SOBRE LA SERIEDAD
DE NUESTRO CULTO DIVINO

La mayor parte de las veces tenemos miedo a dedicarnos a la contemplación de los novísimos, a esa tremenda disyuntiva del juicio, una eternidad con Dios o sin Dios. Nos entrarían escalofríos si pensásemos cómo nuestra alma en su desnudez y verdad definitiva se presenta ante Dios que la contempla, investigando el corazón y los riñones de mis hechos más íntimos, mis motivos y mis afanes, que quizás yo no me los había presentado o me los había negado a mí mismo o incluso me los había encubierto y disimulado; entonces falla la decisión para toda una eternidad... Ciertamente no se trata de aprender a espantarse, sino de que alguna vez nos estremezcamos hasta la más profunda raíz de nuestra alma —eso no hace daño—con el fin de que esta alma también alguna vez se espante de las tinieblas de su despreocupación, se espante de sus faltas y somnolencias de cada día, se espante de sus eternas disculpas y disimulos con los que cubrimos nuestras faltas y cobardías, se espante de su pereza y de su comodidad, se espante —Dios lo sabe— de su muerte espiritual. Este espanto debe ser un despertarse que me impulse a mí a nuevas obras, a nuevos sacrificios, a nuevo amor. ¡Alma, despiértate! En ningún momento estás tú segura de que hoy no te pueda llegar el juicio particular.

Quizás me haya hecho yo un cristianismo fácil. En líneas generales cumplo mis deberes. El domingo voy a la santa misa, ayuno un poco en cuaresma, rezo cada día un poco, evito las faltas más groseras... Todo esto sólo un poco. Como si Dios se quedase contento con que yo le ame solo un poco, le sirva un poco, le sea fiel un poco. Como si él no me dijese: «¡Tú, tú me perteneces! ¿Lo entiendes tú? ¡Tú debes servirme como cualquiera de los arcángeles que están ante mi trono y durante toda la eternidad me tributan adoración! Debes servirme hasta el último minuto del día, hasta la última gota de tu sangre y hasta el último pensamiento de tu cerebro. Comprende que yo no me contento con un poco que queda de tu trabajo y tus placeres; en realidad nada es tuyo ya que yo te lo regalé tan dadivosamente. Yo no me contento con las migajas sobrantes que caen de tu mesa. Yo, Dios, no soy ningún pordiosero que está ante tu puerta y a quien puedes despedir con un par de buenas palabras y algunas sobras. Yo quiero tener todo. ¡Yo quiero ser el amo y señor de tu vida!» ¡Alma, despiértate! Dios quiere recibir de ti más que una apresurada misa dominical y un veloz signo de la cruz por las mañanas y una comunión mensual o trimestral distraída y mecánica. Incluso quiere algo más que una misa diaria si eso te viene a bien. Quiere todo, incluso aunque a ti no te convenga, aunque debas forzarte y apretar los dientes y justamente cuando a ti no te conviene es cuando más suele convenirle a él. ¡Dios quiere poseerte totalmente!

Muchas veces nos lo hacemos demasiado cómodo. La religión nos parece como una especie de colchón para una vida segura y tranquila, una cierta seguridad para todos los accidentes, una especie de seguro de vida con el fin de que al término de nuestra existencia no sobrevenga ninguna desgracia, un seguro en el cual a ratos se cumplen los compromisos, lo cual debe hacerse incondicionalmente, pero que por eso tiene, sin embargo, que funcionar automáticamente. Hacemos con Dios un contrato: Yo cumplo así en lo principal y fundamental tus mandamientos y tú, ¡tú ya conoces tus obligaciones! Pero el llevar a cabo este contrato y este seguro lo retrasamos nosotros ventajosamente hasta el fin de nuestra vida. Nos tranquilizamos a nosotros mismos: Más tarde cuando tenga humor, entonces me entregaré totalmente en sus manos... ¡pero el humor no llega y no llega! Y así continuamos nosotros este avanzar a paso de caracol hacia Dios y nos cantamos la nana con la confianza en la misericordia divina y especulamos sobre el dulce Corazón de Jesús y su compasión y contamos con que por el amor de Dios los ojos del Niño Jesús no nos pueden condenar. Sí, Jesús es dulce y su Corazón es misericordioso, quiere perdonarnos todo si somos dignos de su misericordia, pero no es sólo misericordioso, es también justo y el juez de vivos y muertos.

¡Dios nos comunica sus gracias con superabundancia, nos atrae y nos impulsa hacia él! Cuántas santas misas se dicen diariamente en mi iglesia, o en cuántos tabernáculos me espera mi Salvador, y para cuántas visitas y entrevistas encuentro yo diariamente tiempo, pero nunca para una visita a él y muy raramente para una misa un día de labor. Cuántos pensamientos e inclinaciones internas me envía él cada día y cada hora, pero todo ello pasa sobre mí como un chaparrón. Y cuando alguna vez se presenta delante de mí como quien puede exigir, cuando desearía recibir este o aquel sacrificio mío, entonces muchísimas veces pienso yo: «Pero esto no puede exigírmelo Dios —¡es superior a mis fuerzas!» Como si él no pudiese decirme a mí cuando vaya yo a él y desee poseer su cielo: «¡Pero esto no puedes exigírmelo!» Nosotros sí podemos decirlo, ¿y Dios no podrá decírnoslo a nosotros? ¡Nosotros podemos siempre reclamar y reclamar a Dios, pero él no puede exigirnos nada a nosotros!

Señor, ¡yo quiero ahora otra vez entregarme totalmente a ti! ¡No quiero demorarlo para más tarde! No quiero pensar que sólo debo ofrecerte a ti lo que basta para ser un mínimo de cristiano. ¡Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno. Disponed de ello según vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia que esto sólo me basta!

Y si tú hoy me tomas la palabra, entonces ya sé yo lo que hago.