TÚ ERES SANTO

¡Tú eres santo! La Sagrada Escritura me lo dice en todas sus páginas y no se cansa de esta aseveración de tu santidad. Pero esta palabra santo no parece haber sido sacada de la lengua de los hombres. Quizás provenga del idioma de los ángeles e incluso allí solamente como préstamo recibido del Logos, el Verbo. Parece como si volase a mi lengua desde alguna parte y no sé de dónde. De todas formas no procede de mí. Santo —eso no pertenece al material humano. Hay algo ahí que trasciende totalmente lo humano. Algo así como un «hombre santo» (para saber lo que significa el que tú eres santo, debo de nuevo remontarme desde los hombres cuando quiero decir algo de ti aun cuando después deba delimitarlo cientos de veces: Tú eres a la manera como éste o aquel hombre bueno, pero pese a ello de una «manera» totalmente distinta a la del hombre, mil veces superior y mejor y sin mezcla de las debilidades humanas y de los valores de este mundo, de tal modo que casi deba yo tener que decir de nuevo que tú de ninguna manera eres como los hombres, que eres totalmente diferente y que a ti no me pueden conducir nunca perfectamente los puentes de mis comparaciones y analogías que se hunden siempre en el vacío, apenas he acabado yo de lanzarlos más allá de mí —¿no llego yo a palpar aquí el misterio de tu santidad imparticipable?— Pero permanece firme el que, si yo quiero saber quién eres y qué eres, pese a todo el mejor camino para ese conocimiento tuyo continúa siendo el hombre. Y tú mismo nos has recomendado este camino cuando dijiste que el hombre es tu imagen y semejanza, aunque a mí no me resulte claro ni el cómo ni el de qué manera. De todas formas yo voy tanteando en el hombre hacia ti) algo así como un hombre santo sólo existe desde que tu Hijo estuvo y padeció aquí entre nosotros, desde que dijo que él es el camino, la verdad y la vida, y que nosotros debíamos renacer de Dios una segunda vez, y que deben caer sobre nosotros corrientes de aguas vivas, y desde que él llenó en nosotros y aseguró este depósito de aguas vivas, desde que él murió en la cruz por nosotros y nos injertó como sarmientos en la verdadera vid. Es verdad que antes hubo entre ':os judíos hombres grandes (grandes en lo religioso, y ésta es propiamente la única grandeza que merece dicho nombre; grandeza arreligiosa es solamente grandeza en lo accidental y pobreza en lo sustancial), pero todos estos grandes del Antiguo Testamento no fueron propiamente santos, al menos no en el sentido en el que actualmente utilizamos esta palabra y todavía hoy se me hace difícil el aplicarles el apelativo de santos, incluso cuando sus cuadros cuelgan en nuestras iglesias. Si se quisiera decir algo grande de ellos, se diría que fueron justos ante ti, pero la santidad no es algo que ocurra ante ti, que esté ante ti; es algo mucho más íntimamente unido contigo. Debe ser uno justo en ti si yo quiero designarlo como santo y no solamente como justo (esto es solamente un aspecto, quizás un presupuesto de la santidad), y todavía más, todavía más... Mucho menos conocían los paganos acerca de la categoría de lo santo; es verdad que tenían las palabras sanctus y hagios pero fue tu Hijo el primero que los llenó de ese contenido que actualmente poseen en nuestras oraciones. Incluso los dioses que ellos se imaginaban eran una cosa totalmente distinta a santos. Los antiguos no conocían ni siquiera tanto como los judíos sobre la existencia religiosa ante ti; los grandes hombres (de nuevo grandes en lo religioso pues seguramente los hubo, tú también les dejaste las huellas de tu amor y de tu compasión, tú que no odias nada y amas todo cuanto hiciste) eran sencillamente sabios, o incluso sólo amantes de la sabiduría y filósofos y no llegaron nunca tan lejos como para intuir que la existencia religiosa debe realizarse ante ti para ser propiamente religiosa. Sus grandezas religiosas eran sencillamente existencias de este mundo en su sabiduría y conocimiento e incluso en su culto. Junto a este tipo de los «sabios» clásicos y de los «justos» judíos, tu Hijo nos ha presentado el tipo más alto de existencia religiosa y de perfección humana por antonomasia; nos ha traído algo nuevo, al hombre santo.

¡El hombre santo! Ciertamente encuentro yo ahora dificultades para comprender qué sea propiamente lo santo en él. Yo veo solamente su exterior pero lo santo se inserta en realidad en lo más profundo de su ser. Y yo no puedo llegar a verle en su corazón. Pero lo externo de este hombre santo me fascina. Me doy cuenta de que no es solamente un hombre bueno, aunque esto sea siempre un presupuesto. Pero más allá de su bondad se encuentra todavía otra realidad y cuando él me contempla, me contempla algo totalmente distinto que no es propiamente de este mundo y que no puede aprehenderse con conceptos humanos. No es tampoco solamente un hombre sabio; frecuentemente no percibo yo en uno de esos hombres santos nada de sabiduría, al menos nada de la sabiduría en el sentido de este mundo; son muchos más los locos por el amor de Cristo, los «sencillos de corazón», los pobres de espíritu. Se trata de una locura que me convence mucho más que la sabiduría en el sentido de este mundo. Desde ellos me contempla algo que es totalmente extraño a nosotros, los hombres, algo que no es de ellos aunque esté en ellos y que les llega a ellos desde fuera de alguna manera. Detrás de sus ojos, detrás de su sonrisa y de su actuación, se encuentra un contemplador, alguien que sonríe y un hecho que es como un segundo yo en él, algo trascendente que ha absorbido en sí totalmente al hombre, a lo de este mundo. Y si yo le pregunto cuándo este trascendente llegó a él y tomó posesión de él, entonces me responde con seguridad que eso pasó en el bautismo y que se renueva en cada sacramento. Pero entonces también debería encontrarse en mí eso santo, y en realidad ahí está; pero ¿por qué no lo percibo? Quizás haya quedado sepultado en mí, yazca muy profundamente en mi interior y no pueda aparecer frente a lo terreno, a lo humano y a lo infrahumano en mí. Y sin embargo está realmente ahí.

Y esto santo en el hombre, eso eres tú, Señor. Tú te pones en contacto con nosotros y surgen fuentes de aguas vivas, claramente visibles en los hombres santos, pero que en mí corren solamente por debajo de los cantos rodados; son sólo aguas subterráneas y ruedas hidráulicas hundidas bajo la superficie, pero en los hombres santos manan afuera y fructifican los campos de la vida y se dirigen hacia el paraíso. Y el hombre santo incluso corre sobre ellas, sale de él un encanto hacia afuera, es un gran mago que en todas las cosas mete por encantamiento otra realidad que realmente no estaba en ellas antes de que él las tocara. Una bendición secreta que no sólo se extiende a sus hermanos, los hombres, sino también a los animales, como aconteció con san Francisco, e incluso a cosas inanimadas que deben obedecerle y que, puras sólo por su contacto, se vuelven santas y benditas, y que yo con reverencia conservo. Sé que todas estas cosas no proceden de él, que son sólo la actuación de ese trascendente en él. Y ese trascendente y totalmente distinto a él, ¡ése eres tú! Tú real y verdaderamente. Y cuando yo digo de un hombre que es santo, digo propiamente que tú los has compenetrado, que lo has tomado totalmente bajo tu posesión y que lo has informado. Tú en un hombre; eso significa ser santo. Así la santidad no es sólo una negación del pecado y de las debilidades; santidad, eso eres tú en el hombre. Y cuando yo venero a tus santos, propiamente te venero a ti, a ti solo.

Pero cuando yo digo de ti que tú eres santo, ¿qué significa entonces eso en ti? Es verdad que no comprendo nada sobre tu santidad cuando sólo veo en ella una carencia de pecado. ¿Quién va a hablar de carencia de pecado y de pecado ante tu presencia? Tú y el pecado sois los conceptos más opuestos. Pero todas esas propiedades de la santidad que percibo yo en un hombre santo no son predicables de ti. O simplemente, ¿significa tu santidad que tú estás en ti, y descansas y eres activo y te posees, que nada de ti se pierde para ti y que tú eres totalmente imparticipable y ciertamente lo totalmente distinto a todas las otras cosas? Sólo sé que tu santidad, propiamente tú santidad más que tu poder o tu justicia, es el encanto de tus ángeles que en profunda adoración repiten continuamente: «Santo, santo, santo es el Señor, Dios de los ejércitos.» Pero si es tu santidad la que especialmente les encanta, debe insertarse en lo más profundo de tus misterios. ¿Es ella esa dulce plática del Padre al Hijo y al Espíritu Santo? ¿Por qué le aplico yo el nombre de Santo de una manera especial a tu tercera persona que constituye la unión íntima en tu Trinidad? ¿Es ella ese fluir y refluir de tu fuerza y de tu divinidad, ese murmullo trinitario a través de tu infinidad y de tu inmensidad o quiero expresar con ello sólo ese ser totalmente distinto que me separa de ti? ¿Esa riqueza que a mí cada vez me vuelve a emocionar? ¿Y qué es lo que significa mi emoción? Yo a veces la vislumbro (quizás solamente pueda yo, mientras deba peregrinar por estos valles no santos, solamente vislumbrar la santidad) cuando entro en alguna de tus catedrales donde se elevan y entrecruzan las columnas, y donde en la oscuridad se consume una lamparilla rojiza y donde el silencio suena en mi oído, de manera que me parece que oigo aquel murmullo tuyo dulce y fuerte; entonces percibo yo la elevación y el entrecruzamiento, el brillo y la atracción de tu santidad. Santa es la Generación eterna de tu Hijo y la Procesión del Espíritu Santo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre. Santo es tu conocimiento sobre ti mismo y tu descanso en ti. Santo es tu crear y tu actuar. Santo tu autoconocimiento y tu amor, tu suficiencia en ti mismo y tu plenitud imparticipable. Santa es también la mano que extiendes al mundo y el contacto de tu gracia (¡que no es otra cosa sino tú mismo!) con mi alma. Santo, santo, santo..., eso se me presenta a mí cada vez que me pongo en contacto contigo. Santos son tus secretos y misterios, tu luz inaccesible, y aquella gloria que me espera invisible e impenetrable detrás de tu velo, ya que yo solamente contemplo tu velo. Santo es lo que me postra siempre de rodillas, tu llamada a la que yo respondo: ¡Te adoro!

¡Y junto a ello pronuncio yo ahora la palabra «pecado»! ¿Percibo yo ahora toda su atrocidad? ¿Los cielos no contienen la respiración asombrados? ¿No se oscurece el sol? ¿No se consume el mundo en llamaradas? ¿Cómo puede este hombre pequeño y desgraciado solamente...?

¡Ay de mí que soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de boca impura. Señor, cruza tú el abismo. Yo no puedo. Señor, perdóname a mí y a todos ya que no sabemos lo que hacemos. Tú, el Santo, ten compasión de nuestra falta de santidad y de nuestros pecados.