, esta adoración llega a su culminación. Hay que «adorar a Dios en espíritu y en verdad» (Jn 4, 24); y en esta adoración se consuma la consagración de todo el hombre a Dios: la consagración de «espíritu, alma y cuerpo» (1 Tes 5, 23). Tras su completa consagración, el cristiano ya no necesita acudir a ningún lugar (por ejemplo, a Jerusalén) para adorar a Dios (Jn 4, 20-23). Todo le pertenece, y él pertenece a Cristo, y Cristo a Dios (1 Cor 3, 23).

La actitud clásica de adoración, tanto en las catacumbas como también en la liturgia, es el gesto de los brazos extendidos. En él están simbolizados el arrebato y el anhelo, pero también el noble recato de un alma poseída por Dios.

Alabanza

La grandeza de Dios tiene en la Biblia el carácter de señorío. Esto significa que la realidad de Dios «resplandece». Ante este «Dios resplandeciente», la gravedad de la adoración se transforma en la alegría de la alabanza. Es cierto que las más de las veces la alabanza y la acción de gracias aparecen en los mismos pasajes de la Biblia, pero es preciso diferenciarlas. La alabanza piensa ante todo en Dios mismo, y no tanto en sus beneficios. Es más teórica que la acción de gracias, más «perdida» en Dios, más cercana a la adoración.

Entre los salmos encontramos una gran cantidad que arrancan de una profunda experiencia del señorío de Dios e irradian una santa conmoción, tales son los salmos 32 (33), 46 (47), 95 (96), 99 (100). También entre los profetas resuena una y otra vez la alabanza de Dios: pensemos tan sólo en el gran cántico de alabanza que entonan los querubines en la visión de Isaías (Is 6, 3).

En los evangelios encontramos los cantos de alabanza de María y del anciano Zacarías (Lc 1, 46-55; 58-79). La misma liturgia de la iglesia está llena de cantos de alabanza: el tedeum, y tantos otros himnos que no cesan de aparecer. A veces parece que la alabanza de Dios pasa al mismo mundo, como si las cosas de la creación la entonaran. Pensemos, por ejemplo, en los grandes salmos de la creación: 18 (19), 103 (104), 148; y en el eco que estos cantos han tenido en el corazón de un hombre entusiasmado por Dios, como el canto al sol de Francisco de Asís. En él se invita a las criaturas a alabar a Dios; al igual que lo hace el salmo 148:

Alabad al Señor, sol y luna; alabadle todas las lucientes estrellas... El fuego, el granizo, la nieve, la niebla, el viento tempestuoso, que ejecutan sus mandatos; los montes y todos los collados, los árboles frutales y todos los cedros; las fieras y todos los ganados, los reptiles y las aves.

La alabanza de Dios es el fin de todo ser creado:

Hemos sido elegidos por la predestinación de aquel que hace todas las cosas conforme al consejo de su voluntad, para que cuantos esperamos en Cristo sirvamos de alabanza a su gloria (Ef 1, 11-12).

¿Cómo podemos realizar este deseo de Dios? ¿cómo podemos cumplir nuestra vocación de ser «alabanza de la gloria de Dios»? Isabel de la Trinidad da una clara respuesta a esta pregunta y expone cuatro formas de alabanza de Dios:

Una alabanza del señorío de Dios es el alma que descansa en él, amándolo con un amor puro y desinteresado, sin buscarse a sí misma en el gozo de este amor. Un alma que lo ama más que sus dones, y que lo amaría aunque no recibiera nada de él.

Una alabanza del señorío de Dios es el alma que está preparada para la misteriosa llamada del Espíritu santo, como un arpa, callada y dispuesta para que él arranque de ella las más bellas melodías. Ella sabe que también el sufrimiento es una cuerda que ha de dar hermosas tonalidades. Por ello está contenta cuando también éste se encuentra en su instrumento, para conmover mejor el corazón de Dios. Una alabanza del señorío de Dios es el alma que está orientada hacia Dios con fiel sencillez. Es como un espejo, que refleja todo su ser. Se asemeja a un abismo insondable en el que Dios puede penetrar. O a un cristal que él puede atravesar con sus rayos.

Una alabanza del señorío de Dios es, finalmente, el alma que se alza constantemente en acción de gracias. Cada una de sus acciones y movimientos, cada uno de sus pensamientos y todo su ser la arraigan más y más en el amor, y resuenan al mismo tiempo como un eco del «sanctus» de la eternidad.

Este breve texto, que contiene toda una teología mística del amor, introduce ya la acción de gracias en la alabanza. Ello muestra que las fronteras entre los actos fundamentales de la oración no son precisas. Y también sugiere que la acción de gracias no es necesariamente posterior a la súplica que ha sido escuchada (aunque a toda súplica debería seguir una acción de gracias), sino que todo cuanto hay en nosotros es ya un regalo de Dios por el que hemos de dar gracias, sin tener que esperar a haberlo pedido primero.

También podemos y debemos agradecerle a Dios que él exista, y que sea como es. Podemos y debemos dar gracias por la redención, por la iglesia, por nuestro propio destino y por muchas cosas más. Sólo a partir de esta actitud de agradecimiento puede surgir una correcta súplica a Dios. Por tanto, la tercera etapa de la oración sería:

Acción de gracias

La acción de gracias es, en este sentido, la reacción natural y positiva del hombre ante el amor. Por su propia esencia, la acción de gracias es algo cercano a la alabanza. Así como nadie podría decir dónde cesa la fe y comienzan la esperanza y el amor, así tampoco podría nadie decir dónde termina la alabanza y empieza la acción de gracias. Alabanza y agradecimiento parecen brotar de un mismo movimiento del alma. Intentemos ahondar en esta idea.

El hombre no viene de sí, sino de Dios. Del mismo modo toda la creación. La existencia se encuentra así ante una plenitud de gracia que llena toda nuestra vida y a la que sólo se puede responder con el agradecimiento. La acción de gracias nace y se nutre de la experiencia de nuestra contingencia como seres creados, y del pensamiento en la omnipotencia de Dios, del que sabemos que podemos recibir dones.

Esta idea aparece sin cesar en la misa, y de un modo especial al comienzo del prefacio: «Es verdaderamente digno y justo, equitativo y saludable el que en todo tiempo y lugar te demos gracias a ti, Señor santo, Padre omnipotente, Dios eterno».

Quiero llamar la atención también sobre algo que puede parecer una paradoja: hay momentos en los que sentimos ante otra persona la inclinación a agradecerle que exista. No porque haya hecho esto o lo otro, sino sencillamente porque está ahí. Este agradecimiento esencial tiene una significación especial en el caso de Dios.

¿No decimos también: «Te damos gracias por tu sumo poder»? Parece como si en lo inefable de Dios hubiera algo que pudiéramos llamar la «libertad del ser verdadero». Como si nos obsequiara con su propia existencia. Como si su mismo ser fuera un don que nos concede. Como si su existencia fuera un beneficio que nos hace, más allá de todos los conceptos, y por el que el hombre pueda darle gracias. Que no se escandalice el lector con esta idea. Sólo trato de aludir a lo que está fuera del alcance de nuestra razón.

En su escrito Escuela de oración, Romano Guardini menciona otro aspecto importante de la acción de gracias:

Debemos esforzarnos en extender nuestro agradecimiento incluso a aquello que es difícil... Todo cuanto ocurre, incluso lo molesto, lo amargo, lo incomprensible, es don y gracia de Dios... Esta comprensión se hace realidad sobre todo en la acción de gracias, que acepta lo duro y al parecer perjudicial de la mano de Dios. Eso no es fácil, hay que reconocerlo.

Llevada por la fe, la acción de gracias se extiende también a lo difícil, y en la medida en que esto ocurre nuestra existencia se transforma. Por ello es de suma importancia que aprendamos a dar gracias, que lo aprendamos una y otra vez. Debemos borrar de nosotros la indiferencia con que acogemos las cosas como si fueran algo consabido. No existe nada consabido, ni en nuestro ser ni en nuestra vida diaria.

Por tanto debemos hacer de la acción de gracias algo esencial del curso de nuestra vida de cada día. Por ejemplo, por la mañana, cuando tras el descanso de la noche experimentamos de nuevo el frescor del vivir, deberíamos poder decir a nuestro Dios: «Te doy gracias, Dios mío, porque aún estoy aquí con vida. Te agradezco todo cuanto tengo y cuanto me rodea». Tras cada comida deberíamos agradecerle a Dios el alimento que nos concede, y por la noche podríamos decirle: «Te doy gracias, Dios mío, porque hoy pude vivir, trabajar y descansar, porque me encontré con tal persona, y descubrí la fidelidad de tal otra... Todo esto me lo has concedido tú y te doy gracias por ello».

No sabríamos decir de cuántas cosas tiene el cristiano que estarle agradecido a Dios cada día. Debería darle gracias incluso de poder darle gracias. Sólo entonces su ser llegará a ser libre.

Súplica

Hoy se pone en duda con frecuencia la sagrada naturalidad de la súplica. Puede ocurrir que a una persona le resulte difícil, y a veces imposible, pedirle algo a Dios. Entonces debe aprenderlo de nuevo. Empezaré mencionando algunas dificultades que a veces nos hacen imposible la súplica y contra las que debemos luchar decididamente.

En primer lugar, la soberbia puede interponerse en el camino de nuestras peticiones. Para una persona orgullosa, el pedir algo significa rebajar el ser del hombre a algo despreciable. Pero olvida que ni siquiera el pecado ha destruido la dignidad que el hombre ha recibido del creador. Por ello, la súplica es algo digno y honroso, y lo que recibimos de ella lo recibimos con honor. Vivimos de la gracia. Reconocer esto implica al mismo tiempo verdad y humildad.

Otra dificultad sería: Dios parece ser demasiado débil ante el mundo. Todo parece ocurrir como tiene que ocurrir. Ya no parece haber en todo el mundo y en la historia de la humanidad lugar para un Dios que actúa, concede y ayuda. También aquí tiene el hombre algo que aprender, y por cierto muy importante: los acontecimientos del mundo, y el mundo mismo, no son algo cerrado en sí mismos, sino que se completan en la interioridad del hombre. De la actitud con que éste los acoja recibirán aquéllos su valor. En el fondo, la petición es ya fecunda en sí misma, porque nos hace capaces de ver los acontecimientos en conexión con Dios. Conseguir este cambio de actitud no es ciertamente demasiado difícil para Dios.

La tercera dificultad está en la idea de que Dios es algo irreal, una idea devota que no resiste el enfrentamiento con la dura realidad del mundo. Pero esto implica una concepción demasiado estrecha de Dios. El ha creado el mundo, y por tanto no entra en conflicto con él. Dios tiene la altura de los verdaderamente grandes, que no se muestran impacientes por hacerse valer. Prefiere confiar en el corazón del hombre, que también ha creado con nobleza. Confía en que el hombre sabrá constatar la realidad de Dios, escondida en las cosas, sobre ellas y más allá de ellas.

La cuarta dificultad es, igualmente, sólo una falsa impresión: Dios es indiferente, no se preocupa del mundo, por un lado vive el hombre en el laberinto de las cosas terrenas y por otro lado vive Dios en su mundo inmóvil. Quien haya vivido bastante, recibirá fácilmente esa impresión. Pero sobre todo si es de aquellas personas pesimistas y melancólicas a las que todo les parece ir de mal en peor.

Precisamente aquí debemos tomar conciencia de nuestra gran tarea: comunicar a Dios, encender en su amor este mundo tan frío, haciéndolo sonreír y mirar con optimismo por encima de las tinieblas. Los hombres que piensan que Dios es indiferente son quienes más necesitan encontrar calor humano, amor y amistad, para que puedan volver a creer en el amor y la amistad de Dios.

Y, finalmente, la mayor dificultad quizás: Dios es decepcionante, no presta oídos a nuestra oración. Tales personas (y no son precisamente las peores) buscan a Dios pero no lo encuentran. Y sin embargo, debemos esperar que nuestras peticiones serán escuchadas, aunque el resultado que tengan no esté precisamente donde lo buscamos.

No voy a tratar aquí de resolver completamente las dificultades mencionadas, sino que dejaré la respuesta para más adelante, aunque lo dicho a propósito de cada una de ellas se acerca ya algo al núcleo del misterio. Para aclararlo un poco más citaré los dos textos del nuevo testamento que, en mi opinión, contribuyen a más definir el sentido de la oración de súplica.

La primera cita es la de Mt 6, 6-8:

Tú, cuando ores, entra en tu habitación y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará. Y al orar no seáis charlatanes, como los gentiles, que creen que serán escuchados por hablar mucho. No os parezcáis a ellos, porque vuestro Padre conoce las cosas de que tenéis necesidad antes de que se las pidáis.

Esto es: cuando oréis, hacedlo con naturalidad, para que la oración esté limpia de hipocresía y autodelectación. Lo de entrar en la propia habitación es un símbolo que contrapone la oración a las otras actividades que hacemos en público. Y además: cuando ores no se te vaya todo en palabras, no seas de los que piensan que ante Dios algo puede depender del número o del tipo de palabras que se le dirijan. En realidad, tus palabras son del todo innecesarias. Y sin embargo Dios las quiere. Pero con humildad. Debes orar y al mismo tiempo recordar que él sabe mejor que tú lo que te hace falta. Si pides con esta idea viva, tu oración será una oración en Cristo. Has de dirigirte a Dios, pero siendo consciente de que él conoce tus palabras aun antes de que las pronuncies. Estás abierto a Dios en todo, hasta en tus más íntimos pensamientos.

Y ahora el segundo texto, quizás aún más significativo, de Mc 11, 24: «Todo cuanto pidáis en la oración, creed que lo habéis recibido, y se os concederá». Aquí se trata de la «seguridad en la fe» de la súplica. Para Marcos está de tal manera entrelazada en su estructura interna, que sólo puede expresarla combinando los tres tiempos: la petición (en presente), la conciencia de su resultado (en pasado), y el fruto (en futuro). La expresión «que ya lo habéis recibido» se suele atenuar a veces, traduciéndola por «que lo recibiréis» o «que lo recibís». Pero si queremos hacer verdadera teología, debemos atenernos al texto original.

Aquí cabe recordar las grandiosas palabras del libro de Isaías: «Antes de que me invoquen, yo les respondo» (Is 65, 24). Muy semejante es también el texto de Mateo citado antes: «Vuestro Padre conoce las cosas de que tenéis necesidad antes de que se las pidáis» (Mt 6, 8). Estas palabras de Jesús no excluyen la necesidad de la oración, como lo demuestra todo lo que nos enseñan los evangelios, y en especial el ejemplo de la oración de Jesús, solo, angustiado y desamparado, en el huerto de los olivos. En Getsemaní es donde llega a su clímax la oración de Jesús al Padre: «Sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como tú quieres» (Mt 26, 39). De todo esto queda claro qué tipo de oración es la que Dios escucha siempre, en todas las circunstancias: que se cumpla tu voluntad en mi vida.

En esta petición vienen a coincidir la voluntad humana con la voluntad divina. Nuestra súplica se convierte entonces en verdadera participación en la providencia divina. Un auténtico cristiano no se dejará desalentar en su oración, sino que le dirigirá constantemente a Dios la liberadora súplica: hágase tu voluntad en mi vida.

Esta reflexión no ha de desilusionarnos, sino estimularnos, tomando conciencia de una verdad muy seria y al mismo tiempo muy beneficiosa: la oración cristiana supone reconocer fielmente la providencia divina, haciéndola realidad en una comunidad de vida con Dios. El que comprende esto nunca se verá decepcionado en su oración, sino que ésta se convertirá para él en una verdad luminosa. La oración, en su más profundo sentido, no se orienta a conseguir ayuda en una determinada situación, sino a alcanzar la gracia de Dios, para transformarnos interiormente y ver con nuevos ojos el sentido de la vida.

Aquí, al final de este apartado, nos encontramos con la cuestión principal de la oración: ¿qué debemos pedir en la oración? ¿cómo podemos creer que Dios nos escucha siempre? A estas preguntas no se podría dar aquí todavía una respuesta completa. Una respuesta semejante daría la impresión de ser algo vacío, como si fuera una receta, y acaso la fuera realmente. No se trata de eliminar las dificultades de la oración. Ellas precisamente nos llevan a comprender la esencia del mundo, la esencia del hombre y la esencia de Dios. Las tres se nos llenan de significado cuando reflexionamos sobre el hecho de la «providencia».

Creer en ella, no a pesar de las dificultades de la oración, sino precisamente por ellas, es bastante difícil en los tiempos actuales, pero quizás sea la única salida. Pero antes de tratar sobre la realidad de la providencia, quiero replantear, a un nivel más profundo, el plano de esta exposición y hablar de lo que, con palabras ya muy gastadas, podríamos designar como la «buena voluntad», cuyo contenido abarca mucho más allá de lo que las palabras dan a entender.

Concluiré este apartado con las palabras que Cristo dirigió a Matilde de Hackeborn acerca del amor, y que se pueden aplicar también a la oración: «Acepto tu amor, no como realmente está en ti, sino como si de verdad fuera tan grande como tú deseas».

4. La buena voluntad

Si queremos analizar teológicamente «la buena voluntad como oración», hemos de coordinar los siguientes hechos, al parecer paradójicos: la buena voluntad no es la virtud de los débiles, pero puede ofrecerle un último consuelo a los débiles; no es una huida ante las tareas de este mundo, pero puede servir de salvación también para el que huye; no es una justificación de nuestros fracasos, pero sí puede serlo en muchos casos.

Intentemos, en primer lugar, dar una definición provisional de la buena voluntad, algo que al parecer está mal visto por muchos hoy. Buena voluntad es la orientación de la conciencia hacia el bien, independientemente de si este bien se consigue o no. Por tanto hay que hacer una clara distinción entre intención y realización, entre deseos y hechos. Lo que cuenta últimamente en nuestra existencia de cristianos es la actitud interior con la que acometemos nuestros deberes, por cotidianos y naturales que sean.

En esta existencia, como ya apuntamos antes, se realiza la oración de todo nuestro ser, independientemente de cómo se concretiza este ser en el mundo. Cuando se dice que «el infierno está empedrado de buenas intenciones» se comete, desde esta perspectiva, un craso error. Pasaré a analizar los al parecer paradójicos hechos mencionados antes.

La buena voluntad es una virtud de los fuertes

«Fuerte» significa, en este contexto, una superioridad interior sobre el mundo y sobre los acontecimientos. Un «hombre superior» tiene aquella buena conciencia que hace aceptar los hechos de este mundo, juzgarlos y adoptar una actitud correcta ante ellos. Y esto significa: el que está por la verdad, está por Dios.

Pero al mismo tiempo hemos de recordar que, con frecuencia, la verdad es muy débil en el mundo. Por ello hay que añadir aún dos elementos al deseo de verdad para que se convierta en una virtud plena: el respeto a aquél que oye esta verdad, y el valor de decirla aun cuando es difícil. La sinceridad se hace así la virtud de los interiormente fuertes, de aquellos que saben compaginar ambas cosas: el respeto y el valor. De éstos podemos decir que su sinceridad es bienintencionada: tienen «buena voluntad».

Pero esta tensión interna no sólo existe en la sinceridad, sino también en otras virtudes, por ejemplo, en la bondad, en la generosidad y en el recogimiento. He escogido la sinceridad sólo a modo de ejemplo, por su sentido bíblico: ser sinceros en el amor (Éf 4, 15), para hacer notar que los verdaderamente fuertes incluyen en sí mismos la ternura. Y también porque esta virtud ha sufrido mucho daño en los tiempos modernos. «Buena voluntad» sería, por tanto, estar bien inclinados hacia los demás seres humanos, e incluso hacia todos los seres.

Pero la buena voluntad es también el consuelo de los débiles

Es posible que haya quedado ya claro que, incluso los fuertes, sólo pueden alcanzar esta actitud de equilibrio entre el valor y el respeto por medio de la oración. Pero, ¿qué ocurre con los llamados «débiles»? Sabemos que Cristo ha consumado la redención especialmente para ellos. Nadie, en su interior, es exclusivamente «fuerte». ¿Podemos entonces hacer de nuestra debilidad, mediante la oración, una virtud? Yo creo que sí. Pero, ¿cómo? Acaso la única solución sea precisamente la «buena voluntad».

Todos nosotros hemos fallado alguna vez: en la amistad, en el deber, en la honradez, en el amor. Los mismos apóstoles fallaron después de la ascensión de Cristo: tenían miedo de los judíos. Se portaron cobardemente. Pero en el fondo de su alma esperaban el cumplimiento de la promesa. Y Dios acudió a fortalecer a estos temblorosos hombres. ¿Por qué? Porque temían sólo por debilidad humana. Pero su actitud interior era buena: tenían precisamente «buena voluntad». Es verdad que estaban asustados de los judíos, pero permanecieron unidos en comunidad humana. Turbados y miedosos, sí, pero perseverando en la fe.

Es evidente que Dios no pide más de nosotros. Pero esto supone también otra cosa: de los discípulos de Cristo se relata que «perseveraban unánimes en la oración» (Hech 1, 14). Tenían, pues, una esperanza tímida y preocupada, pero común y apoyada en la oración, y ésta les infundía aliento y confianza. Y esta esperanza de los débiles se cumplió.

La buena voluntad no es huir de las tareas de este mundo

Buena voluntad es, en el fondo, «conformidad con Dios», un coincidir la interna disposición del hombre con las exigencias divinas de cada momento. Una alianza entre Dios y el hombre para que tenga lugar «lo único necesario». Aquí, ahora y así. Esta voluntad de Dios que es bondad exigente. Está en juego el sentido último de nuestra propia existencia. Se trata de que realicemos el bien en cada situación concreta. Aquí estoy yo solo. Y tengo que responder. Ningún otro puede tomar mi responsabilidad por mí. Y justamente en ello está mí dignidad, en que nadie puede quitarme mi responsabilidad. La conciencia individual es algo grandioso. Es un descubrir y realizar algo que aún no existía.

Todo se convierte en materia de esta actitud de responsabilidad: las cosas, los acontecimientos, el contenido de la vida. El bien no es una ley muerta. Es vida sin límites, que pide ser actualizada en la realidad diaria, hasta adoptar figura terrena, figura humana, mediante nuestra existencia.

Realizar el bien en la vida diaria supone una verdadera creación. No la mera ejecución de lo prescrito, sino una actividad creativa, como realización de algo que aún no es. En el obrar del cristiano se trata de esto: de hacer realidad lo que aún no es humano y real, de dar forma terrena al infinito y eterno.

Esto implica dos cosas. En primer lugar, que abracemos aquel bien infinito y eterno, que pide ser actualizado, el «bien aquí y ahora». Y esto con la libertad de nuestra voluntad o, más profundo aún, de nuestro corazón, que nos dice: estoy preparado para el bien. Esto tiene lugar en la interioridad cristiana, que se abre, acoge y recibe «hasta que todo quede fermentado». Cuanto más decidido sea este querer, cuanto más fuerte el deseo, y cuanto más abierta esté nuestra interioridad, tanto más plenamente estará el bien en nuestro espíritu y en nuestro corazón.

Y esta buena voluntad no se cierra ante la realidad del mundo. Simplemente trata de hacer algo con la realidad de nuestra vida, algo que aún no existía, y en la dirección correcta. Cada situación nos presenta algo que no podemos dominar con principios abstractos, sino que debemos ver ahí de alguna forma cuál sea la voluntad de Dios. Por ello, la buena voluntad no es una actividad especial junto a otras. Todo cuanto existe es objeto de ella. Todo depende, por tanto, de captar la riqueza de contenido de la realidad para que la buena voluntad pueda responder a ella.

La buena voluntad es precisamente la que incita al cristiano al trabajo de buscar, pensar y cambiar. Pero lo más importante es que el hombre tome conciencia de su tarea concreta en el mundo. Y que concibamos el bien en cada situación. Si no injertamos nuestra buena voluntad en la realidad, entonces se queda en un deseo estéril. Y aquí quiero recalcar:

a) La situación no suele ser nada fácil

Las más diversas relaciones entre hombres y cosas se encuentran, se cruzan y aun se oponen entre sí. Cuanto más débilmente sentimos lo que nos exigen las personas, las cosas y las circunstancias, tanto más difícil es descubrir lo que debemos hacer. La formación de la conciencia significa precisamente que nuestro campo de visión se amplíe, que superemos el embotamiento de nuestra sensibilidad ante la diversidad de valores que se nos presentan para ser realizados, que sepamos sintonizar con toda la gama de exigencias que se nos ofrecen. Pero en la medida en que esto ocurra, crecerá el peligro contrario: que nos desorientemos en esta diversidad, y de puro querer ver, comprender y acertar no lleguemos nunca a la decisión y a la acción (Romano Guardini).

Para superar estas dificultades, con la buena voluntad, el hombre que quiera realizar el bien en el mundo necesitará de la meditación, de la reflexión tranquila ante Dios.

b) Cada situación es única

La situación concreta en que se ha de encarnar la buena voluntad es, en cada momento, nueva. Y probablemente nunca se repetirá una situación igual.

Posiblemente existen semejanzas. Que una persona venga y pida que se le ayude eso ya ha ocurrido muchas veces. Pero, sin embargo, no existe en realidad «una persona», sino siempre «ésta». Y el hecho de que esta persona concreta venga a mí precisamente, en estas determinadas circunstancias y con este ruego, eso ocurre sólo esta vez. Cada situación es un caso único. Y lo que en cada situación tiene que suceder, eso no ha sucedido nunca ni volverá a suceder. El cristiano debe, por tanto, adivinar y descubrir creativamente, con buena voluntad. Quizás le ayude la experiencia del pasado; los educadores, los amigos, el contexto pueden ser una ayuda, suministrándonos principios generales y precedentes similares. Sin embargo, esto no nos quita la tarea de comprender e interpretar este caso concreto y decidir lo que debemos hacer, dándole todo su sentido. Y la calidad de la acción moral depende precisamente del grado en que cada situación es valorada en su singularidad (Romano Guardini).

Este encontrarnos con las personas y captar las necesidades humanas en su singularidad, con buena voluntad, es o debe ser el objeto de la oración, de la meditación cristiana.

c) No siempre queremos el bien

Verdaderamente, nos resistimos con bastante frecuencia... (el mal) influye no sólo en nuestra conducta, sino también en nuestro modo de conocer y juzgar: aparta nuestra mirada de una realidad, o acentúa determinados aspectos, o los debilita; los ilumina o los oscurece; deforma las cosas y aun puede hacer desaparecer completamente una realidad.

Y aquí entra en juego justamente la conciencia. Su mirada ha de estar abierta a la situación en toda su riqueza, a los hombres, tal como son en realidad, a todas las circunstancias y factores para poder determinar qué exigencias morales han de ser respaldadas. Esta mirada de la conciencia debe librarse de todo enturbiamiento, de toda traba y de toda desviación. Ha de imponerse, cada vez más hondamente, la sinceridad que sabe ver porque quiere realmente ver (Romano Guardini).

Pero si la situación es tal que caben múltiples interpretaciones y no se impone claramente ninguna línea de conducta, entonces es la buena voluntad la que debe tomar una decisión. Así, la buena voluntad (en este caso la «apertura al bien») se convierte en el órgano de aplicación temporal del bien eterno, el órgano mediante el cual la exigencia eterna de bondad se realiza una y otra vez en cada situación, el órgano con el que descubrimos continuamente cómo consumar el bien eterno e infinito en la singularidad del tiempo.

Se trata de un escuchar y recrear al mismo tiempo, un comprender y juzgar, un penetrar y decidir. ¿Y quién podría conseguir esta disposición interior sino con la oración, especialmente con la oración de meditación?

La buena voluntad puede servir de última salvación al que huye

Pero imaginemos el caso contrario. Es verdad que la buena voluntad nos llama a entregarnos en cada situación a realizar la voluntad concreta de Dios, pero supongamos que no podemos, que fallamos ante esta tarea, en una palabra, que huimos de Dios. ¿Con qué nos podemos aún justificar? ¿cuál es nuestra salvación? Si en esta situación fallamos por mala voluntad, entonces debemos pedir perdón a Dios y él ciertamente nos lo concederá. Pero, ¿qué ocurre cuando fallamos con buena voluntad? ¿a qué podemos acogernos aún?

Con frecuencia podemos estar cansados y embotados, incapaces de reconocer y responder debidamente a la presente necesidad, impotentes para juzgar las razones y hallar soluciones. ¿Somos entonces malos, porque en esta Catea concreta hemos fallado?

Lo aclararé aún más con un ejemplo frecuente. Una vez intentamos emprender algo que es justo y bueno, por ejemplo queremos sacar a una persona de su confusión interior. Todo marcha bien. Lo que hacemos tiene el resultado deseado, y lo vemos ya ahí, correcto, limpio y luminoso. Y sentimos un humilde agradecimiento ante nuestro éxito.

Pero en otra ocasión nada parece funcionar bien. Decimos lo mismo, pero ya no experimentamos aquella fuerza que hacía poderosas nuestras palabras y hacía fecundas nuestras obras. Y al final sólo conseguimos algo mediocre y decepcionante. Desde luego, con estas experiencias se podría ir al psiquiatra, y, en el mejor de los casos, él conseguiría nivelar nuestra personalidad de tal modo que finalmente ya no fuéramos un «objeto» del influjo del bien o del mal.

Y no podemos decir: quizás es que Dios no quiere que nos salga todo bien. Lo único que Dios quiere es nuestra buena voluntad y nuestro esfuerzo sincero. Y cuando a pesar de ello no nos salen las cosas, entonces tenemos una disculpa. Bien entendido: no una excusa, sino una disculpa. Teníamos buena intención. En ambos casos queríamos el bien de nuestros amigos, y en un caso nos salió bien, mientras en el otro no conseguimos lo esperado. Últimamente, eso es asunto de Dios. Ya encontrará él la posibilidad de compensar nuestro fracaso, o incluso de sacar de nuestro fracaso un bien aún mayor.

En tales casos nos es necesaria una cierta sangre fría. Somos siervos de Dios. Cuando algo nos sale mal él está siempre ahí para darnos su salvación. No somos nosotros los que conseguimos la salvación de una persona. Sólo Dios puede conseguirlo. Nosotros somos, en el mejor de los casos, humildes intermediarios de la gracia.

Pero para alcanzar esta disposición interior de confianza, para mantener a este alto nivel la buena voluntad, necesitamos una vida santa. En otras palabras: hace falta haber orado mucho, haber conocido a Dios en su bondad y amistad, para poder decir: no importa.

La buena voluntad no es una justificación del fracaso

Trataré ahora el último de los puntos indicados, e intentaré presentar la doctrina cristiana sobre la buena voluntad.

A menudo se nos acusa de que hemos desarrollado la teoría de la buena voluntad para poder protegernos de nuestros propios fracasos. Esto, simplemente, no es cierto. Debemos recordar una cosa: todo el hombre vive en una confusión interior. Incluso sus fuerzas superiores, las fuerzas del espíritu, del corazón y del deseo suelen estar desorientadas. ¿No se revela en ello la sagrada e irreversible ley: «Yo soy el camino» (Jn 14, 6)?

Pero el que, en la sinceridad de su conciencia, no se confía en las fuerzas humanas debería conseguir también un éxito en el mundo. Se le debería recibir con la actitud de Cristo, con modestia y humildad.

En la epístola a los filipenses se dice del hijo de Dios, y por tanto de Dios mismo:

No hagáis nada por espíritu de competencia o por vanagloria; antes bien, movidos por la humildad, teneos unos a otros por superiores, no atendiendo cada uno a su propio interés, sino al de los demás. Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, quien, existiendo en la forma de Dios, no consideró como un tesoro codiciable el mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres. Y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le concedió un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre (Flp 2, 3-11).

Aquí se nos dice algo terrible: que el hijo de Dios no se aferró a su ser eterno como a un preciado botín, sino que se desprendió (o, más duramente, según el texto original: se anuló), y se hizo un siervo, sin paliativos, hasta la muerte, hasta la muerte en la cruz. Pero esto le ha conferido un nuevo nombre, el nombre de Cristo, el ungido y victorioso, el Dios Señor, que domina sobre todo lo creado, y esto redunda en gloria de Dios Padre para siempre. Inefable misterio, que Dios haga tal cosa, que pueda hacerlo, y sin embargo siga siendo Dios.

El éxito en la propia renuncia. Un curioso misterio. Pero qué cercano a nuestra propia experiencia diaria. Si el hombre quiere tener «éxito» en el campo de su amistad y de su amor, de sus deseos y de su conocimiento, o incluso en el de su conciencia, entonces debe abnegarse y humillarse. No hay otro camino para llegar a ser hombres.

Pero para que pueda hacer esto con toda honradez, es preciso que adquiera plenamente una buena voluntad, es decir, la limpia actitud de la buena conciencia. Entregarse de lleno a esto y ver ahí la perfección del ser humano, es dar testimonio cristiano en nuestro mundo. Y éste es un testimonio que sólo se puede alcanzar en la oración, con frecuencia en lucha abierta con lo, al parecer, evidente.

Muchas veces la buena voluntad puede justificar el fracaso

Y qué ocurre cuando esta dialéctica entre propia renuncia y propia perfección no se cumple? ¿cuando nuestra vida, ante las exigencias de Cristo, se quiebra? ¿cuando ni siquiera nuestra fe alcanza? ¿cuando nosotros mismos fallamos ante Dios? ¿cuando nuestra fe se siente sacudida en sus cimientos? ¿cuando nos hundimos en el último misterio de la vida? ¿qué ocurre, por ejemplo,

cuando las verdades de la revelación parecen perder su sentido? De ahí pueden surgir graves conflictos.

En estos casos, todo depende de si el hombre es realmente honrado en su fe. Es lógico que no quiera conseguir por fuerza lo que parece imposible de momento, pero tampoco debe abandonar la fe a causa de las dificultades que encuentre en algunos detalles. ¿Cuál sería la buena voluntad en una situación semejante de fallo interior? Buena voluntad sería entonces decirse: la verdad puede tomarse su tiempo.

En la iglesia existe un auténtico pluralismo de fe. Comprendo, defiendo y aun admiro la actitud de muchos cristianos que aceptan las enseñanzas cristianas, a pesar de que aún no han llegado (¿y quién de nosotros ha llegado?) a poderlas verificar por sí mismos como «verdades de fe». Probablemente no se trata de un aplazar una decisión de conjunto, sino de un «dejarse tiempo» para poder madurar. Dios tuvo bastante paciencia con la humanidad e hizo crecer despacio el fruto de la verdad.

Además, el cristianismo no es una «colección» o «archivo» de verdades que se deba reconocer y asimilar con igual profundidad todas, para poder estar en la verdad. Quizás sea más bien el cristianismo un camino en el mundo que conduce hasta «la» verdad partiendo de verdades parciales (y posiblemente incluso de errores). Si una persona, de buena fe, no es capaz de ratificar toda la fe aceptándola en su totalidad, entonces no es preciso que lo haga, e incluso no debería hacerlo. El cristiano ha de pensar que Dios incluso tornará esto en un bien mayor. Quien se sienta obligado a suspender el juicio ante muchas cuestiones (probablemente las más cruciales), a dejar sin respuesta problemas de fe, movido por su conciencia de sinceridad y honradez ante la verdad, puede y debe hacerlo con tranquilidad. Está obligado a ello. Sólo así puede alcanzar su salvación eterna ante Dios.

Tales personas deberían ocupar un legítimo lugar en la iglesia. Y los «demás cristianos» (si es que hay otros) deben aceptar con amistad y cordialidad a estas personas. La búsqueda de Dios y de su misterio puede y debe tomarse el tiempo que precise.

Quiero aludir aquí también a otro punto que, por desgracia, no recibe toda la atención que debiera en nuestra vida de oración: nuestra fe no es un conocimiento fijo y definitivo, que, una vez adquirido, está ahí ya para siempre, independientemente de cómo marche la vida, como por ejemplo la tabla de multiplicar, que, una vez aprendida, permanece incambiable, sin importar que nos vaya bien o mal. La fe se va realizando en toda la existencia. Y por ello mismo surgirán una y otra vez momentos de inseguridad y perplejidad.

Nuestras fuerzas interiores pueden estar temporalmente agotadas, o podemos sufrir transformaciones al pasar de una edad a otra, o pueden influirnos un nuevo ambiente o el conocimiento de otras personas. Todo ello puede intranquilizar, pero en el fondo es completamente natural y así ha de ser aceptado.

Porque la fe no es un sentimiento o una experiencia que tengan sentido por sí mismos, sino la unión, la religación con una persona, con el Dios revelado. Y esta unión permanece aunque el sentimiento cambie o aún desaparezca.

Incluso se podría decir que la esencia de la fe está en la perseverancia. Porque su base es la fidelidad, apoyándose en los elementos estables y duraderos de la vida. La fe es «la victoria que ha vencido al mundo» (1 Jn 5, 4). Y «mundo» no es sólo el conjunto de personas, cosas y acontecimientos de fuera, sino también y sobre todo nosotros mismos, nuestro propio ser, con todas sus tensiones, debilidades y crisis. Pensar así de los demás, y hacerlo muy en serio, es otro aspecto más de la «buena voluntad».

Añadiré aquí otra idea importante, saliendo así al paso de cualquier intento de capitulación ante nuestra tarea: no hay ninguna crisis profunda en la iglesia. Es cierto que hay cuestiones y problemas por resolver. Pero hablar por ello de una crisis lo considero muy irresponsable. También creo que son irresponsables quienes introducen en la iglesia una atmósfera artificial de pánico, al hablar de supuestos peligros de cisma, o al ver «caballos de Troya» por doquier, o al diagnosticar herejías ocultas.

El que conozca en alguna medida la historia de los concilios y los sínodos sabrá perfectamente qué inofensivo fue en el fondo el concilio Vaticano ir, y a todo cristiano medianamente formado sus declaraciones deben parecerle evidentes e incluso ya superadas. Hablando ligeramente de peligros de cisma y de herejía, podría suceder que la comunidad de los cristianos se viera gravemente amenazada por semejante clima de tensión.

A veces surge en nosotros de repente una curiosa discrepancia entre las palabras y la conducta, entre lo deseado y lo realizado. Y de repente nos sentimos impotentes. Las palabras pierden su sentido y pasan a significar lo contrario. El odio se apodera de nosotros y ya no queremos saber la verdad, sino sólo vencer en una lucha de opiniones carente de todo sentido. Nadie es ya libre y dueño de sí. La irritación se concentra con frecuencia sobre los inocentes. Prevalecen el rencor, la mezquindad, el egoísmo. Se ven conspiraciones por doquier.

Un efecto maligno puede envenenar toda una comunidad por culpa de semejante aturdimiento. Y es posible que no haya que achacar nada horrendo a ninguna persona en concreto: la oscuridad viene por sí sola cuando se pierde de vista la imagen del hermano en la comunidad, cuando se le ataca y censura irreflexivamente, cuando se emiten juicios condenando sus fallos y rechazándolo como persona. Si una comunidad permite que ocurra todo esto, cuando aun sus más altos representantes (o incluso el más alto) sucumben al pánico de las sospechas, entonces cualquier insignificancia puede desatar la catástrofe.

Por ello hay que estar agradecido a toda aquella persona que irradia y difunde una atmósfera de tranquilidad, en la que las cosas aparecen en su justa medida; a toda persona que con equilibrada clarividencia muestra que no hay motivo alguno para actitudes alarmistas. En torno a tales personas se congrega el pueblo creyente. Con ellas se puede respirar. Semejantes personas están entre los frentes. Ellas son la tercera fuerza de la iglesia, del mismo modo que en tiempos de la reforma protestante hubo hombres sabios y prudentes (un Erasmo de Rotterdam, por ejemplo) que no se dejaron arrastrar por nadie a ninguna rivalidad o partidismo.

Tales personas son los auténticos pacificadores entre nosotros. Le dan a las cosas su debido valor, y su conducta es modesta. Más tarde serán acaso olvidadas, y otros se llevarán quizás la gloria de su labor. Pero, ¿qué importa? Con su noble serenidad, con su vuelta a lo esencial del evangelio, con su cordialidad y sinceridad habrán hecho posible la «desintoxicación» de la atmósfera en la iglesia.

He tratado de mostrar, en tres aspectos diferentes (y aparentemente contradictorios), el efecto luminoso y benéfico que en nuestra vida diaria tiene la buena voluntad: como actitud de los fuertes, aunque también puede salvar a los débiles, como actitud de los comprometidos, aunque también puede disculpar a los que huyen, y como actitud de los que triunfan, aunque también puede justificar a los que fallan.

Finalmente quiero citar un texto de Dionisio el cartujo, que, con su estilo florido aunque conmovedor, acaso pueda decir más que yo sobre la buena voluntad. Dionisio el cartujo recibió su primera formación entre los frailes de Deventer y fue influenciado por el espíritu de Ruysbroeck. A causa de su elevada contemplación y sus escritos místicos, se le ha dado el título de «doctor extático»:

Señor Jesucristo, de acuerdo con la alabanza que tributas tú eternamente a Dios, yo deseo ahora presentarte la alabanza de mis oraciones, pidiéndote que, en tu misericordia, me concedas un corazón devoto, un corazón humilde, un corazón puro, un corazón fiel, un corazón según tu corazón..., para que no me entregue a nada sino únicamente a ti, para que no vea ni busque nada sino solamente a ti, para que siempre te alabe y te exalte, para que siempre te ame a ti en todo y sobre todo.

Para terminar, quiero añadir aún: nuestra existencia humana es muy inestable. Si un barco navega, digamos, desde Hamburgo a Nueva York, no es suficiente con que tome la dirección correcta al zarpar. Las olas, los vientos y las corrientes tratan de desviarlo de su rumbo. Por ello es preciso corregirlo una y otra vez por medio del timón. Lo mismo se puede decir de nuestra existencia humana. No basta con orientarla una vez hacia Dios. Ni siquiera es suficiente que lo hagamos una vez cada día.

La buena voluntad, realizada eficazmente en nuestra vida, es capaz de convertir en un bien incluso aquello que solemos calificar de desgracia, como el dolor, las enfermedades, las pérdidas. Pero ello a condición de que experimentemos estas desgracias con buena voluntad, a la luz de la fe. Y además: la buena voluntad puede conseguir para nuestras acciones, nuestros éxitos y todo nuestro obrar aquella pureza de intención sin la cual no seríamos auténticos cristianos.

La buena voluntad no es, en el fondo, otra cosa que la «pureza del alma». Tomás de Aquino dijo: «La pureza de los ojos nos da una clara visión. De igual manera, aquellos que son puros de corazón están preparados para la visión de Dios».

5. Penitencia

El hombre no está entregado sin remedio a su pasado. Es capaz de «detenerse» espiritualmente en el curso del tiempo, hacer un alto y volver la vista hacia el pasado. Su ser no es, por tanto, un ser-llevados pasivamente por el tiempo. En él, lo que ha llegado a ser se transforma aún interiormente. El hombre es portador de su pasado de cara a un futuro.

Sin embargo, esta transformación interior del pasado no es proceso automático. El mismo hombre es el que ha de decidir lo que de su pasado va a llevar hacia el futuro. Debe poder decir «no», una y otra vez, a lo que su ser ha llegado a ser. Voy a ocuparme en este capítulo con este «decir no al pasado», e intentaré mostrar por qué y de qué modo ello puede y debe ser una oración.

Las grandes figuras religiosas de la humanidad realizaron en su vida un repaso, a menudo doloroso, de su pasado. Por toda la antigua alianza resuena la llamada al arrepentimiento y a la penitencia. Y también el nuevo testamento comienza con la llamada a la conversión, a la transformación de toda la persona. En todo ello se revela una característica esencial de la oración: el auténtico ser humano, el verdadero ser cristiano empieza con la penitencia, es decir, con la liberación del pasado culpable, con la separación de bien y mal en la propia vida.

Citaré aquí (como ya hice en mi libro Der anwesende Gott [El Dios presente], 109 s) tres etapas de superación del pasado personal, para hacer ver lo que significa en realidad la penitencia como oración.

El arrepentimiento

La primera etapa la veo en la actitud que podríamos llamar «arrepentimiento». Para poderla describir correctamente, primero debo recordar brevemente cómo se ha hecho el hombre, de qué elementos se compone su destino. El hombre se hace a partir de sus propias acciones. Después de cada obra buena o mala experimenta un cambio. Su pasado sigue viviendo en él, le da apoyo en la vida o envenena su presente. Pero observemos que el hombre tiene diversos componentes o niveles; interesa, pues, descubrir en cuál de ellos se inserta el arrepentimiento.

En el terreno biológico, el hombre no es libre, sino que viene determinado por la llamada «esfera de lo biológico». Su pasado biológico se remonta a los abismos de miles de millones de años, injertándose en la historia de la vida pre-humana.

En el terreno de la vida psíquica, el pasado no actúa ya de modo tan «masivo». Lo experimentado una vez se transforma: vivencias desfavorables, por ejemplo, se traducen en una perturbación de la vida psíquica. Sin embargo, en este terreno «intermedio» de «lo psíquico», no sólo perviven experiencias personales, sino también las vivencias primigenias de la humanidad.

Finalmente, la filosofía moderna ha descubierto una tercera esfera: el terreno del llamado «.espíritu objetivo». El espíritu objetivo es el fundamento, independiente del sujeto, de la vida espiritual. El individuo se ve siempre insertado en una comunidad de pensamiento y de opciones. Y cada comunidad está, a su vez, inserta en el 11amado «medio cultural». Este, por su parte, está inmerso en el mundo de experiencias de la humanidad.

De ahí que el hombre esté «enraizado», de un modo que aún hoy no podemos precisar, en el pasado de su propia vida, en el de toda la humanidad y en el del mundo animal. Todo este pasado lo lleva el hombre consigo como el conjunto de raíces del que deriva su existencia.

Pero hemos de recordar una cosa: el hombre está ligado a todos estos planos del pasado y nunca podrá librarse completamente de ellos; sin embargo, puede hacerse «cada vez más libre» en la medida en que su vida se vaya tornando más personal.

Lo propio del individuo es su ser personal. En él, el hombre depende plenamente de sí. Con su realidad personal, el hombre se alza por encima de su pasado y puede juzgarse a sí mismo, volviendo su mirada a su propio ser. Y en esta esfera propia de su ser personal es donde el hombre puede llegar a liberarse de su pasado, puede decirle no a su facticidad, negarla.

Pero ¿qué significa este «arrepentimiento»? ¿podemos anular nuestro propio pasado? En todo caso, el arrepentimiento es una actitud muy beneficiosa. Viene a mostrarnos que el hombre no se identifica consigo mismo. Estar arrepentido quiere decir: conozco mi propia miseria, pero siento en mí el anhelo por algo mejor y más grande. Lamento ser como soy.

Semejante sinceridad consigo mismo es una tarea de la vida, e incluso una tarea de la oración. Hoy precisamente necesitamos actualizar una palabra un tanto en desuso por el tiempo el recogimiento. Recogimiento es la victoria de la sinceridad en el fondo del alma. Pero para ser un «hombre recogido» suele ser preciso un largo y continuado esfuerzo. La paz del alma es, con frecuencia, el fruto de una vida llena de pruebas. Todos somos muy tardos en conseguir la paz interior, y sobre todo la vuelta a nosotros mismos en forma de arrepentimiento.

El arrepentimiento ha de ser para nosotros una tarea, una meta laboriosa. Debemos huir de la dispersión que llena nuestra alma y abrirnos camino hacia nuestro ser fundamental.

La vergüenza

La «vergüenza» nos hace tomar conciencia de que como hombres vivimos en comunidad. En la «vergüenza», el hombre se dice a sí mismo: por mi condición, yo debería ser una luz para los demás; pero no lo soy. Debería entregarme con amor tal como soy, tal como me he hecho; pero mi entrega es siempre con reservas.

En semejante actitud de humildad se encierra una generosidad que sólo en la auténtica oración se puede conseguir. En este sentido puede tener bastante interés considerar la traición de Judas y la de Pedro. Ambos intentaron librarse de su vergonzoso pasado.

Judas se quitó de en medio: «fue y se ahorcó» (Mt 27, 5). Pero no debemos juzgarlo precipitadamente. Su vergüenza lo llevó a ello. Con ello demostró al menos que tenía altura interior, que no soportó la idea de seguir viviendo como un traidor. Pero le dio a su pasado un sentido de culpabilidad definitiva. Al quitarse la vida impidió que su traición hacia Jesús llegara a tomar un sentido positivo. De este modo, su traición nunca pudo llegar a ser otra cosa que una traición.

Lo cual, desde luego, no es un juicio sobre su destino eterno, sino tan sólo una apreciación de su existencia terrena. Y aquí quisiera expresar un deseo: no imitemos a aquellos «cristianos» que se creen con derecho a condenar a Judas, pronunciándose sobre su vida eterna. Nadie está autorizado a ello, tanto más cuanto que Jesús lo siguió llamando «amigo» hasta el final. Lo que tengan que decirse dos amigos sólo les incumbe a ellos, y no a nosotros. Ninguno de nosotros tiene justificación alguna para alzarse sobre Judas. Todos hemos traicionado a Jesús de un modo u otro. Debemos limitarnos a rogarle a nuestro Señor que también a nosotros nos siga llamando «amigos» hasta el final. Sólo eso ya sería mucho, acaso mucho más de lo que podemos merecer de él.

Muy otro fue el caso de Pedro, que «salió y comenzó a llorar amargamente» (Mt 26, 75). Su traición fue sin duda una malvada acción, pero para él vino a significar una estación en el vía crucis de su vida. El supo aprovecharla para su salvación y su santificación.

Ningún otro ejemplo puede mostrarnos más claramente que el pasado puede alcanzar una valoración completamente nueva, a condición de que el hombre, a pesar de todo, vuelva a abrirse al amor, profesando como Pedro: «Señor, tú sabes que te amo» (Jn 21, 15 ss). Pero tampoco debemos olvidar que Jesús probó a Pedro muy duramente: tres veces le preguntó si lo amaba, recordándole con ello su triple negación.

En consecuencia, nadie es rechazado de antemano (ya lo vimos en el caso de Judas), pero tampoco nadie recibe su salvación fortuitamente, sin penitencia, sin superación de su pasado.

Y llegados a la cuestión de cómo podemos ayudar cristianamente a los pecadores, trataré brevemente sobre la longanimidad. Tener longanimidad es más que tener paciencia: supone una peculiar lentitud para el enojo. En todo el antiguo testamento resuena el eco de esta virtud: ya en el libro del Éxodo se dice de Dios que es un Dios compasivo y misericordioso, tardo para la ira y rico en bondad y fidelidad. En Dios, la longanimidad significa soportar las ofensas sin castigarlas. Por ello, un hombre que sea lento en airarse, en perder la calma, un hombre que sepa esperar y tener indulgencia es un testigo especial de Dios.

Debemos darles a los demás por lo menos tanto tiempo como el mismo Dios nos ha dado a todos para encontrarlo. Si hacemos esto siempre, no sólo cuando nos sentimos movidos a ello, no sólo alguna que otra vez, sino constantemente, incluso cuando estamos cansados ya y hartos, entonces estaremos dando testimonio de la «plenitud de la misericordia de Dios».

La penitencia

La liberación definitiva de nuestro pasado de culpa sólo puede tener lugar en el amor. Debemos saber percibir la palabra redentora: te amo a pesar (e incluso no «a pesar», sino «en») todo lo que llevas en tí de pasado. Como respuesta a tal amor de Dios, el hombre pecador podría declarar aquellas palabras en que se resume su redención: no soy digno de tu amor.

Y entonces se realiza nuestra salvación, como ya indicamos. Pues entonces tomamos conciencia de que algo más profundo y definitivo en nosotros mismos se ha alzado contra el mal. Y a la luz de este conocimiento podemos descubrir lo que en nuestro pasado ha habido de malo. Nuestro interior se divide, y lo que hay de malo es rechazado. Un nuevo futuro se nos abre y empezamos a percibir nuevos caminos.

Es cierto que el pasado no deja de seguir ejerciendo su influencia sobre nosotros, pero en el terreno del ser personal, allí donde el hombre es verdaderamente «él mismo», todo se transforma. E incluso aquellos elementos de un mal pasado que continúan vivos en nosotros cambian de signo y podemos ya interpretar nuestra vida anterior desde otra perspectiva. De este modo, en la penitencia, se realiza en nosotros una vuelta a Dios, incluso en aquellos casos (y quiero insistir en esto) en que el hombre no conoce expresa y conscientemente a Dios.

Voy a hacer aquí una divagación para explicar por qué, en nuestra existencia de cristianos, lo grande siempre viene de lo pequeño y el éxito siempre procede de la humildad.

En sus parábolas, Cristo trazó una imagen clara y precisa de la dinámica del reino de Dios: «El reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza que uno coge y lo siembra en el campo; y aun siendo la más pequeña de todas las semillas, cuando ha crecido es la más grande de todas las plantas y llega a ser un árbol» (Mt 13, 31-32). Y continúa: «El reino de los cielos es semejante al fermento que toma una mujer y lo pone en tres medidas de harina hasta que todo fermenta» (Mt 13, 33). Y más adelante: «El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, que quien lo encuentra lo oculta y, lleno de alegría, va, vende cuanto posee y compra aquel campo» (Mt 13, 44).

Y en otro evangelio: «El reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra; y ya duerma o vele, de noche y de día, la semilla germina y crece, sin que él sepa cómo. Por sí misma da fruto la tierra, primero la hierba, luego la espiga y después el grano» (Mc 4, 26-28). Y finalmente: «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto» (Jn 12, 24).

De estas indicaciones podemos deducir qué tipo de vida quiso proponernos Cristo y qué regla desea que apliquemos para medir y enjuiciar los acontecimientos terrenos. Basados en nuestra fe, incluso podemos valorar un impulso del corazón, por lo demás tan poco aparente como la penitencia, como una fuerza que hace historia y la apreciaremos quizás más profundamente que otras muchas fuerzas del mundo, a pesar de que éstas parezcan tener más poder.

Dios mismo, por medio del profeta Isaías, nos dice algo que encaja perfectamente en lo que venimos diciendo y que expresa inmejorablemente su esencia: «No os acordéis más de lo de otras veces, no prestéis atención a lo pasado; que voy a hacer una obra nueva que ya está comenzando, ¿no la veis? Voy a abrir un camino en el desierto, y a llevar ríos al secano» (Is 43, 18-19).

Por ello, ninguna novedad ha de sorprender demasiado al cristiano. Y por ello también, el cristiano no se ha de sentir indisolublemente ligado a nada del pasado, a ninguna de las cosas de antes, es decir, a ninguna cultura, a ningún sistema de pensamiento y a ninguna clase social. El cristianismo es una actitud esencialmente creativa, transformadora de la vida en su totalidad y, por consiguiente, completamente abierta al futuro.

Podemos nacer continuamente de nuevo, pero no antes de que se haya roto en nosotros el poder de lo antiguo. Y no se rompe este poder en tanto siga presente en nuestra vida como una carga de culpa. Por tanto, debemos deshacernos de la culpa, pero sobre todo de los escrúpulos. Cristo nos ha dado la posibilidad de hacerlo. El cristiano no debe vivir como si nada nuevo pudiera suceder en su vida. La penitencia debe ser siempre algo innovador en el campo del espíritu.

La cortedad de miras, la falta de visión del futuro, la incomprensión ante los problemas del presente y del mañana no son, en consecuencia, propios de la fe cristiana bien entendida. El cristiano debería estar poseído, en todas sus acciones concretas, por la inquietud de Cristo, no dándose por satisfecho nunca con lo ya conseguido, y sobre todo con nada que no responda a la voluntad de Dios en cada situación concreta.

«Ved que voy a hacer una obra nueva» nos sigue diciendo Dios aún hoy. ¿Hemos caído alguna vez en la cuenta de que la alianza de Dios con los hombres data de Abrahán y su anciana esposa, que se echaron a reír ante la idea de tener aún un hijo? ¿hemos constatado alguna vez que en todo el antiguo testamento apenas existen niños, sino más bien hombres sabios, experimentados y virtuosos? Y, sin embargo, este modo de obrar Dios en el «antiguo» testamento desemboca en la figura de un niño acostado en un pesebre, en un niño que después, siendo joven (pues a mayor edad no llegó Jesús), amó a los niños y los presentó como modelo, y finalmente murió en plena juventud.

La primera revelación del «nuevo» testamento es, acaso, que Dios quiere ser joven. La perfección cristiana no estriba, en definitiva, sino en estar continuamente preparados para percibir la voz de Dios en los acontecimientos de la propia vida, y no ensordecerla con un pasado de culpas no superadas. Cristo ha traído ríos de gracia al «secano» de nuestro mundo. El mismo habló de su amistad comparándola con un vino nuevo que no se debe echar en odres viejos. Con Cristo ha irrumpido en nuestra vida una fuerza tan poderosa y dinámica que ha hecho saltar, y siempre hará saltar, todas las formas del pasado.

Quiero citar un verso del salmo 50 (51) que puede sugerirnos mucho a propósito de la relación entre penitencia y oración: «Señor, crea en mí un corazón puro y dame un nuevo espíritu» (v. 12). En medio del mundo moderno, pedir un corazón puro puede parecer anticuado, o al menos algo que no está a la altura de las circunstancias actuales. ¿Un espíritu nuevo? ¡Eso sí! La humanidad está empeñada en la tarea de crear algo profundamente nuevo con un espíritu nuevo. Pero ¿un corazón puro? ¿qué puede significar eso? Aquí se pone de manifiesto la confusión que reina en los tiempos que corren.

Si nosotros los cristianos le debemos algo al mundo de hoy es, ante todo, un corazón puro. El espíritu nuevo se engendra, casi diría que automáticamente, a partir de un corazón puro. ¿Qué quiere decir exactamente un «corazón puro»? No es una casualidad que el corazón se haya convertido en el símbolo del «centro» de la persona. «Corazón» es la unión de cuerpo y alma, de actitud interior y de acción exterior. Todo se reduce aquí a que nuestra vida sea auténtica, a que seamos sinceros con nosotros mismos, a que oremos con franqueza, en una palabra, a que seamos limpios con nosotros y con Dios. Y esto ocurre cuando nos presentamos ante la presencia de Dios en la oración. La penitencia, por tanto, no es cosa de débiles.

Penitencia, en este sentido, sería la rectitud del alma, que no se deja desviar por ninguna circunstancia de la vida, sino que da nacimiento a un nuevo espíritu. Debemos pedirle a Cristo un corazón puro, una actitud noble, sincera y abierta al futuro, para que podamos realizar este futuro con un nuevo espíritu. Nosotros, precisamente nosotros, deberíamos construir un nuevo mundo con un nuevo espíritu. Y esto sólo podemos hacerlo con un corazón puro. De ahí que ambas cosas dependan la una de la otra: el corazón puro y el nuevo espíritu.

Ya sé que esto no es fácil de conseguir. Por ello necesitamos la oración. Sin embargo, si somos sinceros, descubrimos aquí otra gran dificultad: a veces, sin culpa nuestra, arrastramos una oscuridad con nosotros, que quizás hemos de soportar toda la vida. ¿Podemos orar tranquilamente, a pesar de todo? ¡Desde luego que sí! Sobre esta oración en la oscuridad trataré en el capítulo que sigue.

6. Las postrimerías

En este apartado quiero tratar sobre aquellos misterios que solemos llamar (curiosamente) «postrimerías». Más de una vez he aludido al hecho, poco tranquilizador por por lo demás, de que numerosos sacerdotes hoy no predican ya sobre el cielo. No voy a analizar aquí de dónde viene esta indiferencia o esta incapacidad. El mejor método de contrarrestarla sería quizás que comenzáramos de una vez a tratar sobre el cielo de un modo positivo, primero entre nosotros y luego, iluminados por la meditación sobre Dios, predicando este mensaje a los hombres de hoy.

Resistencia al pecado

Para poder hablar de un modo humano sobre el cielo, debemos ocuparnos primero de algunas cuestiones para aguzar nuestra vista. Y voy a comenzar con unas reflexiones sobre el pecado, es decir, sobre aquello que nos impide el acceso al cielo. Yo, personalmente, no veo tanto el «pecado» en los actos concretos de insurrección, esto es, en los «pecados», cuanto en un irse apartando, a veces imperceptiblemente, del camino recto, a lo cual yo llamaría el «pecado de la vida». En él, nuestro ser se va haciendo cada vez más duro y cerrado, sin necesidad de que nos sintamos impresionados o perdidos.

A cada paso que da una persona desviándose del camino recto, puede aún decirse a sí misma que es algo justificado, incluso bueno y de acuerdo con el cristianismo. Sin embargo, en el curso de este desmoronamiento interior va surgiendo una persona que no aspira ya a una mayor perfección y se va sintiendo intranquila e insatisfecha consigo misma.

Y otro rasgo muy importante: el «pecado de la vida» no es algo dramático o titánico. Es muy fácil decir que somos grandes pecadores. Pero existen condiciones de vida, momentos de debilidad existencial, en los que el hombre no consigue traducir a la realidad su propia disposición interior. Las manifestaciones de nuestro núcleo interior pueden, en tales casos, entrar claramente en la categoría moral del «pecado venial». Pero a base de pequeños engaños puede ser que lleguemos a vivir en una completa falsedad. Ciertamente, con semejante disposición, el hombre no puede entrar en su culminación eterna, en el cielo.

Como otros muchos, he intentado elaborar una hipótesis sobre la muerte humana, según la cual la posibilidad de ir al cielo está abierta a todos los hombres. No voy a exponerla aquí con detalle, sino tan sólo resumir lo esencial.

Según esta hipótesis, en la muerte se nos abre la posibilidad de realizar el primer acto íntegramente personal en cuanto seres libres. En consecuencia, la muerte es el momento privilegiado de toma de conciencia, de libertad, de encuentro con Cristo y de decisión sobre el destino eterno. En esta hipótesis se explica cómo la salvación que nos ha alcanzado Cristo es algo realmente universal, y que, por tanto, todo ser humano sin ninguna excepción puede tomar una decisión frente a Cristo en el pleno uso de sus facultades, con plena claridad y con completa libertad. Partiendo de esta hipótesis podríamos reelaborar los temas principales de la teología, como por ejemplo la cuestión de la pertenencia a la Iglesia, la esencia de los sacramentos, la universalidad de la redención y la cuestión de nuestras relaciones personales con Cristo. Pero esto sería apartarse del tema de este capítulo.

El purgatorio

Una vez que se ha entendido la muerte como el proceso final de apertura a Dios, ya se puede comprender la realidad del purgatorio. En la muerte tiene lugar un derrumbamiento de todo cuanto de desviado ha ido reuniendo el hombre en sí mismo. En ella se enfrenta a lo que él es realmente a cuanto en su ser tiene una duración eterna. Sus éxitos se ven destruidos, su poder anulado y su riqueza desaparece. Ya no tiene en su existencia «apoyos exteriores» a que recurrir. Y todo su ser depende en ese momento de lo que aún queda de su vida: su deseo, su súplica de ayuda y perdón.

Entonces reconoce el hombre que de su existencia sólo queda aquello que ha entregado: su desprendimiento. Y con frecuencia son las experiencias más comunes y triviales de la vida las que ahora se condensan tomando su verdadero sentido: las horas de paciencia junto a un amigo molesto, el misterio del sufrimiento y del dolor, las vivencias de entrega en la amistad y en el amor, los momentos de felicidad, la disposición para llorar con los que lloran, reír con los que ríen y participar en la vida de los demás.

Para mí, el purgatorio es simplemente esta última «reversión del hombre a su actitud esencial». Y es precisamente el proceso que todo amante experimenta o debe experimentar: la sumisión final. Podemos definir el purgatorio como el encuentro del hombre con su auténtico ser: un proceso momentáneo de vuelta a sí mismo en el abismo de la muerte que le da a la propia muerte su verdadera dimensión.

Pero al encontrarse el hombre a sí mismo con plena sinceridad, se enfrenta al mismo tiempo con Cristo. Es a lo que llamamos «el juicio».

El juicio

En este sentido, el llamado «juicio» sería la revelación de la presencia de Cristo en nuestro ser. En el evangelio de Mateo se nos transmiten unas palabras de Cristo en que presenta a los hombres preguntándole en el último día: «Señor, ¿cuándo te hemos hecho eso nosotros?». ¿Cuándo te vimos hambriento, sediento, desnudo, enfermo, peregrino y en prisión? Y es que, al parecer, hemos realizado los principales hechos de nuestra vida sin habernos dado plena cuenta de ellos. El encuentro con Cristo tiene lugar en lo escondido de nuestra existencia. Y el juicio final tan sólo consistirá en hacer patente aquella dimensión de nuestras obras que, por encima de su caduca existencia temporal, desembocan directamente en Cristo.

La base última de nuestras experiencias, de nuestra esperanza, de nuestro anhelo de amistad y amor, de bondad y cooperación, el fundamento de nuestras triviales acciones de ayuda desinteresada es el mismo Cristo. Y de repente se encuentra el hombre ante su ser eterno y descubre que todas sus obras buenas habían sido ya obras de Cristo, movidas por el corazón de Dios. Todo lo demás no cuenta, se desvanece, y deja de ser un estorbo para que el hombre entre en el gozo infinito.

Eso es el juicio: las cosas son puestas en su sitio. Pero qué simples son en el fondo las cosas: el juicio es el anuncio de la alegría. Y en cambio, ¡a cuántos la mera palabra «juicio» les ha apartado de acercarse a este mensaje de felicidad!

Después de estas reflexiones, quisiera aún decir algo sobre un tema que propiamente no pertenece a este capítulo: el infierno, pero lo haré en pocos términos.

El infierno

Una cosa debemos dejar en claro: el infierno no es algo con que nos tropezamos, no es algo que Dios haya montado expresamente para nuestras malas acciones. No hay nada grandioso ni monumental en él. El infierno es simplemente el hombre mismo, equiparado definitivamente con lo que es, con lo que puede conseguir de sí mismo. El infierno es el modo de existencia de una persona que está satisfecha consigo misma. Sólo que por toda la eternidad. Es el que no tiene ni desea otra cosa que a sí mismo.

El infierno no es una amenaza exterior (y ruego a mis lectores que me interpreten bien y no se escandalicen con lo que digo). Y no es una amenaza exterior porque en realidad no existe un lugar llamado «infierno». Se trata sólo de la disposición del corazón. Todo debe vivir en el cielo, porque Dios ha creado el mundo para el cielo. Pero este cielo, este mundo empapado de Dios, es vivido según la disposición interior de cada uno. El que se ha hecho pobre está preparado para experimentar su belleza. Pero el que se ha engolfado en sus riquezas debe contentarse con ellas. El que es capaz de resistir el cielo, es decir, el que es capaz, por el amor, de recibir cada vez más y de entregarse al mismo tiempo cada vez más, ése está en el cielo y vive en la felicidad eterna del amor. Sólo aquél que no tiene ya valor para amar es incapaz de soportar el cielo.

Pecado, purgatorio, juicio, infierno... hemos analizado estos terribles conceptos sólo para tomar conciencia de que la única palabra que tiene validez eterna es el amor.

La resurrección

Ahora tocaré algunos temas del mensaje cristiano a la luz de la mencionada hipótesis. De lo dicho anteriormente se desprenden unas consecuencias que obligan a los teólogos a una reelaboración de sus posturas tradicionales:

1) El hombre auténtico se realiza como resurrección. Resurrección significa culminación de la vida. La corporalidad se expande en la persona: la vista se transforma en saber, el tacto en reconocer, el oído en comprender. El verdadero significado del ser humano lo vislumbramos en la figura de Cristo resucitado, que ha superado todas las fronteras de lo corporal. Su resurrección no fue un simple regreso, sino más bien un cambio en su ser, una transformación. Y nuestra propia eternidad e inmortalidad está basada en el resultado que tuvo su muerte.

De acuerdo con esta hipótesis (y vuelvo a rogar que nadie se escandalice: esta idea es completamente ortodoxa, y de ningún modo herética), debemos dejar de agarrarnos literalmente a la llamada «inmortalidad natural del alma humana». El hombre se arroja en el tú personal de Dios, en lo eterno e inmortal. De este modo, la resurrección es algo más que la mera inmortalidad: es un acontecimiento que transforma todo el ser personal del hombre, como unidad cuerpo-alma. Entendida de este modo, no habría ninguna diferencia entre inmortalidad y resurrección.

2) La resurrección se realiza en la misma muerte. Es frecuente concebir la muerte humana como «separación del cuerpo y del alma». A la vista de lo dicho antes, esta idea es insuficiente, parcial y descaminada. El hombre no consta de «dos cosas», sino de un único ser, en el que materia y espíritu están indisolublemente unidos. De ambos componentes surge un tercero que no es ya ninguno de los dos por separado. El alma humana se encarna en la materia por necesidad de su propio ser, y así precisamente es como existe como «alma». Y el cuerpo es un constitutivo esencial del alma misma. Así, el alma no es una «cosa» (un «ens quod»), sino una relación esencial a la materia (un «ens quo»). Sólo existe, por tanto, un único hombre. O, para expresarlo con más rigor y exactitud, sin el cuerpo no quedaría del hombre nada en absoluto. Por ello debemos entender también el tránsito, la decisión final en el momento de la muerte, como el momento de la misma resurrección. Y si esto es así, se sigue además que:

El hecho de la resurrección debe ser universal. Todo el universo está resumido en nosotros, los hombres. Pues somos hijos de la tierra, de una tierra que no es meramente el lugar de nuestro desarrollo independiente y autónomo, sino que más bien pertenece a nuestra propia constitución, como antes lo hemos señalado en la relación cuerpo-alma. Y si existe la inmortalidad de nuestra alma, y la consiguiente resurrección de nuestro cuerpo, entonces todo ello ha de traer consigo la transfiguración de todo el universo. De lo cual se sigue que:

Cristo está aún por venir. Cristo alcanzará su «plenitud cósmica» sólo cuando los hombres, que deben realizar su culminación (en palabras de Pablo: el «pleroma»), se abran íntegramente a él con el amor que haga realidad la unidad del ser. Entonces se cumplirá el anhelo de los hombres y del mundo: Erit omnibus omnia Deus: Dios lo será todo para todos.

Tras esta introducción, volvamos ahora al tema central de este capítulo.

El cielo

¿Qué alcanzaremos cuando prolonguemos en el cielo nuestra experiencia de la vida en este mundo? Surgirá en nuestro espíritu un mundo lleno de desarrollo y expansión: un vivir con Dios que integrará en la vida infinita de Dios todo el proceso de evolución, toda la vida y el sentir que existen en el mundo.

La Biblia acumula una comparación tras otra para explicarnos de una manera sencilla la felicidad infinita del cielo: «Yo seré un Dios para él, y él será para mí un hijo». Los justos se sentarán con Cristo «en el trono de Dios». Y «brillarán como las estrellas».

Son comparaciones de dicha, de pureza, de luz y de vida. Jesús presentó una y otra vez la vida eterna como «unión con Dios»: «El que me ama guardará mi palabra e iremos a él y viviremos con él». «Beberéis y comeréis a mi mesa en mi reino». «Ved que estoy a la puerta y llamo. Si alguien oye mi voz y me abre la puerta, entraré con él y comeré con él y él conmigo». «Al vencedor lo sentaré en mi trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi padre en su trono».

Intentemos olvidar ahora por un momento estas comparaciones y tratemos de rastrear el misterio contenido en la oración de Cristo en su última cena: «Padre, el mundo no te ha reconocido, pero yo te he reconocido, y éstos que están aquí conmigo también te han reconocido y saben que tú me has enviado. Les he revelado mi nombre para que aquel amor con que me has amado (es decir: el Espíritu santo) esté en ellos y yo también esté en ellos».

Este amor de Cristo en nosotros se convertirá en vida eterna en el cielo. Apenas podemos expresar lo que ello significa de creciente intensidad de vida, de existencia luminosa. De ahí que no sean de mucha importancia cuestiones como la de si somos o no inmortales por naturaleza, o la de qué figura asumirá el mundo al entrar en el nuevo ser de la resurrección. Lo importante es: nosotros amamos a Dios. Dios nos ama. Su amor es infinito y lo abarca todo. Y este amor se convertirá en nuestro propio ser, eterno y perfecto.

La resurrección de Cristo ha iniciado ya los «últimos tiempos». Pero para que permanezcamos fieles a nuestro destino de amar a Dios es preciso que intentemos ya hoy vivir del cielo. Ese es nuestro fin y nuestra salvación. El Dios hecho hombre nos prometió la vida con diversos nombres: reino de los cielos, tierra de los vivos, consolación, realización de todos nuestros deseos, misericordia infinita, vida con Dios... Y también el camino hacia el cielo nos lo ha indicado Dios: renuncia a nosotros mismos, mansedumbre, paz y, sobre todo, hambre y sed de justicia. Todas estas son propiedades esenciales del amor, por el cual el hombre se gana a sí mismo al entregarse.

Tras este esbozo, inevitablemente fragmentario, sobre la esencia del cielo, trataré de una cuestión bien concreta: ¿cómo podemos anunciarle el cielo al hombre de hoy? Para dilucidarla analizaré algunas características esenciales del hombre actual, y luego veremos qué se le puede o debe decir del cielo, y cómo.

El hombre de hoy

El hombre de hoy está decididamente marcado por la técnica. Y el hombre del futuro se relacionará con la técnica de una forma del todo diferente. Pero no se trata de lamentar o celebrar este hecho, o de simplemente acomodarnos a él, sino más bien de averiguar las características del hombre actual que tienen especiales puntos de contacto con el mensaje cristiano. Dios ha redimido a «este» hombre, y también este hombre recibe de Dios la posibilidad de entrar en el cielo.

1) Rendimiento. El primer rasgo fundamental de este «hombre nuevo» lo veo en su lucha por alcanzar metas, en su rendimiento. Se encuentra siempre emplazado ante tareas a realizar. Su actitud interior está fundamentalmente «ligada a objetivos». Y con ésta se relacionan una serie de otras características: tenacidad, tesón, exactitud, disciplina. El hombre nuevo vive en un mundo altamente planificado. Y la valoración de sus acciones viene dada por sus resultados prácticos.

Objetividad. Con el rendimiento está relacionada otra propiedad: este hombre está guiado por la realidad, es un hombre objetivo. Debe atender, con toda la tensión de su espíritu, a las indicaciones que le vienen de la misma realidad. Su actitud fundamental es la de escuchar la verdad de las cosas, una especie de «devoción terrena». Este hombre está formado por el objeto. Y este objeto sólo puede alcanzarlo mediante una máxima concentración y excluyendo los sentimientos subjetivos. Semejante postura no conoce un «más o menos». Sólo puede contar con hechos, si no quiere que el resultado se malogre.

Entrega. En esta actitud veo ya otra característica: la entrega. El hombre nuevo debe, en cierto modo, prescindir de su subjetividad; debe, por así decir, ponerse a sí mismo entre paréntesis. Lo que cuenta es la obra alcanzada, y para poder conseguirla no ha de haber lugar a blanduras, concesiones subjetivas o debilidades. Los reconocimientos han de venir del objeto. Con esta actitud, todo el hombre será arrancado de cualquier capricho o arbitrariedad.

Frialdad. De todo esto se deriva, en mi opinión, una característica muy señalada del hombre actual: su frialdad. Este hombre es más crítico, más desconfiado, incluso más escéptico que los de la generación anterior. Ante todo no quiere lanzarse a ninguna aventura. Lo que ha sido conseguido y construido con tanto esfuerzo no se puede poner en juego.

Sabe que con su disciplina y su exactitud profesional le proporciona una nueva solidez a la comunidad humana. En casi todos los otros terrenos cree, no importa si con razón o sin ella, encontrarse con inexactitud, palabrería, lucha y diferencia de opiniones: en política, en filosofía y sobre todo en religión. Su actitud carece de emoción y de consignas. Para él las fuerzas realmente constitutivas de la sociedad han de ser: la sobria claridad, la atención a lo esencial, la objetividad realista y una estricta autodisciplina. Sólo estas cualidades pueden, según él, construir el mundo futuro y librar a nuestro presente del caos que lo amenaza.

5) Ordenación. Con esta sobria frialdad del nuevo hombre está relacionada otra característica muy importante: su actitud ética se apoya en una disciplina de orden objetivo. Para este hombre es evidente que ha de integrarse en un plan de trabajo. La obra misma, el sentido del trabajo, exige de él una considerable ordenación.

Sin embargo, esta ordenación no es propiamente una subordinación, un mero cumplir órdenes. En un complejo técnico bien planificado ya no se puede hoy «ir dando órdenes». En cierto sentido ya no hay subordinados, o más bien todos están subordinados a la disciplina objetiva de la tarea a realizar, y todos tienen la misma dignidad. Cuanto más complicado es un trabajo, tanto mayor ha de ser la integración de los individuos en comunidades operativas. Cada uno de ellos en su especialidad debe rendir con la mayor exactitud, y sólo a base de esta estrecha colaboración se pueden obtener los resultados deseados.

6) El hombre, «materia prima» de la planificación. De todo lo anterior se deduce otra característica fundamental del nuevo hombre: su actitud es la de dominio universal. Y no sólo en el sentido de una «sociedad planetaria», sino también en lo que yo llamaría «parentesco universal». El hombre actual no conoce ningún ámbito del universo que le esté prohibido en principio. Ni los abismos estelares del cosmos, ni la estructura subatómica de la materia, ni el edificio bio-físico del ser humano. Tiene incluso el proyecto, lleno de esperanzas pero también de peligros, de aplicar su poder de transformación al propio hombre, y aun hacer de sí mismo el objeto de la planificación. Este nuevo hombre mira al mundo, y a sí mismo, como la materia prima con la que quiere construir, según sus propios planes, un nuevo mundo y un hombre nuevo. He tratado de esbozar algunas de las características fundamentales del hombre actual. Ya sé que para muchos no son nada satisfactorias. Sin embargo, Cristo ha redimido a este hombre precisamente, y con ello le ha abierto también las puertas del cielo. Pero ¿qué hay de positivo en este «nuevo» hombre?

La grandeza del hombre

La grandeza del universo se le ha revelado a este nuevo hombre. Y él se ha consagrado a ella.

Su silencio es, por tanto, expresión de una fuerza contenida. Todo lo pequeño y vulgar le parece molesto y extraño. Preguntémonos entonces con toda sinceridad: ¿es capaz este hombre de soportar aún la imagen mezquina y burguesa de Dios que tanto se le ha predicado?

De la grandiosa experiencia de su inmensa tarea, el hombre actual deriva una profunda confianza. El sirve al futuro, es el constructor de una nueva tierra. Está dominado por una ética de servicio. Y ello supone una entrega sin aspavientos. Sabe que no trabaja para sí mismo, que el mundo que quiere construir estará al servicio de otros. De esta ética de servicio surge una gran confianza, que él expresa a veces conscientemente: lo que yo hago tiene verdadero valor.

Finalmente quiero notar que este hombre actual es un hombre del futuro. Por peligroso que a muchos les parezca el mundo, este hombre tiene la seguridad de que llegará a dominarlo. Cuando sigue fielmente las leyes de la naturaleza y lleva a cabo su trabajo con exactitud, el éxito le parece cosa segura.

De ello resulta un nuevo tipo de serenidad, como actitud fundamental ante el mundo. Es la tranquilidad y firmeza de un hombre que se enfrenta con las fuerzas más peligrosas de la naturaleza, sabiendo que puede llegar a sojuzgarlas. De ahí resulta a su vez el convencimiento de que el mundo es bueno y podemos sentirnos seguros mientras obedezcamos las leyes en que se basa y construyamos el futuro de acuerdo con ellas. Este convencimiento es quizás el punto en que el hombre de hoy se acerca más a los terrenos de la metafísica y de la religión.

Este esbozo, sin duda incompleto, de lo que hay de positivo en la renaciente conciencia universal no pretende presentar un «tipo ideal» de hombre. Algunas características de este nuevo hombre nos resultan chocantes, e incluso parece que la esencia del ser humano está empobrecida en él. Sin embargo, hemos de insistir de nuevo en que el cristiano debe ver en esta irrupción del nuevo hombre un don de Dios concedido a nuestro tiempo. Y un don de Dios es siempre una tarea a realizar.

El emocionante discurso de Juan xxiii en la apertura del concilio Vaticano ii corroboró en líneas generales esta actitud abierta del hombre del siglo xx. Considero que este discurso tiene más relevancia que lo que pueden haber declarado muchos documentos conciliares:

En el cumplimiento de nuestra diaria tarea de pastor, lamentamos tener que oír a veces a personas que, aun llenas de celo apostólico, no están abiertas a la discreción de espíritus y a la justa medida. Sólo ven en los tiempos modernos rebeldía y corrupción. Dicen que nuestro tiempo, en comparación con los anteriores, se ha vuelto peor. Se comportan como si la historia, que siempre ha de ser nuestra maestra, no les hubiera enseñado nada... De ningún modo podemos estar de acuerdo con estos profetas de mal agüero que sólo nos vaticinan desdichas. Tal como están hoy las cosas, nos enfrentamos a una nueva ordenación de las relaciones interpersonales. Este nuevo orden habrá de realizar, con la cooperación de los hombres, los inesperados y sorprendentes planes de la providencia divina.

Creo que, con este mismo espíritu, podemos hablarle al hombre de hoy sobre el cielo, aprovechando para ello las cualidades positivas que he mencionado: su silencio, su entrega y su serenidad. Cualidades que ciertamente son signos de grandeza. Y cualidades también que nos permiten, quizás no con muchas palabras, pero sí con nuestro testimonio, llevar al hombre de hoy al encuentro de un futuro absoluto y definitivo.

Pero además existen algunos rasgos, o quizás sólo puntos de partida, que nos permiten anunciarle a este nuevo hombre lo esencial sobre el cielo. Y digo «puntos de partida» porque no puedo estar seguro de que mi análisis sea del todo correcto. No obstante, no voy a privar al lector de mis reflexiones al respecto, rogándole, sin embargo, que las verifique personalmente.

«Puntos de partida» para la predicación sobre el cielo

En primer lugar, cada uno de nosotros recibimos de Cristo la gracia del seguimiento. En este sentido, cada persona es un portador de la cruz, en la medida en que es hombre. El que toma voluntariamente sobre sí su cruz es un cristiano. Aquél que dice por ejemplo: Es justo, así debe ser; acepto mis sufrimientos porque Cristo así lo hizo también.

Esta actitud es la que hace realidad el reinado de Cristo sobre el mundo, del cual algún día habrá de surgir el cielo. Vida verdadera sólo existe allí donde el hombre se enfrenta a una tarea. Y esta tarea significa siempre «cruz». En mi opinión, el hombre de hoy entiende esto muy bien. En realidad, todos los hombres tienen que sentirse frustrados en algún aspecto de su existencia. Pero los cristianos podemos y debemos hacerlo por amor. Quien tiene el valor de pedirle a Cristo esta actitud, hasta la plena renuncia a sí mismo, o al menos el valor de desear poder hacerlo, significa que tiene el valor de ser cristiano. La aceptación de uno más grande es el único camino para la grandeza.

Y una cosa debemos recordar aquí seriamente: semejante seguimiento no es un acontecimiento fuera de lo corriente. Todos se encuentran alguna vez con la cruz. Pero cristiano es el que, conscientemente o sin darse cuenta, dice sí a este seguimiento. Creo que el hombre de hoy está perfectamente preparado para comprender que el camino hacia el cielo conduce a través de la cruz, que acaso sólo consista en ser fiel a la tarea que la vida encomienda a cada uno.

Otro punto de partida para el anuncio del cielo sería quizás algo que podemos aprender de María: la aceptación. Cristo fue bajado de la cruz y colocado en el regazo de María. ¿Qué pensaría ella entonces al ver así a su hijo? Acaso reflexionara sobre su propia vida. Como la de todos los hombres, su vida era un camino lleno de inquietudes, con los rasgos propios de una persona sencilla: escasez, sufrimiento y lágrimas, y algunas pocas alegrías. Unos momentos de profunda felicidad y muchos de monotonía y vacío. Y todos le debieron parecer insignificantes. En ella se realizaba la apertura del mundo hacia Dios. Y al final recibió un último don: sin tener que rechazar ningún momento de su vida, entró en la patria eterna.

Creo de nuevo que el hombre de hoy, que suele pasar la vida al servicio de otros, puede muy bien llevar a cabo esta sencilla aceptación de una vida corriente como don de Dios y promesa del cielo, sin necesidad de que le hablemos de María, pues él quizás no la comprendería.

Finalmente quiero tratar sobre un tercer «punto de partida» que me parece muy importante: la alegría. Con la resurrección de Cristo se nos abrió definitivamente el cielo. Desde entonces la actitud fundamental del cristiano, por encima de todas las otras, es la alegría, como orientación de todo su ser. Con esta actitud deberían de recibirse todas las experiencias de la vida, incluso las del sufrimiento y la muerte. Y a la inversa, donde hay alegría, aun callada y temerosa, está ya presente nuestro señor Jesucristo y también su promesa final, el cielo.

En este sentido, todos los hombres, estén o no bautizados, experimentan en su ser el cielo. Vivir del cielo en la tierra, irradiar alegría en el mundo: esa es la tarea de los cristianos. Y vivir el cielo como la más auténtica realidad, haciéndolo merecedor de crédito para nuestros amigos, sería dar testimonio cristiano en el mundo, de modo que no sólo alcancemos el cielo nosotros sino que lo acreditemos ante los demás.

Y terminaré con una observación: todas las verdades sobre las que he tratado se podrían también entender de otro modo, interpretándolas de un modo más negativo. He pasado quizás por alto los aspectos más tristes y oscuros de la única verdad. Pero cada persona tiene su propio estilo de concebir la verdad. El mío fue positivo, conciliando los extremos. ¿Acaso la «verdad» es sólo un saber sobre los aspectos oscuros de la existencia humana? ¿Acaso la «filosofía» cristiana, es decir, el «amor cristiano a la verdad» es algo triste?

7. Eucaristía

El sacramento de la eucaristía, cuya riqueza y significación para la oración quiero exponer ahora, es una realidad muy compleja. Abarca toda la vida cristiana en sus estructuras. Además tiene dimensiones interpersonales y cósmicas. Es también la síntesis de todos los otros sacramentos y, por tanto, el punto central de nuestro encuentro con Dios.

Por todo ello es difícil hablar de la eucaristía. No se puede agotar toda su riqueza en un solo concepto. A ello se suma que los textos de la celebración de la eucaristía han cambiado en los últimos tiempos, aunque conservando su esencia. Por ello, cuando se trata sobre la eucaristía casi no existe otro camino que desarrollar los aspectos que interesan, sobreentendiendo todo el conjunto.

Para aligerar en lo posible esta exposición, me contentaré con analizar una de las oraciones eucarísticas más significativas. La liturgia del Corpus fue redactada por Tomás de Aquino, doctor de la iglesia, por encargo del papa Urbano iv, en el año 1264. Es, sin discusión, una obra clásica de penetración dogmática y oración eclesial. La antífona del Magníficat de la segunda víspera nos ofrece una imagen de conjunto del sacrificio eucarístico,

de la santa misa: «Sagrado banquete, en que se recibe a Cristo, se conmemora el recuerdo de su pasión, el alma se llena de gracias y se nos da una garantía de gloria futura».

En esta oración está expresada, de modo condensado, la esencia del sacrificio de la misa en toda su plenitud de significación. Cada expresión está en su justo lugar, tiene un sentido inconfundible y es de una gran profundidad. Consideremos esta oración palabra por palabra.

Sagrado banquete

1) Banquete: ésta es la primera, la fundamental propiedad de la sagrada eucaristía. Es, en su esencia, un convite. En el texto latino aparece la palabra convivium, que deriva del verbo convivere, cuyo significado primordial es el de «convivir». Y sólo en sentido figurado llega a significar «comer juntos». Pero este «comer juntos» es la imagen metafórica, la expresión festiva de la convivencia humana. Y, en efecto, en la eucaristía celebramos nuestra comunidad de vida como seres humanos.

Muchos están hoy ya convencidos de que la comunidad humana es el «producto» de una evolución de miles de millones de años, que, a su vez, es la culminación de la evolución conjunta de todo el universo. Este colosal sistema del ser se define por la tendencia a alcanzar puntos cada vez más elevados de desarrollo. La concentración de la evolución en el hombre viene dada por la capacidad que éste tiene de amor, de convivencia. En el terreno humano, a dos seres les es ya posible hacerse «uno» por la amistad o el amor, y ello de un modo real, no simplemente metafórico. Ese es precisamente el misterio del espíritu: la capacidad de unificación.

Pero en el cristianismo la llamada al amor se hizo universal, es decir, se extendió a toda la humanidad.

Con el cristianismo, el universo ha alcanzado un estado completamente nuevo: la evolución cósmica se condensa y llega a su última cima, ya insuperable: la fusión de toda la comunidad humana. Por ello, el amor universal, la auténtica convivencia humana, es el paso más importante y definitivo de la evolución.

Y esa convivencia humana que celebramos en la santa misa es, por tanto, un acontecimiento del universo, aquello a lo que estaba orientada desde el principio toda la evolución cósmica. En la santa misa, el universo se congrega y alcanza un nuevo estado de desarrollo. Por consiguiente, cuando celebramos la eucaristía recogemos en nosotros las fuerzas de la evolución y conducimos el universo a su máxima culminación. La misa es siempre una misa del mundo, la coronación de sus bellezas, de sus sufrimientos y de sus secretos anhelos.

En la santa misa festejamos este acontecimiento del universo bajo la forma de un banquete. Pero no debemos olvidar que un banquete no es tan sólo (aunque sí también) un acto culinario. Por encima de todo es un acontecimiento del espíritu. O mejor, ambas cosas juntas: comemos y bebemos juntos y al mismo tiempo conversamos fraternalmente. Y a veces la conversación se entona, gana altura y toca las últimas cuestiones del ser, como, por ejemplo, en el Banquete de Platón.

En el banquete se expresa nuestra posición en el universo: arraigados en la naturaleza, comunicando con ella mediante la comida y la bebida, y, al mismo tiempo, elevándonos hasta el reino del espíritu, hasta la esfera de la comunicación con Dios. Llevamos con nosotros al mundo, pero, no obstante, nos remontamos por encima de él. Esa es, reducida a lo esencial, la significación del término «banquete», convivium. Pero este banquete recibe el calificativo de «sagrado» en nuestra oración. Analicemos un poco este concepto.

2) Sagrado, o santo, es lo que está en contacto con Dios, lo que participa de Dios. La evolución del universo es sagrada en el sentido de que, siguiendo desde el principio los planes de Dios, se esfuerza por culminar en lo espiritual por medio del hombre y, por medio de él también, entrar en contacto con el mismo Dios y participar en la vida de Dios. Atraídos por el amor de Dios, somos portadores del impulso del universo hacia la santidad. Somos, por ello, la cumbre que comunica santidad a todo el proceso universal. En nosotros y por nosotros ha de alcanzar el universo el estado de santidad.

De ese modo, cuando hacemos converger en el banquete nuestra convivencia humana y el desarrollo del universo, se despierta en nosotros de un modo natural el anhelo de continuar la línea de evolución cósmica hasta alcanzar la unión con Dios. Animados por el impulso de la evolución, podríamos así realizar lo que al parecer es imposible. La cuestión es: ¿cómo ocurre esto?

En su ya larga historia, la humanidad siempre buscó la unión con Dios. Siempre anheló santificarse, y a esta aspiración le dio el nombre de sacrificium, que literalmente significa «realización de lo sagrado», idea ya algo perdida en nuestro término «sacrificio». Con ello se pretendía llevar a cabo una acción de tal fuerza que se elevara hasta la divinidad. Estos intentos, siempre vanos, se expresaron con frecuencia de forma espantosa y a menudo contradictoria. Sin embargo, al cabo de los siglos, bajo la dirección de Dios y obedeciendo a su influjo casi imperceptible sobre el espíritu humano, vinieron a cristalizar en la siguiente forma de sacrificio:

Para alcanzar la santidad, para entrar en contacto con la divinidad, el hombre debe, en primer lugar, alejarse de todo cuanto es indigno o impuro. Debe realizar una conversión. Y debe quedarse únicamente con lo mejor de su propio ser y ofrecérselo a la divinidad: el sacrificio. Para ello necesita de una ofrenda simbólica: una realidad de la tierra que él aparta de los demás objetos y la ofrece a Dios, equiparándose con ella. La ofrenda lo representa a él, y él se identifica con ella.

Luego sigue la transformación: Dios irrumpe en el proceso del sacrificio, acoge la ofrenda del hombre y por ella lo toma también a él. Mediante este recibimiento, lo terrenal se transforma en divino. Y finalmente la comunión: una vez que Dios ha recibido la ofrenda y la ha transformado, divinizándola, se la devuelve al hombre. Con ello se cierra el círculo del sacrificio. El hombre ha alcanzado una unión, una «comunión» con Dios. El, y por él todo el universo, se ha divinizado, se ha hecho «sagrado».

Esta misma estructura, profundamente humana, Cristo la ha recogido y la ha transfigurado. En ella podemos reconocer todo el proceso de la celebración eucarística. Cristo culmina todo lo auténtico y genuinamente humano. Ciertamente podía haber trazado un camino completamente diferente hacia Dios. Pero no lo ha hecho, sino que ha asumido toda la experiencia de la humanidad y la ha completado, dándole su sentido verdadero.

Cristo nunca es abolición, sino siempre culminación de lo humano. Después que Cristo vino a nosotros, todo este esfuerzo de la humanidad por conseguir la unión con la divinidad ha alcanzado su más pleno cumplimiento. Pero a partir de ahora ya no es una divinidad indefinida aquella con la que la humanidad, y con ella el universo, se identifica: es Jesucristo resucitado.

En que se recibe a Cristo

Voy a indicar brevemente cómo se realizan en la misa estos cuatro momentos del sacrificio que he mencionado.

1) Conversión. Al comienzo de la misa el sacerdote invita a la comunidad a pedir perdón a Dios. Luego se acerca al altar y pide: «Señor, líbranos de nuestros pecados y permítenos celebrar con corazón puro este sacrificio». Después, en el Kyrie, toda la comunidad pide misericordia a Dios. Antes del evangelio, el sacerdote vuelve a pedir: «Santo Dios, purifica mi corazón y mis labios para que pueda anunciar dignamente tu evangelio». Al lavarse las manos: «Señor, límpiame de culpa y lava mis pecados». Antes de la consagración: «Ordena nuestros días con tu paz y líbranos de la eterna condenación». Luego toda la comunidad reza la oración del Señor: «Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal». Luego vuelve a pedir el sacerdote: «Líbranos, Señor omnipotente, de todo mal. Ven en nuestra ayuda con tu misericordia, y protégenos de la perdición y del pecado». Y antes de la comunión: «No mires nuestras culpas sino la fe de tu iglesia». Y luego por tres veces: «Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros». Y de nuevo el sacerdote: «Líbrame por tu cuerpo y por tu sangre de todos los pecados y de todo mal. Ayúdame, Señor, para que cumpla fielmente tus mandamientos, y no permitas que me separe de ti». Y finalmente antes de la comunión: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi alma será sana».

En estas oraciones, el hombre se recoge en Jesucristo, cumbre de la santidad. Aleja de sí todo cuanto puede estorbarle en su camino hacia el cielo, y recoge al mismo tiempo el impulso con que el universo fue creado en Cristo y por el que anhela llegar a su culminación como cuerpo de Cristo.

En el deseo de purificación del cristiano se condensa aquel anhelo de la creación del que habla Pablo en la carta a los romanos. La liberación de toda la creación tiene lugar aquí, cuando recogemos en nosotros las más profundas y puras fuerzas del universo y nos volvemos humildemente hacia Cristo. El mundo se abre paso a través de nosotros hacia su liberador y consumador.

2) Oblación. Este movimiento cósmico se sintetiza en la oblación u ofertorio. Tomamos el pan y el vino como símbolo que nos represente a nosotros y a este universo que nos engendró, nos alimenta y nos conserva en el ser; y se lo presentamos al Señor. Estos dones han de ser aceptados por Dios «para su gloria y para salvación de todo el mundo». Las oraciones del ofertorio piden expresamente: «Recíbenos propicio y haz hoy de nosotros una ofrenda de tu agrado». E incluso: «Permítenos participar en la divinidad de Cristo, pues él ha participado de nuestra naturaleza humana». Con ello esperamos convertirnos en miembros del cuerpo de Cristo resucitado y glorioso, derribar los muros de nuestra caducidad e irrumpir en la eterna culminación.

3) Transformación. Luego tiene lugar aquel misterio en que se resume toda nuestra fe y que, por ello, llamamos «misterio de fe». Cristo colma con su presencia poderosa, que penetra todos los seres, esas ofrendas de pan y vino, de tal forma que incluso pierden su propia sustancia; son elevadas hasta la vida divina, siendo recibidas definitivamente en el cielo, es decir, se llenan de Cristo hasta el fondo de su ser.

Pero no olvidemos que estas ofrendas somos nosotros mismos y, por nosotros, todo el universo; todavía de un modo escondido y misterioso, es verdad, oculto bajo las especies del pan y del vino, pero de un modo real, sin embargo. Abarcando lo más real de la realidad. Tiene lugar aquí lo que más adelante expresamos: «Acudimos humildemente a ti, Dios todopoderoso. Que tu santo ángel lleve esta ofrenda a tu altar celestial ante tu divina majestad».

El altar terreno y el celestial son ahora el mismo: cielo y tierra se han unido. La tierra se convirtió en cielo, se transformó en el cuerpo resucitado de Jesucristo.

4) Comunión. Si en el ofertorio la tierra se eleva hasta el cielo, ahora el cielo desciende hasta la tierra. Cristo se ofrece a sí mismo a los hombres en la comunión y, por medio de ellos, a todo el universo. Sólo ahora (y esto es muy importante) se cierra el círculo del sacrificio eucarístico: en la comunión, en la cual Cristo se convierte en lo más íntimo nuestro.

El, con todo su ser vivo y sagrado, se hace mío: mi fuente de vida, mi principio vital. El cristiano recibe en sí el cuerpo y el espíritu de Cristo y comienza a vivir íntegramente de él. Cristo, con todo su ser, tal cual es, con todas sus ideas, deseos, experiencias, conocimientos y sentimientos, se convierte en pan de nuestra vida. Nos sumergimos en Cristo, en aquel Cristo del que se dice en la epístola a los efesios que llena con su presencia todo el universo.

Y como todos participamos del mismo Señor, todos formamos también un único cuerpo resucitado y nos identificamos con todo aquello que el Señor llena con su presencia. Así se cumple aquello en que la teología paulina ve el misterio más profundo de la existencia cristiana: que, en la medida en que somos cristianos, estamos integrados en el cuerpo resucitado de Cristo y formamos también, unos con otros, un único ser.

A la vista de esto, está perfectamente claro que la eucaristía se orienta esencialmente al banquete, a la comunión.

Se recibe

La eucaristía está para eso, para ser recibida, como el concilio de Trento subrayó: ut sumatur. Por consiguiente, la misa es algo más que la simple «consagración de la hostia en memoria de la última cena». Cristo quiere convertirse en el pan de nuestra vida. La comunión forma, pues, parte sustancial en la consumación del sacrificio. Pero además, la comunión debería de ser una acción realizada de modo personal y espiritual. Como decía Hugo de San Víctor: «Cristo no debe alojarse en tu estómago sino en tu espíritu».

La comunión debe robustecer la intensidad de nuestra unión personal con Cristo, estrechar nuestras relaciones con él. Esta relación personal y amorosa con Cristo es el principio y fin, la síntesis de la vida cristiana. Hacia ella se orienta y a ella sirve el sacramento de la eucaristía. Por medio de la comunión debería tener lugar un acercamiento, una llegada al tú de Cristo.

Y de acuerdo con esta relación personal debe también cada uno resolver la cuestión de la frecuencia en la recepción del sacramento. Ciertamente todos los argumentos teológicos y litúrgicos hablan en favor de una comunión frecuente, tanto más cuanto que la práctica actual de la iglesia, especialmente desde Pío x, la apoya decididamente.

Pero la correspondencia entre lo personal y lo sacramental es otro criterio que no podemos pasar por alto. Aunque es difícil de formular, intentaré expresarlo de modo que nadie, a ser posible, lo interprete mal.

La frecuencia en la recepción del sacramento alcanza su límite de sentido cuando el hombre, en su situación concreta, interior y exteriormente, ya no es capaz de acompañar una mayor frecuencia con una mayor participación personal. Como la gracia que le viene al hombre por el sacramento está orientada a una más íntima comunicación personal con Cristo, el sentido del sacramento llega a su término, en el adulto, cuando esta capacidad de crecimiento alcanza su punto máximo.

Y a la inversa: si una persona sigue creciendo en comunicación personal al recibir el sacramento, entonces, y en la misma medida, se puede aconsejar una mayor frecuencia, de acuerdo con su conciencia y con su experiencia personal. Reconocer y fomentar esta capacidad interior de crecimiento sería la tarea de una inteligente dirección espiritual y de una autocrítica religiosa. Recordemos aquí las palabras de Aurelio Agustín:

Si uno dice que la cena del Señor hay que recibirla diariamente y otro dice lo contrario, que haga cada uno lo que crea que debe hacer con devoción de acuerdo con su conciencia. No están reñidos entre sí Zaqueo y el centurión cuando el primero recibió al Señor en su casa con alegría, mientras el otro dijo: «no soy digno de que entres en mi casa». Ambos honraron al redentor, aunque de diferente manera.

Se conmemora el recuerdo de su pasión

1) Recuerdo. El misterio eucarístico no es un hecho momentáneo. Se extiende en el tiempo ahondado en el pasado de la historia de la salvación y es, en su esencia, una conmemoración. Los primeros cristianos solían reunirse después que el Señor hubo partido. En estas reuniones, los discípulos que aún vivían narraban sus hechos, recordando aquellas horas en que el Señor aún estaba con ellos. Y en esta unión fraternal de recuerdo y reflexión se incluía la celebración eucarística. Pero esta amorosa evocación de Cristo no se reducía a un ejercicio de memoria: el recuerdo nos hace realmente presente a Cristo. Y como base teológica de esto podemos dar la siguiente:

Cristo, aunque estaba sujeto al tiempo como todo hombre, era al mismo tiempo una anticipación del futuro. El alma humana de Cristo, coexistiendo con el logos en una misma persona, poseía la visión del Padre como suprema forma de conocimiento. Y dentro de esta visión tuvo lugar en el alma humano-divina de Cristo un conocimiento tan profundo y universal que desaparecieron ante él las limitaciones de espacio y tiempo y toda la historia se hizo presente.

Por este conocimiento, que no se reducía sólo a saber, sino que suponía también querer, sentir, amar y convivir, Cristo se nos acercó amorosamente, tomó en sí toda nuestra vida y la introdujo en su corazón. De este modo, aunque nosotros aún no existíamos, estábamos ya presentes en Cristo. Celebrar la eucaristía significa hacer realidad esta «presencia en el Señor». La vida de Cristo se nos hace presente porque nuestra vida ya estaba presente en Cristo.

Pero el recuerdo alcanza todavía mayores profundidades en el tiempo. Toda la historia de salvación, este colosal movimiento hacia Cristo bajo la dirección de Dios, se hace presente. En la misa hablamos de las ofrendas de Abel, del sacrificio de Abrahán y del pan y vino que Melquisedec ofreció a Dios. Por tanto, en la misa se hace presente todo el movimiento universal en su aspecto salvífico. Todo confluye en Cristo, en el que, según la epístola a los colosenses, «habita toda la plenitud de la creación» y que, según la epístola a los efesios, «reúne en sí todo cuanto hay en el cielo y en la tierra».

Pero esta amorosa representación nuestra se orienta principalmente a aquella realidad que ocupó el punto central en la vida de Cristo, a aquel acontecimiento que se puede calificar como el núcleo de su existencia: su pasión.

2) Pasión. Tomás de Aquino interpreta esta palabra como «parte por el todo». La realidad total se compone de cuatro aspectos: muerte, descendimiento, resurrección y ascensión. La misa conmemora este cuádruple suceso como el más central acontecimiento de la redención. Después de la consagración reza el sacerdote: «Por ello, tus siervos y tu pueblo santo conmemoramos el recuerdo de tu hijo, nuestro Señor Jesucristo, y anunciamos su pasión salvadora, su resurrección de entre los muertos y su gloriosa ascensión a los cielos».

Según los escritos paulinos, Cristo se convirtió en la cabeza de toda la creación, en el culminador de todo cuanto existe, y ello no sólo en cuanto segunda persona de la santísima Trinidad, sino también en cuanto hombre.

Con su muerte derribó las fronteras de la realidad visible; con su «descenso a los infiernos» penetró en lo más íntimo del mundo; con su resurrección alcanzó, en cuanto hombre, una existencia eterna para su cuerpo,

que ahora posee dimensiones universales y un poder cósmico; y llevó el mundo consigo en su ascensión a los cielos. Esa es la última y definitiva transformación de la evolución del universo: aquella acción con la que Cristo culminó la salvación universal.

Este «paso» por el tiempo, por el mundo y por la muerte hasta el dominio del futuro, hasta el cielo, es, según la carta a los hebreos, la verdadera acción sacerdotal de nuestro redentor. Y esta acción se hace presente en la eucaristía. Con este recuerdo evocador del pasado salvífico hacemos realidad en el presente lo que expresa Tomás de Aquino en el cuarto verso de la antífona de la eucaristía.

El alma se llena de gracias

1) Alma. Esta palabra no es aquí exacta y puede inducir a error. En el original latino no se habla de «alma», sino de mens. Mens no sólo significa «alma» sino lo interior del hombre, lo más íntimo de nuestro ser, tanto espiritual como corporal. Por tanto se trata aquí del fondo secreto del hombre, que abarca ambas dimensiones de la existencia: el cuerpo y el espíritu.

Se refiere, pues, a lo oculto del hombre, a aquel lado de nuestra vida que está «abierto a Dios» y en donde nuestro ser desemboca directamente en Dios. De esta realidad dice Pablo en la carta a los colosenses: «Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Y si Cristo, nuestra vida, será exaltado ante todos los ojos, también vosotros seréis exaltados en la gloria». Y este «estar escondido en Cristo» tiene lugar precisamente en la eucaristía. Trasladamos todo nuestro ser corporal y espiritual a Cristo, presente y escondido en todas las cosas. Esta unificación con Cristo, real, aunque no visible todavía, es la gracia principal de la eucaristía.

2) Gracia. Durante mucho tiempo, prácticamente durante todos mis estudios de teología, no entendí muy bien lo que significa realmente «gracia». Sólo empecé a comprenderlo cuando tomé verdaderamente en serio la encarnación de Dios y llegué a ver, con ello, que nosotros los hombres tenemos el derecho a vestir con conceptos humanos la realidad de Dios. Entonces pude pensar: en definitiva, la gracia no es otra que la amistad de Dios. De esta amistad se sigue que los hombres vivimos en comunidad con Dios, sin que nosotros dejemos de ser criaturas ni Dios deje de ser Dios. Voy a explicar brevemente esta idea.

El misterio de la amistad o del amor sea acaso que combina dos seres sin quitarles su autonomía personal. Por la gracia, por la amistad de Dios para con nosotros, estamos en Dios. En el fondo oculto de nuestro ser vivimos ya en el cielo. Nuestra mesa terrenal es ya, al mismo tiempo, la mesa de la gloria eterna. Ya estamos sentados a la mesa; es decir, en comunicación personal con la Trinidad. Estamos introducidos en Dios: «Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios».

Y con ello nuestra propia vida y todo el mundo futuro llegan a su punto final: hemos alcanzado la meta, el punto omega del universo. Esa es la última dimensión, la del futuro, la de nuestra unificación con Cristo, como nos recuerda el último verso de la antífona de la eucaristía de Tomás de Aquino:

Se nos da una garantía de gloria futura

1) Gloria futura. La transformación definitiva de la historia nos sumerge en un nuevo estado, que recibe aquí el nombre latino de «gloria». Con ello se quiere decir la culminación final del universo; pero una culminación que ya no está escondida sino manifiesta y luminosa para todos.

Esta culminación del universo no es otra cosa que Jesucristo mismo, nuestro Señor resucitado. En él queda asumido todo cuanto ha de ser culminado y glorificado, formando su «cuerpo». El universo, la humanidad y Cristo constituyen ya una única realidad viva. Esta unidad recibe el nombre paulino de «pleroma», la plenitud de Cristo. Pero este nuevo estado, que es el cielo, está ya presente, aunque de modo escondido, en la eucaristía. El futuro definitivo del mundo ha comenzado ya.

Es verdad que este estado está ahora oculto, como hemos dicho, bajo las especies de pan y de vino; pero en el cielo se manifestará, convirtiéndose en el espacio o lugar ontológico del ser y de la vida. Y la eucaristía apunta ya a este estado definitivo de la creación. En la cena eucarística se nos promete e incluso se nos hace presente un mundo en el que todas las criaturas son ya manifestación de Cristo.

Todo el mundo es elevado a la vida divina. Todo se renueva. Nada desaparece. Todo recibe una existencia eterna, como portador de Cristo, sumergido en la realidad de Cristo. Esa es la gloria eterna: vivir como cuerpo resucitado y glorificado de Cristo, en eterna comunidad con Dios. Y en la eucaristía recibimos ya íntegramente esta gloria eterna, pero de un modo escondido todavía. Por eso habla Tomás de Aquino de «garantía».

2) Garantía. Cristo se entrega a sí mismo en la eucaristía como «prenda», como garantía de que entraremos en la gloria del cielo. La antífona de la eucaristía usa el término latino pignus, que designaba una señal que el senado podía exhibir para obligar a un senador a acudir a la asamblea.

Lo sorprendente, y casi inimaginable para nosotros, de la eucaristía es que Dios mismo se pone en nuestras manos a modo de rehén, de modo que podamos, por así decir, «obligarlo» a concedernos a nosotros y al universo la culminación eterna, la gloria futura. Un bocado de pan y un trago de vino contienen, si se reciben con fe, el futuro del mundo. Casi no nos atrevemos a decirlo abiertamente. Tememos que la gente piense que estamos locos.

Y, sin embargo, en todo el capítulo sexto del evangelio de san Juan no se habla en definitiva de otra cosa: el pan baja del cielo y da vida a todo el mundo. Cristo es el pan de la vida eterna del mundo. Y también se dice allí:

Desde entonces muchos de sus discípulos dejaron de seguirle y ya no se juntaban con él. Y se dirigió Jesús a los doce, diciéndoles: «¿También vosotros queréis marcharos?». Y Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el santo de Dios».

Todo está aquí incluido: aquello que nos mueve en lo más profundo de nuestra existencia, nuestra propia inmortalidad y también la inmortalidad de todo cuanto nos es querido: la inmortalidad de la creación. Pues ningún ser, ni siquiera el hombre, es por sí mismo inmortal.

Es verdad que el hombre, en cuanto espíritu, no puede reducirse a la nada. Pero esto puede ser también una amenaza terrible, en el caso de la eterna condenación. También en el infierno se es «inmortal». La santa inmortalidad de que tratamos, y como garantía de la cual se nos entrega Cristo en la eucaristía, es mucho más que eso: es la vida eterna en el espíritu de Dios, una santa eternidad no sólo de nuestra alma, sino también de nuestro cuerpo y de todo cuanto hace posible nuestro ser, es decir, de todo el universo.

La misa es, por tanto, una transformación universal, un hacerse realidad el cielo.

 

8. Alegría en el mundo

¿Es nuestra oración cristiana una oración de alegría en el mundo? Para responder a fondo a esta cuestión debemos remontarnos un poco. Debemos preguntarnos, por ejemplo, qué significa la resurrección, y a partir de aquí debemos juzgar aquella otra pregunta. Pero entonces nos encontramos con otra dificultad: no sabemos exactamente lo que es la resurrección.

Sin embargo, una cosa sabemos con seguridad: el cuerpo resucitado es la expresión perfecta de un espíritu unido eternamente a Dios. Desde este modesto punto de partida podemos decir, por lo menos, lo que no será el cuerpo resucitado. No experimentará el dolor. Estará plenamente integrado en el espíritu, en un espíritu que vivirá «en Dios» de lleno. Este es uno de los temas más frecuentes del nuevo testamento en relación con la gloria eterna. Pero esta impasibilidad aparece en la Biblia como un aspecto de una gracia mucho mayor: en el estado de la resurrección cesará la distancia que existe actualmente entre nuestra vida y Dios. Nuestro mismo cuerpo tendrá acceso a la comunicación directa con Dios, y experimentaremos a Dios con todos nuestros sentidos.

El cristiano y sus «sentidos»

En primer lugar habría que decir que la oración, en la medida en que es «cristiana», es decir, en la medida en que tiene fe en la resurrección, no puede ser nunca extraña al mundo u hostil al cuerpo. Ignacio de Loyola enseña en sus Ejercicios que el hombre, ya en su vida terrena, puede llegar a «sentir y gustar internamente» a Dios. Según él, este «empleo de los sentidos» es ya un grado (e incluso podríamos decir que el sumo grado) de la mística.

Además esta idea la encontramos en los grandes teólogos y padres de la iglesia, desde Orígenes hasta Ignacio pasando por Agustín. Este último nos describe en sus Confesiones la experiencia sensible de la cercanía de Dios. Ya cité el siguiente texto en otro libro mío, pero lo expondré de nuevo, pues puede enseñarnos bastante sobre esta cuestión:

Pero, Dios mío, ¿qué amo yo cuando te amo a ti? No la belleza de un cuerpo. Ni el ritmo del tiempo que pasa. Ni el brillo de la luz, que tanto agrada a la vista. Ni las flores, ni los ungüentos aromáticos. Ni las melodías de todo tipo que hay en el mundo. Ni el maná, ni la miel. Ni los placeres del amor carnal.

No amo nada de eso cuando amo a mi Dios. Y, sin embargo, cuando amo a Dios amo una luz, y un sonido, y un aroma, y un manjar, y un abrazo. La luz y el sonido, el aroma, el manjar y el abrazo de mi ser interior. En él reluce lo que ningún espacio puede abarcar; en él resuena lo que el tiempo no puede arrebatar; en él percibo un aroma que ningún viento puede disipar; en él experimento un sabor que ninguna saciedad destruye, y un abrazo que ningún hastío relaja. Eso es lo que amo cuando amo a mi Dios.

Y Orígenes dice:

Los santos profetas descubrieron la sensibilidad divina. Veían y oían de una manera divina. Y gustaban y saboreaban con una sensibilidad no sensitiva, por así decir, Y palpaban la palabra por medio de la fe, de modo que aquella los inundaba como una lluvia santíficadora.

Estas experiencias presuponen el estado del cuerpo resucitado, en el que todo llegará a su desarrollo. A la vista de esto podemos dilucidar la cuestión de nuestra alegría cristiana en el mundo. Pero antes debemos preguntarnos: ¿qué significa «alegría en el mundo» en el sentido cristiano?

El sentido de la alegría cristiana en el mundo

Los cristianos queremos seguir en nuestra vida a Jesús pobre, despreciado y escarnecido, a Cristo crucificado. En el punto culminante de los Ejercicios, Ignacio de Loyola se propone conducirnos a la locura de la cruz. Y esta misma idea la formula de nuevo en las Constituciones:

Debemos enderezar nuestro espíritu a aquello que ante nuestro Señor y creador es de mayor estima y momento: cómo todo adelantamiento del espíritu en el amor depende de que renunciemos completamente, y no sólo a medias, a lo que el mundo ama y desea, y con todas las fuerzas del alma aceptemos y aun pidamos aquello que Cristo nuestro Señor ha querido y ha tomado sobre sí... Pues quienes así andan en el espíritu, en el verdadero seguimiento de Cristo nuestro Señor, sólo tienen un amor y un ardiente deseo: llevar la librea del Señor por amor y temor hacia él. De modo que si fuera posible sin ofensa para la divina majestad y sin pecado del prójimo, desearían para sí el peso de la ignominia, y de la calumnia y de la injusticia, y el trato y consideración que se da a los locos. Y todo ello porque sólo tienen un deseo: asemejarse e imitar a Jesucristo, su Creador y Señor, llevando la librea que él llevó por nuestra salvación, dándonos ejemplo para que lo imitemos y lo sigamos en todo cuanto nuestras fuerzas pueden con su gracia, pues ese es el verdadero camino que conduce a los hombres a la vida (Examen general 4, 44).

¿Es éste un espíritu de «alegría en el mundo» y de «aceptación del mundo»? Ciertamente lo es, aunque Ignacio y sus amigos no reconocen una alegría en el mundo que presuponga de antemano una perfecta armonía entre el mundo y Dios, entre el tiempo y la eternidad. Y tampoco nosotros podemos aceptar una alegría en el mundo que implique que el hombre está de un modo natural en el mundo y por otro lado espera una felicidad eterna con Dios. Pero, ¿por qué no?

Mi respuesta sería: porque Dios es «más que el mundo». Porque él ha irrumpido en nuestro ser y ha hecho saltar al mundo. Su revelación es, en definitiva, una llamada a que el hombre salga del mundo y entre en la vida de Dios. Todo lo mundano queda así sometido a algo que ya no es el mismo mundo. El Dios de la fe cristiana es el Dios de la gracia sobrenatural, el Dios que trata libre y personalmente con el hombre.

Para los cristianos, la última norma de conducta es la «gloria de Dios» (o, usando otra expresión ignaciana, la «divina majestad»), de cuya voluntad todo depende, y no el hombre, su voluntad o sus deseos. Toda discreción de espíritus encuentra aquí su último fundamento. Pues discreción de espíritus no significa un análisis de las tendencias del corazón a base de reglas morales universales, sino un obedecer los mandatos divinos, es decir, un indagar y descubrir cuál es la voluntad libre de Dios con respecto a una persona determinada en su situación concreta.

Como el cristiano ha encontrado a este Dios en Jesucristo, ha de profesar la cruz y la locura de Cristo. Pues toda esta «locura de la cruz» no expresa otra cosa sino la disposición a seguir a Dios cuando nos llama a salir de nosotros mismos y entrar en el mundo.

Precisamente a partir de esta actitud y de esta imagen de Dios surgen una alegría y una aceptación del mundo verdaderamente cristianas. Esto debe quedar bien claro, para que las siguientes conclusiones se entiendan correctamente: la alegría cristiana no es una simple alegría mundana.

La adaptación, la aceptación del humanismo, la festiva devoción del barroco, la eliminación de las formas extremas del monaquismo..., todo esto y muchas otras cosas han sido interpretadas, y con razón, como signos de la aceptación jesuítica del mundo. Pero una cosa hay que precisar: Ignacio va de Dios al mundo, y no al revés. Este es quizás el único punto que yo considero indispensable para la oración.

Ciertamente debemos aceptar el mundo, alegrarnos con él. Pero la cuestión es: con qué espíritu. Cuando el cristiano se ha entregado al Dios que está más allá del mundo y ha aceptado su voluntad, entonces, y sólo entonces, está preparado para escuchar su palabra, incluso cuando este Dios lo envía al mundo para reencontrarlo en este mundo.

Consideremos ahora un aspecto muy importante de la fe cristiana: el concepto de «indiferencia», muy subrayado por Ignacio de Loyola. «Indiferencia» no es indolencia o apatía, sino la prontitud para seguir cualquier deseo de la voluntad de Dios. De este modo, una religiosidad auténticamente cristiana es, o debe ser, una última reserva frente a todas las eventualidades, valorando la posesión de Dios más que todas las otras posesiones.

Esta actitud trae consigo una disposición para oír la voz de Dios, cuando nos llama a otra tarea diferente de la que veníamos realizando, o a abandonar el lugar en que queríamos encontrar y servir a Dios. De ella surge la voluntad de estar preparado, como un «siervo», para cualquier nueva tarea, y el valor para no afincamos permanentemente en ningún puesto. Y, además, el valor de no considerar ningún camino hacia Dios como «el» camino, sino buscarlo más bien en todos los caminos. Y, finalmente, debemos aceptar la misma cruz siempre y cuando esa sea la voluntad de su divina majestad.

En el fondo, la «indiferencia» es una disposición de la mente. Por ello precisamente pudo el mismo Ignacio renunciar a las manifestaciones de los dones místicos, e incluso pudo renunciar al «don de lágrimas» porque el médico así lo dispuso. En definitiva sólo nos quería decir con ello una cosa: Dios vale más que sus dones. Otro santo habría rechazado quizás con indignación la misma prescripción del médico.

La aceptación cristiana del mundo no es, por consiguiente, un optimismo ingenuo. La alegría del cristiano en el mundo nace de aquello con lo que se ha identificado en la locura de la cruz. El cristiano que ha encontrado al Dios del más allá se aplica a la tarea del momento actual del mundo y en él espera la venida del Señor.

Aún no he tocado muchas cuestiones que se desprenden de lo dicho hasta ahora, por ejemplo, la cuestión del apostolado en el servicio de la iglesia y, sobre todo, una cuestión que podría ser de gran importancia para muchos: ¿qué cabe decir de esta religiosidad cuando se la coloca en el ámbito de la espiritualidad seglar?

Alegría en el mundo como apostolado

¿Cómo podemos juzgar, en esta perspectiva, la situación de la iglesia de hoy, es decir, la situación en que debemos realizar nuestro apostolado? Consideremos algunos aspectos:

1) El deber de ser inteligentes. La principal tarea de los cristianos de hoy es una exigencia fundamental de la que sólo hoy empezamos a ser plenamente conscientes: el deber de ser inteligentes. Esto significa: hacer preguntas, abrir nuevos horizontes, verificar los conceptos de toda nuestra predicación. Este espíritu no es una mera búsqueda de novedades, sino una virtud de la inteligencia, que consiste en una absoluta honradez, una apertura a cualquier verdad, venga de donde viniere, y una búsqueda decidida de lo auténtico.

En cuanto cristianos debemos buscar la verdad, y no «respuestas fáciles». En la vida de la iglesia no existe una marcha atrás, ni siquiera una detención. Por tanto, la falta de cultura general, la incomprensión ante el diálogo y la cerrazón de espíritu no son rasgos propios de un cristiano. El papa León xiii dijo una vez: «Dios no necesita de nuestras mentiras».

Por ello, los que queremos «ejercer» el apostolado en la iglesia debemos combatir, hoy más que nunca y cada uno desde su puesto, la mediocridad espiritual y la inercia mental, especialmente en nosotros mismos. En el antiguo testamento encontramos una grave amenaza divina: «Si tú desprecias la sabiduría, yo te despreciaré».

2) Purificación de la imagen de Dios. Otra experiencia actual es que Dios crece en el espíritu de la humanidad. Hoy día se está realizando una purificación de la imagen de Dios en el seno de la humanidad. El cristiano moderno ya no habla con tanta facilidad y seguridad sobre Dios, e incluso reconoce que no pueden aclarar todos los misterios de Dios.

La conciencia de la trascendencia de Dios es uno de los rasgos positivos de nuestro tiempo. Si hemos de estarles hoy agradecidos en algo a los ateos, es que con sus objeciones, con frecuencia incómodas, nos obligan a ser sinceros y nos impiden quizás «trampear» con Dios. El cristiano actual ya no puede soportar un Dios evidente, calculable, un Dios al que casi es posible tocar. Hoy hemos de hablar más bien de un Dios del misterio.

3) Espíritu sumiso. Por otro lado observo en el hombre actual un espíritu sumiso, en el sentido de una resignación, de un amor a la realidad. La humildad es una de las mejores cualidades de nuestro tiempo. Esta actitud realista, sometida a la realidad, predomina también, al menos así lo espero, en la teología actual. El teólogo de hoy, movido por un anhelo humilde y sincero de verdad, intenta formular cada vez con mayor exactitud los inexhauribles misterios de la divinidad. Las formulaciones y los sistemas pasan, pero la fe permanece.

Y es precisamente la fe auténtica la que nos libra de la tentación de atribuir a las palabras y a los sistemas humanos algo que sólo pertenece a Dios. El moderno pensador cristiano no es «triunfalista». Sabe que muchas veces no acierta a plasmar lo que desea, al menos no tanto como para sentirse orgulloso. En el apostolado necesitamos hoy mucho más testimonio y mucha menos propaganda.

4) Santidad vuelta hacia el mundo. Este nuevo espíritu se manifiesta también en una santidad vuelta hacia el mundo. El «nuevo santo» es un hombre que toma en serio la verificación en el orden de la creación, un hombre inteligente, clarividente y de «mucha vista» para captar el momento de la gracia. Cada ámbito del mundo es una tarea cristiana para él.

Hoy está en marcha una callada pero poderosa revolución. Este hombre actual es capaz de renunciar al esplendor de los principios teóricos para ser fiel a los imperativos históricos. Fraternidad e incluso camaradería, amistad, alegría y hospitalidad: para él todo esto es verdadero apostolado.

5) Vuelta a un cristianismo de opción personal. La vida cristiana es, fundamentalmente y ante todo, un acontecimiento personal. El cristianismo no se puede recibir sin más como una simple herencia. La opción personal pertenece a la esencia de nuestra fe. Es significativo y muy prometedor que los jóvenes de hoy sientan la necesidad de encontrar su propio camino hacia Dios dentro del marco general del cristianismo. En otras palabras: lo peculiar y carismático de mi carácter como cristiano debe encontrarlo cada uno por si mismo.

Quiero insistir en que no basta con que el cristiano reconozca las verdades del cristianismo y cumpla las prescripciones morales de Cristo. Cada cristiano tiene la misión —-y esto es un verdadero apostolado— de realizar por sí mismo la presencia de Cristo en su propia existencia y de ser un testigo de Cristo. Debe ser para su prójimo un sí, un ejemplo de bondad y comprensión.

Atención a los últimos fundamentos. Este sería otro aspecto significativo del hombre actual. Es sorprendente cuántos jóvenes son capaces hoy día de examinar cuidadosamente los motivos a la hora de tomar una decisión importante en su vida, sin dejarse llevar por los primeros impulsos. A veces se preguntan muy en serio si pueden servir a Dios en su puesto; si, usando una expresión un tanto anticuada, puede «salvar su alma» en el camino que han escogido; y si pueden en él realizar su tarea personal de amor universal.

Un nuevo tipo de religiosidad. También es digno de notar hasta qué punto la generación joven está atraída por la persona de Cristo. En el fondo, nuestro cristianismo no es una simple doctrina o conjunto de verdades. También lo es, pero no sólo eso: la esencia del cristianismo es una relación viva y personal hacia una persona histórica, hacia Jesús de Nazaret. El hombre actual encuentra en Cristo la realidad verdadera, original y auténtica que anda buscando. Y eso es señal de que algo profundamente humano está ocurriendo aquí.

Cristianismo como exigencia. Otra característica del momento espiritual de hoy es que el hombre actual vive el cristianismo como una exigencia. Esa es una señal de extraordinaria vitalidad. El futuro pertenece a los exigentes, a los que ponen su meta en lo casi inalcanzable. El cristianismo no es una «religión» de «prodigios exteriores». Lo prodigioso está siempre inserto en el ámbito existencia! del ser humano: en el fondo, nosotros somos los «prodigios» de Cristo. Al mismo tiempo, esto constituye un desafío para nuestra existencia cristiana y sobre todo para nuestro apostolado.

Retroceso del clericalismo. No quiero dejar de mencionar otro fenómeno muy significativo, que los sacerdotes solemos tener reparos en tratar: el retroceso del clericalismo. Este proceso implica dos cosas: hacia fuera,

la desaparición del exagerado influjo de la iglesia en la conformación de la vida política del estado y de la sociedad. Y, hacia dentro, la desaparición del injusto estado de tutela por el clero a que estaba sometido el seglar en la iglesia.

En este sentido, el «anticlericalismo» no es una deformación del espíritu cristiano. El mismo Cristo rechazó duramente toda forma de dictadura. Contra toda dictadura se alzan las palabras revolucionarias del Magníficat: «Derribó a los poderosos de sus tronos».

6) Fe como aceptación del prójimo. Finalmente, el cristianismo de hoy tiene una profunda conciencia de que su fe es una aceptación del prójimo. Y todo quien hace realidad en su vida esta aceptación de los demás es ya un cristiano, tanto si reconoce expresamente a Dios como si no. Pero quien se niega a aceptar a los demás está descaminado, aunque sea un gran teólogo o un seglar que frecuenta los sacramentos.

Ante todo, un hombre es cristiano no porque sepa mucho de mandamientos y prohibiciones, sino mediante el servicio desinteresado al prójimo en la vida de cada día. En un hombre así se abre un nuevo futuro para la cristiandad, y aun para toda la humanidad.

He tratado hasta aquí de algunas señales del futuro de la iglesia y, con ello, he tratado de esbozar nuestro estilo de apostolado en el mundo moderno. Se está produciendo una silenciosa transformación en el cristianismo, sobre todo una transformación en nuestra actitud. Creo que el espíritu que acabo de describir es el espíritu del mismo Cristo. Podemos quizás sentirnos intranquilos —yo mismo lo estoy a veces—, pero no podemos perder el valor y la esperanza. Si no, no seríamos cristianos.

Alegría en el mundo como espiritualidad seglar

Pero aún debemos tratar de otra cuestión: ¿cómo se realiza esta alegría en el mundo en la vida de un seglar? Ya sé que con mi respuesta voy a molestar a algunos de mis compañeros sacerdotes. Pero si quiero ser honrado debo hacerlo. No voy a trazar los rasgos de una espiritualidad seglar, sino tan sólo tocar un único aspecto que, basado en el evangelio de Marcos (Mc 6, 1-6), puede iluminar bastante la actitud del seglar en la iglesia de hoy. Y en esto me apoyo en la interpretación de Karl Rahner.

Habiendo salido de allí, vino a su ciudad, acompañado de sus discípulos. Llegado el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga. Y el numeroso público que le escuchaba estaba lleno de asombro preguntándose: ¿de dónde saca ése tales discursos? ¡Vaya sabiduría que tiene y vaya prodigios que realiza! ¿No es éste aquel carpintero, hijo de María y hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿y no son sus hermanas las que viven aquí entre nosotros? Y estaban escandalizados. Jesús les respondió: no hay profeta sin honor sino en su tierra, entre su parentela y dentro de su familia. Por ello no pudo obrar allí ningún milagro, a parte de la curación de unos cuantos enfermos, a los que devolvió la salud mediante la imposición de sus manos. Y se admiraba de su incredulidad.

Los que escuchaban a Jesús en su ciudad venían a decir lo siguiente: ¿cómo es que este carpintero de nuestro mismo pueblo se pone a hablarnos en nombre de Dios? Viniendo de nosotros y viviendo en medio de nosotros, si pretende hacerse superior a nosotros eso sólo puede ser ideología superflua. ¿Es esa la forma de hablar de un carpintero? ¿cómo es que se pone de pronto a hablarnos sobre la dignidad del ser, en lugar de tratar de tablas y clavos? ¡Estamos indignados y escandalizados! En lugar de este hombre absurdo preferimos que nos hable el predicador de siempre y en el mismo tono solemne y consabido de siempre.

En principio nada hay que objetar a esto. Es comprensible, y aun necesario y bueno. A condición de que no olvidemos que ahí se nos comunica un mensaje que, nacido en el seno de nuestra existencia diaria, apela a nuestra libertad de elección. Sólo con esta salvedad podemos irritarnos cuando un seglar anuncia el mensaje de salvación. ¿Acaso no participa él también en el sacerdocio de Cristo?

Si no queremos escuchar la voz de un simple cristiano, entonces es que sólo hemos oído las palabras de una «construcción ideológica». Y si tampoco la escuchamos en la iglesia, entonces hemos dejado de oír la voz interior de la vida. Y si aún la percibimos alguna vez en la vida diremos: ¿no es ése el carpintero? ¿qué puede ése decirme a mí que yo no lo sepa desde hace tiempo o que no sea mera palabrería?

En nuestra vida existe algo así como una responsabilidad de la fe ante nuestra conciencia de verdad. Pero también debemos ver el riesgo de la fe en su presencia en la vida diaria. Sin embargo, aún existe un peligro mayor: el de sólo estar dispuesto a creer cuando la palabra de Dios procede de una persona «competente».

Todos estos peligros están expresados en el texto del evangelio: Jesús no pudo realizar en Nazaret ningún prodigio. Y el mismo texto añade: sólo a unos pocos enfermos les impuso las manos y los curó. Casi se tiene la impresión de que el evangelio, en su propio texto, quiso mostrar cuan difícil es lo que propone.

¿Seremos capaces de escuchar la voz de Dios en toda su radicalidad cuando nos habla desde las últimas profundidades de nuestra existencia? ¿e incluso cuando se introduce en nuestra vida por medio de un simple cristiano? ¿estamos dispuestos a oír esta voz, como la verdadera palabra de Dios, cuando nos viene de una persona desconocida o acaso poco formada? ¿la oiremos como la palabra que Jesús ha pronunciado con su vida y su muerte más que con palabras? ¿escucharemos lo que se nos anuncia, incluso cuando este anuncio no nos viene por medio de un «sacerdote consagrado», sino por cualquier persona, que quizás vive la verdad del evangelio con más sinceridad y acaso nos acerca a Dios más que muchos sacerdotes ?

Ya sé que es fácil responder «sí» a estas preguntas. Pero, ¿qué ocurrirá a la hora de la verdad? Algunos de nosotros —quizás yo mismo— no sabrán tener el valor suficiente. No obstante, tenemos que reconocer que cada uno de nosotros, sacerdote o seglar, está llamado a vivir el evangelio ante los demás con la alegría del Espíritu santo y, llegada la hora, a anunciarlo con sus propias palabras a partir de sus propias experiencias.

La palabra del Espíritu santo la hemos recibido todos en el corazón. Pero el Espíritu santo no nos da una receta que sólo tengamos que aplicar. Es preciso tomar decisiones, tener audacia, y eso no nos viene dado por los principios generales, por la letra de la ley. La palabra del Espíritu santo es una llamada a cada uno, sea sacerdote o seglar, hombre o mujer, niño o adulto, en su individualidad intransferible. Una llamada al riesgo y a la decisión.

9. Entrega a Dios

En los dos capítulos que siguen trataré sobre la oración de dos santos: Ignacio de Loyola y Tomás de Aquino. Si formamos una comunidad de cristianos que oran, podemos aprender bastante de ellos y, siguiendo sus orientaciones, podemos hacer nuestra su oración. En primer lugar, la oración de Ignacio:

Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis, y a vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro. Disponed a vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que eso me basta.

Esta oración es el broche que cierra los Ejercicios espirituales. Por ello, es importante situarla en este marco. Al final del libro de los Ejercicios aparece, como su coronación, la llamada «contemplación para alcanzar amor». En esta contemplación está inserta la oración Sume et súscipe, como un resumen de todas las ideas y actitudes, de todas las decisiones y prácticas de los Ejercicios. Este texto es un verdadero compendio de oración.

La «oración ignaciana» en el marco de los ejercicios

El cristiano que sale de los ejercicios, según Ignacio, es un «amante». El amor es la actitud fundamental de los cristianos ante la realidad. Pero, ante todo, Ignacio procura dejar bien claro lo que es el amor, basándolo en tres actitudes principales: obras, comunicación y servicio.

En relación con la primera, Ignacio observa que «el amor se debe poner más en las obras que en las palabras». De ahí que el primer criterio para calibrar el amor sean las acciones. El amor hay que hacerlo realidad, y esto no se consigue por medio de «bellas palabras» únicamente. El amor ha de esforzarse continuamente en realizar su propio objeto, la persona amada, a la que el amante ha de proteger, contra sí mismo y contra el mundo, preservando su vida y su crecimiento interno. Por consiguiente, el amor es, principal y esencialmente, una actividad desinteresada.

En cuanto a la comunicación, Ignacio nos recuerda que «el amor consiste en comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene o de lo que tiene o puede, y así por el contrario el amado al amante». Amor supone convivencia, es decir, la unión de dos seres resultante de la actividad del amor. Y estamos tanto más aislados cuanto más nos vivimos como el centro. Amor es compartir, comunicar.

Y a propósito del servicio: «será aquí pedir cognoscimiento interno de tanto bien recibido, para que yo enteramente reconociendo, pueda en todo amar y servir a su divina majestad». El amor es, por su misma esencia, un servicio. El que quiera «ser» debe antes «perderse». Gracias al amor podemos llegar a ver cómo otra persona se nutre, crece y prospera merced a nuestra propia existencia.

Contemplación para alcanzar amor

Ignacio presenta en cuatro puntos el modo de ser y obrar de Dios, y nos invita a imitarlos.

El primer punto de la contemplación ignaciana es: Dios da. El amor de Dios es, fundamentalmente, una donación. Pero hay que recordar que Dios no sólo «ama»: él «es» el amor. Todo cuanto es y cuanto hace está basado últimamente en el amor. De ahí que la donación es, en Dios, tan original e inderivable como el amor. Y otra observación: Dios no «tiene» nada, porque él lo «es» todo. Por ello, Dios no puede dar otra cosa que a sí mismo.

Este modo de ser y obrar de Dios deberíamos imitarlo en nuestra existencia finita. O dicho de un modo concreto: debemos darnos a nosotros mismos por entero. Y esta entrega ha de ser independiente de cómo responda el otro. Por otro lado debemos hacer nuestras obras de modo que con ellas entreguemos algo de nuestro propio ser. Este sería un amor humano vivido de un modo divino: darse por entero y entregarse a sí mismo.

En el segundo punto, Dios habita, Ignacio presenta una jerarquía de seres creados, trazando la línea de la creación a partir de los elementos más simples hasta llegar al hombre. El poder creciente de la creación resulta de que Dios se ha ido haciendo cada vez más presente en el universo. Esta contemplación nos hace ver que el último fundamento de la creación es la inmanencia de Dios en ella.

Es curioso que Ignacio presenta aquí el orden de la gracia como el supremo desarrollo del mundo natural. Todo lo creado, tanto natural como sobrenatural, existe en la medida en que participa de los rasgos de la segunda persona divina. Así, cuando vivimos, sentimos y pensamos, realizamos ya de un modo misterioso la vida del mismo Dios.

Pero, ¿qué significa realizar en nuestra vida, limitad! como es, esta inhabitación de Dios en su creación? Dios es tan grande que no necesita «imponerse» para ser el centro de todas las cosas. Su presencia en el mundo es tan poderosa y, al mismo tiempo, tan discreta que sólo podemos constatarla mediante la oración paciente y esforzada.

Debemos, pues, hacer que nuestro amor participe de la ternura con que Dios habita en la creación. Cuanto más amenos tanto más discretos y respetuosos deberíamos ser.

Y esto supone también participar desinteresadamente en la vida de los demás, asumir en nosotros mismos sus sentimientos, sus vivencias, su alegría y toda su existencia individual. Sólo el que sabe recibir de los demás es capaz de amar de verdad.

En el tercer punto, Ignacio considera cómo Dios trabaja. Dios va y viene, prepara su venida, predica, se cansa, experimenta la agonía humana, es crucificado en la cruz, se nos aparece de diversos modos, envía a su Espíritu santo. Dios no nos ciega con su poder divino. En los elementos, en las plantas, en los frutos, en los animales, en los hombres que nos comprenden y nos dan su amistad, Dios «trabaja y labora por mí», como dice Ignacio en su sencillo pero vigoroso lenguaje.

El Dios vivo es tal como se ha revelado en Cristo.

Y a este Dios que se esfuerza, que se preocupa por nosotros, buscándonos por todos los caminos, debemos nosotros imitarlo como amantes. A veces, la preocupación es la expresión divina del amor, y el cuidado humano es ya, de algún modo, la preocupación de Dios. Dios quiere que nuestra actitud sea la de servicio humilde, compenetrándonos con el sufrimiento de los demás y haciendo del mundo nuestro destino.

En cuarto y último lugar, Ignacio habla de que Dios desciende. En el todopoderoso existe una disposición para descender a lo pequeño y bajo de su creación. Con esta disposición se entregó al ser de un hombre desconocido de Nazaret. Y fue bajando de este modo tan humilde al mundo como encendió la luz del mundo.

Para Ignacio, imitar esta actitud divina significa simplemente llevar una vida de rectitud, bondad, devoción y misericordia. Sólo el que está arraigado en Dios puede mantenerse firme en su vida. Sólo él puede ser recto en un mundo extraviado. Sólo él puede irradiar bondad en un mundo frío. Sólo él puede postrarse humildemente ante el absoluto en un mundo ensoberbecido y vivir una verdadera devoción. Sólo él puede vivir y perseverar en la misericordia en todas las situaciones de la vida. El hombre, en su existencia concreta, únicamente puede alcanzar todo esto si implora humildemente la gracia de Dios.

Una vez enmarcada la «oración ignaciana», analizaremos sus diversos puntos. Ignacio invita al ejercitante a recitar dicha oración, con gran entrega y afecto, tras cada uno de los cuatro puntos citados.

Sume et súscipe

Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad. Aquí el hombre se entrega por entero: tú, Dios mío, puedes volver a tomar todo lo que me has dado, puedes disminuir e incluso destruir mis facultades y mi vida; y al hacerlo no te preocupes por mí: lo acepto de antemano. Estoy de acuerdo. Y si, en cambio, quieres mantenerme en el ser, te doy completo poder sobre mí. Puedes usar de mí donde, cuando y como te plazca. No ha de haber en mí nada que se resista a tu dirección. Hágase tu voluntad en mi vida.

Toda mi libertad: esta entrega se realiza especialmente en el ámbito fundamental de la existencia humana: en la libertad. La libertad es lo que mantiene unido a todo el hombre y hace de él lo que realmente es: una persona, un ser que dispone sobre sí mismo. Un hombre es libre cuando sus acciones derivan de la totalidad de su persona.

Con ello, el hombre le entrega a Dios lo más íntimo de su ser, aquello que lo hace ser él mismo, con una situación concreta, con este posible futuro, con estas determinadas experiencias, con estas peculiares características. Con ello, el hombre le dice a Dios: si tú quieres, cambiaré completamente; abrazaré otras esperanzas y cortaré de raíz una parte de mi existencia. Amaré a aquellos a quienes tú quieras que sirva. Es posible que entonces deje de ser «yo mismo», pero ¿qué importa? Lo importante es que tú mandes sobre mí y sobre mi mundo.

Mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. En primer lugar la memoria: no quiero acordarme en mi vida de otra cosa más que de ti. Quiero alejar de mí todas las inquietudes de mi pasado, que corroen mi existencia. Seré como un niño recién nacido. Tú serás mi único pasado.

Y, en lo que respecta a mi entendimiento, no quiero saber tampoco más que lo que tú me des a entender. No me dejaré influir por sistemas u opiniones partidistas. Con tu sabiduría comprenderé el mundo, es decir, miraré al corazón de las cosas y de los hombres y no juzgaré por las apariencias o el poder.

Y, finalmente, no quiero querer más que lo que tú quieres del mundo. No ha de ocurrir en mi vida más que lo que lleva al mundo a una mayor esperanza, a la promesa de tu gracia. En mi voluntad está que el mundo se abra a su culminación eterna, que eres tú mismo. Todo mi haber y mi poseer. El término «haber» se refiere aquí a nosotros mismos, mejor dicho, a nuestra riqueza interior. En cambio, el «poseer» hace referencia a los bienes exteriores que nos nutren y mantienen en el mundo. El hombre debe entregarse a Dios con una santa despreocupación de las cosas, sin dejarse deslumbrar por nada en el mundo. Sólo deben quedar aquellas ataduras que Dios quiere, y han de desaparecer las que nos estorban en la tarea que Cristo nos encomienda.

Vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad. Aquí la criatura le da algo a su Dios. Lo impensable de nuestra fe es que esto sea posible y, pueda ocurrir. Pues Dios lo es todo. Todo le pertenece. El es «todo en todas las cosas». Y, sin embargo, él admite nuestros dones.

Y una cosa hemos de entender claramente: sólo dando puede el hombre hacerse «él mismo». Sólo al darse toma conciencia de que aún «tiene» algo, más aún, de que «es» algo. Quien nunca da nada no puede encontrarse a sí mismo, descubrir su propio ser. Y el que se entrega al Infinito se hace él mismo infinito, si el Infinito acepta su entrega finita.

Por tanto, el que se entrega a Dios recibe la vida de Dios, la felicidad infinita. Al darnos hacemos realidad en nosotros la vida divina.

Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta. En última instancia, todo carece de valor: excepto al amor y la gracia de Dios. Todos nuestros deseos, sentimientos, riquezas interiores y exteriores, todos nuestros éxitos y fracasos, nuestras experiencias e incluso nuestra vida. Quien ha entendido esto es libre. Es libre para aceptarlo todo: todo lo bueno, todo lo bello, todo lo valioso. Vive de un modo infinito porque ha amado sin límites. Un cristiano no está nunca satisfecho con lo limitado. Sólo lo infinito le basta.

Pero este infinito debemos amarlo incluso cuando se realiza de un modo pequeño en nuestro mundo. « Dame tu gracia» significa entonces: haz que yo no esté ligado a las nimiedades del mundo, sino que busque siempre por doquier tu rostro, encontrándote en todas las criaturas y recibiéndote cuando me sales al encuentro. Quien se entrega a Dios de este modo no rechazará nunca a nadie, pues la gracia de Dios puede llegarle por cualquiera de las criaturas. Una existencia abierta al mundo sin reservas es aquella que está abierta a Dios.

Una persona que rece esta oración con todas sus fuerzas en su vida de cada día puede hacer suyas todas las bellezas, pero también todas las preocupaciones del mundo. Estas no le impedirán estar única y completamente entregado a Dios. Verá que no puede hacer por el mundo nada mejor que sumergirse de lleno en Dios, y nada mejor por Dios que entregarse igualmente a las criaturas, haciendo suyas todas las alegrías, tristezas y necesidades de la creación.

De este modo iremos consiguiendo, gradualmente, una visión unitaria que abarcará la humanidad y la creación en sus esperanzas de perfección. Dios vive para nosotros en todos los seres. Podemos entregarnos al universo, hasta ser capaces de descubrir lo invisible en lo visible. De este modo, el poder y el impulso de Dios se harán operantes en el mundo y Dios tomará el mundo dándole un nuevo sentido.

Una vez que hemos enmarcado y analizado, siquiera someramente, la oración ignaciana, podríamos extraer algunas consecuencias teológicas, especialmente en una dirección: el núcleo de esta oración es la entrega a Dios. Ahondar un poco en esta idea creo que puede ser bastante fructífero para nuestra oración y aun para toda nuestra vida.

Generosidad con Dios

Antes de entrar de lleno en la entrega a Dios, haré algunas observaciones previas.

La entrega es la actitud fundamental del cristiano y ha de estar ligada a todas sus posturas interiores. El primer rasgo divino con que nos encontramos es su majestad. Dios es el absoluto, la suprema realidad espiritual, la única gran realidad que subyace a todas las apariencias de este mundo. El es el independiente, el santo. Las criaturas están ante él como una nada sin posible comparación con él, que vive en una luz inaccesible. Existe un abismo infinito entre Dios y sus criaturas. Entre él y nosotros se abre una sima que sorprende y sobrecoge nuestro espíritu.

Y, sin embargo, el hombre puede entrar en contacto con la majestad de Dios. Este contacto constituye su santidad. El lazo se hace cada vez más fuerte y culmina en la contemplación de Dios en el cielo.

Por ello hemos de decir ambas cosas: Dios está separado, por encima de la creación, pero al mismo tiempo está cerca y presente. La inmanencia se une a la transcendencia. Dios es el origen de todo ser creado y la meta del hombre y, por medio del hombre, de todo el universo. La vida de la criatura pertenece única y exclusivamente a Dios. El es su principio y su fin.

La vivencia primordial del cristiano ha de ser la conciencia de su dependencia de Dios, el temor reverencial, que por un lado nos atrae y por otro nos aleja. O mejor: esta actitud mueve al hombre a preguntar a todas las criaturas por Dios, a buscarlo en todas. Surge así, poco a poco, una inclinación hacia Dios que nos hace observar agudamente y recordar constantemente a Dios. La devoción es ante todo una conciencia clara de la presencia de Dios, un situarse ante Dios, un occurrere: un correr a su encuentro en todas las situaciones de la vida.

De este modo, siendo Dios el principio y el fin, es también nuestra medida y nuestra norma. Debemos servirle con fidelidad y sumisión. Esta actitud recibe el nombre de adoración. Pero lo esencial de todas estas actitudes es que subordinemos nuestra voluntad a la voluntad eterna de Dios. Incluso se podría decir que la oración no es otra cosa que una opción por Dios. Sólo cuando tengamos presente este aspecto de la oración comprenderemos plenamente la oración ignaciana.

«Tomad, Señor, y recibid»: éste es el núcleo de toda la oración, claro y decisivo, iluminando toda nuestra situación interior: Todo lo doy. Todo te lo entrego. Y si aún hay en mí una parte que no te pertenece, arráncala y aléjala de mí. «Señor y Dios mío, quítame todo lo que me aleja de ti. Señor y Dios mío, concédeme todo lo que me acerque a ti. Señor y Dios mío, tómame y entrégame entero a ti»: así oraba también Nicolás de Flue.

¡Qué debo entregar? Con esto hemos llegado al punto central de la actitud de la oración. En primer lugar, debo entregar mi ser libre y personal, toda mi riqueza espiritual. Y una segunda pregunta: ¿con qué actitud he de realizar esta entrega? La respuesta sería quizás: consciente de que he salido de Dios y de que he de regresar a él. Todo he de consagrarlo a mi meta, Dios. Con esta disposición, el hombre se pone por entero a disposición de Dios. Dios puede disponer de él como quiera. Puede encumbrarlo sin peligro de que incurra en soberbia o amor propio. Así es como el hombre puede decir finalmente: «Dame tu amor y tu gracia, que eso me basta».

Entre este «tomad» y este «dadme» se realiza la santificación cristiana. En su movimiento hacia Dios, el hombre ha alcanzado la paz. Ya puede decir: «Esto me basta. Nada más. Acabé con mi pasado y todo mi futuro está escondido en Dios».

El hombre puede decir con el salmista: «Los hijos de los hombres buscan protección a la sombra de tus alas. Se sacian con la abundancia de tu casa y calman su sed con los ríos de tu gloria. En ti está el manantial de la vida y en tu luz vemos la luz». Permítaseme mencionar también la última estrofa de la Divina comedia de Dante: «Aquí se rompió el poder de la alta fantasía, pero mi voluntad y mis deseos giraban, como una rueda, en torno al amor que mueve el sol y las estrellas».

Si consideramos la oración ignaciana en este contexto, recordaremos de nuevo las ideas de la «contemplación para alcanzar amor». Todo lo que nos rodea es efecto de los beneficios de Dios. Y Dios está en nosotros con su presencia. En medio de todas nuestras acciones, ideas y tendencias, Dios actúa en nuestra alma. El es el origen misterioso del que brotan ríos de luz con los que podemos entrar en el interior de su eternidad.

En la oración ignaciana encontramos la cima del libro de los Ejercicios: El anhelo del alma cristiana y el celo apostólico por hacerlo todo a mayor gloria de Dios, el «rey» al que hemos jurado seguir. Esta idea aparece igualmente en el «tercer grado de humildad», por el que el hombre renuncia completamente a sí mismo y se decide a imitar a Cristo, como hizo Pablo: «tengo íntima experiencia de Cristo, del poder de su resurrección y de la participación en sus padecimientos, y voy reproduciendo en mí su muerte» (Flp 3, 10).

Intentemos hallar aquí una aplicación práctica: ¿cuáles son las principales características del cristiano según la oración ignaciana? En primer lugar, el cristiano debe entregarse por entero y sin reservas. Todo lo que se oponga a ello ha de ser eliminado. «Si alguno quiere seguirme y no aborrece a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 26). Sólo así puede ocupar Dios un terreno en nuestra alma, llenándola con su luz. «Olvido lo que queda atrás y me lanzo hacia lo que veo por delante» (Flp 3, 13).

Entregarse es salir de sí mismo, del yo, del núcleo y centro de nuestro pequeño ser personal, para que Dios pueda habitar en nuestro interior. «Estoy crucificado con Cristo. Y ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 19-20).

Por fin estoy ligado a Dios por el amor y la gracia, y me dejo llevar sin la menor resistencia. La última palabra de la oración ignaciana («basta») recuerda la gran oración de Teresa, la oración que ella misma compuso y llevaba en su breviario como señal. No está ordenada tan lógicamente como la de Ignacio. Como oración que es de una mujer, se expresa más bien intuitivamente: «Nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa, sólo Dios queda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta».

Ascensor, pelota, trompo. Ya que nos hemos puesto a esbozar la actitud fundamental del cristiano ante la realidad, presentaré brevemente el camino hacia la santidad que escogió Teresa de Lisieux, para que los lectores tengan la posibilidad de comparar. No necesito contar aquí nada de su vida. Pero expondré lo que esta santa me ha descubierto. Ella tomó al pie de la letra la expresión según la cual todos somos «niños ante Dios». He indagado en sus escritos y he encontrado tres imágenes con las que ella expresó su actitud ante el mundo y ante Dios. He elegido estas imágenes para mostrar cómo es posible formular la misma actitud de una manera diferente, acaso menos patética. Ignacio de Loyola y Teresa de Lisieux: ambos eran santos y de ambos podemos aprender. Y a mí personalmente incluso me resulta más simpática la formulación de santa Teresita.

La primera imagen de ésta era la del ascensor. Escribió:

Madre mía, tú sabes que desde siempre he pedido ser santa. Pero siempre que me comparaba con los santos tenía que reconocer que entre ellos y yo había una diferencia enorme. Sin embargo, no me desanimé, sino que me dije: Dios no puede exigirnos lo imposible. De modo que yo, por pequeña que sea, puedo también aspirar a la santidad. Hacerme más grande es imposible. De modo que intentaré ir al cielo por un camino sencillo, recto, corto, aunque no sea frecuente.

Vivimos en la era de los inventos. Ya no vale la pena subir los escalones de una escalera. Basta con coger el ascensor. Tiene que haber algún ascensor que me pueda subir a mí hasta Jesús. Así que busqué por la sagrada Escritura alguna alusión al anhelado ascensor, y me encontré con las palabras: «Si alguno es pequeño, que venga a mí». De este modo me acerqué más a Dios y ya adivinaba que había dado con el camino recto. Y seguí indagando lo que le ocurría a los «pequeños» y encontré: «Como una madre acaricia a su niño, así os consolaré yo. Os llevaré en mis brazos y os meceré en mi regazo».

Quizás a algunos les resulte cómico este modo de hablar. Pero, ¿por qué? La función del ascensor es la de elevar a alguien rápidamente y sin esfuerzo. Y ésta es precisamente la función del amor a Dios, cuando el hombre llega a considerarlo todo como expresión de su amor, por pequeño y vulgar que sea. Este sería un ejercicio muy beneficioso para nuestra vida de cada día.

La segunda imagen que hallé en sus escritos fue la de la pelota. Aquí se deja ver ya lo que se esconde tras la aparente facilidad de su idea: Teresa quería ser simplemente como una pelota en las manos de Dios, pero también en las manos de sus superiores y compañeras lo cual es quizás más difícil. Podían golpearla o herirla en el corazón si les parecía bien. Siempre quiso conservar la elasticidad propia de una buena pelota. La forma infantil de expresarse revela, también aquí, la seriedad de su intención. Ser un juguete de Jesús toda la vida. Hacer lo que le guste sin resistirse.

La tercera imagen, que aparece frecuentemente en sus escritos, es la del trompo. La significación de esta comparación llega acaso aún más hondo. Un trompo hay que golpearlo para poder jugar con él. Para Teresa, esto supone aceptación incondicional de todos los golpes del destino, pero de un modo alegre.

De nuevo vemos aquí la madurez que supone la infancia ante Dios. Aquí hay poco de sentimentalismo. Tan sólo la disposición a entregarse completamente a los deseos de un niño y, siendo este niño Dios hecho hombre, acercarse de este modo más a Dios. Añadiré aún otra cita:

Desde hace algún tiempo me he ofrecido a Jesús como un juguete suyo. Le he dicho que no debe tratarme como un juguete costoso que los niños se contentan con mirar sin atreverse a tocarlo, sino como a uno de poco valor que se puede tirar al suelo, darle patadas, perforarlo, abandonarlo en un rincón o apretarlo contra el corazón, según les venga en gana. En una palabra, quería divertir al pequeño Jesús. Quería entregarme a sus caprichos infantiles por entero. Y él ha escuchado mi oración.

He colocado la visión de la santidad según Teresa de Lisieux junto a la oración ignaciana para que el lector pueda juzgar por sí mismo lo bella que es la oración de Ignacio, pero también lo exigente y terminante que tuvo que ser su autor. Al considerar el lenguaje de Teresa, su suavidad y ternura, se verá en seguida lo que quiero decir. Ambos fueron santos. Ambos nos han anunciado la misma llamada de Cristo.

10. Culminación humana

Cristo comienza su predicación con la frase: «El reino de los cielos está cerca». «Entonces comenzó Cristo su predicación, diciendo: Convertíos, porque se acerca el reino de los cielos» (Mt 4, 17). Cristo prometió a todos la proximidad de la culminación. El estado definitivo puede ya ser contemplado por todos. Y esta capacidad de ver, esta contemplación, sea consciente o no, se convirtió así en la propiedad fundamental de la existencia humana. De ahí que dondequiera que tiene lugar esta visión, se realiza el hecho cristiano, está presente el cristianismo, aunque sea bajo formas extrañas o como en un espejo. Cristo ha introducido en el alma humana la tensión de la oración.

Trataremos de analizar esta tensión ahora, utilizando para ello una de las más bellas oraciones de Tomás de Aquino. Pero antes de considerar ese texto, aclaremos brevemente otras dos cuestiones básicas.

La visión cristiana

La visión de que acabo de hablar no es una simple «comprobación». Y tampoco considera el objeto contemplado como un eslabón más de la cadena de acontecimientos. Más bien busca el mundo por sí mismo. Se sumerge en la experiencia. Estos momentos de visión son elementos intensos de la existencia, cuya interpretación es quizás una de las tareas más importantes del pensamiento humano. Trataré de describir este proceso de visión por medio de algunas propiedades.

El origen de la visión es la entrega. No relacionamos lo vivenciado con ninguna otra cosa más que consigo mismo, lo experimentamos como el lugar del encuentro directo. Y al mismo tiempo comprobamos que la capacidad de visión no pertenece a nuestra vida cotidiana. Al parecer, la visión auténtica no es algo corriente en nuestro tiempo. Cada vez son menos los que entablan un contacto directo con las cosas. Hoy día leemos mucho, y eso no es, por sí mismo, nada perjudicial; pero, de algún modo, todo eso ocurre al margen de la visión. Sin visión directa no hay vivencia plena. El hombre se hace irreal, y las cosas permanecen extrañas para él.

Contemplar es también una forma superior de conocimiento. En el fondo, lo contemplado no admite demostración. Pero hay que luchar duramente para conseguir hoy el hábito de la contemplación. Hay que romper con el engaño de la prisa y de las distorsiones. Hay que escapar a un «mundo prefigurado», para entablar una relación directa con el mundo, con el hombre y con Dios. El que contempla no posee el mundo. El no sabe de ninguna seguridad y, por tanto, nunca está inseguro.

La visión, finalmente, no se compone de experiencias aisladas. No demuestra nada. Pero en ellas el hombre percibe que incluso en las cosas invisibles puede haber algo acabado. La visión es el terreno de la incertidumbre. Semejante visión es quizás una de las tareas como cristianos. Por medio de la visión cristiana descubrimos una unidad de sentido en las dualidades aparentes del mundo.

Y ahora una cuestión: ¿cuál era propiamente el mensaje original de Cristo, el sentido y el valor de la visión cristiana? ¿cuál es ese fondo cerrado del mundo cuya puerta ha abierto Cristo?

La cercanía del cielo

En la sagrada Escritura, la culminación perfecta es un nuevo mundo. No es fácil determinar qué quiere esto decir. Juan lo describe con imágenes, subrayando lo que diría Pablo: «Lo que no vieron ojos, ni escucharon oídos, lo que por mente humana no pasó, Dios lo ha preparado para los que lo aman» (1 Cor 2, 9).

El cielo está tan cerca de nosotros que a veces no somos capaces de verlo. En otro lugar dice Pablo: «El que está en Cristo se ha hecho una nueva criatura» (2 Cor 5, 17). El cristiano vive en esta tensión. De algún modo ya está en el cielo, pero en un cielo que aún no podemos experimentar.

Con estas observaciones ya estamos preparados para entrar en el tema preguntándonos cómo expresó Tomás en su oración la cercanía del cielo en relación con la vida humana y con la experiencia terrenal. En otras palabras, ¿cómo recogió en su oración la idea de la culminación final?

La oración de Tomás de Aquino Sería quizás presuntuoso querer presentar en este breve apartado toda la profundidad de aquello que movía a Cristo durante toda su vida y de cuanto reveló en imágenes, comparaciones y parábolas. En lugar de ello reflexionaremos sobre un texto en el que Tomás formuló su vivencia del cielo. La Oratio pro contemplativis, quam ipse intime contemplans dicebat (oración para la contemplación, que él mismo recitaba contemplando interiormente), traza la estructura de la culminación, el contenido de la visión cristiana.

«Da etiam corpori meo, largissime Remunerator, claritatis pulchritudinem, agilitatis promptitudinem, subtilitatis aptitudinem, impassibilitatis fortitudinem». Se podría traducir esta densa frase del modo siguiente: «Generosísimo remunerador, concédele a mi cuerpo la belleza de la claridad, la disposición de la agilidad, la capacidad de la sutileza y la fortaleza de la impasibilidad».

En pocas palabras queda aquí expresado lo que todos anhelamos. Se elimina lo provisional y se desarrolla el impulso hacia lo eterno. El hombre se «proyecta» a un estado en el que todo es luminoso, en el que el hombre siempre está presente y al que lo conduce su anhelo. Un estado en el que todo ser es bueno y noble, en el que el sufrimiento desaparece definitivamente y en el que sólo queda una alegría infinita y eterna.

La belleza de la claridad, la disposición de la agilidad, la capacidad de la sutileza y la fortaleza de la impasibilidad: eso es el cielo. Lo que desde las profundidades de las cosas lucha por salir al encuentro del que contempla. Este es el estado que ansían todos los hombres, tanto si conocen expresamente a Dios como si no. Intentemos vislumbrar la profundidad con que Tomás comprendió el anhelo del alma humana.

1) Generosísimo remunerador, concédele a mi cuerpo... En Tomás, la vivencia del cielo no nace de un esfuerzo intelectual, sino que es el fruto de la oración, de la súplica: «concede». El mundo celestial, por tanto, está ya presente en la súplica de los que piden (de los pobres). Esta es una profunda verdad: hay que haber sufrido la propia miseria e impotencia para experimentar lo que significa la «promesa de Dios». ¿Cuándo vivimos a Dios como un verdadero tú? Creo que en el hundimiento de las esperanzas terrenas, en el límite de la existencia. Allí donde el hombre comienza a suplicar. En la vivencia: Dios es el completamente otro.

La plenitud de la generosidad de Dios como remunerador sólo se recibe de lleno al experimentar la futilidad de la propia vida. Ciertamente Dios está siempre presente irradiando felicidad, pero de un modo confuso. La súplica de las criaturas sólo surgen en las situaciones límites, en el sufrimiento, en la impotencia. El mismo Cristo, en su propia vida, permitió que lo acecharan los poderes del mal (sobre todo en las tentaciones del desierto) de modo que debió acabar renunciando a todo lo que puede darle a un hombre seguridad en la vida.

Otra suposición: en su último fundamento, la oración no es otra cosa sino el reconocimiento y aceptación de nuestra propia impotencia. Esta oración germinal de la existencia humana se desarrolla luego como adoración, alabanza, acción de gracias y súplicas. Pero, en este sentido, la oración es un hecho que abarca toda la existencia del hombre. Estamos ya orando cuando dejamos de querer dominar a los demás, cuando aceptamos la futilidad que afecta todo amor, toda amistad, toda realización. Oramos con nuestra enfermedad, con nuestro cuerpo, con el trabajoso cumplimiento de los deberes de cada día. Oramos cuando percibimos la aflicción inherente a todo esfuerzo terrenal. Oramos cuando ya no consideramos lo humano como lo perfecto. En las situaciones límites, el modo de vivir del cristiano es la oración.

Pero esta actitud no se consigue con un esfuerzo. Es un regalo de la amistad de Dios. Dios concede su presencia gratis. Y a todos los hombres les da la posibilidad de llegar alguna vez al límite, a la frontera en la que podemos entrar de lleno en la soledad: a todos nos concede la muerte.

Sin embargo, el hombre pierde aquí a veces de vista lo principal. Aceptar a Dios, dejarnos humillar por él, es también oración. Y Dios puede «recompensar» esta oración introduciendo al hombre en una noche aún más oscura, la noche del silencio.

La plenitud de Dios es tan grande que puede brindarle a cada hombre un camino distinto hacia la soledad. El mismo Cristo experimentó más de una vez la soledad, la infinita plenitud del absoluto y el carácter irrepetible del destino de cada criatura. Cuál no será la plenitud de Dios cuando incluso los ángeles lo deben experimentar como la frontera de su existencia.

Pero Cristo sobrepasó la realidad de los ángeles, llegando a ser, en cuanto hombre, «el» ángel. Se colocó en la cima de los ángeles y los venció (cf. Ef 1, 21; Col 2, 15; Flp 2, 5-11), convirtiéndose así en la cabeza de toda la creación. Y también el hombre que sumerge su existencia en Cristo sobrepasa también a todo el mundo y a todos los seres espirituales, incluso los ángeles. La cúspide de la evolución cósmica es el hombre unido con Cristo.

2) Concédele a mi cuerpo. La petición del don de la presencia de Dios la formula Tomás en relación al cuerpo. No sólo se pide la inmortalidad, sino también la resurrección. Lo cual nos remite a la doctrina cristiana sobre el cuerpo humano y nos muestra en qué dimensiones se realiza su culminación. El hombre, y con él la perfección del ser humano, sólo es concebible desde la perspectiva de la resurrección. Y aquí el término «resurrección» se debe tomar como cifra de lo inefable. En la resurrección se despliega la corporalidad en la persona. Con la muerte, el hombre entra en la vivificadora y ubicua presencia de Dios.

De ahí resulta que la culminación del hombre, la resurrección, ha de tener lugar inmediatamente tras la muerte. Se suele definir la muerte humana como «separación del alma y del cuerpo». Pero esta idea no sólo es insuficiente sino parcial y engañosa. El hombre no consta de «dos cosas», sino que es un único ser en el que materia y espíritu están esencialmente unidos. El cuerpo humano es un «despliegue» del alma, y el alma es lo que surge con imperiosa necesidad del impulso de la materia. Por ello, la muerte, el momento del tránsito a la culminación, ha de ser interpretada como resurrección.

Más aún, esta resurrección se extiende a todas las relaciones del universo. El mundo se resume en el hombre y en el cuerpo unido con el espíritu llega a su propia realización. La tierra no es sólo el lugar del desarrollo del hombre, sino que pertenece también a la constitución de esta unidad de alma y cuerpo.

Por consiguiente, si nuestro cuerpo alcanza la resurrección, ésta ha de significar igualmente la transfiguración del universo. Con el hombre, el mundo entero alcanza su culminación. El amor de Dios inundará toda nuestra existencia. En nosotros y por nosotros brilla en su plenitud el fondo del ser. Dios se convertirá para nosotros en el universo vivido.

3) Belleza de la claridad. En sus experiencias terrenas, el hombre se adentra ya en la vivencia de lo infinito. Lo que se extiende más allá de estas fronteras recibe simplemente el nombre de «cielo». Este se nos presenta como lo profundo de las vivencias humanas, presente ya en nosotros como anhelo. En la existencia humana se materializa aquel impulso del universo que ha ido transformando la vida durante millones de años hasta elevarse en nosotros a la conciencia espiritual.

El cielo está en el punto de convergencia de todos nuestros anhelos. Dios es la pulchritudo semper antiqua et semper nova (la belleza siempre antigua y siempre nueva), lo más interior de las criaturas. Pero como tal, él es también el inaccesible; el Dios cercano y, precisamente por su cercanía, el Dios lejano (Deus exterior et interior). Esta tensión de cercanía y lejanía de Dios es el misterio de nuestra vida. Es incluso la condición de posibilidad de nuestro acceso eterno a Dios.

4) Disposición de la agilidad. Nosotros los hombres tenemos la tarea de transformar el mundo. Pero esta tarea la vivimos casi siempre durante nuestra vida como algo inalcanzable, que nos presenta la meta de nuestros esfuerzos.

El hombre es deseo. En él anima algo misterioso que impulsa sin cesar sus acciones. Por ello no puede sentirse nunca satisfecho. La dinámica de lo inalcanzable, de lo sólo asequible por la gracia, pertenece a la esencia de su ser. La vida humana sólo puede llegar a su culminación y el hombre sólo llegará a ser verdaderamente hombre cuando su deseo, el impulso hacia lo inasequible, encuentre plena satisfacción en su existencia. Entonces tendrá lugar el auténtico nacimiento del hombre. El cielo es, por tanto, la necesaria exigencia del ser humano, pero una exigencia que sólo puede ser recibida como un regalo.

También por medio del conocimiento llega el hombre ante el absoluto. Descubre diversas leyes, complicados aspectos de la vida, que lo llevan a la idea de un ser superior. En cada acto de conocimiento del hombre está implícita la conciencia de un más allá. Y el conocimiento humano sólo será perfecto cuando el hombre se supere completamente a sí mismo, remontándose hasta el conocimiento de lo impensable, hasta el encuentro con lo infinito, en una palabra: hasta el cielo.

Capacidad de la sutileza. El hombre no ha elegido su existencia concreta y no puede llegar a superar nunca su carácter de extranjero en el mundo. El alma humana es un espíritu encarnado. Sólo cuando el hombre sale de su estrechez con su cuerpo y con su alma puede vivir libre y sin ataduras. Eso es lo que ocurre en el cielo y lo que presentimos con nuestro anhelo.

Fortaleza de la impasibilidad. El hombre, tal como lo encontramos hoy enfrentado con su flaqueza, está vuelto por entero al exterior. Durante toda su existencia terrenal se esfuerza por dominar el mundo, experimentando en sí mismo las fuerzas de la creación y del poder. Pero por doquier se encuentra con límites, hasta que finalmente ve agotarse su poder y se enfrenta, solo, a su propio fracaso.

Sin embargo, en este «agotamiento del hombre exterior» tiene lugar el nacimiento del «hombre interior», que, aun en su limitación, puede alzarse hasta lo infinito. Surge un hombre que, gracias a la confianza en Dios, puede aceptar que su vida sea un fracaso. No ha conseguido gran cosa por sí mismo. Y sin embargo, en su fracaso, ha descubierto que existe el cielo, que tiene que existir. Y mediante su amor, su amistad y su alegría intenta comunicar a los demás esta esperanza suya. Finalmente llega a la muerte, y los hombres quizás dicen: «se ha marchado; nadie lo volverá a ver más». Pero él mismo experimenta el descanso definitivo: ha entrado en el tú de Dios.

Sirva todo esto como interpretación de la oración de Tomás de Aquino. Espero haber dado una idea de la riqueza de esta sencilla oración y haber estimulado quizás a mis lectores a que la reciten alguna vez.

Terminaré con una observación en relación con nuestra vida personal: estas ideas, alcanzadas en la tranquilidad de la oración, no debemos reservárnoslas para nuestro uso exclusivo, pero tampoco podemos simplemente «predicárselas» a los demás. El mensaje del cristianismo ante todo ha de ser vivido, para que los hombres lo vean como una realidad viva. El mensaje de Cristo precisa de testigos. Sólo así puede convertirse en una fuerza efectiva, en el impulso creador de la última y definitiva etapa de la evolución.

11. Providencia

Con esto llegamos al punto más difícil quizás de estas reflexiones. Uno de los conceptos más importantes de la vida cristiana es el de «providencia». Por desgracia no es éste uno de aquellos términos que basta con pronunciar para comprenderlos inmediatamente y en los que se resume la experiencia religiosa de nuestra época. Ya en la Biblia, y luego a lo largo de la historia de la fe, nos encontramos con una serie de conceptos que expresan el acceso a la revelación por la gracia. Entre estas palabras clave se encuentran hoy: hermano, hermana, amor al prójimo, futuro y otras muchas. Pero en vano buscaremos en esta lista el concepto de providencia. Y sin embargo, pertenece a aquellas realidades que mejor nos informan sobre la limitación del hombre y sobre la bondad infinita de Dios. Ninguna época de la historia de la salvación ha dependido más de lo que este concepto nos sugiere.

La esencia de la providencia

El hombre actual se alza instintivamente contra todo tipo de injusticia. E injusta sería una providencia que se quedara en el marco de una «imagen mágica del mundo».

La magia pretende poner al servicio el poder de Dios. Las objeciones de algunos contra una concepción mágica de la providencia rezarían así: algunos han descubierto el truco; todo ocurre a su gusto; si un domingo se van de excursión siempre hace buen tiempo.

Si la providencia no fuera otra cosa que un recurso a Dios para conseguir seguridad en la vida de cada día, es decir, una forma de magia, entonces sería una actitud egoísta. Dios mismo ha condenado semejante concepción de la providencia. El libro de Job no trata de otra cosa. En la doctrina cristiana no tiene cabida la idea de que «a quien le va bien vale más». Con frecuencia, la verdad es precisamente lo contrario. Existen personas entregadas a Dios que pasan una vida sin éxitos, que se encuentran con todo tipo de desgracias.

El mensaje de la providencia es una «verdad de Dios». Por tanto es un anuncio de alegría y de liberación. Y se dirige a los amigos de Dios, es decir, a los oprimidos y angustiados. En el fondo quiere decir: cuando no tengas a nadie que te ayude, cuando no veas ya ninguna salida, piensa en Dios. El está siempre a tu favor y siempre junto a ti.

Deberíamos, pues, preguntarnos seriamente si el contenido de la providencia no significa lo mismo que aquello que llamamos «esperar contra toda esperanza». De Abrahán se dice que «esperó con fe contra toda esperanza» (Rom 4, 18). Los desgraciados son los favoritos de Dios, porque ellos son precisamente los que no tienen más esperanza que Dios.

Por ello, la providencia consiste en un «cambio de actitud», en una transformación interior. Y no tanto en que Dios irrumpa en nuestra vida de un modo milagroso alejando los peligros e impidiendo las desgracias. Providencia quiere decir: existe una última salida; quizás todo sigue como antes, quizás sigue acechando el peligro, quizás debemos seguir soportando nuestros temores, pero sin embargo todo ha cambiado: en medio de todo eso y a través de todo eso brilla ahora la bondad de Dios El hombre puede ya decir: es verdad que esto me hace sufrir, pero en el fondo no tiene importancia.

Por desgracia no se puede negar que en la Biblia hay expresiones que contradicen esta concepción de providencia. Con frecuencia se le promete al justo el «éxito», la victoria sobre sus enemigos, el predominio y la seguridad. Pero en el fondo a Israel le espera algo muy diferente: ha de perseverar en una «confianza en la desgracia», esperando la liberación de la opresión.

Eso es lo que enseñan los libros proféticos y la literatura sapiencial: «Nada temas, yo te he librado, yo te llamé por tu nombre y tú me perteneces» (Is 43, 1); «Eres de muy gran estima ante mis ojos, te aprecio y te amo» (Is 43, 4). «Yahvé es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Yahvé es el baluarte de mi vida, ¿ante quién temblaré?» (Sal 27, 1). «Cuando te acuestes no sentirás temor; te acostarás y dormirás dulce sueño. No tendrás temor de repentinos sobresaltos» (Prov 3,24-25). «Aunque haya de pasar por un valle de tinieblas no temo mal alguno, porque tú estás conmigo» (Sal 23, 4). De estas promesas de Dios surge en Israel una nueva concepción de la fe: la tranquilidad de la confianza en medio de las desgracias.

Para la recta interpretación del concepto de providencia es necesario recordar que Dios probó duramente a estos hombres y no apartó de ellos los golpes del destino. Pero les exigió que incluso en tiempos de la mayor necesidad conservaran la paz. Como si les dijera: nadie puede quitarte lo más importante de tu ser; está protegido eternamente por mi misericordia; no hay «proletarios del cielo»: aunque todo se venga abajo, mi promesa, el cielo, sigue en pie para ti.

El júbilo de la tranquilidad interior, la seguridad de la confianza en Dios, se despliega poderosamente en el nuevo testamento:

¿Quién nos arrebatará el amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?... Estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo venidero, ni las virtudes, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, nuestro Señor (Rom 8, 35-38).

La doctrina sobre la providencia encuentra en este texto su más perfecta expresión. Ningún poder del mundo, ninguna amenaza exterior, ningún pecado, ninguna culpa, ninguna opresión psicológica pueden prevalecer sobre el poder de la gracia.

Contra todas las vivencias frecuentes en este mundo, incluso contra nuestro propio corazón, que nos recrimina, nos intranquiliza y nos deprime, el cristiano ha de conservar la confianza y esperar la salvación final: «Nuestros corazones descansarán tranquilos en Dios; y si nuestro corazón nos inquieta, no importa: mejor que nuestro corazón es Dios, que todo lo conoce» (1 Jn 3, 19-20).

Y aún más profundamente presenta la carta a los romanos el misterio de la providencia: «Todo concurre para el bien de aquellos que aman a Dios» (Rom 8, 28). Sin reservas, sin paliativos se alza esta frase en el texto revelado. Y Aurelio Agustín añade congruentemente en su comentario: «incluso los pecados» etiam peccata.

De ahí que, en el fondo, no sea muy importante lo que somos en el presente y lo que nos espera en el futuro. La fidelidad y la misericordia de Dios están por encima de todo, incluso por encima de toda fatalidad y de toda culpa. En nuestra vida, todo puede adquirir un nuevo valor, una nueva significación, y puede llevarnos más cerca de Dios. Con nuestro Señor Jesucristo, la misericordia de Dios apareció en medio de nosotros. Y de él partió la promesa definitiva: «He puesto ante ti una puerta abierta que nadie puede cerrar» (Ap 3, 8). Esta frase es el núcleo de la providencia.

En esta perspectiva se puede afirmar que el mensaje de la providencia es, en definitiva, un anuncio de la resurrección de Cristo, por más que esta idea pueda parecer extraña a primera vista. Los apóstoles presenciaron la muerte de un hombre que en su vida sólo irradió bondad y comprensión, que no se dejó dominar por ningún poder del mundo, que se colocó decididamente del lado de los oprimidos y débiles. Un hombre sencillo que, sobre todo, tuvo la grandeza de participar de todas las estrecheces de nuestra vida, sin que por ello dejara nunca de tener una palabra amable para sus amigos. Nunca odió a nadie, nunca devolvió mal por mal. Y un hombre así fue condenado a muerte. En su fe en la resurrección de este hombre, los amigos de Cristo reconocen que su actitud tiene una validez eterna.

Este Jesús de Nazaret se ha convertido, con la actitud que tuvo en este mundo, en el modelo de la auténtica humanidad. A partir de ahora todo el que comprende seriamente su vida realiza en sí la actitud de Cristo y es, por tanto, de un modo expreso o anónimo, un cristiano. Ya no existe ningún poder en el mundo que pueda quitarnos a Cristo.

«En su resurrección de entre los muertos y en su elevación a la diestra de Dios en los cielos, Cristo se ha elevado por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación, y de todo cuanto tiene nombre, no sólo en este mundo sino también en el venidero» (Ef 1, 20-21). Este es el contenido esencial de la fe en la providencia.

Pero ocupémonos ahora de las falsas interpretaciones de la providencia.

Falsas concepciones de la providencia

La doctrina sobre la providencia se sitúa en el punto central del mensaje cristiano, pero también en el núcleo de la oración. En ella se resume todo lo que Cristo nos ha anunciado. Por ello es de gran importancia comprenderla correctamente. Tanto más cuanto que el concepto de providencia ha recibido interpretaciones erróneas que hay que eliminar cuidadosamente .Sólo mencionaré aquí dos de ellas, de las cuales se pueden derivar otras diferentes.

El término providencia puede significar algo mitológico. Un ser superior es propicio al hombre, vela por él y cuida de que le vaya bien. Pero este ser superior no se identifica últimamente con el ser humano. En conexión con esta idea encontramos también el concepto de felicidad o buena suerte, que puede, igualmente, ser concebido de un modo mitológico o incluso supersticioso, como por ejemplo en los presagios y horóscopos astrológicos. Pero nadie pensará en serio que providencia significa algo semejante.

Más significación tiene el intento de interpretar la providencia a partir del concepto del orden del mundo. Valores tales como la verdad o el bien deben ser protegidos por poderes exteriores. Así, para una persona que posea una sensibilidad especial ante semejantes valores, el orden del mundo puede tener un carácter «sagrado». Entonces, «providencia» significaría que el hombre está en concordancia interior con el orden de las cosas, que él obedece a la «realidad». En esta actitud se puede percibir bastante modestia y humildad, pero nadie podrá afirmar que tenga algo que ver con la providencia en el sentido cristiano.

Cuando comparamos estas dos concepciones la una con la otra observamos que están ligadas a una típica actitud ante el mundo. No tienen nada que ver con la fe cristiana. En el fondo, ambas interpretaciones tienen algo de leyenda o fábula. Nuestra realidad en la vida es muy diferente: ni interior ni exteriormente estamos sometidos a unos poderes superiores. Debemos asumir nuestra libertad y enfrentarnos con ella al destino. Pero ¿qué significa entonces la transformación de la realidad? Providencia es algo que ocurre en nosotros. Si el hombre cree en la providencia debe transformarse. En esta conversión, en la «metanoia» del hombre interior, está el sentido de la providencia.

Es posible que nuestro destino no cambie en nada, pero recibe un nuevo sentido. Dios no «juega» con el mundo. El lo ha creado y le presta la atención de un creador. En el fondo no cambia nada en el mundo, si lo consideramos desde la perspectiva de la providencia de Dios. Pero se ha transformado todo. Intentaré explicar esta transformación. Se transforman nuestro concepto de Dios, nuestra concepción del mundo y nuestra actitud ante los hombres. Analicemos con cuidado estas ideas.

Concepto de Dios

Dios es la cuestión fundamental de nuestro destino personal: el Dios de nuestra vida. Dios quiere decirnos algo personal. Algo que sólo nos atañe a nosotros. Una pregunta que nos surge entonces es: ¿quién es mi Dios, el Dios de mis experiencias vitales? Quizás esté fuera de todas las formulaciones, conceptos y sistemas. ¿Qué es lo esencial de mi propio destino en la vida?

Pero una cosa debemos recordar aquí: a partir de las parciales y discontinuas vivencias de Dios debe ir resultando la gran imagen de Dios para toda la humanidad. En la búsqueda del «Dios de nuestra vida», ¿qué nos dice este Dios? ¿qué quiso propiamente Cristo de nosotros?

Cristo anunció ante todo la cercanía de Dios a los hombres. Este anuncio le proporcionó numerosos enemigos, pues era al mismo tiempo una llamada a ser verdaderamente hombres ante Dios y una protesta contra la falsedad del hombre. Y también una protesta contra la devoción de la letra, en la que falta la vivencia de Dios. Y una protesta contra toda afectación religiosa que no corresponda a la realidad interior del corazón. Ante Jesús quedan mejor parados los publícanos y las prostitutas, que son sinceros consigo mismos y buscan humildemente a Dios, que los llamados «justos». Cristo ha desafiado toda la existencia del hombre y, con ello, también la comunidad que llamamos iglesia.

Pero cuando experimentamos al «Dios cercano», al «Dios de nuestra vida», percibimos una nueva dirección en nuestra vida. Un Dios semejante transforma nuestro temor y nuestra desesperación, y vence nuestra desconfianza. El hombre sabe entonces con seguridad que en medio de sus vacilaciones y extravíos tiene un punto de apoyo, un tú en quien puede confiar plenamente y que le da seguridad. Y sabe finalmente de dónde viene, dónde se encuentra, a dónde se dirige y cuál es el misterio profundo de su vida.

Pero cuando el Dios vivido interiormente nos domina con su presencia se llega a la desfanatización del mundo y a la humanización del hombre. Ya no estamos atados a los elementos del destino, sean interiores o exteriores, sino que nos abrimos por entero a Dios. Recibimos de Dios lo que la Biblia llama la «parresía». Este término designaba originalmente la libertad de expresión del ciudadano, el derecho a decirlo todo, la sinceridad de palabra. O también el modo de tratar con el propio padre, de una forma abierta, sin recelos, sin coacciones, sin temores, con «la cabeza alta». La puerta está siempre abierta, y dondequiera que se encuentre un hijo de Dios allí está también la puerta siempre abierta. Franqueza en la verdad y en la vida: esa es la actitud del cristiano ante Dios.

En esta concepción de Dios, el cristiano tiene la seguridad de que sus culpas hallarán perdón y de que al hombre se le abre un nuevo camino en el que tendrá, por lo menos, la luz suficiente para dar el próximo paso. Seamos sinceros, Dios no nos ha prometido mucho más.

Pero no se trata de un bello programa, sino de la historia de nuestra vida. Innumerables personas viven con esta actitud ante Dios. Y deberíamos pedirle a Dios que también nosotros tengamos la humildad y la modestia de los que no pretenden engrandecer a Dios empequeñeciendo el mundo y el hombre, sino que saben que la grandeza de Dios consiste precisamente en que nosotros recibamos su gracia gratis, con modestia y humildad.

Transformación de la concepción del mundo

Nuestro mundo consta de realidades y sucesos que guardan una relación con cada ser individual. Nuestro modo de conducirnos ante él es como una criba de todos los acontecimientos. Unos son excluidos y otros son reorganizados. El mundo con el que yo tengo que habérmelas es mi mundo. Para una mentalidad cristiana las cosas deben tener una significación diferente. Pero con ello no está dicho aún lo principal, que es: el nuevo hombre.

El mundo no es algo definitivo, sino que depende de la mano creadora de Dios y de la posición del hombre. En esta perspectiva, el mundo se convierte en un espacio existencial al servicio de los hijos de Dios. Dios quiere que en este mundo se haga realidad una vida santa, y eso sólo puede ocurrir mediante la libertad del hombre. Si esta libertad se cierra Dios mismo se encuentra con las manos atadas; pero si se abre, surge una nueva dimensión en la que Dios tiene las manos libres.

A veces nuestra fe es puesta a prueba, cuando la promesa al parecer no se cumple. No es fácil decir aquí algo. La respuesta podría ser que la promesa depende de que ante todo se busque el reino de Dios y su justicia, de modo que tenemos que empezar por interrogarnos a nosotros mismos sobre nuestra actitud, aunque también debemos tener en cuenta que el sentido de la promesa no depende últimamente de nosotros.

Y esto tanto más cuanto que la providencia se orienta al mundo venidero. Pablo nos dice en la carta a los romanos:

Tengo por seguro que los padecimientos de esta vida presente no son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros. La creación entera está en expectación suspirando por esa manifestación gloriosa de los hijos de Dios; porque las criaturas todas quedaron sometidas al desorden, no porque tendiesen por sí mismas a ello sino por culpa del hombre que las sometió. Y abrigan la esperanza de quedar ellas también libres de la esclavitud de la corrupción para tomar parte en la libertad que con la gloria han de recibir los hijos de Dios. Sabemos muy bien que la creación entera gime y suspira, y está hasta ahora como con dolores de parto (Rom 8, 18-22).

El verdadero sentido de la providencia no está en que a los hombres les vaya bien en el mundo, sino en que el reino de Dios venga y «su justicia» se cumpla. El hombre nuevo y la creación deben llegar a su culminación.

Esto puede explicar quizás por qué los cristianos pedimos los unos por los otros. ¿Cuál es el sentido cristiano de la intercesión'? A menudo comprobamos nuestra impotencia ante las necesidades de los demás, viendo cómo la vida y, en general, el destino de personas que nos son queridas están amenazados por unas circunstancias desesperantes en el mundo. Y entonces, con la espontaneidad del amor, invocamos a Dios para que venga en su ayuda.

Pero al mismo tiempo sabemos que seríamos en el fondo unos impíos si al rezar pretendiéramos usar a Dios para conseguir el bienestar en la tierra. Por ello dejamos en manos de Dios la concesión de lo que pedimos. Nuestra intercesión se orienta a conseguir una única cosa: te suplico, Dios mío, que hagas que esta persona por la que te pido sienta que tú eres realmente el amor, y que puede hallar refugio en ti. Haz que esta idea brille por encima de los aprietos de su vida, y que vea que por muy desesperada que sea su situación está a salvo en tu amor.

Dios es la alegría

Puestos ahora a resumir todo lo que llevamos dicho sobre la oración en una sola palabra, ésta sería la palabra alegría. Si no me equivoco, fue Ignacio el que propuso por primera vez el principio de que el último criterio de decisión en la vida cristiana es la alegría. El que alcanza la alegría se encuentra con el Señor. En sus célebres reglas para la «discreción de espíritus» nos dice:

Sólo es de Dios nuestro Señor dar consolación a la ánima sin causa precedente; porque es propio del criador entrar, salir, hacer moción en ella, trayéndola toda en amor de la su divina majestad. Digo sin causa, sin ningún previo sentimiento o conocimiento de algún objeto, por el cual venga la tal consolación mediante sus actos de entendimiento y voluntad (n. 330).

No voy a analizar hasta qué punto esta sencilla comprobación ha revolucionado la actitud cristiana. Baste con observar que Ignacio juega, en última instancia, la presencia de Cristo en una persona según que esta persona viva o no con alegría. En el fondo nos viene a decir: si te sientes libre, si realmente crees que la vida es buena y digna de vivirse, si no te dejas desolar por la desolación, si eres capaz de vivir la vida a pleno pulmón, entonces es que Dios actúa en ti y tú lo vives.

Dios es la alegría. Cualquier cosa que nos turbe en nuestra existencia y nos quite la luz no es de Dios. Porque Dios sólo se da a sí mismo a todos sus amigos. Y si hay uno que no quiere ver alegría a su alrededor, entonces no sólo está en contra del cristianismo sino en contra del mismo Cristo, que cada vez que se aparecía después de resucitado decía: «Soy yo, no temáis».

Conclusión

Para terminar, expondré una idea que quizás a algunos les parezca atrevida, pero que no va dirigida contra nadie.

Una vez que Cristo se ha hecho hombre, Dios ya no tiene otro rostro que el del prójimo. Hoy el mundo se divide en dos frentes. En medio de toda la confusión de nuestro tiempo, a través de las diferentes concepciones de la vida, por medio de todas las divergencias de confesión, sean de fe o de incredulidad, se alza una gran frontera. A un lado están aquellos que se buscan a sí mismo, su propio provecho y nada más. Y al otro lado están los que intentan servir al prójimo.

Esta división atraviesa todos los terrenos de la vida humana, e incluso cruza por nuestro propio interior. Dicho más claramente: en última instancia, poca importancia tiene en qué postura política, económica, cultural o racial se encuentre cada uno. No podemos juzgar lo que ha movido a cada uno a situarse en el punto en que se encuentra en este momento. Si sirven al prójimo, viven ya a Dios, tanto si reconocen expresamente este misterio insondable como si no.

Acaso no parezca adecuado concluir un libro sobre la oración con ideas como ésta. No obstante, pienso que éste debe ser el pensamiento que cierre estas reflexiones. Porque es el núcleo del mensaje de Cristo. Y, por tanto, el núcleo también de nuestra oración cristiana.