TÚ CONOCES TODO

Tú eres omnisciente, oh Señor. El conocer es algo grande. En todos los mercados me lo ofrecen y se me dice que es un poder. El conocer significa que yo abarco a algo que se encuentra fuera de mí, lo atraigo a mí y me lo tomo... y entonces ello es algo en mí y permanece en mí. Conocimiento no significa solamente lo que yo he conocido alguna vez, lo que he contemplado alguna vez con los ojos y después me ha desaparecido, sino que, además, en el conocimiento ese otro resulta mío, se encierra en mí, resulta mi posesión espiritual y nadie puede como tal arrancármela. Yo resulto con él una unidad y los maestros me dicen que incluso yo me he convertido en ese «otro» y eso sin que él por ello haya perdido su ser de otro y su ser otra cosa. La posesión más arraigada es la manera de poseer del que conoce. Se me pueden robar todas las demás cosas, mi conocimiento no, e incluso en la ocasión en que todo se me pierde, en la muerte, llevo conmigo mi conocimiento a la otra parte y viviré allí todavía con todos mis conocimientos. Y si uno posee registrado en el catastro un parque o un prado, ¿qué tiene él por ello más que yo, que me paseo por su lado, lo contemplo y contemplándolo lo disfruto, me gozo en ello, lo tomo en mí como una posesión secreta de manera que resulta para mí como un encanto secreto y un placer privado? ¿Qué tiene más en ello el poseedor jurídico? Quizás pueda él sacar leña o rodearlo de una valla, pero eso son cosas secundarias.

Tú empero, Señor, sabes todo, conoces todo bicho viviente, lo posees todo como un conocedor, lo abarcas con tu conocimiento y penetras con tu conocimiento en lo más interno de las cosas. Allí donde yo únicamente conozco su superficie, tu conocimiento penetra hasta el círculo más interno de los electrones que actúan en esa cosa. Tú la atraes hacia ti, la tomas en ti y ahora queda encerrada en ti. Tú vives en este conocimiento de tus cosas y estas cosas están encerradas en ti no sólo desde ayer, desde que tú las contemplaste, sino mucho antes. Tú ya conocías sus últimos secretos y misterios, su devenir y su ser, su querer y su aspirar, todo, mucho antes de que existiesen.

Y a mí también me conoces tú así, también me posees como un conocedor. Tú me has sacado a la luz y me han colocado en tu mundo y en tu posesión tu conocimiento me fija y me concreta. Sabes de mí hasta lo más interno. Pero ¿cómo es ello? ¿Me ves tú a mí solamente como un espectador desde fuera, como contempla a su hijo una madre que para hacerlo debe antes asomarse a la ventana a fin de poder verlo? ¿Te asomas también tú a la ventana de tu cielo para contemplarnos? Señor, sé que no necesitas asomarte hacia afuera de tu casa, porque tú estás junto a mí e incluso en mí; tú eres mi eterno espectador en mis acciones más secretas y en mis pensamientos más íntimos, tú, Dios, que investigas el corazón y los riñones. Incluso estás tú más cerca de mí que yo mismo. Mentiría si quisiese afirmar que me conozco y que sé mucho sobre mí. Realizo una acción pero no sé de qué capa de mi alma procede; soy bueno y bondadoso con un hombre pero tengo dificultad para saber si lo hago por puro amor desinteresado o por un secreto egoísmo; rezo, pero no sé si lo hago porque te amo y no puedo vivir sin ti, o sólo porque en mi oración encuentro consuelo, recogimiento, tranquilidad y seguridad, o incluso porque desearía imaginarme que soy un hombre piadoso. Ante mí mismo llevo mil caretas. Y no sólo yo, también tu santo Agustín suspira en su oración: «Noverim me!» — «¡Que yo me conozca!» ¿Es eso tan difícil? Señor, sí, tú sabes que es difícil. Todos nosotros representamos un poco de teatro ante nosotros mismos, tratamos, hablamos y actuamos, pero a ratos no sabemos si es una cosa seria para nosotros o si lo hacemos en broma, si es importante o si sólo es así porque es así. En lo más profundo de nuestra alma hay zonas que se nos presentan más oscuras que la noche más oscura, en las cuales solamente podemos vislumbrar y andar a tientas y cuando en ellas alguna vez nos encontramos en mentira oculta, entonces nos asustamos. Pero tú, Señor, propiamente vives en esa zona interna de mi alma, tú ves cómo los hilos de todas mis causas y motivos secretos se entrecruzan y tú ves a través de toda esa maraña.

¿Y ahora debo yo espantarme ante ti, tú tremendamente siempre presente, tú gigantesco conocedor? ¿Me contemplas tú a mí como una esfinge, que se me aparece como aterradoramente sabia y cuyo nombre no en vano significa «exterminadora»? ¿Me extermina tu conocimiento sobre mí? ¿Estoy siempre ante ti solamente como un niño sorprendido? Ciertamente no, Señor. ¡Tú no exterminas a nadie! Tú no quieres sorprender a nadie, y si alguna vez nos sorprendes en alguna parte por el camino errado, entonces nos tomas por el brazo y nos conduces al camino correcto y entonces me das siempre al mismo tiempo una gran gracia para que pueda de nuevo hacer bien lo que había hecho mal. Tu conocimiento sobre mí no me debe asustar ni siquiera cuando he hecho algo malo; incluso entonces debe ser para mí un consuelo. Dios me conoce a mí, a mis pecados y a mi miseria. Yo no volveré nunca más a imitar a Adán y a esconderme ante ti entre la maleza, yo quiero permanecer ante tu vista para que me veas, porque sé que tu mirada para mí significa compasión y gracia. Es ya para mí un consuelo el que algún hombre sepa de mí; aligera el peso de mi corazón cuando puedo decirle a algún amigo cómo me encuentro, e, incluso cuando he cometido una falta, experimento ya un consuelo cuando puedo confiárselo a alguien que ahora también la conoce, y este conocer tranquiliza. Quizás sea el peor sufrimiento de todos el no podérselo contar a nadie y la soledad más terrible cuando nadie sabe de nosotros. Pero cuando ya antes tú me conoces, tú, bueno, tú, amigo, tú, fiel... y aunque sea una falta lo que tú debes conocer de mí..., pese a ello me siento metido en ti y me alegro por este divino conocimiento, porque sé que tu conocimiento no es el registro frío de una circunstancia, sino un cosentir y un compadecer y un ayudar. Quiero recordarme con frecuencia: ¡Dios sabe de mí! Y aunque yo no conozca mis más internas profundidades y mis más secretas fuentes de las que mana mi actuación y mi pensamiento, me es suficiente el saber que tú estás en esas fuentes y que todo lo sabes. Como le preguntaste tres veces a Pedro si te amaba y Pedro se espantó ante esta pregunta tres veces repetida y pensó en su pecado que también se había repetido tres veces y entonces sólo pudo decir: «¡Señor, tú sabes todas las cosas..., tú sabes que yo te amo!» Así te digo yo también a ti, Señor, después de cada falta y de cada buena obra, después de cada duda y de cada alegría: Tú sabes todo, todas las cosas, y eso me es suficiente, yo no pretendo saber, yo sólo deseo estar incluido en tu conocimiento y ser utilizado según tu providencia.

Tu conocer, Señor, es totalmente distinto al mío. Yo lo saco de las cosas a las que conozco y de las cuales conozco algo; yo debo preguntar a las cosas si quieren revelarme algo, si quieren ser vistas por mí, y yo sé solamente cuanto ellas me revelan, la mayoría de las veces sólo su capa superficial. Tú, Señor, sin embargo, no preguntas a nadie, no sacas tu saber de las cosas a las que tú conoces. No debes mirarnos con intensidad para conocernos; tu saber no depende del objeto de tú conocimiento, tú, independiente de todas las cosas. Quizás seamos nosotros todos en conjunto demasiado pequeños y miserables como para que tú nos contemples y sin embargo sabes de nosotros. Me parece algo asombroso cuando alguien me dice que tú propiamente sólo te contemplas a ti mismo y sólo sabes de ti mismo y que en ti mismo ves tú también a todas las demás cosas, y sin embargo es así. En realidad nosotros estamos todos en ti y vivimos en ti; lo que existe en nosotros y en las demás cosas existe verdaderamente, pero solamente porque tú existes y porque las cosas imitan algo tuyo, y mientras tú te contemplas a ti mismo, ves tú también todo aquello que está en ti y todo lo que puede imitarte. Tan grande y tan independiente eres tú que no necesitas mirarme para conocerme. Tú me conoces no porque yo existo, sino que yo existo porque tú me conoces. Quizás toda tu grandeza total no encuentre otra forma de expresión tan adecuada como aquí.

Pero por eso el conocimiento de tu mundo tampoco puede enriquecerte. En mí acontece así: El saber me enriquece. Yo veo un paisaje, un cuadro o una estatua, me los hago míos, y salgo distinto, como aquél a quien se le ha hecho un regalo. Ha pasado algo en mí y yo soy más rico que antes. En ti no puede ser así; a ti, que posees todo y eres infinito, no podemos nosotros darte nada. Y cuando tú nos conoces, eso es una gracia que nos regalas. Yo y no tú soy el que resulta más rico cuando tú me conoces.

¿Conoces tú en realidad todo, todo... hasta las últimas leyes y acontecimientos de tu mundo más pequeño y de tu estrella más remota? ¿También los pensamientos más secretos del último de los hombres, y lo que ocurre en la última raíz de una planta perdida y el sufrimiento de un gusano que en algún punto se retuerce al sol, y la alegría de un escarabajo y de un mosquito que en un día de verano en plena selva virgen danzan alrededor de una flor? Hay bastante gente que afirma muy seriamente que sería demasiado rastrero para ti el que te preocupases de todos esos conocimientos, que te interesases en ello, que construyeses en ti su imagen... ¿Qué te dice a ti el gusano que zapa a través de la tierra y el escarabajo que en algún punto bajo la corteza de un árbol excava sus galerías? Pero yo pienso que esos hombres te han empequeñecido porque piensan que tú no conoces de distinta manera a la nuestra. Y tú no eres como yo, que debo preocuparme trabajosamente sobre cada pequeño ser; a ti ello no te causa ninguna molestia. Tú estás en todas partes presente, y tú eres aquél en el que todo se contiene y sin el cual nada existe, lo que es y lo que sucede. Tú, sin el cual no existiría ni un solo momento, y todo se aniquilaría si tú lo apartases solamente un poco de tus manos. ¡Qué tipo de molestia te ocasiona a ti conocer a tus pequeñas creaturas!

Tú me conoces, Señor, y yo te conozco. Esto me alegra más todavía. Ciertamente mi conocimiento no puede compararse con el tuyo pero ahora que ya sé algo de tu existencia y de tus huellas y de tus obras, eso me alegra. Y además me ha contado tu Hijo tantas cosas sobre ti... Señor, déjame penetrar cada vez más profundamente en este precioso conocimiento sobre ti, hasta que una vez te conozca como ahora soy conocido por ti.