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Dios es amor


Credidimus caritati
(hemos creído en el amor). Esta conocida cita de la primera Carta de Juan resume inequívocamente el contenido del cristianismo. Creemos que el amor es el valor último y decisivo de la existencia humana. Profesamos que el amor puede transformar el mundo, y tratamos de llevarlo a la práctica. Y, sin embargo, el lema resulta incompleto; suena excesivamente a «slogan», algo así como «creemos en la democracia» o, para otros, «creemos en el marxismo». En otras palabras, este lema convierte la fe en ideología más de la cuenta, con lo cual ya no evoca la relación personal con Dios que detectamos en la expresión originaria de Juan. Cuando leemos en la Biblia lo que Juan dice realmente, vemos que la cita es incompleta. La frase íntegra, en su traducción literal, dice así: «hemos creído en el amor que Dios nos tiene». Y es precisamente el final de la frase lo que hace de ella no una ideología abstracta, sino la expresión de una relación personal. ¡Ahí está la diferencia! Efectivamente, creemos en el amor que Dios nos tiene. Ese amor es el contenido de nuestra fe:

«Hemos reconocido y hemos creído que el amor de Dios habita entre nosotros» (1 Jn 4, 16).

Esta sí que es una verdadera y magnífica expresión de nuestra fe: expresa lo único que, en la vida, constituye el significado último y el fundamente de la verdadera felicidad: saber que somos inmensamente amados por el mismísimo Dios. «Creer» significa «comprender»—no sólo con la mente, sino, sobre todo, con el corazón— que Dios me ama de una manera creadora, íntima, única, fiel y respetuosa. Creadora significa que su amor se halla en el origen de mi existencia, que por su amor soy lo que soy. Intima: que su amor llega allá donde yo soy más yo, a lo que hay de más profundo en mí. Unica: que su amor me abraza tal como soy, no tal como se piensa que soy o debería ser. Fiel: que su amor no me ha de abandonar ni ha de dejarme caer jamás. Respetuosa: que el corazón del amor es el respeto, sin el cual el amor se convierte en condescendencia o en manipulación.

Dios me llama por mi nombre. Me ve y me comprende tan perfectamente como me ha creado. Sabe lo que hay en mí: mis sentimientos y pensamientos, mis inclinaciones y mis gustos. Me ve en mis momentos de alegría y en mis momentos de pesar. Conoce cuál es mi fuerza y cuál mi debilidad. Se interesa en mis esperanzas y en mis recuerdos. Mira mi rostro cuando sonríe y cuando llora, en la salud y en la enfermedad. Escucha mi voz, los latidos de mi corazón y hasta mi aliento. No me amo yo más a mí mismo de lo que él me ama.'(Párrafo inspirado en NEWMAN, Parochial and Plain Sermons, vol. III, sermón 9).

Esto es lo que permite a San Agustín afirmar que Dios es más íntimo a mi ser que yo mismo. Y la fe es la conciencia de esta intimidad.

Los dos grandes mandamientos del Nuevo Testamento son:

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente: éste es el mayor y el primer mandamiento. Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 37-39).

Pero, antes de enunciar estos dos mandamientos, Jesús nos comunica primero la Buena Noticia del amor de su Padre. No empieza por los mandamientos: éstos no son sino consecuencia (y consecuencia necesaria) de la Buena Noticia. De hecho, Jesús no habla de ellos espontáneamente, sino en respuesta a las preguntas y objeciones que le hacen los fariseos. Por supuesto que son importantes, pero no constituyen el «corazón» del Nuevo Testamento.

Esto me recuerda una anécdota de uno de mis profesores: había escrito un librito con el conciso título de Dios. Un colega solia decirle: «Evidentemente, es muy importante saber lo que el profesor R... piensa de Dios; pero es mucho más importante saber lo que Dios piensa del profesor R...» Parafraseándolo, yo diría a cada uno: «Evidentemente, es muy importante que ames a Dios; pero es mucho más importante que Dios te ame a tí». Hay que poner en primer lugar lo que es primero. Si realmente nos sabemos amados por Dios, tarde o temprano llegaremos a corresponderle. Este es el primer mandamiento. Entonces comprenderemos que Dios acepta también al otro tal como es; y de esta realidad dimana el segundo mandamiento, semejante al primero. Comenzaremos también a aceptar a los demás tal como son. Los dos mandamientos brotan como espontáneamente de la convicción de que somos amados por Dios tal como somos. San Bernardo lo expresa con bastante concisión:

«Porque somos amados, amamos; y porque amamos, nos hacemos dignos de un mayor amor» .2

2 S. BERNARDO, Carta 107, 8: PL 182, 247.

En efecto, Dios es amor y despierta sin cesar amores nuevos. Por esencia, la fe es gracia, gratuidad, transparencia... No es cuestión de voluntarismos ni de proezas agotadoras. No conduce ni a la condescendencia para con los demás ni a la autocomplacencia en nosotros mismos. Un rayo de claridad y de luz la acompaña. Es discreta, atrayente y gozosa. Presupone receptividad y no avidez. Es una gracia. Las palabras de Tillich vienen aquí como anillo al dedo:

«Ser tocado por la gracia no significa... simplemente hacer progresos de orden moral en nuestro combate contra determinados defectos particulares o en nuestras relaciones con los demás y con la sociedad. El progreso moral puede ser un fruto de la gracia, pero no es la gracia misma; puede incluso cerrarnos a la gracia... Y, ciertamente, la gracia no viene cuando tratamos de apropiárnosla, ni tampoco mientras, en nuestra autosuficiencia, pensemos que no tenemos necesidad de ella. La gracia nos toca cuando nos hallamos angustiados y no tenemos reposo. Nos alcanza cuando caminamos por el valle sombrío de una vida vacía y desprovista de sentido. Nos invade cuando sentimos que nuestra alienación es más profunda, porque hemos arruinado otra vida... Nos toca cuando la insatisfacción con nosotros mismos, nuestra indiferencia, nuestra debilidad, nuestra hostilidad, nuestra falta de rectitud y nuestro comportamiento se nos han hecho insoportables. Nos toca cuando, año tras año, nuestro deseo de una vida perfecta no se ve satisfecho, cuando nuestras inveteradas tensiones siguen esclavizándonos como han venido haciéndolo durante decenios, cuando la desesperación destruye toda alegría y todo ánimo. A veces, en uno de esos momentos una ráfaga de luz atraviesa nuestras tinieblas, y es como si una voz nos liberase: 'Tú eres aceptado. Tú eres aceptado por alguien más grande que tú y cuyo nombre no conoces. No preguntes ahora cuál es ese nombre; tal vez lo descubras más tarde. No trates ahora de hacer nada; tal vez lo hagas mucho más adelante. Acepta simplemente el hecho de que eres aceptado. Cuando esto nos ocurre, experimentamos lo que es la gracia. Después de semejante experiencia, tal vez no seamos mejores que antes ni creamos más que antes. Pero todo ha quedado transformado. En ese momento, la gracia triunfa sobre el pecado, y la reconciliación supera el abismo de la alienación. Y nada se exige para esta experiencia: ningún presupuesto religioso, moral o intelectual; no se pide más que la aceptación» 3

3 P. TILLICH, The Shaking of the Foundations, Scribner, New York 1948, pp. 161-162.

Cuando nos suceda esto, no debemos hacer nada, sino dejarnos impregnar por esta realidad. Si se fuerza a los niños pequeños a andar a una edad demasiado temprana, es fácil que se les arqueen las piernas. Pues bien, algo parecido ocurre en la vida espiritual: el pretender avanzar demasiado deprisa ocasiona unas consecuencias que habrán de ser perjudiciales toda la vida...

En su alegoría de la vid y los sarmientos dice Jesús:

«...permaneced en mi amor» (Jn 15, 9).

No basta con haber sido alcanzado por el amor de Dios. Debemos, además, tomar y mantener agarrada la mano que se nos tiende. Debemos hacer nuestra morada en ese amor y estar firmemente convencidos de él: vivir-lo en todas las dimensiones y en todos los momentos de nuestra vida. Tiene que convertirse en algo así como nuestra propia respiración.

Habrá quienes objeten: la conciencia de que Dios nos ama «a pesar de todo» ¿no conduce acaso al quietismo, a la pereza espiritual? Por muy razonable que esta objeción pueda parecer en teoría, en la práctica sucede lo contrario. Cuanto más enraizados y fundados nos encontramos en el amor de Dios, tanto más generosamente vivimos y ponemos en práctica nuestra fe. Según San Bernardo, el más alto grado de puro amor lo alcanzamos cuando logramos amarnos a nosotros mismos en Dios y por Dios 4. Entonces el amor se hace libertad, porque nos ha liberado de todas las contradicciones e inconsecuencias y nos ha conducido a esa sencillez y pureza de corazón a la que las Bienaventuranzas prometen la visión de Dios.

4 S. BERNARDO, «El cuarto grado del amor», en Tratado del amor de Dios, nn. 27-29: PL 182, 990-992.

Saber que Dios nos ama nos hace capaces de amarnos sin ningún tipo de cortapisa ni condicionamiento. Nos amamos tal como somos, porque la fe nos ha convencido de que así es como Dios nos ama. Somos perfectamente felices, y ya no nos preocupamos ni de nuestra perfección ni de nuestra felicidad. Lo que sigue siendo importante es su amor, su voluntad, EL. Tal fe equivale a la observancia perfecta de la ley. Es una fe que observará los más mínimos detalles de los mandamientos, no para granjearse o conservar el amor de Dios, sino como fruto de una certeza y una paz interiores; no con un espíritu farisaico que corta un pelo en el aire, sino con la libertad de un hijo de Dios; no como en una camisa de fuerza, sino como quien bebe de la fuente de la más pura y profunda alegría. Viviendo del convencimiento de ser amados, podemos superar tanto las opresivas exigencias que nosotros mismos nos imponemos como nuestra inconstancia, que no nos permite atrevemos a tomar opciones definitivas. Efectivamente, la fe en el amor de Dios nos libera de toda presión interior y, de ese modo, nos conduce a un compromiso. En el Sermón del Monte dice Jesús:

«No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas; no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5, 17).

Es este amor (o, más bien, este «ser amados») lo que nos hace perfectamente dóciles y obedientes a la más mínima señal de la voluntad de Dios. Nos hace capaces de trascender nuestro «ego» ideal, la imagen más o menos clara de lo que querríamos ser. Esta imagen idealizada nos permite compensar muchas decepciones reales que hemos experimentado en el pasado, pero también puede dar entrada a muchas frustraciones. Todo lo cual sólo es consciente en parte; pero el subconsciente puede ejercer una enorme influencia en nuestra vida, y desgraciadamente no siempre para bien. Las prohibiciones que se nos han impuesto desde nuestra más tierna infancia, las acusaciones y condenas de que hemos sido objeto, los castigos infligidos, los fracasos experimentados...: todo eso se halla inscrito en nuestro espíritu y, poco a poco, va dando forma a un modelo que reduce enormemente nuestra libertad. Sin darnos cuenta de ello, ese «molde» actuará como un tirano interior y dará origen a inhibiciones y racionalizaciones. Y puede ser, además, sumamente rígido e inflexible y, por si fuera poco, irrealista. De hecho, si transgredimos sus estrictas normas, el «ego» ideal nos castiga con angustiosos sentimientos de remordimiento, de vergüenza o de inferioridad. Oprime nuestras fuerzas vitales, y a menudo nos las hace sospechosas. Puede, por ejemplo, desfigurar la ternura en sensualidad, la firmeza en presunción, el sentido de la belleza en condescendencia con el lujo inútil, la confianza en uno mismo en falta de humildad... Pero estas energizantes y positivas cualidades son necesarias para el desarrollo humano e indispensables para extender el Reino. Por eso no deben ser oprimidas, sino liberadas; y esto último es lo que ocurre precisamente cuando crece nuestra conciencia de ser amados por Dios. El fruto de esta fe no es el quietismo, sino el desarrollo personal y comunitario.

El Padre es glorificado cuando damos mucho fruto. Pero esta granazón de nuestra personalidad se ve amenazada desde fuera y desde dentro. Por lo general, este último es el mayor peligro. Si el «ego» ideal, consciente o inconscientemente, domina nuestra vida, entonces se ven obstaculizadas la armonía y la paz. Incapaces de ser verdaderamente nosotros mismos, caemos en ciertos extremos, caemos en ciertos extremos hacia los que nos vemos arrastrados de un modo casi irresistible. Esas tendencias insanas pueden ser perfectamente enmascaradas a base de piedad o de religión. Veamos algunos ejemplos: una disciplina o un sentido del ahorro excesivos, que se confunden fatalmente con la obediencia y la pobreza evangélicas; un ritualismo pesado y fastidioso; una postura extremista (de derecha o de izquierda), una actitud ultraconservadora o ultra progresista; una visión de la vida excesivamente sobrenatural o una secularización desmedida...

Estos y otros parecidos síntomas indican que el yo auténtico de la persona ha quedado ahogado y, consiguientemente, se ve bloqueada la fecundidad real de la propia vida. Una fe auténtica libera el corazón. La verdadera fe abre camino a la vitalidad y fecundidad que Dios ha puesto en el hombre y, consiguientemente, establece en él la armonía deseada por Dios. Lo que Pablo describe como el «fruto del Espíritu» equivale a una perfecta descripción de esta «armonía».

«...en cambio, el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, bondad, afabilidad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí...» (Gal 5, 22-24).

Un poeta flamenco expresa este ideal con mayor exhuberancia:

«Quiero amarte hasta el extremo de perder toda conciencia de mi amor, a fin de crecer en la conciencia del tuyo. Amarte es olvidarme de que amo, por estar anegado por Aquel a quien amo. Amarte es tomar conciencia de ti y morir a la conciencia de mí. Pues ¿no degenera todo autoconocimiento en autoadoración cuando no refluye regularmente en ti como el río en el océano? Y fíjate: sólo tu divinidad da ritmo a mi humanidad».5

5 RENINCA, Brandend Heden, Lannoo, Tielt (Bélgica) 1947, p. 50.

La fe auténtica nunca es el resultado de un razonamiento o de una argumentación. Es un don que sólo Dios puede hacer y que madura en la oración, donde se percibe y profundiza la aceptación de Dios. Hay en la Escritura cantidad de textos que pueden ayudarnos a meditar a este respecto:

«Encuentra a su pueblo en tierra desierta, en la soledad rugiente de la estepa, y le envuelve, le sustenta y le cuida como a la niña de sus ojos. Como un águila incita a su nidada y revolotea sobre sus polluelos, así despliega él sus alas, lo toma y lo lleva sobre su plumaje» (Dt 32, 10-11).

«Dios cabalga los cielos en tu auxilio, y las nubes en su majestad. El Dios de antaño es tu refugio; bajo él, poder eterno» (Dt 33, 26-27).

«Así dice el Señor, tu creador, el que te ha formado: 'No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre y eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo; si por los ríos, éstos no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. (...) Porque eres precioso a mis ojos, eres estimado y yo te amo... No temas, que yo estoy contigo» (Is 43, 1...5).

«Escuchadme, casa de Jacob y todos los supervivientes de la casa de Israel, los que habéis sido transportados desde el seno, llevados desde el vientre materno: hasta vuestra vejez, yo seré el mismo; hasta que se os vuelva el pelo blanco, yo os llevaré. Ya lo tengo hecho, yo me encargaré, yo me encargo de ello, yo os salvaré» (Is 46, 3-4).

«¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella pudiera olvidarse, yo no te olvido, pues te llevo tatuado en las palmas de mis manos» (Is 49, 15-16).

«Porque los montes cambiarán de lugar y las colinas se desplazarán, pero mi amor no se apartará de tu lado, y mi alianza de paz no se moverá: así dice el Señor, que tiene compasión de ti» (Is 54, 10).

«Con amor eterno te he amado; por eso he reservado gracia para ti» (Jer 31, 3).

«El Señor tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador! El exulta de gozo por ti, te renueva por su amor; danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta» (Sof 3, 17-18).

«Tu amor vale más que la vida» (Sal 63 [62], 4).

«El Señor es tierno y compasivo, tardo a la cólera y lleno de amor» (Sal 103 [102], 8; cf. Ex 34,6-7).

En el Nuevo Testamento, el amor de Dios se ha hecho carne y sangre en la persona de Jesús. En él ha recibido manos y pies, un rostro y una voz, de modo que podamos oírlo y verlo. La única finalidad de la Encarnación es convencernos de este amor fiel:

«Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad (es decir, de la fiabilidad del amor de Dios)» (Jn 18, 37).

Nos ha sido comunicado el amor que une al Padre y al Hijo. Este amor es el origen de todo amor y de toda vida; es la realidad más profunda y más radical (en el sentido literal: agarrada a las raíces). y de ese amor se nos hace participar. ¡Nada menos que eso...! El Padre nos ama con el mismo amor con que ama a su Hijo. Ama a su Hijo en nosotros, y a nosotros en su Hijo. Nos ama de tal modo que podemos llegar a ser imagen de su Hijo, y éste primogénito de entre todos nosotros, sus hermanos. Y el Hijo nos ama con el mismo amor con que ama a su Padre; ama al Padre en nosotros, y a nosotros en el Padre. Nos ama como a hijos de su Padre, tan intensamente amados por éste, y ama al Padre como creador de todos y cada uno de nosotros. Amando de ese modo, el Hijo glorifica en nosotros a su Padre, y el Padre glorifica en nosotros a su Hijo. Hemos sido introducidos en el más íntimo y fecundo de los misterios: el amor del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. ¿Qué gozo más grande podemos experimentar que el que nos inunda a partir de la mismísima Fuente de toda felicidad, de todo amor y de toda vida? La Encarnación nos permite acceder a este misterio.

En el prólogo de su Evangelio, y también al comienzo del relato de la pasión, Juan nos proporciona la clave de la vida de Jesús:

«...les ha dado el poder de ser hijos de Dios. (...) Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que tiene de su Padre como Hijo, único, lleno de gracia y de verdad» (Jb 1, 12.14).

«Habiendo amado Jesús a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1).

Todos los acontecimientos de la vida de Jesús podrían citarse aquí como una afirmación de esta misión. Limitémonos a la siguiente observación: el amor de Dios en Jesús tiene por así decirlo, dos manos: la primera es la del perdón, gracias a la cual jamás nos abandona, ni siquiera a pesar de toda nuestra culpabilidad; la otra mano es la de la resurrección, la cual nos revela que Dios nos sostiene incluso más allá de la muerte. En efecto:

«...ní la muerte ni la vida, ni los cielos ni los abismos, ni ninguna otra creatura podrá separarnos del amor que Dios nos tiene en Jesucristo nuestro Señor» (Rm 8, 38-39).

La recapitulación de la vida de Jesús inspira a Pablo la oración siguiente:

«Por eso caigo de rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la fuerza de su Espíritu en el hombre interior; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los fieles cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios» (Ef 3, 14-19).

 

Te damos gracias, oh Dios,
porque velas sobre nosotros,
porque no es ni un destino ciego
ni un azar estúpido
el que regula nuestras vidas.
Tú cuidas de cada uno de nosotros.
Tú nos acompañas en todos nuestros caminos.
Tú te mantienes más fiel a nosotros
que un padre a su primogénito,
que una madre incapaz de olvidar
al hijo de sus entrañas.
Tú conoces nuestros nombres
y liberas lo más profundo de nosotros.
Y tu fidelidad se ha hecho visible en Jesús,
el hombre que vivió para los demás,
de quien creemos que sigue viviendo
y que se halla con nosotros:
tu Hijo y nuestro Señor,
hoy y siempre y para toda la eternidad. Amén.